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Desde Lacan, vemos que el Yo es el resultado de una alienación del sujeto en la imagen y en la palabra del Otro,
que está consagrado al desconocimiento del sujeto en el sujeto. Desconocimiento en tanto y en cuanto implica
reconocimiento de la verdad y desfiguración o negación de la misma con fines defensivos. Desconocimiento
diferente a ignorancia, esta última como apertura a un saber posible.
Y esta representación imaginaria que es el Yo, tiene también una existencia real que es el cuerpo del sujeto, ese
que está de este lado del espejo, y una existencia simbólica, porque el lenguaje ofrece el nombre propio y el
pronombre, el “yo” gramatical, “yo” del enunciado, para que el sujeto aparezca representado en la cadena
discursiva.
Así, el Yo representa al sujeto en la cadena discursiva, pero no lo significa, porque este vocablo designa a la
representación imaginaria que el sujeto tiene de sí. El yo es la máscara del sujeto. Es decir, está fuera del sujeto,
representándolo únicamente, pero no es el sujeto. El Yo está estructurado por el mundo simbólico en el que el
hablante viene a insertar su palabra. El Yo es un objeto de ese mundo, no es el sujeto porque este está excluido
del enunciado. El Yo es un punto de embargue de la cadena discursiva que se origina más allá de él. Por esto el
Yo es excéntrico al sujeto.
El autor plantea la situación que nos saque rápidamente de la idea de que el nacimiento de un ser humano es un
acontecimiento “natural”. Nos explica que nace, si, pero no naturalmente. Nace de la madre, claro, pero la
madre está habitada por el lenguaje. Es el resultado de una unión sexual entre macho y hembra, pero cuando el
macho y hembra son hombre y mujer ese es un acontecimiento legislado, regulado por el lenguaje.