Está en la página 1de 72

TRCAHUE ROJO

VílUo de l
OOLECCI

JORCE RUEDUNGEB VERA

Ilustraciones de Coasuclo Morcoo

i
1i

\
J
Cauaihito de 'Lima''
Jorge Ruedlinger Vera

Edición y diseño: equipo Edebé Chile


Ilustraciones: Consuelo Moreno

© Jorge Ruedlinger Vera


© 2012 by Editorial Don Bosco S A .

Registro de Propiedad Intelectual N° 223.396 s


I.S.B.N.: 978-956-18-0835-5 •

Editorial Don Bosco SA .


General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl

Primera edición, diciembre de 2012

Impreso en Chile
Salesianos Impresores SJL
General Gaña 1486, Santiago de Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser


reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos,
electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por
escrito del editor.
J orge R uedlinger V era

Ilustraciones de Consuelo Moreno


'iI
índice

1 Penas de am o r..................................................... 7
2 El p la n ................................................................... 19
3 Buenas y malas noticias ................................... 31
4 Palabra de gato; palabra de perro ................ 41
5 Caminito de L u n a............................................. 53
Epílogo............................................;.....................- 69

5
i
1. Penas dé
amor

on sus cuatro patas, el perro R aulí recorre

C cada m añana el mismo camino en Valdi­


via, desde la casa hasta la librería con su
amo Arturo. Cam inan por la calle Lagos y doblan
a la derecha frente al Torreón de Los Canelos,
tuercen luego a la izquierda frente a la iglesia
San Francisco y se van por la calle Pérez Rosales
hasta la Plaza de la República, que atraviesan en
diagonal para tomar la calle Picarte hasta la libre-
ría. Allí, cuando Arturo abre la puerta, Raulí es el
primero en entrar después de lim piarse las patas
en el felpudo, para inspeccionar que todo esté
bien, olfateando por aquí y por allá, recorriendo
cada rincón.
Con sus dos orejas Raulí también oye: “Vuelve
a casa”, cada mañana. Entonces hace el trayecto
contrario, a paso lento, observando y atento a todo
lo que puede haber de nuevo en su barrio.
Pero Raulí no sólo tiene patas y orejas. Aunque es
un perro grande y valiente también tiene temores,

7
y ese amanecer estaba muy preocupado por su amo
Arturo.
Por eso aquel día de sol y enero se desvió en
su regreso a casa y se fue por Caupolicán hasta la
costanera Arturo Prat en busca de su amigo Bon­
go, perro labrador, grande como él, pero algo más
viejo. En su viaje recibió el saludo de varios niños.
Uno le acarició el lomo al pasar, y dijo a los otros,
“Raulí es m i amigo”. El perro siempre recibía de
buen grado el saludo de los niños, con suaves mo­
vimientos de cola, sin detenerse, menos ahora que
tenía una misión.
Raulí es un perro mestizo grande, de aspecto
fuerte y noble, aunque bastante serio. Bongo im ­
pone respeto, por su porte, pero es más dócil, más
sumiso. Muchos se han preguntado cómo son tan
amigos, siendo tan grandes y de distintos barrios.
Alguna vez al propio Raulí le extrañó tal afinidad.
—Nosotros no peleamos y nunca vamos a pelear
—le explicó Bongo— , porque somos perros inte­
ligentes. Para que dos perros peleen, al menos uno
de ellos ha de ser tonto.
Aquella mañana, Bongo había salido temprano
a la calle después de una noche de buen dormir,
y estaba tendido en su lugar favorito, junto a la
gran ancla de los navegantes del mundo, entre la
calle y la vereda que bordean el río. Dos lanchas se

8
1" ! ¡| ! ¡

í i I ■: i; ; : ¡I ¡: |
I r -■■■.
: f ' '■
cruzaron frente a ello£ y se s aludárbn con pitazos;
; tres botes de remeros prácti cgban río arriba, con
i. golpes de remos rítmicos y ^dgdjrqs(i)s. En el aire y
en la brisa de un día de sol, las gaviotas se hacían
oír contra un cielo ajzul con <:úmulos de un blanco
N L i| i. j
i : perfecto. ; : M !n ¡ j ó
| — Estoy de buen humor, me parece que tú no
. 'i i¡ / ; - ! i
l
i —Bongo miró a R aúlí con rLtencipnj!
—No. Estoy preocupado, cádaivez más. Es por
mi amo, Bongo. ; M; ::•i 1l ¡ . :: ' i : : r
:¡ ¡ ¡ r i: i . '- ;
— Cuéntame.
—Mira: ¿te acuerdas de Limón, el perro amarillo
dula calle del puerjté?j ¡-!j : j! h j, ; I 1
— Sí, cómo no. Un viejo amigo, sentí mucho
cuando supe que hgjbíái ijnhérió» |'¡ j¡ j, i
§ §§-¿Y te acuerdas jle qué; anjtes de 'morir anduvo
triste muchos días, ho| jugaba,j no ladraba?
— Sí. Ahora que;l(? dice¿ parecía enfermo.
—Bueno — Raulí suspiró— . M i amo anda igual.
— No querrás qúé ¡ladre, no Córresponde.
— Bongo... —le reprochó Raulí, sacudiéndole
la cabeza con una de sus grandés patas— . Lo que
te digo es serio, amigó;.
— Cuéntame más.:
— Lo veo triste, m uy silencioso, como si tuviera
una gran pena. No sale como 'antes a reunirse con
sus amigos. No me lleva al cármnito del parque.

10
Toca la guitarra, sí, pero no como antes. Me pre­
ocupa, Bongo, me preocupa mucho, y de verdad.
— ¿Has pensado en hablar con M artita? Ella
puede aconsejarte.
— ¿Martita? No. No lo había pensado. ¿Crees tú?
— Sí, amigo — enfatizó Bongo.
Siendo las tortugas griegas animales m uy lon­
gevos y M artita la más vieja de las pocas tortugas
que había en Valdivia, era considerada uno de los
animales más antiguos de la ciudad. Los niños de la
escuela cercana a su casa decían que siempre andaba
en la punta de los pies porque cuando aprendió a
caminar la Tierra todavía no se enfriaba.
M artita era la querida mascota de don Braulio y
doña Amelia, un matrimonio de profesores jubila­
dos de la calle Beauchef, donde con frecuencia iba
Arturo con Raulí en las tardes largas de sábado. La
tortuga había llegado a Valdivia dos lustros atrás,
desde Santiago, en tren, y en una caja de zapatos,
cuando Matías, hijo de los viejos profesores, se la
encargó a sus padres. No tenía con quien dejarla,
y temió que el clima de Valdivia le hiciera daño.
No fue así. A llí la conoció Raulí, siendo apenas un
cachorro de meses que giraba tratando de morderse
la cola. !
En esas largas visitajs a los profesores, y mientras
Arturo, su amo, conversaba con don Braulio y doña

11
Amelia, R aulí dorm itaba bajo algún árbol del
patio. Desde allí veía el lento pasar de la tortugá,
para un lado y otro. Raulí la recordaba siempre
caminando, como si descubriese en cada vuelta algo
nuevo en el patio de frutales mil veces recorrido.
Los perros sabían que M artita entendía el len­
guaje de los hombres, y se decía que de sus amos,
él, profesor de historia y ella, profesora de ciencias
naturales, había aprendido mucho del mundo y la
naturaleza.
Siempre era agradable con Raulí, y lo saludaba
con cariño. “Bienvenido, perrito de noble madera”,
le decía, aludiendo a su nombre. Otras veces lo
despertaba tocando con suavidad una de sus patas.
“Lindo perrito, a comer”, y entonces él sabía que a
la salida de la cocina doña Amelia le había dejado
un delicioso hueso. “Gracias, amiga”, le respondía
Raulí, y se preguntaba si aceptaría que otro animal
le dijera perrito, pero viniendo de ella la palabra
sonaba con cariñoso respeto. M ientras roía su
hueso bajo un ciruelo o un albaricoque, M artita
volvía a pasar. “Buena trilla, perrito”, murmuraba,
y continuaba su incesante andar, que sólo detenía
cuando algún ave se acercaba y conversaba con ella
largo rato.
Sí, sería bueno hablar con M artita. R aulí se
levantó con prisa.

12
—Voy a verla, Bongo. Gracias, amigo.
—M artita sabe — aseguró Bongo.
La casa de don Braulio estaba a varias cuadras.
Raulí trotó por la costanera río arriba y frente al
terminal de buses torció hacia la parte alta y antigua
de Valdivia. Al llegar a destino, se apegó al cerco
del viejo maestro y de allí la llamó.
— Buenos días, amigo perrito, vienes solo y
preocupado — le dijo la tortuga.
— Sí, M artita. ¿Podemos conversar?
—-Todo el tiempo que quieras.
A la sombra de un manzano Raulí le contó a
M artita de sus temores por su amo. La tortuga
asentía con suaves movimientos de cabeza, sin
interrumpirlo.
—No sé si tiene una gran tristeza o a lo mejor
se puso viejo -— concluyó el perro.
— ¿Viejo? No, perrito, no. M i amo sí es viejo,
pero no el tuyo. Apenas se podría hablar de un
hombre maduro, como dicen los humanos. ¿Me
decías que algunas canciones lo ponen triste?
— Sí, M artita. H ay una canción que él siempre
entonaba delante de sus amigos o cuando estábamos
solos. Siempre que la terminaba se quedaba largo
rato en silencio con la cabeza apoyada en la guita­
rra. No sé si podrás entenderme, pero parecía estar
en otra parte. Muchas veces pasó lo mismo, pero lo

13
peor fue hace algunas noches. Fueron sus amigos
a la casa y después de comer, uno tras otro fueron
cantando canciones bajo la Luna valdiviana. Estaban
alegres. Cuando mi amo tomó la guitarra comenzó
con rasgueos de otras melodías, pero sus amigos lo
interrumpieron, parecían reclamarle aquella can­
ción. M i amo suspiró, afinó la guitarra y comenzó
a cantarla. ¡Fue terrible, Martita! Comenzó bien, tú
sabes que canta bonito y sentido, pero de pronto su
voz se quebró 7 no pudo continuar. Se quedó callado,
mientras los amigos parecían querer consolarlo. Allí
se acabó la música y luego todos se fueron — Raulí
suspiró— . No entiendo el lenguaje de los hombres,
amiga, pero sé que era pena lo que tenía.
— La pena no tiene idioma, Raulí, es pena no
más. Te lo puedo asegurar yo que sí entiendo el
lenguaje de los hombres. ¿Qué canción era esa, la
puedes entonar?
Raulí miró para todos lados y luego para arri­
ba, se avergonzaba de que aun las aves pudieran
verlo ensayando un canto. Cuando estuvo seguro
comenzó a aullar suavemente la melodía. Bastaron
sólo unas pocas notas:
— Esa canción es Camino de Luna— dij o Martita.
-—¿La conoces?
:—¡Cómo no! Es una preciosa canción que canta
un viajero que viene en su barca de Corral a Valdivia

14
— entonces Martita comenzó a recitar— : De Corral
voy a Valdivia /mientras se duerme la tarde...
— Pero cántala.
— No, no, yo jamás canto — M artita agachó la
cabeza hasta tocar el suelo y negó repetidamente,
lo que en una tortuga equivale a ruborizarse— .
Las tortugas conocemos las letras, pero no sabemos
cantar.
—íY cómo sigue la canción? — preguntó Raulí,
que pareció divertido por los gestos de su amiga.
Y M a rtita siguió con la letra h asta la estrofa
fin al del estrib illo : la n och e canta con m igo /y
y o ca n to con e l alm a.
El perro la miró, apenado:
— El ya no puede cantar esa canción, M artita.
Se quedó sin alegría. Tengo miedo, amiga, tengo
miedo de que se muera de pena igual que el Limón.
— Pero los limones...
— No, era un perro que se llamaba así, un viejo
amigo que se murió tieso de todas las patas.
— ¡Oh!
R aulí suspiró:
— M i amo tampoco me lleva al caminito, donde
siempre solíamos pasear.
M artita lo miró, pensativa.
— ¿Qué caminito, Raulí, el del Jardín Botánico
de la universidad?

15
— No sé. Es para allá, en la isla, cruzando el
puente grande — el perro señaló hacia la isla
Teja.
— Ven, perrito. Quiero mostrarte algo, pero
tendrás que saltar el cerco.
Con un ágil salto Raulí llegó al patio. Caminó
con M artita hasta la pared sur de la casa, bajo las
enredaderas.
— M ira allí, Raulí, ¿ves el calendario?
— ¿El qué?
— El calendario. Lo usan los humanos para saber
en qué día viven. Este es viejo, pero mis amos lo
dejaron allí, a m i altura, para que 70 viera la foto
que tiene. ¿La ves? ¿Ves los árboles 7 el sendero?
— Sí.
—-¿Es el caminito del que hablabas, donde ibas
con tu amo?
—-Sí, M artita.
— Ese es el Caminito de Luna.
-—Pero tú dijiste que la canción...
— La canción es Camino d e Luna ., perrito, 7 se
refiere al río Valdivia 7 al río Calle-Calle, pero el
Caminito de Luna es ese sendero en el parque, que
va desde el laboratorio de los forestales hasta el río
Cau-Cau. Los enamorados lo llamaron así, seguro
pensando en la canción.
M artita comenzó a dar vueltas en círculo.

16
— Comienzo a entender lo que pasa con tu amo,
Raulí, muchas veces lo vi allí, hace tantos años, y
no andaba solo.
— ¿Conoces ese lugar?
— ¡Oh, sí, sí! Con mis amos siempre caminamos
por allí, sólo que ahora no vamos tan a menudo
— sonrió— . Están algo viejitos y les cuesta llevar­
me. Es gracioso ir con mi amo para allá, porque
va saludando los árboles. “Hola alerce, tú siempre
tan serio”, le dice; “hola ciprés, tú siempre tan ver­
de”, agrega después; saluda a los álamos diciendo:
“¿ustedes siguen en su asamblea?”; levanta la mano
y le dice al pelú: “¿cuándo te vestirás de amarillo,
amigo?”, en fin. Saluda al peumo, a los arrayanes,
al copo de nieve, al tulipero, a la pataguay al no tro.
— M i amo, M artita, tiene una de esas cosas que
tú llamas fotos. En las noches, antes de acostarse,
la mira largo rato, con pena.
— ¿Qué aparece en la foto, una mujer?
— Sí, una mujer.
Entonces, a través del cerco, M artita vio pasar
a dos muchachas de unos dieciséis años, que con­
versaban y reían.
— ¡Míralas, Raulí!, ¿ves a la niña más alta, la que
lleva una mochila a la espalda?
— Sí, M artita.
— ¿Se parece a la imagen de la foto que tú decías?

17
r^ S í, M artita, eS;mu7 paieci!da* jr -
—Ahora espera, perrito, déjame' pensar.
M artita siguió daniio vuelta^ d.^ pronto se de­
tenía 7 retrocedía hasta dar una vuelta completa o
más. I !! ;i j| : j, j '! 'j i
— Es para retomar ialgupasl id^ás, -comentaba
mu7 sena. |;
— Sí, eso es, — dijo ¿jé-prphtb'|7 !sé detuvo. En-
tplíces conclu7Ó sqsj cayiladiohésji^r fomentó, con
dertizá milenaria: i. J| !j i: ¡, ! 1 1 I
,.4¡§§f- m ;¡ i ¡i ¡ :|:¡ ¡¡ !; j
— Lo que tiene doh ^rtqro es un mal de amor.
No ha podido olvidarl a la mujer que amó hace
muchos años. Y te puedo! decir también que ella es
una linda mujer j la conozco: Se íltyma Inés.
2. El plan

unque no lo creas, Raulíy1 conocí a tu


amo hace un largo tiempo, o muchos
años según la medida de los hombres.
Desde luego, mucho antes de que tú nacieras. Enton­
ces, mis amos aún eran profesores del liceo, sí — Mar-
tita suspiró 7 cerró los ojos, recordando—-. Siempre
venían a consultarle cosas de colegio a su maestro.
Cuando mi amo no los podía ver, ellos aprovechaban
para tomarse las manos y besarse a escondidas.
M artita miró la mesa bajo las enredaderas.
—-La ventaja de caminar despacio, amigo Raulí,
es que todo se ve mejor. Después dejé de verlos tan a
menudo, aunque sí los encontramos varias veces en
el Caminito de Luna, en el parque de la universidad,
donde siguieron estudiando. Luego no supe más
hasta cuando apareció de nuevo en Valdivia tu amo
Arturo, convertido en don Arturo, cuando volvió
para hacerse cargo de jla librería, al fallecer su padre.
A la hermosa Inés no He vuelto a verla. Siempre pensé
que vivirían juntos, pero vemos que no fue así.

19
.— ¿Y por qué no fue así, Martita?-
— ¿Quién sabe? Cosas del amor dirían los hu­
manos. Eran buenos conmigo — suspiró— . Inés
nunca olvidaba traerme hojas de llantén y diente
de león. Yo sólo podía devolverle el cariño mor­
diendo sus zapatos y haciéndola reír. ¡Qué risa tan
linda! Cuando la recuerdo pido siempre a la Luna
valdiviana que la proteja y la haga feliz, esté donde
esté. La Luna es buena.
Y tú también, pensó Raulí. Pero luego se con­
centró en el lado práctico de las cosas:
— ¿Sabes dónde está ella ahora? —preguntó.
-—No sé, R aulí. No sé qué fue de ella. Sólo re­
cuerdo que su fam ilia no era de aquí, sino de una
ciudad cercana. Por sus estudios Inés vivía acá en
casa de una tía.
Se quedaron mudos largo rato, como siempre
ocurre con quienes recuerdan a alguien cuyo des­
tino no fue lo bueno que esperaban.
— Dime, perrito ¿conoces a la paloma Carlota?
—preguntó M artita de pronto.
— No.
-—Carlota es un personaje — rió M arti ta— .
Nada le divierte más que saber la vida de medio
mundo; si alguien puede averiguar sobre Inesita,
es ella. ¡Cañi! — gritó.
Un gorrión saltarín llegó hasta ellos:

20
. <— Dime, M artita. ,
— ¿Conoces a la paloma Carlota?
— Sí, es mi amiga, pero habla tanto.
— ¿Le puedes decir que venga, ahora?
-—¡En menos que parta un rayo, porque cama­
rón que se duerme, cuchillo de palo! — gritó el
gorrión, y alzó el vuelo.
— ¿Qué fue lo que dijo? — preguntó Raulí.
— Dijo “en menos que parta un rayo”, que­
riendo decir “en menos que canta un gallo”. A
los gorriones les gustan los dichos — sonrió M ar-
tita— . Pero los confundió y los mezcló.
—Aaah.
No tuvieron que esperar m ucho hasta que
C añi volviera con C arlo ta, una palom a blanca
y movediza, de cabeza gris con b rillos m etá­
licos.
-^-¡Ante ustedes: Car-lo-ta! — gritó esta— . Pa­
lomita misionera y mensajera, su servidora, ¡hola,
Martita!
La tortuga presentó a Raulí y conversó larga­
mente de su problema.
No. Carlota no sabía de Inés, pero era amiga
de un viejo loro choroy llamado Loro Lara, de la
calle Arauco, cercana al liceo, que pudo haberla
conocido (el loro se llamaba así porque vivía en
casa de la familia Lara).

22
£~ Sí. A la paloma le gustaban las misiones difí­
ciles, y podía ser que alguna paloma más vieja le
ayudara en la búsqueda.
Carlota comenzó la campaña de inmediato y
tuvo noticias a la tarde siguiente. Loro Lara se
acordaba de Inés, pues ella siempre le daba trocitos
de fruta en su ventana, aunque lo castigaba cuando,
decía muchas insolencias. No había vuelto averia;
sí sabía que a la vuelta de su esquina vivía la tía
Ramona, donde vivió Inés, explicó Carlota. La
buena señora usa sombrero para al ir de compras
y vive acompañada de un conejo blanco llamado
Abril, agregó Loro Lara.
—Amigas palomas de la vecindad me han dicho
que es un conejo bastante raro, poco hablador y
m uy serio, aunque respetuoso, algo presuntuoso y
que se las da de sabio — dijo Carlota.
— ¿Es de orejas grises? — preguntó M artita.
— Sí. Es blanco y de orejas grises.
— Eso es bueno, porque hay conejos de orejas
grises que también entienden el lenguaje de los
hombres. ¿Cuándo podrás hablar con él?
— Sale al patio al mediodía. Iré con Loro Lara.
R aulí puede acompañarme y escuchar a través del
cerco.
Así lo hicieron. Abril era un conejo bastante se­
rio, en verdad, pero aquel día se mostró dispuesto

23
jUíül
a conversar. Carlota le explicó que deseaban saber
de Inés o Inesita, a la cual su ama conocía, y le
preguntó si entendía a los humanos.
— Los conejos como yo — recalcó el yo— no
sólo entendemos lo que dicen los hombres, ade­
más somos inventores de palabras — los animales
lo miraron sorprendidos— Sí, así es; cuál más,
cuál menos, todos somos palabreros. Por ejemplo,
¿saben cómo se llama esa cosa grande y luminosa
que nos da luz y calor desde el cielo?
— Claro que sí: Sol — contestó Raulí, desde la
vereda.
— No, amigo. Se llamaba Sol; ahora se llama
Redondta , porque es redondo y hace de la noche
día — el conejo los miró a todos, solemne y orgu­
lloso— . Esa palabra la inventé yo, el conejo Abril,
pensador y palabrero — agregó sin ninguna modes­
tia. Les ruego atiendan mis palabras como las de un
innovador, un aventurero del lenguaje cuya utilidad
es evidente, porque profundiza en los misterios de
las cosas para bien nombrarlas.
Los animales estaban atónitos. Raulí comenzó a
rascarse el hocico, cosa que siempre hacía cuando
le bajaba furia. Más paciente, Carlota insistió en
lo que buscaban.
— Esperen — dijo Abril, y se quedó quieto y
pensativo un largo rato— . Sí, he oído el nombre

25
Inejsita a veces, cuando, mi ama .coge ese objeto
insomne, tan chillóá, oue! llaman teléfono. Pro-
meto poner ateñciónjlá próxima vez y les avisaré.
Me cayeron bien ustedes. No jplyiden la palabra
Redondía. Adiós. ¡I :: ¡¡ ; !|
Y se marchó a pequeños y ¡pomposos saltos,
hasta la casa. ' ¡ j; ¡ , ]j h ¡¡ ¡ 1
—Me gustaría veirlb comiendo^ zanahorias — co­
mentó Raulí, al régijesp;. !
— ¿Por qué? . ' !; [, ; j " !¡ i| |
— Porque entonces ¡estaría callado.
— Es un pensador, Raulí. iM j¡¡
— ¿Pensador? ¡Ese orejudo es ¡uin charlatán, un
chamullento, Carlota! Mjartitasií ésiúna pensadora.
Pasaron largos días hasta que Abril les mandó
decir con Loro Lara que tenía noticias. Estaba
por ocultarse el Sol cuando Raulí, C arlota y el
loro llegaron
: a la :casa
!| i; ¡Ide: tía
i ; Ramona.
•; ij j; A bril esta-
ba sobre un montículo,; eri la pá¿te más alta del
patio, mirando el cíepusculo poijí actitud de pena
y abatimiento.
-—Lástima que ¡tan tarde j— les dijo— ,
porque siempre los atardeceres ¡me ponen triste. A
otras horas soy más alegre, ¡amigos. Lo siento de
verdad. j 1 j ¡; j, !¡ 'i || jj
¿Con qué disparate va a salir ahora este orejudo?,
pensó Raulí, impapiepte i perp|GáWóta tuvo en
mienta la profunda y sincera pena que demostraba
el conejo.
— ¿Qué te apena tanto? — le preguntó.
— Es que va a morir el día, y entonces pienso
en Neuquén.
— ¿Neuquén?
— Sí. Yo habría querido llamarme Neuquén.
— ¿Qué es Neuquén? -— consultó Loro Lara.
— Una gran ciudad que queda al otro lado de la
cordillera, M artita me contó — dijo Carlota.
—No me vas a decir que este conejo la cono-
ce murmuró el perro, enojado— . Apenas sabe
donde tiene pegadas las orejas.
El conejo seguía ensimismado. Volvió a m irar el
atardecer por un largo rato, y luego explicó:
— Nunca podrán entenderlo. Es muy triste todo
esto y se los voy a explicar —suspiró profundamen­
te— . Lo que pasa es que como las puestas de Redon­
día (que ustedes llaman Sol) me ponen triste, me
gusta mirarlas así, con mis patas de atrás para arriba.
(Abril se puso en posición invertida) Entonces ya no
estoy triste, porque pienso que está amaneciendo.
Pero lo terrible es que así no soy Abril. Como estoy
al revés, paso a llamarme Lirba — el conejo volvió
a su posición— . Si mé llamara Neuquén daría lo
mismo, porque al derecho o al revés seguiría siendo
yo, o sea, seguiría siendo Neuquén. ¡Oh!

27
Carlota lo pensó y luego dijo con énfasis:
— ¡Tiene razón! Neuquén es igual al derecho o
al revés. M artita también me contó eso.
Raulí llamó a Carlota y le murmuró:
— ¿Me dejas que salte el cerco, agarre a este
conejo de las orejas y lo tire encim a del techo?
¡Por favor, déjam e, Carlota! Me da lo mismo
que caiga al derecho o al revés— dijo R aulí in­
dignado.
— ¡Tranquilo, R aulí, tranquilo! Ustedes los
perros son tan terriblem ente prácticos. Debes
entender que hay otros seres que ven otras cosas,
que sienten distinto; soñadores y pensadores como
Abril. ¡Lo encuentro tan tierno!
— ¡Así que él es tierno y yo soy práctico! Mira: lo
único tierno que ha hecho este rufián con orejas ha
sido ponerse ai revés, ¿para eso vinimos? — comen­
zó a rascarse el hocico con furia— . ¿Qué mundo
es este, Carlota? Yo quiero saber donde está Inesita
y todavía...
Entonces el loro llamó a Carlota y a Raulí y les
dijo a todos.
— ¿Verdad, amigos, que para nosotros él nunca
más será Abril? Te llamaremos siempre Neuquén,
amigo conejo.
— ¿Lo harán por mí? —Abril los miró, esperan­
zado.

29
; —^Así es, Neuquén — dijo Carlota y miró a
Raulí.
—Yo sólo quiero decirle que es un ... — gruñó
el perro.
— ¡Raulí, Raulito! — alertó Carlota.
—Yo sólo quiero decirle que es un amigo al cual *
llamaré Neuquén — dijo el perro, contrariado— .
Pero me gustaría saber a qué vinimos.
— ¡Ah, verdad! — dijo el conejo, y ante la sorpre­
sa de todos, no anduvo con rodeos 7 les dio la más
breve 7 buena noticia que hubieran podido esperar:
— Inés vive en Temuco — dijo.
El conejo siguió mirando el atardecer, respiró
profundo 7 agregó:
— Pero eso no es todo, hay algo más: M i ama va
para allá en auto, a visitarla.
Carlota conocía el auto, un P eugeot verde. El
conejo agregó:
— Saldrá mañana, al mediodía, cuando Redondía
esté justo sobre Valdivia.

30
3. Buenas y malas
noticias

erá bueno ver a Inés ahora mismo

S — dijo M artita— . Ha pasado m u­


cho tiempo; ella puede estar casada
y tener una fam ilia, ¿comprendes, Raulí? En ese
caso, todo nuestro intento llegará hasta allí. Igual
debemos alegrarnos por una personita linda y
buena como ella.
— ¡Pero no puede estar casada con otro! ¿Cómo
iba a encontrar un hombre mejor que m i amo?
Bueno para cantar, bueno con los niños y con
los animales. No hay otro como él, aunque no es
bueno para cocinar se lamentó.
— ¿Y quién ya para allá? ¡Yo voy, yo voy! Palomita
Carlota, misionera y mensajera, su servidora.
— ¿Conoces Temuco, o sabes hacia dónde queda?
—Voy con Carmela.
— ¿Carmela?
— Sí, una amiga Paloma. Ella era de Temuco.
— ¡No me digas!

31
v-^r— Sí, Martita. Se vino hace tiempo siguiendo a
dos hermanos, un niño y una niña con los cuales
estaba encariñada. Cuando esa familia se trasladó
a Valdivia, ella los siguió. Los niños han crecido,
pero no la han olvidado y siempre le llevan pan y
granos. Ahí comemos todas — rió.
— Creo que ubico a Carm ela, ¿no es una pa­
lom a que a veces se para en una pata? — terció
Raulí.
—Ella es. A veces añora Temuco y sus amistades
de allá, le baja la nostalgia, entonces se para en una
p atay canta una canción m uy bonita que dice Junto
a los copihues / d el cerro N ielolJ una mañanita /m e
juraste am or . .. También canta muy linda esa canción
del camino de Luna.
■—¿Parada en una pata?
— Sí, M artita. Dice que así se concentra mejor.
Raulí sacudió la cabeza, disgustado. ¡Qué ani­
males más chiflados!, pensó.
— Dime una cosa, Carlota, ¿cómo se vino Car­
mela a Valdivia?
— Se coló en el camión de la mudanza, M artita.
M i amiga es aventurera.
La tortuga comenzó a retroceder para mejor
pensar.
— Eso me da una idea, amiga. M e da una bue­
na idea. M iren — indicó al norte, al otro lado

32
del enorme río— : de la gran industria que hay al
frente, donde está la chimenea, todas las mañanas
salen camiones al norte con su carga de tableros de
madera. Allí pueden viajar ustedes sin cansarse y lo
más importante, sin peligro. Fuera de las ciudades
hay águilas y peucos, y deben tener cuidado. Al
entrar a Temuco, esperarán hasta que vean el auto
de doña Ramona, y entonces deben seguirla.
Al amanecer siguiente, las viajeras emprendieron
rumbo al norte y todo salió según lo pensado, al
menos en cuanto al viaje. Para el retorno, se posa­
ron sobre otro camión con destino al sur y llegaron
de vuelta al atardecer. Raulí y Bongo habían estado
paseándose por horas frente a la casa de Martita,
esperándolas.
Después de contar lo del viaje en camiones,
Carlota se puso seria.
— Buenas y malas noticias, amigos — dijo.
— ¿Cómo así?
— ¡La encontramos en Temuco! Vive en un edi­
ficio grande, en un... ¿cómo se llama?
— ¿Departamento? — dijo M artita.
— ¡Sí, eso! Vive en un departamento que parece
m uy chico. No hay otros humanos con ella. Estaba
esperando a la tía Ramona en la entrada y ella la
saludó con mucho cariño. Después volamos de
ventana en ventana con un montón de amigas de

33
i
•I

1; I ! I'
Carmela, rodeando el ediñcíp Rusta que las vim os'
entrar al suyo. ¿Saben, amigos? Es linda Inés, de
verdad. Tiene el pelo muy negro, su risa es cantarína
.. y '! ■: i 7 ', : D I ¡ ¡
y sus modos calidades. !¡ !; |¡ ¡ |
—De todas formas lo; ¡que cuentas es muy bueno,
C arlota— dijo Martita., !| !j : h
— M e parece mu^foíefo ;rpuy bien — agregó
Raulí, y comenzó a Revolcarse! énj el sendero del
jardín— . Si pasa a ser mi será cariñosa con
un perro bueno cpmo yO. Me hará comida y me
hará cariño admiraíjidq mi porte altivo. Pasearemos
todos los días y lá protegeré de todo peligro.
-—No, Raulí, : aterriza SpQij:£áifor .—Carlota lo
miró, preocupadafoR. ^niñd|té|hé hablado de lo
otro, miren... ¡j i; ¡¡ : j ; !| || ¡: ¡, ;
Mostró un desgárre en su ala derecha, faltaban
allí varias plumas'.' ^ ■[ ; 'j :; !| |¡
— Tengo q u e; ópintaríes lo m uy malo, es algo
terrible — agregó— . ¡Inés tiene un ga-ga-to!
«-2¿U n qué? 1 ¡ i :!|M:V ! ' ; ! p !
— Un gato — intervino M¡artita-—. Es que Car­
lota tartamudea polque áós igáfoi laj asustan.
— ¡Un gato! No;, |po, ¡no, ;ppir j&yor! — Raulí gi­
mió ocultando la; cabeza ehtrdsui patas— . ¿Cómo
puede hacer eso?! Élla, uná lid 1da!;mujer, viviendo
|, || , '¡ ' i !| J

con un animal irjdi^no^—Llsé irguió y comenzó a


darse cabezazos cernirá
contra; él cercó. i !M!

34

; i!
— Cálmate, Raulí — dijo Martita.
— ¡No puedo! Todo iba tan bien, M artita. Mira:
ese apestoso pudo haber matado a nuestra amiga.
¿Qué pasó, Carlota?)
— H abía una venjtana abierta. De pronto doña
Ramona fue a buscar algo en su maleta. Entonces

35
se me ocurrió entrar^porque quería conocer bien
a Inés, porque son tantas las cosas que se saben de
una persona cuando te mira. Inés se sorprendió
cuando me vio posarme en el piso, tan cerca de
ella. Luego me miró con dulzura y entonces sentí
el zarpazo. Eso no tuvo nada de dulce, amigos.
El ga-ga-to vino por dfetrás, no sé dónde estaba.
Ella le gritó fuerte: ¡Baltasar!, reprochándole. No
supe nada más. Por suerte la ventana estaba cerca
—-Carlota y Carm ela temblaban al recordar los
hechos— . M uy linda la ciudad de Temuco, m uy
lindo el cerro N ielol y m uy bonita Inés, pero el
ga-ga-to lo echó todo a perder.
;—¡Gato piojento! El sí que va a tartamudear si
lo agarro y le saco la mu-mugre — masculló Raulí.
i:—Tranquilo, pensemos bien las cosas — repitió
M artita, y comenzó a pensar-corno siempre lo ha­
cía' caminando en círculos y retrocediendo para
retomar las ideas. Luego miró al perro— . ¿Sabes,
Raulí?, ese gato es clave para nosotros.
— ¿Qué es clave? — preguntó Bongo.
— Importante. Quiero decir que es importante
en nuestro plan.
Raulí gruñó con desprecio.
— ¡Importante un gato! ¡Vaya! Tráeme al gato cla­
ve para acá y m ira cómo lo dejo. ¡Importante, puaj!
La tortuga no se inmutó.

36
— Di lo que quieras, pero ese gato nos puede servir
de mucho. Necesitamos un contacto entre Inés y no­
sotros, alguien que le dé a entender lo que deseamos
para que ella haga lo que queremos, ¿comprenden?
Los animales quedaron en silencio. M artita tenía
razón.
— Es necesario hablar con ese gato, y pron­
to— continuó.
— ¿Quién va a querer hablar con un gato? ¿Yo?
¿Se imaginan? Ante mi solo nombre tiemblan los
animales de Valdivia, y ahora me verían hablando,
¡hablando!, con un gato. ¡Adiós mi honor de perro!,
sería el hazmerreír de la ciudad de los ríos. No.
—Te puedo asegurar que Baltasar no es cualquier
gato, Raulí. Es muy grande y feroz — dijo Carmela.
— H ay gatos que se las traen — agregó Bongo— .
Sin ir más lejos, recordemos el de la señora directora
de la escuela, que hace poco le dio una gran paliza
al perro de don Benedicto, el panadero.
— ¡Oh, sí! — festejó Raulí— , pero no pueden
compararme con él. Ese perro es tan flaco que hasta
las pulgas se le murieron de hambre.
M artita solo sacudió la cabeza, tratando de conte­
ner la risa. Si el lindo perrito deja de decir disparates,
yo podré seguir pensando, se dijo. Siguió con sus
andanzas de avance y retroceso por un buen rato.
De pronto murmuró:

37
¡La quebrada, del río Cruces, allí debe estar! Sí,
estamos en enero y allí debe estar—miró a Raulí— .
Tendrás que ir a ese lugar. A llí preguntarás por un
loro tricahue parlanchín llamado Porunpelo. Si no
lo encuentras, le dejas recado con otras aves. Si lo
encuentras se lo das. El mensaje es este: “M artita
saluda con especial cariño al lindo lorito y le dice
que venga a verla, porque ha llegado el momento”,
¿comprendes?
—M artita saluda con especial cariño al lindo
lorito y le dice que venga a verla, porque ha llegado
el momento —repitió varias veces Raulí, como un
rezo, pero se mostró sorprendido por lo que pedía
su amiga.
— Porunpelo es un hermoso tricahue que hace
varios años, siendo apenas un pichón, fue alcan­
zado por el disparo de un cazador — explicó la
tortuga— . M is amos lo encontraron en el campo
y lo trajeron acá, para sanarlo. La herida era grave
por lo que su recuperación fue difícil. M i amo
le puso ese nombre porque se salvó pór-un-pelo.
Siempre que viaja al sur pasa a verme y dice que
si tengo un problema lo llam e, que nunca nos ha
olvidado. Bien, el momento ha llegado.
— ¿En qué podrá ayudarnos?
— Es un ave inteligente y fuerte, pero no feroz.
M ientras convalecía de su herida, trabó amistad

38
(40n varios gatos de la vecindad que siempre me
visitan y respetan a mis amigos (tú sabes que
en m i patio no permito peleas ni camorristas).
Entonces, Porunpelo aprendió a tratar con los
gatos, ¿comprenden? Si acompaña a Carlota en
el próximo viaje, impondrá respeto con su pre­
sencia y aplicará su conocimiento de sicología
gatuna para conseguir que Baltasar colabore con
nosotros.
— Bien. El gato puede entender, sí, pero, ¿cómo
le hará saber a Inesita lo que queremos?
— jBien, perrito, ese es el punto! Sólo se me
ocurre una forma, Raulí: Baltasar deberá hacer
lo que los humanos llam an actuar, y lo hará
maullando de la manera más lastim era de que sea
capaz frente a una imagen que supongo debe ser
m uy querida para Inesita y que nuestros amigos
llevarán a Temuco.
— ¿Qué cosa?
Sin decir una palabra más, M artita los hizo
seguirla hasta la pared donde estaba el calen­
dario:
— Le llevarán esto: Lafo to d el Caminito de Luna
— dijo.

39
4. Palabra de gato;
palabra de perro

aulí y Bongo salieron al otro día tempra­

R no, a la quebrada del río. “Nadie te puede


acompañar mejor que yo, pues crecí en el
campo”, le dijo Bongo. La utilidad de su compañía
la demostró al poco rato de entrar en los bosques,
cuando cogió de la cola y lanzó lejos una culebra
roja que hizo dar un salto feroz a Raulí. Este tardó
mucho en reponerse del susto y del mal humor, por­
que su amigo no paraba de hacerle bromas. “Perrito
de ciudad”, le decía.
Avanzada la mañana encontraron una pareja de cisnes
de cuello negro que les indicaron más precisamente
dónde podrían encontrar los loros. Al mediodía
ubicaron otro loro tricahue que estremeció a gritos
la quebrada llamando a Porunpelo, que llegó un mo­
mento después. Era en verdad una hermosa y grande
ave. “Venimos de parte de Martita”, dijo Raulí.
—Ya sé, ya sé lo que ella les dijo: “M artita saluda
con especial cariño al lindo lorito...”

41
Los perros se miraron, primero; con sorpresa^
luego divertidos, ¡porqué Porunpélo había imitado
en forma perfecta; taiitojla yoz!dé M artita como su
gesto de mover sjjiávéménté laj; cabeza de un lado
al otro al hablar. El loro continuó:
— Y don Braulio dirá: “¿Cómo anda la vida,
Porunpélo amigo]! ali?” h—íp; dijo lechando atrás
la cabeza, en un jaidéii|iárii"jprjppijo| cj|el profesor—h
Y doña A m elia diráji cc¡Pobii|njpeJjo picaro,
picoteado las hojas de rriji ;gbm¡ero, te voy a Ha­
cer tán-tán!,” y al decir esto palmoteo las alas
y caminó igual qué doña! Amelia, rápido y con
■ i : ! ¡ :¡ !¡ : : ¡: : ! ‘ !¡ : ;
pasos cortos. j; !: | : ¡ ¡j j¡ ¡¡ ; i ;
Fueron tan perfectas aquellas imitaciones de los
gestos y las voces ijdejlps:viejos ¡profesores, que los
perros, lejos de considerarlas irrevefe: lentes, siguieron
revolcándose en siij jolporjo. Ld^gp Raulí completó
el mensaje y allí Ppruhpela se! j^uscj serio:
— Los deseos dd lyfaitjía sohj órdenes para este
loro. Para mí, esa tórtñgaiy siis amos son Valdivia
—y volvió a contarles lo; que habían hecho por él.
Al amanecer sigliiéqte,||Porunf>bi0’ Carmela y
Carlota salieron dé Valdivia después de conversar
con M artita. No hay pépbldñia en cuanto al viaje,
soy una viajera dd experiencia,1¡dijo la paloma, y se
fueron sobre la caiga «jlerjtfdigráh; cgmión. Llegaron
a Temuco poco después del:mediodía.
* Era un día de tenue brisa, algo caluroso, baj-oun
cielo despejado, que só'lo hacia el lado del volcán
Llaim a mostraba unas enormes y blanquísimas
nubes. Las aves volaron al departamento de Inés y
lo revisaron mirando por las ventanas. No había
señales de ella y tampoco del gato.
—-Inés no está y el ga-ga-to debe estar durmien­
do en alguna parte — aáeguró Carlota, con temor.
— ¡Eso lo arreglo yo! — dijo Porunpélo, y se posó
en la cornisa frente a la única ventana abierta.
Lo que vino entonces fue algo que las palomas
no se esperaban y que nunca -—¡nunca!— habrían
de olvidar:

bien tronó. Fue un grito de una estridencia desco­


munal, explosiva, el ruido más fuerte y agudo que
Carlota y Carmela hubieran oído jamás. Aunque
la cabeza les quedó zumbando, pudieron notar
cómo se sacudieron todos los vidrios cercanos y un
ruido de cristales rotos llegó desde el interior, en
donde algún objeto de vidrio o cristal fue incapaz
de resistir tamaña resonancia.
Baltasar, aterrorizado y luego enfurecido, asomó
tras un sillón.
— Baltasar, lindo garito, llena tu cara de risa y de
gozo tu corazón, hejrmoso minino, porque te lle­
garon visitas — dijo Porunpélo, fingiendo dulzura.

43
—-¡Cómo te atreves, pajarraco, esta es mi casa#
—rugió.
Mientras C arlota se preguntaba, incrédula, si
lo que hizo Porunpelo podía ser sicología gatuna,
gato y loro se miraron. Para cada uno de ellos, el
otro era el más grande ejemplar de su especie que
hubieran visto. Con los pelos erizados y el lomo
erguido, Baltasar se veía el doble de lo que era.
Porunpelo, a su vez, tenía un aspecto imponente
con sus plumas erizadas. Carlota y Carmela estaban
tan asustadas que hasta se les olvidó volar.
— ¡Andate, montón de plumas, fuera! — el gato
se acercó hasta un metro o menos del loro. No
saltó sobre él sólo por el peligro de caer al vacío.
Porunpelo levantó una pata y le mostró una garra:
—Venimos de Valdivia, en son de paz, Baltasar.
Tenemos que hablar contigo. -
El gato reparó entonces en Carlota, que tembla­
ba tras el vidrio:
— Te conozco, intrusa. Tú entraste el otro día
aquí y no te fue m uy bien.
Carlota no dijo nada simplemente porque tam ­
bién era incapaz de hablar.
—Venimos de Valdivia y tenemos que hablar
contigo, Baltasar — repitió Porunpelo— . ¿Te pa­
rece?
— ¡No, váyanse!

44
— ¡¡Noooooooooooooü — tronó de nuevo Po-
runpelo. El gato miró con espanto cómo el ruido
hizo balancear sobre la mesa un gran jarrón de cris­
tal, mientras el vidrio de un cuadro reventó en la
pared— . Si te niegas a conversar te lo voy a romper
todo a gritos. A ver cómo se lo explicas a tu ama —lo
miró, más conciliador— . Tranquilo, Baltasar, sólo
queremos pedirte un favor.
— ¡Vaya manera! — el gato miró de nuevo al ja ­
rrón, con temor. No quedaba duda de que llevaba
todas las de perder— . Está bien, los escucharé si
prometes que no volverás a gritar.
— Prometido.
— ¡Ahora hablen y después se largan! — gritó
el gato.
— Bien, te vamos a contar una hermosa historia
y vas a escuchar con atención, porque se trata de
hacer un bien a tu ama.
El loro comenzó a contarle quién era Arturo y el
sufrimiento que lo embargaba; la certeza que tenían
de que aquello era un mal de amor; que era posible
que Inés guardara el mismo sentimiento que los hizo
tan felices cuando paseaban por el Caminito de Luna.
—-¿Y ese señor vive en una casa con patio?
—preguntó Baltasar.
— Sí. Es un gran patio — aseguró Carlota, a la
cual le salió la voz por primera vez.

46
—Y tiene muchos árboles — agregó Carmela,
con débil voz.
— Los patios y los árboles me gustan y acá no
los tengo — se lamentó Baltasar, más interesado en
el tema— . ¿Vive solo?
Porunpelo titubeó. Se miraron con Carlota y
esta hizo un gesto de asentimiento:
— Hemos venido con la verdad y no te voy a
mentir, Baltasar: Arturo tiene un perro.
— ¡Oh, no, qué horror! — el gato hizo un gesto
de abandono definitivo— . Por lo que me han con­
tado de Arturo, parece ser un buen señor, ¿cómo
puede vivir con un animal indigno?
¡Ay! Eso ya lo he oído antes, pensó Carlota.
— Pero es un buen perro — dijo— . Ya ves que es
amigo nuestro y también lo es de la tortuga Martita,
del gorrión Cañi, del conejo...
— Pero es perro igual. Y tú, ¿qué tienes ahí?
— preguntó a Porunpelo, señalando la foto que el
loro sostenía en su garra.
Este desplegó la foto y se la mostró, contándole
del Cam inito de Luna y explicándole la idea de
M artita.
—Tendrás que ponerla en un lugar que ella vea y
maullar frente a la foto en la forma más angustiosa
y triste que puedas.
El gato sólo sacudió la cabeza:

47
— O sea que vinieron desde V aldivia, que
parece que está m uy lejos, para pedirm e que yo
haga de im bécil. No. Conmigo se equivocaron,
pajaritos.
El gato los miró con arrogante desprecio.
— E ntiende, Baltasar, por favor — imploró
C arlota— . Pensamos que es un problem a de
amor el que tiene Arturo, si tu am a comparte ese
sentim iento, será bueno reunirlos. Puede estar en
juego la felicidad de ellos. ¿No quieres a tu ama?
Baltasar no contestó, comenzó a rascarse el
cuello con indiferencia. Carlota tuvo una idea
repentina:
—Además, está esa canción que se llam a Ca­
m ino de Luna — dijo— . Carm ela: cántala, por
favor...
Como pudo, temblorosa y parada a duras penas
en iina pata y dejando abierto el ojo para el lado
del gato, C arm ela comenzó:
—-Junto a los co-copihues / d e-d el ce-cerro Nie-
l o i ..
C arlota la volvió a la realidad de un picotazo.
— ¡La otra canción, torpe!
— ¡Oh, sí, sí, pe-pe-rdón!
El gato sólo sacudió la cabeza mirando las aves.
Si habré conocido animales chiflados, pero estos
¡se pasaron!, pensó.

48
De nuevo a duras penas, y otra vez en una pata
y con un ojo abierto, la paloma cantora comenzó:
— D e-de Corral vo-voy a Valdivia 1 m i-m ientras
se duerm e la ta-tarde . .. ” y siguió con varias estro­
fas entre canto y arrullo. La interpretación fue
desastrosa, pero se distinguía bien la canción y al
menos consiguió que Baltasar la m irara, atento.
— Es la canción que pone más triste a Arturo
— explicó luego Carlota— . Parece que es la que
cantaban en esos tiempos cuando se amaron. Por
ella...
El gato les dio la cola y entró al departamento.
Se volvió sólo para decirles:
— Se acabó la reunión. Ya los escuché, ahora
váyanse.
Y se tendió en un sillón, ajeno a los viajeros y
a sus súplicas.
— No hay nada que hacer — dijo Porunpeio,
después de esperarlo largo rato— . Vámonos, amigas.
— Vamos.
Se fueron sobre los árboles de las calles y las tres
plazas que bordean la avenida Prat, en el centro de
Temuco, y luego tomaron rumbo al sur. Volarían
hasta el otro lado del río Cautín y allí esperarían
algún camión a Valdivia. Era un triste regreso. No
cambiaron palabra hasta después de pasar sobre los
grandes puentes del río.

49
—Jamás en m i vi!d!i. ihjjd ;I¿ajb'ía !siéhtjido ■tan hu­
millado, Carlota, perQjno me arrepiento de nada.
Ese gato es un bruto cid verdad^, j ’j :i
—Yo me sentí podrida,;Poruhpelp.íJamás había
arrullado una melodía ton taítbjjsentimiento. De
cuanto animal hay en el1rptiridoi jlisto tenía que
^ tocarnos mí gato como este.Yocreo que con un
león o un lobo de mar nos habría ido mejor — se
lamentó Carmela.
— M artita y R aulí estarán tristes. H abrá que
inventar otra cosa — dijo Carlota.
— ¿Cómo puedes gritar tan fuerte, Porunpelo?
Yo pensé que se me iban a caer todas las plumas.
—Aaaah, no es nada. En los bosques necesita­
mos buena voz para llamarnos de un cerro a otro.
¿Doy otro grito, Carlota?
— ¡No, amigo!, por favor.
Entonces los alcanzó un gorrión.
— ¿Ustedes son amigas del gato Baltasar? — pre­
guntó.
— No — contestó Porunpelo.
— Por fortuna. — agregó Carmela.
— Pero hablaron con él.
— Sí — contestó Porunpelo.
— Por desgracia — agregó Carlota.
— Debo estar loco hoy día — les dijo el go­
rrión— , pero cumplo el encargo que ese gato me
dio: Quiere hablar de nuevo con ustedes. Me lo
pidió por favor, y lo hice porque ustedes sí son unos
animales decentes — agregó, como disculpándose,
recalcando el sí. j.
Dieron gracias al ave y volvieron. Baltasar estaba
sentado en la cornisa. Se lam ía una pata aparen-

51
tan do estar más preocupado del movimiento en la
calle que de la llegada de ellos.
— Nunca pensé que iba a pedirle un favor a un
pájaro — les dijo como explicación, sin mirarlos.
—Ya lo liiciste y aquí estamos. Hablemos, Baltasar.
Porunpelo se posó cerca de él, sin temor.
Carlota y Carmela se ubicaron más lejos, con
temor.
El gato quedó en silencio y con actitud de aban­
dono. De pronto torcía la cabeza, hacia las azoteas,
la calle, el hermoso cerro Nielol que inundaba de
verde el norte, pero era claro que de allí nada le
interesaba. Más bien parecía resignado a una verdad
que se negaba a aceptar con sumisión gatuna.
— Haré lo que me han pedido, pero bajo cier­
tas condiciones — afirmó luego— . Si estamos de
acuerdo tendrán mi palabra de gato.
— ¿Y por qué cambiaste de opinión? — preguntó
Carlota,, curiosa.
— Por lo que ustedes dijeron, por mi ama y por
lo que tú cantaste — miró a Carmela.
Baltasar volvió a quedarse mudo un largo rato y
luego soltó una verdad que aún siendo triste abrió
de par en par las puertas de la esperanza a los can­
sados viajeros:
—P orque m i ama, llora cu a n d o escu ch a esa
canción — dijo.

52
5. Cam inito de Luna

orque m i ama llora cuando escucha

P esa canción — repitió Carm ela a la


hora del crepúsculo, ante sus amigos
de V aldivia— . Pero el ga-ga-to engreído dijo
después: “Claro que tú la cantaste tan mal, que
habría llorado dos veces”. ¿Qué se habrá creído,
M artita?
— Lo importante es que él dio su palabra de gato
—rió M artita— . Ahora sólo nos queda esperar y
que nos ayude la Luna valdiviana.
— Hablando de palabras, tenemos un recado
para Raulí, también. Le prometimos a Baltasar que
cumplirías con algo que él pidió.
— ¿Qué cosa, Carlota?
— El dice que debes comprometer tu palabra
de perro en cuanto a que habrá un pacto de no
agresión entre tú y él.
— ¿Qué es eso? — Raulí miró a Martita.
— Ese pacto significa que tú y Baltasar no
tratarán de hacerse daño de ninguna forma, que

53
serán correctos el uno con el otro — explicó la
tortuga.
— ¡Ah, no! Lo único que faltaba... — Raulí se dis­
ponía a rascarse el hocico, pero luego se arrepintió
y tomó una actitud más sumisa— . ¡Ah, no, Mar-
tita! Parece que tú y yo somos los únicos animales
normales. ¿Te das cuenta?: un gorrión que no sabe
ocupar los dichos; una paloma que para cantar tiene
que pararse en una pata; un conejo que se pone al
revés; una paloma que no sabe decir gato; un loro
que rompe vidrios y ahora un gato que quiere pac­
tos con el perro más bravo de Valdivia -—comenzó
a pasearse, sacudiendo la cabeza— . ¿Qué nos falta,
amiga, que Bongo toque guitarra? ¡Ah, no! — repitió.
-—Yo puedo agregar otro animal que conozco:
un perro que se rasca el hocico cuando está enojado
— dijo Carlota, entre risas.
— M mmmmh, — contestó Raulí, disgustado, y
se sentó reclinando la cabeza contra el pilar de la
fuente de los gorriones, entre suspiros.
—Acepto — dijo después— . Solo lo haré por
mi-amo. Para que vuelva a sonar alegre la guitarra
de un valdiviano.
— Sí, de un hombre bueno — agregó Carlota.
—-Todo hombre con una guitarra en sus manos
es un hombre bueno — sentenció la tortuga.

54
Y comenzaron a pasar los días de la segunda
quincena de febrero, lentos, muy lentos, hasta esa
mañana. Serían las diez cuando Raulí y Bongo esta­
ban en la costanera junto al ancla de los navegantes,
mirando divertidos un grupo de niños que jugaban
a perseguirse en la amplia vereda. La noche anterior
había sido fría y ambos perros gozaban de un pálido
sol entre las camelias. De algún patio cercano se
oían acordes de guitarra y, más lejano y de todas
partes, el bullicio interminable de la ciudad.
De pronto, sintieron aleteos apresurados y los
gritos urgentes de un ave. Carlota aterrizó ante ellos
con angustia de guerra.
— ¡Llegaron! — gritó.
— ¿Qué? '
— ¡Inés y el ga-ga-to llegaron! Parece que anoche,
y durmieron donde la tía Ramona. Abril, o sea
Neuquén, nos avisó con un gorrión, hace poco —la
paloma tomó aire— . El pobre conejo tiritaba y no
pudo dormir en toda la noche, dijo que si hubiera
sabido lo del ga-ga-to jamás se habría metido en
líos. Ahora Inés y Baltasar sá-sá, sá-sá...
— Sí... ¿qué?
— ¡Sá-sa-lieron a la calle, Inés y su ga-gato, re­
cién! — la paloma respiró profundo para terminar
el mensaje, pero fue Loro Lara el que llegó en ese
momento y se adelantó:
— ¡Fueron al Caminito de Luna! — gritó.
R aulí echó a correr a la librería como si en ello
le fuera la vida. Esquivó apenas un ciclista que
por no chocarlo se fue contra un árbol y quedó
en el suelo maldiciendo a todos los perros del
mundo; al llegar a la cuadra de la librería rebotó
en la espalda de un señor que se anudaba el cor­
dón de un zapato; al tomar la calle Picarte patinó
y se estrelló contra un puesto de periódicos cuyo
dueño quedó trémulo pensando que lo arrollaba
un microbus desbocado. Llegó a destino saltando
contra la puerta batiente y la azotó contra una
estantería de clásicos. Lejos saltaron La llíada y
La Odisea y el segundo tomo de Don Q uijote dio
en la cabeza de un viejo cliente que leía un tierno
poema de Bécquer. “Esto puede ser lo que llaman
impacto cultural”, se lamentó, mientras buscaba
a tientas sus lentes que habían ido a parar bajo el
mostrador de textos escolares. El perro se abalanzó
sobre su amo mientras Arturo se im aginaba des­
de un desastre en su casa hasta el anuncio de un
terrible cataclismo de aquellos que los animales
perciben antes de que ocurran.
— ¡Tranquilo, Raulí! ¿Qué pasa? — exclamó,
asustado.

56
-—¡Yo creo qué le están! robando! — gritó su
ayudante desde el |mesó ó. !| j 1
— ¡Debe ser un^ndéñclio!— ¿seguró el cliente.
r / i ~>. !, ! ■ ! Ü i! r M
ro!:-MdSr^nó/ eli ayudante-
t a j
-¡Sígalo, Don
algo grave debe estí asando.
— Más le vale — dijo Arturó disculpándose y
saliendo tras el perro que ladraba desesperado desde
la vereda. ! ; I( : : ■ M ¡: j | j, i
Las cuadras hasta la , xplaza!, fueróir, ,i espectáculo,
ya que Raulí apuraban su amo conladridos, tirones
y empujones que estuvieron a pinito de hacerlo
caer. “Si esta gentileza tuya'jes jj>qr un gato, te voy
a destripar, Raulitp”, mascullat a Arturo. “Hazme
caer y te zamarreo5!, gijitój idespués, ij^uedó atónito
plaza cuando vip lqué!H jirg^ncia de.R aulí
estaba, al parecer, en otro lado. Extenuado por la
v.carr||a y por el susto, jsi^uló ’aí: ¿eYrj^> hasta cruzar
el puente a la isla Teja. Áíjite! la entrada a la uni­
versidad procuró cajjnirjar |entp, éoiij decoro, para
saludar a un viejo profesor conocido, y entonces
fue cuando Bongo lelplantój sus pátas ¡en la espalda
para apurarlo, y fueróp¡tljir angdstiosds los aullidos
de Raulí que los siguió hasta la entrada del parque
botánico, hasta el Camihitój de¡ ¿un a, por donde
el perro apuntó derecho Mjnjprt^jíii río Cau-Cau.
¿Habrá pasado algo eri él!jríój?h¿jJna tragedia?,
temió Arturo. Qui|á;yiii liobp d e n iá fa n d a en el
parque, supuso después. A lo mejor alguien encon­
tró la campana de oro, pensó también, al recordar
la centenaria leyenda que asegura que bajo las
aguas del río reposa ese precioso objeto traído por
monjes españoles. El perro miraba hacia todos los
senderos de lado a lado, buscando algo que no ha­
llaba, hasta que apareció Carlota que le dijo: “¡Más
allá, Raulí, hacia el Caú!” (“Cau” era su forma de
nombrar el río que lame el jardín botánico). Sólo
una persona había por allí, en la curva frente a un
escaño de madera. Era una hermosa mujer de pelo
m uy oscuro que estaba agachada acariciando la
alfombra de musgo cubierta de rocío que bordeaba
el caminito. Ella levantó la vista cuando apareció
el perro y tras él su amo.
— ¡Arturo! — murmuró.
— ¡Inés, tú...!
Y se quedaron mudos. Más que eso, estáticos.
Más todavía, petrificados, como si toda la vida de
afuera se hubiera detenido y del mundo entero sólo
hubieran quedado sus corazones, mandándoles los
recuerdos a los cuatro vientos de la piel.
— Tú estás igual — susurró Inés.
—Yo no. Tú sí —-dijo Arturo.
— No. Yo no. Eres tú el que está...
Echaron a reír, sin dejar de mirarse, sin atinar
siquiera a darse la mano.

59
Raulí, extenuado, se sentó bajo el viejo árbol
de pino oregón. ¡Qué linda es! Ojalá sepa cocinar,
pensó. Entonces sintió un leve rasguño sobre la
corteza del árbol. Un gran gatñ blanco y negro se
dejó caer, elástico y sin temor, junto a él.
— Tú debes ser el perrito Raulí — dijo Baltasar.
— Raulí sí; perrito no — se disgustó— . Así que
tú eres Baltasar, lo miró con atención y cierto
respeto. Realmente tienes agallas para ponerte al
lado mío.
— ¿Agallas? Quizás sí, quizás no. Recuerda que
tengo tu palabra de perro.
— Sí, la tienes — admitió Raulí, resignado.
Entonces un leve cuchicheo los distrajo y vieron
a Carlota, Carmela y Loro Lara sobre un escaño
cercano, mirando expectantes uno y otro encuen­
tro, más lejos se veía Bongo (o apenas sus orejas),
oculto tras un ciprés.
Inés mostró a Baltasar:
— ¿Me creerás, Arturo, si te digo que vine acá
porque mi gato ha estado por semanas maullando
frente a una foto de este lugar, que no sé cómo la
consiguió? En su tristeza dejó de comer, y cada uno
de sus maullidos era tan lastimero que partían el
corazón verlo.
—Te creo, porque fue mi perro el que me trajo
aquí a tirones, ladridos y empujones. Pero míralos,

61
Inés, ¡míralos! Nunca pensé que el duro de Raulí se
hiciera amigo de un gato.
— A lo mejor no son amigos, puede ser peor,
quizás sean cómplices —sonrió Inés.
— Quién sabe, quién sabe —Arturo se rascaba
la cabeza.
— No puedo creer encontrarte aquí.
— Yo tampoco.
— ¿Cuántos años hace que...?
— Demasiados, Inesita. Ni lo digas siquiera.
Se miraban, sonreían nerviosos.
— ¿Tu familia? — se atrevió a preguntar ella.
— M i madre acompaña a mi hermana menor
en el norte, en La Serena, y vienen los veranos. Yo
estoy con lo de la librería y vivo solo acá. ¿Tú?
— Sola. Vivo en Temuco, soy profesora de cas­
tellano. La p ro fe de castellano — sonrió— . Tengo
allí un departamento para m í y Baltasar. Baltasar
es m i gato, explicó.
— Entonces te cuento que tengo una casa donde
vivo con Raulí.
— ¡Gusto de conocerte, Raulí! — le gritó Inés.
— ¡Mucho gusto, Baltasar! — correspondió Ar­
turo. La miró.
— Siempre te gustaron más los perros, Inesita.
— Sí, pero no podía tener uno en un depar­
tam ento tan chico — lo m iró con atención— .

62
-H asta donde recuerdo, a ti te gustaban más los
gatos.
— Es que Raulí es el regalo de un primo y ya ves,
me encariñé con él.
A rturo la m iraba, sim plem ente la m iraba.
Con los brazos cruzados se había pellizcado diez
veces para creer que era cierto lo que sus ojos
veían.
— ¿Un café, Inés?
— No. ¡O sí, mejor sí!, pero no ahora. Camine­
mos. Vamos a los otros senderos, ¿están ahí todavía?
— Están. Vamos.
Inés estaba tan atenta a lo nuevo del entorno
como a lo viejo del recuerdo.
— Siempre pensé que estarías casada, Inesita,
rodeada de hijos y recibiendo su cariño. Ese debía
ser tu mundo y creí que nunca más te vería. Rodé el
país de punta a punta trabajando en muchas cosas
diversas, hasta que tuve que volver. ¡H ay tanto que
podría contarte!
—Y yo que estaba tan segura de que serías tú
quien tendría una linda familia y debía mantener­
me lejos.
— Falta de com unicación debe llam arse eso '
—Arturo sonrió con tristeza.
— H ay algo que tengo miedo de preguntarte,
Arturo, porque ha pasado el tiempo, te lo voy a

63
preguntar igual. Dime, don Braulio y doña Amelia,
¿cómo están?
— Tan bien como antes. Siempre los veo y v o y
para allá. ¡Están más viejos, pero yo también 7 no
me doy cuenta.
— ¿Y M artita?
Arturo rió.
— No sé si estará más rápida que antes, o más
grande, pero recorre el patio de punta a punta todos
los días, Inés.
—Después del café, ¿podemos ir averíos? Tendré
que llevarle diente de león a M artita, para que me
muerda los zapatos.
——Sí, ¡desde luego que sí!
Y siguieron conversando de sus vidas mientras
andaban el parque.
—Y tú, ¿cómo has estado, Arturo?
El la m iró sin contestar y bajó la vista. A spi­
ró profundo m ientras el corazón sonaba como
piedra en un torrente de quebrada. Sacudió la
cabeza, m iró a lo lejos 7 suspiró.
— Fuimos felices en este caminito, ¿verdad, Inés?
— Sí. ¡Si supieras, Arturo! Si pudieras siquiera
imaginarte lo que sentí al ver esa foto.
— Muchas veces, Inés, ¡tantas!, he venido con
Raulí para acá. Sentado en alguno de estos bancos,
pensando lo mismo que he soñado: Que te vería

64
aparecer por el caminito tan linda como ahora. Si
me preguntas cómo he estado, no me avergüenza
decirte que siempre he estado esperándote, Inés,
como en un sueño.
—Yo también te he recordado mucho, Arturo,
mucho. Dime, en tus sueños, ¿qué me decías al
encontrarme?
— ¿La verdad, Inés, la verdad?
— Sí.
— Te decía lo mismo que ahora: Que ríle haces
falta, Inés, que el tiempo no pudo hacer que te
olvidara — su voz sonó opaca, pero profunda y
sentida.
La miró y dijo:
— ¿Y tú, Inés, pensaste alguna vez en ló que me
dirías al verme?
— Que deseo oírte cantar como antes, mirándo­
me. Mirándome siempre.
— ¿Crees que...?
— ¡Sí! Sé que sí.
Se besaron entonces bajo el laurel. Un beso breve,
pero dulce y elocuente, se abrazaron fuerte, fuerte,
y caminaron abrazados.
—-Me matan de emoción estas escenas — dijo
Carlota, suspirando.
— M mmh, anduvieron rápido, pero no son bue­
nos para besarse — criticó Baltasar, dándose aires

65
de entendido— , la s |¡parejas d$ Temuco lo hacen
híhchp.pejor. |; |", ; : j, ; |
— ¡Están recién empezando de nuevo, Baltasar!,
dales tiempo — reclamó Loro Larar
— ¡Qué sabrás tq, gáfo:Ba|ta^arf!—gruñó Bon­
go— . Si vieras a mís ajáips: Ouañaój ellos se besan
hasta los puentes tidmhlan. jj ;i ¡¡ : ¡
— Báaaaaah. Si no es^ofnqsoihosijno se besarían
porque ni siquiera se habrían visito de nuevo. Los
humanos son así, le? taha i n i c i a ^ ^-repuso Raulí.
— Por lo menos dLitiistéi nósottos ^ te rc ió Baltasar.
— Sí. Tu tambfoh ^ u jia sté álgqi i.
— ¿Algo, solo algo?. ¡Por favor!, si hasta enflaquecí
porque dejé de cofodr para impresionar más a mi
ama, 7 en las noches tenía! que jjrohar un poco de
pan 7 galletas para;no “morirme de hambre”. Me
sentía como el más ladrón de los gatos de campo.
Además, estuve díádjenterps foeñte ja |esa foto, mau­
llando como el más idiota! de los gatos.
— Cada gato maúlla como puede;
— ¿Has pensado :en algo, perrito?!|
— No me digas perrito. |; i j ! ^ i |
—No me digas no me digas. ¿Has pensado en
algo? — repitió, i ; | i MÍ : j
— ¿En qué? ! ! ! ; :j || i; j ;
— Parece que vamos a ser una familia, Raulí. Y,
bueno... entonces vivireráos jen la misma casa.
El perro lo miró atónito, anonadado, estupe­
facto. '
—No, no lo había pensado —admitió con pre­
ocupación, después de un rato, mirando al gato
con recelo— . Nunca me imaginé tamaño sacrificio,
agregó con un suspiro, i
— ¡Qué va! ¿Te dejan; entrar a la casa?
— Sí. Si tengo las pátas limpias puedo entrar
donde quiera, ¿por qué?
—Es que los gatos tenemos nuestros espacios
reservados.
—Tú no te metes en mis espacios y y o no me
subo al techo, gatito.
—No me digas gatito.
—No me digas no me digas.
Carlota se impacientó.
— ¿Por qué no tratan de entenderse si son tan
iguales? — les reprochó.
— ¿En qué somos iguales? -—preguntaron a coro,
desafiantes.
— En que son dos brutos de buenos sentimientos
— se atrevió a decirles la paloma.
— ¡Bien dicho! Eso me gustó — ladró Bongo.
—Yo no me aguanto más, ¡Carmela, Loro Lara,
vamos a contarle a M artita! — Carlota alzó el vuelo.
Y se perdieron en él cielo sobre los árboles.
— ¡Adiós, terrestres! — gritó Loro Lara.

67
I'—

n lo de M artita, las tres aves se peleaban por

E explicarlo todo. Los gorriones de la fuente


los rodearon, escuchando también y dando
su opinión entre una vocinglera de trinos difícil
de entender.
— Si hubieras visto lo resignados que estaban Raulí
y el gato Baltasar, uno junto al otro —dijo Carlota.
— Dijiste el gato Baltasar, no el ga-ga-to —-son­
rió M artita. ^
— Es que ahora somos amigos. Es un gran bru...
No, es un buen gato.
— ¿Y qué decía nuestro amigo Raulí?
— Raulí estaba aterrado — dijo Carmela.
— ¿Por qué?
— El no había pensado que podría vivir junto
a Baltasar, en la misma casa. Dice que jamás se
imaginó tamaño sacrificio.
— Se consolará pronto, Carmela. Aunque fuera
un sacrificio, será por el amor de un hombre y una

69
i

mujer, y nada hay en este muhdoj más importante


que eso. ¡
— ¡Volemos a contarle a Abril, es decir, a Neu-
quén, y después volvemos al parque! — gritó Loro
Lara, y emprendieron el vuelo, otra vez.
M ar tita mordisqueó largo rato unas hojas de
lechuga mientras pensaba en el bien que habían
ayudado a hacer. Más allá de esoj ipensó que cuando
los grandes sentimientos triunfan no es sólo por su
fuerza, sino también por su duración. Largo había
sido el amor entre Inés y Arturo y larga había sido
la batalla que ellos, los animales,; habían dado por
reunirlos. |¡ ji ' !i j¡ ¡, ; 1 ■
Se sentía bien Martita, estaba alegre, y alegre se
quedó quieta bajío el Sol del mediodía, junto a la
fuente de los gorriones.!¡ i ; ¡; I. |'I V
Entonces comenzó a tararear Gamino de Luna.
Con suave cadencia, non un tenue murmullo
que fue creciendo! hasta |transió rularse en la letra
de la canción, al tuérfipo qúe! hacía un ocho tras
otro con la cabeza haciá acá y hacia allá y tam-
;; ¡, : !! J \• i, ¡ J

bordeaba el senderó de ¡ baldosas |con sus patas


delanteras al compás de lás qstrofas y con las
cuatro en el estribillo, ante: la m irada primero
divertida, luego atenta y más tarde embelesada
de los pájaros qíke: basaron de trinar y refrescarse
para m irarla. I ! I |j ;

70
Mientras entonaba la querida canción, M artita
miró al cielo sobre las ramas del manzano y pensó
en lo bueno de la tierra y del sol y de los ríos de
Valdivia, que no sólo hacen crecer manzanas y ci­
ruelas, sino también saben tomar la sem illa de una
esperanza para convertirla en amores y amistades.
Y siguiendo con su canción bajó la vista hasta
distinguir en el manzano mayor la más grande y
rosada de las manzanas, la que refulgía como una
Luna contra el verde oscuro del ramaje. Pensó
entonces en la valdiviana Luna de su canción y
bendijo la dicha de tenerla, porque a su amparo
los hombres toman las guitarras para cantar a sus
sentimientos y a todas las cosas buenas y hermosas
de su tierra.

También podría gustarte