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A fin de cuentas, siempre lo hemos visto.

La hora celeste llegando a su fin y la niebla


disolviéndose. Los primeros micros cruzando la pista y tras ellos, el bostezo de los que
madrugan, el pregón adormilado de los canillitas y las carretillas buscando entre el frío un lugar.
La luz ha disipado el mundo mágico que se alza cuando los ojos duermen. Los gallinazos sin
plumas regresan al nido.

Alguien siempre los espera, alguien, por lo general, más fuerte y sano. Los rostros pueden variar.
No importan mucho. En esa casa es Santos, Santos haciendo el café.

-A ver, ¿qué cosa has traído?

Si la provisión es buena hará el mismo comentario:

-Pascual tendrá un banquete hoy. Bravo.

Pero la mayoría de veces estalla:

- Pero serás idiota ¿Qué has hecho en toda la mañana? ¡Te has puesto a dormir seguro y mi
pobre Pascual se morirá de hambre! Botellas comerá acaso, ¿Así pagas todo lo que hago por ti?

Ella huía con su lentitud hacia el cuarto. Desde el fondo del chiquero, el cerdo empezaba a
gruñir. Santos le aventaba la comida.

- ¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por su culpa. Ella no te engríe como yo. Ya
está vieja, pero igual habrá que obligarle a aprender.

Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo
le parecía poco y Santos se vengaba con su madre, por el hambre del animal. La obligaba a
levantarse más temprano, a moverse más rápido entre los desperdicios. Por último, la forzó a
buscar entre los pisos y alrededores de los mercados del centro donde la basura es una larga
alfombra que hiede.

-Allí encontrarán más cosas, vieja. Será más fácil además porque todo está junto, indicaba
Santos mordiendo un pan.

Un domingo, Jobita llegó al Mayorista. Comerciantes, compradores, propios y extraños, dejaban


caer bolsas o canastas enteras sin importar la posición de los recolectores. Visto desde los
micros, la basura formaba una secuencia de dunas oscuras y humeantes, donde los perros y
borrachos se desplazaban aturdidos.

En los primeros días tuvo miedo de ellos, de mordidas o del tacto ciego de los ebrios en el piso.
Esquivaba el movimiento de los carros y carretillas, y pedía disculpas. Descubrió un olor más
nauseabundo que los conocidos y sus manos se acostumbraron a esa exploración. A veces, bajo
un periódico amarillo, encontraba un pescado sin cabeza o un trozo de carne sin origen. Le
avergonzaba por momentos que la gente la mirara y que la sienta parte de ese todo, pero ella
empezaba a silbar una canción antigua para que el tiempo pase. Luego de dos horas de trabajo
regresaba al corralón con las canas humedecidas y los cubos llenos de comida para Pascual.

-Bravo, vieja. Así da gusto, trabajar hombro a hombro para la familia. Habrá que repetirlo dos o
tres veces por semana.

Desde entonces, los miércoles y domingos, Jobita caminaba con sus bolsas y cubos hasta los
mercados. Pronto formaba parte de la extraña fauna de esos lugares y se sumarían a ella otros
gallinazos que encontraban también allí, la parte más preciosa de la suciedad. Pero todo eso
tampoco importa. A fin de cuentas, siempre lo hemos visto. Lo importante es seguir al frente y
hablar pronto de otra cosa, como si atrás de nosotros ya no ocurriera nada.

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