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2/7/2020 “Auge de un género: los diarios, literatura del yo”, por Juan Bonilla | Tam-Tam Press

“Auge de un género: los diarios, literatura del yo”,


por Juan Bonilla

De Tam-Tam Press / 25 de agosto de 2016 / ENSAYO, LITERATURA / 2 comentarios

(h ps://tamtampress.files.wordpress.com/2016/08/la-
galerna-3-ok-copia.jpg)
Portada del último número de la revista “La Galerna”.

El escritor Juan Bonilla repasa en este artículo la actualidad del genero diarístico en un momento de auge de la
‘literatura autobiográfica’. El artículo apareció publicado originalmente en el último número de la revista “La
Galerna” —en su monográfico ‘Diarismos’, dedicado a los diarios de los escritores— que edita en León Manual de
Ultramarinos (h p://manualdeultramarinos.blogspot.com.es/2015/03/la-galerna_9.html).

Por JUAN BONILLA


Desde astorgaredaccion.com (h p://astorgaredaccion.com/)

Fuera de toda discusión que el diario, como género literario, vive desde hace unos años un evidente
auge entre nosotros. Las razones son muchas: desde cierto cansancio de la ficción a la tendencia de
nuestros tiempos a sobrevalorar el ‘yo’ sin temor a incurrir en el narcisismo, de donde los instrumentos
de la vida cotidiana lleven implícitos los vocativos en sus nombres: iPad, iPhone (que adelgazaron las
siglas de Internet para confundirla con el ‘yo’). No solo es cosa de nuestra lengua y no solo es cosa del
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género: otras manifestaciones de la literatura del ego han ido desplazando la hegemonía de la novela
como género que, para aprovechar el signo de los tiempos, se ha potenciado a sí misma mediante las
estrategias de la autoficción: ahí están las obras de Javier Cercas o las de Vila-Matas, adelantadas en el
tiempo por La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa y, por no irse más atrás, por Cómo se hace una
novela de Miguel de Unamuno. En otras lenguas cabe consignar el buen recibimiento de los libros de
Emmanuel Carrère que se ofrecen como novelas aunque de novelas solo tengan el esqueleto: el género,
finalmente, es cosa que pierde la significancia. El éxito mundial del noruego Karl Ove Knausgård con
los tomos de su demoradísima saga autobiográfica Mi lucha puede servir de prueba, como sirve también
para evidenciar que no hay nada nuevo bajo el sol: la relación de esa obra de Knausgård con En busca del
tiempo perdido de Proust deja claro que la literatura del yo, con distintos disfraces, ya empezó a latir hace
mucho (contemporáneos de Proust son por ejemplo Léon Bloy, autor de un diario violentísimo con
momentos geniales, y Paul Léautaud, uno de los grandes prosistas en francés cuya obra mayor son los
muchos tomos de su diario, por no citar a Jules Renard). Lo que lleva a preguntarse por la relación del
diario con otras formas de la literatura del yo: las autobiografías, las memorias. Lo identificativo del
diario es ese rasgo de escritura en marcha, agarrar la vida cuando se está viviendo, no dejar convertirse
en recuerdo lo que se relata. Eso permite que los diarios se llenen de todo tipo de textos, fragmentos de
lectura, impresiones pasajeras, aforismos, que estorbarían en autobiografías y memorias, donde la vida
ya se ha cumplido, ya se presenta como relato estructurado porque quien lo escribe sabe el punto de
partida y el de llegada, y en el trayecto encuentra las suficientes cosas como para decidirse a contarlas. El
diarista sabe de donde parte pero se supone que no sabe dónde llega, ni siquiera dónde va: el camino se
va abriendo en tanto esté escribiendo. Claro que esta sería la regla del diario puro. Como veremos los
diaros puros se pueden volver base para novelas o incluso para memorias.

Muchos fueron los escritores que en el siglo XX —ir más atrás obligaría a hablar de Samuel Pepys, que
tan secreto consideraba su diario que lo escribió mediante unos signos que esperaba que nunca fueran
desvelados— llevaron sus diarios, desde Ka a a Papini pasando por Thomas Mann, pero solían ser
obras que no buscaban apenas la luz de la publicidad o que sabían que si la encontraban sería cuando
ellos ya no estuviesen. Hay diarios que guardan muchos secretos –el de John Cheever, especialmente
hondo, un ring donde Cheever peleaba consigo mismo y sus distintas pulsiones (homoeróticas unas,
ebrias otras, mezquinas algunas)– y otros que contienen su propio antídoto, la prueba de su invalidez (si
es que el diario anclaba a quien lo escribía a la vida, al arte de agarrar la vida): el impresionante diario de
Pavese, con su final que estraga, ese terrible “Ni una línea más”. Aunque hay diarios que se escriben por
la necesidad del que lo escribe, sin que espere hacer obra literaria, a pesar de su condición de escritor,
también había otros que se escribían con conciencia de obra literaria (los de Léautaud, por ejemplo; los
de Curzio Malaparte, y uno de los más grandes diarios del siglo pasado: Libro del desasosiego, que
Fernando Pessoa le adjudicó a su heterónimo Bernardo Soares y que esperó décadas hasta que pudo ser
recompuesto). El diario era también lugar de amparo para quienes necesitaban dejar rastro de su paso
por la vida, como lugar de confesiones de naturalezas oprimidas por las circunstancias históricas, de
seres que necesitaban un lugar sagrado en el que ir contándose a sí mismos el relato de sus vidas en
directo.

Es imposible no referirse al valor de los diarios femeninos, entre los que cabe destacar el de la rusa Maria
Bashkirtseff, que murió joven y que parecía consciente que sus anotaciones llevarían al futuro el fulgor
de sus pasiones, la inquietud de sus días y sus noches, la búsqueda de la libertad en un mundo patriarcal
e insensible: fue muy influyente entre las jóvenes de la Belle Époque. También es importante el de
Katherine Mansfield y es inevitable el de Anna Frank, que ha cobrado actualidad por la publicación de
los fragmentos censurados en la edición original y por el hecho de que algunas escuelas de los Estados
Unidos han pedido que se vuelva a censurar porque ven con malos ojos que los muchachos tengan
acceso a algunas descripciones que consideran pornográficas —francamente buenas, por cierto, se ve en
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ellas que Anna era ya escritora—. En español brillan los diarios de Alejandra Pizarnik y los de Rosa
Chacel y, en la actualidad, los de la filósofa y poeta Chantal Maillard, algunos de los cuales son
claramente circunstanciales, entendiendo por esto aquellos diarios que se escriben determinados por una
situación de excepción (diarios de viajes o de enfermedad: Maillard ha recopilado sus diarios de la India
en la editorial Pre-textos). Otro ejemplo de diario de circunstancias puede ser Diario de Moscú, de Walter
Benjamin, en el que el gran prosista alemán confía a sus libretas sus impresiones de la revolución rusa
cuando viajó para encontrarse con su amor y ya quedaba poco de ninguna de las cosas que fue a buscar:
ni revolución ni amor.

La ecuación entre literatura y vida

En nuestra lengua hay diarios en verso —Diario de un poeta recién casado de Juan Ramón Jiménez,
Cancionero (Diario poético) de Unamuno— y diarios en prosa —el Diario íntimo del propio Unamuno, el
monumental Diario de González Ruano, los imprescindibles tres tomos de Cansinos Assens, La novela de
un literato, de quien se espera que salgan en algún momento sus diarios de la guerra, La letra e de
Augusto Monterroso—, entre los que destacan los de los peruanos Alberto Hidalgo —Diario de mi
sentimiento— y La tentación del fracaso, los varios tomos del diario de Julio Ramón Ribeyro, obra mayor
no solo de la diarística sino, sencillamente, de la literatura. Un talento como el de Ribeyro lucía mucho
más en los textos breves, como demuestran sus Prosas apátridas, sus relatos y sus Dichos de Luder. Las
anotaciones de su diario —compiladas en un solo tomo después de que aparecieran en tres— dejan ver
la capacidad de Ribeyro para cazar la vida que se va con su estilo susurrado, su amor por las pequeñas
cosas, sus reflexiones inteligentes, sus luchas con la botella y con el cigarrillo.

No cabe ignorar que una de las razones, de peso, del presente auge del diario es la calidad de algunos de
los que se han ido publicando en estos años. Los tomos del Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello,
que ahora publica su tomo 19 con el título de Seré duda sirven de ejemplo. También tienen interés
creciente los del filósofo Salvador Pániker, que ha emprendido un ciclo autobiográfico —de evidente
presunción que no le teme al ridículo: es el más narcisista de todos los autores de diarios de los que
hablaremos— con dos tomos de memorias y otros cuatro densos volúmenes de diarios, de los que
destaca Diario de otoño, protagonizado por la muerte de su hija. Son autores que han alargado la
inesquivable presencia de grandes diarísticas de la literatura en español como la colosal obra de
Francisco Umbral (Diario de un snob, Diario de un español cansado, Spleen de Madrid), que en algún
momento llegó a declarar que no había hecho otra cosa en su vida que escribir su diario. Eso mismo,
mucho antes y en alemán, llegó a afirmar Friedrich Nie sche.

Entre los hitos del género que cabe señalar para ilustrar este auge están la expectación con la que se
aguardaba la edición definitiva de los diarios del poeta Jaime Gil de Biedma (Lumen), la excelencia de
la edición de los Diarios del mexicano Salvador Elizondo (FCE) y la publicación del primer tomo de los
diarios del argentino Ricardo Piglia (Anagrama), si bien este ha preferido disfrazarlos de novela y
someterlos a una corrección que ha eliminado uno de los encantos de cualquier diario prolongado en el
tiempo: la transformación de una voz. Se espera que Piglia publique otros dos tomos: en su caso parece
fácil apreciar cómo se ha producido la transformación mencionada. Le ha bastado —como si fuera poco
— tenerlos guardados durante muchos años, llegar a su cumbre como narrador, volver entonces a los
diarios y reconvertirlos en los diarios de otro, de un alter ego, Emilio Renzi, de manera que lo que fue
diario personal, al ser reescrito, se convierta en novela que no incumple una de las reglas fundamentales
del género: la creación de un personaje.

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Refiriéndose a Cuaderno amarillo, el tomo con que Pániker inició la costumbre de publicar sus diarios, el
autor barcelonés anota en el reciente Diario del anciano averiado (Random): “Mi libro es un diario. Un
diario intenta resolver la ecuación entre literatura y vida, captar a esta en el momento en que brota. Un
diario trabaja con el tiempo real, más acá del tiempo artificial de la novela”. Es uno de los caballos de
batalla del ensayo Pasé la mañana escribiendo. Historia del diarismo español (Fundación Lara) de Anna
Caballé: la necesidad de definir qué es un diario y qué no. El libro se compone de dos partes: en la
primera se estudian las condiciones estructurales y genéticas del diario, que como todo género se presta
a las taxonomías. Hay un diario que lleva una intimidad al papel en tiempo real, otro que yergue su
estatura en un texto que amplía unas anotaciones hechas en el pasado y se reelaboran antes de la
publicación, otro que se conforma con dar cuenta de la actividad pública de quien lo escribe y donde no
hay sitio para confesiones íntimas, etc. En la segunda parte, Caballé estudia minuciosamente algunos de
los más importantes autores de diario de la literatura española.

Los diarios más destacados en español

El diario de Andrés Trapiello, a mi juicio el más colosal de la literatura en español, no solo por su
extensión —alcanza las 10.000 páginas— sino también por la calidad, nace, naturalmente, de cuadernos
donde el autor va anotando impresiones, recuerdos, lo que sea. Esos cuadernos duermen unos años
hasta que aquel decide que ha llegado la hora de convertirlos en obra. Utiliza las anotaciones realizadas
años antes como trampolines para escribir las páginas que saldrán a la luz pública. No recurre a la
herramienta de ficción que usa Piglia, interponiendo un personaje al que asignarle lo escrito. Trapiello
lo ha sintetizado así: “cuando los escribo son diarios, cuando los publico y se leen ya son novela”. Que
su método no se ajuste a los criterios dogmáticos del diario íntimo es lo de menos: el resultado hace ya
años que es deslumbrante y figura entre las obras esenciales de nuestra literatura. El propio Trapiello se
refiere a su obra como una “novela en marcha”. Lo cierto es que pertenece a ese exclusivo club de obras
que pueden prescindir perfectamente de la pelea de géneros, de las que hacen insustancial la discusión
acerca de si una obra es novela o diario. A fin de cuentas todos leímos La odisea como si fuera una novela
y resulta que es un poema. Tanto si se considera la obra de Trapiello el diario de un escritor como si se la
considera novela el resultado es el mismo: una obra grande y magistral donde hay relatos de viajes,
bodegones, aforismos, personajes que comparecen una sola vez y ya no se olvidan, espléndidas
caricaturas, auténticos poemas en prosa con la naturaleza como musa principal, un relato familiar
emocionante y delicado, apuntes de actualidad que es lo único que parece quedar de aquella actualidad
a la que se refieren, ensayos sobre arte, sobre escritores. En fin, lo más cerca de la novela total que
seguramente ha estado nuestra literatura en los últimos años.

Destacan también los diarios del crítico y poeta José Luis García Martín, que acaba de publicar Nadie lo
diría (Ediciones Ulises), el decimotercer volumen de sus diarios. García Martín va publicando
semanalmente sus anotaciones en la prensa local –y colgándolas en la red–. En su diario sobresalen los
apuntes literarios (ofrece continuas pistas sobre libros mal leídos o autores olvidados), las lecturas y
viajes, los aforismos y haikus que salpican el relato de una vida rutinaria, encantada del asombro y la
maravilla que guarda la rutina: si alguna vez sobresalió por sus indiscreciones –Jorge Herralde llegó a
decir que estaba enganchado a los diarios de García Martín–, éstas parecen haber ido perdiendo
presencia, una presencia que han ido ganando asuntos políticos en los que el autor, sofista consumado,
decanta sus simpatías –según dice– del lado de los débiles: el gobierno venezolano o el proceso
soberanista. También coquetea, o al menos eso parece –quién puede saberlo–, con la ficción, con breves
incursiones que, presentadas como entradas normales que dan cuenta de lo sucedido durante la jornada,
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de repente quedan convertidas en auténticos cuentos de fantasmas. Esas expediciones a un territorio en


el que la sensación del lector es que el escritor está inventando un encuentro con un muerto, con
personajes del pasado remoto, con amores que acabaron mal, son un recurso eficaz para colocar en
primer plano otro de los grandes recursos del diarista: la memoria y la fantasía, también ingredientes
básicos de la cotidianeidad. Algún lector purista puede sentirse ofendido porque da por hecho que lo
que se cuenta en un diario pasó “de verdad”: sin entrar a discutir qué cosa sea verdad y qué no, parece
evidente que no es menos verdadero para cualquiera una impresión de lectura de un libro recién
recibido que una discusión con amigos que una fantasmagoría o un recuerdo revisitado que, a menudo,
es lo único que puede salvar un día.

Por su parte, los diarios de Salvador Elizondo son un testimonio radiante de una de las personalidades
más singulares y autoconscientes de la literatura en español. Elizondo describió memorablemente al
escritor de diarios en su texto El grafómano: “Escribo que escribo”. En efecto, el escritor que escribe
diarios a menudo tiene que contemplarse a sí mismo escribiendo, aunque el resultado a veces sea tan
deliciosamente caricaturesco como aquel apunte de Monterroso: “Hoy me siento bien, un Balzac, estoy
terminando esta línea”. Ya se conocían muestras de los Noctuarios de Elizondo (palabra que él inventó
para designar el género de la anotación diaria nocturna). Sus Diarios, recopilados por su viuda, nos traen
el aire fresco de una prosa siempre elegante, concisa, que aspiraba a la perfección valeryana, de una
inteligencia seca y constante: caben la intimidad y el asomo de la ficción, siempre desde una pregunta
constante por el sentido de escribir, que es pesadilla que se muerde la cola, si se me permite el juego de
palabras. Todo escritor de diarios al escribir que escribe acaba inevitablemente preguntándose por las
razones de la escritura, de donde se saca que es el género en que más se reflexiona acerca de la
naturaleza de la necesidad de escribir.

También hay que destacar los tomos que lleva publicados el venezolano Alejandro Oliveros, llenos de
espléndidas apreciaciones literarias, y también algunos dardos de excelente ironía (por ejemplo el que
dedica a Coe ee), escritos con prosa cristalina y musical: una de las maneras más elegantes de
autobiografiarse —de agarrar la vida mientras la vida pasa contada y cantada por otros— que ha
conocido la literatura en castellano. Dado que el poeta es también un andarín insaciable, sus diarios se
llenan de estampas viajeras: Florencia o Nueva York son tratadas con la misma sabia cotidianeidad que
la Valencia (Venezuela) en la que vive. Pocas veces se ha encontrado uno con una capacidad tan insólita
de perseguirse en los textos, de encontrarse en los textos: los diarios de Oliveros son una prueba
concluyente de que se puede hacer gran literatura hablando de literatura y dotar a lo que se escribe de
un profundo amor por la vida. Es difícil salir de los sus libros sin grabarse en la memoria unos cuantos
autores a los que ha sabido iluminar (el único peligro es que cuando nos acerquemos a esos autores no
nos parezcan tan buenos como cuando le oímos hablar de ellos al diarista).

Algunos diarios de grandes escritores pueden empequeñecer nuestra impresión de sus autores: le pasa a
los diarios de Bioy Casares, que solo son de veras imponentes cuando sale en ellos Borges. Borges
(Destino) es precisamente el título del monumental diario de Bioy en el que recoge las anotaciones
realizadas durante décadas de sus encuentros con su maestro y amigo. Hay hasta una edición reducida.

La voz del escritor de diarios

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El escritor peruano Jeremías Gamboa llevó un diario durante algún tiempo y le pregunto cómo fue que
empezó a escribirlo y cómo fue que lo aparcó. “Lo llevé mientras escribía Contarlo todo. Fue a partir de la
lectura de La tentación del fracaso, que hice cuando caí en un bloqueo con la novela arrancada, y del
recuerdo de la lectura de Los cuadernos de Lanzarote, de José Saramago, que me interesaba solo en los
momentos en que Saramago explica el avance de su proceso en Ensayo sobre la ceguera. Empecé a escribirlo
para apoyarme y plantearme las dudas de la escritura, una manera de volver a calentar la mano y volver
a escribir y luego las entradas, cada vez más largas, se prolongaron hasta convertirse en un texto que
sumó cerca de 200 páginas: era un diario estrictamente de escritor: entraban ideas sobre el proceso,
frases que me motivaban y maneras de entender mi escritura.” En algún momento Gamboa llegó a
pensar que el libro que acabaría resultando de toda aquella lucha con la escritura sería el diario y no la
novela. La novela era un pretexto para que ese diario existiera –en un ejemplo de vampirización que se
da en otros casos de escritores de diario que son novelistas. Sigue Gamboa: “Luego pasaron dos cosas:
empezaron a entrar cosas personales, lo cual tornaba todo preocupante, y la escritura de la novela se
disparó, con lo cual solo la escribía a ella y ya no el diario”. El suyo pues era claramente un diario de
escritor, pero parcial, unido a una experiencia de escritura precisa, por lo que también un diario de
circunstancias: “De cierta manera me doy cuenta de que era también un “diario de circunstancia”: en
este caso la de quien está empozado. Me imagino que si vuelve a pasar, escribir un diario podría ser una
manera de poner a circular la sangre y salir del atolladero. Es particular: retomé algunas veces el diario,
pero no prendió más allá de cuatro o cinco entradas: con la vida doméstica ahora, solo me da para
escribir la siguiente novela. Muchas de las ideas de ese diario creo que serán parte de algún futuro libro
de ideas sobre la escritura”. Es otra de las características del diario de escritor: todo en él tiene un aire de
provisionalidad, de almacén de recursos, de ideas que pueden ser retomadas, de escenas que acaso se
transfiguren pisando en el trampolín de la ficción.

Diarios de circunstancias y recuperaciones

El auge de los diarios tiene de bueno que se publican obras de autores de generaciones muy alejadas y
que también se da curso a los diarios eventuales: aquellos que escriben, determinados por unas
circunstancias particulares, personas que no se habían dado antes al diario (un viaje, una enfermedad
suelen ser sus pretextos: Vicente Verdú escribió Días sin fumar (Anagrama) cuando decidió dejar el
tabaco). Es el caso de Noches sin dormir (Seix Barral), el diario, con fotografías excelentes, de Elvira Lindo
(1962) relatando su última temporada neoyorquina, lleno de apuntes melancólicos sobre la ciudad que
va a dejarse atrás, lleno también de personajes secundarios de la cotidianeidad que muy pronto va a
quedar convertida en recuerdo. También puede citarse en esta órbita el espléndido Una Luna de Martín
Caparrós (Anagrama), un diario hecho de apuntes que narra el año en que su autor cumplía cincuenta.
Entre los libros que últimamente han aparecido mencionemos Ciudad de sombras (Eolas) de Avelino
Fierro, segundo tomo de sus diarios, Los antiguos domicilios (Siltolá) de Concha Garcia, el diario Un año
en la otra vida (Pre-textos) de José Mateos (Jerez, 1964) –un libro realmente deslumbrante, lleno de
emoción y poesía, un relato de fantasmas a veces, un enérgico canto al misterio de vivir–, y No guardes
nada en tus bolsillos (Impronta) de Bruno Mesa, que recoge el diario que el poeta canario (nacido en 1975)
escribió durante su estancia en Roma como becario de la Academia de España, y que también, por tanto
entraría en la categoría de diario de circunstancias.

Otro de los beneficios de este auge hay que buscarlo en la curiosidad editorial por diarios que se
publicaron hace mucho y que hace mucho que no se reeditan. Lumen acaba de entregar la versión
íntegra, en edición de Andreu Jaume, de los ya citados Diarios del poeta catalán Gil de Biedma: el
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resultado puede ser un poco decepcionante porque lo mejor de ellos es lo ya conocido, el Diario de un
artista seriamente enfermo publicado en los setenta. Luego los amplió en Retrato del artista en 1950,
agregando sus escandalosas peripecias sexuales en Filipinas. No dejan de tener gran interés, sin
embargo, los cuadernos en los que, telegráficamente a menudo, va anotando variaciones sobre los
poemas en los que trabaja: es una prueba definitiva de cómo la naturalidad de la voz de Gil de Biedma
se obtenía tras un demorado proceso de artífice. Sus batallas por conseguir la estructura más idónea para
una composición nos presentan a un poeta minucioso en la elaboración de sus piezas. El morbo, muy
subido de tono como no podía ser de otra manera, lo ponen las notas eróticas de sus estancias filipinas
donde se entregaba a la pederastia con complacencia indecente, no solo por la compra de carne humana
menor de edad, sino también por la pestífera condición clasista de esa compra: se regodea en los
ambientes miserables, en los chicos que por un rato de préstamo de sus cuerpos al extranjero adinerado
llevarán a su casa cinco veces más de lo que llevan quienes están esclavizados trabajando quince horas al
día. Un comunista de clase alta como Gil de Biedma, que se complacía en cosas como conseguir que un
exiliado cubano como el cineasta Néstor Almendros no consiguiera trabajo en Barcelona por ‘gusano’,
no parece enfrentar ningún problema moral cuando compra esa mercancía nocturna en las calles de
Manila. Y en muchas de sus páginas vuelve a darnos prueba de que alguien puede a la vez ser un gran
poeta sin dejar de ser un miserable.

Por su parte, la editorial Pre-Textos recobra un singular libro publicado en 1967 por Prensa Española:
Diario de una vida breve. Su autor, Juan Manuel Silvela Sangro, fue un muchacho de la alta sociedad
madrileña que durante diez años, desde el año 1949 a 1958, fue anotando en sus cuadernos algunas
impresiones, conversaciones, retratos, incertidumbres. Padecía desde niño una grave lesión cardíaca de
la que murió en 1965 en París. Tenía entonces 32 años. Un par de años después de su muerte su familia
publicó, con prólogo de Julián Marías, su diario, que fue un éxito cuando salió y alentó la publicación
posterior de Cartas a Anna, que recoge su epistolario amoroso, extrañamente entusiasta, como si no
advirtiera la vecindad de la muerte. Marías dice en el prólogo –que ahora es postfacio–: “el diario en
tono menor de Manolo Silvela, velado de grises, hecho de bondad y buena educación, muestra con
mucha más fuerza que tantas novelas lo que ha sido Madrid –al menos, un fragmento de Madrid– desde
1949; y en él, yendo y viniendo, ensayando la vida, soñándola, esperándola y deseándola, temiéndola,
desconfiando de ella, tratando de entenderla, gozándola siempre, un personaje atractivo, sincero, lleno
de matices, generoso y por ello a última hora feliz.”

Este personaje atractivo, muy amigo del pintor Gerardo Rueda, muy apegado a su madre –hasta el
punto de quedar neurotizado por ella: enamoradizo como era, uno de sus grandes pesares se fundaba en
que las novias le durasen muy poco, hasta que empezó a psicoanalizarse–, va, en efecto, dando cuenta de
una vida cultural –conciertos, exposiciones, conferencias de Ortega, a quien admira, lecturas (compra el
Arriba los domingos sólo para leer las greguerías de Ramón– y sentimental que, en tono menor, acaba
siendo un inmenso canto a la vida. Emociona singularmente en los fragmentos en los que, agarrándose a
esa felicidad diaria y pequeña, presiente la vecindad de la muerte y enumera las muchas cosas que
perderá si pierde su batalla contra la enfermedad que acabaría derrotándolo tan pronto. Es cierto que el
Madrid del que da cuenta el diario de Silvela no es sino un fragmento de Madrid: el Madrid culto,
silencioso, liberal e impedido del franquismo. Un Madrid cuyos integrantes preferían no mirar la
realidad que quedaba más allá de los ventanales de sus salones (“la calle es de los pobres” dice en uno
de sus apuntes nocturnos).

El encargado de la edición ha sido José Muñoz Millanes que con excelente criterio ha sometido a
selección el diario publicado en 1967, al que le sobraban no sólo cientos de erratas sino también muchas
páginas. El Diario de Silvela ha quedado pues muy mejorado con la labor del editor, que escribe: “La
escritura inmediata de los diarios, se presta más a la impresión que a la rememoración. El estilo de

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Silvela alcanza una sencillez y tersura máximas cuando describe directamente lugares y ambientes. Y si
evoca, no lo mueve la sensación, sino otro agente igualmente proustiano: la posición del cuerpo en el
espacio en un momento determinado (reposando o en la cama, en los crepúsculos o por la noche).”

Silvela era un verdadero fláneur, y uno de los logros de su Diario hay que buscarlo en su capacidad
para captar los escenarios del Madrid por el que se mueve, un Madrid incipientemente cosmopolita
donde se puede encontrar uno a Ava Gardner y donde los príncipes de Mónaco cumplen con el rito de ir
a una corrida de toros. Un diario de formación como éste no podía estar falto de la perplejidad ante el
descubrimiento de aspectos conflictivos, anota Muñoz Millanes. Refiriéndose a la situación “política el
joven Silvela dirá memorablemente: “Lo que más se parece a nuestra situación política son las novelas
de Ka a: unas novelas donde no pasa nada”. Sin embargo se le reprochó a Silvela que apenas se
ocupase de cuestiones políticas y no dedicase un renglón a las protestas universitarias del año 56. Silvela
estaba en otra empresa: atendiendo una petición de Joaquín Garrigues formó parte de un conjunto de
jóvenes de la alta burguesía que se reunían para sondear la posibilidad de dar curso a sus inquietudes
políticas con la creación de un partido. Algunos de aquellos jóvenes, veinte años después, serían
nombres principales de nuestra Transición.

No sólo como fidedigno documento de un momento preciso de nuestra historia, mirado desde un lugar
de élite como la alta burguesía de la capital, sirve este Diario del malogrado Silvela. Sus anotaciones
impresionistas, deudoras del mejor Azorín, sus reflexiones acerca de lo que importa –la vida y su
fugacidad– y lo que sabe retener lo que importa –la música, el poema, el arte– hacen de su obra un libro
limpio, sensible, eficaz, lleno de momentos emocionantes.

Sería hora de que, aprovechando este auge, alguien se decidiese a reeditar uno de los grandes
monumentos de la prosa en español: Diario de mi sentimiento, del grandísimo y siempre polémico Alberto
Hidalgo. En ese libro formidable, lleno de poesía y chismes, de dolor e peripecia personal, de historia
literaria y humorismo, donde como en todos los buenos diarios cabe de todo, creo que está la esencia
pura de uno de los más grandes poetas de nuestro idioma, empequeñecido por la leyenda infausta de
polemista de la que el propio autor quiso zafarse para erigirse en personalidad literaria. El gran poeta
que fue está pagando caro ese enmascaramiento.

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1. Blanca
22 de noviembre de 2016 en 11:58
Muy interesante, una buena muestra para adentrarse en el género diarístico.

2. paulo jorge vieira


17 de diciembre de 2018 en 20:40
Reblogueó esto en Paulo Jorge Vieiray comentado:
Um muito interessante texto sore diários na literatura. Essencialmente usa exemplos da literatura
hispânica, mas levanta algumas temáticas interessantes.

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2/7/2020 “Auge de un género: los diarios, literatura del yo”, por Juan Bonilla | Tam-Tam Press

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