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Una historia más sobre el hilo rojo

“Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin
importar el tiempo, lugar o circunstancias. El hilo se puede estirar, contraer o
enredar, pero nunca se romperá”

Jorge Toro iba camino a la casa de una amiga para hablar un poco sobre un
viaje que querían hacer juntos para ir a buscar el cementerio donde fue enterrado
su padre, desaparecido de casa hacía cinco años con la excusa de ir a ver a un
pariente que estaba en las últimas y acompañarlo hasta morir, pero con el motivo
de irse a morir al campo. El plan ya no despertaba mayor interés, y según Sandra,
era más que nada por deber, y por eso estaban planificando cómo irse de una
forma menos aburrida.
Iba más o menos a la mitad del camino cuando recibió una llamada
contándole que no podría ser ese día, que le salió un asunto urgente y que lo
dejaran para otro día. Entonces, un poco triste, se cambió de vereda y se fue a casa.
De repente pasó al lado de un árbol y se tropezó. Quedó boca abajo en el
piso, a esa hora ya ardiente, y se revolcó como un puerco. Se sobó un poco, se
levantó y miró qué lo hizo caerse. De repente, notó que había un hilo rojo, y usó su
mejor arsenal de insultos para quien lo hubiera dejado ahí.
Trató de romperlo, pero no le funcionó, así que empezó a recogerlo para que
nadie se cayera de nuevo. Notó que el hilo salía de su manga, así que se lo empezó
a enrollar. Decidió entonces seguir el hilo hasta encontrar el otro extremo, con la
esperanza de que no fuera demasiado. Pensó en cuántos metros de hilo puede
haber en un carrete común y corriente, y concluyó que eran demasiados.
El hilo estaba colocado de una forma bastante mañosa, siempre por las
aceras soleadas. Caminó por más de una hora pensando en que lo que estaba
haciendo no tenía sentido, y que alguien en exceso ocioso había hecho eso. ¿Cómo
podría alguien colocar tanto hilo? No lo sabía, pero concluyó que quien lo hubiera
hecho era un ser hecho de maldad.
Por andar siguiendo y enrollando el condenado hilo rojo casi lo atropellaron
dos veces, además de que a un ciclista que andaba por la vereda, al adelantar a
Jorge, se le enredó el hilo en los rayos de la bicicleta. Ese acontecimiento fue tal vez
el más afortunado de la tarde. Si bien se quedaron un buen rato desenredando el
hilo apretado de la mano de Jorge y el de los rayos de la bicicleta, le sirvió. O sea,
tal vez tener la mano morada no haya sido lo más útil del mundo, pero el ciclista,
al ver cómo la mano de Jorge iba cambiando de color por la presión de una fuerza
invisible, se sintió culpable, y cuando terminaron con la bicicleta, se ofreció a
llevarlo un rato, aún cuando no hubiera visto en ningún momento el hilo rojo del
que hablaba Jorge.
Gracias a eso, pudieron ir más rápido, aunque no tanto, debido a que debían
tener mucho más cuidado para enrollar el hilo. Se demoraron en llegar, pero
llegaron a una casa. El ciclista se despidió y le deseó suerte. El brazo de Jorge era
mitad brazo y mitad hilo, además de tener el otro acalambrado de tanto enrollar.
Empezó a tirar un poco del hilo. Sintió que el fin estaba cerca. Esperó un
poco y se puso a revisar sus redes sociales mientras pensaba qué hacer. Allí uno de
sus amigos compartió la historia del hilo rojo del destino. Suspiró y tocó el timbre.
Una tipa abrió la puerta y lo saludó. Era bastante bonita, y lo miró con ojos
de deseo. Le preguntó qué necesitaba, y él le dijo que había un hilo rojo que estaba
siguiendo, y que probablemente terminara en alguna habitación de su casa. Ella lo
dejó pasar, un poco por morbo, un poco por curiosidad, un poco por pena y un
poco por atracción hacia él. Jorge entró concentrado, tratando de aflojar el hilo de
su brazo.
Allí, llegó a una habitación y vio un bulto envuelto en una cama. El otro
extremo llevaba hasta allá. El bulto se movió y un hombre de finas facciones lo
miró.
—¿Puedes ver el hilo?
—Obviamente, lleva toda la tarde molestándome. Creo que lo tengo pegado
en la polera, y me ha hecho cosquillas desde como dos horas atrás. Le conté a mi
hermana del hilo rojo, pero ella no vio nada.
—¿Y no le preguntaste a nadie más?
—Vivimos los dos aquí. Estamos solteros, y todo eso. Me llamo Adrián.
—Mira tú… ¿me la presentas?
—Oye, recién nos conocemos.
—Tenemos un puto hilo rojo conectándonos, así que mejor nos vamos
acostumbrando, ¿qué dices?
—Mary, ven a conocer a Jorge.
Mary fue y casi lo devoró con la mirada. Cuando salió de la habitación,
Adrián le dijo que ella nunca miraba así a nadie, que tuvo suerte.
«Veo que de algo sirvió todo esto» pensó Jorge.
—¿Y ahora qué?
—No sé, juntémonos el Sábado a charlar un poco. Por mientras, te dejo un
regalo.
Jorge se sacó el montón de hilo y logró sacarse el extremo atado a su manga.
Colocó todo en el velador y se fue, un poco confundido por aquella jugarreta del
destino.

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