Está en la página 1de 11

FRANCISCO AYALA

ENSAYOS POLÍTICOS
Libertad y Liberalismo

Edición de Pedro Cerezo Galán

BIBLIOTECA NUEVA
Diseño cubierta: José María Cerezo

© E. Carola Richmond, 2006


© Pedro Cerezo Galán, para la introducción, 2006
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2006
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
editorial@bibliotecanueva.es

ISBN: 84-9742-602-9
Depósito Legal: M-44.693-2006

Impreso en Rógar, S. A.
Impreso en España - Printed in Spain

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de repro-


ducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin
contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infrac-
ción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la pro-
piedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de De-
rechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Ardides de la propaganda

¿En qué mundo vivimos? Esta pregunta, de resonancias un tanto


ambiguas, pues inquiere, y al mismo tiempo está expresando cierta
actitud de escándalo frente a la respuesta que anticipa, frente a la rea-
lidad que la ha suscitado, bien podría servir como lema al conjunto
de estudios, recientes y más antiguos, pero cuyo número aumenta
con la intensificación de los cambios sociales, consagrados por el es-
fuerzo de científicos escribidores y de observadores sociológicos a
investigar, iluminar y describir la fisonomía de la actual sociedad,
en busca de aquellos rasgos tendenciales —que así se los suele lla-
mar— capaces de autorizar nuestras conjeturas acerca de su futuro
desarrollo.
Tal literatura, fruto de una situación inestable, surge allí donde las
estructuras básicas de la convivencia humana se muestran inseguras,
donde la gente siente vacilar bajo sus pies el terreno que pisa, y no
sabe bien a qué atenerse. Dicho en términos de satisfactoria jerga téc-
nica: allí donde la movilidad social es grande, y el cambio rápido. Por
ello no puede extrañar que una parte muy considerable de esos estu-
dios se produzcan en los Estados Unidos, país cuya fisonomía ha su-
frido, desde que se constituyó, alteraciones muy profundas, y cuyos
fenómenos tienen, por otra parte, para el mundo entero, el azorante
interés de preludiar aquello que, luego, va a poderse encontrar repro-
ducido en los demás países bajo el impropio rótulo de «americaniza-
ción». Las circunstancias que han ocasionado semejante adelanto casi
indefectible de los Estados Unidos (adelanto digo, precavidamente, y
no progreso) son múltiples, diversas y muy conocidas. Considerarlas
al detalle requeriría una digresión tan amplia que, por sí misma, ha-
bría de cobrar entidad digna de un artículo independiente. Más vale
partir, pues, del hecho reconocido, y entrar a ocuparnos directamen-
Ardides de la propaganda 

te de esos estudios que, desde los ya clásicos libros de Thorstein Ve-


blen, forman una tradición norteamericana; la más significativa y pe-
culiar de las tradiciones norteamericanas en el orden del pensamien-
to y de la actividad intelectual, afirmaría yo; pues en cierto modo la
propensión a escrutar en el seno de los desenvolvimientos sociales, y
la capacidad de hacerlo con perspicacia y efecto, están ligadas a aque-
llas circunstancias particulares; sobre todo, a la relativa ausencia de es-
tamentos sólidos, resistentes, y a la plasticidad de una economía
abierta, en proceso de expansión nunca detenido hasta ahora. No
otras son las condiciones de la siempre ponderada libertad america-
na, que podrá padecer, y muchas veces padece, por obra de las abusi-
vas presiones de unos grupos sobre otros, pero que, hasta ahora al
menos, no ha sido suprimida ni apenas afectada por controles insti-
tucionales.
De ello se beneficia, y ofrece testimonio, la literatura sociológica a
que me refiero, producida con plena libertad y difundida con enor-
me amplitud según las apetencias y demandas del público lector.
Pues no se trata de investigaciones hechas en laboratorio, elaboradas
en gabinete y reducidas a ambientes académicos o profesionales de
corto radio, en cuyo caso la transigencia oficial podría ser premio
de la inocuidad que los grupos cerrados garantizan, como ocurre allí
donde se ejerce de alguna manera, directa o indirecta, el control del
Estado sobre las actividades del espíritu. En Norteamérica, el control
está abandonado a la espontaneidad social; y si ciertas manifestacio-
nes de la intelectualidad (las más excelentes a veces en su respectivo
campo) sólo alcanzan aquí, con raquítico despliegue, a un sector de
exigüedad grotesca, ello depende del público, y casi exclusivamente
del público, que en cambio puede absorber, por ejemplo, en cantida-
des fabulosas, libros de la antropóloga Margaret Mead, donde se ca-
racteriza sin contemplaciones a la sociedad propia, o convertir en un
best-seller la obra, ya famosa, de David Riesman, The Lonely Crowd,
A Study of the Changing American Character, donde ciertas tendencias
bastante siniestras aparecen señaladas con sano rigor.
Dentro de esta línea, a la que pertenecen también estudios como
los del profesor C. Wright Mills, dedicados a analizar sucesiva —e
implacablemente— la figura social de esos nuevos potentados que
son los líderes obreros, los rasgos de las nuevas clases medias —es de-
cir, de las masas— y los verdaderos centros de poder en los Estados
Unidos salidos de la Segunda Guerra Mundial, se han destacado úl-
 Ensayos políticos

timamente dos libros, The Organization Man, de William H. Whyte


Jr., que examina la vida de los negocios y su configuración de un tipo
humano conformista, anodino, y The Hidden Persuaders, de Vance
Packard, el más reciente de todos ellos, y al que quisiera prestar aquí
particular atención, pues creo que, por varios de sus aspectos, la me-
rece.
Su primera frase expresa con toda claridad el tema del libro:

Este libro —declara su autor— intenta explorar un área nue-


va, extraña y más bien exótica de la vida norteamericana. Trata de
los esfuerzos que, en amplia escala y con impresionante éxito casi
siempre, se han hecho para canalizar nuestros hábitos irreflexivos,
nuestras decisiones como compradores y nuestros procesos menta-
les, mediante el uso de conocimientos extraídos de la psiquiatría y
las ciencias sociales. Típicamente, esos esfuerzos se cumplen detrás
del plano de la conciencia; de modo que las apelaciones que nos
mueven son con frecuencia, en cierto sentido, «ocultas». Con el re-
sultado de que muchos de nosotros estamos siendo influidos y
manipulados, en mayor medida de lo que podemos darnos cuen-
ta, en cuanto afecta a las pautas de nuestro cotidiano vivir.

Y el desarrollo de este tema se divide en dos partes cuya desigual-


dad de volumen corresponde al disparejo crecimiento que la aludida
manipulación de las mentes ha alcanzado hasta ahora en este país, se-
gún se procure influir «científicamente» sobre nosotros en nuestra ca-
lidad de consumidores o en la de ciudadanos; dicho en términos más
simples, según se nos aplique una propaganda comercial o política.
En cuanto a aquélla se refiere, los materiales aportados y analiza-
dos por Packard constituyen a primera vista un despliegue lleno de
amenidad. Resultan sorprendentes; pero ahí la sorpresa deriva sobre
todo hacia la diversión. A través de un psicoanálisis al que sólo sus
frutos positivos nos obligan a tomar en serio, descubrimos juegos
de pasa-pasa mediante los cuales, por ejemplo, el futuro comprador
de un automóvil comienza por encapricharse del convertible fanta-
siosamente ofrecido a su vista en las vitrinas, por ser el símbolo in-
consciente, y confesable substituto, de la amante que en el fondo de
su alma quisiera haber tenido; para terminar, melancólicamente, ad-
quiriendo el sensato y práctico modelo familiar que —confortable al-
ternativa—, después de haberlo atraído puertas adentro con aquel
cebo, le ofrecen los astutos vendedores. Nos enteramos de que las
Ardides de la propaganda 

dueñas de casa se sienten estimuladas a elaborar hermosos cakes por-


que con esta inofensiva y encantadora actividad satisfacen a mínimo
coste su deseo maternal de ofrecer un nuevo baby a la familia. Con
asombro averiguamos lo que significa de por sí la lealtad a una mar-
ca que, sin embargo, cubre un producto idéntico al ofrecido bajo las
marcas rivales; se nos revela que las madres de familia, tan pronto
como transponen la entrada del supermarket, hacen su compra do-
méstica en estado de trance hipnótico; y no sin un cierto desasosie-
go llegamos a enterarnos de la travesura que nos juegan esos bendi-
tos programas infantiles de televisión que tanto entretienen a nues-
tros hijos, al satisfacer los secretos anhelos de tiernas criaturitas
presentándoles a los adultos en situaciones siempre desairadas, con
cuya sutil vindicta retienen, en efecto, su atención y al mismo tiem-
po concitan su fidelidad hacia las mercaderías anunciadas, cuya
compra exigirán en seguida de los propios maltratados progenito-
res... O bien, seguimos las curiosas fortunas de la ciruela pasa, aque-
lla doña Endrina, tan amada del Arcipreste in illo tempore y que,
arrugada ahora, y sólo digna de elogio por su laxativa virtud, sufría
un menosprecio comercial del que la ha sacado con hábil diligencia
la Motivational Research, ciencia flamante, para hacerla reina del
mercado de frutas secas... etc.
Esa pretendida ciencia nueva de la Investigación Motivacional,
desarrollada en los últimos años, se aplica a guiar la propaganda co-
mercial, se desvela por evitar sus costosos errores y, según parece, está
consiguiendo darle una eficacia poco menos que infalible. El Sr. Pac-
kard nos descubre algunos de sus secretos, estudia sus mecanismos,
pondera sus resultados y, antes de ir más allá, nos permite movernos
con holgura y placer por el terreno de lo cómico, aunque mostrando
siempre en los hechos aducidos ribetes serios y aun graves que, por lo
pronto, dejan ya en nosotros —después de haberles hecho el tributo
de la risa o sonrisa que merecen— una sombra de inquietud, un co-
mienzo de preocupación.
Pues de lo cómico a lo dramático puede no haber sino un mero
cambio de entonación, de acento; y ser sólo cuestión de grado y can-
tidad. La señora fascinada por las ringleras de brillante mercadería
como la gallina por la raya de tiza trazada en el suelo, nos hace gracia;
la farsa que se desenvuelve entre los pisos de lo inconsciente y de lo
consciente en el comprador de un automóvil podrá parecernos diver-
tidísima; pero ya empieza a hacernos menos gracia y a divertirnos
 Ensayos políticos

menos la no tan inofensiva explotación de las aversiones infantiles; y


la acumulación de tantos hechos nos alarma mucho.
En tono ligero, y sin exhortaciones —pues su actitud no es la de
un predicador, sino la de un estudioso de las ciencias sociales—, el
autor de este libro nos asoma a las consecuencias generales que se di-
visan en la perspectiva de un mundo organizado cada vez más según
los criterios de la comercialización y de sus valoraciones cuantitativas.
Es un destino de indefectible vulgaridad el que le aguarda, pues en
lugar de establecerse patrones relativamente elevados y, cifrando en
ellos el aprecio social, estimular la educación de las multitudes, adop-
ta como patrón la medida correspondiente a los más amplios prome-
dios de la sensibilidad y del gusto, lo cual equivale a un endiosamien-
to —y propagación— de la ramplonería. El cuento de la fábrica de
perfumes que, en vísperas de lanzar una marca nueva, ensayó la reac-
ción de su futura clientela frente a una etiqueta diseñada a base de un
cuadro de Gauguin y, en vista de tales exploraciones, tuvo que dese-
charla y sustituirla por la imagen de una rubia convencional, ilustra
bien el proceso; la gran mayoría de compradores tiene un gusto aún
peor que el de los propios fabricantes y sus auxiliares, lo cual podía ser
previsible; pero ahora, en lugar de someterles a la compulsión educa-
tiva de niveles algo superiores, lo que se hace es aquilatar con toda es-
crupulosidad sus preferencias para poder servirlas adecuadamente,
porque así lo exige una economía competitiva lanzada hacia la pro-
ducción en masa. De igual manera, y por la misma razón, tampoco
los programas de televisión o radio pueden ser demasiado excitantes
—no hablemos de calidad artística—, pues deben dejar al público en
un estado de ánimo plácido, distendido, para que reciba sin resisten-
cia el impacto de la propaganda comercial...
En cuanto a la propaganda misma, cuyos ardides para prender en
el fondo de nuestras propensiones subconscientes o de nuestras ape-
tencias refrenadas, de nuestros impulsos reprimidos, cuyo arsenal de
recursos para asaltar nuestra voluntad ha crecido tanto con la ayuda
de psicólogos sociales y psicoanalistas, parece haber hallado, incluso,
la rendija para penetrar en nuestra mente sin que ni siquiera nos de-
mos cuenta. En 1956 publicó The London Sunday Times una infor-
mación destacando el caso ocurrido, al parecer, en un cine de Nueva
Jersey, donde proyectaron, intercalados durante una fracción de se-
gundo en la película, anuncios del helado que se vendía en el vestíbu-
lo; y aunque tan breve aparición no permitía a los espectadores reco-
Ardides de la propaganda 

ger el mensaje en el nivel consciente —en verdad, creían no haber


percibido nada—, el resultado fue un notable aumento en la deman-
da de helados: el reclamo había operado directamente, a través del
aparato óptico, sobre la subconciencia. Por supuesto, la información
del Times fue sensacional; nadie dejó de medir el alcance de tan cu-
riosa experiencia. Y ahora, en este libro que estoy comentando, su au-
tor especula acerca de una eventual aplicación de ella al terreno polí-
tico.
No sin motivo; pues el nuevo fenómeno que por último contem-
pla y somete al lector es el de la aplicación de los métodos de la pro-
paganda comercial así desarrollados, a las luchas de los grandes parti-
dos. Fenómeno nuevo para la democracia y para los Estados Unidos:
en este punto, donde el adelanto no puede ser causa de satisfacción ni
orgullo, los regímenes totalitarios se le anticiparon a poner en juego
los recursos de la psicología profunda para seducir, captar y ligar a
las multitudes con lazos más sutiles, más eficaces, que las prisiones,
coacciones y amenazas de las que, claro está, no se hallaban tampo-
co dispuestos a prescindir. «La mente cautiva» —atinado título que
el escritor polaco Milocz dio a su divulgado estudio de la vida inte-
lectual tras la cortina de hierro— fue ante todo un fruto del totali-
tarismo; pero su deslizamiento hacia las democracias se encuentra
previsto ya en el 1984 de Orwell, para quien era poco menos que
ineluctable.
No sé yo si lo será, ni de qué manera. La complejidad de las rea-
lidades sociales permite que las líneas de un desenvolvimiento cual-
quiera, impuesto por el estado de los conocimientos tecnológicos,
cambien de signo en el conjunto de las circunstancias, y lo que en
una conjunción de éstas amenaza ser inhumano, perverso y destruc-
tor, contribuya en otra distinta a componer un cuadro positivo. Lejos
estoy de pensar que eso haya ocurrido, ni siquiera se preludie todavía,
por lo que se refiere al fenómeno que nos ocupa; pero una cosa es
cierta: puede observarse, sin embargo, que en los Estados Unidos
la transferencia de esos temibles métodos de captación mental por la
propaganda al campo político se ha cumplido bajo las mismas condi-
ciones competitivas dentro de las cuales se ejercían en el campo eco-
nómico, condiciones que, por lo demás, son las propias de la demo-
cracia; de modo que no se ha seguido esa esclavización a que su mo-
nopolio por el gobierno conduce. La historia, muy breve aún, de las
campañas electorales organizadas mediante agencias de publicidad
 Ensayos políticos

—esas mismas agencias en cuyas manos está la comercialización de


la formidable industria norteamericana— se encuentra relatada en la
segunda parte del libro de Vance Packard, quien nos ofrece ahí el pa-
norama de una actividad, bastante frenética por cierto, de libre com-
petencia, y nos muestra cómo las empresas comerciales encargadas de
llevar la campaña por cuenta de cada uno de los grandes partidos po-
nen en la pelea tan ardiente celo como los partidos mismos, y quizás
más que ellos. Desde luego, de lo que se trata es de ganar; de ganar
las elecciones, el poder, y de ganar dinero y prestigio profesional, res-
pectivamente. Y para este fin las invocaciones al raciocinio, la argu-
mentación sobre cuestiones de buen gobierno, la discusión de los
problemas políticos o administrativos, sirven de poco: ya la Motiva-
tional Research lo había demostrado. Lo que rinde es la apelación
emocional, el llamado a los instintos, a los prejuicios, a los temores, a
las concupiscencias, a las más irrazonadas fuentes de simpatía o de
antipatía; y eso es lo que se encuentra en las campañas electorales.
Con lo cual, la disparidad entre los motivos del electorado y la subsi-
guiente acción de gobierno, que siempre existe y es inevitable, se hace
ahora completa, o tiende a hacerse completa, arruinando las bases
fundamentales del proceso democrático, desmintiendo los supuestos
ideológicos de la democracia.
Pero éste es otro problema, cuya discusión e implicaciones ha-
brían de llevarnos a un plan distinto. Cabe dudar, en efecto, de que
esos supuestos de la democracia sean algo más que tales, y de que ja-
más el cuerpo electoral pueda estar integrado por ciudadanos políti-
camente esclarecidos que depositan su voto después de madura refle-
xión sobre los problemas del Estado. Y quizás no haya mucha dife-
rencia entre venderlo por dinero, vino o promesas, regalarlo por
lealtad o simpatía personal, o depositarlo bajo los estímulos no me-
nos alcohólicos de una propaganda que capitaliza nuestras aprensio-
nes o nuestros apenas adormecidos terrores infantiles. Pero de lo que,
en cambio, no cabe duda alguna es del valor que la democracia reali-
za al vincular a cada ser humano la dignidad de dueño de su propia
decisión y reconocerle la posibilidad de actuar racionalmente; es de-
cir, de vencer el tirón de aquellos motivos. En otras palabras: lo que
resulta indudable en la democracia es su profundo sentido moral, y
hasta podría decirse: cristiano, por cuanto atribuye al individuo la li-
bertad de su fuero interno, y la perspectiva siempre abierta de afir-
marse libre; de salvarse.
Ardides de la propaganda 

Particular alarma suscita el advertir la cooperación estrecha que se


ha establecido entre los hombres de ciencia y las agencias publicita-
rias. Como escribía un colaborador de The Nation:

En el pasado los científicos sociales prestaban atención a las


pautas irracionales de la conducta humana porque deseaban loca-
lizar sus orígenes sociales y de este modo estar en condiciones de
sugerir cambios que tengan por resultado una conducta más racio-
nal. Ahora estudian la irracionalidad —y otros aspectos de la con-
ducta humana— con el fin de reunir datos que los vendedores
puedan usar para manipular al consumidor.

Topamos aquí con el problema, mucho más amplio, de la respon-


sabilidad del hombre de ciencia por las consecuencias sociales de sus
descubrimientos, cuyas aplicaciones pueden ser, y son con frecuencia,
aterradoras, tal como se ha puesto muy de relieve con el caso de las
nuevas armas atómicas. Los escrúpulos de conciencia que algunos espe-
cialistas han exteriorizado al propósito, y su deseo de actuar un poco
a la manera de ángeles guardianes del género humano, son un tanto
fútiles, aunque de una futilidad conmovedora: representan la faz
positiva del mito, grato un día y siempre al melodrama del sabio
malvado o loco, cuyos poderes siniestros —en los cuales ha de verse
una nueva y modernizada versión de los diabólicos —tienen aterrori-
zado al mundo por un momento. Quizá no está en su mano ejercer
las maldades que el melodrama supone; pero, a la inversa, tampoco
lo que puede hacer el hombre de ciencia para usar ésta, con buenas
intenciones, por propia iniciativa. La frecuente ingenuidad política
de los especialistas, que están sumidos hasta el cogote en sus trabajos
de gabinete y de laboratorio, puede engañarlos a ellos mismos, como
al vulgo, acerca de sus enormes potencialidades en cuanto se refiere a
la aplicación social, buena o mala, de sus conocimientos y descubri-
mientos... He aquí otro tema que nos llevaría demasiado lejos si hu-
biéramos de discutirlo a fondo; quédese para mejor oportunidad.
Y ahora, precipitadamente, adelantemos para concluir la apreciación
de que esos mismos hombres de ciencia cuyo fracaso sería casi inevitable
si quisieran usar con independencia y a su manera los recursos tecno-
lógicos vinculados a su saber, pueden usar con eficacia no pequeña el
poder social —prestigio es su nombre— que ese mismo saber les
confiere para influir sobre el conjunto de la sociedad y contribuir de
 Ensayos políticos

ese modo, por vía indirecta, a que los efectos negativos o amenaza-
dores de un proceso casi inevitable se eludan, acentuándose los po-
sitivos.
Es lo que han hecho con ciertas declaraciones y públicas adver-
tencias algunos físicos atómicos, y es lo que hace, en su calidad de
científico social, el Sr. Vance Packard con su libro sobre los ocultos
persuasores, donde escribe al acercarse al final:

Todavía tenemos una fuerte defensa a nuestra disposición con-


tra ellos: podemos escoger el no dejarnos persuadir... No podrá
manipulársenos demasiado seriamente si sabemos lo que está pa-
sando. Espero que este libro contribuya a crear esta conciencia ge-
neral.

En efecto, cuando se apela a la racionalidad del ser humano, y se


habla a su libertad, puede bien convertirse en más profundo conoci-
miento de nuestras debilidades y, por eso, en un medio de superarlas,
aquello que estaba ordenado para explotarlas y someternos.

También podría gustarte