Tal vez sea el libro La llama doble (1993), del poeta y
ensayista mexicano Octavio Paz, el texto que mejor nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del erotismo, “desde la memoria histórica hasta la vida cotidiana más inmediata”. Y lo hace con un sentido plural y poético, docto e ilustrado, práctico y atractivo, al alcance de un público general. Si la vida es impensable sin el sexo, ya que es instintivo y nos permite la reproducción y la conservación de la especie; el erotismo es la parte sensible, es el sexo culturizado, la sexualidad transfigurada y por lo tanto es creación 1 humana: no hay erotismo en la naturaleza: los animales no se besan ni se aman (nosotros creemos que lo hacen) y si el pez espinoso infla su rojo abdomen para atraer a la hembra y le prepara un nido para que deposite sus huevos, esta “ceremonia” él no la puede “ver” ni pensar porque no sabe lo que hace: es solamente instinto, “ceremonia” genética. El erotismo es, por lo tanto, un acto íntimo y social, privado y público.
De ahí que pueda pasar a sentirse como algo “natural”.
Y en esta suerte de escala: sexo, erotismo, llegamos al amor que, según Paz, es la elección de una persona. Estos tres dominios, íntimamente conectados, han sido desde siempre tema de la literatura universal porque son expresión de lo más genuino y propio de la especie humana y ya sabemos que la literatura es, entre otras cosas, expresión y memoria de la vida, historia y microhistoria de las sensaciones y los sentimientos, de la seducción y el deseo, de la imaginación y la sensualidad, de la perversión y la nostalgia, de la tragedia y la comedia. En poesía podemos hablar de una “erótica verbal”, porque la operación misma que se realiza con el lenguaje consiste en una cópula de sonidos y sentidos que buscan o producen la chispa única que es un hallazgo expresivo, una imagen inédita, una obra creada.
Desde Las mil y una noches, desde el poema erótico-
místico hindú Guitá Góvinda, los bíblicos Cantares de Salomón, pasando por El banquete de Platón, Romeo y Julieta de Sahkespeare, hasta Venus en el pudridero de nuestro Eduardo Anguita o los poemas de Gonzalo Rojas, la literatura ha venido siendo y querido ser, un testimonio vivo, una 2crónica de sensaciones, la realidad y el deseo que pugnan por un equilibrio y ya sabemos que el deseo es, según el poeta José Miguel Ibáñez Langlois, “el alma de toda realidad” y en palabras de José Olivio Jiménez “el único bien que sin desmayos ni quiebras, sostiene al ser humano.”
Para distinguir la pornografía del erotismo (conceptos
que a menudo se confunden y traslapan), habría que precisar el carácter denotativo de la primera, es decir, mero sexo, impúdico, torpe, ofensivo al pudor, sin sutileza alguna, obvio, muchas veces con la violencia y la agresión de la cópula, con primeros planos que no dejan nada a la imaginación. El acto sexual dice siempre lo mismo: reproducción, nos recuerda Octavio Paz, y el placer sirve a la mantención de la especie. El erotismo, en cambio, es connotativo, sexo en acción, pero su finalidad es otra porque niega o suspende la reproducción: el placer se transforma en un fin en sí mismo. Se entiende, entonces, por qué algunas religiones han tomado distancia del erotismo, la seducción y la sensualidad y de la poesía y del arte: así como el erotismo pone entre paréntesis a la reproducción, la poesía pone entre paréntesis a la comunicación ordinaria, ya que comunica de otro modo, aunque para ello utilice las palabras de todos los días. Si hay algo que nos diferencia de los animales, además del lenguaje, es precisamente el erotismo y porque no somos meros animales, es decir puro instinto y genética, podemos, legítimamente y hasta con cierto carácter saludable y sanador, darle ese otro sentido a la sexualidad: humanizarla. Sin embargo el erotismo como creación e invención humanas, es variación incesante, siempre dos o más, nunca uno; 3 entre sus fines está domar al sexo e insertarlo en la sociedad, pero el erotismo es ambiguo, también es amenaza y destrucción, porque es licencia y represión, sublimación y perversión. Como el ser humano no tiene una época determinada para acoplarse, como sí sucede con los animales, el sexo puede ser subversivo: ignora todo. De ahí que las sociedades tengan reglas que se traducen en prohibiciones y tabúes, pero también en estímulos e incentivos. La abstención y la licencia, la cuaresma y el carnaval, el asceta y el libertino, son extremos que dialogan, se acercan, se alejan, se justifican, dudan, siempre amenazados por algo inefable y misterioso que promete turbulencias en cuerpo y alma. Además, y a propósito de estas dicotomías, no podríamos comprender a Eros sin la presencia de Tánatos, la muerte no violenta, el reverso de la medalla de la vida. ¿Cómo ha abordado la literatura estos aspectos? No podemos, en estas breves aproximaciones, hacernos cargo de toda esa realidad. Por ejemplo, aparte del ensayo de Octavio Paz, no nos referiremos al interesantísimo aporte de filósofos y pensadores como Georges Bataille (El erotismo, 1957; y Las lágrimas de Eros, 1961) o Jean Baudrillard (De la seducción, 1989) o los Estudios sobre el amor de José Ortega y Gasset, interesante ensayo que nos ilumina sobre la diferencia entre erotismo y amor. Resulta indispensable señalar aquí la importancia de la literatura como registro, como documento de una percepción vivida, padecida o imaginada de la existencia, pero especialmente de la literatura en su acepción de ficción creativa, no ya solo de texto científico histórico, racionalista, pues mientras que este proporciona 4 datos objetivos, aquella se transforma en una vía de conocimiento más intuitivo y mágico, misterioso e inefable, irracionalista, sorprendente siempre. Y también habría que precisar cómo la palabra puede plasmar el erotismo, ser ella misma el vehículo de la sugerencia, de la sensualidad, ser ella misma carne y deseo, vuelo y caricia, invención y deseo, imaginación y ceremonia.
Se ha repetido que la lectura de un libro no cambia el
mundo. No lo cambia a nivel colectivo, pero sí puede operar cambios muy significativos a nivel individual. Hay obras que marcan y señalan un arquetipo: pensemos en Romeo y Julieta: el clásico amor que implica esfuerzo, aventura, apuesta y sacrificio: transgresión, castigo y redención. Dos familias antagónicas, los Montesco y los Capuleto, unidas y vencidas finalmente por el amor que traspasa y vence todas las fronteras por sobre convencionalismos absurdos de clase, raza, sexo, religión. Lolita (1955), la famosa novela de Vladimir Nabokov nos relata, a través de la metáfora del viaje (el regreso, una de las cuatro historias, según Borges), la pasión consumada de un hombre culto con una niña de doce años que lo provocaba abierta y conscientemente y que era la presencia misma de la seducción y del mal, dicen otros (como en la película La mala semilla (1956) de Mervyn LeRoy). Otro libro límite (sobre todo para su época, 1948), es Confesiones de una máscara del escritor japonésYukio Mishima, cuya temática de carácter autobiográfico nos conduce por impresionantes estaciones en que la belleza, la muerte y un eros homosexual nos enfrentan a sorprendentes revelaciones. Su maestro Yasunari Kawabata, ganador del Premio Nobel en 1968, agudo y lúcido observador y catador de esencialidades, 5 escribió una bella novela corta llamada La casa de las bellas durmientes (la cual inspiró a García Márquez su novela Memoria de mis putas tristes, 2004): el anciano Eguchi debe yacer junto a una bella muchacha previamente sedada, ello le permitirá recordar su propia juventud, pero no debe hacer nada más, ni siquiera “poner el dedo en la boca de la mujer dormida.” Algo semejante, pero en un contexto muy distinto, sucede en la novela Ojos azules, pelo negro (1986), de Marguerite Duras: un muchacho con esas características, a cambio de una suma de dinero, debe yacer cada noche junto a una mujer; ellos no se aman, los separa otro hombre cuyo recuerdo la mujer evoca: aparece un sentido novedoso del erotismo: la compañía. Entre otros libros que recuerdo al momento de escribir estas líneas, aparece El niño que enloqueció de amor (1915) de Eduardo Barrios: un niño se enamora de Angélica, una mujer mayor amiga de su madre, pero que ya tiene un novio, Jorge. Surgen los celos, la obsesión, la enfermedad, la locura, la muerte. Un diario de vida ha registrado los pormenores. En este caso, y en los otros también, habría que ver de qué manera se va manifestando el erotismo y las consecuencias que puede producir.
Una novela erótica que linda con lo pornográfico, es El
carnicero de la francesa Alina Reyes (seudónimo tomado de un cuento de Cortázar). Aquí el erotismo se hace acción en la palabra dicha o más bien susurrada: la cajera de la carnicería (que tiene novio y es una chica que lleva una vida sin mayores problemas), se siente atraída por las seductoras palabras que un carnicero gordo y feo le susurra al oído. Este caso es interesante porque nos permite observar que el erotismo 6 no siempre va asociado a la belleza, sino también a una estética de la fealdad: el sexo, así como el erotismo y el amor, tienen en común un rasgo que los caracteriza: la democracia total. En su magistral novela La casa contigua (1968), nuestro Erich Rosenrauch (judío-austríaco y penquista), nos entrega un fragmento memorable al respecto: las flores plantadas en el pedregoso jardín que separa al monasterio del lupanar, reciben desde ambos espacios- mundos lo que les sobra (ya imaginará el lector qué) y sin embargo las flores impávidas, serenas, a ambos lados “elaboran brotes de idéntica enjundia”.
La muerte en Venecia (1912) de Thomas Mann, es una
novela llena de símbolos que expone en un fondo de mínimos elementos (que la película de Visconti recrea magistralmente con la música de Mahler y la magnífica actuación de Dick Bogarde), el drama interior de Gustav von Aschenbach, un escritor ya maduro que se interesa platónicamente en Tadzio, un adolescente polaco que vacaciona junto a su familia en un hotel en Venecia. No habrá contacto físico, el alto sentido de la belleza, el erotismo, quedarán condenados a un plano meramente intelectual por temor al rechazo.
Nos hemos referido principalmente a la narrativa. Para
terminar estas brevísimas aproximaciones quisiera destacar el eros sagrado de la poesía de Gonzalo Rojas, Octavio Paz, González-Urízar y Eduardo Anguita. En su poesía, la palabra encarna el sentido de celebración de la vida, de consagración del instante (el carpe diem latino), a través de un lenguaje que es sí mismo erótico, porque busca esa unión mayor que está 7en las analogías profundas, en esa relación de los cuerpos que son imagen y semejanza de la divinidad y el misterio para unos, de la mismísima realidad para otros. “Si dos se besan/ el mundo cambia/ encarnan los deseos”, dice Octavio Paz en “Piedra de sol” y Gonzalo Rojas en su poema “Oscuridad hermosa”: “Anoche te he tocado y te he sentido/ sin que mi mano huyera más allá de mi mano,/sin que mi cuerpo huyera, ni mi oído:/ de un modo casi humano/ te he sentido.” Por su parte, González-Urízar: “Eres bella cuando te alzas del sueño/ y enciendes la lámpara de tus ojos/ y recoges la luz de tus cabellos/ y haces cantar el agua entre tus manos” y Eduardo Anguita en Venus en el pudridero: “No lamentes la ausencia de la semilla,/ama grandemente el fruto dado./ La semilla debe morir.”