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Los hechos previos a mi captura por las tropas estadounidenses, no los recuerdos con

exactitud. En mi memoria solo están los rostros de aquellos hombres, todos amarrados con
cadenas a una saliente de metal pegada a la pared, con la cabeza gacha, vestidos con monos
naranjas, esperando la siempre imprevista hora de la muerte. Ni siquiera recuerdo sus
nombres ni tampoco sus nacionalidades, pese a que en un tiempo me empeñé en creer que
todos eran sirios. Tal vez, ahora que inspecciono los recuerdos desde la lejanía, tengo la
remota seguridad de que no son sirios. Uno de ellos, en especial, tenía un acento sibilante,
muy marcado en sus acentuaciones, característica muy similar a la que tiene ciertos nativos de
la región sur de Mardin, Turquía. Los otros tres, a diferencia de éste, no hablaban mucho, solo
se lanzaban miradas temerosas, asustadas. Y esta circunstancia, aunadas con otras que no vale
la pena mencionar aquí, fue la que no me permitió conocer las verdaderas nacionalidades de
aquellos sujetos.

Por las mañanas, antes de que el sol comenzara a clarear y las arenas del Arája adopten ese
color ocre que tanto me gustaba, llegaba nuestro comandante, Ibrahim Al-Molas, montando
en su camioneta Toyota roja (¿o negra?). En sus manos siempre portaba un fusil Kalashnikov.
Yo, bajando las escaleras apresuradamente, corría a abrirle, pues sabía lo molesto que era para
él tener que esperar (dicen, aunque nunca lo pude confirmar,

Primero, para demostrar que ellos "aún estaban vivos", secuestraron a una niña de nueve
años, que vivía con sus padres cerca de la quebrada La Nueva, ubicada fuera del casco urbano
de Santa Lucía. Después, a los pocos días, el último viernes de octubre, a los padres de la niña,
uno jornalero y la otra vendedora de empanadas, les dejaron bajo la puerta de la casa un sobre
de color blanco. Atemorizados, lo abrieron. En él, había un disco de DVD, junto con una nota,
donde, escrita con una burda caligrafía, se leía una advertencia: “reproduzcan el video.
Después de que lo vean, tienen tres días para conseguirnos el dinero”. Dado que los padres de
la niña no tenían reproductor de DVD en su casa, fueron hasta la de una vecina. Una vez allí,
como lo habían imaginado, vieron a la niña demacrada, ojerosa, con el rostro enjuto y el
cabello revuelto, con las manos amarradas entre sí por una cabuya gruesa, suplicando por su
vida, diciendo que, lo que menos quería en esos momentos, era morir. Detrás de ella, como
una suerte de esbirros encapuchados, había dos hombres, portando en sus manos armas de
largo alcance, vistiendo con uniformes camuflados. En sus brazos llevaban sujeto el brazalete
del Cártel de Juárez. A cambio de la libertad de la niña, pedían dos millones de dólares. Cuando
terminaron de ver el video, cuya duración aproximada era de cuarenta y tres segundos, la
madre de la niña rompió en llanto, un llanto contenido, doloroso, soportado desde el mismo
instante en que supo que la niña había desaparecido.

Desde ese momento, la Policía Municipal de Santa Lucía y efectivos de la Policía Federal de
Chihuahua, empezaron una ardorosa búsqueda contrarreloj, que se extendió más allá de la
sierra Los Quemados, cerca de la frontera con Durango. Rastrearon caminos, averiguaron
identidades, preguntaron sobre posibles sospechosos. Incluso, un helicóptero tripulado por
agentes de la Fuerza Aérea Mexicana sobrevoló la que consideraba “la zona álgida del Cártel
de Juárez”. Sin embargo, ninguna de tales estrategias dio fruto. Se sabía, sin embargo, que el
video había sido grabado en aquellos lugares, pues en esos momentos el único punto de apoyo
del Cártel de Juárez era suroccidente de Chihuahua. De allí era de donde el Cártel sacaba su
droga, que tenía como destino último Estados Unidos y Europa.

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