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UNIDAD 4.

Aristóteles y la filosofía práctica: la ética y la política

Ética a Nicómaco - LIbro I

Introducción

La Ética a Nicómaco, como es bien sabido, una de las tres obras éticas incluidas tradicionalmente en el corpus
aristotélico; las otras dos son la Ética a Eudemo y la llamada Gran Ética (Ethica Eudemia y Magna Moralia,
respectivamente).

La Ética a Nicómaco no es propiamente un "libro" en el sentido estricto del término. Es una pragmateía, un conjunto
de lógoi de tema común, redactados por Aristóteles como cuadernos para los cursos, de los cuales, sin duda, se
hacían copias en el Liceo para uso de los discípulos  que no significaban una verdadera edición con destino a un
público más amplio. Esto explica muchos caracteres del texto: su concisión destinada a completarse con
explicaciones orales; su frecuente descuido expresivo salvo pasajes redactados cuidadosamente y hasta con esmero
literario; sus repeticiones; cierta incoherencia de los nexos entre diferentes partes, que en algunos casos llegan a
contradicciones más o menos fácilmente salvables. Algunas soluciones de continuidad en el texto se explican por
tratarse de notas, que no se escribían al pie de página, sino a continuación, y que es aventurado identificar y
restablecer. En otros casos se trata de materiales escritos por Aristóteles, insertados por su editor en lugares más o
menos acertados, o al final de un tratado.

Libro I

Sobre la felicidad

Definición del objeto de estudio: El bien

 La Ética a Nicomaco comienza con una reflexión sobre la acción humana y sobre el carácter teleológico de la misma,
es decir, toda acción que realizamos busca un fin (telos en griego). Existe una tendencia en la naturaleza y en las
actividades humanas en las que cada ente busca concretar su fin implícito en su propia naturaleza.

“Toda arte y toda investigación, y del mismo modo toda acción y elección, parecen tender a algún bien; por esto se
ha dicho con razón que el bien es aquello a que todas las cosas tienden.” (I, §2, p.1).

El fin de una acción, es decir, aquello en virtud de lo cual realizamos dicha acción es un bien. Por ejemplo,
estudiamos con un fin, recibirnos; de esta manera, recibirnos constituye un bien que buscamos. Hay, según
Aristóteles, una jerarquía de fines: los fines de las actividades principales se subordinan a los secundarios.

“Y en todas aquellas que dependen de una sola facultad (como el arte de fabricar frenos y todas las demás
concernientes a los arreos de los caballos se subordinan al arte hípico, y a s vez éste y toda actividad guerrera se
subordinan a la estrategia y de la misma manera otras artes a otras deferentes), los fines de las principales son
preferibles a los de las subordinadas, ya que estos se persiguen en vista de aquellos.” (I, §1, p.1)

Por eso, para Aristóteles hay un fin último que se elige por sí mismo. Para Aristóteles existe un fin último que todos
buscamos. Ese fin es lo que llamamos felicidad.

“Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por
otra cosa -pues así se seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano-, es evidente que ese fin
será lo bueno y lo mejor.” (I, §2, p.1).

 El supremo bien del hombre y de la política: la felicidad


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 El bien supremo es el bien al que aspira todo ser humano es la felicidad. La felicidad para los griegos se denomina
“eudaimonía” y tiene que ver con una vida realizada, una vida que vale la pena ser vivida. Sin embargo no existe
acuerdo sobre qué significa la felicidad (I, §3, p.3): no la explican lo mismo el vulgo que los sabios (I, §4, p.3). 
Aristóteles considera que todos pueden coincidir en que el bien supremo que puede realizarse es la felicidad.
Existen, sin embargo, diferencias de opinión en torno al significado del mismo. Existe en Aristóteles la convicción de
que el concepto de felicidad cambia de acuerdo a la forma de vida que cada uno lleve adelante. En ese sentido,
Aristóteles recopila las distintas definiciones de felicidad:

Catálogo de opiniones sobre la felicidad II. Formas de vida (I, §5, 4):

El vulgo. Los hombre vulgares prefieren una vida de bestias y la felicidad es para ellos el placer.

El político. Los hombres refinados y activos ponen el bien en los honores.

El filósofo. Para el hombre teorético, el bien está en la contemplación y  la sabiduría.

“Eudaimonía [significa]: vida buena, merecedora de ser vivida, en la que se conquista un estado de plenitud en
relación con el despliegue de las capacidades humanas”[1].  

Características de la felicidad: fin en sí mismo, perfecto y suficiente

La felicidad es un bien perfecto; este bien es considerado perfecto porque se elige en función de sí mismo y no como
medio para otro fin.

“Llamamos más perfecto al que se persigue por sí mismo que al que se busca por otra cosa, y al que nunca se elige
por otra cosa, más que a los que se eligen a la vez por sí mismos y por otro fin, y en general consideramos perfecto lo
que se elige siempre por sí mismo y nunca por otra cosa.” (I, §7, 7).

Este bien perfecto es el objeto de la investigación que propone en la Ética…

“Tal parece ser eminentemente la felicidad, pues la elegimos siempre por ella misma y nunca por otra cosa, mientras
que los honores, el placer, el entendimiento y toda virtud los deseamos ciertamente por sí mismo (pues aunque nada
resultara de ellas, desearíamos todas estas cosas), pero también los deseamos en vista de la felicidad, pues, creemos
que seremos felices por medio de ellos. En cambio, nadie busca la felicidad por estas cosas, ni en general por ninguna
otra.” (I, §7, 7-8).

El bien perfecto, la felicidad que describe Aristóteles, es, entre otras cosas, suficiente, autárquico.
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“Estimamos suficiente lo que por sí solo hace deseable la vida y no necesita nada; y pensamoes que tal es la
felicidad. Es lo más deseable de todo, aun sin añadirle nada.” (I, §7, 8)

Si la felicidad es un bien que se busca por sí mismo debe ser un bien que responde a una determinada función; y
como es un bien del hombre, tiene que serlo de acuerdo con una función propiamente humana. Aristóteles por eso
dice que la función propiamente humana es la actividad racional ejercida de una determinada manera. La definición
propiamente Aristotélica de la felicidad es:

  “La función del hombre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y acciones razonables, y la del hombre
bueno estas mismas cosas bien y primorosamente, y cada una se realiza bien según su la virtud adecuada; y, si esto
es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor
y más perfecta, y además en una vida entera.”  (I, §7, 9)

En este sentido, la felicidad para Aristóteles es una VIDA DE ACUERDO CON LA VIRTUD.

 Bienes y felicidad

Aristóteles plantea una determinada división en torno a los bienes. Para él, hay tres tipos de bienes:

Los exteriores. Son, sin embargo, necesarios: no es posible hacer el bien cuando se está desprovisto de recursos (11)

Los del cuerpo. 

Los del alma. Los del alma son los primarios y más propiamente bienes; son las acciones y actividades anímicas (I, §8,
10)

  

La felicidad, entendida como actividad orientada hacia la mejor virtud requiere de otros bienes para su concreción.
Así, Aristóteles  reordena la clasificación de bienes: los bienes exteriores y del cuerpo deben servir a la actividad del
alma en función de la virtud:

 “Es claro, no obstante que necesita además de los bienes exteriores, como dijimos; pues es imposible o no es fácil
hacer el bien cundo se está desprovisto de recursos”

 Además

 “No podría ser feliz del todo aquel cuyo aspecto fuera completamente repulsivo, o mal nacido, o solo y sin hijos, y
quizás menos aún aquel cuyos hijos o amigos fueran absolutamente depravados, o, siendo buenos, hubiese muerto.
Por consiguiente, como dijimos, la felicidad parece necesitar también de esta clase de prosperidad, y por eso algunos
identifican la buena suerte con la felicidad; pero otros la virtud”. (I, §8, 11)

Felicidad, fortuna y educación


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 La felicidad no es un producto de la suerte o el destino, por el contrario, se trata de un aprendizaje que debe ser
llevado a cabo durante toda la vida. La manera de aprender a ser virtuoso es al convivir con personas virtuosas.

“Parece que aun cuando [la felicidad] no sea enviada por los dioses sino que sobrevenga mediante la virtud y cierto
aprendizaje o ejercicio, se cuenta entre las cosas más divinas; en efecto, el premio y el fin de la virtud es
evidentemente algo divino y venturoso. Es además común a muchos, ya que lo pueden alcanzar mediante cierto
aprendizaje y estudio todos los que no están incapacitados para la virtud.” (I, §9, 12)

La importancia de la felicidad no puede ser dejada a la fortuna. No se puede ser virtuoso de casualidad:

“Por otra parte, sería un gran error dejar a la fortuna lo más grande y hermoso. También es evidente por nuestra
definición lo que buscamos: pues hemos dicho que es una actividad del alma de acuerdo con la virtud.” (I, §9, 12)

Y ese aprendizaje que hace posible la felicidad se logra en el ámbito de la polis. La polis educa en la virtud, por lo
tanto, para la felicidad.

“Además esto también estará de acuerdo con lo que dijimos al principio, pues establecimos que el fin de la política
es el mejor, y ésta pone el mayor cuidado en dotar a los ciudadanos de cierto carácter y hacerlos buenos y capaces
de acciones nobles.” (I, §9, 12)

La felicidad requiere de ejercicio durante la vida entera, no es un regalo de los dioses.

“Pues la felicidad requiere, como dijimos, una virtud perfecta y una vida entera; pues ocurren muchos cambios y
azares de todo género a lo largo de la vida, y es posible que el más próspero caiga a la vejez en grandes calamidades,
como se cuenta de Príamo en los poemas troyanos, y nadie estima feliz al que ha sufrido tales azares y acabado
miserablemente” (I, §9, 12)

Introducción a la Filosofía / Problemática del Conocimiento (Comisión A1)

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales – Universidad Nacional del Litoral

Prof. Dr. Nicolás Alles

UNIDAD 4. Aristóteles y la filosofía práctica: la ética y la política

Ética a Nicómaco - LIbro II. La naturaleza de la virtud ética

 
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Índice

Características de la virtud ética: antinatural y mediante el ejercicio

Sobre las acciones en general y las virtudes en particular. Excesos, defectos y término medio

La virtud, el placer y el dolor

Condiciones del actuar virtuoso

¿Qué es una virtud?

La naturaleza de la virtud: el término medio

Ejemplos del término medio

1. Características de la virtud ética: antinatural y mediante el ejercicio

Uno de los conceptos centrales de la Ética a Nicómaco de Aristóteles es el de “virtud”. ¿Cómo debemos entender
este concepto tan central para la reflexión ética? Si consultamos el Diccionario de la Real Academia Española
encontraremos una acepción (la sexta) que describe qué quiere decir este concepto en el ámbito específico de la
ética. Allí puede leerse: “Disposición de la persona para obrar de acuerdo con determinados proyectos ideales como
el bien, la verdad, la justicia y la belleza”. En este sentido, por virtud debemos entender este tipo particular de
disposición a actuar de acuerdo con los principios morales. Como dijimos, Aristóteles hará de este concepto uno de
los puntos clave de su planteo ético, y comienza su discusión del libro II de la Ética… discutiendo el origen de la
virtud. ¿De dónde surge la virtud? La virtud ética, procede de la costumbre, es decir, del conjunto de hábitos que las
personas desarrollan y aprenden en un contexto determinado. Es justamente eso lo que quiere decir cuando afirmar
que las virtudes éticas no son “naturales” ni “antinaturales”, sino que produce por tener aptitud natural para
recibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre.

La ética, en cambio, procede de la costumbre, por lo que hasta su nombre e forma mediante una pequeña
modificación de “costumbre”. De esto resulta también evidente que ninguna de las virtudes éticas se produce en
nosotros por naturaleza, ya que ninguna cosa natural se modifica por costumbre. 19

De esta manera, las virtudes se aprenden mediante el ejercicio previo, y se aprende haciéndolo.

Así también practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la
fortaleza, fuertes. Prueba de ello es lo que ocurre en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos
haciéndoles adquirir costumbres, y ésa es la voluntad de todo legislador, todos los que no lo hacen bien yerran, y en
esto se distingue un régimen de otro, el bueno del malo. 19

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Adquirimos las virtudes al ejercitarlas.

Y lo mismo ocurre con las virtudes: es nuestra actuación en nuestras transacciones con los demás hombres lo que
nos hace a unos justos y a otros injustos, y nuestra actuación en los peligros y la habituación a tener miedo o ánimo
lo que nos hace a unos valientes y a otros cobardes; y lo mismo ocurre con los apetitos y la ira: unos se vuelven
moderados y apacibles y otros desenfrenados e iracundos, los unos por haberse comportado así en estas materias, y
los otros de otro modo. 20

En este sentido, si queremos ejercitar la virtud de la generosidad no es necesario aprender complicadas fórmulas ni
complicadas operaciones abstractas. Basta sólo con realizar la acción en cuestión. Esto revela la dimensión práctica
de la ética: el objetivo no es conocer el bien, sino practicarlo. Llevarlo a la práctica ejercitando las virtudes en cada
caso que se presente la situación para hacerlo.

Por último, conviene aclarar que si bien las virtudes no se producen por naturaleza, necesitan de ésta para
ejercitarlas. Es decir, para practicar la virtud y ser bueno es necesario poder tener la aptitud para recibirla. Ese es el
único elemento en el que interviene la naturaleza; sin embargo, como vimos, la virtud sólo se perfecciona por el uso,
por la práctica. La virtud sería el trabajo sobre la predisposición, el hábito que trabaja sobre la disposición natural.

2. Sobre las acciones en general y las virtudes en particular. Excesos, defectos y término medio

El otro concepto fundamental de la ética de Aristóteles es la idea de un  justo medio, el cual está inescindiblemente
vinculado a la noción misma de virtud. El justo medio puede ser definido como una manera precisa de actuar que
elige siempre aquello que escapa tanto del defecto como del exceso. Tomemos un ejemplo que el propio Aristóteles
utiliza para explicar esta noción refiriéndose a la salud

En primer lugar hemos de observar que está en la índole de tales coas el destruirse por defecto y por exceso, como
vemos que ocurre con la robustez y la salud (para aclarar lo oscuro tenemos que servirnos, en efecto, de ejemplos
claros): el exceso y la falta de ejercicio destruyen la robustez; igualmente la bebida y la comida, si son excesivas o
insuficientes, arruinan la salud, mientras que usadas con medida la producen, la aumentan y la conservan. 21

En este punto conviene ser claros, actuar de acuerdo con el justo medio es ejercitar la virtud. Ser moderado implica
elegir la opción que se aleja tanto del exceso como del defecto:

Lo mismo ocurre también con la templanza, la fortaleza y las demás virtudes. El que de todo huye y tiene miedo y no
resiste nada, se vuelve cobarde, el que no teme absolutamente a nada y a todo se lanza, temerario; igualmente el
que disfruta de todos los placeres y de ninguno se abstiene se hace licencioso, yel que los rehúye todos como los

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rústicos, una persona insensible. Así, pues, la templanza y la fortaleza se destruyen por el exceso y por el defecto, y
el término medio las conserva. 21

Desarrollemos un ejemplo que Aristóteles. El que se destaca por ser valiente lo es porque ejerce la virtud de la
valentía. Pero, ¿qué significa ejercitar esta virtud? Si recapitulamos lo que estuvimos viendo, veremos que el valiente
es aquel que elige el justo medio entre dos opciones contrapuestas: la cobardía (opción que implica un defecto) y el
carácter temerario de arrojarse sin tener en cuenta los peligros (opción por exceso). La valentía es el justo medio.

3. La virtud, el placer y el dolor

Para Aristóteles, la virtud moral tiene que ver con los placeres y los dolores, porque por causa del placer hacemos lo
malo y por causa del dolor nos apartamos del bien. De ahí la necesidad de la educación, como sugería Platón.  El
objetivo es “poder complacerse y dolerse como es debido; en esto consiste; en efecto, la buena educación.”

La virtud moral, en efecto, tiene que ver con los placeres y dolores, porque por causa del placer hacemos lo malo y
por causa del dolor nos apartamos del bien. 21-22

Aristóteles sostiene que la educación en las virtudes implica también un desaprender a relacionarnos con el placer,
algo que está profundamente arraigado en nuestra historia.

Además todos nosotros lo hemos mamado desde niños, y por eso es difícil borrar esta afección que ha impregnado
nuestra vida. Además regulamos nuestras acciones, unos más y otros menos, por el placer y el dolor. Por eso es
necesario dedicarles todo nuestro estudio: no es, en efecto, de poca importancia para las acciones el complacerse y
contristarse bien o mal. 22

4. Condiciones del actuar virtuoso

El comportamiento virtuoso para Aristóteles que estuvimos describiendo más arriba tiene una serie de
características. La más importante tal vez es que es deliberado e intencionado; no se puede ser justo por accidente o
por error: debe haber una voluntad de regirse por la virtud. Aristóteles avanza un poco más y considera que el
comportamiento de acuerdo a la virtud tiene tres características.
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Es consciente.

Es fruto de una elección.

Debe ser ejecutado con convicción.

Las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justa o morigeradamente si ellas mismas son de cierta
manera, sino si también el que las hace reúne ciertas condiciones al hacerlas: en primer lugar, si las hace con
conocimiento; después, eligiéndolas, y eligiéndolas por ellas mismas; y en tercer lugar, si las hace en una actitud
firme e inconmovible. 23

¿Cuál es la mayor implicancia de este punto? No es posible ejercitar una virtud de casualidad. Todo ejercicio de la
virtud implica de manera necesaria la decisión y la convicción para hacerlo. Cualquier acción que no sea realizada de
esa manera, incluso habiendo podido producir un resultado positivo para alguien, si no es realizada de acuerdo con
estos requisitos, no podrá ser considerada moral, al menos desde el punto de vista de Aristóteles.

5. ¿Qué es una virtud?

Aristóteles se pregunta qué es una virtud, y para responder a ella indaga primero sobre lo que acontece en el alma.
En el alma pasan tres cosas.

Pasiones (apetencia, ira, miedo, atrevimiento, envidia, alegría, amor, odio, deseo, celos, compasión, los afectos que
van acompañados de placer o dolor)

Facultades (aquellas de acuerdo a las cuales se dice que nos afectan esas pasiones; aquello por lo que somos capaces
de alegrarnos o entristecernos)

Hábitos (aquello de acuerdo a lo cual nos comportamos bien o mal con respecto a las pasiones). Por ejemplo:
respecto de la ira nos comportamos mal si nuestra actitud es desmesurada o lacia, y bien si obramos con mesura. Las
virtudes no son ni pasiones ni facultades, sino que son hábitos.

Aristóteles piensa que lo que determina el carácter moral no es el padecer una determinada pasión, sino por lo que
hacemos con ellas, lo cual se manifiesta en nuestras virtudes o vicios. De esta manera, una virtud no es ni una
pasión, ni una facultad, sino un hábito, es decir, una determinada manera de comportarse que elige siempre el justo
medio.

Por tanto, no son pasiones ni las virtudes ni los vicios, porque no se nos llama buenos o males por nuestra pasiones,
pero sí por nuestras virtudes y vicios; ni se nos elogia o censura por nuestras pasiones (pues no se elogia al que tiene
miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que se encoleriza sin más, sino al que lo hace de cierta manera); pero
sí se nos elogia y censura por nuestras virtudes y vicios. Además sentimos ira o miedo sin nuestra elección, mientras

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que la virtudes son en cierto modo elecciones o no se dan sin elección. Además de esto, respecto de las pasiones se
dice que nos mueven, de las virtudes y vicios no que nos mueven, sino que nos dan cierta disposición. 24

6. La naturaleza de la virtud: el término medio

En este sexto capítulo del segundo libro de la Ética a Nicómaco vuelve sobre la cuestión del justo medio. Como
mostramos más arriba, el ‘término medio’ es un elemento esencial para definir a la virtud. Mejor aún: la virtud se
define, de hecho, en función de este ‘término medio’, de este punto entre dos vicios: uno por exceso, y otro por
defecto. Es decir, la virtud es un hábito que se ejerce en función del término medio.

Llamo término medio de la cosa al que dista lo mismo de ambos extremos, y éste es uno y el mismo para todos; y
relativamente a nosotros, al que ni es demasiado ni demasiado poco, y éste no es ni uno ni el mismo para todos. 25

Sin embargo, el término medio no es absoluto, sino relativo a nosotros. Éste cambia de acuerdo con cada uno, y de
acuerdo con la situación en la que estemos cada.  El término medio siempre es contextual, depende de cada uno:

Así pues, todo conocedor rehúye el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere; pero el término
medio no de la cosa, sino el relativo a nosotros. 25

Sobre este punto en particular conviene ser muy claro. Aristóteles no está diciendo que la virtud es relativa y que
cada uno debe interpretar lo que le parece bueno o valiente o generoso. Nada más lejos del espíritu de nuestro
filósofo. Cuando Aristóteles dice que el justo medio es contextual está diciendo que la cantidad de esfuerzo o
actividad o lo que sea que interviene en el ejercicio de una virtud varía de persona a persona, pero que para ser
virtud debe poder ser siempre un justo medio.

Para explicar esto, me referiré a un ejemplo. Imaginemos que hay dos personas que quieren ejercer la virtud de la
generosidad, pero resulta que sus capitales difieren mucho entre sí: uno es rico y el otro no lo es. Si ambos quieren
ejercer la generosidad deben tratar de encontrar un justo medio en su donación que esté entre la avaricia (el vicio
por defecto) y el ser dadivoso (vicio por exceso). Ambos realizan sus cálculos y hacen sus donaciones. Uno de ellos
donó 20 unidades mientras que el otro donó 10 unidades. Las cifras son diferentes, sin dudas; pero lo importante es
que, en el contexto de cada uno, cada cifra representa un justo medio: 20 unidades para el individuo rico, 10
unidades para el individuo que no es rico. En ese sentido, ambos ejercitaron el justo medio, aunque la cantidad
concreta varíe de caso a en caso. Esta cantidad varía porque el monto que para cada caso representa el justo medio
es contextual.

Aristóteles afirma:

 
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Es, por tanto, la virtud un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la
razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos vicios, uno por exceso
y otro por defecto, y también por no alcanzar en un caso y sobrepasar en otro el justo límite en las pasiones y
acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. 26

Los vicios, sin embargo, no admite una gradación en término medio: son de por sí malos. Es decir, no hay un término
medio del adulterio, el robo o el homicidio. Siempre se yerra al tratarse de estas actividades.

7. Ejemplos del término medio

DEFECTO VIRTUD (“término medio”) EXCESO


Miedo Valor Osadía
Insensibilidad Templanza Desenfreno
Tacaño Generosidad Prodigalidad
Incapaz de ira Apacible Iracundo
 

Introducción a la Filosofía / Problemática del Conocimiento (Comisión A1)

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales – Universidad Nacional del Litoral

Prof. Dr. Nicolás Alles

UNIDAD 4. Aristóteles y la filosofía práctica: la ética y la política

Política. Libro I

La Política es uno de los escritos más discutidos y estudiados de la tradición de pensamiento político de Occidente. Y
justamente por eso ha constituido un elemento ineludible de discusión para todos los pensadores políticos de dicha
tradición, desde los tiempos del propio Aristóteles hasta la actualidad.

Los distintos temas que Aristóteles aborda en La política  fueron desarrollados en un lapso de treinta años. Existen
suficientes evidencias para suponer que su edición, como texto unificado, fue hecha después de la muerte de
Aristóteles, por lo que el ordenamiento de las distintas partes no sería autoría de nuestro filósofo. El ordenamiento
que tradicionalmente mantienen las versiones de la obra es el siguiente:

I. Nociones básicas sobre la pólis  o Estado.

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II. Análisis crítico de las teorías sobre la constitución o el régimen político (especialmente de La república  y Las
leyes  de Platón).

III. Teoría general sobre las constituciones. Tipología de las constituciones.

IV. Sub-divisiones de la tipología de las constituciones.

V. Estudio de las causas de los cambios y las revoluciones políticas.

VI. La democracia y la oligarquía.

VII-VIII. La constitución ideal.

En esta clase y en la próxima nos ocuparemos de los libros I y III de esta obra.

Libro I

Concepto de polis y de hombre

“Vemos que toda ciudad (polis) es una comunidad (koinonía) y que toda comunidad está constituida en vista de
algún bien (agathón), porque los hombres siempre actúan mirando a lo que les parece bueno; y si todas tienden a
algún bien, es evidente que más que ninguna, y al bien más principal, la principal entre todas y que comprende todas
las demás, a saber, la llamada ciudad y comunidad civil” (I, §1, 1)

La Política comienza con un análisis de la polis, la cual es entendida como una comunidad que tiende a un bien. La
ciudad tiende al bien más alto. (p.1). Esto es, la polis no es una mera aglomeración de personas e instituciones, sino
que es una organización que busca el que los ciudadanos pueda alcanzar su máximo potencial y desarrollo. Éste es el
bien más alto que Aristóteles a veces define como felicidad. En este punto, la Ética a Nicómaco y
la Política comienzan de la misma manera. La preocupación por el fin de la actividad humana.

La polis se diferencia específicamente de las otras formas de agrupación y de sociabilidad como, por ejemplo, la casa.
No se trata solamente de una diferencia de número o tamao, sino, además, de una diferencia específica.

“No tienen razón, por tanto, los que creen que es lo mismo ser gobernante de una ciudad, rey, administrador de la
casa o amo de sus esclavos, pensando que difieren entre sí por el mayor o menor número de subordinados, y no
específicamente…” (I, §1, 1. El resaltado es nuestro)

Más adelante agrega:

 
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“…así también considerando de qué elementos consta la ciudad veremos mejor en qué difieren unas de las otras
cosas dichas [casas y polis], y si es posible obtener algún resultado científico sobre cada una de ellas.” (I, §1, 1)

Diferencia natural entre el libre y el esclavo

En el planteo de Arisóteles, la naturaleza ocupa un lugar muy importante. Es a partir de la naturaleza que es posible
explicar las distintas funciones de las cosas, o lo seres y es también a partir de recurrir a la naturaleza que es posible
explicar la diferencia entre por ejemplos los libres y los esclavos o los griegos y los bárbaros. Para Aristóteles la
naturaleza es la instancia que determina que algunas personas tengan mayor capacidad de raciocinio y eso se
traduce en términos políticos. Aquel que tiene mayor logos, es decir, mayor razón es aquel que debe por naturaleza
ejercer el mando. Los hombres libres son también por naturaleza más capaces que los bárbaros.

“Pero entre los bárbaros la hembra y el esclavo tienen el mismo puesto, y la razón de ello es que no tienen el
elemento que mande por naturaleza, y su comunidad resulta de esclava y esclavo. Por eso dicen los poetas que “es
justo que los griegos manden sobre los bárbaros”, entendiendo que bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza.”
(I, §2, 2)

Para Aristóteles el esclavo es aquel que “por naturaleza no pertenece a sí mismo, sino a otro, siendo hombre, ése es
naturalmente esclavo; es hombre de otro el que siendo hombre, es una posición y la posesión es un instrumento
activo e independiente.” (I, 4, 7). En particular, considera que el esclavo participa de la razón, pero no lo suficiente
como para poseerla lo mejor que le puede pasar es ser esclavo de otro (I, 5, 9). Esta posición de Aristóteles de
apelación a la naturaleza como elemento explicativo de las diferencias políticas es conocida como “naturalismo
político”.

El origen y desarrollo de la polis.

La pregunta que se hace Aristóteles es: ¿de dónde surge la polis? En este sentido, la respuesta también vuelve a
recurrir a la naturaleza. La polis, al contrario de nuestras intuiciones modernas, es para nuestro filósofo el resultado
de un  desarrollo natural que va desde la casa, pasando por las aldeas hasta constituir a la polis. Expliquemos un
poco más este concepto. Para Aristóteles las personas somos “animales políticos”, pero, ¿qué significa esto? Ser un
“animal político” quiere decir que somos animales sociales, animales que tenemos en nuestra propia naturaleza
inscrita la tendencia a buscar la compañía de otras personas para vivir. Ser un “animal político” es ser un animal que
busca naturalmente vivir con otros formando comunidades.

Esa tendencia a vivir con otros se manifiesta desde la unidad más básica de convivencia humana, la familia. Así, una
pareja busca juntarse naturalmente para constituir una familia. Sin embargo, una familia no puede por sí sola
satisfacer todas las necesidades que implica la vida en comunidad; de allí busca naturalmente de nuevo juntarse con
otras familias para suplir entre todas las carencias que cada una tiene por separado. De esta manera, nacen las
aldeas. Sin embargo, las aldeas tampoco alcanzan para satisfacer todas las necesidades. Lo que una aldea produce
por sus condiciones geográficas no lo produce otra que se encuentra en otro lugar. Las aldeas se necesitan

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mutuamente para satisfacer esas necesidades. Por eso, de la unión de diversas aldeas surge la polis, la cual, ahora sí,
constituye una comunidad autárquica que puede satisfacerse a sí misma.

Como vemos, lo que lleva del paso de la familia a la aldea y de la aldea a la polis es la complejidad creciente de las
necesidades de cada una de estas unidades. La casa es la primera comunidad destinada a satisfacer las necesidades
cotidianas. La aldea es la primera comunidad de varias casas constituida en vista de las necesidades no cotidianas. La
comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, la cual es autosuficiente que existe primordialmente para “vivir
bien”.

“Por tanto, la comunidad constituida naturalmente para la satisfacción de las necesidades cotidianas es la casa (...) y
la primera comunidad constituida por varias casas en vista de las necesidades no cotidianas es la aldea, que en su
forma más natural aparece como una colonia de la casa (...). La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad,
que tiene, por así decirlo, el extremo de toda suficiencia, y que surgió por causa de las necesidades de la vida, pero
existe ahora para vivir bien. De modo que toda ciudad es por naturaleza, si lo son las comunidades primeras; porque
la ciudad es el fin de ellas, y la naturaleza es fin.” (I,§2, 2-3)

Sin embargo resta todavía por explicar por qué Aristóteles considera que la polis es una de las cosas naturales:

“la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social” (I,§2, 3)

La polis es una cosa natural porque es el resultado del proceso natural de sociabilidad que comienza con la familia,
continua con la aldea y termina con la polis. La polis es natural porque es producto de una tendencia natural en el
ser humano, la tendencia a querer vivir con otros. Es decir, la polis es la prueba de la tendencia natural a vivir con
otros.

Administración doméstica

A poco de leer el primer libro de la Política de Aristótles vemos que comienza a analizar la constitución de la casa.
Esto sólo puede entenderse si comprendemos justamente el desarrollo que va de la casa a la polis. Más
precisamente, la preocupación de Aristóteles por la administración doméstica radica en el hecho de que las casas
son parte de la polis, “toda ciudad se compone de casas”. En este sentido Aristóteles comienza analizando el primer
elemento de la cadena casa-aldea-polis. En las casas, Aristóteles analizar las distintas relaciones de poder político y
en particular la institución antigua de la esclavitud.

“De aquí se deduce claramente cuál es la naturaleza y la facultad del esclavo:  el que por naturaleza no pertenece a sí
mismo, sino a otros, siendo hombre, ése es naturalmente esclavo; es hombre de otro el que, siendo hombre, es una
posesión, y la posesión es un instrumento activo e independiente” (I, §4, 7)

13
Aristóteles apela a esta institución para explicar que el regir de unos sobre otros es también natural y que “unos
seres están destinados a ser regidos y otros a regir” (I, §5, 7). Estas relaciones también deben entenderse en el
marco del naturalismo político, en el cual el fundamento de las  relaciones de poder es la naturaleza. El esclavo por
naturaleza y por su seguridad debe pertenecer a su amo: carece de razón. Por eso, para el esclavo es provechoso ser
regido por hombres libres

“Todos aquellos que difieren de los demás tanto como el cuerpo del alma o el animal del hombre (…) son esclavos
por naturaleza, y para ello es mejor estar sometidos a esa clase de imperio, lo mismo que para el cuerpo y animal.
Pues es naturalmente esclavo el que es capaz de ser de otro (y por eso es realmente de otro) y participa de la razón
en la medida suficiente para reconocerla pero sin poseerla” (I, §5, 8-9)

Por eso, Aristóteles afirma:

“Es pues manifiesto que unos son libres y otros esclavos por naturaleza, y que para estos últimos la esclavitud es
conveniente y justa” (I, §5, 9)

El poder se ejerce de distinta manera de acuerdo al ámbito en el que se ejerce. No es lo mismo el poder que ejerce el
amo que el poder que se ejerce en la ciudad, éste último se ejerce sobre personas libres, aquel sobre esclavos. Por
otro lado, el gobierno doméstico es una monarquía, mientras que el gobierno político es de libres e iguales (I, §7,
11).

Economía, crematística

En primer lugar, Aristóteles recurre a una diferenciación entre crematística y economía. Está al tanto de la cercanía
de ambas disciplinas y cree necesario una primera definición de ambas.

“Es evidente, entonces, que no es lo mismo la economía que la crematística: ésta, en efecto, se ocupa de la
adquisición, aquella de la utilización; pues ¿qué arte será, sino la economía, el que entienda de la utilización de los
bienes domésticos? En cambio, es discutible si la crematística es una parte de la economía o algo de distinta
especie.” (I, §8, 12-13)

La economía sería un arte adquisitivo cuya función sería proveer los recursos almacenables necesarios para la vida y
útiles para la comunidad civil o doméstica. Es un arte adquisitivo natural propia de los que administran la casa y la
ciudad (I, §8, 15).

La crematística por su parte, “parece tener que ver sobre todo con el dinero, y su misión parece ser averiguar cómo
se obtendrá la mayor abundancia de recursos, pues es un arte productivo de riqueza y recursos” (I, §9, 16-17).
Ahora, la crematística tiene dos formas: una relativa al comercio por menor y la economía doméstica, y otra, relativa
14
a la usura. La primera es encomiable, la segunda condenable porque no produce sino dinero desde el dinero. (I, §10,
19-20).

Virtud y política

Para Aristóteles, tanto el mandar y el obedecer deben ser realizados en concordancia con la virtud. La virtud implica
una determinada forma de llevar a cabo una acción y realizar una elección. Como vimos en la Ética, la virtud implica
elegir el justo medio entre dos extremos, los cuales constituyen a su vez vicios.  Sin virtud no es posible ni mandar
bien, ni obedecer bien (I, §13, 24). Para Aristóteles lo que ocurre con la razón ocurre también con la virtud: no todos
participan de esta de la misma manera, cada uno lo hace de acuerdo a su naturaleza.

“El libre rige al esclavo de otro modo que el varón a la hembra y el hombre al niño, y en todos ellos existen las partes
del alma, pero existen de distinto modo: el esclavo carece en absoluto de facultad deliberativa; la hembra la tiene,
pero desprovista de autoridad; el niño la tiene, pero imperfecta. Hemos de suponer que curre necesariamente algo
semejante con las virtudes morales: todos tiene que participar de ellas, pero no de la misma manera, sino cada uno
en la mediad suficiente para su oficio. Así, el que rige debe poseer la virtud moral perfecta (pues quien posee
plenamente el oficio es el maestro, y la razón es en este caso el maestro); y cada uno de los demás, en la mediad en
que le corresponde” (I, §13, 24)

Introducción a la Filosofía / Problemática del Conocimiento (Comisión A1)

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales – Universidad Nacional del Litoral

Prof. Dr. Nicolás Alles

UNIDAD 4. Aristóteles y la filosofía práctica: la ética y la política

Política - Libro III

Índice de libros

Ciudad – ciudadano

Ciudadano (continuación)

Cambio de régimen en la ciudad

Buen ciudadano, hombre bueno

Derecho de ciudadanía

Diversidad de regímenes y el bien común

Clasificación de los regímenes

Clasificación de los regímenes (continuación)


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El fin de la comunidad: la vida feliz y buena

Ciudadano.

La ciudad no puede pensarse sin el ciudadano, de hecho, “la ciudad es, en efecto, cierta multitud de ciudadanos, de
manera que hemos de considerar a quién se debe llamar ciudadano y qué es el ciudadano.” (III, §1, 67). La definición
de ciudadano varía de acuerdo con el régimen: no es lo mismo ser ciudadano en una democracia que en una
oligarquía. El ciudadano no lo es por vivir en un lugar, ni por tener determinados derechos. Estos lo son en un
sentido “imperfecto” (III, §1, 67). Para Aristóteles, el

 “ciudadano sin más por nada se define mejor que por participar en la administración de justicia y en el gobierno.”
(III, §1, 68)

Esta definición corresponde a aquella del ciudadano en una democracia, lo cual implica un desempeño particular de
las magistraturas. Por eso Aristóteles precisa aún más la definición de ciudadano y dice:

 “llamamos, en efecto, ciudadano al que tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad y
llamamos ciudad, para decirlo en pocas palabras, una muchedumbre de tales ciudadanos suficiente para vivir con
autarquía” (III, §I, 69)

Con esta definición, Aristóteles pretende terminar la discusión que consideraba ciudadanos a los hijos de
ciudadanos. Sólo son ciudadanos si participan de la magistratura: tampoco puede aplicarse la definición de ‘hijo de
ciudadano y ciudadana’ a los primeros habitantes o fundadores de una ciudad.

Ciudad. La ciudad cambia al cambiar el régimen político

La esencia de la ciudad reside en el régimen que adoptó. Al cambiar el régimen, cambia la ciudad. Esto haría
referencia a la constitución de la ciudad y a la distribución de las magistraturas. En los diversos regimenes hay
diversas maneras de distribuir las magistraturas.

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 “Pues si la ciudad es una cierta comunidad, y es una comunidad de ciudadanos en un régimen, si se altera
específicamente y se hace diferente el régimen político, parecerá forzoso que la ciudad deje también de ser la
misma” (III, §3, 72).

Virtud del ciudadano, virtud del hombre bueno

Además cada ciudad, cada régimen político implica un tipo particular de virtud que el ciudadano debe ejercitar. La
virtud política, entonces, está referida al régimen. Habrá tantas virtudes políticas como regímenes políticos haya.

 “Análogamente, los ciudadanos, aunque sean desiguales, tienen una obra común que es la seguridad de la
comunidad, y la comunidad es el régimen; por tanto, la virtud del ciudadano ha de referirse necesariamente al
régimen.” (I, §4, 73)

Por su parte, la virtud del hombre bueno es una sola (Cfr. III, §4, 73). Aristóteles se da cuenta de que una ciudad no
puede estar compuesta exclusivamente por hombres buenos, pero cada uno debe cumplir bien con su deber y esto
requiere virtud. Aristóteles diferencia estas dos instancias y parece proponer una “virtud política” y una “virtud
moral”:

 “En efecto, la virtud del buen ciudadano han de tenerla todos (pues así la ciudad será necesariamente la mejor),
pero es imposible que tengan la del hombre bueno, ya que no es menester que sean hombre buenos los ciudadanos
que viven en la ciudad perfecta. (…) Resulta, por tanto, claro que no se trata absolutamente de la misma” (III, §4, 73)

La virtud de un buen ciudadano es la de “ser capaz tanto de mandar como de obedecer bien” (III, §4, 74). Aristóteles
considera que el “imperio político” es “un cierto mando en virtud del cual se manda a los de la misma clase y a los
libres” (I, §4, 75) y piensa que el deber de mando se aprende siendo gobernado (III, §4, 75), y sostiene que “no
puede mandar bien quien no ha obedecido” (III, §4, 75). Y la virtud del ciudadano “consiste precisamente en conocer
el gobierno de los libres desde ambos puntos de vista” (III, §4, 75). Sólo el gobernante tiene una virtud particular: la
prudencia.

 “Sólo la prudencia del gobernante es una virtud peculiar suya; las demás parecen ser necesariamente comunes a
gobernados y gobernantes; pero en el gobernado no es virtud la prudencia, sino la opinión verdadera.” (III, §4, 75)

Derecho de ciudadanía. Concepción restringida de ciudadanía

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Aristóteles presenta una concepción muy estrecha de la ciudadanía.

 “La verdad es que no debemos considerar ciudadanos a todos aquellos sin los cuales no podría existir la ciudad, ya
que ni siquiera los niños son ciudadanos en el mismo sentido que los hombres, sino que éstos lo son en absoluto y
los niños en virtud de un supuesto, pues son ciudadanos, pero imperfectos. En los tiempos antiguos y en algunos
lugares, los obreros eran esclavos o extranjeros, y por esto también hoy lo son la mayoría. La ciudad más perfecta no
hará ciudadano al obrero; y en el caso de que lo considere ciudadano, la virtud del ciudadano que antes se explicó
no habrá de decirse de todos, ni siquiera de los libres solamente, sino de los que están exentos de los trabajos
necesarios. De los que realizan los trabajos necesarios, los que los hacen para servicio de uno sólo son esclavos, y los
que sirven a la comunidad, obreros y labradores.” (III, §5, 76)

Más adelante agrega:

 “Puesto que existen varios regímenes políticos, tiene que haber también necesariamente varias clases de
ciudadanos, y especialmente de ciudadanos gobernados, de suerte que en algún régimen tendrán que ser
ciudadanos el obrero y el campesino, y en algunos esto será imposible, por ejemplo, en uno de los llamados
aristocráticos, en que las dignidades se conceden según las cualidades y los méritos; no es posible, en efecto, que se
ocupe de las cosas de la virtud el que lleva una vida de obrero o campesino.” (III, §5, 77)

Diversidad de regímenes

Las ciudades pueden tener distintas constituciones y por lo tanto distintas maneras de ordenar las magistraturas

 “Una constitución es una ordenación de todas las magistraturas, y especialmente de la suprema, y es supremo en
todas partes el gobierno de la ciudad, y ese gobierno es el régimen. Por ejemplo, en las constituciones democráticas
es soberano el pueblo, y por el contrario, la minoría en las oligarquías, y así decimos también que su régimen es
distinto, y lo mismo argumentaremos respecto de los demás” (III, §6, 78)

Más adelante:

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 “Es evidente, pues, que todos los regímenes que se proponen el bien común son rectos desde el punto de vista de la
justicia absoluta, y los que sólo tienen en cuenta el de los gobernante son defectuosos y todos ellos desviaciones de
los regímenes rectos, pues son despóticos y la ciudad es una comunidad de hombres libres.” (III, §6, 80)

Entre los regímenes hay algunos que son rectos, y otros que son desviados. Aquellos que se proponen el bien común
son rectos, mientras que aquellos que tienen en cuenta el bien de los gobernantes son defectuosos y desviados de
los regímenes rectos

Clasificación de los regímenes

Regímenes Rectos (Bien común) Defectuosos (Bien pers.)

De uno Monarquía/Realeza Tiranía

De pocos Aristocracia Oligarquía

De muchos República (politeia) Democracia

El fin de la polis. Ciudad y felicidad.

La ciudad tiene como fin prioritario el vivir bien, conseguir una vida perfecta y suficiente. Las cuestiones relativas al
intercambio y al evitar la injusticia se darán necesariamente: “La ciudad es la comunidad de familias y aldeas en una
vida perfecta y suficiente, y ésta es, a nuestro juicio, la vida feliz y buena” (III, §9, 85). Cfr. Ética…

“Así resulta también manifiesto que la ciudad que verdaderamente lo es, y no sólo de nombre, debe preocuparse de
la virtud; porque si no, la comunidad se convierte en una alianza que sólo se diferencia localmente de aquellas en
que los aliados son lejanos, y la ley en  un convenio y, como Licofrón el sofista, en una garantía de los derechos de
unos y otros, pero deja de ser capaz de hacer a los ciudadanos buenos y justos.” (III, §9, 84)

Más adelante agrega:

“Es claro, pues que la ciudad no es una comunidad de lugar y cuyo fin sea evitar la injusticia mutua y facilitar el
intercambio. Todas estas cosas se darán necesariamente, sin duda, si existe la ciudad; pero que se den todas ellas no
basta que haya ciudad, que es una comunidad de casa y de familias con el fin de vivir bien, de conseguir una vida
perfecta y suficiente.” (III, §9, 85)

19
 

La ciudad no es una mera agregación, sino un todo destinado a un fin preciso que es el vivir bien. Esto es la definición
de “la vida feliz y buena”. (III, §9, 85)

MÓDULO 6 – Unidad 3:  Las Categorías de Aristóteles: substancia y accidentes. La substancia primera (individual) y la


substancia segunda (universal).

1. Introducción

En el módulo de hoy vamos a explicar y precisar algunos de los conceptos que fueron trabajados la clase pasada, en
especial el concepto de substancia o entidad (ousía)[1] y otros conceptos íntimamente relacionados con éste. Nos
concentraremos en los primeros capítulos de las Categorías de Aristóteles; un texto, ciertamente, algo difícil de leer,
pero que guarda una enorme riqueza conceptual. Como mencionamos en las dos clases pasadas, las Categorías es la
primera obra del conjunto de escritos de Aristóteles clasificados como ‘Escritos de Lógica’ o bien el ‘Órganon’
(όργανον), es decir, el ‘instrumento’, puesto que, justamente, las temáticas de la lógica tienen un carácter
propedéutico y sirven, a modo de pura herramienta formal, para poder pensar los conceptos más generales con los
cuales comprendemos la realidad, el modo de decir algo de ésta a través de juicios, que luego nos permiten formar
razonamientos. Es decir, la lógica entendida en sentido amplio consiste en estos pasos previos y necesarios para
poder desarrollar luego cada uno de los diversos saberes particulares. En efecto, durante siglos (incluso hasta fines
del siglo XIX), la lógica en sentido amplio se comprendió como una disciplina tripartita, en tanto: a) doctrina del
concepto, b) doctrina del juicio, c) doctrina del razonamiento. Si bien con algunas variaciones innegables que se
dieron a lo largo de siglos, dicha concepción general de la lógica seguía una tripartición inaugurada por Aristóteles.
Para éste la doctrina de las categorías (es decir, de los conceptos fundamentales sin combinación) constituía la base,
que luego, si se las combinaba correctamente según las leyes de la gramática, nos permitían formar juicios[2], que, a
su vez, correctamente articulados con otros juicios nos permiten en un nivel formal tener razonamientos (que
Aristóteles denominaba especialmente a los silogismos). Dado el carácter introductorio de nuestro curso, dejaremos
de lado la doctrina aristotélica del silogismo, así como el tema de los juicios –que sólo mencionaremos brevemente–,
para concentrarnos exclusivamente en el tema de las categorías, que es quizás uno de los elementos de la filosofía
teórica de Aristóteles con mayor actualidad.

En este marco, retomaremos algunas de las preguntas fundamentales de la clase pasada, tales como: ¿Qué es la
realidad (o lo real) para Aristóteles? ¿Qué es lo que conocemos?

2. Las categorías

Como dijimos, el texto de las Categorías  (último texto de la Unidad 3) es complejo, por lo que aconsejamos leerlo
detenidamente, dirigiendo la atención a los conceptos más fundamentales. Ahora, recordemos (como mencionamos
la última clase) que si bien es un tratado lógico-gramatical (es decir, sobre temas que tienen que ver con la lógica
general con la que pensamos y el lenguaje con el cual decimos algo sobre las cosas) dicha generalidad coincide con
las de las de los tratados ontológico-metafísicos (es decir, aquéllos que se refieren al ser o a los entes en su
totalidad). Se trata así de un ensayo en donde se presenta un vínculo entre el lenguaje y la realidad, o bien entre el
decir y el ser. En otras palabras, las Categorías tienen que ver con ‘categorías’ que se aplican a todo lo que es.

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La primera pregunta que surge es: ¿qué es una categoría? En un sentido general –es decir, más allá de Aristóteles–
una categoría es un concepto fundamental, es decir, generalísimo que se aplica a un grupo muy amplio de entes, y
por ello es más general que cualquier concepto particular (es decir, como los conceptos particulares de hombre, de
león, de átomo, o de célula). Es decir, se trata de nociones sumamente abstractas y generales a través de las cuales
podemos pensar la realidad, es decir, los diversos entes.

Es difícil definir en pocas palabras qué entendía Aristóteles por ‘categoría’ ya que en sus diversos escritos presenta
diferentes caracterizaciones de la misma. En general, ‘categoría’ significa ‘predicado’, pero, en realidad, su
significación es más amplia, pues refiere a “los términos o frases que están para todo lo que se puede decir de, o
predicar de, aquellas cosas o bien ‘estas cosas concretas’ (tode ti)”.[3] En síntesis, las categorías se refieren a aquello
que se predica, pero también a aquello de lo que se predica (es decir, el sujeto de la predicación).

3. Cosas sin combinación y con combinación

Concentrémonos en lo que sigue en las primeras páginas del texto Categorías de Aristóteles (tercera y última
fotocopia de la Unidad 3). Vamos a dejar de lado el primer párrafo sobre cosas homónimas, sinónimas y parónimas,
puesto que para los fines de este curso introductorio no son importantes.

Pero ya en el segundo párrafo del texto nos encontramos con una breve pero fundamental distinción. Cuando
Aristóteles se refiere a las ‘cosas que se dicen’ (ta legómena) hace una distinción entre aquállas que son con
combinación, como por ejemplo ‘Aristóteles habla’, y aquéllas sin combinación como ‘Aristóteles’ y ‘habla’. Como
queda claro con los ejemplos mencionados (no son los ejemplos del texto), en el primer caso la referencia es a
los juicios y en el segundo a las categorías. En términos de la lógica contemporánea podríamos decir que los
primeros se refieren a enunciados (o proposiciones) y los segundos a términos; en otras palabras, el todo (el juicio) y
la(s) parte(s) (categorías).

Se puede decir que las categorías son los componentes más básicos y atómicos con significación en un lenguaje. Así,
‘Aristóteles’, ‘habla’, ‘está sentado’, ‘blanco’, ‘griego’, ‘enseña filosofía’, etc. son todas diferentes tipos de categorías.
Por supuesto, si las combinamos entre sí, podemos obtener juicios tales como: ‘Aristóteles es blanco y griego’ o
‘Aristóteles enseña filosofía’. Pero como veremos en el próximo punto, no todas las categorías son iguales, puesto
que hay algunas que son más importantes que otras.

El párrafo que sigue es algo complicado porque combina todo lo que se puede decir de las cosas, considerando las
diversas posibilidades del lenguaje. Vamos por puntos. De las cosas que son, se pueden decir varias cosas. Así, a)
algunas son las cosas que se dicen de un cierto sujeto[4], pero no son en un sujeto. Aquí se aplica un criterio
de  predicabilidad[5], es decir, podemos predicar algo de un sujeto (por ejemplo, de Aristóteles), pero que no es algo
inherente a dicho sujeto. Así decimos, por ejemplo, ‘Aristóteles es hombre’. En este caso, lo que predicamos del
sujeto, es decir de ‘Aristóteles’, es un universal (substancia o entidad segunda), es decir, ‘hombre’. 2) Otras cosas son
en un sujeto, pero no se dicen de ningún sujeto. Aquí se aplica un criterio de inherencia, es decir, podemos predicar
cosas que son inherentes o que pertenecen a dicho sujeto. Así, cuando decimos, por ejemplo, ‘Aristóteles es blanco’
o bien ‘Aristóteles está sentado’ nos referimos a distintos tipos de atributos o determinaciones accidentales. En otras
palabras, se trata aquí de predicar accidentes que, precisamente, en tanto accidentes, pueden estar o no estar (es
decir, Aristóteles puede no estar sentado o bien puede pararse), y, lo que es más importante: los accidentes que se
predican de un sujeto no son nada en sí mismos, sino que dependen siempre de que haya un sujeto del cual se
predique; en otras palabras, sin ‘Aristóteles’ (o ‘Juan’ o ‘Lucía’) no tiene sentido decir ‘está sentado’. 3) Las que se
dicen de un sujeto y son en sujeto hace referencia a los accidentes, pero tomados como universales. Pero a este caso
puntual vamos a dejarlo de lado. 4) Por último, llegamos a lo más importante: aquello que no es en un sujeto (es
decir, no es un accidente inherente) ni se dice de un cierto sujeto (es decir, no es un universal que se predica de un

21
sujeto): se trata pues del sujeto mismo, concreto, individual, por ejemplo, ‘Aristóteles’. Aristóteles no puede decirse
de nada, porque no es un universal (es decir, no podemos decir con sentido ‘Algo es Aristóteles’), sino un nombre
propio que se refiere a un sujeto individual y concreto, y tampoco es en un sujeto, puesto que no es un accidente de
otra substancia.

Así tenemos: A) los universales (substancias o entidades segundas); B) los accidentes; C) los sujetos (substancias o
entidades primeras). Siguiendo el orden de la obra de Aristóteles, continuaremos con la relación entre B y C (punto
4), para analizar, por último, la relación entre A y C (punto 5).

4. Substancias y accidentes

Sobre el párrafo final de la página 33, Aristóteles nos explica cuáles son las categorías a las que hacía referencia.
Éstas son: entidad (o substancia), cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción y pasión. A
esta altura debe ya resultar evidente que la primera, la entidad o substancia (primera), es la más importante, puesto
que todas las demás dependen de ésta para poder ser. Es decir, cuando decimos que algo es blanco, que está
sentado, que es hoy, que está al lado de Platón, que tiene una espada en la mano, etc., nada de esto tiene sentido
sin precisamente dicho ‘algo’ del cual se predica todo los demás. Y ese ‘algo’ es justamente la substancia o
entidad de la que se predican todos los demás accidentes. Así, decimos: ‘Aristóteles está en el Liceo’, ‘Aristóteles
tiene un libro’, ‘Aristóteles hoy da clases’, etc., en cuyos casos Aristóteles es el sujeto lógico de la oración y la
substancia o entidad de la que se predican diversos accidentes.

5. Substancia primera y substancia segunda

Y así llegamos a la última distinción de esta clase. Nos dice Aristóteles en el texto (páginas 35-36): cuando hablamos
de substancia o entidad, nos referimos en un primer sentido a aquello que no se dice de un sujeto ni es en un sujeto,
es decir (como vimos arriba), el sujeto mismo, el individuo singular: Aristóteles, Juan, Lucía, mi perro Felipe, este
árbol que veo por la ventana (es decir, no un árbol en general), o esta silla en la que estoy sentado (y no la silla en
general). Por su parte, las substancias o entidades segundas hacen referencia a un universal, es decir, no a algo
concreto que puedo ver o tocar en mi experiencia sensible, sino, por ejemplo, a las esencias de las cosas, que
Aristóteles divide (en un esquema que, siglos más tarde, será precisado por otro filósofo griego llamado Porfirio) en
género y especie. Así, por ejemplo, si ‘Aristóteles’ es la substancia primera, ‘hombre’ es la especie y ‘animal’ el
género, siendo género y especie substancias segundas  que se diferencian por su grado de generalidad o abstracción;
evidentemente, ‘hombre’ es más concreto (o menos general) que ‘animal’, pues este último incluye a todos los
animales que no son hombres (perros, gatos, leones, elefantes, etc.). Pero pensemos otros ejemplos: ‘mi perro
Felipe’ es una substancia primera, y la substancia segunda sería ‘perro’ (especie) y ‘animal’ (género); y también
podemos pensar en cosas no vivientes: ‘esta silla en la que estoy sentado’ es una substancia primera, mientras que
‘silla’ (en general, en tanto concepto o esencia) es la especie y ‘cosa material no animada’ podría ser el género.[6]

¿Por qué es fundamental esta distinción? Porque, como dijimos en las clases anteriores, a diferencia de Platón, para
Aristóteles lo auténticamente real es la substancia o entidad primera, es decir, aquello que es individual y concreto
que me encuentro en mi experiencia. ¿Por qué es importante la substancia o entidad segunda? Porque si
careciésemos de ellas –y aquí volvemos al problema del conocimiento–, no podríamos nunca pensar en nada
general, es decir, no podríamos hablar ni tener conocimiento alguno del hombre (en tanto humano), ni del perro, ni
de los átomos, etc., sino que sólo podríamos referirnos a Aristóteles, a mi perro Felipe, a este átomo concreto que
está aquí. Sin esta capacidad para generalizar y alcanzar conceptos o esencias universales (como le sucedía a “Funes
el memorioso” del célebre cuento de Borges) no podríamos tener ningún conocimiento, puesto que todo
conocimiento implica alcanzar algún grado de universalidad, base de nuestros conceptos, con los cuales hacemos
22
razonamientos. En otras palabras, el conocimiento sólo es posible sobre la base de algo universal. Pero, no debemos
olvidar lo que dice Aristóteles en la página 37 de Categorías: “no siendo las entidades [substancias] primeras es
imposible que de las otras cosas algo sea”, es decir, lo verdaderamente real es siempre la substancia primera,
individual y concreta.

ADVERTENCIA: Un error común en los exámenes es CONFUNDIR los accidentes con la substancia (o entidad)


segunda. Como dijimos arriba, los accidentes son meras determinaciones o atributos que sobrevienen a una
substancia primera, mientras que la substancia segunda es siempre un universal, es decir, algo que no es concreto,
real o existente, sino más bien una esencia.

[1] Como mencionamos la clase pasada, el término griego ousía  (οὐσία) suele traducirse por ‘substancia’ y
ocasionalmente por ‘entidad’. En cualquier caso, se trata sólo de una diferencia en la traducción, pues sendos
términos castellanos remiten al término griego ousía.

[2] Aquí debemos tener en cuenta que el término ‘juicio’ no hace referencia al proceso judicial, sino –con algunas
diferencias– a aquello que también podemos denominar enunciado, oración o proposición, es decir, un pensamiento
que se compone de varios elementos tales como el sujeto, el predicado y la cópula, como cuando decimos:
‘Aristóteles es griego’.

[3] Guthrie, W.K.C., A History of Greek Philosophy. VI: Aristotle an Encounter, Cambridge University Press, Cambridge,
1993, p. 140. La expresión griega tode ti significa literalmente ‘un cierto esto’, es decir, algo individual, concreto.

[4] Es importante hacer dos aclaraciones en este contexto. Primero, cada vez que se utiliza en la traducción el
término ‘un cierto…’ la referencia es algo concreto, singular, individual del cual se predica algo. Segundo,
el sujeto (en griego hypokeímenon) tiene varias significaciones en la obra de Aristóteles, pero las dos principales son:
i) la de referir a la substancia (o entidad) que es sujeto de accidentes o pasiones; ii) la de ser el sujeto lógico (o
incluso del lenguaje) al que se le atribuyen ciertos predicados. En sendos casos, el término griego (así como su
traducción al latín subiectum) se refieren a ‘aquello que subyace’, es decir, que es la base necesaria para poder decir
algo con sentido.

[5] Cf. Vigo, A., Aristóteles: Una Introducción, IES, Santiago de Chile, p. 21.

[6] Los últimos ejemplos no son de Aristóteles.

MÓDULO 7 – Unidad 5 (A): De la antigüedad griega y el medioevo hasta la modernidad. Breves enfoques históricos,
culturales y filosófico-científicos

1. Introducción

En el MÓDULO 2 presentado en la segunda clase, recorrimos algunos puntos importantes en torno a la historia de la
civilización (es decir, más allá de lo estrictamente filosófico), que nos sirvió para contextualizar el nacimiento de la
filosofía griega en la Grecia Antigua. En la Unidad 5 (A) se prevé un recorrido histórico similar para explicar de algún
modo el ‘agujero’ que nos queda entre la Antigüedad (siglo IV a.C.) y los pensadores llamados Modernos (de los
siglos XVII y XVIII d.C.). Como se puede apreciar a simple vista, entre unos y otros median unos 2000 años, en los
que, evidentemente, ocurrieron acontecimientos históricos (e incluso filosóficos y científicos) muy relevantes. En

23
este contexto limitado, no podemos detenernos demasiado en dicha Unidad 5 (A), pero sí mencionaremos, de modo
muy sucinto, algunos hitos fundamentales del orden histórico general, del orden filosófico y del orden científico-
tecnológico.

2. El Imperio Romano de Occidente y de Oriente

Es evidente que en el marco de la historia antigua debemos mencionar el Imperio Romano. Ya la República Romana
(es decir, antes del Imperio) había comenzado con un período de expansión militar de enormes dimensiones, sobre
todo bajo el mando de Julio César (siglo I a.C.) quien conquistó buena parte de Europa, del cercano Oriente y del
norte de África. Dicha expansión se extendería luego ya bajo la figura del Imperio Romano, alcanzando una de las
más grandes extensiones territoriales de la antigüedad que, a diferencia de las conquistas de Alejandro Magno,
perduraron durante varios siglos, dando una estructura política y cultural que dejará su marca en el mundo
occidental.[1] Además, los romanos asimilarán muchos elementos de la cultura griega (a la que consideraban
superior en muchos aspectos) y que, gracias a su expansión política, se transmitirá por buena parte de los territorios
conquistados.

Un hecho fundamental en la historia del imperio fue su división, que comenzó con el emperador Diocleciano, quien
lo dividió administrativamente para superar diversos tipos de conflictos internos y externos generados por la gran
extensión territorial. Hacia el año 400 d.C. se consumó finalmente la división: el Imperio Romano de Occidente, con
su capital en Roma, y el Imperio Romano de Oriente, cuya capital era Constantinopla (antigua ciudad griega de
Bizancio, que cambiaría su nombre por el emperador Constantino, y que luego será conocida hasta nuestros días
como Estambul). Tras severos ataques externos y una gran crisis interna, el imperio de occidente dejó de existir en el
476 d.C. con la invasión de Odoacro quien depuso al último emperador, Rómulo Augústulo. Por su parte, el imperio
de oriente durará hasta 1453 d.C. con la invasión de los Otomanos (turcos).

3. El Cristianismo

Un hecho fundamental para la historia de occidente (e incluso para la filosofía) es la aparición del cristianismo. Sin
entrar en discusiones de índole religiosa, el cristianismo surge en el cercano oriente como un fenómeno religioso de
gran expansión cuando, tras la muerte de Cristo, sus seguidores se encargaron de evangelizar al mundo (europeo,
norafricano, y de Medio Oriente y, en siglos posteriores, a otros territorios del globo). Como es sabido, en sus
primeros siglos, los cristianos fueron severamente perseguidos por los romanos. Pero tras varias idas y venidas,
muchos romanos fueron convirtiéndose al cristianismo hasta que, hacia la época del emperador Constantino, pasó a
ser la religión dominante en el imperio romano. De hecho, el papado (legado de Cristo a Pedro y continuado luego
por los demás papas) tomó como su cede central a Roma (luego el Vaticano, más concretamente).

Con independencia de la creencia (o no) en el cristianismo, de ningún modo debemos minimizar su enorme
significado histórico en la configuración del mundo occidental europeo del cual descendemos. Sin el cristianismo no
se puede explicar ni entender la historia del occidente europeo. De hecho, muchos historiadores sostienen que el
occidente europeo nace de la triple confluencia entre la cultura griega, la estructura política romana y la religión
cristiana.

4. La edad media

Ahora, ¿qué decir en pocas palabras del medioevo (o de la llamada Edad Media[2])? Con la caída del imperio romano
de occidente, la Europa occidental perdió su unidad política (y por ende su unidad militar), y quedó así expuesta a
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diversas invasiones –sobre todo y en un primer momento de pueblos germánicos (vándalos, visigodos, ostrogodos,
etc.)–. De allí que el único modo de defensa fue la militarización de pequeños sectores de población que dependían
militarmente de una figura política fuerte, que serían luego los llamados ‘señores feudales’, muchos de los cuales
pasarían siglos después a ser los nobles de los primeros estados europeos. La primera gran unidad política de
occidente se dará recién con la figura de Carlomagno que, hacia el siglo IX d.C., se consagrará rey de los francos
(pueblo que emparentaba a los futuros alemanes y franceses), rey carolingio o también denominado ‘emperador
romano’, lo que sentará las bases para que 100 años después se constituya el Sacro Imperio Romano Germánico,
que dominará el corazón de la Europa Central y que durará incluso hasta 1806. En este contexto, no debemos
olvidarnos de que, durante siglos, el occidente europeo medieval estuvo amenazado fuertemente tantos por las
invasiones que venían de oriente (por lo general de diversos grupos de ascendencia tártara-mongol) o bien del sur
(los árabes musulmanes también llamados ‘moros’, que incluso invadieron España hasta el siglo XV). Fue en este
período –entre los siglos VIII y XV– que se conformaron muchos de los diversos estados nacionales europeos (como
España, Portugal, Francia e Inglaterra).

5. La filosofía en la Edad Media Europea

En el marco filosófico, debemos señalar que, tras Platón y Aristóteles, en la antigüedad griega surgieron varias
escuelas filosóficas que, sin la profundidad teórica de aquéllos, intentaban dar un sentido práctico a la vida, tales
como el estoicismo y el epicureísmo, que tuvieron gran influencia en el mundo romano, cuyo pragmatismo estaba
más interesado en cuestiones de cómo dirigir la vida que en realizar profundas reflexiones teóricas. La filosofía de
Aristóteles fue desapareciendo gradualmente de Occidente, hasta que la misma fue rescatada por los árabes hacia
ca. el año 1000 y luego encontró un eco importante en la escolástica, como veremos a continuación. Por su parte, la
filosofía de Platón sobrevivió más tiempo que la de Aristóteles (de hecho, la Academia de Platón existió varios siglos
más que el Liceo de Aristóteles), e incluso su filosofía tuvo impulso muy fuerte en el llamado Neoplatonismo, cuyas
figuras más conocidas fueron quizás Plotino y Porfirio (por los siglos III y IV d.C.).

Pero el pensamiento llamado propiamente ‘medieval’ estará marcada por la aparición del cristianismo y surgirá en
torno a una problemática filosófica central para este nuevo período: la relación entre fides (fe) y ratio (razón), es
decir, la relación (por cierto, problemática) entre aquello que encontramos a través de la luz de razón, de aquello
que nos enseña la filosofía con sus conceptos y argumentos, por un lado, y esta otra nueva fuente de ‘verdad’ que
era el dato revelado por Dios mismo, tanto en el Antiguo Testamento, como, principalmente, en el Nuevo
Testamento y sus Evangelios. Había así dos ‘verdades’ (una dada por la razón y otra revelada por el mismo Dios) que
no siempre se complementaban armoniosamente, sino que, incluso, en muchos casos resultaban contradictorias y
mutuamente excluyente. Esto dio lugar a siglos de debates filosóficos. Por supuesto, cuando decimos que el debate
entre fides et ratio fue el eje de la discusión filosófica medieval, en absoluto pretendemos desconocer la gran
variedad y la profundidad de otras discusiones importantísimas en torno a la metafísica, teoría del conocimiento,
ética, etc. En especial, debemos mencionar quizás el fundamental debate de siglos en torno al tema de los
universales (es decir, sobre la naturaleza de los conceptos generales).

Haciendo una simplificación propia de manual de Historia de la Filosofía, debemos mencionar dos grandes
tradiciones de pensamiento occidental[3] en el medioevo. Por un lado, nos encontramos con la Patrística, es decir, la
filosofía de los Padres de la Iglesia que se dio entre (aproximadamente) los siglos III y VIII d.C. Se suele dividir entre la
patrística griega (es decir, los que escribían en griego) y la patrística latina (los que escribían en latín). Algunas de las
figuras más destacadas fueron San Agustín de Hipona (siglos IV-V d.C.) y San Gregorio Magno (siglo VI d.C.). Por otro
lado, la otra gran tradición filosófica fue la Escolástica  (que, como indica la palabra, era filosofía de ‘escuelas’) que se
dio en el medioevo tardío entre los siglos IX y XIV d.C. (en algunos casos se extendió aun más). En este contexto, se
presentaron grandes síntesis de filosofía (llamadas Summas), en donde se destacan las obras de San Alberto Magno
y de Santo Tomás de Aquino (ambos del siglo XIII d.C.).
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Es importante mencionar en este contexto que en el medioevo tardío surge una institución muy importante para
nosotros: las universidades. Durante varios siglos, la cultura en el occidente europeo quedó en mano de monjes
cristianos, quienes escribían y copiaban textos (recordemos que no existía aún la imprenta, por lo que los libros eran,
literalmente, un producto artesanal). Las llamadas ‘escuelas monacales’ comenzaron a institucionalizarse en varias
ciudades europeas desde el siglo IX en adelante, hasta que, entre los siglos XI y XIII, fruto del crecimiento de éstas,
pasaron a llamarse y constituirse como universidades. La primera fue la de Bolonia, seguida por las de Oxford y París.

6. Diferentes acontecimientos históricos y científicos que cambiaron la imagen del mundo

Fueron muchos los eventos que cambiaron la configuración del mundo europeo occidental como para mencionar (y
mucho menos analizar) en este contexto limitado. Baste mencionar aquí que desde ca. el siglo XV en adelante,
momento cumbre del renacimiento (con su epicentro en el mundo italiano), se presentaron algunos eventos que
fueron hitos históricos que marcaron un antes y un después. Algunos de éstos fueron, por ejemplo, el
descubrimiento de América (1492), que permitió expandir a Europa a horizontes inexplorados, la invención de la
imprenta por parte de Gutenberg (mediados del siglo XV), que posibilitó una difusión mucho más rápida del saber en
libros impresos, la Reforma Protestante (siglo XVI), que dio libertad de interpretación de las escrituras y con esto
generó un nuevo modo de entender el mundo, y, en particular, debemos mencionar el enorme avance de ciertas
tecnologías (en particular del telescopio) y de la ciencia física de la naturaleza, de la mano de ciertas figuras como el
polaco-prusiano Nicolás Copérnico (1473-1543) y el italiano Galileo Galilei (1564-1642), que tendrán un rol
fundamental en el cambio de la imagen del mundo a partir de la llamada ‘revolución copernicana’. Ésta consistía en
sostener un modelo astronómico heliocéntrico (el sol era el centro del universo) en lugar del viejo modelo
geocéntrico (en el que la tierra era el centro), como sostenía el viejo modelo astronómico aristotélico-ptolemaico.
[4] Esto fue una auténtica revolución, pues cambió por completo la imagen que se tenía del mundo y, además, desde
el punto de vista científico, la nueva física propuesta por Galileo, presentaba una concepción matemática de la
naturaleza que rompió con el modelo ‘natural’ y aristotélico de entender la naturaleza a partir de la experiencia y
que, en algún sentido, persiste hasta nuestros días, en donde la física se interpreta fundamentalmente a partir de
modelos teóricos basados en la matemática. Algunos de los grandes sucesores de Galileo serán el alemán Johannes
Kepler (1571-1630) y el inglés Sir Isaac Newton (1643-1727). Este enorme avance de la nueva ciencia de la
naturaleza, luego llamada física, en algún sentido implicará un golpe a la filosofía, puesto que la reflexión sobre qué
era la naturaleza quedó captada por esta nueva ciencia, que, con el correr de los siglos, mostró tener una mayor
eficacia y capacidad predictiva que la vieja filosofía de la naturaleza. En cualquier caso, las reflexiones sobre la
naturaleza siguieron ocupando un lugar importante en la filosofía, pero ya desde otra perspectiva conceptual, no
matemátizante de la naturaleza. Pero debe dejar este punto aquí, puesto que dicha temática nos trae a problemas
que son objeto de debate incluso en la actualidad.

7. La filosofía moderna: entre racionalismo y empirismo

En lo que sigue vamos a hacer una distinción de manual; con esto me refiero a una distinción básica, sumamente
simplificada e incluso un tanto caricaturesca de la filosofía, tal como se presenta normalmente es los manuales de
historia de la filosofía para principiantes. La desventaja de dichas clasificaciones es que simplifican tanto las
posiciones de los filósofos que terminan desfigurándolos. Pero la ventaja es que nos permite tener una primera
aproximación de conjunto y darnos un cierto orden; dichas clasificaciones, aun cuando sean sólo provisorias, suelen
ser útiles. En tal sentido, es siempre positivo contar con el manual como punto de partida y de referencia; en el
futuro, siempre habrá tiempo para someterlo a una dura crítica.

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¿Qué dicen los manuales[5]? La gran mayoría clasifica a la Filosofía Moderna como el período posterior a la Filosofía
Medieval, que empieza con la Filosofía del Renacimiento y continúa, aproximadamente, hasta comienzos del siglo
XIX.[6]

Nos encontramos así entre los siglos XVII y XVIII (los autores que trabajaremos en adelante vivieron principalmente
durante estos dos siglos) con dos grandes ‘tradiciones’ filosóficas. Hablamos de ‘tradiciones’ en un sentido laxo,
puesto que no se trata, por ejemplo, de ‘escuelas’ en el sentido estricto del término, sino más bien de ciertas
tendencias filosóficas generales compartidas por algunos grandes pensadores, sin por esto negar las diferencias (en
muchos casos importantes) que a veces había entre ellos. Dicho esto, podemos decir que en la filosofía moderna hay
dos grandes tradiciones –por supuesto, esto no significa que no haya habido otras posiciones filosóficas en estos
siglos, como por ejemplo la ilustración, el escepticismo, etc.

Por un lado, está la tradición racionalista. El elemento en común de estos pensadores –que, reiteramos, en muchos
casos afirman cosas muy diferentes entre ellos– es el rol otorgado a la razón como fuente de conocimiento y, en
última instancia, de toda fundamentación filosófica auténtica. Esto no quiere decir que los pensadores racionalistas
negaran completamente el valor de la experiencia, pero sí que subordinaban todo dato de la experiencia al tribunal
de la razón. Entre las figuras más destacadas se encuentran el francés René DESCARTES[7] (1596-1650), el judío
portugués y neerlandés Baruch Spinoza (1632-1677) y los alemanes Gottfried W. Leibniz (1646-1716) y Christian
Wolff (1679-1754). Dicha tradición racionalista suele asociarse a la filosofía continental, puesto que en su gran
mayoría eran filósofos del continente europeo (es decir, no de las islas británicas, como los empiristas, que veremos
a continuación).

Por otro lado, tenemos a la tradición empirista. A diferencia de la anterior, dicha tradición afirmaba a la experiencia
como fuente última de legitimidad de todo auténtico conocimiento. Por su parte, estas posiciones no negaban los
aportes de la razón, pero sí descreían en la posibilidad de un conocimiento pura y exclusivamente racional,
completamente separado de la experiencia. Entre las principales figuras podemos mencionar a los ingleses Francis
Bacon (1561-1626) y John LOCKE (1632-1704), al irlandés George Berkeley (1685-1753) y al escocés David HUME
(1711-1776).

Por último, cerraremos el cuatrimestre con la obra de uno de los más grandes pensadores de la historia, el alemán-
prusiano Immanuel KANT (1724-1804) que, según las versiones simplificadas y de manual, su pensamiento presenta
una suerte de síntesis entre el racionalismo y empirismo, es decir, en nuestro conocimiento hay sin dudas elementos
que vienen dados por la experiencia, pero también hay otros que tienen que ver con nuestro acto subjetivo de
conocer, como ser el rol que ejerce nuestro entendimiento para ordenar lo dado en la experiencia. Kant denominará
a esto filosofía trascendental.

[1] Por mencionar sólo un hecho fundamental, el idioma latín, la lengua de los romanos, será la fuente de la mayoría
de los idiomas europeos occidentales (y de otros europeos orientales, como el rumano), tales como el castellano, el
francés, el italiano, etc. (e incluso el inglés, que es una combinación de elementos anglosajones de origen germánico,
celtas y latino).

[2] El término ‘edad media’ fue un concepto peyorativo que se comenzó a utilizar alrededor del renacimiento, con la
intención justamente de señalar al período histórico que estaba ‘en el medio’, es decir, que separaba el
renacimiento de la antigüedad clásica. De allí que también surgieron caracterizaciones tales como el ‘oscurantismo
medieval’, que desdibujan el valor histórico de este período que va de la caída del imperio romano de occidente en
el siglo V d.C. hasta (más o menos) el siglo XV, es decir, un período de unos 1000 años.
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[3] Aclaramos ‘occidental’, puesto que, por ejemplo, en el mundo árabe se dio un ‘período de oro’ en la filosofía
entre los siglos IX y XIII, con figuras centrales de la filosofía como Avicena y Averroes. Como señalamos arriba, fue a
través de los árabes que la filosofía de Aristóteles vuelve nuevamente a occidente.

[4] Aquí debemos mencionar dos puntos. Primero, contra lo que muchos creen, ya desde hacía muchos siglos se
sabía que la tierra no era plana, sino que era redonda. El debate se dio porque desde la época de Aristóteles y de los
grandes astrónomos griegos como Ptolomeo se creía que la tierra era el centro del universo (con la excepción de
Aristarco de Samos, que ya en el siglo III a.C. había propuesto un modelo heliocéntrico). Segundo, el nuevo modelo
cambió el eje: el centro del universo ya no era más la tierra, sino que era el sol. Pasarán todavía algunos siglos hasta
que la astronomía se dé cuenta de que el sol tampoco era el centro del universo, sino sólo una estrella más de una
galaxia (la Vía Láctea) en un universo con millones de galaxias.

[5] Podemos tomar, sólo a modo de ejemplo, el clásico manual de historia de la filosofía de Johannes Hirschberger,
publicado en los años 60, aunque también podríamos considerar otros.

[6] Algunos autores tienen una concepción aún más restringida del ‘pensamiento moderno’, que sólo aplican a los
siglos XVII y XVIII. Queda así claro que toda clasificación histórica responde a los criterios clasificatorios utilizados por
el historiador (de la filosofía, en nuestro caso).

[7] Los apellidos en mayúsculas son todos aquellos filósofos cuyas obras serán analizadas en la presente materia.

MÓDULO 8 – Unidad 6: La filosofía (teórica) empirista de John Locke. El origen del conocimiento en la experiencia.

1. Introducción

John Locke fue sin dudas una de las personalidades intelectuales más importantes de su época. Nació en Brighton,
Inglaterra, en 1632. Su primera educación fue familiar, hasta ingresar en la Westminster School y terminar luego en
la prestigiosa Universidad de Oxford, en donde estudió filosofía, fisicoquímica y medicina. Tras graduarse fue lector
en dicha universidad de Griego, Retórica y Filosofía Moral. Pero su vida no se restringió a la actividad académica. Fue
asimismo funcionario público del gobierno inglés, en tanto agregado en la embajada inglesa en Brandenburgo
(Prusia) y como Secretario de Comercio y Agricultura. Por diversos problemas políticos (recordemos que el siglo XVII
fue un período de muchas convulsiones políticas en Inglaterra, entre las que podemos contar la decapitación del Rey
Carlos I en 1649). Tras estar en Francia y en Holanda, regresa a Inglaterra en 1688. Los últimos años de su vida los
pasará alejado del ruido, junto con una familia amiga, en la ciudad de Essex, en donde muere en 1704.

2. Características generales de su filosofía

Su influencia en la filosofía fue fundamental, tanto en el ámbito de filosofía teórica, puesto que su Ensayo fue quizás
la primera gran formulación de un sistema de teoría del conocimiento empirista, así como en la filosofía práctica,
considerando que sus escritos sobre filosofía política fueron una de las principales fuentes del liberalismo. En el
presente curso nos concentraremos sólo en su filosofía teórica, dejando de lado, lamentablemente, sus riquísimas
reflexiones filosófico-políticas que defendían una suerte de proto-liberalismo (hoy injusta e infundadamente
criticado), basado principalmente en los siguientes principios: rechazo al autoritarismo, principio de tolerancia,
defensa del sentido común y el rechazo a posturas extremistas. Como uno de los primeros liberales fue uno de los

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padres del concepto de ‘derechos humanos’, a partir de su defensa de los derechos naturales a la vida, la libertad y
la propiedad privada. Esto es desarrollado en dos de sus grandes obras: los Dos tratados sobre el gobierno
civil (1689-1690) y la Carta sobre la tolerancia (1689).

En el marco de la filosofía teórica tuvo dos grandes rivales. El primero fue el escolasticismo, que aún dominaba
buena parte de las universidades y que, con el correr de los siglos, había perdido su precisión argumentativa
originaria y su reflexión sobre las cosas, y había devenido una suerte de fría y estéril filosofía de escuela, concentrada
en libros y en la palabra sacrosanta de autores como Aristóteles y Santo Tomás. El otro gran rival (muy seguramente
el principal) fue el racionalismo imperante en su época, también denominado ‘innatismo’, pues se entendía que el
racionalismo proponía la existencia de ideas innatas, es decir, anteriores a la experiencia. En este marco, algunos de
sus rivales racionalistas fueron los anglicanos, los famosos Platónicos de Cambridge (muy importantes en su época),
y en particular Descartes, padre y figura emblemática del racionalismo.

Un punto central de su filosofía (y podríamos decir lo mismo en general de la filosofía moderna de su época) fue el
hincapié en el problema del CONOCIMIENTO. Como hemos visto, si bien en la antigüedad griega el conocimiento era
una cuestión importante, el eje de la filosofía teórica caía más bien sobre cuestiones metafísico-ontológicas en torno
al ser de las cosas (las ideas de Platón, la substancia de Aristóteles). En el medioevo el eje pasó a ser la cuestión de
Dios y ahora, en pleno corazón del pensamiento moderno, la cuestión central pasó a ser ¿cómo conocemos? ¿Cómo
podemos desde nuestra experiencia subjetiva acceder al conocimiento objetivo? Indudablemente, dichas preguntas
llevaron a una serie de problemas, entre ellos al problema central (compartido tanto por racionalistas como por
empiristas) de la relación entre el adentro y el afuera: es decir entre la mente (mind, o bien la res cogitans  para
Descartes) y el mundo (world, en general, la res extensa de Descartes).

En lo que sigue nos concentraremos en la obra principal de Locke de filosofía teórica, el Ensayo sobre el
entendimiento humano  (An Essay Concerning Human Understanding), publicado en 1689. La obra consta de cuatro
libros (es decir, cuatro secciones): el primero sobre el innatismo y su crítica al mismo, el segundo sobre las ideas (su
origen, tipos, combinación, etc.), el tercero sobre las palabras (es decir, sobre el lenguaje), y el cuarto sobre el
conocimiento propiamente dicho (los grados de conocimiento, la realidad de lo conocido, la verdad, etc.). Como la
obra es muy amplia (la edición original en inglés consta de más de 700 páginas), nos concentraremos sólo en el
primer y segundo punto, y, por supuesto, sólo en una selección de pasajes.

En dicho marco, fue Locke quizás uno de los primeros en formular y sistematizar un problema auténticamente
moderno como era el estudio del alcance y de los límites del entendimiento humano. En otras palabras, ¿hasta dónde
llega (o puede llegar) nuestro entendimiento? ¿Qué puede conocer? ¿Y qué está más allá de sus límites? Esto llevó a
Locke a realizar un detenido análisis del entendimiento, desde sus funciones más básicas en su contacto con la
experiencia –en nuestro curso nos detendremos sólo en este punto– hasta las formas más complejas de
conocimiento. Éste pasó a ser el eje y objeto de la nueva filosofía teórica; si bien puede sonar algo extraño, el
problema y enfoque fundamental pasó a ser el conocimiento del conocimiento. En otras palabras, la investigación
sobre el pensar, entender y conocer, cómo conocemos algo en general. Es por ello por lo que, ya en la Introducción
(p. 17)[1] a su obra, nos dice Locke que la investigación es sobre el entendimiento mismo: el entendimiento es el
sujeto y objeto del libro; objeto porque es el tema a analizar y sujeto porque es justamente el entendimiento el
encargado de analizarse a sí mismo. De allí la enorme dificultad metodológica de dicha empresa. Y, como aclara
Locke a continuación en el § 2, no se trata ni de una investigación metafísica racionalista y abstracta sobre la esencia
del conocimiento, ni tampoco una investigación física (diríamos fisiológica) de cómo funcionan nuestro cerebro,
nuestros sentidos a nivel puramente orgánico. Por el contrario, se trata de una auténtica investigación filosófica que
tiene como meta describir todo aquello que nos aparece en la experiencia, aquello que se nos muestra a nuestra
mente.

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3. La crítica al innatismo

El primer punto de la obra es la crítica al innatismo, es decir, a la concepción (racionalista) según la cual nacemos ya
con ideas en nuestra mente y que por ende son previas a nuestra experiencia, es relativamente sencilla, por lo que
nos limitaremos sólo a presentar algunos puntos centrales. La tesis de Locke es categórica: “No hay principios
innatos en la mente” (p. 21), en otras palabras, todo lo que encontramos en nuestra mente nos viene dado por
nuestra experiencia que, en última instancia, remite a lo dado a través de los sentidos. Una de las tesis principales de
Locke afirma que ‘el hombre es una tabula rasa’, es decir, una tabla rasa o en blanco: cuando nacemos somos una
página en blanco y a medida que vamos creciendo y adquiriendo nuevas experiencias se amplía nuestro horizonte.
Pero sin dicha experiencia adquirida no hay nada. En otras palabras, no hay ninguna idea prefigurada en nuestra
mente, como sostenía Descartes.

Así, sostiene Locke que el presunto asentimiento general de principios universales no prueba nada, puesto que éstos
remiten a la experiencia. Además, no hay nada que sea aceptado universalmente. Incluso la matemática es objeto de
aprendizaje. Un niño no nace sabiendo sumar o restar, sino que lo aprende.

4. Las ideas: su origen y tipos de ideas

Y llegamos así a un punto central: ¿qué son las ideas? Lo primero que debemos señalar el que el concepto de ‘idea’
de Locke NO coincide con el concepto de idea de Platón. Para Platón las ideas eran realidades perfectas en sí
mismas. Para Locke, la idea no es otra cosa con un contenido mental, una representación de la mente (o sea, con
una concepción del término más cercana a la que tenemos nosotros en nuestro uso cotidiano); nuestra mente se
conforma por ideas.

Sobre esta base, Locke se pregunta por el origen de las ideas. Dado que somos un “papel en blanco” (p. 83; ver
también páginas 96-96), ¿de dónde vienen las ideas? Para Locke no hay dudas: de la experiencia, “el fundamento de
todo nuestro saber y de allí es de donde en última instancia se deriva” (p. 83). Ahora, Locke es consciente de que el
término experiencia tiene dos dimensiones: una externa y una interna. Así, remite a dos orígenes posibles de las
ideas en la experiencia. Una es en la sensación, es decir, todo lo que nos es dado a través de los sentidos (visual,
auditivo, etc.) y que remite a objetos externos que impactan en nuestros sentidos. La otra es la reflexión (del
latín reflexio, que significa volver sobre sí mismo), es decir, se trata de todas las operaciones mentales que realiza
nuestra mente, sobre la base de aquello que nos da la sensación. La reflexión es definida también como ‘sentido
interno’ (p. 84). Dichas operaciones son la percepción, el pensar, dudar, creer, razonar, conocer, etc. Se trata de
operaciones que realiza nuestro entendimiento y que, por supuesto, presuponen lo dado por los sentidos como base
material sobre la cual se desarrollan dichas operaciones.

Ahora, ¿qué es lo que captamos a través de nuestros sentidos? Locke nos dice que tenemos un contacto con los
objetos sensibles particulares que afectan nuestros sentidos (es decir, ejercen influencias causales sobre éstos). Pero
cuando luego Locke enumera qué ideas tenemos de éstos, sostiene lo siguiente: tenemos las ideas “del amarillo, del
blanco, del calor, del frío, de lo blando, de lo duro, de lo amargo, de lo dulce, y de todas aquellas que llamamos
cualidades sensibles” (p. 84). Aquí debemos detenernos y preguntarnos: ¿qué es lo que realmente captamos del
mundo exterior? Si bien está claro que Locke habla de objetos particulares, a la hora de enumerar nuestras ideas
sólo aparecen cualidades, es decir, aparentemente, las ideas de sensación solamente nos dan cualidades de los
objetos, pero no los objetos mismos. Locke llega así a un problema fundamental de la teoría del conocimiento
moderna, pero se detiene allí sin problematizar demasiado la cuestión (como luego sí lo hará, por ejemplo, Hume). A
modo de ejercicio les sugiero detenernos aquí y pensar en la siguiente pregunta: Cuándo percibimos algo de un
objeto externo, ¿qué es lo que realmente percibimos del mismo?

 
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5. Las cualidades primarias y secundarias

El último punto importante que mencionaremos aquí es un tema que ha sido eje de numerosas controversias a lo
largo de siglos: la distinción entre cualidades primarias y secundarias. Como señalamos en un comienzo, Locke
remite a la distinción entre el ‘adentro’ (mente) y el ‘afuera’ (los cuerpos) (p. 112). En la mente tenemos
percepciones (que son ideas de reflexión) y sensaciones de los cuerpos que causan en nosotros dichas percepciones.
De estos cuerpos, como dijimos, captamos las cualidades, es decir, aquello que causa una impresión o idea en la
mente. Pero Locke señala dos tipos de cualidades diferentes.

Una son las cualidades primarias: solidez, extensión, forma, número, etc. Dichas cualidades son para
Locke originales, puesto que, por ejemplo, jamás se le puede quitar a un cuerpo su forma. En otras palabras, dichas
cualidades son inherentes a los objetos (p. 113).

Por otro lado, tenemos las cualidades secundarias que “no son nada en los objetos mismos” (p. 113), y menciona
como ejemplo los colores, sonidos y gustos. Esto no deja de ser algo llamativo, puesto que dichas cualidades no
forman parte del objeto en tanto tal, sino que tienen que ver, más bien, con nuestro modo subjetivo de captar a los
objetos: así, los colores tienen que ver con cómo vemos nosotros los objetos, el sonido con cómo los oímos, etc.
Entonces, ¿no son nada objetivo? Locke sostiene que sólo son potencias (capacidades) de los objetos para causar en
nosotros dichas cualidades secundarias y que dependen de las cualidades primarias (p. 115). Así, llegamos a la
conclusión de que para Locke muchas de las cualidades que supuestamente captamos de los objetos, en realidad
tienen que ver más con nosotros en tanto sujetos de conocimiento que con los objetos mismos de la realidad.

A modo de reflexión final, propongo pensar en dos cuestiones importantes. Primero, ¿qué es lo que realmente
captamos de los objetos o de las cosas del mundo? ¿Llegamos efectivamente a dichos objetos (en sí mismos) a
través de los sentidos? Segundo, les sugiero reflexionar sobre el rol fundamental que ocupa aquí el SUJETO del
conocimiento, algo que no es exclusivo del racionalismo de tipo cartesiano, sino que, desde una perspectiva
diferente, ocupó también un lugar fundamental en el empirismo moderno. En otras palabras, y como ya
mencionamos brevemente en clases anteriores, cuando hablamos de ‘experiencia’ no sólo hacemos referencia a los
objetos del mundo que nos da ésta, sino que el concepto mismo de ‘experiencia’ remite a nosotros en tanto sujetos
de experiencia, es decir, en tanto el lugar desde donde se vive la experiencia. En tal sentido, no podemos pensar
objetos que nada tengan que ver con nosotros, total y absolutamente desconectados de nuestra subjetividad, sino
que siempre el lugar de acceso al mundo y sus objetos es desde mi experiencia en tanto sujeto de conocimiento.

[1] Como ha sido siempre hasta ahora, el número de páginas remite a la edición indicada en el programa de la
materia.

MÓDULO 9 – Unidad 7 (1): Vida, obra y pensamiento de David Hume.

1. Vida y (principales) obras

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Hume fue, sin dudas, junto con Adam Smith, el pensador más importante que Escocia dio al mundo. Y quizás pueda
ser considerado también uno de los pensadores más grandes de la historia: en el marco de la filosofía moderna tuvo
de hecho un significado muy especial, puesto que su obra marca un antes y un después, siendo un hito en la
tradición empirista británica que representa el fin de una época y el comienzo de una nueva era; así como de un
modo análogo y en sus respectivos contextos, también lo fueron las filosofías de Kant y de Hegel.

David Hume nació en Edimburgo en 1711. Su padre murió cuando él era sólo un niño. De pequeño fue un
autodidacta, dedicándose a las lecturas de los clásicos de la literatura, filosofía e historia. Fue a la Universidad de
Edimburgo, pero tras una crisis personal terminó abandonando sus estudios, principalmente por su rechazo a
estudiar Derecho, tal como pretendía su familia, pero también porque estaba convencido desde muy joven que los
profesores universitarios no tenían nada importante para enseñarle; nunca terminó de graduarse.

Tras dicha amarga experiencia emigra a Bristol y luego a diversas ciudades de Francia, país en el que redacta (con
sólo 27 años) su primera gran obra, el Tratado de la naturaleza humana, que publicará luego en 1739-1740 tras su
regreso a Gran Bretaña. La obra –que será luego reconocida como uno de los grandes clásicos del pensamiento–
tuvo en su momento una pésima recepción, fue duramente criticada y luego ignorada, por lo que él mismo dirá que
ésta “salió muerta de prensa”. Si bien es cierto que el texto cuenta con algunas limitaciones, como ser algunas partes
oscuras y otras en las que difícilmente pueden verse las conexiones, fue una obra mal comprendida, ya que sus
lectores, en general y pese a las mentadas falencias, no llegaron a ver su potencial ni el alcance de sus argumentos y
de sus críticas. Pero su obra, fundamentalmente tras su muerte, será reivindicada. Sólo un par de años después, Kant
reconocerá el inmenso valor de la filosofía de Hume, al sostener que fue éste quien “lo despertó de su sueño
dogmático”, es decir, que gracias a Hume que Kant pudo darse cuenta del dogmatismo en que había caído el
racionalismo europeo, y del cual él mismo había sido víctima hasta que la lectura de Hume le permitió abrir los ojos.

Ya de regreso en Escocia, tuvo una importante amistad con los filósofos y economistas Francis Hutcheson y Adam
Smith; de hecho, no siempre se valora la gran influencia que tuvo la obra de Hume en la filosofía de Adam Smith, uno
de los grandes padres del liberalismo.

En general, Hume siempre se encontró con una barrera para obtener trabajo como profesor. En muchos casos,
porque muchos lo acusaban de ser ateo (y Escocia era fuertemente católica), acusación que Hume rechazó toda su
vida. Si bien es innegable que sus escritos presentaban un espíritu claramente ilustrado y antirreligioso (sobre todo
antidogmático), difícilmente pueda inferirse de éstos que Hume fuese ateo, puesto que dicha afirmación
transcendería claramente los límites del conocimiento; por el contrario, su posición sería más bien cercana a la de un
sano agnóstico que no pretende avanzar más allá de lo que efectivamente podemos conocer. En cualquier caso,
siempre terminó encontrando una negativa para poder ingresar como docente a una universidad. Pese a esto, Hume
continuó con su extraordinaria producción filosófica. Así, por ejemplo, en el marco de la filosofía teórica publicó
luego la Investigación sobre el entendimiento humano,  en 1748, en donde presenta una versión algo más moderada
y menos escéptica del alcance del conocimiento que en su viejo Tratado, pero que continuaba acentuado el rol
fundacional de la experiencia y de las creencias forjadas sobre la base de la experiencia. Otras obras de gran peso
fueron la Investigación sobre los principios de la moral, de 1751, y la Historia natural de la religión, de 1757. Tras el
conflicto entre Inglaterra y Escocia de 1745 por la sucesión de los Jacobitas, decidió escribir su obra más extensa y
conocida durante su vida, la Historia de Inglaterra, publicada en seis volúmenes entre 1754 y 1762.

Tras idas y venidas entre Gran Bretaña y Francia, en donde trabajó para la embajada en París y conoció a varios
filósofos franceses de la ilustración, entre ellos, a Voltaire y a Rousseau, regresa a Edimburgo, en donde terminó
trabajando de bibliotecario en la universidad, con una paga casi simbólica. David Hume muere en Edimburgo en
1776.

32
2. Introducción al pensamiento de Hume: entre el empirismo y el escepticismo (con respecto a la metafísica),
la ciencia de la naturaleza humana

Como veremos a lo largo de ésta y de las próximas dos clases, la filosofía teórica de Hume presenta un análisis muy
fino y preciso del alcance y de los límites del conocimiento humano que no siempre resulta fácil de entender. Si bien
su exposición suele clara y apegada a la experiencia, y su estilo de escritura, en donde abundan los ejemplos, cuenta
con una buena prosa literaria, no obstante, a primera vista, sus argumentos no son fáciles de comprender. Su
posición lleva a la filosofía (en general, es decir, tanto empirista como racionalista) hasta sus límites, de los cuales, en
adelante, deberá poder explicar. En algún sentido, la metafísica clásica será puesta en jaque a partir de sus
argumentos. Y si bien es cierto que luego, tras la muerte de Hume, se seguirá haciendo metafísica, tras su obra, al
igual que la de Kant, marcará un punto de inflexión: ya nada será igual, sino que se deberán tener en cuenta sus
argumentos y contestar de algún modo a éstos.

Como hemos venido haciendo hasta aquí, nos concentraremos en su problematización del conocimiento, es decir, en
su filosofía teórica, dejando de lado otros aspectos de su obra, como ser su filosofía práctica. En este marco, nos
concentraremos además sólo en su primera gran obra el Tratado sobre la naturaleza humana  (A Treatise on Human
Nature), publicado entre 1739 y 1740. La obra consta de tres libros (podríamos decir, tres secciones): la primera
sobre el entendimiento, la segunda de las pasiones, y la tercera de la moral, a las que se le suma un Apéndice con
una suerte de resumen general de la obra y algunas aclaraciones. Nosotros solamente analizaremos una selección de
pasajes de la primera sección sobre el entendimiento humano.

¿Por qué es compleja la obra de Hume? Por la originalidad de su planteamiento filosófico, así como por el alcance y
las consecuencias que se siguen de sus argumentos, que terminan poniendo en jaque a la filosofía y al pensamiento
occidental en general. Además, no siempre es fácil ver y trazar la línea divisoria de hasta qué punto su filosofía es
escéptica y en qué medida su filosofía propone algo positivamente. A decir de uno de los grandes conocedores de la
obra de Hume, David Fate Norton, Hume presenta una posición filosófica que era, al mismo tiempo, profundamente
escéptica y profundamente constructiva.[1] Su escepticismo tenía que ver básicamente –como veremos
detenidamente las clases siguientes– con un duro cuestionamiento a muchos de los conceptos claves de la
metafísica que venían desde Aristóteles, como, por ejemplo, el concepto de substancia, con la pretensión de dar un
fundamento cierto y último, como sostenía Descartes, e incluso con la pretensión empirista de fundar el
conocimiento puramente en la experiencia dada por los sentidos, pero presentada con cierta ingenuidad, como lo
hacía, por ejemplo, Locke. Todo esto, deberá ser reformulado tras la obra de Hume.

Pero, sin dudas, hay un aspecto claramente constructivo en su obra que consiste en proponer una nueva ciencia de
la naturaleza (a new science of human nature), como sostendrá desde la misma introducción del Tratado. Dicha
ciencia de la naturaleza humana es la única que podrá dar un fundamento seguro a las ciencias, así como a la moral y
a la política, puesto que es la única que se basa en una auténtica descripción de la experiencia de lo humano, con una
mirada desde dentro de la experiencia misma.

Dicho esto, debemos hacer una aclaración. Se suele decir hoy que la filosofía de Hume presenta una
posición naturalista. Si bien es cierto, es menester hacer algunas aclaraciones, porque esto puede llevarnos a
malinterpretar su sentido. El ‘naturalismo’ de Hume consiste en, como dijimos, analizar la naturaleza humana, es
decir, en describir cómo funciona la experiencia o el vivir el mundo a partir de (o desde) lo humano. Muchos
interpretan hoy (erróneamente) el naturalismo de Hume desde una concepción completamente anacrónica, según la
cual ‘naturalismo’ equivale a una férrea posición metafísica materialista, según la cual todo lo que hay o existe es la
materia o la naturaleza (en el sentido más básico del término) y, por consiguiente, el único conocimiento humano
posible es el de una mirada ‘naturalista’ en tercera persona, que describe ‘desde afuera’ lo que se puede medir,
cuantificar, calcular, etc.; como hace hoy, por ejemplo, la neurociencia. Pero Hume no afirma nada de esto. Por un
lado, su filosofía nunca pretendería afirmar dicho materialismo naturalista radical, justamente porque ésta sería una
afirmación claramente metafísica (que implicaría posicionarse con respecto al todo lo que es o existe) y Hume era
33
claramente consciente de los límites del conocimiento humano, sobre todo en lo que concierne a hacer afirmaciones
metafísicas de carácter universal. En tal sentido, su propuesta sería más modesta, incluso más escéptica, en tanto se
limitaría a afirmar sólo lo que se muestra en la experiencia. Por otro lado, y sobre esta base, su posición se basa
justamente en describir lo que aparece en mi experiencia en primera persona y no en una perspectiva externa,
cuantificable y ‘cientificista’ en el sentido actual del término.[2]

Es así como su obra se inscribe en la tradición del empirismo que venía de John Locke (incluso de antes) y que pasa
por el tamiz de la filosofía de George Berkeley y de otros. Como vimos la clase pasada, al igual que Locke, Hume
también considera que su filosofía es una descripción filosófica interna (es decir, en primera persona) de lo que
aparece en la experiencia y no una fisiología naturalista que describe los procesos biológicos a través de los cuales
tenemos experiencia (como sostendría cierto ‘naturalismo’ contemporáneo), ni tampoco una construcción
metafísica basada exclusivamente en la razón y argumentos a priori (es decir, independientes de la experiencia): así,
su apuesta es ser un auténtico empirista, e incluso llevar el empirismo (y en general a toda la filosofía) hasta sus
límites. La observación, es decir, la mirada en tercera persona de lo que sucede ‘fuera’ de mí, es sin dudas
importante, como afirma el mismo Hume, pero ésta remite indefectiblemente a la experiencia en primera persona
como la fuente última de legitimidad.

Las dos clases siguientes nos detendremos en el análisis de algunas partes fundamentales de la obra de David Hume
tal y como se presenta en la primera sección (o libro primero) del Tratado. Algunos de los conceptos generales que
analizaremos en este contexto serán los siguientes: el de empirismo, el de una ciencia de la naturaleza humana (y
relacionado con ésta el de naturalismo), el de escepticismo y su crítica a conceptos clásicos de la metafísica (tanto
empirista como racionalista) como los de substancia, causalidad y yo (o alma), y la introducción de conceptos
centrales como los de asociación, así como de ciertos conceptos normalmente alejados del canon clásico de la
filosofía como ser los de creencia, de hábito y de costumbre, a partir de los cuales Hume presentará su propuesta
filosófica para salir del escepticismo.

[1] David Fate Norton (ed.), The Cambridge Companion to Hume, Cambridge University Press, New York, 2005.

[2] Es por esto que podríamos decir que su obra se acerca más a la fenomenología contemporánea, tal y como fue
fundada a comienzos del siglo XX por Edmund Husserl, que a cierto ‘naturalismo cientificista’ como pretenden
algunas líneas de la filosofía analítica contemporánea, que pecan, como es habitual, de un gran anacronismo y de
una falsa contemporización que termina desdibujando la obra original del pensador.

MÓDULO 10 – Unidad 7 (2) El Tratado de la naturaleza humana de Hume. La ciencia de la naturaleza humana.


Taxonomía conceptual de las percepciones: impresiones e ideas.

1. Introducción al Tratado

Como anticipamos la clase pasada, en lo que sigue nos concentraremos en algunas partes del Tratado de la
naturaleza humana (A Treatise on Human Nature), publicado por David Hume en 1739 (y la tercera sección en 1740).
El libro consta de tres secciones (en el original: tres libros): I. Sobre el entendimiento. II. Sobre las pasiones. III. De la
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moral. Sólo trabajaremos algunos pasajes de la primera sección sobre el entendimiento, que a su vez se divide en
cuatro partes: 1) De las ideas, su origen, composición, conexión, abstracción, etc. 2) De las ideas de espacio y tiempo.
3) Del conocimiento y de la probabilidad. 4) Del escepticismo y otros sistemas de filosofía. La selección de textos
tendrá en cuenta pasajes de las partes 1, 3 y 4 de esta primera sección, así como la Introducción general a la obra.

Como dijimos, en esta clase y en que la que sigue sólo analizaremos una selección de textos que harán hincapié en
los siguientes temas: la ciencia de la naturaleza (sus características y su relación con otras ciencias y con la filosofía
en general), la percepción y la taxonomía o clasificación de los tipos de percepciones según su origen, las ideas y su
relación con las impresiones (y con esto el copy principle o principio de copia), del rol de la asociación de ideas y de la
imaginación en la configuración de la experiencia humana, las ideas complejas y su crítica a conceptos clásicos de la
metafísica (como los de substancia, de causalidad y de yo), los conceptos de creencia (belief), costumbre y hábito.
Sobre esta base analizaremos su peculiar concepción empirista de la filosofía, basada en la ciencia de la naturaleza
humana, evaluaremos el alcance de sus argumentos y de sus conclusiones escépticas, e intentaremos evaluar su
posible salida a dicho escepticismo a partir de su propuesta de una ciencia de la naturaleza, que consiste en describir
el funcionamiento de lo que se muestra en la experiencia vital concreta, es decir, en la vida humana misma con sus
hábitos y costumbres, y no a partir de una pura especulación metafísica.[1]

2. Significado y alcance de la ciencia de la naturaleza humana

Ya en la Introducción general a la obra, señala Hume (coincidiendo en este punto con casi todos los filósofos –
racionalistas o empiristas– de su época) el poco fundamento que tienen los sistemas filosóficos en general: no hay
nada que no esté sujeto a discusión, es decir, nada sobre lo que se pueda decidir algo con certeza (coincidiendo, al
menos en este punto, con Descartes). Pero es precisamente en este contexto en el que Hume ya anuncia su
propuesta, que, debemos reconocer, no tiene nada de escéptico[2], sino que es un proyecto con un claro aspecto
positivo y propositivo. ¿Y en qué consiste dicho proyecto?

Su propuesta positiva consiste en la elaboración de una ciencia del hombre o de la naturaleza humana, en tanto
ciencia fundamental y fundacional para todos los demás saberes. En otras palabras, cualquier otro saber depende en
sus mismos fundamentos de la ciencia de la naturaleza humana. La idea central es la siguiente: todas las ciencias se
relacionan en algún punto con la naturaleza humana. Pero, podríamos objetar, ¿qué tiene que ver, por ejemplo, la
mineralogía, en tanto ciencia de las propiedades fisicoquímicas de los minerales, con el hombre o con la naturaleza
humana? La respuesta es relativamente sencilla: para poder acceder a los minerales y a sus propiedades,
presuponemos siempre necesariamente un montón de elementos propios de nuestra experiencia humana;
percibimos las rocas con nuestros ojos y observamos su naturaleza, enunciamos juicios y proposiciones que se
evalúan tanto empírica como racionalmente en función de su relación con otros enunciados que se conforman a
partir de nuestro lenguaje, dichos enunciados son reunidos por nuestra capacidad racional para conformar una
teoría, etc. En otras palabras, el funcionamiento de dicha ciencia conlleva el uso de elementos cognitivos que
funcionan en la experiencia humana, que van desde la más básica captación perceptiva hasta los órdenes más
complejos de razonamientos que se implican, por ejemplo, en el armado de teorías (en cualquiera de las ciencias).
En tal sentido, las ciencias son un producto humano que dependen, justamente, de lo humano. Probablemente, una
ciencia elaborada por otros seres con diferentes aparatos perceptivos y esquemas conceptuales de razonamiento
tenga una formulación diferente. Ahora, no debemos dejarnos engañar y caer apresuradamente en un relativismo
pueril: esto no significa que toda ciencia sea puramente subjetiva o relativa en el sentido más banal del término; lo
que se quiere decir aquí es que la ciencia depende de las estructuras generales de lo humano para tener algún
sentido, pero de ninguna manera significa que cada uno desde su propia subjetividad individual puede interpretar la
‘objetividad del mundo’ de un modo puramente relativista.

35
Sobre esta base, nos dice Hume que incluso las ciencias más abstractas y alejadas de lo humano, entre las que
menciona a las matemáticas, la filosofía natural (es decir, la física) y la religión natural (es decir, la teología
puramente racional) dependen de algún modo de la ciencia del hombre, o de la naturaleza humana, pues aquellas
ciencias carecen de sentido sin esta ciencia de lo humano (35).[3] Es tan sentido, dicha ciencia de lo humano debería
proveernos de los fundamentos básicos sobre los cuales se erigen luego, ya en otros niveles superiores y más
complejos, los concetos y razonamientos teóricos específicos de cada ciencia.

Dicha ciencia del hombre tiene dos fuentes básicas: la experiencia (que es la más importante por ser primera) que
nos remite a nuestro captar subjetivo aquello que aparece, y la observación, que implica ya una mirada ‘desde
afuera’, por así decir, de lo que vemos en el comportamiento de la humano de otros sujetos. Sobre la base de dichos
accesos, Hume luego procede a enunciar el que será uno de los principios fundamentales de su filosofía: no
podemos ir más allá de la experiencia; toda hipótesis que pretenda descubrir esencias o cualidades más allá de la
experiencia (es decir, propias de la metafísica clásica) deberá rechazarse (39). Este punto es fundamental: por un
lado, afirma su rechazo a la metafísica clásica, en particular racionalista, es decir a todo intento de descubrir algo que
se encuentre más allá de la experiencia por vía puramente racional. Por otro lado, al afirmar la experiencia como
única autoridad, Hume sienta las bases de una filosofía empirista. Ahora, no se trata de un empirismo puramente
filosófico y teórico en sentido clásico, sino que, como veremos, es un empirismo que, en tanto basada en la ciencia
de la naturaleza humana, se enfoca en la descripción de la vida cotidiana y ordinaria del hombre, es decir, en
describir con precisión los detalles que constituyen la vida concreta de todo hombre, en su trato con las cosas a
partir de sus vivencias de las mismas, en su trato con los otros humanos, así como en sus ocupaciones y placeres
(41). En otras palabras, se trata efectivamente de una auténtica ciencia de lo humano.

3. Taxonomía conceptual de la experiencia y de la mente: el análisis de las percepciones

Considerando que uno de los temas centrales de la obra de Hume es el problema del conocimiento, y el
conocimiento se compone de ideas (estructuradas en juicios y en razonamiento), Hume se pregunta cuál es el origen
de nuestras ideas (44).

Desde un comienzo, presenta una taxonomía de los componentes de la mente humana. Si bien dicha taxonomía de
la mente puede parecer similar a la de Locke, hay algunas diferencias importantes y se trata sin dudas de un
esquema mucho más complejo y pormenorizado que el de Locke. De hecho, si bien Hume tuvo como referente a
Locke (que en su juventud era quizás el más grande filósofo empirista de la época), no obstante, Hume fue un duro
crítico de aquél, sobre todo en lo que respecta a la teoría de las ideas de Locke.[4] Así, el concepto de idea de Locke
NO coincide con el concepto de idea de Hume: mientras que para el primero las ideas son todo contenido mental,
para el segundo las ideas son sólo copias de las impresiones.

Recordemos, antes de comenzar con la descripción, que el punto de partida es la experiencia, es decir, mi modo
subjetivo de relacionarme y abrirme al mundo. En tal sentido, una auténtica investigación de la naturaleza humana
debe comenzar con lo primero que me aparece: y, justamente, cuando aparece el mundo, éste me aparece a mí, es
decir, a la mente humana. Es por ello por lo que el análisis de los componentes de la mente humana constituye el
punto de partida esencial para esta nueva ciencia. Entonces, ¿cómo se compone la mente humana?

Todos los contenidos mentales son percepciones (concepto que, podríamos decir, reemplaza al de idea de Locke)
(43). Hay dos tipos de percepciones: las impresiones y las ideas. A su vez las impresiones pueden ser de sensación, es
decir, externas, en tanto todo aquello que viene dado por los sentidos en tanto algo que afecta a mi cuerpo y a mi
aparato sensorial, o bien pueden ser de reflexión, término que no debemos confundir con el uso habitual en tanto
reflexión de tipo intelectual, a modo de razonamiento, sino que para Hume son reflexiones todas las percepciones
internas que surgen como reacciones de mi mente, como ser las pasiones, los deseos o las emociones. Por su parte,

36
las ideas son caracterizadas como copias de las impresiones y, en tanto tales, sólo se diferencian de aquéllas por su
fuerza y vivacidad: las impresiones son más intensas y las ideas menos intensas. Las ideas pueden ser aquello que
nos da la memoria, la imaginación, o bien los razonamientos que efectuamos al razonar.

Debemos tener en cuenta que lo que realiza Hume es una especie de sutil descripción analítica de todo aquello que
compone la mente. En otras palabras, el análisis separa todo aquello que muchas veces suele estar unido en la
experiencia concreta. Para aclarar esto, Hume trae a colación un ejemplo muy elocuente y preciso (43): cuando
leemos este libro (es decir, el Tratado), todos los elementos mencionados arriba están presentes. ¿Cómo? Cuando
leemos el libro de Hume e intentamos entender lo que nos quiere decir a nivel conceptual, están en juego
las ideas (y, por supuesto, otros tipos de actividades cognitivas más complejas que se fundan sobre la base de las
ideas). Pero también tenemos impresiones: por un lado, tenemos impresiones de sensación de las manchas de tinta
en el papel impreso. Sin poder captar por la vista lo que leemos no podríamos entender lo que dice el texto[5]; y
también podemos tener impresiones de reflexión que son las reacciones subjetivas que puedo tener ante la lectura:
aburrimiento, odio (si no entiendo nada de lo que dice), pasión (si logro entender qué dice y además puedo apreciar
su importancia), etc.

Hecha esta primera diferenciación, Hume pasa a una distinción que –si bien ya formulada por Locke– Hume le dará
un desarrollo mucho más extenso y detenido, y la misma será la que le permitirá llevar adelante muchos de sus
principales cuestionamientos a la metafísica clásica: se trata la distinción de las percepciones (es decir, se aplica
tanto a las impresiones como a las ideas) en simples y complejas (44). Las simples son aquellas que no pueden
dividirse, porque vienen, por ejemplo, de un solo sentido. Las complejas, por su parte, son las que provienen de
varios sentidos, es decir, son combinaciones de simples llevadas a cabo por asociaciones de la mente. Un ejemplo de
una percepción simple es la percepción de un sonido que viene dado sólo por el oído. Un ejemplo de una percepción
compleja es el de la percepción de una manzana. Supongamos que tengo una manzana en mi mano: puedo ver su
color rojo, puedo sentir su exquisito aroma, puedo morderla y sentir su sabor, puedo tocarla con la mano y sentir su
textura, etc. Es decir, la captación de una manzana es sin dudas una percepción compleja porque involucra a varios
de nuestros sentidos. En general, la mayoría de las percepciones que tenemos en nuestra vida cotidiana suelen ser
complejas, en tanto implican la asociación de varios sentidos.

Y el paso que sigue, ya anticipado arriba, es mostrar la relación que hay entre las impresiones y las ideas a través del
llamado principio de copia (copy principle) (46-47). Así, dice Hume que toda idea simple se asemeja o copia una
impresión simple que le corresponde. En otras palabras, todas nuestras ideas deben remitir en algún punto a
impresiones. Esto se sigue de sus principios empiristas. Si bien no toda idea siempre remite a una impresión
(pensemos, por ejemplo, en un razonamiento muy abstracto, en una ecuación matemática, etc.), en última instancia,
dichas ideas altamente complejas deben poder remitirse a ideas más simples que, a su vez, tienen como referencia
una impresión de algo dado en los sentidos. ¿Por qué? Porque si tenemos ideas que no se derivan (reitero, en última
instancia) de algún sentido (impresión de sensación), dichas ideas no se derivan de ningún lado, es decir, su origen
reside, a decir de Hume, sólo en la imaginación, por lo que no son otra cosa que ficciones. ¿Y está mal tener ficciones
producto de la imaginación? No, siempre y cuando seamos conscientes de que se tratan de ficciones, es decir, de
algo que no es real. Si, por el contrario, seguimos el camino de la metafísica y creemos que ciertos grandes
conceptos o ideas clásicos (como los de sustancia o de causalidad) son algo real y no meras ficciones, entonces nos
estamos engañando y construimos sistemas metafísicos ficticios que nos hacen creer que dicen algo sobre la
realidad, cuando en realidad no son más que productos de la imaginación.

En tal sentido, la gran apuesta de Hume será: primero, demoler el edificio de la metafísica y sus grandes conceptos,
en un movimiento que podríamos considerar escéptico, para luego mostrar cómo, en un segundo momento ya
claramente más propositivo, intenta dar una explicación de cómo configuramos nuestra realidad a partir de la
experiencia, que no necesita apelar a grandes construcciones conceptuales puramente racionales, sino que se funda
más bien en elementos básicos de nuestra vida, es decir, elementos creados o generados por la vida misma para

37
poder ordenar el caos de la experiencia a partir de creencias, hábitos y costumbres. La clase que viene veremos
detenidamente estos temas.

[1] De hecho, históricamente, el tema del escepticismo de Hume fue objeto de controversias: desde posiciones que
sostenían que Hume era sólo otro escéptico más que negaba cualquier posibilidad del conocimiento (ésta era una
visión que se tuvo sobre todo en vida de Hume), hasta posiciones que, sin negar cierto escepticismo que
indudablemente está presente en su obra, lo entendían como una suerte de instancia previa y necesaria para lograr
‘limpiar’ a la filosofía y al conocimiento en general de su pesada carga de conceptos metafísicos, y sobre esta base
llegar a una ciencia que describa la estructuras fundamentales de la experiencia, tal y como aparecen en su más
íntima manifestación en la vida del sujeto. Anticipamos que nos inclinaremos por esta segunda interpretación. Así,
Edmund Husserl, padre de la corriente fenomenológica y uno de los pensadores más importantes del siglo XX,
sostiene que el Tratado de Hume es el primer bosquejo de una fenomenología pura, pues, en el fondo, su proyecto
consiste en presentar un intento sistemático de forjar una ciencia de las cosas que se dan a la conciencia (o a la
mente) (cf. Edmund Husserl, Erste Philosophie. Erster Teil: Kritische Ideengeschichte (1923/24), Husserliana VII,
Meiner, Hamburg, 1956/1992, p. 157).

[2] Como mostraremos, el escepticismo de Hume es consecuencia de llevar hasta su límite el uso de ciertos
conceptos clásicos de la filosofía, pero no es un fin en sí mismo.

[3] Como hemos hecho siempre hasta aquí, todas las referencias entre paréntesis son a la paginación del texto
correspondiente indicado en el Programa de la Materia.

[4] Esto es señalado por varios especialistas, como, por ejemplo, el conocido clásico sobre la obra de Hume: Norman
Kemp Smith, The Philosophy of David Hume, Palgrave Macmillan, 1941/2005. El mismo Hume aclara sus diferencias
con Locke en una nota al pie de la página 44.

[5] Por supuesto, se pueden considerar otros sentidos que funcionan análogamente a la vista: así, si en lugar de leer
el libro tenemos un Audio-Book la sensación vendrá por los oídos, o si utilizamos el lenguaje Braille el sentido será el
tacto.

UNDAD B 5

Descartes

Reglas para la Dirección del Espíritu

Introducción

René Descartes (La Haye en Touraine, Turena, 31 de marzo de 1596-Estocolmo, Suecia, 11 de febrero de 1650) es el
padre del racionalismo moderno y uno de los filósofos que más contribuyó a formar la imagen de la modernidad. Su
trabajo no sólo incluyó el estudio de la filosofía, sino que además se ocupó activamente de las ciencias, intentando
proponer una fundamentación metafísica de la física de su época.
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Como dijimos, Descartes es el representante más conocido de la corriente filosófica típicamente moderna conocida
como racionalismo. Una definición simple del racionalismo afirma que el conocimiento al que podemos aspirar surge
de la razón sin la participación de los sentidos. Una definición más compleja es la que brinda Adolfo Carpio en sus
“Principios de filosofía” al considerar justamente el caso de Descartes. Según el profesor argentino

“el racionalismo está persuadido de que, así como en las matemáticas, partiendo de puros conceptos (los de punto,
línea, etc.) se llega a los conocimientos más complicados, y ello de modo universal y necesario, de la misma manera
en filosofía se podría conocer toda la realidad, deducir, aún en sus aspecto más secretos y profundos, en su esencia,
y de manera necesaria y universal, con sólo tomar la precaución de emplear el mismo método que usan las
matemáticas, es decir, partir de axiomas y puros conceptos, rigurosamente definidos, sin ningún recurso a la
experiencia, e inferir a partir de aquellos conceptos lo que de ellos se desprende lógicamente”[1]

Según veremos en esta clase, Descartes apela a la matemática como modelo del conocimiento cierto encarnando
estas posiciones propias de la filosofía racionalista.

Reglas para la Dirección del Espíritu

(1628)

Las Reglas para la dirección del espíritu es una obra inconclusa escrita entre 1628 y 1629. Se trata de uno de los
elementos más importantes del modelo epistemológico de Descartes, ya que pretende proveer de un marco teórico
general que determinase cómo estudiar la realidad. En este sentido conviene, quizá, detenerse un segundo en el
título de esta obra. Si atendemos a dicho título veremos que hay dos elementos importantes: “Reglas” y “dirección”.
¿En qué sentido son importantes? Tal como lo veo, estos dos términos revelan algo de la intención de Descartes. En
primer lugar, el conocimiento se presenta como una actividad “reglada”, es decir, como una actividad que sigue un
determinado procedimiento para llegar a la verdad. El conocimiento no es una revelación al que pueden llegar solo
los iniciados, sino que se trata de algo que cualquier persona puede tener acceso si sigue este conjunto de pasos o
instancias. En segundo lugar, resulta importante el término “dirección”. Con esta expresión, Descartes parece querer
decir que la mente ya tiene en sí la potencia y la capacidad para conocer el mundo, sólo tiene que aprender a mirar
en la dirección correcta mediante la aplicación de las reglas. En este sentido, hay algo del espíritu moderno que
puede empezar a sospecharse desde el título de esta obra: la razón (o “espíritu” como plantea Descartes) es igual en
todos los individuos, sólo es necesario orientarla mediante la aplicación de una metodología específica para llegar al
conocimiento.

Avancemos sobre el contenido de las Reglas. En esta obra, Descartes pretende proporcionar una serie de principios
basados en el nuevo ideal de cientificidad, esto es, principios basados en el ideal moderno de conocimiento propio
de la época que Descartes estaba viviendo. ¿Qué significa ideal de cientificidad? Podríamos pensar que en este
momento, este ideal hace referencia a una forma de conocimiento que en primer lugar no deje espacio a ninguna
duda y que, en segundo lugar, se basa en la observación y experimentación de los distintos aspectos del mundo. El
ideal de cientificidad moderno, que comienza a imponerse en el período de producción de Descartes, se oponía a la
forma tradicional de conocimiento que había prevalecido en la Edad Media, la cual estaba basada, principalmente,

39
en la autoridad. Algo devenía cierto por la autoridad que había establecido, por ejemplo, Aristóteles. La modernidad
propone una forma de conocer completamente distinta: basada en la observación y experimentación.

Esta forma de conocimiento moderno requiere de un criterio para poder discernir el conocimiento de aquello que no
lo es. Pero, ¿qué es un criterio? Un criterio es un parámetro al que apelamos para evaluar algún aspecto de la
realidad para ver si puede cumplir con determinados requisitos. Imaginemos una situación cotidiana: alguien quiere
comprar un auto usado y quiere evaluar si el auto está en condiciones de ser usado, para llegar a esa conclusión
tiene que estudiar los distintos aspectos del vehículo y ver si esos aspectos (cantidad de kilómetros, estado del
motor, etc.) cumplen con determinados requerimientos. Esos requerimientos que la persona tiene en cuenta al
momento de evaluar el auto son los criterios que aplica. Es decir, un criterio es una medida que utilizamos para
evaluar si algo puede o no puede ser tenido en cuenta o aprobado. La filosofía de Descartes propuso un criterio para
diferenciar el conocimiento de aquello que no era conocimiento, es decir, propuso una medida para evaluar si la
información que recibía del mundo podía ser considerada como conocimiento.

El criterio de distinción entre el saber científico y el saber no científico era, para Descartes, lo evidente, aquello que
se presenta a la razón sin dejar espacio para ninguna duda. Sólo esa información que se nos presenta sin la
posibilidad de generar ninguna duda es para Descartes considerada como conocimiento. La cuestión que se abre es
justamente, ¿qué tipo de conocimiento cumple con este requisito? En otras palabas, ¿qué tipo de conocimiento pasa
el criterio que imaginó Descartes? La respuesta de nuestro filósofo es clara: el conocimiento matemático que incluía
la aritmética, la geometría y otras disciplinas relacionadas. Ahora bien, podemos preguntarnos, ¿por qué las
matemáticas? Las matemáticas es un tipo de saber sobre el que no pesa otra consideración que la que impone la
lógica y la evidencia. Dos personas pueden tener desacuerdos filosóficos profundos, pero más allá de estos
desacuerdos deberán acordar en que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos. Sólo hay una
manera de medir esos ángulos y, por lo tanto, el resultado de dicha operación resulta evidente, es decir, no puede
ser puesto en duda.

Así, las matemáticas se convierten en el modelo del conocimiento verdadero, es decir, el tipo de conocimiento que
puede pasar y aprobar el criterio que Descartes había propuesto para encontrar el conocimiento verdadero. Sin
embargo, Descartes no pretende quedarse en el mero conocimiento matemático. Este conocimiento pretende ser
tomado como un modelo de lo que debería ser el conocimiento verdadero sobre todo el mundo. Descartes
encuentra en la matemática el paradigma del conocimiento que le permita conocer los otros aspectos del mundo. La
idea de Descartes al generalizar el modelo matemático a todos los objetos de la realidad es obtener un conocimiento
de los distintos aspectos de la realidad que sea tan certero como el conocimiento que se obtiene de la matemática.
La matemática, según Descartes, nos enseña la forma del conocimiento verdadero, cómo éste debe ser. En otras
palabras, en el conocimiento de la realidad debemos buscar la misma certeza que nos da la matemática.

Las Reglas que estudiaremos en esta clase pretenden ser una metodología a la que podemos apelar para dar con ese
tipo particular de conocimiento. Se trata de un conjunto de preceptos (del que sólo estudiaremos seis) que enseñan
cómo debemos considerar los distintos elementos de la realidad para poder guiar nuestro entendimiento (“espíritu”)
para poder llegar a un conocimiento que cumpla con los requisitos de certeza que imaginó Descartes.

Índice de reglas

La unidad de las ciencias en la sabiduría humana

El conocimiento cierto y evidente

40
Intuición y deducción

Definición del método. Mathesis universalis

Análisis

Distancia y relaciones entre las cosas

Regla I. El fin de los estudios debe ser la dirección del espíntu, para formular juicios firmes y verdaderos acerca de
todas las cosas que se le presentan. Descartes crítica en esta primera reglar la actitud de los tiempos anteriores en
que se creyó que las ciencias debían cultivarse como las artes, de manera separada una de otra, distinguiéndolas por
la diversidad de sus objetos. Esto es un error debido a que el conjunto de todas las ciencias constituyen la sabiduría
humana que no es sino siempre una y la misma, por más que se aplique a objetos diferentes. Lo que Descartes
sostiene en esta primera regla es una determinada relación entre las diversas formas de conocimiento: una verdad
nos ayuda a descubrir otra verdad. Todas las ciencias están tan íntimamente trabadas entre sí que es más fácil
aprenderlas todas a la vez que una sola, separándola de las demás.

El conocimiento, o sabiduría humana, puede ser dividido en disciplinas sólo en función de motivos prácticos, pero
Descartes aconseja no perder de vista que dicho conocimiento en realidad es siempre uno y el mismo.

Regla II. Conviene ocuparse sólo de aquellos objetos, cuyo conocimiento cierto e indudable, nuestra mente parece
capaz de alcanzar. “Toda ciencia es un conocimiento cierto y evidente”. Descartes propone aquí un criterio de
corrección con respecto al conocimiento: el conocimiento cierto, es aquel que se presenta de esta manera evidente.
Esto es, el conocimiento cierto es aquel que puede ser considerado sin que sea posible ninguna duda sobre el
mismo. Esto es lo que lo lleva a rechazar el conocimiento probable y a afirmar que no se debe creer sino en los
perfectamente conocidos y sobre los que no se puede dudar. Después de evaluar qué conocimiento puede alcanzar
este criterio descubre que sólo quedan la aritmética y la geometría; es decir, sólo estás disciplinas pueden dar
cuenta de ese criterio de corrección.

Aquí también afirma que es posible llegar al conocimiento por dos caminos: por la experiencia y por la deducción. La
experiencia es con frecuencia engañosa, mientras que la deducción no falla nunca. La aritmética y la geometría son
mucho más ciertas que las demás disciplinas porque éstas son independientes de la experiencia y se mantienen
exclusivamente en el ámbito de la deducción. Aquí Descartes comienza a plantear que la certeza de la aritmética y la
geometría se convierten en paradigma del conocimiento verdadero. También en esta esta regla es la primera vez
que Descartes utiliza la palabra ciencia y hace referencia a un método en el que demos desechar todo lo que es
meramente probable.

Regla III. Acerca de los objetos propuestos se debe investigar no lo que otros hayan pensado o nosotros mismos
sospechemos, sino lo que podamos intuir con claridad y evidencia o deducir con certeza, pues no se adquiere la
ciencia de otro modo. En esta regla, Descartes presenta los actos del entendimiento por el que podemos llegar al
conocimiento de las cosas sin errar: intuición y deducción. La intuición es un concepto que forma la inteligencia pura
y atenta sin ninguna duda y que nace sólo de la luz de la razón y que, por ser más simple, es más cierto que la misma
deducción, la cual, sin embargo, tampoco puede ser mal hecha por el hombre. Se puede ver por intuición, por
ejemplo, que se piensa, que un triángulo tiene tres lados, etc. La intuición hace referencia a un tipo de conocimiento
que se nos presenta de manera evidente. La deducción por su parte es el conocimiento de todo lo resulta como
consecuencia necesaria a partir de otras cosas conocidas con certeza. En este sentido, Descartes plantea una
41
relación entre la intuición y la deducción: la primera es la fuente del conocimiento que es considerado como cierto y
la segunda opera sobre ese conocimiento que le proporcionó la intuición para llegar a otros conocimientos
igualmente ciertos.

Regla IV. El método es necesario para la investigación de la verdad. Aquí Descartes presentará lo que entiende por el 
método. Para nuestro filósofos el  método está constituido por reglas ciertas y fáciles, cuya rigurosa observación
impide que jamás se suponga verdadero lo falso, hace que la inteligencia, sin gasto inútil de esfuerzos sino
aumentando siempre la ciencia, llegue al verdadero conocimiento de todo lo que es capaz. Como se puede apreciar,
el método es lo que garantiza, de observarse rigurosamente y aplicarse en cada uno de los pasos, el llegar a un
conocimiento verdadero optimizando todas las fuerzas del espíritu para no confundir lo probable con lo cierto.  El
método enseña a emplear la intuición y la deducción, se sirve de ellas.

Aquí también Descartes presenta el concepto de Matemática universal, a la cual define como una ciencia general
que explique todo aquello que puede investigarse acerca del orden y la medida. Ésta “contiene todo aquello que
hace que llamemos partes se la matemática a las demás ciencias”. Aquí es donde puede verse el esfuerzo por parte
de Descartes, tal como mencionamos, para aplicar la matemática a los distintos ámbitos de la realidad ya que para
Descartes la mathesis universalis era capaz de resolver todos los problemas teóricos en cualquier área de la ciencia.

Regla V. Todo el método consiste en el orden y disposición de aquellas cosas hacia las cuales es preciso dirigir la
agudeza de la mente para descubrir alguna verdad. Ahora bien, lo observaremos exactamente si reducimos
gradualmente las proposiciones int1·incadas y oscuras a otras más simples, y si después, partiendo de la intuición de
las más simples, intentamos ascender por los mismos grados al conocimiento de todas las demás.  Esta regla es
conocida como la regla del análisis. ¿Qué significa análisis? El análisis es la operación mediante la cual tomamos un
elemento complejo y lo descomponemos en sus diferentes partes para poder comprenderlos mejor. Esto es
justamente lo que propone esta regla: la descomposición gradual de los objetos complejos en objetos más simples
que harían más fácil su aprehensión. Descartes considera que en esta regla está la suma de toda habilidad humana y
que si aplicamos lo que sostiene podremos usarla como el hilo que el personaje mítico de Teseo usó para salir del
laberinto.

Regla VI. Para distinguir las cosas más simples de las complicadas e investigarlas con orden, conviene, en cada serie
de cosas en que hemos deducido directamente algunas verdades de otras, observar cuál es la más simple, y cómo
todas las demás están más o menos o igualmente alejadas de ella.  Esta refiere a que las cosas pueden distribuirse en
distintas series atendiendo a que el conocimiento de unas depende del conocimiento de otras. En definitiva, esta
regla implica tener en cuenta un determinado orden que las cosas guardan entre sí, y también implica diferenciar las
distintas clases de cosas.  Para eso Descartes llama algunas cosas absolutas y a otras relativas. Esa distinción no
implica considerar a las cosas aisladamente, sino en comparándolas entre sí.  Lo absoluto es todo lo que contiene en
sí la naturaleza pura y simple a que se refiere una cuestión: todo lo que se considera como independiente, causa,
simple, universal, uno, igual, semejante, recto, etc. Relativo es aquello que podemos referirlo a lo absoluto y
deducirlo de él. Como vemos, su concepto implica relaciones: dependiente, efecto, compuesto, particular,
desemejante, oblicuo, etc. De lo que se trata en esta regla es de poder distinguir todas esas relaciones y observar
cómo se conectan mutuamente y el  orden natural que mantienen para así partiendo de la última, podamos llegar
hasta la más absoluta, pasando por todas las demás.

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[1] Carpio, A., Principios de filosofía, Glauco, Buenos Aires, 2004, 176

MÓDULO 11 – Unidad 7 (3) Del empirismo al escepticismo y más allá. Los límites de filosofía.

1. Introducción

A modo de breve síntesis, recordemos algunas de las principales tesis e ideas de Hume. Primero, su propuesta
filosófica consiste desarrollar una “ciencia del hombre” o “ciencia de la naturaleza humana” que, desde la
perspectiva que se abre desde mi experiencia, es decir, desde aquello que aparece en mi mente, pueda explicar
cómo tenemos un acceso al mundo y, de este modo, dar un fundamento a las demás ciencias; en tal sentido, se trata
de la ciencia más fundamental. Sobre la base de esta ciencia que sólo acepta como válido aquello que encuentro en
la experiencia, Hume intentará mostrar la falta total de fundamento de los grandes sistemas filosóficos. Segundo, en
el marco de dicho análisis, Hume muestra lo primero que nos encontramos en nuestra mente: percepciones, que no
son otra cosa que todo contenido mental. La investigación sobre el origen de las percepciones nos muestra a su vez
que éstas pueden ser impresiones (más fuertes y vivas) o ideas (más débiles). Las impresiones pueden ser de
sensación, cuando vienen dadas por los sentidos, o de reflexión, cuando éstas son generadas por otras impresiones,
como, por ejemplo, las pasiones y emociones. Las ideas vienen o bien de la memoria, o bien de la imaginación, o son
razonamientos (pero, cabe aclarar que para Hume los razonamientos son, en algún sentido, fruto de la imaginación).
Tercero, las ideas son siempre copias de impresiones y, en última instancia, remiten siempre a impresiones (de
sensación): esto es el llamado ‘copy principle’. Por último, vimos que las percepciones pueden ser simples (cuando
provienen de sólo un sentido) o complejas (cuando provienen de varios).

A modo de cierre, la clase pasada dejamos abierta la pregunta en torno a un eventual escepticismo al que conduce la
filosofía de Hume, y quizás a un cierto naturalismo que, según algunos intérpretes, sería su propuesta más positiva.
Como veremos a continuación, la filosofía de Hume parte sin dudas de un empirismo (siguiendo una tendencia
filosófica que dominaba en el mundo británico), pero su ataque a la metafísica o incluso a la filosofía en general
(como veremos, sus conclusiones se pueden aplicar tanto al racionalismo como al empirismo) mostrará ciertamente
una forma de escepticismo (tema muy discutido entre los especialistas). Pero, como veremos, dicho escepticismo no
es un escepticismo radical, puesto que deja abiertas opciones, como ser la referencia a la vida humana en su
situación más concreta y cotidiana, y, sobre la base de esta, a pensar en una filosofía no especulativa, sino que se
funde sólo en la evidencia de lo dado en la experiencia. Con respecto al presunto ‘naturalismo’ (término que, de
hecho, no utiliza Hume[1]) veremos que, en realidad, esto se trata más bien de un preconcepto de cierta tradición
filosófica contemporánea, que no refleja el auténtico espíritu de la filosofía de Hume.

2. La crítica de Hume a los conceptos metafísicos de causalidad y de sustancia. Creencias, hábitos y costumbres en la
base de nuestra experiencia.

Por supuesto, los argumentos y temas analizados por Hume son muchos y no podremos considerar a todos aquí, por
lo que nos limitaremos sólo a algunos de sus temas más importantes y conocidos: principalmente a la crítica de la
idea de causalidad (causa y efecto) y de substancia (o cuerpo); sólo mencionaremos brevemente su crítica a la idea
de yo (self). Como podemos observar a primera vista, se trata de conceptos centrales de la historia de la filosofía,
que, sin dudas, también alcanzan al conocimiento científico en general.

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¿Cómo funcionan los argumentos que desarrolla Hume?

Nos dice Hume (54) que la imaginación –recordemos que para Hume los razonamientos y pensamientos en general
de la mente son subsumidos bajo el concepto de imaginación– puede descomponer todas las ideas complejas (o
compuestas) en las ideas simples que las componen. Dichas ideas complejas pueden ser de relación, modo, o
substancia (57). Todo aquello que está unido en virtud de nuestra naturaleza, puede ser separado por la
imaginación.

2.1. La asociación

Ahora, ¿por qué están unidas dichas ideas simples? Si observamos detenidamente la naturaleza humana nos
encontraremos con una cualidad  o  capacidad asociativa de la mente, en virtud de la cual ciertas ideas se asocian
con otras; de hecho, el concepto de asociación ocupa un lugar central en su obra. Hume presenta numerosos casos
de asociación que funcionan en nuestra experiencia; concentrémonos por ahora en los tres primeros que menciona:
semejanza, contigüidad en tiempo o lugar, y causa y efecto (55). Dichas cualidades son las que nos llevan a asociar
algunas ideas con otras. Así, con ejemplo sencillo, nuestra imaginación tiende a asociar diferentes animales por sus
parecidos y correspondencias y así podemos luego clasificarlos. Pero aun en nuestra vida diaria asociamos
constantemente diversas experiencias. Dichas asociaciones se producen gracias a una larga costumbre (long costum)
que se produce a lo largo de nuestra experiencia. Pensemos: cuando por la noche el sol se oculta y nos quedamos a
oscuras, nos levantamos y automáticamente (es decir, no necesitamos ni razonar, ni que nadie nos lo explique)
encendemos la luz tocando un interruptor. ¿Cómo sabemos que si tocamos el interruptor se encenderá la luz?
Porque alguien (seguramente nuestros padres) nos enseñó hace mucho tiempo cómo funciona este mecanismo, y
hemos prendido la luz numerosas veces en el pasado por lo que no necesitamos pensar o razonar cada vez que lo
hacemos; simplemente lo hacemos.[2] Y éste es un punto central: nuestra capacidad asociativa depende en buena
medida de las experiencias pasadas que son las que dan sentido y estructuran las experiencias presentes. Es un gran
error creer que somos puramente experiencias presentes: nuestra experiencia presente está totalmente atravesada
por toda nuestra historia de experiencias pasada; detengámonos un minuto a pensar en todo lo que llevamos
‘dentro’ de un modo asociativo: nuestro lenguaje, costumbres, hábitos, nuestra cultura, etc.

2.2. Causa y efecto (causalidad)

Ahora, nos dice Hume que el principio asociativo más fuerte de todos es el de la causa y efecto. La idea de causalidad
es una idea de relación, pero que se diferencia de otras ideas de este género en un punto esencial: en la idea de que
hay una conexión necesaria entre la causa y el efecto (136). Si aprieto el interruptor de la luz con el dedo (causa), la
luz se enciende (efecto). Si nos atenemos sólo al punto central del argumento de Hume, veremos que: tenemos sin
dudas una impresión de mi dedo tocando el interruptor (lo veo, lo siento por el tacto), y luego tengo una segunda
impresión de la luz que encendida (veo la luz). Ahora, ¿de qué impresión (o de qué sentido) se deriva la idea de
causalidad? Muchos dirán que esto es absurdo, pero si somos verdaderos empiristas que sólo nos basamos en
aquello que nos muestra la experiencia, veremos que, en realidad, lo único que experimentamos efectivamente es la
primera impresión y la segunda impresión. En conclusión, no tenemos ninguna impresión a través de la cual
captemos la idea de causalidad en tanto conexión necesaria entre una impresión y la otra. Por supuesto, podríamos
apelar a principios metafísicos de diversos tipos, pero esto es justamente lo que Hume pretende evitar. Entonces, su
respuesta es que en realidad la causalidad y su conexión necesaria no se fundan ni en los sentidos ni en la razón: se
funda en las creencias (beliefs). La creencia es algo que se genera en nuestra experiencia de un modo
asociativo sobre la base de una costumbre (161-162, 171): es decir, en nuestra experiencia pasada hemos tenido

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muchas experiencias que son similares a las presentes, y al asociar en numerosas oportunidades eventos pasados
con los presentes generamos una costumbre, una especie de hábito.

Nuevamente, muchos dirán que esto carece de sentido, pues la causalidad ‘está siempre allí’. Pero aquí está el punto
importante: Hume no niega la causalidad (o causa y efecto); por el contrario, reconoce que en nuestra vida cotidiana
constantemente hacemos uso de dichas ideas, e incluso la vida humana no sería posible sin creer en la relación entre
causa y efecto; pero, precisamente, se trata sólo de una creencia, de algo que “todo el mundo entiende” (164) en su
vida cotidiana, sin necesitar por ello complejos argumentos metafísicos que justifiquen una conexión causal que
funde de un modo puramente racional la unión de una impresión con la otra. Simplemente funciona porque lo
vemos en nuestra experiencia. En otras palabras, no es un problema de la vida cotidiana, sino que es un problema de
la filosofía y de sus ambiciosas pretensiones de dar un fundamento último de todas las cosas.

2.3. Substancia

¿Y qué sucede con los cuerpos que vemos en la experiencia, es decir, con las substancias? El argumento es más o
menos el mismo: preguntémonos qué impresión nos presenta la idea de substancia. La respuesta es directa:
ninguna.

Remontémonos a Aristóteles, padre del concepto de ‘substancia’ (como vimos en la Unidad 3): ésta no era otra cosa
que el substrato último de todos los ‘accidentes’. Ahora, ya Locke nos decía que a través de los sentidos sólo
captábamos cualidades: por la vista un color, por el tacto una cierta textura, por el oído un sonido, etc. Pero Hume
va un paso más allá: todas estas cosas que captamos son impresiones simples que nos vienen dadas por los sentidos.
La idea de substancia es una idea compleja, puesto que una substancia (un árbol, por ejemplo), se compone de una
sumatoria de varias ideas simples; y es aquí donde aparece la pregunta definitiva: ¿de qué sentido derivamos la idea
de substancia? De ninguno. La idea de substancia, nos dice Hume, se reduce una mera “colección de cualidades
particulares” unidas sólo por la imaginación (61). Pero, una vez más, nos explica que en la vida cotidiana
la costumbre de asociar ‘objetos’ semejantes con otros simplemente funciona. Ahora, pretender que detrás de todo
hay una suerte de concepto metafísico –como pretendía Aristóteles, e incluso buena parte de la tradición– excede
con creces los límites estrictos que nos impone la ciencia de la naturaleza humana. ¿Y por qué asociamos algunos
objetos con otros? Por los hábitos generados tras una larga costumbre, en donde la imaginación conecta, de un
modo asociativo, pasado y presente (68-69, 171, 248, 269).[3]

3. El presunto escepticismo de Hume y la vida cotidiana. ¿Algún lugar para la filosofía?

Sin dudas, las conclusiones a las que llega son lapidarias para la filosofía. Quizás sin ser consciente de la magnitud de
su obra, Hume puso en jaque a la historia de la filosofía al cuestionar –y prácticamente desintegrar– algunos de los
conceptos centrales de ésta, como ser los de causalidad, substancia y yo. Ahora, ¿qué queda después de esto, en
particular para la filosofía? Los invito a leer la extraordinaria Conclusión al Primer Libro de la obra (en especial 376-
377).

Allí Hume hace una suerte de mirada retrospectiva de su recorrido y confiesa su desazón e incluso cierta
desesperación: ¿qué hacemos ahora? ¿Qué podemos decir con sentido? ¿A dónde nos lleva la filosofía con sus “fríos
razonamientos”? Y la conclusión suele desalentar: a ningún lado. Entonces, ¿cuál es su conclusión? Nos dice Hume
(377) que cuando nos acosen todas las grandes preguntas filosóficas, lo mejor es refugiarse en la vida cotidiana: es
decir, lo mejor es dejar que la naturaleza humana misma nos rescate y nos aleje de estas abstractas construcciones
intelectuales de la filosofía. ¿Cómo? Saliendo con amigos, compartiendo una cerveza y jugando al truco con ellos
(parafraseo a Hume, pero con ejemplos más actuales). Así podremos dejar de lado todo lo que tenga que ver con lo
que llama la “melancolía y el delirio filosófico” (377).

45
*

¿A qué conclusiones podemos arribar después de esto? Seguramente son muchas las cosas que decir en este marco,
pero nos limitaremos a tres.

1. Sin dudas, Hume llega a conclusiones escépticas, en tanto su conclusión es que la filosofía con sus grandes
conceptos no nos lleva a ningún lado y que dichos conceptos no se pueden justificar ni por la razón, ni por la
experiencia, sino sólo por un modo muy particular de experiencia que adquirimos en la vida cotidiana. En tal sentido,
Hume presenta efectivamente una forma de escepticismo: la filosofía, al menos como se venía haciendo hasta su
época, no presenta una solución a los grandes problemas. Ahora, ¿es Hume un escéptico radical? Como dijimos la
clase pasada, durante mucho tiempo se consideró a Hume un mero escéptico, que sólo mostraba que la filosofía no
funciona ni sirve más que para enredarnos en juegos mentales. Dicha concepción fue –con justicia– cuestionada en
el siglo XX.[4] Ahora, rechazar la idea de que Hume fue sólo un escéptico, no significa negar el fuerte componente
escéptico de su obra, en la medida en que muestra con claridad límites que la filosofía ya no podrá pasar.

2. Dicho esto, la respuesta más explícita de Hume viene por el lado de la vida humana cotidiana; es decir, no son la
filosofía y la razón, con sus complejos argumentos y conceptos, las que nos darán la respuesta última de la realidad y
de las cosas. Por el contrario, la naturaleza misma, tal como la vivimos en nuestra vida cotidiana, funciona sin dudas,
sobre la base de hábitos, creencias y costumbres que asociamos de experiencias pasadas. Y dicha naturaleza nos
permite sobrevivir sin la necesidad de enredarnos innecesariamente en frías especulaciones filosóficas. En tal
sentido, la vida cotidiana misma es quizás la respuesta más explícita que da Hume ante la falta de respuesta por
parte de la filosofía.

3. Pero aquí debemos hacernos una pregunta más: la filosofía, ¿no tiene nada para aportarnos? Es aquí donde
muchos de los comentadores contemporáneos coinciden: Hume no es sólo un escéptico, sino que su pensamiento
deja lugar a la posibilidad de algún tipo de filosofía. Pero, cuando nos preguntamos qué tipo de filosofía, es donde
comienzan los conflictos de interpretaciones. Como dijimos arriba, muchos autores (fundamentalmente aquellos
que vienen de la filosofía analítica anglosajona) sostienen que la respuesta de Hume se basa en un
fuerte naturalismo (por supuesto, antimetafísico), que se abre a partir del escepticismo, y al que normalmente
relacionan con la psicología cognitiva actual.

En mi opinión, dicha interpretación es incorrecta. Si por ‘naturalismo’ entendemos simplemente una filosofía basada
en la naturaleza humana, entonces Hume fue un naturalista, como él mismo reconoce explícitamente. Ahora, si por
‘naturalismo’ entendemos –como es común hoy– un naturalismo metafísico que afirma que sólo existe la naturaleza,
y sobre esta base decimos que no existe nada que esté más allá de la naturaleza material (por ejemplo, Dios),
considero que aquí hay un importante error de comprensión. Como vimos, Hume es muy firme con sus principios
empiristas y sostiene que no podemos afirmar nada que exceda nuestra experiencia. Esto lo lleva al escepticismo con
respecto a muchos conceptos. Ahora, ‘escepticismo’ significa precisamente incapacidad de decir algo porque excede
las capacidades y límites de nuestro conocimiento. Así, negar a Dios, negar al yo, negar la substancia, etc. son actos
aseverativos muy fuertes que contradicen explícitamente los límites que nos impone la naturaleza humana. ¿Cómo
puede decir que Dios no existe, si desde mi experiencia no puedo llegar más allá de lo que me presentan mis
sentidos? Así, negar a Dios (y esto es sólo un ejemplo, no una defensa de una posición religiosa) sería para Hume tan
dogmático y metafísico como afirmar su existencia. En sendos casos, se trata de un exceso de los límites de lo que
puedo decir legítimamente.

Con relación a la psicología cognitiva encontramos un error análogo: en líneas generales, la psicología cognitiva se
basa en la observación empírica. De hecho, la psicología cognitiva se define como disciplina ‘científica’, sobre la base
de su negación de todo tipo de introspección (es decir, de toda mirada interna que se pueda tener de la
experiencia desde mi experiencia misma), puesto que ésta no es considerada ‘científico’. Ahora, el proyecto del cual
parte Hume, es decir, el de una ciencia de la naturaleza humana –tal como lo presenta en la introducción– consiste
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precisamente en una mirada desde dentro de la experiencia; la observación ‘externa’ es sólo subsidiaria o
complementaria de la experiencia en primera persona como fuente última de validez. Y si observamos
detenidamente el desarrollo de los argumentos de Hume, veremos que todos tienen que ver con aquello que puedo
(o no puedo) decir a partir de lo que experimento en tanto sujeto de experiencia, es decir, desde mi propia
experiencia vivida. En tal sentido, afirmar que Hume es naturalista (en sentido fuerte) o bien que anticipa la
psicología cognitiva contemporánea, no sólo contradice las intenciones explícitas del filósofo escocés, sino que
incluso desdibujan el desarrollo mismo de su pensamiento a partir de una mirada parcial, anacrónica y unilateral del
mismo. En tal sentido, como mencionamos brevemente la clase pasada –tema que, lamentablemente, no podemos
desarrollar aquí– considero que mucho más cercano a Hume es la fenomenología de Edmund Husserl (1859-1938)
que, sin proponer una introspección en sentido estricto, no obstante, plantea la posibilidad de una descripción
basada siempre en mi experiencia de todo lo que aparece en ésta, dentro de sus límites y su alcance.

Pero dejemos de de lado la obra de Husserl y volvamos al siglo XVIII. La clase que viene comenzaremos a analizar la
obra de uno de los pensadores más afectados por el pensamiento de Hume y sus consecuencias, y que propone una
respuesta positiva a los límites planteados por ésta: Immanuel Kant.

[1] Don Garrett, “Hume’s Conclusions in ‘Conclusions of this Book’”, en Traiger, S. (ed.), The Blackwell Guide to
Hume’s  Treatise, Blackwell, 2006, p. 171.

[2] Si pudiésemos traer a nuestra época a un hombre del siglo XVIII y lo colocamos delante de un interruptor de la
luz, ciertamente esta persona no tendría idea de qué se trata y para qué sirve dicho aparato. Podemos incluso
pensar en casos más cercanos a nuestros días, sobre todo de los constantes avances tecnológicos y de cómo vamos
asimilándolos a nuestra vida cotidiana, que van desde un desconocimiento hasta una total automatización de los
mismos.

[3] Un argumento similar utiliza para cuestionar la idea de un yo (self) que está detrás de nuestras representaciones
mentales. Para Hume, nuestra mente es sólo un conjunto de percepciones que se suceden en el tiempo. Si
pretendemos encontrar un ‘yo’ detrás de todas estas representaciones, sólo estamos haciendo pura metafísica, al
postular una substancia o sujeto que sirva de substrato para éstas. Así, concluye que sólo somos un “manojo”
(bundle) de representaciones, y no podemos decir que haya un yo (o un alma) detrás de éstas.

[4] En especial a partir de la obra ya clásica de Norman Kemp Smith, The Philosophy of David Hume, Palgrave, 1941.

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