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Aquellos demonios que tratamos de evadir durante la luz de la jornada terminan por

alcanzarnos en el silencio de la noche, en el cenit del estado de reposo, aprovechándose

de la indefensión de nuestros organismos suspendidos transitoriamente en los brazos de

Morfeo. Envalentonados, se sienten a gusto dentro del oscuro dominio de las pesadillas

donde nos emboscarán con perversos trucos. Espejismos, tergiversaciones, pero sobre

todo miedos y traumas reales invocados en esa dimensión intangible. Mi padre me

persigue luego de una violenta discusión. Logré escabullirme de sus ásperas manos que

zarandeaban mi cuerpo con una fuerza semejante a la de una ráfaga de viento que azota

en la intemperie a los solitarios árboles silvestres. Corro a través de la extensa longitud

opaca del estrecho pasillo con el trajín de la desesperación que brinda impulso a las

piernas, pero fatiga al cuerpo el doble. Desciendo, lleno de pavor, por una escalera

acaracolada de madera tratando de llegar lo más rápido posible hacía la puerta de salida.

No sé dónde estoy ni hacia dónde voy, pero mis pies ansiosos marchan sin parar con

energía de locomotora hacía una única dirección, sin mirar detrás para no convertirme

en un pilar de sal. Agitado y tembloroso, soy una masa gelatinosa empapado de sudor y

miedo. Ya en el exterior diviso un auto desierto volcado. Un costado tocaba el suelo

mientras que el otro lado miraba hacía el nublado firmamento. Me escondo detrás del

cacharro, exhausto. Me cuesta mucho respirar y transpiro como testigo falso. Asomo mi

cabeza confiado en haberlo perdido. Sin embargo, allí está. Lo veo acercarse sujetando

una especie de garrote, a paso de tortuga, con el rostro trastornado, lleno de rabia. Salgo

corriendo otra vez, dirigiéndome hacía una avenida atestada de gente. Puedo reconocer

algunos rostros familiares. Mientras me sumerjo en la marea humana, observo la

presencia de numerosos agentes pertenecientes a la policía montada, aunque no puedo

saber con exactitud si me encuentro en medio de una manifestación o en algún tipo de

desfile conmemorativo. A unos metros de distancia puedo distinguir sus ojos claros, que
adornan el rostro sádico, clavados en mí. Sin escapatoria, la angustia grito pidiendo

ayuda, contagiando a la muchedumbre con el mismo pánico que aturde mi cuerpo.

Frente a la alerta, varios oficiales se acercan inmediatamente para socorrerme, mientras

mi índice acusatorio señala la voluminosa figura de mi progenitor. Belicoso, resiste con

furia el embate de los policías. Su grueso porte le brinda, en un principio, cierta potencia

y resistencia para frenar los golpes, pero simultáneamente su sobrepeso lo enlentece y lo

agota, acortando su intrépida actuación en contra de los agentes del orden público.

Finalmente, su ancha espalda se desploma en el asfalto y es neutralizado. El frío metal

de los grilletes se pone en contacto con sus manos febriles y en ese preciso momento

larga un espantoso llanto. Lo miro. No le tengo ningún tipo de compasión. Es hora de

que pagues todo el sufrimiento que hiciste papá. A mí madre, a mis hermanos, a mí.

Mientras se lo llevan arrestado, aprovecho para descargar mí bronca, gritándole y

señalándole cada una de sus faltas. Lo amenazo. Llegó el momento de desenmascararte

para que sepan quién sos realmente. Quiero contar toda la verdad porque deseo verte

hundido para siempre. Es hora papá.

Un estrecho pasillo conecta las 12 habitaciones que se distribuyen a través de su extensa

longitud opaca. Al final de este, se ubica un patio poco agraciado, estragado por el paso

del tiempo. Su luminosidad contrasta con el sombrío interior de la decimonónica casa.

Diversas especies de plantas se asientan en el agrisado piso de cemento y rodean la

mesa tambaleante donde los dos nietos escuchan con suma atención los tétricos relatos

reproducidos por su abuela. Calurosa noche de sábado donde los misterios y las

leyendas rurales se amalgaman con el silencio del manso pueblo y el olor a tabaco

quemado.
Mí padre me persigue luego de una violenta discusión. Con sus brazos robustos
zarandea mi cuerpo. Reacciono de forma histérica y logro escabullirme de sus ásperas
manos, corriendo desesperado en busca de la salida. Desciendo con pavor unas escaleras
de madera, tratando de llegar lo más rápido posible a la puerta. No sé dónde estoy ni
hacia dónde voy, pero sigo moviendo mis pies nerviosos, sin parar, sin mirar para atrás.
Agitado y tembloroso, soy una masa gelatinosa, empapado de sudor y lleno de terror.
Me escondo detrás de un auto volcado en la vereda y puedo verlo acercarse, con el
rostro lleno de rabia y sujetando una especie de garrote. Salgo corriendo, otra vez, hacía
una avenida atestada de gente. Puedo reconocer algunos rostros de mi barrio. Mientras
me sumerjo en esa marea humana, observo la presencia de cientos de miembros
pertenecientes a la policía montada, aunque no puedo saber con exactitud si me
encuentro en medio de una manifestación o en algún tipo de desfile conmemorativo. Me
siento con más seguridad y mi corazón empieza a desacelerarse. Pienso que la
persecución ha terminado. Sin embargo, a unos metros, puedo distinguir sus ojos claros,
que adornan ese rostro sádico, clavados en mí. Sin escapatoria y agotado, me apresuro y
grito pidiendo ayuda, contagiando a la muchedumbre con el mismo pánico que aturde
mi cuerpo. Frente a la alerta, varios oficiales se acercan inmediatamente para
socorrerme, mientras mi índice acusatorio señala la voluminosa figura de mi progenitor.
Belicoso, resiste con furia el embate de los policías. Su grueso porte le brinda, en un
principio, cierta potencia y resistencia para frenar los golpes, pero simultáneamente su
sobrepeso lo enlentece y lo agota, acortando su intrépida actuación en contra de los
agentes del orden público. Finalmente, su ancha espalda se desploma en el asfalto y es
neutralizado. El frío metal de los grilletes se pone en contacto con sus manos febriles y
en ese preciso momento larga un espantoso llanto. Lo miro. No le tengo ningún tipo de
compasión. Es hora de que pagues todo el sufrimiento que hiciste papá. A mí madre, a
mis hermanos, a mí. Mientras se lo llevan arrestado, aprovecho para descargar mí
bronca, gritándole y señalándole cada una de sus faltas. Lo amenazo. Llegó el momento
de desenmascararte para que sepan quién sos realmente. Quiero contar toda la verdad
porque deseo verte hundido para siempre. Es hora papá.
Es hora de despertar de esta tragedia griega. Sobresaltado me incorporo en la cama. Me
largo a llorar desconsoladamente. Quisiera que mi pareja escuchara mis sollozos y me
abrazara. Busco un consuelo. No quiero despertarla así que resisto hablarle, aunque
muero por narrarle detalladamente esta pesadilla digna de ser escrita por Shakespeare.
Me levanto y me dirijo al baño para lavarme la cara, enrojecida por el llanto. Si tuviese
el hábito de fumar, sin dudas sería el momento ideal para llevar un cigarrillo a mí boca,
pero nunca lo he hecho, incluso siento cierta repugnancia al humo y olor provenientes
del tabaco. Trato de calmarme bebiendo un vaso de agua mientras poso mí mirada en un
punto fijo, dentro de las cuatro paredes de la cocina.

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