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abrí

la alforja: tal como esperaba contenía la Piedra del Hogar de Ar. Era un objeto
poco llamativo, pequeño, plano, de un color marrón apagado. Grabada toscamente
sobre ella podía leerse una letra en goreano arcaico.
Impacientemente coloqué la Piedra a un lado. Mucho más importante para mí era
lo que quedaba del contenido de la alforja, es decir, mis provisiones destinadas para
el vuelo de regreso a Ko-ro-ba. En primer lugar abrí una de las dos botellas de agua y
tomé una ración de carne seca. Y allí arriba, en un promontorio rocoso sacudido por
los vientos, me alimenté con una comida que me satisfizo más que cualquier otra
comida anterior, a pesar de que sólo consistía en algunos tragos de agua, galletas
viejas y un trozo de carne seca.
Vacié completamente el bolso y tuve la satisfacción de encontrar viejos mapas y
el instrumento que sirve a los goreanos tanto de brújula como de cronómetro. Según
lo que yo podía determinar, de acuerdo con el mapa y mis recuerdos, me encontraba
en la Cordillera Voltai, en ocasiones llamados también Montañas Rojas, al sur del río
y al este de Ar. Esto significaba que, aun sin darme cuenta, había atravesado el gran
camino, pero no sabía si lo había hecho hacia delante o hacia atrás de las hordas
guerreras de Pa-Kur.
Saqué de mi bolso los cordones y cuerdas de repuesto, que me servirían para
reparar la silla y las riendas. Era una lástima que no hubiera llevado conmigo, en la
alforja, un aguijón de tarn de repuesto; también me hubiera venido muy bien un
segundo silbato de tarn. El mío se había perdido al arrojarme Talena del lomo de mi
tarn poco después de la huida.
Yo no sabía si el ave se dejaría guiar sin el aguijón de tarn. En mis vuelos
anteriores la había aplicado en contadas ocasiones, menos de lo que se recomienda en
general, pero siempre la había tenido a mi disposición para un caso de necesidad.
Ahora ya no contaba con ella. Controlar el ave durante cierto tiempo dependía de que
su caza hubiera sido fructífera y, seguramente también, de cómo hubiera repercutido
en el animal el súbito goce de libertad. Podía matar al tarn con mi lanza, pero con eso
no solucionaba mi problema de cómo abandonar esa meseta rocosa. No tenía
ningunas ganas de morirme de hambre allí arriba en esa soledad.
En las horas que siguieron arreglé de la mejor manera posible la rienda y la silla
con los cordones que había encontrado. Cuando mi enorme cabalgadura volvió a
posarse sobre el promontorio rocoso, había concluido mi tarea y hasta había llegado a
guardar los diversos objetos en la alforja, inclusive la Piedra del Hogar de Ar, aquel
trozo de roca insignificante que había influido tanto sobre mi destino.
En las garras del tarn colgaba un antílope muerto; el cuello y la cabeza colgaban
laxamente y oscilaban en una y otra dirección. Después que el tarn devoró su presa
me acerqué al animal y le hablé familiarmente, como si eso fuera lo más natural. Dejé
que el ave le echara un vistazo a los arreos y los sujeté luego con movimientos

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