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El Precio De Un Marido

Diana Hamilton

El Precio De Un Marido (1999)


Título Original: A husband's price (1998)
Editorial: Harlequín Ibérica
Colección: Bianca 1015
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Adam Weston y Claudia Sullivan

Argumento:
Intoxicados de deseo, su propia pasión había terminado por arrastrarlos.
Pero él la había abandonado… Dejándole solamente una pequeña parte de
su ser: Un bebé.
Seis años después, Adam se había convertido en un hombre rico y poderoso
y Claudia necesitaba su ayuda. Él accedió, pero a cambio de un precio: Que
ella se convirtiera en su esposa. El matrimonio con el hombre que la había
traicionado le parecía una carga difícil de soportar, pero al borde de la
bancarrota y enfrentada con una batalla legal por la custodia de su hija, era
un precio que no podía negarse a pagar.
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Capítulo 1
Claudia acarició con gesto vacilante el álbum de fotografías. No lo había
abierto en años; ni siquiera había querido posar los ojos en él. Intentó dejarlo y salir
de la habitación, pero de alguna manera, fue incapaz de hacerlo y cedió a la
tentación, sabiendo que más tarde se arrepentiría de ello.
Sentándose de repente ante la mesa, cerca de la ventana de la biblioteca, abrió
tentativamente el álbum. Allí estaban todos. Todos los seres, todos los recuerdos…
Todos sus sueños destrozados y su confianza hecha añicos.
Las puntas de sus dedos temblorosos rozaban la brillante superficie de las
fotografías. Mucho tiempo atrás había guardado aquel álbum en el estante más alto
de la librería, fuera de su vista; su padre debía de haberlo hojeado para luego dejarlo
allí, sobre la mesa de la biblioteca. ¿Acaso en su dolor había querido recuperar aquel
perdido verano, aprender aunque sólo fuera el eco de aquellos felices tiempos
pasados?
Y allí estaba: Guy Sullivan. Su padre. Seis años atrás tendría unos cincuenta y
dos años. Un hombre alto, de aspecto vital, del brazo de su flamante esposa, Helen, la
madrastra de Claudia. Una rubia impresionante, veinte años más joven y
recientemente divorciada por aquel entonces.
Desde que Helen solicitó el puesto de recepcionista auxiliar allí, en Farthings
Hall, a Claudia no le pasó inadvertida la inmediata atracción que su padre sintió por
ella. Hacía ocho años que Guy Sullivan había enviudado. La madre de Claudia había
fallecido de una extraña infección cuando su única hija sólo contaba diez años de
edad. Tres meses después de su primer encuentro, Guy y Helen contrajeron
matrimonio. Claudia se había alegrado mucho por los dos; sus temores iniciales de
que Helen pudiera resentirse de su presencia, o que ella misma pudiera negarse a
aceptar a la mujer que había ocupado el lugar de su madre en el corazón de su padre,
se habían revelado infundados. Helen no podría haberse esforzado más en complacer
a su nueva hijastra.
Y allí aparecía ella: La Claudia de seis años atrás.
Con el cabello mucho más largo entonces, casi le llegaba hasta la cintura; más
rellenita, de sonrisa abierta, feliz, ajena todavía a la traición que no tardaría en
cometerse.
Se le nubló la vista mientras contemplaba la fotografía. En aquel entonces, con
dieciocho años, se sentía feliz de pasar aquel verano en casa antes de ingresar en el
centro de formación de profesorado. Le había encantado la idea de quedarse a
ayudar allí, en Farthings Hall, la impresionante casa de campo de estilo Tudor que
alojaba su hogar, y que al mismo tiempo funcionaba como albergue rural y
restaurante.

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Y allí, en aquella misma fotografía, situado en un segundo plano casi de manera


profética, la cámara había captado la figura de Tony Favel apoyado en la balaustrada
de piedra, que rodeaba la fachada oeste del edificio.
Tony Favel. El contable de su padre, el hombre que había introducido a Helen
en sus vidas, presentándola como una prima lejana suya que deseaba empezar una
nueva vida después de un traumático divorcio.
Por la época en que había sido tomada aquella foto, habría tenido unos treinta
años. Ya entonces su fino cabello rubio empezaba a escasear, y su cintura a
ensancharse. Claudia sintió un nudo en la garganta, y las lágrimas humedecieron sus
ojos azules mientras contemplaba la borrosa imagen de su ex marido. Tony Favel,
con quien se había casado al final de aquel verano, seis años atrás.
Lentamente, sin desearlo, como arrastrada por algo incomprensible, pasó la
página del álbum y se encontró con algo que había esperado y a la vez temido
encontrar. Las fotografías de Adam. Al final de aquel verano, se había propuesto
eliminar hasta la última de ellas; romperlas y luego quemar los pedazos. Pero llegado
el momento había sido incapaz de hacerlo. O al menos, eso era lo que se había dicho
en aquel entonces. Amor y odio: Dos caras de la misma moneda. Se había repetido
hasta la saciedad que lo odiaba; pero obviamente, todavía debía de haber estado
enamorada de él. ¿Por qué si no se había visto imposibilitada para eliminar aquellos
recuerdos?
Menos una, Claudia había tomado todas aquellas fotos de Adam, y
contemplándolas en aquel momento, no podía negar el fatal atractivo masculino que
poseía. O negar aquellos ojos de color gris humo, aquel cabello oscuro, aquel
hermoso cuerpo que escondía un corazón de piedra. En una de las fotografías
aparecían los dos juntos. Adam la abrazaba de la cintura con gesto posesivo,
acercándola a su poderoso cuerpo, mientras ella lo miraba con adoración. Allí estaba
los dos, condenados a sonreír eternamente, a mirarse como si caminaran
confiadamente por el tiempo más feliz del mundo, el verano más maravilloso de sus
vidas…
Nunca había revivido el pasado por el dolor que le provocaba, pero en aquel
instante, no pudo evitar que los recuerdos se agolpasen en su memoria. Podía verse
claramente a sí misma bajando alegremente la escalera de servicio en aquel soleado
día de verano, seis años atrás. Había pasado la mayor parte de la mañana ayudando
al ama de llaves, Amy, a preparar las habitaciones de los huéspedes. Sólo había
cuatro. Para ser un albergue rural, Farthings Hall era pequeño, pero extremadamente
lujoso y muy solicitado. Después de haber limpiado los cuartos. Claudia había
terminado por fin con sus tareas y se disponía a disfrutar de su tiempo libre; tenía
dieciocho años, y estaba empezando sus largas vacaciones de verano, saboreando a
placer su libertad.
—¡Ooops! —se detuvo bruscamente al tropezar con su madrastra—. Lo siento…
¡No te había visto!
Pequeña y esbelta, con una melena que parecía de seda dorada, Helen siempre
hacía que Claudia se sintiera desgarbada y torpe, como si estuviese molestando
continuamente. Por otro lado, Helen jamás se había comportado de forma poco

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considerada con ella, ni antes ni después de su boda con Guy; sin embargo, durante
los últimos días, Claudia había creído percibir en ella cierta rigidez, una especie de
tensión incómoda.
Afortunadamente, eso no sucedió aquel día. Claudia se relajó visiblemente
cuando Helen la miró con los ojos brillantes, comentando:
—¡Qué energía! ¡Ojalá pudiera yo recuperar esa juventud tan rebosante de vida!
—Tú no eres vieja —sonrió Claudia, pensando que había algo intemporal en el
pequeño y sensual cuerpo de Helen, en su cabello dorado y en sus preciosos rasgos.
—Gracias —repuso secamente Helen, abriendo la puerta que conducía al patio.
La luz del sol entró a raudales, reflejándose en su vestido de color amarillo limón y
en las joyas que tanto la favorecían—. ¿Vienes?
Claudia se había propuesto caminar hasta la pequeña cala, que sólo era
accesible por el profundo valle que dividía los extensos terrenos de Hall, pero si
Helen deseaba contar con su compañía, la complacería con mucho gusto.
—Claro. ¿Adónde?
—A encontrar a Oíd Ron. Todavía no ha mandado las frutas y verduras a la
cocina. Chef está furioso, ya que dentro de una hora tendrán que empezar a servir la
comida. Yo le dije que trataría de encontrarlo. Además… Resulta que Guy contrató a
un asistente para que ayudara a Ron durante el verano —rió entre dientes—. Tal vez
sea un pobre marginado sin ningún sitio donde establecerse… ¡Pero, desde luego, es
un tipo tremendamente atractivo! ¡Con tal de verlo merece la pena molestarse en ir a
los jardines de la cocina a cualquier hora del día! —hizo una pausa significativa—. O
de la noche…
Claudia rió también; sabía que Helen no hablaba en serio. Se había casado con
Guy apenas un par de meses antes, y sería incapaz de mirar a otro hombre.
—No sabía que papá hubiera contratado a un nuevo empleado —comentó,
mientras caminaba por el sendero de grava, a su lado.
No la sorprendía aquella nueva contratación. Recientemente había escuchado
por casualidad, sin quererlo, una discusión entre su padre y su nueva esposa, y la
causa había sido la aparentemente súbita decisión de Helen de renunciar a su puesto
de trabajo. Al parecer, ella le había dicho que ya que estaba casada con el propietario,
no tenía por qué trabajar como si fuera una sirvienta más… Aunque se sentiría
encantada de seguir ayudándolo. Claudia se había cuidado muy mucho de
intervenir, esperando a que resolvieran solos sus diferencias.
—Entonces… ¿Cuándo se incorporó ese Adonis a la plantilla? ¿Realmente
carece de hogar?
Claudia valoraba a conciencia la suerte que tenía de vivir en Farthings Hall. No
podía imaginar cómo sería carecer de un hogar fijo, estable.
—¡Quién sabe! —Helen se encogió de hombros—. Hace un par de días llegó
aquí montado en una vieja motocicleta, buscando trabajo. Dijo que simplemente
estaba viajando, y que le encantaría ayudar a Oíd Ron a cambio de ocupar durante el

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verano esa vieja rulot que tenemos detrás de los invernaderos, de la comida y de
algún dinero de bolsillo. A propósito, se llama Adam. Adam Weston.
Pero Claudia ya no escuchaba a Helen mientras la seguía al jardín vallado de la
cocina, ya que sus pensamientos se habían concentrado exclusivamente en Oíd Ron.
El anciano encargado ya no podía arreglárselas solo. Todo el mundo lo sabía excepto
él, por lo cual evidentemente, Guy Sullivan había decidido contratar a alguien para
que lo ayudara durante el verano.
Oíd Ron siempre había trabajado allí. El abuelo de Claudia lo había contratado,
antes de que Farthings Hall fuera convertido en el lujoso albergue rural que ostentaba
al mismo tiempo el título de mejor restaurante de Cornwall. Desde entonces había
vivido en aquel lugar, sin casarse, ocupando sin pagar renta alguna un piso situado
encima de los antiguos establos.
Por segunda vez en media hora, Claudia casi tuvo que correr para alcanzar a su
madrastra. Helen se había detenido sin previo aviso en mitad del sendero, justo ante
la puerta de arco del alto edificio de ladrillo. De pronto, el ambiente cálido parecía
haberse llenado de una tensión tan agudamente intensa, que Claudia no pudo menos
que contener el aliento.
Lo exhaló lentamente cuando vio lo que Helen estaba mirando. Los ojos verdes
de su madrastra parecían reír, casi burlones. El nuevo trabajador contratado bastaba
para suscitar una sonrisa de placer y admiración en los ojos de cualquier mujer.
Adam Weston era tan atractivo como Helen le había sugerido, e incluso más.
Apoyado sobre un rastrillo, vestido solamente con unos vaqueros cortos y calzado
con unas botas de trabajo, su imagen impresionó profundamente a Claudia.
La anchura de sus hombros contrastaba admirablemente con su estrecha
cintura, con sus largas y musculosas piernas. Su piel bronceada estaba bañada en
sudor, al igual que su frente, bajo el oscuro cabello despeinado. Sus ojos, de un
intrigante color gris humo, entornados, estaban fijos en la esbelta figura de su
madrastra como si estuviera tasándola con la mirada.
Claudia se estremeció. Hacía un día soleado, el más cálido del verano hasta la
fecha, y aun así se estremecía de la cabeza a los pies. Avanzó hacia adelante, saliendo
de entre las sombras, lamentando llevar en ese momento los viejos vaqueros y la
camisa desteñida que usaba siempre para trabajar en casa.
Su movimiento rompió el encanto. Fue Helen quien habló primero, con su voz
ronca y sensual:
—Adam, te presento a la hija única de tu jefe, el orgullo de su vida, Claudia.
Querida, saluda a Adam. Luego quizá quiera ir a buscar a Oíd Ron… ¡Antes de qué
Chef salga a perseguirlo con su cuchillo de carnicero!
—Hola.
Adam Weston se apartó el cabello de los ojos y dio un paso hacia adelante,
tendiéndole a Claudia su mano fuerte, de largos dedos, sonriendo…
Y Claudia, por primera y muy probablemente por última vez en su vida, se
enamoró loca y desesperadamente…

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***
—Así que estás aquí…
El hechizo hipnótico del pasado quedó roto cuando Guy Sullivan entró con
paso lento en la biblioteca.
—Amy acaba de recoger a Rosie de la escuela. Te estaban buscando —posó la
mirada en el álbum de fotografías y movió ligeramente la cabeza, admitiendo—: No
sé por qué se me ocurrió hojear esto. No es bueno rebuscar en el pasado… Cuando ya
no puedes recuperarlo. Nadie puede hacerlo.
Claudia se levantó y resueltamente volvió a guardar el álbum en su oculto
lugar, consciente de la mirada de su padre fija en ella, y del tono compasivo de su
voz. Mes y medio atrás. Helen y Tony habían perecido en un accidente de tráfico,
cuando su coche resultó embestido por un camión.
Justo una semana después, padre e hija habían descubierto que Helen y Tony
habían sido amantes. Su irregular e intermitente aventura ya había empezado antes
de que Tony se la presentara a Guy Sullivan como prima suya, recomendándola para
el puesto de recepcionista.
Su padre había hecho aquel descubrimiento cuando dedicado a la tarea de
reunir los efectos personales de su esposa, descubrió unos diarios y unas cartas de
amor comprometedoras. Aquello lo dejó destrozado; junto con la impresión del fatal
accidente, fue la causa de su tercer ataque al corazón en seis años.
No fue tan grave como el primero que había sufrido al final de aquel verano
hacía ya seis años, pero lo había debilitado y minado su salud más aún. Claudia no
sabía cómo podría revelarle la otra mala noticia que le restaba por conocer; la
aterrorizaba pensar en los efectos que pudiera causarle.
—¿Pediste información al banco sobre el crédito que necesitamos para hacer
reformas en las habitaciones de los huéspedes?
Guy se sentó en la silla que su hija había dejado libre, y apoyó su bastón contra
la mesa.
Su rostro, de rasgos antaño tan duros, tan fuertes, ahora estaba demacrado y
macilento, y Claudia habría sido capaz de hacer cualquier cosa para librarle de aquel
último horror. Pero lo mejor que podía hacer era ocultárselo sólo por el momento,
retrasar lo inevitable durante el mayor tiempo posible. ¿Pedirle al director del banco
un crédito? ¡Como si existiera esa posibilidad!
La conversación que a primera hora de la tarde había tenido con el director
había versado sobre un tema completamente diferente. El negocio familiar estaba en
bancarrota y sus dificultades financieras eran tan serias que la venta se presentaba
como la única opción. Y eso era algo que su padre tendría que saber. Pero no ahora.
—¿Dónde está Rosie? —le preguntó, cambiando de tema.
Tenía como norma y costumbre recoger a su hija pequeña de la escuela todos
los días, pero con motivo de su cita con el banco había tenido que pedirle a Amy que
la sustituyera. No sabría qué hacer sin aquella mujer de pelo gris, gordezuela y

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rebosante de buena salud, que llevaba trabajando en Farthings Hall desde que tenía
memoria para recordarla. Amy había hecho todo lo posible para llenar el vacío de
cariño que dejó en Claudia la muerte de su madre, cuando sólo contaba diez años.
Amy llevó a Claudia a la cocina para darle un zumo de naranja.
—¡Oh, me olvidaba de decírtelo! Pero Jenny no va a poder venir esta tarde…
Dice que se ha resfriado —Guy Sullivan se levantó lentamente—. Mira, yo puedo
ayudar a Amy en la cocina… De manera que tú puedas ocupar el lugar de Jenny y
servir las mesas.
—No, papá —Claudia declinó la oferta de manera automática. Su padre estaba
debilitado física y emocionalmente, y todavía necesitaba del mayor descanso
posible—. Amy y yo nos las arreglaremos.
Desde que Tony discutió con Chef seis meses atrás, por un motivo que Claudia
jamás llegó a saber, Amy y ella, con la ayuda de Jenny, se habían dedicado a llevar el
restaurante reduciendo y simplificando el menú. Tony se había mostrado reacio a
contratar un nuevo cocinero, y ahora Claudia comprendía la razón. Al día siguiente
tendría que anular los anuncios solicitando nuevos trabajadores experimentados, si
querían que el hotel y el restaurante siguieran funcionando. Ya no tenía sentido. El
negocio, su hogar, tendría que ponerse en venta.
—¿Por qué no descansas fuera, papá? Hace un día magnífico, y hay que
disfrutarlo —estuvo a punto de añadir «mientras se pueda», pero logró detenerse a
tiempo—. Voy a dar de comer a Rosie y tomaremos el té en la terraza.

Diez días después, Amy le formuló a Claudia una pregunta retórica:


—¿Supongo que todavía no le has contado a tu padre la mala noticia, verdad?
—llenó una taza de café solo bien cargado, y se la tendió—. Parecía muy contento,
casi como si hubiera vuelto a ser el mismo, cuando su amigo fue a buscarlo esta
mañana, así que no puede saber que su casa va a ser vendida de manera inminente.
—Soy una cobarde —admitió Claudia con expresión cansada, tomando la taza
de humeante café—. Pero cada día se recupera un poquito más. Y cuanto más se
recupere, mejor podrá soportar este nuevo golpe.
—¿Y qué pasa contigo? —demandó Amy—. El golpe también te afecta a ti. Tu
marido murió; había estado jugando con esa madame, Helen, tu propia madrastra.
¿Puedes creerlo? Ya… —su redondo rostro se tornó colorado—. Ya sé que no
debemos hablar mal de los muertos, pero… Bueno, tú también has recibido muchos
golpes, ¿por qué habrías de guardarte este último para ti sola?
—Porque yo no he tenido tres ataques al corazón en los últimos años y porque
yo no amaba a Tony, mientras que papá adoraba a Helen —Claudia bajó la mirada a
la taza que sostenía entre las manos, y frunció ligeramente el ceño—. Bueno, creo que
no tengo tiempo para beberme esto; tengo que irme ya…

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—Claro que tienes tiempo —asentó firmemente Amy—. Ese tipo, Hallam, no va
a pasar un dedo por los marcos de los cuadros buscando un poco de polvo, o a mirar
como un maniático debajo de las camas. No has estado ni un minuto quieta,
moviéndote como un gato escaldado desde que volviste de recoger a Rosie en la
escuela, así que bébete el café e intenta relajarte un poco. A mí no me engañas: Eres
igual que mi hija. Desde el principio supe que tu matrimonio con Tony Favel no era
por amor. Cuando te casaste con él todavía echabas de menos a Adam… Sí, no me
mires con esa cara… Sabía cómo te sentiste cuando se evaporó de repente. Pero como
te he dicho antes, Tony y tú os llevabais bien, nada más; tú no lo odiabas, así que lo
ocurrido tuvo también que significar un duro golpe para ti.
Claudia miró a su vieja amiga por encima del borde de la taza mientras tomaba
un nuevo sorbo de café. ¿Qué más sospecharía… O sabría Amy? No deseaba pensar
en eso. Dejó la taza sobre la mesa y decidió cambiar de tema de conversación.
—¿Cuantas mesas han reservado para esta tarde?
—Todas —Amy recogió las tazas y las metió en el lavaplatos—. Me atrevo a
decir que vamos a tener que trabajar mucho para que podamos vender esto como un
negocio boyante. Pero gracias a Dios que estamos al final de la temporada…
Recorriendo con la mirada la cocina de aspecto impecable. Claudia asintió
convencida. Ya estaban a principios de Octubre y desde finales de Septiembre no
habían hecho ninguna reserva más, así que en ese aspecto no tenían por qué
preocuparse. Tampoco servían comidas, sino solamente cenas durante el resto del
año, y eso era algo de lo que tenían que estar realmente agradecidas.

«Y hay más motivos para ello», se decía Claudia minutos después mientras
tomaba un buen baño caliente. La vida no era tan mala, después de todo; también
tenía sus débiles destellos de buena suerte. El director del banco no era ningún ogro.
En la entrevista que había mantenido con él hacía diez días, se había mostrado
bastante compasivo. Después de pintarle un cuadro sombrío de las perspectivas de
Farthings Hall y de recomendarle que vendiera cuando aún estaba a tiempo, con el fin
de cubrir las considerables deudas, le había advertido:
—Antes de poner públicamente en venta la propiedad, le sugiero que contacte
con el Grupo Hallam… ¿Ha oído hablar de él?
Claudia había respondido afirmativamente; ¿quién no lo conocía? Nadie con un
mínimo contacto con el negocio hotelero podría ignorar la existencia de aquella
enorme y selecta firma. Fue entonces cuando sintió una repentina náusea, y atribuyó
aquel malestar a las numerosas impresiones que había recibido recientemente. El
director del banco había pedido por el interfono a su secretaria que les sirviera una
bandeja de té, antes de continuar con sus explicaciones sobre el Grupo Hallam.
—Hoteles de alta calidad y complejos de actividades de ocio; siempre en
primera línea. Como probablemente sabrá, se trata de una compañía principalmente
familiar, y Harold Hallam era su principal accionista. Hace cerca de un año que

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falleció y corre el rumor de que su heredero quiere ampliar el negocio y adquirir


nuevas propiedades —se había interrumpido por un momento para servir el té, antes
de hacerle una insistente sugerencia—: Si puede lograr que se interesen por Farthings
Hall y efectuar una venta rápida, eso será mucho mejor… Para usted y para su padre.
Le sugiero que le pida a su abogado que se ponga en contacto con ellos.
Un consejo muy provechoso, porque el día anterior, su abogado le había
telefoneado para decirle que una persona del Grupo Hallam iría a visitarla esa misma
mañana, con la intención de hablar de la posibilidad de una venta privada.
—No se comprometa a nada, y recuerde que solamente se trata de una visita
indagatoria, una entrevista informal para discutir de los principios generales previos.
Eso le convenía a Claudia. Y aún le convenía más la invitación que David
Ingram le había hecho a su padre. Los dos eran vecinos y amigos desde la infancia, y
David le había propuesto pasar a buscarlo a la mañana siguiente: después de comer
juntos, podrían jugar una partida de ajedrez.
Claudia había respirado de alivio cuando su padre aceptó la invitación. Así
podría mantener su entrevista con el representante de Hallam sin que él se enterara
de nada.
Y Rosie también se encontraba ausente, a salvo de todo en la escuela. De haber
estado en casa, no habría querido despegarse en ningún momento de su madre. Y
mantener una conversación de negocios con una niña de cinco años al lado, habría
sido, cuando menos, poco serio.
El problema estribaba en que después de la muerte de su padre y de Steppie,
como prefería llamar a Helen. Rosie se había convertido en una niña excesivamente
dependiente. Y eso a pesar de que ninguno de los dos había pasado mucho tiempo
con la pequeña. De hecho, tenían la mala costumbre de desaparecer cuando Rosie
caía enferma o simplemente se ponía un poco pesada.
Su repentina muerte debía de haber dejado un profundo vacío en la vida de la
niña. Pero quizá había sido aún más traumática la enfermedad de su querido abuelo
y su consecuente necesidad de reposo y descanso.
Claudia suspiró y salió de la bañera. El representante de Hallam llegaría dentro
de una media hora. No podía recordar si su abogado le había mencionado su
nombre; le bastaría llamarlo «señor Hallam», porque su visitante era el heredero del
difunto Harold Hallam, seguramente su hijo.
Pensó en la ropa que debería ponerse, y se decidió por un sencillo traje de lino
gris, con una blusa de seda color crema. Un atuendo algo sobrio y formal, muy
adecuado para una joven viuda.
Se recogió su sedosa melena de color castaño claro, y cuando se disponía a
maquillarse, pensó distraída en aquel álbum de fotos que había estado hojeando a la
vuelta de su entrevista con el director del banco. Y de manera particular, recordó
aquella única foto en la que aparecía ella.
Cómo había cambiado… Su figura había perdido sus generosas curvas.
Después del nacimiento de Rosie había recuperado la silueta, pero los traumas de las

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últimas semanas la habían afectado mucho y había perdido demasiado peso. La


Claudia de aquella vieja fotografía había sido una chica alegre y optimista, de abierta
y sincera sonrisa.
La imagen del espejo en el que se estaba mirando en aquel instante, le
presentaba una Claudia mayor, más sensata, con un cierto toque cínico y una fuerza
de voluntad impresionante. Ya tenía veinticuatro años, la edad que tenía Adam
Weston cuando se encontraron por primera vez.
Y había otra diferencia más: La Claudia del espejo estaba arruinada, mientras
que la chica de la fotografía todavía era heredera de una considerable fortuna.
Porque en eso había radicado su capacidad de atracción, por supuesto. Aún
recordaba con absoluta y dolorosa exactitud la ocasión en que descubrió aquella
verdad tan traumática.
Helen se lo había dicho. Sentada en el borde de su cama, en ropa interior, con
un aspecto absolutamente furioso, mientras le agarraba una mano a Claudia como si
buscara su compasión:
—¿Sabes lo que ese canalla de Adam Weston se ha atrevido a decirme? ¡Apenas
puedo creerlo! ¡Me ha dicho que no tengo por qué sentirme ofendida porque él haya
estado… Jugando contigo! ¡Ofendida! ¡Como si pudiera estar interesada en un
fracasado como él! ¡Como si quisiera mantener alguna furtiva aventura con un pobre
vagabundo, estando casada con un hombre tan bueno y cariñoso como tu padre!
Pero así están las cosas, querida… —le había soltado la mano con violencia, antes de
envolverse en su bata encarnada—. Dice que ha estado tonteando contigo porque
eres la heredera de tu padre. Que estarías de acuerdo en casarte con él, al menos eso
es lo que dice, y que una vez que se case contigo, tu padre no se opondrá a complacer
sus deseos de una vida llena de lujos… Si no quiere perderte para siempre. Yo sólo
espero, querida, que no le hayas dejado ir demasiado lejos, y que no te hayas
enamorado de él o hayas cometido una estupidez parecida…
Claudia había tenido que cerrar los ojos para disimular su dolor. Había ansiado
gritarle que eso no era verdad, que Adam la amaba, la amaba por sí misma, que no le
preocupaba ni Farthings Hall ni la fortuna de su padre. Pero Claudia nunca se había
mentido a sí misma. Y si aún no tenía suficientes pruebas, allí estaba aquella
conversación que mantuvieron en su primera cita.
No había sido un accidente que Adam la encontrara en las cercanías de la vieja
rulot, detrás de los invernaderos, varias horas después de que Helen se lo presentara.
Y tampoco que Claudia llevara en aquel momento unos diminutos pantalones cortos
y la mejor de sus camisetas sin mangas, exhibiendo su magnífico bronceado.
El corazón se le había acelerado salvajemente mientras se acercaba a la puerta
abierta de la rulot, pero se había dicho a sí misma que no fuera estúpida. Ella, como
la hija de su jefe, tenía una excusa perfecta para presentarse allí.
Podía escucharlo moviéndose dentro, silbando ligeramente, y antes de que ella
pudiera golpear en la puerta o llamarlo, Adam apareció en el umbral, vestido nada
más que con sus vaqueros cortos y con una toalla al hombro. En lugar de sus pesadas
botas de trabajo, calzaba unas zapatillas deportivas.

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—Hola, otra vez —la saludó, sonriéndole.


Durante unos segundos Claudia no fue capaz de hablar, ruborizándose
intensamente.
—Yo… —se dijo nerviosa que había cometido un enorme error. El simple hecho
de verlo allí, frente a ella y sonriéndole de una manera tan sexy, le había debilitado
las piernas, le había hecho arder por dentro. Su profunda aspiración había resultado
evidente por la manera en que se le había tensado la fina camiseta de algodón, y
sabía que él lo había notado porque había bajado la mirada hasta su pecho, con sus
largas pestañas velando su expresión—. Me estaba preguntando si necesitabas algo
más… Hacía siglos que no se usaba esta rulot, al menos desde…
—Todo está bien. Esa ama de llaves tan amable… ¿Amy, verdad? Me ha
abastecido con un juego de sábanas y toallas, alimentos… Y además todo está
impecablemente limpio.
Había bajado los escalones de la entrada, y Claudia no había podido evitar
sentir una punzada de decepción. Había esperado que él la invitara a pasar para
verlo por sí misma. Pero lo que le dijo a continuación fue incluso mejor, más de lo
que había esperado:
—Me han dicho que hay un camino que cruza el valle hasta llegar a una cala.
Me gustaría nadar un poco. ¿Vienes?
Claudia prácticamente voló a su casa para buscar su traje de baño y volver
luego a la rulot. Aquel paseo fue maravilloso. Hablaron mucho, sobretodo Adam. La
joven le hizo algunas preguntas personales, pero él las eludió, pidiéndole a su vez
que le hablara de ella.
—Este es un lugar fantástico, mágico. ¿Qué se siente al pensar que todo esto
será tuyo algún día? Aún no, por supuesto, pero sí en el futuro. ¿Te abruma esa
responsabilidad? Ya conoces ese dicho: No descansa fácilmente la cabeza que lleva la
corona… Y todo eso.
Para entonces se hallaban sentados en la arena dorada, contemplando la puesta
de sol en el mar. No parecía que Adam necesitara una respuesta; era como si
estuviera hablando para sí mismo. Se había inclinado hacia adelante, delineando
delicadamente el contorno de los labios de Claudia con la punta de un dedo.
—Eres encantadora.
Y después de aquello todo había sido muy sencillo. Adam la había engañado
con el dulce cebo del sexo, aprovechándose de sus estúpidas fantasías acerca de un
amor para toda la vida…
Claudia parpadeó, disgustada consigo misma, y desechó todos aquellos
recuerdos. No sabía por qué había pensado en todo aquello: Adam, su traición, su
pérdida…
Se recuperó y abandonó rápidamente el dormitorio para bajar las escaleras en
dirección a la biblioteca. Le había pedido a Amy que llevara al señor Hallam allí
cuando llegase a las once y media, y que les sirviera el café en esa estancia.

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Miró su reloj y ahogó una exclamación. Eran las doce menos veinticinco.
Seguramente el señor Hallam ya la estaría esperando en la biblioteca…

—¡Ya ha llegado! —exclamó Amy con tono urgente, apareciendo al pie de la


escalera—. Le he dejado en la biblioteca después de decirle que te reunirías
enseguida con él y yo me disponía a avisarte…
—Lamento haberme retrasado.
Claudia le regaló a Amy una reconfortante sonrisa. Debería haber estado allí
para saludar al recién llegado, por supuesto, pero solamente se había retrasado
algunos minutos, lo cual a fin de cuentas, no eran tan grave como parecía indicar el
nervioso comportamiento de su ama de llaves.
—Espera… —Amy la tomó de un brazo—. No lo comprendes… No se trata del
señor Hallam, es que…
—¿Me recuerdas?
La puerta de la biblioteca se había abierto, y en el umbral se recortaba la
impresionante figura de Adam Weston, impecablemente vestido.
—Porque yo sí que me acuerdo de ti —dio un paso hacia adelante, con los ojos
fijos en los labios de Claudia—. ¿Cómo habría podido olvidarte? —esbozó una
sonrisa sensual, que no llegó hasta sus ojos—. ¿Podrías servirnos un café, Amy? —le
preguntó a la impresionada ama de llaves—. La señorita Favel y yo tenemos mucho
de qué hablar.

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Capítulo 2
Silencio. Claudia apenas era capaz de respirar, y mucho menos de pronunciar
palabra alguna. ¿Cómo se había atrevido a aparecer de esa manera? Luego, el denso
silencio pareció atenuarse un tanto, salpicado lentamente por una serie de sonidos
cotidianos. El profundo tictac del reloj de pared; procedente del jardín, el murmullo
de la cortadora de césped manejada por Bill, el nuevo empleado; la voz de Amy,
musitando palabras incomprensibles, y el latido salvaje de su propio corazón.
Por una parte él había cambiado, y por otra no; ese fue el primer pensamiento
que se le ocurrió. A la edad de treinta años, Adam Weston era un hombre
espectacularmente atractivo. Su cabello oscuro, que antes solía llevar largo,
presentaba en aquel momento un corte impecable, y sus hermosos rasgos parecían
haberse endurecido, haber ganado fuerza durante los últimos seis años. Llevaba un
traje de color gris oscuro, de elegante diseño, en lugar de los vaqueros cortos y las
viejas camisetas que habían constituido su atuendo habitual durante aquel largo y
cálido verano, cuando ella lo había amado tanto…
Obviamente, al fin se había casado con una rica heredera. Pues bien, ¡bravo por
él!, se dijo cínicamente, preguntándose si habría ido allí a jactarse de lo bien que lo
había hecho, a pavonearse de su riqueza ahora que ella se encontraba en la
bancarrota.
—¿Qué es lo que deseas, Adam? —su voz era tensa, frágil y temblorosa como la
de una anciana. Sabía que ya no se parecía en nada a la joven alegre y saludable de
dieciocho años a la que él había seducido años atrás. No necesitaba que su mirada de
disgusto le transmitiera ese mensaje—. Estoy esperando una visita. ¿Te importaría
marcharte?
—Estás esperando mi visita —replicó él, mirándola con una expresión tan dura
y fría como su voz—. Del grupo Hallam —le recordó, como si pensara que era una
estúpida.
¿Acaso no había pensado eso de ella?, se preguntó Claudia, dolida. Pensaría
que tenía hormonas trastornadas donde otras personas tenían cerebro. Que había
sido una incauta al apresurarse ciegamente a contraer matrimonio con un
advenedizo que sólo había estado interesado en poner las manos en sus bienes, que
por aquella época habían sido bastante considerables.
En sólo unas pocas semanas, Adam había conseguido seducirla, enamorarla,
convencerla para que aceptara su propuesta de matrimonio. Y lo único que la había
detenido en su camino hacia el altar había sido la evidencia que había visto con sus
propios ojos… Adam saliendo del dormitorio de Helen, tenso y furioso. Tan furioso
que no había visto a Claudia en lo alto de la escalera de servicio.
Y Helen. Helen sentada en el borde de la cama, en ropa interior. También
furiosa, escupiendo aquel veneno acerca de que Adam sólo estaba interesada en ella
por su fortuna, apagando completamente la llama de su amor por él con estas
palabras: Debe de haberme visto entrar aquí… Sabe que tu padre está fuera. Me disponía a

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tomar una ducha… Él entró de repente y empezó a decirme que siempre me había deseado y
que podíamos divertirnos juntos… Como dos adultos. Que estaba harto de juguetear con una
niña, sólo una niña, a la espera de que algún día disfrutara de su fortuna. Se refería a ti…
¡Pobrecita! Y luego… Que el cielo me ayude… Le dije que hiciera las maletas y que saliera
cuanto antes de Farthings Hall. Le dije que se arrepentiría si se atrevía a seguir en la
propiedad para cuando volviera tu padre…
Claudia desechó todos aquellos recuerdos y volvió a la realidad.
—Me dijeron que vendría el heredero del señor Hallam… —pronunció en ese
momento con voz tensa, dolida, y añadió insultante—: Y no el chico de los recados.
—Siempre pensé que tenías muy buenos modales —Adam sonrió fríamente;
dio media vuelta y caminó despacio hacia la biblioteca, mientras continuaba
hablando—: Harold Hallam era el hermano de mi madre. No se casó. Yo heredé su
participación mayoritaria en el grupo. Quizá ahora podamos empezar a hablar, una
vez que ya conoces mis credenciales. A no ser, por supuesto, que ya no estés
interesada en cualquier oferta que mi compañía pueda hacerte.
Desorientada, Claudia lo miró fijamente.
—Así que al fin lo conseguiste…
En realidad no se dio cuenta de que había expresado ese pensamiento en voz
alta hasta que Adam se volvió hacia ella desde la puerta de la biblioteca.
—Eso parece.
Claudia levantó la barbilla en un gesto de desafío; la mirada de sus ojos azules
resultaba más fría que nunca. Después de lo que le había hecho, ¿realmente esperaba
Adam que la hiciera avergonzarse por su brusco comportamiento? ¿En serio
esperaba que le presentara sus disculpas? Le proporcionaría una enorme satisfacción
pedirle que se marchara de inmediato.
Pero Adam desapareció en la biblioteca, como si le perteneciese aquella casa, y
Claudia, suspirando profundamente, no tuvo más remedio que seguirlo. En ese
momento se dio cuenta de que Amy se encontraba detrás de ella, sosteniendo la
bandeja del servicio de café, y se puso a un lado para dejarla pasar.
La anciana dejó la bandeja sobre la gran mesa, y una enorme sonrisa iluminó su
rostro mientras comentaba maravillada:
—Vaya, joven Adam… ¿Quién habría pensado que…?
—Gracias, Amy —la interrumpió suavemente Claudia.
Amy siempre había tenido una especial debilidad por Adam, y años atrás había
procurado que estuviera lo más cómodo posible en su rulot, abasteciéndolo de todo
lo necesario. ¡Y él siempre había contado con su provechosa habilidad para seducir a
cualquiera que pudiese proporcionarle algún bien! Claudia empezó a servir el café,
sin leche y sin azúcar como sabía que le gustaba a Adam.
—¿Enciendo el fuego de la chimenea? —sugirió Amy, todavía reacia a
marcharse—. Hace un poquito de frío…

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La mujer ya se dirigía hacia la chimenea de piedra, pero Adam se lo impidió,


sonriendo.
—Estamos bien, Amy, de verdad. Además, después de que tomemos el café, la
señorita Favel y yo iremos a comer a un pub tranquilo, pero gracias por tu solicitud.
Aquel hombre había adquirido autoridad, pensó irónicamente Claudia mientras
Amy se retiraba. Toneladas de autoridad. Pero nada de lo que le dijera conseguiría
convencerla para que comiera con él. Tan pronto como la anciana cerró la puerta,
pronunció muy seria:
—Siento haberte hecho perder el tiempo, pero después de todo he decidido no
hacer ningún negocio con tu compañía.
—¿Tan gran sacrificio eres capaz de hacer con tal de ahuyentarme?
La leve sonrisa que le regaló mientras tomaba su taza de café fue como un
insulto condescendiente. Claudia podía sentir que todo su cuerpo, cada hueso, cada
músculo, se tornaba rígido de tensión. Durante los seis últimos años realmente había
creído superar lo que Adam le había hecho, con su cruel y malvada traición. Si
alguien le hubiera dicho que verlo otra vez la afectaría de esa forma, debilitándola
hasta ese punto con una simple mirada de sus ojos grises, se habría reído a
carcajadas.
Adam apuró su café, mirándola fijamente por encima del borde de la taza.
—Yo también me he llevado una fuerte impresión, Claudia. Eras la última
persona a la que esperaba ver esta mañana.
Sentándose frente a él, Claudia arqueó una ceja con gesto irónico.
—¿A quién esperabas ver entonces? ¿A la Viuda Alegre? No podías haberte
olvidado de a quién pertenecía Farthings Hall.
—Hace seis años la propiedad pertenecía a tu padre, Guy Sullivan. No había
vuelto a pensar en este lugar hasta que esta venta inminente llamó mi atención. El
apellido Favel no me decía nada. Tu padre… —por primera vez pareció vacilar,
como si se hubiera dado cuenta de que el cambio de dueño quizá significara que Guy
Sullivan había fallecido—. Tu padre siempre fue muy amable conmigo… —añadió
con tono suave.
«¡Sarcástico canalla!», exclamó para sí Claudia. Aquel día se había asegurado de
evaporarse en su moto antes de que regresara su padre, así que no había tenido
forma de saber lo que Guy Sullivan habría dicho o hecho si le hubieran contado,
como Helen había amenazado con hacer, lo sucedido durante su ausencia.
Había recibido el trato que se merecía de Claudia y de Helen. ¿Le habría
causado placer remachar el hecho, de que durante aquellos seis largos años, ni
siquiera había pensado ni una sola vez en ella? De todas formas, decidió sacarlo de
sus dudas en ese aspecto.
—En este momento mi padre se encuentra visitando a un amigo —le informó, y
de inmediato pudo ver el evidente alivio que reflejaba su expresión.
—¿Pero tú eres la dueña actual?

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—Sí.
—¿La única propietaria?
Claudia asintió con la cabeza, y como si la situación no le agradara demasiado,
Adam murmuró:
—Entonces tú y yo tendremos que negociar. A estas alturas, no hay necesidad
de que vea la propiedad; la recuerdo perfectamente.
Claudia se obligó a permanecer inmutable ante ese significativo comentario.
Adam podría haberse olvidado de ella, pero durante ese tiempo no había tenido
ningún problema en recordar perfectamente cada detalle de la propiedad. Años
atrás, juntos, habían visitado hasta el último rincón. Los jardines, los prados, el litoral
y el valle que conducía hasta la cala. Habían paseado de la mano por todos aquellos
lugares, inmensamente felices. O al menos eso era lo que ella había pensado.
Y Adam obviamente, también conocía el interior de la casa lo suficientemente
bien, como para ir directamente al dormitorio de Helen en el momento adecuado.
Jamás se había molestado en localizar la habitación de Claudia. Le había hecho el
amor en múltiples lugares: sobre el suave césped de los prados, a la luz de la luna;
sobre la dorada arena de la cala, incluso en la estrecha litera de su rulot; pero nunca
allí, en la casa.
¿Le habría guardado demasiado respeto a Helen, se habría sentido demasiado
intimidado por ella para intentar seducirla al aire libre, furtivamente, o en su
destartalada rulot? ¿Habría decidido que tendría mayores posibilidades si lo hacía en
su cómodo dormitorio, entre las sábanas de satén de su lecho?
—Dado que el restaurante de aquí no sirve comidas en temporada baja, te
sugiero que vayamos a un tranquilo pub y hablemos de todo esto mientras comemos.
Claudia no pudo menos que sorprenderse. Adam se estaba comportando como
si nada hubiera sucedido entre ellos en el pasado, o como si lo que hubiera sucedido
no mereciera la pena ser recordado. A cada momento se sentía más furiosa. Quizá la
única forma de que alguien pudiera vivir con el recuerdo de su propio y despreciable
comportamiento fuera precisamente ignorándolo, algo que Adam parecía haber
conseguido.
Se levantó para dejar su taza sobre la bandeja. Su expresión era fría, tranquila,
disimulaba bien su agitación interior. Estaba a punto de repetirle que no deseaba
hacer ningún negocio con él, pero antes de que pudiera llegar a pronunciar las
palabras, Adam señaló con tono tranquilo:
—Estás casada.
Eso tenía que ser evidente, por supuesto, dado su cambio de apellido. La
reacción de Adam se le antojaba absolutamente distante. ¿Pero por qué habría
debido de reaccionar de otra forma? En todo caso, nunca había llegado a sentir por
ella más que un puro y simple deseo sexual.
—Sí —el labio inferior le estaba temblando—. ¿Y tú?

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—No. Pero eso no es relevante. ¿Tu marido no comparte contigo la propiedad?


—el gris de sus ojos se había tornado, si eso era posible, aún más frío, y sus labios
habían esbozado una falsa sonrisa—. No te pongas tan a la defensiva, señorita Favel.
Mi interés por ti y por tu marido no es personal. Sólo por motivos profesionales
necesito saber exactamente con quién voy a negociar.
Era muy astuto, eso Claudia tenía que reconocérselo. Se sentía intimidada y
Adam lo sabía simplemente leyendo el lenguaje de su cuerpo. Y si era sincera, tenía
que admitir que se había sentido amenazada por Adam desde que seis años atrás,
entró por primera vez en su vida. Él había amenazado su felicidad, su inocencia, su
incuestionable seguridad en la bondad intrínseca del ser humano. La había
amenazado y destruido. Así que tenía todo el derecho del mundo a ponerse a la
defensiva.
—Yo soy la única propietaria —no veía razón alguna para revelarle la muerte
de Tony—. Sin embargo, todo esto, como tú mismo has dicho, no es en absoluto
relevante. Quizá no me hayas escuchado, pero antes te he dicho que he decidido no
hacer negocios con tu compañía.
—Claro que te he escuchado —replicó secamente—. Si prefieres probar suerte
en el mercado público, y cruzas los dedos para lograr engañar a alguien y
convencerlo de que este lugar tiene el respaldo financiero suficiente, en vez de
aprovechar las evidentes ventajas de negociar en privado con una compañía como el
grupo Hallam… Bueno, eso es decisión tuya…
Adam se había levantado y en aquel momento estaba justo detrás de ella.
Claudia podía oler su profundo aroma masculino, y eso la turbaba, la desorientaba.
Podía entender perfectamente por qué siendo una jovencita, se había enamorado
locamente de él, se le había entregado por entero, y habría sido capaz de ofrecerle su
vida si así se lo hubiera pedido.
Claudia sintió un nudo en la garganta, mientras nerviosa, se apresuraba a poner
cierta distancia entre ellos. En realidad detestaba admitirlo, pero sabía que Adam
tenía razón. Una venta privada con el grupo Hallam le ahorraría muchas molestias y
problemas. Una compañía tan segura como la suya no regatearía un precio justo.
Necesitaba realizar la venta más ventajosa posible con el fin de poder saldar sus
cuantiosas deudas.
Una rápida y discreta venta privada también le facilitaría las cosas con su
padre. Así no tendría que padecer las murmuraciones que precedían a toda subasta
pública.
El libro que Claudia había estado leyendo recientemente descansaba sobre una
mesa lateral. No le había gustado. Lo tomó en ese instante para ocupar en algo sus
manos nerviosas, y para darle a entender que había recuperado perfectamente la
compostura y que le resultaba indiferente su presencia. Pero le temblaron los dedos
cuando intentó colocarlo en un lugar de la estantería. Y se le cayó al suelo, de forma
que la fotografía que se había deslizado entre sus páginas, en la que figuraba ella con
su hija Rosie, fue a aterrizar sobre la alfombra persa.

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Adam había recogido rápidamente el libro antes de que ella tuviera tiempo
para pensar en nada, y se lo entregó de inmediato, quedándose en cambio con la foto
para observarla con atención. Claudia se sintió físicamente enferma, y se llevó una
mano a los labios.
—¿Tienes una hija? —le preguntó él con voz áspera.
—Mira… En cuanto a lo de la comida, acepto. Podemos hablar de negocios en
un terreno neutral… —habría sido capaz de decir cualquier cosa con tal de cambiar
de tema de conversación, de distraerlo de la contemplación de aquella imagen. Le
quitó la fotografía de las manos y se alejó de él, murmurando un sencillo «gracias» de
camino hacia la puerta; podía sentir su mirada fija en su espalda—. Voy a recoger mi
bolso y a avisarle a Amy de que me voy. Espérame unos minutos.

De regreso en su dormitorio, se presionó con los dedos las sienes, que le ardían.
Si el último mes y medio había sido una verdadera pesadilla… ¡La aparición de
Adam Weston había sido la gota que colmaba el vaso! Después de su entrevista con
el director del banco, ingenuamente había imaginado que nada podría ser peor que
eso. ¡Qué equivocada había estado!
Contempló su imagen en el espejo del tocador. Tenía un aspecto demacrado,
triste. Encogiéndose de hombros, guardó la fotografía y recogió su bolso. ¿Qué podía
importarle su propio aspecto?, se preguntó.
Adam no estaba interesado en ella, y menos aún en su apariencia. Nunca lo
había estado. Lo único que le había interesado eran sus bienes.
Por otro lado, Claudia tampoco deseaba que Adam se interesara por ella. Por
supuesto que no. Ya no era una adolescente estúpida e ingenua. Podría enfrentarse
con aquella situación; podría soportar una comida en compañía de aquella serpiente.
Por el bien de su padre y de su hija, podría soportarlo y conseguir el mejor precio de
venta posible por su casa.
Pero aparentemente, no parecía muy preocupado por los negocios. Y ella
también dejó de preocuparse por ello tan pronto como se dio cuenta de dónde
estaban.
El pub El Unicornio. El nombre de un animal mítico. Había sido precisamente
allí donde él le había declarado su amor también mítico hacía ya tantos años, pensó
amargamente mientras contemplaba el edificio de piedra del pub.
—¿Te acuerdas? —le preguntó en ese instante Adam, ante el volante de su
deportivo.
—¿Debería hacerlo? —inquirió ella mientras salía del coche.
Por supuesto que lo recordaba. El pequeño pub se hallaba medio escondido en
un estrecho valle boscoso. Durante todo ese tiempo no había regresado, pero cada
detalle había permanecido imborrable en su memoria. Sin embargo, no estaba

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dispuesta a darle la satisfacción de saber que había pensado muchísimo en ese lugar
después de aquella noche…
Habían llegado allí en su moto durante una gloriosa tarde, para compartir una
sabrosa empanada de Cornualles condimentada a la manera de la región, y regada
con buena sidra del lugar. Después de la comida, se habían sentado en uno de los
bancos del jardín, y Adam le había enjugado delicadamente una gota de sidra de los
labios con el pulgar, mientras le confesaba con voz cálida y vibrante:
—Te amo, Claudia. Te quiero. Para siempre. Y ahora ya lo sabes —sus ojos se
habían detenido en su boca, y Claudia sabía que tenía intención de besarla—.
Cuentas con el resto del verano para acostumbrarte a la idea de tenerme a tu lado
amándote, queriéndote…
Claudia no había necesitado del resto del verano para acostumbrarse a eso. Se
había quedado extasiada con la idea de que Adam la amara y deseara.
Adam ya la había tocado antes, por supuesto, pero habían sido pequeños besos,
leves caricias. Después de su declaración de amor, ella se había convencido de que
habría más; de que ninguno de los dos sería ya capaz de contenerse por más tiempo.
No habían hablado mucho sobre eso. Volvieron en silencio a Farthings Hall en
su moto, y mientras se agarraba firmemente a su cuerpo, Claudia había sabido lo que
se sentía realmente al estar en trance, como si estuviera soñando. Para entonces ya
había salido la luna, y después de aparcar la moto al pie de la rulot. Adam la había
tomado de la mano para alejarse con ella.
Claudia no le preguntó a dónde se dirigían. No tenía necesidad de hacerlo. De
alguna manera, había intuido que sería en la cala donde se entregase por primera vez
al hombre al que siempre amaría.
Sólo que aquella predicción de amor no se había cumplido, por supuesto, se
recordó con decisión mientras cruzaba el aparcamiento del pub, precediendo a
Adam. Su amor había muerto en el mismo momento en que supo la verdad de labios
de Helen. Y ella misma habría preferido la muerte antes que dejarle saber que
conservaba intacto en su memoria el recuerdo de aquel verano.
El Unicornio ostentaba la reputación de servir una excelente y a la vez sencilla
comida casera. Una vez sentados a la mesa Adam le ofreció el menú, pero Claudia
dejó la carta a un lado, sin abrirla.
—Tomaré solamente una ensalada y café.
Y añadió para sus adentros que sería estúpido pedir algo más, cuando debido a
los nervios, tenía el estómago tan revuelto.
—¿Es así como has perdido tanto peso? —inquirió él, arqueando una ceja.
Así que Adam no se había olvidado completamente de ella… La recordaba
suficientemente bien como para poder comparar a la macilenta mujer que tenía
delante con la jovencita de aspecto saludable que había conocido.

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—Hemos venido aquí a hablar de negocios —le recordó Claudia, desdoblando


su servilleta y colocándosela sobre las rodillas—. Te sugiero que vayamos
directamente al grano, sin descender a ningún tema personal.
—¿Descender? —Adam estuvo a punto de sonreír—. En el pasado, cuando
abordábamos temas personales, creo recordar que la cosa ascendía, no descendía…
Partió un trozo del pastel de marisco que había pedido, pero no se lo llevó a los
labios, mirándola fijamente.
Claudia procuró ignorar el doble significado de sus palabras y concentró su
atención en la ensalada. Segundos después, se las arregló para contener su
nerviosismo cuando él se reclinó en el respaldo de su silla mientras le preguntaba:
—¿Cómo se llama tu hija?
—Rosie.
Detestaba decírselo, pero difícilmente podría negarse. Lo último que deseaba en
el mundo era hablar de su preciosa hija con Adam.
—Un nombre muy bonito. Rosie Favel; suena a campanilla. ¿Favel? ¿Conozco a
tu marido?
Claudia suspiró. Aquello no le incumbía a Adam. Le habría dicho precisamente
eso, pero los asuntos prácticos tenían prioridad. Tenía que pensar en el futuro
bienestar de su padre y de su hija. Comportarse de forma grosera con él no la
ayudaría. Removió lentamente su café solo, mientras se esforzaba por conservar la
paciencia.
—Quizá —respondió, antes de beber un sorbo. Sabía sin embargo, que Adam
no se iba a quedar tranquilo con esa respuesta—. Probablemente lo viste en alguna
ocasión durante aquel verano en el que trabajaste aquí. Tony era el contable de mi
padre.
—El tipo bien peinado que siempre parecía estar pegado a tu madrastra —
repuso Adam con tono amargo, esbozando una mueca de desprecio.
Claudia se preguntó por el motivo de aquella reacción. ¿Quizá porque Helen
había rechazado sus propuestas, prefiriendo en cambio las atenciones de su presunto
primo lejano? ¿O tal vez porque ya entonces había visto lo que su padre y ella habían
tardado tanto en descubrir? La secreta relación que los unía. Se ruborizó
intensamente. Aquel pensamiento le dolía y de alguna manera, resultaba incluso
humillante.
—Tiene que ser por lo menos veinte años mayor que tú.
La mirada de Adam era fría, como si la despreciara de manera absoluta.
—Doce, en realidad —lo corrigió acalorada—, aunque eso no importa. Era un
hombre bueno y amable.
—Me alegro por ti. Entonces, ¿cuándo te casaste con ese donjuán entrado en
años?

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—En Octubre —respondió molesta—. Hace exactamente seis años. ¿Satisfecho?


—pensó que Adam no había reparado en su anterior uso del tiempo pasado y frunció
el ceño, preguntándose por un instante por qué no le había dicho directamente que
Tony estaba muerto. Conocía de sobra la respuesta. Porque no podía permitirse
dejarle saber demasiado sobre su situación—. Quizá ahora podamos cambiar de tema
y hablar de lo que nos ha traído aquí.
—Muy bien —Adam apuró su café—. ¿Qué edad tiene Rosie?
Los ojos azules de Claudia echaban chispas de furia.
—Ignoro lo que tenga que ver la edad de mi hija con la venta de Farthings Hall
—dejó su servilleta sobre la mesa, recogió su bolso y se levantó—. Mucho me temo
que no tenías intención alguna de hacerme una oferta, y que me has traído aquí con
el único propósito de causarme las mayores ofensas posibles porque hace seis años,
¡tuve la temeridad de dejarte plantado!
Y salió apresurada, dejando que él pagara la cuenta. Impaciente, tuvo que
esperar algunos minutos al lado del deportivo hasta que Adam se reunió finalmente
con ella.
—Me ha gustado esta escena de dignidad ultrajada.
Era la primera vez que sonreía. Su sonrisa siempre había tenido efectos letales,
y en ese sentido, nada había cambiado.
—Siento haberle hecho perder el tiempo, señor Weston.
Claudia adoptó a propósito un tono formal, y consultó su reloj. Ya debería estar
de vuelta en Farthings Hall a tiempo de recoger a Rosie de la escuela del pueblo. Rezó
para que cuando llegara ese momento, Adam ya se hubiera marchado.
—Yo también, señorita Favel —remedó su tono a la vez que le abría la puerta
del deportivo—. Pero yo no creo que hayamos desperdiciado nuestro tiempo…
Aunque hayan surgido más preguntas que respuestas.
Mientras Adam rodeaba el coche para sentarse al volante. Claudia se preguntó
qué habría querido decirle con aquel comentario. Probablemente estaría molesto por
la forma en que había sido expulsado de la propiedad seis años atrás; por esa razón,
pocos favores podría estar dispuesto a hacerle.
—Tranquilízate —le dijo él cuando se pusieron en marcha—. Enviaré a nuestro
agrimensor para que examine y estudie la propiedad. Un día de la semana que viene,
quizás. Nuestra oferta final dependerá de su informe.
Claudia hizo lo que le decía: Se relajó. Bueno, al menos se esforzó todo lo
posible por hacerlo, dada la identidad de su acompañante. Adam no había
descartado la posibilidad de una compra, así que podría mantener oculta durante
unos días más la terrible verdad a su padre, hasta que se viera obligada a
confesársela para cuando llegara el agrimensor. Cada día se recuperaba un poquito
más, así que cuanto más tiempo retrasara el momento, mejor para él.
Minutos después estarían de regreso en Farthings Hall. Después de que Adam la
dejara allí, se marcharía para no volver nunca, puesto que todos los trámites y

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negocios serían realizados con sus asesores. Y así, se decía Claudia a manera de
consuelo, podría empezar nuevamente el proceso de olvidarse de lo mucho que lo
había amado; de lo mucho que lo había odiado durante los últimos años; de…
—¿Aquella es Rosie?
El coche ya había penetrado en el sendero de grava de la entrada sin que
Claudia se diera cuenta. Su hija estaba bajando a la carrera los escalones de la puerta
principal, con su melena oscura al viento; la seguía Amy, ruborizada y jadeante.
Adam pisó el freno y Claudia prácticamente escapó del coche para acudir al
encuentro de su pequeña.
—¡Mami! Amy me dijo que estuviera pendiente del coche… ¡Te he visto venir!
—su ancha sonrisa iluminó sus preciosos ojos de un tono gris ahumado, mientras
abrazaba a su madre—. El tejado de la escuela se cayó —le informó emocionada—.
¡La escuela entera estuvo a punto de caerse!
—Solamente el techo del guardarropa, y en parte —aclaró Amy, sin aliento—.
Pero la señorita Possinger telefoneó a la hora de comer para avisarnos que hoy
dejaría salir pronto a los niños. Los albañiles harán esta misma tarde las reparaciones
necesarias.
—Vete con Amy, querida —le dijo Claudia a su hija con el corazón acelerado—.
Dentro de un minuto estaré contigo. Luego me cambiaré y podremos ir a merendar a
la cala.
No quería exponer a su hija ni un segundo más de lo necesario a la presencia de
Adam Weston. Aplacada con la perspectiva de la merienda al aire libre, la pequeña
Rosie se retiró alegremente de la mano de Amy. Todo había resultado bien. Claudia
suspiró de alivio, pero de inmediato la asaltó un escalofrío cuando Adam pronunció
con tono tranquilo y mesurado:
—Esa niña es mía.

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Capítulo 3
—¿ Qué es lo que has dicho?
—Lo que has oído —replicó Adam con tono seco, haciéndola estremecerse de
furia y de temor—. Por su edad y por su aspecto es una Weston. Esa niña no es de
Tony Favel.
Su voz era sombría, dura, como si lo que acababa de decir fuera irrefutable.
En aquel mismo momento, Claudia habría querido correr a la casa para
atrincherarse en ella como en una fortaleza, pero sus piernas se negaban a reaccionar.
—¿Y bien? ¿No lo niegas?
Lo miraba con los ojos muy abiertos, buscando en vano una salida a la pesadilla
que estaba viviendo. Exasperado por su silencio, Adam la tomó con fuerza de un
brazo y Claudia se estremeció convulsivamente, mientras sus ateridos sentidos
volvían a la vida. Haberle permitido que la tocara, como lo estaba haciendo en ese
mismo instante, era mucho peor que cualquier otra cosa que le hubiera sucedido
aquel día.
Era como si Adam hubiera presionado un botón mágico que la hubiese
transportado a aquel pasado feliz, sumergiéndola en aquellas salvajes y
embriagadoras sensaciones, en toda aquella necesidad durante tanto tiempo
olvidada, en el anhelo y el deseo… Todas aquellas antiguas sensaciones que tan
segura había estado de haber enterrado y olvidado en su alma.
—¡Estás loco! —musitó entre dientes, sacudiendo enérgicamente la cabeza.
—Quiero asegurarme, Claudia. Incluso, si es necesario, exigiré unas pruebas de
ADN.
La joven sabía que lo haría. Lo único que necesitaba de ella era una respuesta, y
no cejaría hasta conseguirla.
Claudia se estremeció a pesar del calor reinante. Adam debió de haber leído la
derrota en sus ojos, porque sonrió con gesto sombrío y la acercó aun más hacia sí, lo
suficientemente cerca como para que ella sintiera la rabiosa tensión que lo dominaba.
—¿Entonces? —insistió—. Quiero la verdad. ¿Rosie es mi hija?
Demasiado débil para pronunciar palabra, Claudia asintió con la cabeza y la
sedosa cortina de su cabello le cubrió el rostro.
—¡Sabías que estabas embarazada de mi hija, y aun así te casaste con Favel…!
—dedujo Adam con tono condenatorio.
El corazón de Claudia latía a un ritmo salvaje. Jamás en toda su vida, la habían
mirado con tanto odio. Un odio merecido, lo cual resultaba aún peor.
—¡Sí, me casé con él!

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Aquello era demasiado. Haber hecho otra cosa, aparte de consentir a la


sugerencia de Tony, había sido en aquel tiempo, algo impensable.
—¿Qué otra opción tenía? —le espetó, furiosa y dolida.
—Tenías opciones —repuso él con frialdad—. Te viste en la necesidad de
encontrar un marido y un padre para tu hija, porque presumiblemente, no podías
valerte por ti misma, o no querías hacerlo. El adinerado contable te pareció el mejor
candidato. ¡Mejor que un simple trabajador manual sin un céntimo en el bolsillo! El
hecho es que yo era el padre biológico, y era titular de derechos que no entraban en
tus cálculos.
Retrocedió, soltándola y rompiendo el contacto físico que obviamente, le había
resultado tan desagradable.
Súbitas lágrimas brillaron en los ojos de Claudia cuando creyó advertir una
expresión de dolor en la mirada de Adam, mientras subía los escalones que poco
antes tan alegremente había bajado su pequeña hija.
Pero aquella extraña expresión no tardó en desaparecer, o quizá simplemente
había sido una jugada de su imaginación. Tal vez Claudia había imaginado el
arrepentimiento de un padre que se había perdido los primeros cinco años de la vida
de su hija, porque todo lo que en aquel momento podía ver en el rostro de Adam era
crueldad. La misma crueldad que lo había empujado a llevarla después de tanto
tiempo al Unicornio, el escenario de su declaración de amor. ¿Habría deseado
deliberadamente hacerla recordar lo crédula, lo estúpida, lo ingenua que había sido?
—¿Sabe Favel que la niña no es suya?
Claudia se abrazó, estremecida. En cualquier momento Rosie podría volver a
aparecer, pidiéndole que se apresurara y recordándole la merienda en la cala que le
había prometido. Se dijo que era absurdo intentar escapar a la verdad; Adam la
averiguaría, por mucho que ella intentara esconderla. Tenía que terminar con todo
aquello antes de que su hija hiciera otra aparición.
—Tony murió en un accidente de coche hace menos de dos meses —declaró con
tono inexpresivo—. Y sí, sabía que Rosie no era suya. Él la adoptó. Nadie más lo
sabe, ni siquiera mi padre —aquella había sido la parte más importante de su
revelación—. Y me gustaría que siguiera ignorándolo.
Se preguntó a continuación si tendría alguna esperanza de que se cumpliera ese
deseo. Reconocía para sus adentros que había cometido una terrible injusticia con
Adam al haberle ocultado la existencia de su hija… Y temía que ahora se sirviera de
todos los medios posibles para hacerla sufrir.
Adam no contestó. Después de mirarla durante un buen rato con inescrutable
expresión, giró sobre sus talones y subió a su deportivo.

—Ahora cuéntamelo todo.

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Amy se sentó ante la mesa y revolvió su tazón de cacao, mirando con


desaprobación la copa de vino que Claudia se había servido.
Era su segunda copa y probablemente no sería la última de aquella tarde, pensó
Claudia nerviosa. Habitualmente, aquel era uno de los mejores momentos del día.
Una vez servidas las cenas, las ayudantes de media jornada terminaban sus tareas y
se marchaban a casa; era un momento ideal para relajarse y charlar acerca de lo
ocurrido durante el día, como decía Amy.
Pero desde la partida de Adam, Claudia había estado evitando quedarse a solas
con ella, temiendo las numerosas preguntas que le haría.
—¿Quién habría pensado que Adam Weston llegaría tan alto? ¡Imagínate! ¡Hace
años no tenía un céntimo! Me acuerdo de lo agradecido que se mostraba por trabajar
aquí a cambio de techo y comida. ¡Y ahora vuelve para proponerte comprar la casa y
los terrenos!
Claudia no era tan optimista. Adam no movería un solo dedo para ayudarlos a
salir del profundo y oscuro agujero en el que se encontraban. Tomó un sorbo de vino
mientras asentía con la cabeza, aunque sabía que al haberle confesado lo de su hija,
había perdido toda esperanza de que Adam recomendara al Grupo Hallam la
compra de Farthings Hall.
Estaba segura de que ya no habría más ofertas, ni más contactos por parte de
Adam.
Pero de una manera estúpida a la vez que extraña, lo que más le dolía era la
falta de interés por su hija. Después de haberle arrancado aquella terrible confesión,
Adam le había dado la espalda a la pequeña, sin expresar ni el más mínimo interés
por volverla a ver de nuevo.
¿Habría obrado adecuadamente al confesarle la verdad? Adam había albergado
sospechas acerca de la paternidad de Rosie, y si ella hubiera continuado negándole la
verdad, él habría removido cielo y tierra para descubrirla. En realidad, de esa forma,
Claudia había conseguido evitar mayores trastornos. Adam ya conocía la verdad y se
había alejado tranquilamente. Era una estupidez sentirse dolida porque le hubiera
dado la espalda a Rosie, ignorándola por completo, excluyéndola fríamente de su
vida… Y lo era sencillamente, porque Claudia no lo quería de regreso en su vida y
tampoco en la de su hija…
—¿Le contarás ahora todo a tu padre? No puedes seguir postergando el
momento, ahora que ya has echado la pelota a rodar… —Amy había terminado su
cacao y había vuelto a sentarse, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho—.
Seguro que se molestará, pero no dejes que se preocupe demasiado. Ahora está
mucho mejor que antes. La negociación de las deudas es lo que más le afectará.
«¡Como si no lo supiera…!», exclamó para sí Claudia. Temblaba de tener que
confesarle a su padre por qué tenían que vender el hogar de la familia. Iba a tener
que explicarle que no solamente su esposa había mantenido una tórrida aventura con
el marido de su hija, sino que además los dos habían estado acumulando una deuda
enorme con el hotel y el restaurante, dejando cientos de facturas sin pagar… Facturas
que no podrían ser cubiertas sin vender la propiedad.

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No había absolutamente ninguna esperanza de conservar la casa. Una fuerte


hipoteca estaba fuera de toda cuestión, tal y como le había informado el director del
banco.
Claudia apuró su copa y se levantó para lavarla en el fregadero. Por mucho que
la tentara sedarse con alcohol, sabía que no sería prudente seguir bebiendo más vino.
—Se lo contaré el lunes —recogió también el tazón de Amy—. Nos
esforzaremos para que disfrute todo lo posible del fin de semana, y así contará con
dos días más para fortalecerse. Que descanse y se relaje al sol. Han pronosticado un
tiempo muy bueno.
El restaurante cerraba los domingos, fuera de temporada, así que Claudia
siempre se reservaba ese día para la familia. Por muy alterada y nerviosa que
estuviese, se aseguraría de que aquel domingo no fuera distinto.
—Bien —Amy se levantó torpemente—. Es hora de irse a la cama. El domingo
le pediré a Edith su opinión acerca de que me vaya a vivir con ella. Cuando vendas
esta casa, por supuesto. No me moveré de aquí hasta entonces.
El rostro del ama de llaves se entristeció visiblemente, y a Claudia se le encogió
el corazón en el pecho.
Amy pasaba todos los domingos con su hermana Edith, cerca de St. Mawes.
Podían tolerarse mutuamente en pequeñas dosis. Edith solía sacar demasiado a
menudo para el gusto de Amy, el tema de su condición de soltera, resaltando el
hecho de que ella en cambio, tenía un marido e hijos al contrario que su hermana.
—Pero no tendrá que preocuparse porque vaya a estar demasiado tiempo con
ella —añadió Amy con voz temblorosa—. Sólo hasta que encuentre otra casa…
—¡Oh, Amy!
En un impulso Claudia abrazó a la anciana, ofreciéndole todo el consuelo de
que era capaz.
Amy había ejercido de ama de llaves en aquella casa durante más tiempo del
que podía recordar, y siempre había estado allí para cuidarla, sobretodo después de
la muerte de su madre. Y todo lo que Claudia podía ofrecerle a cambio de tantos
años de devoción era su más profundo cariño.
Una leve compensación para alguien que tenía ante sí la perspectiva de un
futuro sin trabajo y sin hogar.

—¿Por qué a Oíd Ron le gustan tanto los pasteles de carne? —le preguntó Rosie
a su madre, con tono alegre.
Rosie odiaba los pasteles, y aquel domingo, como todos, habían entregado dos
en el piso superior de los antiguos establos, de carne con manzana. La niña habría
preferido salchichas con helado.

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—Porque sabe lo que es bueno para él —le sonrió Claudia, admirando su


sedoso cabello, casi oscuro, y sus enormes ojos grises.
Se parecía tanto a su padre, que apenas podía creer que aquellos que años atrás
habían conocido al joven Adam Weston, no se hubieran dado cuenta de ello.
Si Rosie hubiese crecido educada por sus padres… Claudia sintió un nudo de
emoción en la garganta. Aquel anhelo simplemente no había podido realizarse.
En aquella época, la propuesta de matrimonio de Tony Favel le había parecido
la única forma de escapar a sus dificultades. Entonces, no se le había ocurrido
sospechar de sus verdaderas intenciones, aquella tarde de Octubre en que él la
descubrió sollozando desconsoladamente al pie de las escaleras de servicio. Todavía
podía escuchar su voz cuando le preguntó:
—¿Claudia? ¿Qué es lo que te preocupa?
Si hubiera estado menos alterada habría podido preguntarse qué estaba
haciendo allí el contable de su padre, deslizándose sigilosamente por la escalera de
servicio. Y quizá de esa forma se habría ahorrado todo el dolor que con el tiempo
llegaría a cargar sobre sus hombros.
—Tú… Bueno, no debes preocuparte. Tu padre está en vías de recuperación; se
espera que regrese a casa la próxima semana —Tony la había tocado ligeramente en
un hombro, a modo de consuelo—. Estará bien… Mientras procure tener cuidado.
Al escuchar aquellas palabras, los sollozos de Claudia se habían intensificado.
Hacía una semana que su padre había sufrido aquel primer y casi fatal ataque al
corazón, y su cardiólogo le había advertido expresamente contra cualquier disgusto o
contratiempo que pudiera preocuparlo en exceso. ¿Cómo podía confesarle que estaba
embarazada? ¿Cómo podría revelarle la identidad del padre de su hijo? Conociendo
la determinación de su carácter, sabía que Guy Sullivan movería cielo y tierra para
localizar al en aquel momento ausente Adam Weston.
Y además: ¿Cómo podría decirle que no estaba dispuesta a casarse con Adam
Weston ni aunque su vida dependiera de ello? ¿Y cómo podía haberle dicho la
verdad? ¿Que no se ataría deliberadamente a un hombre que la había engañado, que
quizá incluso la había dejado embarazada a propósito, simplemente porque su padre
poseía una valiosa propiedad? ¡Un hombre, además, que había intentado seducir a
Helen, su madrastra!
—Mira… —le había dicho Tony, aclarándose la garganta—. Tú misma lo
visitaste esta mañana. ¿Estaba peor? ¿Es por eso por lo que estás tan apenada? Yo te
ayudaría si pudiera… Bueno, estoy seguro de que eso ya lo sabes, Claudia, querida
mía…
Con esas palabras, consiguió que la joven se lo contara todo. Tony era el
contable de su padre, prácticamente un amigo de la familia, un hombre bueno y
amable…
—¡Estoy embarazada! Y no sé cómo voy a decírselo a papá. No quiero darle un
disgusto… ¡No sé qué hacer!

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—Se trata de ese tipo, Weston, ¿verdad? —le dijo Tony después de permanecer
silencioso durante unos segundos—. No he podido evitar fijarme en lo mucho que os
habéis visto este verano.
Claudia asintió, demasiado emocionada para hablar, odiando a Adam y
odiándose a sí misma por haberse dejado engañar. En ese instante, Tony le dijo con
tono suave:
—Vamos a alguna parte para hablar tranquilamente. Quizá pueda ayudarte a
pensar en algo.
Él se hizo cargo de su situación y Claudia lo aceptó sin dudarlo. Por supuesto,
no siguieron hablando en las escaleras. La cocina estaba vacía, ya que la plantilla
tenía la tarde libre. Pero Helen, que poco antes se había retirado a su dormitorio
diciendo que le dolía la cabeza, razón por la que no había podido visitar a su marido
en el hospital de Plymouth, podía aparecer en cualquier momento.
Secretamente, Claudia se había alegrado de transmitirle a su padre las excusas
de Helen por no haber podido visitarlo, y las promesas de que lo haría al día
siguiente. De esa forma había podido comprar con tranquilidad un test de embarazo,
sin que se enterara su madrastra.
—Hace un par de semanas que se marchó ese tipo, ¿verdad? —le preguntó
Tony una vez que llegaron al jardín—. ¿Sabes dónde puedes localizarlo?
Claudia se dejó caer en un banco, retorciendo su pañuelo entre los dedos. Helen
le había dicho que era mejor dejar que todo el mundo pensara que Adam Weston,
como buen vagabundo que era, se había marchado por sorpresa. Nadie excepto ellas
sabría lo que había sucedido realmente. Su madrastra había insistido en que eso era
lo mejor, lo menos humillante.
—No quiero volver a verlo jamás —declaró, y empezó a lamentarse de nuevo,
quejándose de que la había engañado, utilizado y traicionado; también le informó de
que según le había confesado a Helen, sólo estaba interesado en los bienes de su
familia.
Tuvo buen cuidado de no revelarle lo que Adam había intentado con Helen,
convencida de que a su madrastra le disgustaría que eso se supiera. La propia Helen
la había advertido en ese sentido.
—Claudia… —Tony le tomó una mano y se la acarició delicadamente—. No
estás en condiciones de pensar correctamente en este momento, lo comprendo, así
que escucha lo que tengo que decirte y piensa tranquilamente sobre ello. Tómate un
día o dos para hacerlo.
Claudia se quedó con la boca abierta cuando Tony añadió, con extremada
seriedad:
—Me casaré contigo. No hay ninguna necesidad de que se sepa que no soy el
padre de tu hijo. Eso será un asunto privado, algo que sólo tú y yo sabremos —
sonrió, mirándola compasivo—. Este verano vi a tu amante, y para serte sincero,
envidiaba a ese joven. Él podía salir contigo, compartir su tiempo… Yo no. Si lo
hubiera intentado, tú tal vez te habrías reído, debido a nuestra diferencia de edad…

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—Tú no eres tan mayor —repuso Claudia medio sonriendo, y fue entonces
cuando asimiló el significado de sus palabras—. ¡No puedes hablar en serio! —
exclamó sin aliento—. ¿Por qué habría de casarme contigo?
Lo miraba incrédula. Hacía años que conocía a Tony Favel, pero ahora se daba
cuenta de ello, jamás se había fijado realmente en él. Era, según suponía, un hombre
atractivo, de una clásica belleza inglesa, si bien su cabello rubio había comenzado a
escasear y su cintura empezaba a reflejar el paso de los años.
Tenía su propio negocio de contabilidad y un apartamento en un elegante
barrio de Plymouth; poseía un lujoso coche y Claudia había oído a dos camareras
hacer algunos comentarios sobre él, acerca de que era un tipo muy sexy y con mucho
éxito con las mujeres. ¿Por qué entonces habría de atarse a una mujer que estaba
esperando un hijo de otro hombre?
—Porque así lo quiero yo —respondió Tony, con un brillo en los ojos—. ¿No te
parece razón suficiente? —le tomó delicadamente las dos manos—. Te conozco desde
hace años. Te he visto crecer, convertirte en una mujer extremadamente atractiva. Y sí,
estaba celoso de ese Weston. Tengo que reconocerlo.
Claudia se ruborizó, bajando la mirada a sus manos entrelazadas. Casi como si
le hubiera leído el pensamiento, Tony se las soltó y añadió con tono razonable:
—Hace un mes cumplí treinta años. Ya me he divertido hasta la saciedad, y
ahora quiero sentar la cabeza. Quiero formar una familia. No puedo tener hijos,
Claudia… Debido a una enfermedad que tuve en la infancia. Aceptaría encantado a
tu hijo como el mío propio, y me sentiría muy orgulloso si consintieras en ser mi
esposa. Todo lo que te pido por el momento es que pienses sobre ello.

Casarse con Tony Favel le había parecido entonces la solución más inteligente a
aquel terrible problema, pensó Claudia mientras su padre la saludaba desde la
terraza, donde se había sentado a leer los periódicos después de desayunar.
Había sido lo más sincera posible con Tony diciéndole que lo apreciaba y
respetaba, y que quizá con el tiempo, podría llegar a amarlo. Pero nunca había
llegado a enamorarse de él. Había sido la comprensión de Tony lo que finalmente
había inclinado la balanza a su favor, convenciéndola de que lo aceptara no
solamente como su marido, sino también como una figura paterna para su hija aún
no nacida.
En cuanto a su padre… Guy no disimuló su sorpresa ante el súbito anuncio de
su compromiso, así como por el hecho de que Claudia hubiera renunciado de
inmediato a sus intenciones de estudiar para profesora. Pero lo aceptó. Y se entregó
en cuerpo y alma a su nieta.
En aquel instante, el profundo amor que Guy Sullivan le profesaba a la pequeña
Rosie resultaba abrumadoramente evidente, cuando le permitió sentarse en su
regazo y la niña le preguntó con su perfecta lógica infantil:

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—Si no puedes jugar más al «corre que te pillo», abuelo, entonces cuéntame
cuentos. Los cuentos no te cansarán tanto.
—Tienes razón, preciosa —miró con expresión interrogante a su hija, que
tomaba asiento en una de las sillas de hierro forjado, frente a ellos—. ¿Oíd Ron se
encuentra bien?
—Como siempre —Claudia sonrió relajada, dispuesta a disfrutar al máximo de
aquel día, olvidándose por unas horas de sus preocupaciones—. Refunfuñando,
como es habitual en él.
No dijo más; no podía. La habitual media hora que pasaba con Oíd Ron,
escuchándole quejarse de todo, casi le había roto el corazón. Los nuevos propietarios
no le permitirían quedarse en su pequeño hogar, ni le pagarían por su trabajo
simbólico en los jardines, con tal de hacer que se sintiera útil.
Así que no se permitiría pensar en él, ni tampoco en Adam. Al menos por ese
día.
—¿Quieres tomar un café? —le preguntó a su padre.
Los médicos le habían ordenado a Guy Sullivan que recortara su dosis diaria de
cafeína y alcohol, y que renunciara absolutamente al tabaco. El anciano se había
negado de forma categórica; su teoría consistía en que si tenía que morir, deseaba
hacerlo contento, sin sufrir. Secretamente, Claudia pensaba que se negaba a seguir las
indicaciones de los médicos, porque desde la noticia de la muerte de Helen y el
descubrimiento de su larga infidelidad, no veía razón alguna para seguir viviendo.
—Supongo que por una vez podría conformarme con un zumo de naranja —
repuso, sorprendiéndola, y esbozó luego una amplia sonrisa—. ¡Jamás adivinarías
quién ha telefoneado para invitarse a cenar mientras tú hablabas con Oíd Ron!
—No tengo ni idea… —respondió Claudia, sonriendo.
Hacía meses que no veía a su padre tan contento.
—Lo recordarás, sin duda. Hubo un tiempo en que te mostraste muy cariñosa
con él, si mal no recuerdo. Adam Weston… Siempre pensé que era un buen
muchacho, demasiado bueno para andar de aquí para allá trabajando en mil cosas.
Lo sentí mucho cuando se marchó de repente, de la manera en que lo hizo —sonrió
mientras su nieta se alejaba para ir a jugar con la pelota, ajeno a la pálida expresión
de Claudia, que se había quedado petrificada—. Ha llegado a triunfar en la vida…
Dirige el Grupo Hallam, ¿te lo puedes creer? Ha sido muy amable al llamarnos, ¿no
te parece?
Claudia no hacía sino mirarlo fijamente, con el estómago contraído. Aquello no
podía estar sucediendo. No podía ser… ¡Pero sí que lo era!
—¿Has di-dicho que va a venir a cenar? —inquirió, conteniéndose para no
gritar—. ¿Cuándo?
—Esta noche. No estarás ocupada con el restaurante. Textualmente, dijo «que se
conformaría con lo que hubiese» —esbozó un gesto de sorpresa, indicando que ignoraba
el sentido preciso de aquellas palabras—. No necesitas complicarte la vida. Pensé que

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un poco de compañía, buena compañía, nos vendría bien. Y siento una tremenda
curiosidad por saber cómo un simple trabajador como era él, ha podido llegar a
dirigir una compañía como Hallam.
—Voy a servir las bebidas —dijo Claudia, y se levantó de la silla con las piernas
temblorosas.
—No te importa, ¿verdad? —le preguntó su padre, frunciendo el ceño.
—No, claro que no —se las arregló para contestar.
Pero le importaba mucho. Demasiado.

Sus aturdidos ojos azules la miraban desde el espejo del lavabo donde se había
lavado la cara con agua fría. Tenía un aspecto horroroso, en consonancia con su
estado de ánimo. Tenía que recuperarse, y pronto.
Ignoraba por qué Adam se había invitado a cenar. ¿Para repasarle por la cara su
poder e influencia cuando ellos se hallaban en bancarrota? ¿Para decirle al hombre
para quien una vez había trabajado, que ahora estaba en condiciones de comprarle la
casa entera… Pero que no lo haría porque su hija había concebido un hijo suyo
manteniéndolo oculto durante cinco años? ¿Cómo podría ser tan cruel?
Claudia no tenía forma de saberlo. Todo lo que sabía era que tenía que ser la
primera en verlo aquella tarde, arreglárselas para hablarle a solas y… ¡Amenazarlo
con la muerte si se atrevía siquiera a hacer algo parecido a lo que había imaginado!
Aspiró profundamente, se puso un poco de color en las mejillas y fue a preparar
las bebidas de media mañana. Luego pasó el resto del día disimulando su
preocupación, de forma que estaba hecha un puro manojo de nervios cuando llegó la
hora de vestirse para la cena.
¿Qué ropa se pondría? Estaba demasiado confundida para tomar una decisión,
así que se puso lo primero que encontró en el vestidor. Un clásico vestido de seda
negro, sin mangas y con un discreto escote de pico. No podía recordar cuándo lo
había llevado por última vez; probablemente durante la cena de algún aniversario de
bodas. ¿Y la primera? Unos pocos meses antes del nacimiento de Rosie. Ya en su
segundo aniversario de boda, Tony había dejado de preocuparse por esas cosas.
Como si eso le importara en aquel momento, pensó irónica mientras se subía la
cremallera del vestido. Un rato antes había oído a su padre bajar las escaleras,
seguramente para encender la chimenea del salón, que era donde había decidido que
cenarían. Aunque en aquella época del año los días eran cálidos y soleados, solía
refrescar mucho por las noches.
Por supuesto, no se trataba de que a Claudia le importara que Adam Weston
pasase frío. Todo lo que le importaba era poder acceder a él antes de que lo hiciera su
padre. Según le había dicho Guy, Adam llegaría a las ocho, con lo cual aún disponía
de tres cuartos de hora.

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Afortunadamente Rosie ya se había acostado, agotada después de su excursión


a la cala mientras Guy dormía la siesta. Mientras intentaba subirse la cremallera del
vestido, se detuvo bruscamente, pensando de inmediato en su hija dormida. ¿Y si
Adam había decidido luchar por la custodia de Rosie?
Tenía bastantes posibilidades de conseguirla, se dijo angustiada, si la
denunciaba por haberle escondido la existencia de su hija. Por otro lado, después de
la venta de Farthings Hall y del pago de la enorme deuda, se verían obligados a
buscar un alojamiento más barato. Mientras ella buscara un empleo para mantenerlos
a los tres, tendría que dejar a la niña al cuidado de un abuelo de salud muy
debilitada… Con lo cual su situación se agravaba aun más.
Aquella posibilidad la aterraba. Fue en ese mismo instante cuando oyó el motor
de un coche aparcando frente a la casa, directamente bajo la ventana de su
dormitorio. Y se quedó paralizada… Pero sólo por un segundo.
Terminó de abrocharse el vestido y se asomó a la ventana justo a tiempo de ver
a Adam saliendo de su deportivo. Vestido con un traje de color gris claro, de corte
muy elegante, parecía exactamente lo que era; un ejecutivo triunfador, lleno de una
arrogancia de la que había carecido cuando ella lo conoció por primera vez, lo amó
y…
Maldiciendo entre dientes, Claudia tardó dos segundos en calzarse los zapatos
y otros dos en mirarse por última vez en el espejo. No tenía tiempo para maquillarse
ni para arreglarse el cabello.
Pero se dijo que no le importaba su aspecto triste, desmejorado. Lo único que le
importaba era poder hablar a solas con Adam, para suplicarle si era necesario, que no
le dijera a su padre nada que pudiera disgustarlo. Sin embargo, sus esfuerzos por
apresurarse no dieron el resultado apetecido. Cuando bajaba las escaleras, descubrió
que su padre ya se le había adelantado para dar la bienvenida a Adam Weston. Un
Adam, que por cierto, parecía deshacerse en sonrisas.
Claudia terminó de bajar las escaleras, esforzándose por aparentar una
dignidad que temía haber perdido de manera irreversible. No confiaba en aquella
súbita amabilidad de Adam.
—¡Qué alegría verte de nuevo! —Guy Sullivan parecía diez años más joven
mientras estrechaba calurosamente la mano del recién llegado, feliz de contar con la
compañía de alguien, o al menos eso era lo que él pensaba, que nada tenía que ver
con la tragedia de la familia—. Por lo que me has contado, has tenido mucho éxito en
la vida. Estoy deseando que me hables de ello. Claudia, apresúrate… ¡Ven a saludar
a un viejo amigo!
—Ya hemos reanudado nuestra antigua amistad —le informó con tono cálido
Adam, esbozando una sonrisa radiante.
Claudia se armó entonces de valor para oírlo referir los detalles de su abortado
encuentro de negocios, mientras se preguntaba cómo podría atenuar sus dramáticos
efectos. No pudo menos que mirarlo fijamente con expresión incrédula, cuando
Adam añadió acercándose a ella:

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—Pero antes de nada, Claudia y yo tenemos que decirle algo, ¿verdad, amor
mío?
Deslizó una mano con gesto posesivo por su cintura, haciéndola estremecerse.
Eso, y el contacto de su poderoso cuerpo tan cerca del suyo, le aceleró el corazón
hasta un punto insoportable, incapacitándola para hablar, para moverse.
—Sé que ha transcurrido aún poco tiempo después del fallecimiento de su
primer marido —continuó Adam—, pero cuando volvimos a encontrarnos,
comprendimos realmente que lo que sentimos el uno por el otro hace años aún sigue
vivo. Y simplemente sucedió. Ninguno de los dos podría negarlo… Ambos
pensamos que sería hipócrita pretender lo contrario. Así que pensamos casarnos lo
antes posible y esperamos, señor, que nos comprenda, apoye y bendiga nuestra
unión.

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Capítulo 4
Claudia sintió fija en ella la mirada interrogante de su padre. El silencio la
envolvía como una mortaja, y se estremeció de tensión. ¿Qué podría hacer o decir?
La bomba que había dejado caer Adam la había dejado completamente paralizada.
Levantó la mirada, leyó la tácita pregunta en los ojos de su padre, su ceño levemente
fruncido, y se las arregló para sonreír.
Aparentemente consolado con aquella sonrisa, los rasgos del anciano se
relajaron y comentó con tono alegre:
—¡Bueno, esto se merece un brindis con champán!
Y los guió al salón, donde ya estaba ardiendo el fuego de la chimenea.
A Claudia apenas podían sostenerla las piernas. Afortunadamente, Adam la
sujetaba con el brazo que no había retirado de su cintura. Los ojos de su padre
estaban sospechosamente brillantes cuando agregó:
—Ambos sois lo suficientemente mayores para saber lo que queréis, y los dos
contáis con mi bendición. Por supuesto que sí, Adam —tenía la voz ronca por la
emoción—. Después de todo lo que ha sufrido Claudia… Ella te lo habrá contado,
naturalmente… Se merece la mayor felicidad del mundo. Sabía que os llevabais muy
bien cuando estuviste trabajando aquí aquel verano. Sólo lamento que tuvieras que
marcharte con tanta precipitación, Adam. Por cierto, jamás alcancé a comprender el
motivo… Pero es igual —amplió su sonrisa—. Iré a buscar el champán a la bodega y
luego podremos celebrarlo… Mirar hacia el futuro y darle la espalda al maldito
pasado.
Claudia sabía que su padre se sentía eufórico. Sorprendido por la celeridad con
que había ocurrido todo, pero feliz. Seis años atrás había apreciado mucho a Adam y
le había gustado, ahora lo admiraba por el éxito conseguido. Ella era la única que
algún día tendría que decirle que se había equivocado doblemente.
Ahogó un sollozo en la garganta. Parecía que su padre al fin había superado lo
que les había ocurrido a los dos, y estaba empezando a encarar el futuro. De repente,
de manera inesperada, era un hombre en paz consigo mismo. Por el momento…
Porque aquello no duraría.
—¿Cómo has podido hacer eso? —le gritó a Adam, momentos después de que
Guy se hubiera retirado a la bodega.
Ignoraba lo que planeaba hacer. Su mente no alcanzaba a adivinar sus
maquiavélicos objetivos. Pero cualesquiera que fuesen, no eran buenos; no podían
serlo, porque el hombre al que una vez había amado ahora era su enemigo.
—Muy fácil —la sonrisa se había borrado de su rostro, y su mirada había
recuperado su habitual frialdad—. Ya has visto lo feliz que le ha hecho el anuncio de
nuestro compromiso —se encogió de hombros—. Siempre puedes decirle que todo
ha sido una mentira, por supuesto. Pero te advierto que hacerle algo así a un hombre
con su historial médico… Sí, querida —sonrió—, he hecho mis investigaciones. Tres

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ataques cardíacos en seis años, el último muy reciente. Me temo que te he acorralado
contra una esquina; puedes decidir quedarte ahí y seguir aceptando lo que acabo de
decirle a tu padre, o confesarle la verdad y salir de tu rincón. La elección es tuya.
Pero piénsalo bien antes de decidir. También tenías opciones cuando descubriste que
estabas esperando un hijo mío… Y elegiste la equivocada.
Claudia sentía que la cabeza le daba vueltas. Toda la sangre se le había drenado
del cerebro. Súbitamente, se sentó en uno de los sillones.
—¿Pero por qué? ¡No entiendo lo que estás diciendo! —se presionó las sienes
con las puntas de los dedos—. No puedes querer seguir adelante con todo esto;
entonces, ¿por qué le has contado toda esta sarta de mentiras? ¿Por qué querrías
obligarme a casarme contigo cuando me desprecias tanto?
—Yo no miento, Claudia.
La voz de Adam era dura, tanto como el gris pizarroso de sus ojos, antes de
volverse bruscamente para echar un leño más al fuego de la chimenea.
Claudia contempló con expresión amarga su ancha espalda. Adam no le había
mentido seis años atrás, cuando le pidió que se casara con él. Pero sí le había mentido
cuando le dijo que la amaba. Y eso nunca se lo perdonaría.
—Yo no miento —repitió, volviéndose hacia ella—. Pero por el bien de tu
padre, te sugiero que tú sí lo hagas. No debería resultarte difícil, dados tus
antecedentes. Él no tardará en volver —añadió con una completa carencia de
emoción—. Si otorgas algún valor al bienestar de tu padre y de tu hija, para no hablar
de tu cómodo estilo de vida… No le dirás nada, simplemente asentirás a todo lo que
yo le diga.
Claudia creía morirse de angustia cuando su padre volvió a entrar en la sala,
con una botella de champán en un cubo de hielo y tres copas; ya no había tiempo
para nada.
No había tiempo para resolver nada, incluso aunque su trastornado cerebro
hubiera sido capaz de hilvanar un pensamiento coherente. No podía hacer nada, y
mucho menos entender lo que Adam estaba haciendo e hipócrita eran sus
intenciones.
En aquel momento los dos hombres estaban charlando, riendo. Claudia apenas
se fijaba en ellos; estaba demasiado ocupada pensando en la naturaleza artera e
hipócrita de Adam; la forma en que había recuperado sus tranquilos y seductores
modales la ponía enferma.
Frunció el ceño ajena a todo, excepto a sus sombríos pensamientos. Apenas se
había fijado en la copa de espumoso champán que su padre le había colocado entre
sus nerviosos dedos, mientras murmuraba con tono comprensivo:
—¡Relájate, corazón! ¿Te preocupa acaso que la gente murmure acerca de la
precipitación con que vayas a casarte después de la muerte de Tony? Nosotros tres
sabemos la verdad; eso es lo único que importa.
Así que Claudia sonrió y bebió como si se estuviera muriendo de sed. Antes de
pronunciar en voz baja:

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—Disculpadme, voy a echar un vistazo a la cena. Estoy segura de que estáis


hambrientos.

Pero no había nada que ver en la cocina. Aquella tarde había hervido los filetes
de salmón y preparado las ensaladas, sólo necesitaba sacar los platos de la nevera.
Pero necesitaba tiempo para sí misma, intimidad, una oportunidad para despejar sus
caóticos pensamientos y para intentar encontrar una razón que explicara la
propuesta de matrimonio de Adam.
Por supuesto, Adam había adivinado que sus dificultades económicas estaban
detrás de su repentina necesidad de vender lo que antaño había constituido un
provechoso negocio. Sólo tenía que abrir un poco los ojos para darse cuenta de que el
albergue necesitaba ser restaurado, y que el restaurante ofrecía un menú muy
limitado a su cada vez menos numerosa clientela. Así que en esa ocasión, no podía
desear casarse con ella para apropiarse de su patrimonio. Y ni siquiera estaba
fingiendo haberse enamorado de ella; al contrario. Parecía como si la despreciara
abiertamente.
Apoyó la espalda contra la pared, con las lágrimas resbalando por debajo de sus
ojos cerrados; ¡aquel hombre la estaba volviendo loca!
—¿Estás enfurruñada, Claudia? ¿O es que no puedes soportar la idea de no
salirte con la tuya por una sola vez?
Se le encogió el estómago y le asaltó una náusea. Adam se encontraba frente a
ella.
—He venido para ver si necesitabas alguna ayuda. Al menos, esa es la excusa
que le he dado a Guy. Es un hombre muy fácil de contentar, y se lo ha tragado —le
puso las manos sobre los hombros y la sacudió suavemente—. Mírame.
El contacto de sus manos en su cuerpo la hizo estremecerse de emoción, y no
pudo menos que lamentar la traición de su propio cuerpo. Abrió los ojos, de forma
que las lágrimas corrieron por su rostro con mayor libertad. Se las enjugó furiosa
antes de apartarle las manos de los hombros, odiando su propia debilidad, odiando
que él la viera en aquel estado, con ese aspecto lamentable…
Adam retrocedió un paso, mirándola, y Claudia levantó la barbilla y le sostuvo
la mirada.
—¿Hay algo de tu matrimonio con Tony Favel que yo deba saber? —le
preguntó él con frialdad—. Por un par de comentarios que me ha hecho tu padre,
tengo la sensación de que no fue precisamente el más feliz del mundo. El hecho de
que ya no estés tan afectada por su muerte no cambia nada, pero al menos
tranquiliza en cierta forma mi conciencia.
«¡Al diablo con tu conciencia!», exclamó Claudia para sí. En su opinión, carecía de
ella por completo.
—¡Mi matrimonio con Tony no tiene nada que ver contigo, así que lárgate! Su
calidad como persona era al menos el doble que la tuya.

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Lo cual no era verdad. ¡Ambos eran igualmente malvados! Pero si Adam


pretendía aplacar su mala conciencia, ella no iba a facilitarle las cosas.
—Por favor, apártate y déjame pasar —le espetó.
Al fin estaba empezando a recuperarse. Era como si la mención de su conciencia
le hubiera tomado levemente vulnerable, facilitándole de esa forma cierta ventaja.
Sacó los platos de la nevera y los colocó sobre el carrito con movimientos
bruscos, desahogando de esa forma parte de su tensión interior.
—¿Te importaría decirme qué es lo que se esconde detrás de tu desquiciada
proposición de matrimonio?
—Recuperar a mi hija. ¿Es que no resulta evidente? —respondió Adam—. He
pensado mucho en cómo podría lograrlo —admitió fríamente—. Mi instinto me
empujaba a luchar por su custodia, pero esa no habría sido la solución; Rosie habría
sufrido al verse separada de ti y de Guy, y yo mismo habría sido incapaz de
exponerla a un trauma semejante —le quitó de las manos un plato de mantequilla y
lo colocó en un espacio libre del carrito—. No me gusta la gente que le vuelve la
espalda a los niños —sus ojos grises barrieron su rostro pálido como la ceniza—. Yo
no formaré parte de esa clase de personas, y tampoco me resignaré al papel de un
padre con derechos restringidos sobre su hija. Pretendo ejercer todos mis derechos
como padre, así que si quieres formar parte de la feliz escena familiar, ya sabes lo que
tienes que hacer: Acatar la disciplina —se interrumpió por un momento—. En
cambio, si prefieres probar suerte y enfrentarte conmigo en los tribunales, adelante.
Te estaré esperando. Pero —añadió fríamente—, si eliges ese camino, asegúrate de
aceptar antes la posibilidad de perder. Puedo contratar a los mejores abogados del
país. Piensa también en lo que una lucha semejante podría ocasionarle a nuestra
hija… Para no hablar de tu padre.
Claudia tuvo que apoyarse en la barra del carrito, desesperada. Adam quería a
su hija e iba a vengarse de ella por haberle ocultado su existencia. Y no había nada
que Claudia pudiera hacer sin perjudicar a la gente que más quería en el mundo.
Además, ¿cómo podía arriesgarse a enfrentarse con Adam en los tribunales cuando
siempre existía la posibilidad de que él terminara ganando?
Lo miró y no encontró en su expresión rastro alguno de consuelo. Adam le
había dejado perfectamente clara su posición, y conocía bien sus propias
posibilidades. Sonriendo fríamente, le abrió la puerta indicándole en silencio que
pasara primero. Claudia salió empujando el carrito, deseando en secreto que fuera
un tanque con el cual aplastarlo y eliminarlo para siempre; al mismo tiempo, no
pudo evitar sorprenderse por haber concebido un pensamiento tan violento,
insospechado en su naturaleza.
Pero cualquier madre habría recurrido a la violencia en su situación, razonó
mientras seguía a Adam en su camino hacia el salón. Era algo natural. Por otra parte,
sabía instintivamente que Adam Weston jamás le haría ningún daño a Rosie. Sólo
había descubierto que aquella adorable niña era su hija. Y la quería.
Era a ella, a Claudia, a quien había amenazado Adam. ¡Y en más aspectos de los
que él era consciente!

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—¡Ya empezaba a pensar que os habíais perdido! —exclamó sonriente Guy, con
tono bromista.
Adam esbozó una encantadora sonrisa, encogiéndose de hombros.
—Nuestro encuentro ha sido muy reciente; Claudia y yo aún tenemos que
ponemos al día en muchas cosas. Tiene que disculparnos…
—¡Eso se hace sin hablar! —Guy parecía inmensamente feliz mientras servía
más champán—. Sólo puedo maravillarme de la habilidad de Claudia por no
haberme dicho nada de esto, cuando obviamente, ¡es la mejor noticia que he
escuchado en muchos años!
—Sí, y me disculpo por ello. Pero ya ve, Guy, en vista de los trágicos y recientes
sucesos, pensamos que sería mejor no decirle nada hasta estar seguros del todo.
Supongo que lo comprenderá.
—¡Completamente!
Mientras descargaba en la mesa el contenido del carrito, Claudia resistió el
abrumador impulso de lanzarlo todo al suelo. ¡Adam Weston tenía una prodigiosa
habilidad para fingir! Dominándose, ahogando en la garganta unos cuantos gritos,
invitó a los hombres a sentarse a la mesa. Ya estaba simulando comer con apetito,
cuando vio que Adam dejaba a un lado su tenedor y decía con un tono algo
vacilante:
—Tengo un favor que pedirle, y una propuesta que hacerle, Guy…
—Dispara.
—Después de la boda, me gustaría que nos trasladáramos aquí, si usted no se
opone a ello, por supuesto. En estos momentos me alojo en un apartamento de
soltero en el centro de Londres.
—¡Hecho! —Guy no podía disimular su alivio—. Estoy sencillamente encantado
de que Claudia haya encontrado al fin la felicidad, pero debo admitir que me
preocupaba el lugar donde pensabais residir en el futuro. La verdad es que lejos de
mi hija y de Rosie, mi vida carecería de sentido.
—Pues entonces esto ya está resuelto. Ese era el favor; ahora viene la propuesta.
¿Qué le parecería si cerráramos el hotel y volviéramos a convertir el restaurante en
un garaje, o quizá construir en su lugar una piscina? Me gustaría que Claudia
pudiera dedicarse a disfrutar de la vida, de su condición de esposa y madre, y dejara
de trabajar.
Claudia pensó que Adam no podría haber dicho nada más preciso y calculado
para lograr que el anciano se pusiera de su lado. Si había algo que Guy Sullivan
valorara más que el antaño boyante negocio de la familia, era el bienestar y la
felicidad de su hija y de su nieta.
—Se necesitarían hacer algunas alteraciones, naturalmente. Las cocinas, por
ejemplo…

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Y así continuó la conversación. Con propuestas de Adam y asentimientos de


Guy Sullivan, que sugirió a su vez que Amy siguiera de ama de llaves. Hecho. Lo
mismo que la petición de que Oíd Ron conservara su hogar en los antiguos establos.
—¿Por qué no deja en mis manos la liquidación del negocio? Usted no necesita
pasar por eso, y Claudia dispondría de tiempo para organizar la boda.
—Estupendo. Siempre he detestado verla trabajar tanto, procurando que el
negocio se mantuviera a flote. Desde… Bueno, digamos que últimamente las cosas
han estado muy difíciles, y con mi enfermedad yo no he podido ayudar mucho.
Claudia, bebiendo más vino de lo que era prudente en ella, decidió que su
padre tenía el aspecto de alguien que hubiera visto a un ángel bajar del cielo e
instalarse en Farthings Hall. Adam estaba en lo cierto. La había acorralado en una
esquina y la única salida era impensable.
—Cariño… ¡Adam nos está haciendo una importante propuesta y tú estás a
kilómetros de distancia!
La suave recriminación de su padre la devolvió a la realidad, y enfocó con la
mirada a su torturador. Sonriendo, Adam comentó:
—Creo que será una buena idea que tú y yo… Con Rosie, por supuesto,
volvamos a visitar los lugares de la propiedad que tan buen recuerdo tienen para
nosotros. Si el tiempo nos lo permite, podríamos ir de picnic a la cala. A Rosie no le
haría daño perder un día de escuela. ¿Podrías avisar a su profesora? Además, de esa
forma Rosie se iría familiarizando conmigo.
El suave tono de súplica que había insuflado a su voz resultaba innegablemente
sincero. Claudia pensó que probablemente, la necesidad que Adam sentía de
reclamar a su hija era lo único sincero de su personalidad.
Casi sintió pena de él, por todos aquellos años perdidos. Luego se recordó a sí
misma, que Adam se lo había ganado a pulso por su comportamiento hipócrita, y
respondió, medio aturdida:
—Si el tiempo lo permite… Sí, yo me encargaré de hablar con la profesora.
Advirtió cierta expresión de alivio en su mirada, ya que evidentemente no
había estado del todo seguro de que ella aceptaría, y no pudo evitar sentir una
punzada de remordimiento.
Habría dejado que su padre acompañara a Adam hasta la puerta, pero en el
último momento Guy dijo con una sonrisa:
—Voy a llevarme estos platos a la cocina. Te dejo que le hagas los honores de
despedida a Adam.
Así que Claudia no tuvo más remedio que acompañarlo hasta la salida. Sin
embargo, Adam no estaba más interesado que ella en prolongar la despedida; todo lo
que dijo fue:
—Mañana estaré aquí a las diez. Y te sugiero que retires el anuncio del
restaurante en los periódicos locales. Si has hecho alguna reserva, cancélala a tiempo.

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En cuanto a lo de la boda, yo me encargaré de ello de una manera discreta y


civilizada. Ninguno de nosotros está interesado en que se monte un escándalo.
Claudia no se quedó para verlo marcharse. Después de cerrar la enorme puerta
se apoyó de espaldas en ella, llorando con los ojos cerrados. ¿Qué había hecho para
merecerse aquella serie de catástrofes que habían asolado su vida con tanta
regularidad?
—¿Cariño?
La tierna voz de su padre le hizo abrir los ojos e intentó sonreír para esconder el
brillo de las lágrimas. No funcionó.
—Ven aquí.
La abrazó con tanto amor y cariño que Claudia quiso echarse a llorar. Pero no
podía desahogarse en él. Tenía que mantenerse fuerte.
—Estoy bien, papá. De verdad. Lo que pasa es que he bebido demasiado y
estaba demasiado nerviosa para probar bocado.
Y era verdad, pero por una razón tan distinta que su padre apenas podía
imaginársela.
—Es natural… —la consoló, dándole unas palmaditas en la espalda—. Ambos
hemos pasado por muchas cosas… Con lo del accidente… Y con lo que averiguamos
sobre esos dos.
Y aquello sólo era una parte, pensó Claudia. Le había escondido su desesperada
situación económica, y si se casaba con Adam, eso podría quedar oculto para
siempre. Se estremeció.
—Vamos… —murmuró Guy—. Llora, y desahógate de una vez. Para ti todo
esto ha sido peor. Con mi enfermedad, has tenido que llevar esta casa prácticamente
tú sola. Pero esto ya se ha acabado, y disfrutarás mucho organizando los
preparativos de la boda. Dime, ¿cómo fue que Adam y tú os encontrasteis de nuevo?
¿Dónde?
Tan considerado como siempre, estaba cambiando de tema de conversación
para sacarla de sus tristes reflexiones sobre el pasado, recordándole de esa forma a
Claudia la ilusión que estaba proyectando sobre el futuro.
No podía saber lo muy equivocado que estaba. Claudia había estado temiendo
aquellas preguntas, segura de que se las formularía. Y no sabía cómo contestarlas…
—Nos encontramos por casualidad y… Y… Comimos juntos en El Unicornio —
deliberadamente, evitó decirle cuándo. Sabía que jamás se creería que apenas había
ocurrido el día anterior—. Y después, todo fue sobre ruedas…
¡Y de qué manera! Claudia se estremeció de nuevo, y Guy, soltándola dijo:
—No podría alegrarme más por los dos… Si es que eso es lo que realmente
queréis.

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Claudia no contestó al tono interrogante de su voz; no podía. En un segundo


podría decirle la verdad y los dos quedarían arruinados, sin hogar, con un pleito por
la custodia de Rosie en las manos. Y no podía hacerle eso.
Interpretando su silencio como aquiescencia, el anciano dijo con energía:
—Mientras tú estabas preparando la cena, Adam me habló algo acerca de su
situación en el Grupo Hallam. Me quedé muy impresionado. Ciertamente ha
trabajado mucho. Mira, ¿qué te parece si yo te preparo un chocolate y tú me cuentas
más cosas sobre él? Él no pudo contarme mucho… —rió entre dientes—. ¡Porque
estaba demasiado ansioso de reunirse contigo en la cocina!
—En otra ocasión, papá —Claudia esbozó una temblorosa sonrisa—. Estoy
agotada, y tampoco quiero cansarte a ti más. Todavía estás en proceso de
recuperación.
—Bueno —le dio un beso de buenas noches—. Vete a acostar, entonces, y no te
preocupes por mí. ¡La felicidad lo cura todo!
Aquellas últimas palabras no la ayudaron a conciliar el sueño. ¿Cómo podría
revelarle a su padre la verdad sobre ese futuro que tanto lo ilusionaba?

—Es encantadora…
Adam desvió la mirada de Rosie, que corría alegremente delante de ellos, para
posarla en el sendero que atravesaba el valle.
Su sedosa melena oscura contrastaba con el color rojo de sus pantalones cortos,
a juego con la camisa. A Claudia se le encogió el estómago de emoción. No quería
que Adam se encariñara demasiado con su hijita. En vano, había rezado para que el
tiempo cambiara y tuvieran que anular aquella excursión a la cala; aquel día había
sido incluso más soleado que los anteriores, y resignadamente había llamado a la
profesora para disculpar la ausencia de Rosie.
—Ir de picnic a la cala es la excursión favorita de Rosie: es lo único que puede
convencerla para que un día no vaya a la escuela —le explicó a Adam—. Le encanta.
La escuela, quiero decir. Y no quiero que pienses que puedes transformar estas
salidas en una costumbre —añadió con tono recriminatorio.
No lo miraba. Cuando Adam se presentó aquella mañana vestido con unos
vaqueros y una camiseta negra, se había quedado asombrada e impresionada a la
vez. Al verlo, había recordado hasta en sus menores detalles lo que había sentido al
estar en sus brazos; el contacto de su cuerpo contra el suyo; la manera en que habían
hecho el amor…
En aquel entonces lo había ansiado con su cuerpo, con su corazón y con su
alma. Todavía lo deseaba, pero sólo con su cuerpo. Ésa era la diferencia. Así que
cuidadosamente, evitaba mirarlo. Además, estaba intentando encontrar el momento
adecuado para lanzarle su contrapropuesta, ya que no podía consentir que siguiera
adelante con sus planes de boda.

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—Jamás se me ocurriría hacer eso —le espetó secamente Adam—. Lo de hoy es


una excepción. Quiero crear lazos con Rosie, y no transcurrirá mucho tiempo antes
de que me convierta en una figura permanente en su vida. Sólo tres semanas —le
recordó—. Cuando nos casemos, me gustaría convencerla de que me llamara papá. Y
una vez que se haga mayor y acepte el lugar que yo ocupe en su vida, entonces le
diré la verdad… Que yo soy su verdadero padre, y no el sustituto de Favel.
Claudia estaba convencida de que Adam nunca sería un sustituto de Tony para
Rosie; sabía que se implicaría de lleno en la educación de su hija. Sólo tenía que
recordar la manera en que le había hablado aquella misma mañana, un poco antes.
Le había preguntado si no le importaría que le enseñara su playa favorita,
escuchando sus comentarios y explicaciones con un divertido y tierno interés,
bebiendo cada una de sus palabras.
Tony nunca había puesto tanto interés en Rosie, aunque nunca había sido
desagradable con ella; Claudia, de todas formas, jamás se lo habría permitido. En sus
cumpleaños y por navidades se había preocupado de comprarle caros y selectos
regalos, pero manteniendo siempre las distancias con ella.
—¿Cómo es que estabas tan seguro de que era tu hija? —se le ocurrió
preguntarle, siguiendo un impulso.
Aquellas palabras afloraron procedentes directamente de su subconsciente, de
manera espontánea.
Podía sentir la mirada de Adam fija en ella, y se ruborizó intensamente. Se
arrepintió de haberle hecho esa pregunta y siguió caminado por el sendero, delante
de él y detrás de Rosie.
Pero las suelas de sus sandalias resbalaron en las piedras lisas, y sólo sus
rápidos reflejos y el fuerte brazo de Adam que la sostuvo de la cintura, acercándola a
su poderoso cuerpo, la salvaron de una caída muy poco digna. Durante unos
segundos interminables permaneció exactamente donde estaba, apretada contra su
cuerpo duro y cálido, presa de traicioneras sensaciones.
—No se necesita ser Einstein para adivinarlo —sus palabras susurradas, tan
cerca de su oído, la conmovieron profundamente—. Recuerdo perfectamente aquella
primera vez. Yo no estaba preparado, queriendo retrasar el momento, y fui el primer
sorprendido, Todas las otras veces, tantas que perdí la cuenta, me aseguré de que
estuvieras protegida —la apartó para mirarla intensamente—. Y por supuesto, está el
parecido. Rasgo por rasgo, Rosie es la viva imagen de mi madre a su edad. Puedo
enseñarte la fotografía.
Y siguió andando con naturalidad, reuniéndose con su hija.
Claudia se estremeció convulsivamente. Todavía sentía un cosquilleo en los
brazos, allí donde Adam la había tocado. Fue un verdadero milagro que pudiera
seguir caminando y llegar hasta la cala, pero lo hizo. Adam y Rosie ya estaban
sentados en la blanca arena de la playa, curioseando en la cesta de la comida. Claudia
se había encargado de prepararla aquella mañana precipitadamente, mientras Amy
limpiaba las habitaciones del piso superior. La reacción del ama de llaves ante la
noticia de su inminente boda había sido de divertido estupor.

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Claudia sabía que estaba expuesta a un interrogatorio intensivo por su parte;


todavía no estaba preparada para decidir si le contaría la verdad. Y todavía existía la
posibilidad de que la boda fuera anulada, como tan devotamente esperaba que fuera
el caso, cuando Adam escuchara lo que ella tenía que decirle.
—¡Tenemos yogures y zumos! —exclamó alegremente Rosie—. Anda, siéntate
—le dijo a su madre.
—¡Ahora voy, mandona!
Claudia forzó una sonrisa. A toda costa tenía que comportarse como si todo
marchara bien, así que se sentó al lado de su hija, pero bien lejos de Adam,
extendiendo su amplia falda de algodón en torno a sus piernas. Sacó una manzana
de la cesta y se obligó a comerla, mientras escuchaba a su pesar la suave y
aterciopelada voz de Adam hablándole a Rosie:
—Hace mucho tiempo solía venir aquí. Gracias por haberme recordado el
camino; me había olvidado de lo bonito que era. Me gusta ver cómo rompen las olas,
y lo grande que es el cielo. Y lo azul.
«Una visión benevolente de la cala», pensó Claudia. Porque algunas veces podía
ofrecer un aspecto salvaje, amenazador incluso en verano, cuando negras nubes
opacaban el azul del cielo y el viento levantaba enormes olas. Eso mismo les había
sucedido una vez, sorprendiéndolos. Habían permanecido abrazados bajo la lluvia,
desafiando la tormenta, hasta que finalmente amainó y decidieron volver al valle,
empapados y riendo a carcajadas.
Luego, sin aliento, se habían tumbado en una pradera salpicada de flores,
donde segundos más tarde, se habían visto asaltados por otro tipo de tormenta más
fuerte aún que la anterior. Una tormenta de deseo. Claudia se esforzó por contener
las lágrimas al evocar aquel recuerdo, mientras escuchaba a Adam preguntarle a su
hija:
—Entonces, ¿qué es lo que más te gusta de la cala?
—Pescar.
Rosie se levantó, dejando un sándwich de pollo a medio comer en el regazo de
Claudia.
—Puedes venir y ayudarme, si quieres —le ofreció a Adam con gesto
magnánimo, riendo mientras su madre le cambiaba las diminutas deportivas por
unas zapatillas de goma.
Sabiendo que la noción que su hija tenía de pescar, era mojarse los pies en la
poco profunda piscina natural de la cala. Claudia siempre procuraba llevarle aquel
calzado de repuesto.
—Me encantará ayudarte —Adam la estaba observando con un brillo de
ternura en los ojos—. Anda, empieza tú primero. Tu madre y yo nos reuniremos
contigo dentro de un momento.
Claudia sabía que Adam recordaba lo suficientemente bien aquella cala como
para saber que Rosie no sufriría ningún daño. Las rocas de la piscina natural, en la

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que tanto le gustaba jugar a la niña, no tenían aristas o filos con los que pudiera
cortarse. De todas formas, no podía evitar sentirse muy disgustada. Al parecer,
Adam se creía que podía darle órdenes. Ya se disponía a levantarse para seguir a
Rosie, cuando sus siguientes palabras la irritaron aún más:
—Has cambiado —sus ojos color gris humo, de mirada perezosa, barrieron
lentamente su cuerpo deteniéndose en los senos ocultos por la holgada camisa de
algodón que llevaba—. Hace seis años no estabas tan delgada; eras una jovencita
altamente sexy y sensual. ¿Qué pasó? ¿Qué se hizo de aquella deliciosa
voluptuosidad?
Claudia se sentía tan humillada que apenas podía hablar. Adam estaba siendo
cruel con ella…
—Puedes despreciarme, pero creo que no tienes necesidad de hacerme un
comentario tan personal. ¡Mi aspecto no tiene nada que ver contigo!
—No estoy de acuerdo. Incluso prefiero tu aspecto presente. Nuestro
matrimonio será puramente formal, me gustaría que entendieras eso. Yo soy un
hombre como cualquier otro, con las necesidades habituales… Como estoy seguro
que recuerdas perfectamente. Si tú fueras… Digamos como eras antes… Podrías
haber resultado una tentación demasiado grande para mí. Lo cual habría complicado
nuestra relación…
—¿Te divierte mostrarte cruel? —lo interrumpió Claudia, fuera de sí—. ¿Te
gusta herir a la gente?
—Habitualmente, no. Quizá te hayas olvidado, por propia conveniencia, de lo
aficionada que eres a hacer daño a la gente. ¿No te gusta probar tu propia medicina?
—¡No sé lo que quieres decir!
Pensaba que quizá Adam se refiriera a aquel momento, seis años atrás, en que
ella le dijo que había perdido todo interés por él. Sin embargo, estaba convencida de
que en aquel entonces, sólo había sufrido su orgullo, o sus esperanzas de llenarse los
bolsillos a su costa.
—¿Ah, no? Me privaste de los cinco primeros años de la vida de mi hija. Pusiste
a otro hombre en mi lugar, le permitiste que viera su primera sonrisa, sus primeros
pasos, que escuchara sus primeras palabras… Si piensas que eso no es hacer daño…
¡Entonces es que tienes tanta sensibilidad como la arena sobre la que estás sentada!
—se levantó rápidamente—. Así que no me hables de sentimientos heridos, Claudia.
¡Antes pregúntate a ti misma si debería culparme por hacerte sufrir ahora!

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Capítulo 5
Sus palabras, y la pasión contenida con que Adam las había pronunciado,
conmovieron profundamente a Claudia. Después de la forma en que la había tratado
hacía seis años, jamás habría esperado que albergara tales sentimientos.
Incapaz de hablar o de moverse, continuó sentada en la arena mientras
observaba cómo Adam se alejaba para jugar con su hija. Parecía relajado, sonriente.
Parecía el hombre del que ella se había enamorado hacía ya tanto tiempo. Sintió una
fuerte punzada de dolor en el corazón mientras intentaba colocarse en el lugar de
Adam, descubriendo de repente que tenía una hija de cinco años…
La culpa hizo presa en ella. Ahora podía comprender por qué Adam la
despreciaba tanto. Pero no quería sentir aquello, no quería compadecerlo. Quería
despreciarlo por ser el hombre que era, recordarse constantemente su traición; esa
era la única manera de permanecer a salvo de la propia y traicionera respuesta de su
cuerpo ante él.
Luego, con la vista nublada por las lágrimas, vio a Adam levantar a Rosie en
brazos, haciéndola reír a carcajadas. Casi enferma de emoción, observó después
cómo extraía una toalla de la cesta y procedía a cambiarla de ropa con exquisito
cuidado.
—Ahora te quedarás sequita y calentita —le decía mientras la secaba
delicadamente y la ayudaba a ponerse una blusa blanca y un peto vaquero—. Si
mamá está de acuerdo, ¿te apetecería que fuéramos a dar un paseo esta tarde?
Podríamos tomar un refresco en alguna hamburguesería.
—¡Sí, sí! —el rostro de Rosie brillaba de alegría mientras se calzaba sus
deportivas—. ¿Vamos a ir, mamá? ¡Di que sí!
Claudia no podía pensar en nada que le gustara menos, pero asintió; no tenía
más remedio que hacerlo. Negarse a secundar sus planes sólo le acarrearía más
dificultades de las que ya tenía.
Rosie reía feliz, mientras Adam se arremangaba los bajos de su vaquero
empapado, y miraba haciendo una mueca el lamentable estado de sus zapatos de
lona. Fue en ese momento cuando miró a Claudia con una sonrisa, y la joven se
apresuró a desviar la mirada.
Adam y su hija recién encontrada se llevaban divinamente. Su parecido, en
particular la conmovedora manera de sonreír que compartían, no podía menos que
resultarle doloroso a Claudia. De repente, le entraron ganas de abrazarlo, de pedirle
disculpas, de suplicarle que le perdonara algo imperdonable… La necesidad era tan
intensa que ella misma se quedó horrorizada.
Se levantó, recogió la toalla y la cesta y empezó a caminar por el sendero que
cruzaba el valle. Se dijo que no necesitaba su perdón. Adam no tenía nada de qué
perdonarla.

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No había sabido que estaba embarazada cuando seis años atrás, fue a buscarla
para decirle que se marchaba de Farthings Hall. No se había molestado en escuchar
las excusas que él se había inventado para explicar su repentina partida. Sabía
perfectamente por qué se marchaba: Helen lo había expulsado de la propiedad. Así
que se había limitado a replicar, encogiéndose de hombros:
—Bien. Esto facilita las cosas. He empezado a salir con otro hombre. Alguien
con un trabajo decente y dinero en el banco.
No había habido ningún otro hombre, por supuesto, y la situación económica
de Adam no le había preocupado lo más mínimo. Pero había sido una justificación de
su ruptura, una forma de esconder el violento dolor que le había helado el corazón.
Se había marchado antes de exponerse a estallar en sollozos, recordando el
momento en que lo había visto salir del dormitorio de Helen, tan furioso que ni
siquiera la había visto… Furioso, porque a pesar de todo su encanto y seducción, no
había tenido éxito con su madrastra. Probablemente nunca antes había sufrido
rechazo alguno.
—Déjame llevarte la cesta —le pidió en ese momento Adam, interrumpiendo
sus reflexiones.
Llevaba en brazos a Rosie, con la cabecita apoyada sobre un hombro; se había
quedado dormida.
—Puedo arreglármelas. No pesa nada.
El resentimiento resultaba patente en su tono de voz. ¿Cómo se atrevía a
tomarse tantas familiaridades con su hija? Acababa de aparecer en la vida de Rosie…
¡Y ya la había convertido en su esclava adoradora!
Tuvo que dominar una nueva punzada de remordimiento. Siendo el canalla
que era, se había llevado su merecido. Y ella haría bien en recordarlo y en dejar de
torturarse con una culpa innecesaria. Para cuando descubrió que estaba embarazada
de Rosie, hacía por lo menos dos semanas que Adam se había marchado. Ignoraba
dónde habría podido localizarlo, en el caso de que hubiera querido hacerlo.
Si hubiera podido dar marcha atrás en el tiempo, nunca se habría casado con
Tony. Pero a la edad de dieciocho años, asustada por la enfermedad de su padre, por
el posible efecto que la noticia de su embarazo habría tenido sobre su salud, le había
parecido la solución más razonable. Era demasiado joven e inexperta para haber
encarado aquel problema sola.
—¿Es que quieres romperte una pierna?
La voz de Adam, odiosa por su tono de seca diversión, le hizo apretar los
dientes cuando tropezó con la raíz de un arbusto.
Eso le dio oportunidad para detenerse por unos segundos a recuperar el aliento
y dirigirle una mirada de resentimiento. Rosie se había quedado verdaderamente
dormida sobre su hombro, acunada por los brazos de un hombre del que hasta ese
momento no había conocido ni siquiera su existencia, como si a un nivel profundo
del inconsciente, supiera y reconociera el lazo de sangre que los unía.

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Pero al menos, aquella inesperada detención también le daba la oportunidad de


sorprenderlo como se merecía. Hasta ese momento Adam había llevado siempre la
iniciativa, y ella necesitaba atacarlo y golpearlo allí donde más le dolía. En su bolsillo.
Seis años atrás, el dinero había sido su motivación, y eso no había cambiado desde
entonces.
Luego, mientras Adam todavía estuviera tambaleándose, ella podría lanzarle su
contrapropuesta.
—Necesitamos hablar, Adam.
Ya había recuperado la compostura. Ella misma estaba sorprendida del
contraste entre sus recientes pensamientos y su tono actual.
—¿Tú crees? Yo pensaba que ya estaba todo dicho.
—Entonces es que tienes poca imaginación. Mis recuerdos son muy vagos, pero
creo recordar que antes no eras tan arrogante.
—No tientes a la suerte —Adam endureció su mirada—. Si tienes vagos
recuerdos de lo que sucedió entre nosotros, de la aparente intensidad de lo nuestro,
recordarás que existía un elevado grado de sensualidad en nuestra relación. Añade a
eso el motivo que me diste cuando rompiste conmigo, y ya tengo un par de datos
interesantes a utilizar en los tribunales… Que deberían disuadirte de elegir ese
camino.
Adam continuó caminando por el sendero y ella no tuvo más remedio que
seguirlo. ¿Cómo había podido concebir la esperanza de negociar con un tramposo
semejante? ¿Un hombre que convertía cada obstáculo que se le oponía en una ventaja
a su favor?
—Hay un asiento allí, donde los pinos —Adam la estaba esperando en la
cabecera del sendero, fuera ya del valle—. Si tienes algo que decirme, puedes hacerlo
allí.
Claudia asintió con la cabeza. Desde el banco de cedro, al lado de los pinos de
Monterrey que había plantado su padre, se divisaba un panorama muy agradable.
Adam se sentó, con la pequeña Rosie cómodamente dormida en su regazo.
—¿Y bien? —hablaba en voz baja para no despertarla, pero no pudo disimular
cierto matiz de impaciencia.
La joven tomó aliento y levantó la barbilla, decidida a no dejarse intimidar. Le
lanzó una mirada que esperaba fuera tan fría como la suya.
—Creo que deberías ser consciente, antes de que te hagas legalmente
responsable de mis deudas, de la enorme suma de dinero que suponen —mencionó
la cifra que le había facilitado el director del banco; aquella cantidad de dinero
todavía tenía el poder de horrorizarla, de helarle la sangre. No tenía ninguna duda
de que suscitaría incluso peores efectos en Adam—. Añade a eso el coste por las
restauraciones y acondicionamientos que tan alegremente has prometido hacer, y haz
los cálculos.

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Lo observó de cerca, esperando en vano algún gesto de asombro. Ni un simple


parpadeo alteró su expresión.
—¿Y bien? ¿Eso es todo? ¿O tienes algo más que confesarme antes de, como has
señalado tú misma, hacerme legalmente responsable de todo?
—Sí… —pronunció Claudia cuando pudo recuperarse de su sorpresa—. No hay
necesidad de que asumas esa deuda. ¿Qué ganarías con ello? Rosie, por supuesto.
¡Pero no hay necesidad de llegar tan lejos… Casándonos! Si el Grupo Hallam
comprara la propiedad por un precio justo… Me quedaría dinero suficiente para
conseguirme algo modesto. Y si… —se humedeció nerviosamente los labios con la
lengua, se tragaría su orgullo haciéndole concesiones—. Si pagaras una cantidad
razonable de mantenimiento por la niña, yo no necesitaría un trabajo a tiempo
completo. Nos arreglaríamos con un empleo de media jornada. Y podrías ver a Rosie
siempre que quisieras… Te prometo que no habría ninguna dificultad.
Pensó que tendría que llegar a un acuerdo con su padre. Nada cambiaría. La
tarea de revelarle la mala noticia de las deudas todavía recaería sobre ella, pero
estaba dispuesta a asumirla, en todo caso. Sólo necesitaría decirle que Adam y ella
habían cambiado de opinión acerca de sus planes de matrimonio…
Pero sí tendría que decirle que Adam era el verdadero padre de Rosie. ¿Cómo si
no podría explicar sus frecuentes visitas, y el pago de una pensión de
mantenimiento?
¿Estaría siendo increíblemente egoísta al intentar ingeniárselas para librarse del
matrimonio? ¿Acaso no debía sacrificarse por su padre y su hija? Vio que Adam
sonreía débilmente, como si hubiera adivinado sus vacilaciones, sus dudas.
—Es hora de irnos. La boda seguirá adelante. Cualquiera que sea la cantidad de
tus deudas, es un precio pequeño a pagar por el bienestar de mi hija —se levantó,
con Rosie en sus brazos—. Y recuerda esto: Esperaré que te comportes, en todo
momento y lugar, como si fueras una esposa feliz. Es demasiado esperar que saltes
de alegría, pero te pido al menos una apariencia de felicidad. De cara a los demás,
nuestro matrimonio funcionará. No en mi beneficio, ni en el tuyo, sino en el de mi
hija —empezó a caminar, y añadió por encima del hombro—: Quiero que tu padre
sepa que Rosie es hija mía. ¿Se lo dirás tú o yo?

Finalmente ninguno de los dos tuvo que hacerlo, pensaba Claudia mientras
abandonaba Farthings Hall en el deportivo de Adam, tres semanas después. Se volvió
en el asiento para mirar por última vez a Guy y a Rosie, que les lanzaban besos en
medio del pequeño grupo de personas invitadas a la discreta ceremonia de boda.
Al final del día en que fueron a la cala, el primero que Adam había pasado
enteramente con su hija, después de que finalmente se hubo marchado, Guy le
comentó a Claudia con tono tranquilo:
—Adam es su padre, ¿verdad?

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—¿Te lo ha dicho él? —le había preguntado Claudia nerviosa, mientras recogía
los platos de la cena.
—No. Él no me ha dicho nada; no ha tenido necesidad de hacerlo. Creo que
siempre lo supe. Lo que no sabía era si Tony lo sabía o no. Si lo había averiguado o si
esa era la causa del deterioro de vuestro matrimonio.
Claudia se había sentado a la mesa, esforzándose todo lo posible por presentar
un aspecto relajado.
—Tony lo sabía, antes de pedirme que me casara con él. Quería fundar una
familia, según me dijo, pero no podía concebir un hijo. En aquel tiempo, parecía la
mejor solución. No tenía idea de cómo localizar a Adam… Se había producido una
confusión y…
Se interrumpió. No podía dejarle sospechar que el inminente matrimonio con el
padre de Rosie no era en absoluto lo que parecía.
—Tengo suficiente confianza en los dos como para saber que vuestro
matrimonio saldrá adelante. Tendréis dificultades… No puede resultarle fácil a
Adam aceptar el hecho de que Tony disfrutó de los primeros cinco años de la vida de
Rosie, y él no. Pero lo superaréis. Siempre tuve la sensación de que estabais hechos el
uno para el otro… Durante aquel verano, erais prácticamente inseparables. Era un
verdadero gozo veros.
Fue al final de aquel traumático día cuando Claudia aceptó por fin que no podía
escapar a los planes que Adam había diseñado para su futuro. El descubrimiento por
parte de Guy del verdadero padre de Rosie, su aceptación, le proporcionó un
inmenso alivio. Era una cosa menos de la cual preocuparse. Todo lo que tenía que
hacer ahora era evitar que averiguara que Adam realmente la odiaba…

En aquel instante Farthings Hall estaba desapareciendo lentamente de su vista.


Claudia se volvió en su asiento, suspirando, y Adam le comentó:
—Estarán bien, los dos. Amy se encargará de ellos.
Sorprendida por la insólita calidez de su tono de voz. Claudia miró a su marido,
con quien llevaba menos de tres horas casada. Se había cambiado el formal traje gris
oscuro que había lucido en la ceremonia civil de Plymouth, y en aquel momento
tenía un aspecto maravilloso con sus vaqueros negros y su suéter de cachemir, que
acentuaba el tono oliváceo de su piel.
Se apresuró a desviar la mirada, detestando la manera en que se le aceleraba la
respiración siempre que lo miraba.
—Yo no quería todo esto. Es una farsa —se quejó con voz ronca—. Nunca antes
me había separado de Rosie, ni siquiera por una noche. Y estoy preocupada por
papá.
Mirando deliberadamente hacia adelante, evitó la mirada que Adam le lanzó de
soslayo.

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—No hay necesidad —repuso él con tono tranquilo—. Guy ha superado bien su
último chequeo y Amy se encargará de cuidarlo. Y en cuanto a Rosie… —su voz se
suavizó como siempre le ocurría cuando hablaba de su hija—. Los dos hemos tenido
una larga conversación. Comprende perfectamente que después de las bodas están
las lunas de miel. Además, le prometí que le traería un regalo.
El estado de ánimo de Claudia era completamente distinto. Quería regresar a
casa, con su familia, y no estar allí con él, dirigiéndose hacia Londres en la luna de
miel de un matrimonio que no era tal.
—Nosotros sabemos que esta luna de miel es una farsa —declaró Adam,
interrumpiendo sus pensamientos—. Pero es importante que nadie más lo sepa.
Parecería extraño que no quisiéramos pasar unos días solos. Es por eso por lo que te
sugiero que dejes de comportarte como una niña caprichosa y aceptes esto como lo
que es: Una semana fuera de tu casa, en mi piso de Londres. Yo me dedicaré a
resolver el desastre financiero que has organizado con el albergue y el restaurante, y
mientras tanto tú puedes ir de compras. He abierto una cuenta corriente y llevo las
cartillas conmigo, a la espera de tu firma. Te aconsejo que las uses —terminó con
tono seco.
Claudia se ruborizó intensamente. Había visto la mirada que le lanzó cuando
llegó al registro civil, luciendo el mismo vestido rosa que había llevado en su boda
con Tony.
Negándose a gastar un dinero que no tenía en una boda que tampoco deseaba,
había intentado desairar a Adam con ese gesto de rebeldía. Por eso podía
comprender la mirada de disgusto que le dirigió, seguida de inmediato por una
radiante sonrisa de cara a la galería. ¡Adam no quería que la mujer que
supuestamente estaba enamorada de él, se presentara a la boda sin estrenar un
vestido nuevo!
Aunque en realidad, no le preocupaba lo más mínimo su aspecto; la apariencia
de cara a los demás era lo único que le importaba. ¿Acaso no le había dicho ya que se
sentía aliviado de que no se pareciera en absoluto a la sensual jovencita que tan
fácilmente había seducido años atrás? Ella no le tentaría lo más mínimo, y el deseo no
complicaría para nada su matrimonio formal. Muy a su pesar, aquel comportamiento
por parte de Adam la hacía sufrir terriblemente.
Por eso no pensaría en ello. Intentaría no pensar en la traicionera e implacable
respuesta de su cuerpo ante aquel hombre.
—¿Te acordaste de darle a papá las llaves de Willow Cottage?
—No. ¡Las arrojé al río y le dije que fuera nadando a buscarlas! —contestó con
seco sarcasmo—. ¡Claro que sí! ¿Quieres dejar de preocuparte?
Sintiéndose una estúpida, Claudia encendió la radio del coche. Por supuesto
que sabía que Willow Cottage, convenientemente amueblada, estaba lista para que su
pequeña familia se trasladara allí. ¿Acaso no se había encargado ella misma de
comprar las provisiones y todo lo necesario?

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Muy cerca de la escuela primaria del pueblo, residirían allí mientras Farthinsg
Hall era restaurado y reacondicionado. Adam y ella se reunirían con los demás una
vez finalizada su presunta luna de miel.
Adam se había encargado de todo. Durante las tres semanas anteriores a la
boda, se había instalado en una habitación del pub del pueblo, diciendo que
solamente necesitaba un teléfono, una máquina de fax y un ordenador portátil para
seguir dirigiendo su negocio desde allí. Y cuando no había pasado el tiempo con
Rosie y con ella, había estado organizándolo todo: La boda, la pequeña recepción, los
cambios en la cocina y el restaurante…
Decidiendo que Adam debía de tener una energía sobrehumana, porque no
demostraba la más mínima señal de cansancio mientras que ella estaba
completamente exhausta. Claudia se acomodó en su asiento fingiendo dormir.

Y se despertó cuando él la tocó en un brazo. Se encontraban en un aparcamiento


subterráneo.
—¿Ya hemos llegado? —inquirió aturdida.
—Pediré que nos suban la cena y luego te irás a dormir. Obviamente, estás
agotada.
La dejó desperezándose, mientras sacaba el equipaje del maletero. Claudia
pensó que debía de haber dormido horas. Adam la guió al ascensor, y segundos
después entraron en un lujoso ático, en el último piso de un rascacielos.
—Tienes una vista maravillosa —comentó Claudia frente a los enormes
ventanales que dominaban la ciudad; ya había oscurecido, y miles de luces brillaban
en la oscuridad.
—He llevado tu maleta a tu dormitorio —le informó Adam, como esperando
que dijera algo—. Tu dormitorio, no el nuestro. Supongo que habrás experimentado
un inmenso alivio, ¿verdad?
Frunciendo el ceño, Claudia se volvió para mirar el espacioso salón. Estaba
amueblado con varias mesas bajas de madera negra lacada de aspecto sobrio,
estanterías de original diseño, dos divanes tapizados en piel oscura… Todo muy
masculino. Como el propietario, que en aquel momento estaba sentado ante un
precioso escritorio, la única pieza antigua de la habitación.
—¿Qué tipo de comida prefieres que pidamos? ¿Francesa, italiana, china?
Claudia reflexionó en la impersonalidad del tono con que le había hecho
aquella pregunta. Todo en su matrimonio sería impersonal, estéril.
—Lo que quieras.
Adam levantó el auricular del teléfono y marcó un número. Claudia entró en su
dormitorio, poco dispuesta a darle conversación mientras esperaban.

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Su maleta estaba a los pies de un diván de color claro, a juego con las cortinas y
el edredón de la cama. Era un dormitorio de aspecto impersonal a la vez que
elegante, con cuarto de baño incorporado, semejante a la suite de un hotel.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y parpadeó furiosamente para contenerlas.
Ya empezaba a sentirse nostálgica, a echar de menos a la gente que amaba,
abandonada allí con un marido que la despreciaba sin ningún disimulo. Pero…
¿Tendría por eso que ponerse a llorar como una niña?
Sacó un pañuelo de papel de la caja que había sobre la mesilla y se sonó la
nariz.
Adam había llevado la iniciativa desde el mismo momento en que descubrió
que tenía una hija. Estaba dirigiendo su vida, pero eso no quería decir que ella no
tuviera orgullo. Segundos después, creyó oír unas voces en el salón y salió del
dormitorio.
El chico del reparto acababa de marcharse. Adam cortó la enorme pizza
Margarita y la sirvió en dos platos de cerámica, con un poco de ensalada.
—Pensé que preferirías cenar algo sencillo. Siéntate —le dijo, ofreciéndole un
plato.
La porción que le había dado le pareció a Claudia del tamaño de un campo de
fútbol, pero no hizo comentario alguno. ¿Para qué darle la oportunidad de que le
hiciera algún ofensivo comentario sobre su extremada delgadez?
¿Volvería a encontrarla deseable si recuperaba el peso perdido? ¿La querría de
nuevo en su cama? Tuvo que hacer a un lado aquel traicionero pensamiento. Su
cuerpo podría ansiar la magia del de Adam, pero su corazón no, y su cerebro
rechazaba la mera idea. El sexo sin amor no era para ella, y hacía mucho tiempo que
había muerto ese amor.
—Telefonearé a papá cuando termine de cenar. Le preguntaré si ya se han
instalado… ¿Dijiste que pasaría un mes antes de que terminara las obras la
constructora y pudiéramos mudarnos? —cortó un pedazo de pizza, sin atreverse a
llevárselo a la boca—. Supongo que venderás este piso una vez que te instales en
Farthings Hall y…
—Deja ya de parlotear —la interrumpió Adam, impaciente—. Si tú estás
nerviosa, yo no. No voy a abalanzarme sobre ti; aquí estás a salvo. Podría decirte que
ya hemos pasado por eso… Y no me han gustado mucho las consecuencias…
—¡Te estás refiriendo a Rosie!
Apenas podía hablar de lo asombrada que estaba. Y ella que había creído que
Adam adoraba a su hija…
—No, claro que no —replicó, repentinamente cansado—. ¿Cómo podría
arrepentirme de haber concebido a mi preciosa hijita? Nuestra aventura tuvo otras
consecuencias, Claudia.

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La joven creyó detectar cierto extraño brillo en sus ojos. No tenía idea de lo que
estaba hablando, pero preferiría que no se lo dijera porque sabía que no iba a
gustarle.
—¡Cualquiera diría que contrajiste la gonorrea, o que te contagié alguna otra
enfermedad infecciosa! —le espetó, y de inmediato se arrepintió de sus palabras; era
como si Adam se las arreglara siempre para sacar lo peor que había en ella.
—No necesitabas ser tan grosera —replicó Adam, provocándola a que lo
desafiara.
—¡Creo que eso lo he aprendido de ti!
—¡Touché! —una sombría diversión pareció iluminar sus ojos—. Entonces,
empecemos otra vez —sirvió dos copas de vino—. Parlotear es: Sí, bueno, puedes
telefonear a Guy, de todas formas; y sí, le he ofrecido a la constructora una buena
cantidad extra si terminan en un mes a partir de hoy; y no, no voy a vender este piso.
Puedo dirigir mi negocio desde Farthings may, por supuesto. Pero habrá ciertas
ocasiones en que necesite la intimidad de un lugar como éste.
Claudia sabía por experiencia que Adam era un hombre muy sexy, un amante
fantástico. Y el suyo era un matrimonio puramente formal… Sintió una violenta
punzada de celos. El dolor era tan fuerte que palideció visiblemente y se levantó de
la mesa para marcar el número de Willow Cottage. Habló con su padre intentando
aparentar que no estaba llorando por dentro, y después se fue a la cama para sollozar
a solas.
Aunque le disgustaba el hombre que Adam había sido y el que era, todavía lo
deseaba. Le dolía el cuerpo y el alma de tanto desearlo. Había intentado dominarse,
pero no podía evitarlo.
Cuando pensaba en Adam haciendo el amor con otra mujer, tocándola de la
manera en que la había tocado a ella… Deseaba morirse y terminar de una vez con
aquel sufrimiento.
Cuando terminó de desahogarse, permaneció despierta en la oscuridad,
rezando para que no volviera a enamorarse nuevamente de él. De alguna forma,
podría arreglárselas para soportar el deseo, el interminable y doloroso grito de su
cuerpo. Pero lo otro no podría soportarlo.

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Capítulo 6
Claudia dejó a Adam haciéndose su café del desayuno en la pequeña y
funcional cocina de ático, y salió de compras. Él podría hacer lo que gustara con su
día… ¡Pero ella iba a gastarse su dinero!
No pensaba poner en duda la legitimidad de su decisión, pensó decidida
mientras pagaba al taxista que la había dejado en Oxford Street. Adam le había
dejado dinero insistiendo en que lo usara, y lo haría. Pensaba que su apariencia era
desastrosa, así se lo había dicho, y el espejo se lo había confirmado cuando se levantó
esa mañana.
En parte, había tenido la culpa la inquieta y desapacible noche que había
pasado. Por otro lado, la ropa que se había llevado consigo no contribuía en nada a
mejorar su apariencia. Ese era el dilema que se había planteado ante el espejo. Podía
quedarse en su habitación durante todo el día compadeciéndose a sí misma, sin tocar
ni un céntimo de su maldito dinero… O tragarse su orgullo, aceptar lo que Adam le
ofrecía y salir para disfrutar un poco.
Escogiendo la última opción, había asomado la cabeza por la puerta de la cocina
para decirle a Adam:
—Buenos días. Me voy. No sé cuándo volveré.
Lo cual podría ser a medianoche, o incluso más tarde. No podía recordar
cuándo había salido por última vez de compras sola, y desde luego con tanto dinero
en el bolso. No tardó en disfrutar enormemente de su privilegiada situación.
Después de comer, un recorrido por las zapaterías y las tiendas de lencería la
mantuvo ocupada hasta las seis. Para entonces, ya llevaba consigo una buena
cantidad de paquetes y bolsas. Decidida a volver al ático lo más tarde que le fuera
posible, entró en un restaurante español. Cenó un delicioso plato de espárragos con
patatas fritas, regado con vino de Rioja, y pastelillos y café solo de postre.
No se había dado cuenta de que estaba tan hambrienta. Tampoco podía
recordar si había tomado tres copas de vino o cuatro, pero no iba a preocuparse por
ello, y se sentía como si estuviera flotando en el taxi que la llevó a casa. «No a casa», se
corrigió; su casa no podía ser el lugar donde estaba Adam.
Lo encontró en el salón, sentado ante una mesa baja y rodeado de papeles.
Adam la miró arqueando una ceja y Claudia lo saludó con un cortés «buenas noches»
antes de encerrarse en su dormitorio.
A pesar de su indiferente actitud, el corazón le latía acelerado, presa del
horrible dolor que la asaltaba cuando Adam la miraba con aquella expresión de
desprecio. Pero estaba decidida a ignorarlo, y una buena ducha caliente la ayudó y
reconfortó. Abrió el frasco del carísimo perfume que se había comprado, y se lo
aplicó generosamente en los puntos más sensibles mientras contemplaba su cuerpo
desnudo en uno de los enormes espejos de pared.

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Recientemente había perdido mucho peso, pero no tanto como parecía cuando
se ponía ropa que le quedaba demasiado grande. Sus hombros y brazos tenían una
apariencia muy frágil, y su cintura era mínima. Pero sus senos eran erguidos y
redondeados, y junto con sus caderas todavía conservaban aquel atractivo que tanto
había impresionado a Adam seis años atrás.
Riendo entre dientes, se envolvió en el seductor salto de cama rojo que se había
llevado al cuarto de baño. Estaba, según admitía, levemente embriagada por el vino
español del que había abusado en la cena. De otra manera no…
—¿Claudia?
Adam la estaba llamando. La joven salió del cuarto de baño envuelta en una
nube de perfume, con los faldones del salto de cama al vuelo e intentando atarse el
cinturón para ofrecer una apariencia decente. Pero debería haberse asegurado de
hacer eso antes… Porque él ya estaba dentro del dormitorio.
El cinturón escapó de sus dedos, cayó, y la bata de satén quedó abierta. Claudia
no podía moverse. Estaba paralizada por algo peor que la sorpresa; era la mirada
sombría de Adam, sus ojos, que parecían mirar hipnotizados su cuerpo desnudo.
De repente, la atmósfera se había vuelto densa, pesada, y parecía aplastarle los
pulmones. Sin embargo podía sentir… La tensa y expectante necesidad de su propio
cuerpo ante aquella mirada, el húmedo calor que invadía sus entrañas…
Su resistencia ante Adam había dejado de existir. Si él hubiera hecho cualquier
movimiento hacia ella, incluso el más leve imaginable, Claudia se habría lanzado a
sus brazos para suplicarle que le hiciera el amor. Pero Adam le dijo brutalmente:
—Cúbrete.
Y ella lo hizo, aturdidos sus sentidos por la impresión que aquellas palabras le
habían provocado, cerrándose la bata y atándose el cinturón con tanta fuerza como si
quisiera partirse en dos.
—Quería preguntarte si te gustaría salir a cenar esta noche —le dijo Adam con
frialdad—, o si preferirías que volviera a encargar la cena, como ayer.
Un músculo se tensó en su mejilla, mientras apretaba los labios.
—Ya he cenado —respondió consciente de la tristeza de su tono, debido quizá a
la frustración, y a su despreciable incapacidad para dominarse.
—Bien —repuso Adam—. Entonces no te opondrás a que yo salga. Tu padre
telefoneó a eso de las seis. Rosie quería hablar contigo, pero tú estabas fuera, así que
yo me encargué de eso.
¿Así que quería hacerle sentirse culpable?, se preguntó Claudia. Pues había
fracasado. Al menos, la impresión recibida por lo que acababa de suceder había
conseguido despejarle del todo la mente. Miró su reloj. Eran las ocho menos cuarto.
Al día siguiente era sábado, no había escuela, así que quizá Rosie todavía estuviera
levantada.
Fue al salón y llamó rápidamente por teléfono cuando su hija ya se disponía a
acostarse.

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—Ya me he bañado y me he bebido mi leche caliente. ¡Estoy siendo muy buena!


—le informó la pequeña cuando recibió el auricular de manos de Amy.
—¿Te gusta Willow Cottage? —le preguntó Claudia con tono alegre.
—Sí. Todo está muy bien —respondió Rosie después de una significativa
pausa—. Pero estaría mucho mejor si tú estuvieras conmigo… ¿Cuándo vas a volver
a casa?
—Pronto, querida. Yo también te echo mucho de menos —repuso emocionada
mirando a Adam, que permanecía de pie en medio del salón, con las manos en los
bolsillos de sus vaqueros. Sabiendo que él estaba escuchando la conversación, añadió
con tono ligero—: De hecho, te echo tanto de menos que he decidido volver a casa
mucho antes de lo que te dije.
«¡Atrévete a contradecirme!», le dijo a Adam con la mirada mientras colgaba el
auricular segundos después.
—Rosie está muy triste —le comentó a continuación—. Mañana me vuelvo a
casa. En tren, si es necesario.
—Rosie está bien —repuso Adam, sombrío—. Ya no es tan pequeña para saber
que no siempre puede conseguir lo que desea. Tiene a Guy y a Amy, y además, ¿qué
crees que pensarían si mañana te vieran llegar sola? Que nuestro matrimonio había
fracasado antes de empezar.
Claudia apoyó las manos en las caderas. ¡No podía creerlo!
Por la manera en que se había comportado desde que descubrió que tenía una
hija, ¡se habría apostado la vida a que el bienestar de Rosie estaba por encima de
cualquier otra consideración!
—¿Ya estás poniendo en segundo lugar la felicidad de Rosie? ¡Dios mío…! Si
sólo es una niña.
El rubor de sus mejillas resaltó aún más el intenso color azul de sus ojos.
—Jamás antepondría nada a la felicidad de mi hija, como tú bien sabes —
replicó Adam, mirándola desdeñoso—. Pero acabas de sorprenderla en un mal
momento, cuando se disponía a acostarse, y probablemente estaría muy cansada. ¿Y
qué me dices del bienestar de Guy? —añadió Adam con tono suave—. Si acortamos
nuestra luna de miel, o si mañana te presentas en casa sola, se preocupará por la
salud de nuestro matrimonio. ¿Es eso lo que quieres? La apariencia de felicidad era
una de las condiciones de nuestro trato, ¿recuerdas?
Adam sabía que ella no quería preocupar a su padre por ningún motivo.
Claudia movió la cabeza, aturdida. Tenía que soportar el castigo de aquel
matrimonio por el bienestar de su padre y el futuro y la felicidad de su hija.
—¡Otra vez con tus famosas condiciones! —lo fulminó con la mirada—. No soy
un felpudo, Adam, para que me pises continuamente. Tú pones condiciones,
consigues a tu hija, una madre para ella, y sigues disponiendo de tu propia libertad
—estaba pensando en su libertad para utilizar aquel ático para aventuras
extramatrimoniales, y se le estaba agotando la paciencia, sin que pudiera evitarlo—.

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¿Y qué consigo yo? Un marido que me desprecia abiertamente, una especie de


tirano… ¡Un marido que probablemente ni se inmutaría si un autobús me pasase por
encima!
—Consigues el pago de tus deudas —le recordó fríamente Adam—. Consigues
una casa decente y una vida de lujos… Lo cual es más de lo que te mereces, dada tu
propensión al derroche. Por cierto, ya he terminado de echar cuentas, y me gustaría
que me aclararas algo.
«¡Propensión al derroche!», se repitió Claudia. ¿Se refería acaso a la cantidad de
compras que había hecho ese día? El propio Adam la había animado a ello. ¿O acaso
pertenecía a esa clase de hombres que tan pronto decían una cosa para luego decir la
contraria?
—Me voy a la cama —le informó, tensa.
Cualquier cosa que Adam quisiera preguntarle, tendría que esperar. Giró sobre
sus talones para retirarse, pero él se lo impidió agarrándola de un brazo.
—Siéntate, Claudia. Quiero hablar contigo.
—¡Pues yo no! —le espetó, intentando liberarse.
Lo cual fue un error, porque él le apretó con mayor fuerza el brazo y la acercó
aún más hacia sí.
Claudia podía ver cómo contenía el aliento, apretando los dientes. Parecía como
si estuviera librando una dura lucha consigo mismo. Pero cuando finalmente habló,
lo hizo con un tono razonable.
—Claudia, sé lo mucho que te disgusta mi presencia, lo que sientes por mí…
¿Pero no crees que podríamos intentar comportamos de una manera civilizada, como
dos adultos responsables?
La joven se dijo que en realidad, no tenía ni idea de lo que sentía por él… La
estaba volviendo loca al despreciarla de esa forma. Pero Adam tenía razón en una
cosa: Ambos tenían que dominarse.
Había madurado mucho desde el nacimiento de Rosie. Había tenido que
convivir con el amargo dolor de la traición de Adam, cargar sobre sus hombros con
la responsabilidad de administrar el negocio del albergue y el restaurante. Incluso se
las había arreglado para soportar el trauma de los dos últimos meses con una
dignidad y una decisión admirables.
—¿De qué quieres hablar?
Decidió demostrarle que también ella podía ser una persona razonable.
—Sentémonos.
No puso ninguna objeción a eso. Manteniendo la compostura lo mejor posible,
tomó asiento en un extremo del sofá, frente a la mesa atestada de papeles. Adam lo
hizo mucho más cerca del centro, mientras se inclinaba hacia adelante para reunir un
fajo de documentos.

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Claudia tuvo que apretar con fuerza las manos en el regazo, para evitar que
adquirieran vida propia y acariciaran aquel cuerpo tan cercano. Luego, Adam se
volvió hacia ella y le tendió los papeles, uno a uno. Eran antiguos extractos
bancarios.
—Acércate. No voy a morderte.
El leve tono de diversión de su voz la sorprendió. Si iba a mostrarse aunque
fuera mínimamente amable con ella, estaría perdida. Su estúpido corazón se aferraría
a cualquier síntoma de ternura en Adam, a la equívoca creencia de que las cosas
entre ellos podrían volver a ser como lo que antaño habían sido. Observó de cerca los
documentos. Allí estaban las cuantiosas hipotecas que Tony y ella habían contraído
para pagar las restauraciones necesarias y la construcción de un invernadero de estilo
eduardiano. Ninguna de esas reformas habían llegado a materializarse.
Semanas después, la suma entera había sido retirada. Y otras grandes
cantidades también lo habían sido durante los días siguientes. A Claudia le
temblaron las manos. Se sentía enferma, tan aterrada como cuando el director del
banco la llamó a su despacho.
—¿Qué pasó con este dinero? ¿Qué es lo que hiciste con él?
La voz de Adam llegaba hasta sus oídos como desde muy lejos. No podía
responder; se moría de vergüenza.
—He pagado al banco y saldado tus deudas —insistió él—. ¿No crees que tengo
derecho a saberlo?
«Por supuesto que sí», pensó Claudia. Le dolía aquel tono frío e impersonal.
—Es… Es una larga historia.
—Tenemos toda la noche.
—Ibas a salir…
Recordó que no había cenado nada; seguramente tendría hambre.
—He cambiado de idea.
Claudia se tragó el nudo que sentía en la garganta y tuvo que cerrar los ojos con
fuerza para no llorar.
—Bébete esto. Quizá te ayude.
Era brandy. Reconoció el aroma cuando Adam le puso el vaso en la mano y le
cerró los dedos, con leve, pero insistente presión.
Después de servirse otra copa para él, Adam volvió a sentarse en el sofá y estiró
sus largas piernas, mirándola intensamente. Tenía la misma mirada que cuando le
pidió que le hablara sobre ella, seis años atrás, sin decirle nada antes sobre su pasado,
su procedencia, o lo que pretendía hacer con su vida. Parecía tener la necesidad de
diseccionarla, de obligarla a desnudar su alma.
—Después de casarme con Tony… —empezó a explicarle—. Tras el primer
ataque de mi padre… Él, quiero decir, papá, puso la propiedad, el negocio… Lo puso
todo a mi nombre, pensó que era lo más razonable que podía hacer —esbozó una

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mueca—. Se equivocó. En vista de lo que sucedió después, fue la decisión más


imprudente que podía haber tomado.
Bebió otro trago de brandy.
—¿Y bien? Eso ocurrió años atrás. Por lo que he podido descubrir con todo este
papeleo, el negocio parecía marchar muy bien.
—¡Oh, sí! —exclamó Claudia con tono amargo—. ¡Helen y Tony se ocuparon de
ello! ¡Y yo, como la imbécil que era, los ayudé! Todos nos empeñamos mucho en ello.
Los beneficios crecían y el negocio marchaba viento en popa. Pero no me di cuenta
de que nuestro éxito se encontraba amenazado. Estaba tan ocupada con mis tareas
cotidianas, cuidando a Rosie y asegurándome de que papá no abusara de su precaria
salud… Luego sufrió otro ataque y yo… Seguí aún más ciega a lo que estaba
pasando…
Se culpaba a sí misma de lo sucedido. Si hubiera utilizado realmente la cabeza,
ellos nunca se habrían salido con la suya. Y ella no se encontraría en su posición
actual, en deuda con un hombre que la despreciaba.
—¿Qué es lo que sucedió?
Adam tenía un brazo apoyado en el respaldo del sofá. Si se inclinaba hacia
atrás, él llegaría a tocarla, pensó Claudia con inquietud, sintiéndose angustiada y a la
vez aliviada de desahogar todo aquel dolor acumulado.
—Después de nuestro matrimonio… —aspiró profundamente—. Tony decidió
renunciar a su negocio de contabilidad. Era un negocio pequeño, pero parecía irle
muy bien…
—Recuerdo bien tus palabras: «Alguien con un trabajo decente y dinero en el banco»
—murmuró Adam, y ella lo miró asombrada.
Adam nunca había estado enamorado de ella, y sólo sus perspectivas de medrar
se habían visto resentidas con su ruptura, entonces… ¿Por qué habría de recordar
con tanto detalle lo que le había dicho? No se atrevió a preguntárselo.
—Tony se ofreció a ocupar el lugar de mi padre en el negocio… A dedicarse al
aspecto financiero. Durante muchos años había ejercido de contable suyo. En aquella
época, esa era otra idea que yo juzgué brillante. A papá le permitía descansar y a mí
dedicarme más a Rosie, mientras Helen se ocupaba del trabajo de secretaría, entre
otras cosas… —no le dio la oportunidad de que le preguntara a qué «otras cosas» se
refería con exactitud. Optó por decírselo directamente—. Durante años Tony y ella
habían sido amantes, y no tenían escrúpulo moral alguno. ¿Qué podía importarles
que cada uno de ellos se casara con otra persona? Siempre podrían aprovechar
cualquier oportunidad para encontrarse a solas, y apoderarse del negocio era lo que
más les importaba. Parte de la plantilla fue despedida, y los que se quedaron
tuvieron que asumir mucho más trabajo. No se hizo ninguna inversión. La propiedad
lo necesitaba, y por esa razón firmamos la hipoteca, asesorados por Tony. Fue
entonces cuando ellos hicieron su jugada —se interrumpió por un instante—. Todo el
dinero fue retirado, dejando enormes cantidades de facturas sin pagar, para no
hablar de la hipoteca, que yo no tenía ninguna posibilidad de cubrir. Dios sabe

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dónde ingresarían el dinero… Probablemente en la cuenta de algún paraíso fiscal,


con un nombre ficticio. Se disponían a marcharse juntos cuando sufrieron el
accidente. Nos enteramos de su aventura cuando papá estuvo reuniendo las cosas de
Helen tras el funeral. Y yo no supe nada del desastre financiero hasta que el director
de nuestro banco me llamó a su despacho —se retorció las manos, angustiada—. Se
llevaron todo dejándonos en la bancarrota, y yo fui lo bastante estúpida como para
no darme cuenta de lo que estaba sucediendo.
Adam juró entre dientes y Claudia se estremeció. Sabía que se merecía eso, así
que tendría que aceptarlo.
—No, no fuiste estúpida. Fuiste demasiado confiada.
Aquello era demasiado. Unas pocas palabras totalmente inesperadas e
inmerecidas de consuelo, y se derrumbó. El vaso le tembló en la mano, y derramó
unas gotas de brandy en su recién estrenado salto de cama.
Adam le quitó la copa de los dedos mientras veía cómo las lágrimas corrían por
su rostro.
—No debes culparte de nada. De verdad…
La ternura de su tono y el probablemente inconsciente uso de aquel antiguo
diminutivo constituyó un nuevo motivo de tortura para Claudia.
—¡No puedo evitarlo! —sollozó, enjugándose las lágrimas con las manos—. Les
dejé que nos robaran todo aquello por lo que trabajó mi padre durante toda su vida.
Tan concentrada estaba en mi trabajo, que ni siquiera se me pasó por la cabeza
pedirle los libros a Tony y preguntarle por qué estaba dejando que se acumulasen de
esa manera las facturas. Nunca le pregunté por qué se estaba desembarazando de
tanto personal… Siempre con la promesa de que los reemplazaría, pero sin cumplirla
jamás. Estaba recortando gastos, ahorrando sueldos, negándose a pagar facturas,
engordando de esa forma todo lo posible nuestra cuenta conjunta… ¡Hasta que llegó
el momento de robárnosla! ¡Fue culpa mía que lo perdiéramos todo!
Se mordió el labio para contener los sollozos. Parecía un gato al que le hubieran
pisado el rabo. ¡Podía imaginarse la mirada de desprecio que vería en el rostro de
Adam!
Sin embargo, lo que jamás se habría imaginado fue la ternura con que le acunó
el rostro entre sus manos, y el tono de firme convencimiento de su voz cuando le
pidió que lo mirara a los ojos.
Reacia. Claudia obedeció. Todavía estaba temblando de emoción. Adam parecía
tan atractivo… Sus ojos grises la miraban fijamente, con inexplicable compasión. Si
antes había pensado que físicamente estaba hecha un desastre, después de aquellos
sollozos no quería ni imaginarse lo que pensaría de ella… ¡Detestaba que la viera en
aquellas condiciones!
¡Era insoportable! Un enorme sollozo pareció abrirse paso en su garganta… El
preludio de una nueva sesión de llanto. Entonces, como si Adam hubiera leído en sus
ojos los esfuerzos que estaba haciendo por contenerse, hizo algo impensable: La
abrazó.

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Claudia sintió que el corazón le dejaba de latir y luego se le aceleraba. ¿Sabía


Adam lo que estaba haciendo? ¿Le importaba de verdad? Eso sería imposible.
—Creo que has tenido que llevar sobre tu espalda cargas demasiado pesadas,
Claudia. Después de todo, ni siquiera tenías veinte años cuando tuviste a Rosie.
Con la cabeza apoyada en su pecho, Claudia podía oír el firme latido de su
corazón, sentir el calor de su poderoso cuerpo. Aquello la estaba enloqueciendo, la
hacía desear abrazarlo, besarlo…
Pero Adam detestaría que hiciera eso, se recordó tristemente, y para distraerse
de aquellas sensaciones repuso:
—Crecí muy rápido.
—Ya lo supongo.
Claudia había creído detectar un cierto tono de admiración en su voz. No podía
ser. Debía de haberse imaginado algo semejante; tenía que recordarse en todo
momento que Adam ni la respetaba ni admiraba.
—Cío, escúchame. Estabas abrumada por la situación. Tu marido se encargó del
aspecto financiero del negocio, lo cual, aparentemente estaba capacitado para hacer.
¿Por qué tendrías que haber participado en su trabajo cuando ya tenías bastante con
el tuyo? ¿Por qué no deberías haber confiado en él? No tienes razón alguna para
culparte… Y ahora, ya no tienes motivos de preocupación —la había estado
abrazando, pero con cierta tensión, en aquel momento pareció relajarse, y la atrajo
aún más hacia sí—. Tu hogar está a salvo y tu padre nunca necesitará saber lo cerca
que estuvo de perderlo.
Claudia se sentía aturdida, y se le había acelerado la respiración. Sus pezones
estaban empezando a endurecerse, y presionaban contra el pecho de Adam en
silenciosa invitación. No parecía que pudiera hacer nada para evitarlo.
Deslizó entonces las manos por su cuerpo, apoyándolas en sus hombros, y
pronunció con voz ronca:
—Lo sé. Adam… Yo aprecio lo que has hecho. Supongo que no me he mostrado
muy agradecida… Pero lo estoy.
Bajó unos centímetros las manos, extendiendo los dedos, hasta apoyarlas justo
en el lugar en que sus senos presionaban contra su cuerpo. Ansiaba que Adam le
tomara los senos y lamiera los endurecidos pezones, como antaño… Las sensaciones
que evocaba su memoria la estaban enloqueciendo de deseo…
Se acercó aún más a él, y pudo oír que se le aceleraban los latidos del corazón.
Podía sentirlo bajo sus dedos. ¿Acaso estaba Adam recordando también?
—No tienes por qué estarme agradecida. Yo también he ganado con esto…
¿Recuerdas? —su voz sonaba ronca, como si respirara con dificultad, y empezó a
acariciarle el cabello lentamente, con infinita ternura—. A ese respecto, he sido
demasiado duro contigo. No sabía por qué el negocio se había arruinado de esa
manera. Aquellos dos canallas te hicieron sufrir mucho…

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Claudia sólo tenía que levantar unos centímetros la cabeza para que sus labios
hicieran contacto… Y luego todo sería como había sido antes… Su ávida boca contra
la suya; el puro éxtasis de sus caricias; el deseo que jamás se había saciado por
muchas que fueran las veces que hicieron el amor… La tentación era demasiado
intensa, imposible de soportar. Entreabrió los labios…
Pero de repente, Adam la apartó de sí con un gesto duro, impersonal. Se
levantó entonces para servirse otro brandy, que apuró de un solo trago.
Claudia no sabía dónde se encontraba. Todo se había confundido en su
cerebro… Miró su espalda con los ojos muy abiertos, sin pestañear, sintiendo que el
calor de su deseo la abandonaba, dejándola fría y débil.
Se estremeció. Había estado tan segura de que él también había sentido toda
aquella magia… Por unos momentos llegó a pensar que todo había vuelto a ser como
siempre. ¿Pero cómo podía ocurrir eso, cuando en primer lugar nada había existido
entre ellos? Al menos, por lo que se refería a Adam. Seguía estremeciéndose cuando
él se volvió hacia ella, con la copa en la mano. Por supuesto, su voz había recuperado
su tono normal, al menos en apariencia.
—Creo que tenías razón. Si Rosie te echa de menos, pienso que deberíamos
regresar. Mañana mismo. Yo me encargaré de que nuestra repentina vuelta parezca
razonable.
Por primera vez en su vida, Claudia creyó ver una expresión de vacilación en
su mirada. ¿Estaría avergonzado por lo que acababa de ocurrir? Sólo había querido
ser amable con ella, consolarla, y ella prácticamente había estallado de deseo.
Difícilmente podía culparlo por su rechazo.
Se sentía ridícula. Se había humillado ella sola. Adam le dijo con tono tranquilo:
—¿Por qué no te vas a la cama? Mañana tenemos un largo viaje por delante.
Claudia se levantó, preguntándose si debería pedirle disculpas por haberlo
abrazado como lo había hecho. Se humedeció los labios con la lengua, nerviosa.
—Por el amor de Dios, Claudia: Vete a la cama.

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Capítulo 7
—¡ Mamá! ¡Papá!
Rosie corrió por el sendero para saludarlos, llegando a la puerta del jardín antes
de que Adam apagara el motor del coche.
A Claudia le dio un vuelco el corazón al advertir la naturalidad con que su hija
había llamado a Adam «papá». Llevaba un suéter rosa y unos diminutos pantalones
de pana rojos. Había estado jugando en el jardín, y el aire del otoño había dado un
tono rosado a sus mejillas, y un mayor brillo a sus enormes ojos grises. En aquel
momento. Claudia salió del coche para levantarla en brazos.
—¿Ha pasado algo malo? —preguntó Guy con tono preocupado, saliendo
también a recibirlos—. Creía que ibais a estar fuera una semana.
—No, no ha pasado nada —Adam se reunió con Claudia en el sendero,
sonriendo a su hija—. Hola, pequeñaja —le indicó el paquete que llevaba bajo el
brazo—. Tenemos algo para ti; ¡no nos hemos olvidado de nuestra promesa! —luego,
sonriendo a Guy añadió—: Desafortunadamente, ha surgido una emergencia en la
empresa que sólo yo puedo atender —se dirigió entonces a Claudia—. Pero te
compensaré por estas molestias, Cío; ya sabes que lo haré.
La tierna e íntima mirada que le lanzó la dejó sin aliento. Claudia tuvo que
recordarse entonces que esa mirada, y su radiante sonrisa, estaban en realidad
dirigidos a Guy con el fin de guardar las apariencias.
Rosie se deslizó de los brazos de su madre, con la intención de tomar el regalo
prometido, y Adam le dijo sonriendo:
—Entremos, pequeñaja. Dentro abrirás tu regalo.
Y la siguió al interior de la casa.
El viaje desde Londres había transcurrido en un completo silencio, excepto
cuando se detuvieron en un área de servicio de la autopista para comer. Entonces
habían mantenido una pequeña conversación, pero Claudia aún se sentía demasiado
avergonzada por lo ocurrido durante la víspera, y Adam se había mostrado bastante
taciturno.
Claudia todavía no acertaba a comprender por qué su marido había cambiado
tan bruscamente de opinión acerca de la vuelta a casa ese mismo día. Quizá se había
arrepentido de la forma en que había rechazado su comentario de que Rosie la
echaba de menos; teniendo en cuenta su amabilidad, y la forma en que la había
responsabilizado de su desastre financiero, casi se sentía tentada de creerlo. Desde
luego, era un hombre con corazón, al menos por lo que se refería a su hija. Una leve
sonrisa se dibujó en sus labios mientras observaba cómo Rosie tomaba de la mano a
su nuevo papá, cuando entraban en Willow Cottage. Guy, caminando a su lado, le
comentó:

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—Amy ha bajado a la tienda del pueblo, pero puedo prepararos algo si tenéis
hambre…
—De camino nos detuvimos a comer, papá —lo tomó del brazo cuando
entraron juntos en el vestíbulo. Ya había perdido de vista a Adam y a Rosie, pero
podía escuchar sus alegres voces procedentes del salón—. Pero una taza de té nos
sentará muy bien; voy ahora mismo a hacerlo. ¿Cómo te encuentras?
—Maravillosamente —le aseguró Guy—. Hacía años que no me sentía tan
relajado. Ha sido un verdadero alivio no tener que pensar en el negocio. Nunca
pensé que alguna vez diría esto, pero después de tantos años alojando a gente
extraña en nuestra casa, será estupendo disfrutar de Farthings Hall como de un
verdadero hogar. Aunque, por supuesto, todo pertenezca a ese marido tuyo…
A Claudia se le aceleró el corazón; ¿sabía acaso que lo habían perdido casi todo?
¿Cómo podría saberlo? Si lo sabía, entonces había asimilado el golpe mucho mejor de
lo que ella habría esperado.
—El mérito es todo suyo, quiero decir —explicó Guy—. ¡Se ha asegurado bien
de que la constructora no pierda el tiempo! Esta mañana fui a ver las obras, y llevan
un ritmo asombroso. Al parecer mañana también trabajarán.
Así que era eso lo que había insinuado, pensó Claudia suspirando de alivio.
Odiaría que su padre descubriera alguna vez el verdadero alcance de la crueldad de
Helen…
—Es una pena que hayáis tenido que acortar vuestra luna de miel —añadió
Guy.
—Sí, bueno… —forzó una sonrisa—. ¡Supongo que casarse con el jefe ejecutivo
de una próspera compañía tiene sus inconvenientes! Probablemente recuperemos el
tiempo perdido más adelante, en primavera… Y Adam y yo disponemos del resto de
nuestras vidas para estar juntos, no lo olvides… ¡Así que apenas puede importarnos
que nuestra luna de miel haya durado solamente un par de días!
Su tono era ligero, pero le dolía el corazón. El resto de sus vidas juntos…
Vivirían uno al lado del otro como dos desconocidos: aquella perspectiva le resultaba
insoportable. Tenía que recordarse lo que le había sucedido en el pasado, cómo
Adam la había traicionado, utilizado. Tenía que decirse que entonces había hecho lo
más adecuado al expulsarlo de su vida. Si no lo hacía así, se humillaría a sí misma
volviéndose a enamorar de él.
—Voy a preparar el té —dijo Claudia, y se dirigió a la cocina.

Cuando llevó la bandeja al salón, los tres estaban en el suelo jugando con el tren
eléctrico. Adam aceptó la taza, agradecido.
—Tendré que irme cuando me acabe el té. Te echaré de menos, Cío, pero
volveré tan pronto como pueda.

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Sabía que no había dicho aquello sinceramente, pero aun así, Claudia no pudo
evitar emocionarse. Debía acompañarlo hasta el coche, habría parecido extraño que
no lo hiciera. Rosie también quería ir, pero Guy se lo impidió.
—Está lloviendo, cariño. Quédate conmigo a jugar con el tren. Enséñame cómo
funciona.
Caía una fina lluvia. El invierno ya amenazaba con aparecer. Mientras Adam la
miraba fríamente, apoyado en el coche. Claudia pensó que también era invierno en
su corazón.
—No sé cuánto tiempo estaré fuera. Te telefonearé. Tantearé el terreno y veré lo
que puedo hacer para seguirle el rastro al dinero que te robaron esos dos. Y ahora
entra en casa, antes de que termines empapada.
Esa era la razón por la que había acortado la luna de miel, reflexionó Claudia.
Dinero, y no una concesión a los sentimientos de Rosie. Simplemente dinero. Adam
se había mostrado dispuesto a gastarse una enorme suma de dinero con tal de
recuperar para siempre a su hija… Pero la perspectiva de recuperarlo le había hecho
olvidarse de ella.

Durante los días siguientes, ese pensamiento no dejó de torturarla. En cierta


ocasión, Amy le preguntó:
—¿Echas de menos a Adam, verdad?
Y Claudia no quiso desengañarla. Aquella mujer, que había sido una verdadera
madre para ella, la conocía demasiado bien. Seguramente sabía que Adam era el
verdadero padre de Rosie.
Afortunadamente, no había hecho mención alguna a ese tema tan delicado.
Claudia no creía que pudiera hablar de ello sin estallar en sollozos y revelar así su
miserable estado actual.
—Sí… Pero me dijo que no tardaría mucho en volver.
Adam llevaba fuera cerca de dos semanas y cada tarde, cuando la telefoneaba
como era de rigor, le decía:
—Simplemente diles que el problema se ha complicado más de lo que había
pensado en un principio.
Y luego pedía hablar con Rosie.
Después de dejar a su padre leyendo en el salón frente al fuego, Claudia entró
en la cocina para doblar la ropa que acababa de planchar.
—¿Te apetece una taza de té? —le preguntó Amy—. ¡Seguro que tu padre debe
de estar deseando tomar una!
Claudia negó con la cabeza, presa de una súbita necesidad de salir de allí. Cada
día que Adam seguía ausente, crecía en su interior una extraña inquietud, una
peculiar agitación que se incrementaba por momentos.

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—Había pensado en conducir hasta Farthings Hall para ver el progreso de las
obras —repuso, diciéndose que necesitaba tiempo para estar sola, para reflexionar—.
¿Te importaría ir a recoger a Rosie a la escuela? ¿Y darle luego una taza de té?
—No hay problema. Es excitante, ¿verdad? Será emocionante cuando nos
mudemos allí. Y no suspires tanto por tu marido… ¡No pasará ni un momento más
de lo necesario alejado de ti y de Rosie!

Claudia tomó su abrigo y salió apresurada de la casa. Farthings Hall no estaba


lejos, sólo a unos cuantos kilómetros, y después de aparcar en el patio de grava fue a
visitar a Oíd Ron. El anciano insistió en que tomara una taza de té con él. Más tarde,
Claudia ni siquiera se molestó en inspeccionar el progreso de lo que había sido el
restaurante; apenas podía reconocerlo después de las reformas en el interior y las
obras de la piscina. La cocina de tipo industrial había desaparecido para volver a ser
la que era: Rural, hogareña, la cocina con la que siempre había soñado… Pero, ¿qué
había pasado con sus sueños? ¿Adónde habían ido?
Claudia se alejó de los trabajadores, que acababan de hacer una pausa en el
trabajo, antes de que advirtieran el sospechoso brillo de las lágrimas en sus ojos. Ya
no tenía sueños; no podría permitirse tenerlos.
El hombre al que había amado jamás había existido. Aquel hombre había sido
perfecto, una fantasía, algo que Adam había creado para ella. La realidad,
inmensamente diferente, la había aprendido de labios de Helen.
Deteniéndose en su camino hacia la ancha escalera de roble, sintió que el
corazón le daba un salto en el pecho. ¿Realmente había hecho bien al confiar en la
palabra de Helen?
Su madrastra había sido una estafadora, una ladrona que había conspirado con
su amante para arruinar a su engañado marido. ¿Le habría dicho la verdad, seis años
atrás, acerca de lo que Adam había dicho y hecho?
Por un breve momento concibió una gozosa esperanza; pero de inmediato,
aquella ilusión murió, como si una pesada puerta la hubiese golpeado en la cara.
Subió lentamente por la escalera, agarrándose a la barandilla. Incluso si decidía
desconfiar completamente de lo que Helen le había dicho, ella había visto la
evidencia con sus propios ojos. Había visto a Adam salir del dormitorio de su
madrastra, cerrando la puerta a su espalda, con el rostro lívido de rabia, demasiado
furioso para haberse percatado de su presencia.
Nunca antes lo había visto tan enfadado. Y después, ella se había dirigido
directamente al dormitorio de Helen.
Helen, en aquella circunstancia, no había tenido ninguna razón para mentirle.
No habría tenido nada que ganar con ello. Y por supuesto, Adam estaba ciego de
rabia. ¡Había sido sexualmente rechazado y expulsado de su empleo en un suspiro!
Solamente después de la muerte de su madrastra, había aprendido Claudia lo que
aquella mujer había sido capaz de hacer… Las mentiras, los engaños. En aquel

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momento, sería demasiado fácil dar por falso su testimonio sobre lo que Adam había
dicho o hecho. Pero no podía negar la evidencia de que nada habría podido ganar
Helen inventándose una historia semejante.
Entró en la habitación que había sido suya desde la infancia y encendió la luz.
Por un instante, apoyó la espalda en la puerta, deseando sobreponerse al vacío
interior que amenazaba con engullirla. Un vacío que le parecía aún más profundo
después de haber concebido aquel destello de esperanza. Luego, se sentó junto a la
ventana a la luz del atardecer.
Estaba completamente oscuro cuando oyó a los trabajadores marcharse. Les
había dicho que ella se encargaría de cerrar la casa. Poco después, se levantó de la
silla, con el cuerpo entumecido. Durante más de una hora se había quedado con la
mente completamente en blanco, sin que pudiera llegar a aceptar su poco envidiable
posición como esposa de Adam.
Suponía que sus emociones debían de haberse hallado en tal estado de
agotamiento, que había necesitado de aquel descanso. Disponía del resto de su vida
para asumir su situación, para aceptar que Adam jamás la perdonaría por haberle
ocultado la existencia de su hija, y que siempre la odiaría por ello. Sabía que eso no
debería importarle, que su traición de seis años atrás debería hacer que la opinión de
Adam sobre ella resultara irrelevante. Pero sí que le importaba, porque le dolía
terriblemente.
Cuando se dirigió hacia la puerta, ésta se abrió de repente.
Tenía un aspecto agotado, como si no hubiera dormido durante una semana,
como si tuviera algo en su cerebro que hubiese drenado su fuerza vital. Gotas de
lluvia salpicaban su cabello oscuro, resbalando por los hombros de su chaqueta de
cuero.
A Claudia se le encogió el corazón al verlo, emocionada. Ansiaba acercarlo
hacia sí, hacerle reposar la cabeza contra su pecho, besar las líneas de tensión de su
rostro. A pesar de lo que Adam le había hecho, del dolor que le había causado,
todavía lo amaba. Esa era la terrible verdad de la que había estado huyendo. Y ahora
iba a tener que convivir con ella.
—Me dijeron que estabas aquí… —Adam cerró la puerta a su espalda, con la
mirada fija en su expresión paralizada—. ¿No tienes nada que decirme? ¿Ni siquiera
preguntarme si he tenido un buen viaje?
Claudia abrió la boca, pero de su garganta no salió ningún sonido. Ya no era
ninguna adolescente. No podía estar enamorada de él. ¡No podía!
—Yo… No te esperaba —pronunció al fin—. ¿Llamaste a casa?
—Naturalmente. ¿Cómo entonces habría sabido dónde encontrarte? Llegué a
tiempo de tomar el té con Rosie y de perder dos partidas de parchís con ella —esbozó
una sonrisa al recordarlo—. Le dije que te recogería para salir a cenar. Amy me
comentó que seguramente querrías volver a casa para cambiarte, pero yo le dije que
no tenías por qué molestarte, que ya encontraríamos algún discreto y tranquilo pub

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para comer algo —la miró con los ojos entrecerrados—. Esperan que pasemos
algunas horas juntos, solos… Al menos ésa era la impresión que me dieron.
—No tengo hambre.
Claudia le dio la espalda, para que no viera el dolor de su expresión. Con
cuánta facilidad podía Adam engañar a la gente… Sólo ella conocía la verdadera
personalidad que se escondía detrás de aquella seductora fachada.
—Yo tampoco —suspiró.
Se había acercado un poco más a ella. La tormenta emocional que siempre la
asaltaba cuando lo tenía tan cerca la hacía derretirse por dentro. Retrocedió hasta el
asiento de la ventana y se sentó agradecida, respirando aceleradamente mientras
miraba a Adam en aquella habitación que siempre había sido suya.
—Hay algo que quiero pedirte… —Adam se sentó en el borde de la cama,
frente a ella—. Comprendo que te niegues a hacerlo, porque bajo estas circunstancias
probablemente no tenga ningún derecho a saberlo —aspiró profundamente—.
Háblame de Tony.
Claudia lo miró con los ojos muy abiertos. Era lo último que habría esperado de
él.
—¿Qué quieres que te diga? Ya sabes que era un mentiroso y un ladrón. ¿Qué
más necesitas saber?
—Vuestra relación… ¿Cómo era? ¿Era bueno en la cama? ¿Conseguía
satisfacerte? Aunque solamente tengo algunos vagos recuerdos de él, lo dudo
mucho. Se escapaba con Helen a la menor oportunidad que se le presentaba cuando
tú, lo recuerdo perfectamente, eras una joven tremendamente sexy…
Dejó la implicación suspendida en el aire y Claudia se levantó bruscamente.
¡No tenía por qué quedarse a escuchar aquello! Le habría gustado darle una bofetada,
pero no quería humillarse a sí misma… ¡Simplemente se marcharía de allí!
—¿Tanto disfrutas siendo cruel? —le espetó cuando se disponía a pasar de
largo frente a él, pero Adam la sujetó de una mano para tumbarla sobre la cama, a su
lado—. ¡No tengo por qué contarte nada! ¡Tú mismo lo dijiste!
—Creo que ya lo has hecho. Que me has contestado, quiero decir.
No parecía tener intención alguna de soltarla. Claudia permanecía tensa,
temerosa de relajarse. Tan cerca como estaba de Adam, no confiaba en sí misma. A
pesar de todo, su instinto la hizo volverse hacia él, arrebujarse contra su cuerpo
cálido, excitante. Aquello era una locura… ¡Una peligrosa locura!
Aquella amenaza contra su salud mental creció en intensidad cuando Adam le
confesó con voz ronca:
—Tenía que saberlo… Necesitaba saberlo. Si crees que estoy siendo cruel
contigo, entonces es que no sabes nada. Siempre pensé que el aspecto físico de
nuestra relación era muy especial, algo que solamente sucedía una sola vez en la
vida… Odiaba pensar que Favel…

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—¡No me digas que estás celoso! —exclamó Claudia con tono burlón, incapaz
de soportar el torrente de recuerdos que la había asaltado de repente.
Saber que Adam también lo recordaba le producía aún más dolor.
Pero los recuerdos de Adam debían de ser distintos de los suyos. Los de
Claudia evocaban largas y perfumadas noches de verano, llenas de amor. Los de
Adam evocarían las mismas noches llenas de sexo, de un gran placer físico…
Condimentado con sus esperanzas de convertirse en marido de una rica heredera.
—Claudia… Como te dije antes, no tenemos por qué convertir cada encuentro
privado nuestro en una batalla campal.
La soltó; parecía increíblemente cansado. Claudia no se movió, presa de una
súbita languidez. Pensó que Adam estaba en lo cierto; la vida entre ellos resultaría
difícilmente soportable si seguían peleándose de aquella forma.
Ella nada tenía que perder diciéndole la verdad; en cierta manera, sería como
liberarse de una gran carga. Luego, quizá, podrían dar los primeros pasos hacia
algún tipo de entendimiento que superara aquel antagonismo.
—Antes de aceptar su propuesta, le dije que no lo amaba —empezó a
explicarle—. Lo comprendió. A mí me caía bien, y también lo respetaba. Me sentía
muy agradecida por las molestias que aparentemente se había tomado por mí. Fui
una estúpida —admitió, desolada—. Estaba demasiado asustada… Y lo que más
miedo me daba era preocupar a mi padre, hacerle sufrir. Tony me sugirió que
ocupáramos habitaciones separadas porque él tenía el sueño ligero y yo estaba
embarazada y necesitaba descanso. Eso no cambió después del nacimiento de Rosie.
Pero Tony intentó una vez consumar nuestro matrimonio —se ruborizó al evocar la
intensa vergüenza de aquel recuerdo—. Fue un fracaso total. Tony ya me había dicho
que era incapaz de concebir hijos, y yo di por sentado que era impotente. En cuanto a
mí, me mostré tan receptiva como un témpano de hielo —podía confesarle aquello,
pero no podía explicarle que después de Adam, ningún otro hombre había
conseguido excitar mínimamente sus atrofiados sentidos; retorciéndose las manos
sobre el regazo, continuó en voz baja—: En realidad, fue un alivio: me refiero a lo de
no tener que dormir con Tony. Pero siempre se mostró amable y considerado
conmigo. Supongo que era su obligación, si quería seguir adelante con su plan.
Parece que… —añadió con amargura—. Soy realmente pésima a la hora de juzgar a
las personas.
—Gracias por tu sinceridad —repuso Adam—. No tenías por qué haberme
contado nada; por lo que a ti respecta, no tengo ningún derecho. Mis derechos
empiezan y terminan con mi hija, no contigo.
Claudia intuyó que Adam iba a levantarse, a sugerirle que se marcharan, y se
sintió derrotada por dentro. «Estúpida», pensó mientras lo seguía hacia la puerta; por
un instante había concebido la esperanza de que se produjera un giro en su relación,
de que quisiera pasar más tiempo hablando con ella…
Resultaba estúpido imaginar que también Adam habría de sentir la necesidad
de que intimaran más, de que dejaran atrás su enemistad.

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Una vez en su coche, mientras seguía el deportivo de Adam, procuró


concentrarse en la carretera y dejar de pensar en su extraordinaria confesión. Que no
había podido soportar la idea de que hubiera hecho el amor con Tony.
Regresaron a la casa a tiempo de acostar a Rosie. Ante la insistencia de la
pequeña, fue Adam quien le leyó un cuento; Claudia bajó a la cocina a prepararse
una taza de té, pensando en los preparativos que harían para dormir.
Guy dormía en la habitación individual situada debajo de las escaleras. Amy y
Rosie en uno de los dos dormitorios dobles. Afortunadamente, ambos disponían de
dos camas gemelas, pero aun así se sentía muy nerviosa ante la perspectiva de
compartir una misma habitación con Adam. Después de lo que había sucedido en su
piso de Londres, sabía que no haría ningún intento de seducirla… Claramente le
había demostrado su total carencia de interés por ella, lo cual debería haberle
producido un inmenso alivio, ya que en caso contrario, ella no habría podido resistir
la tentación…
Todavía se sentía nerviosa, lo suficiente para disculparse y subir temprano a
acostarse, dejando a Guy y a Adam viendo la televisión.
Salió del cuarto de baño en un tiempo récord, se puso una de las viejas
camisetas que usaba para acostarse, se deslizó entre las sábanas, y antes de poder
apagar la luz de la mesilla Adam entró en la habitación.
El dolor ensombreció su mirada. ¿Sabría Adam que la única forma que tenía de
superar aquella noche con él, teniéndolo tan cerca… Era fingir haberse quedado
dormida? ¡No, por supuesto que no! Por lo que a Adam se refería, ella era una
especie de estorbo que podría ignorar sin ningún problema.
—He venido para ver si te encontrabas bien. Esta tarde estabas muy pálida.
—Estoy perfectamente —se subió las sábanas hasta la barbilla—. ¡Cuánto
interés por tu parte! Pero no tenías ninguna necesidad. No hay nadie cerca a quien
puedas impresionar.
—Como quieras… —repuso encogiéndose de hombros, después de mirarla por
un instante con los ojos entrecerrados.
Al ver que ya se volvía para salir, Claudia sintió una punzada de
remordimiento. Adam había mostrado preocupación por ella antes, cuando se había
alterado tanto, así que quizá había malinterpretado su interés.
—Adam… —lo llamó en un impulso—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Volvió la cabeza, clavando en ella sus ojos grises. Estuvo a punto de sonreír.
—Sí; supongo que te la debo.
—Es acerca de Rosie —probablemente nunca la perdonaría por haberle
ocultado la existencia de su hija, pero tenía que asegurarse. Ese pensamiento la había
estado torturando durante toda la tarde, desde el momento en que Adam le dijo que
sus derechos solamente concernían a Rosie—. Mira, para mí es diferente. Yo la he
dado a luz, la he querido durante todos estos años… Pero tú desconocías su

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existencia hasta hace solamente unas pocas semanas. Y a pesar de ello, tu necesidad
de tenerla permanentemente en tu vida, ha sido lo suficientemente intensa como
para que decidieras pagar mis deudas y casarte conmigo, por mucho que me
despreciaras…
—¿Encuentras eso extraño?
Adam también parecía más relajado. Volvió a entrar en la habitación, apenas
iluminada por la lámpara de la mesilla.
—No había esperado que le dieras la espalda, desde luego —le explicó ella—.
Habría comprendido que quisieras verla ahora y entonces… Pero comprometerte a…
—A pagar una montaña de deudas que yo no había contraído y a casarme con
una mujer a la que desprecio… ¿Es eso lo que quieres decir? —terminó por ella,
mientras se sentaba en el borde de la cama, a sus pies—. Sí, yo te despreciaba.
Cuando descubrí que tenía una hija de cinco años, llegué a concebir la peor opinión
posible de ti. Pero eso fue antes de comprender lo que sucedió, el motivo de que
actuaras como lo hiciste. No apruebo tu conducta, pero tampoco puedo condenarte.
¿Quería eso decir que ya no la despreciaba? Claudia quería hacerle esa
pregunta, pero no se atrevía. En medio de aquella penumbra, sus ojos parecían tener
un color gris marengo, y sus labios se habían suavizado. Ansiaba desesperadamente
besarlo…
—Quizá, si yo te explicase lo que siento por Rosie —añadió Adam—, podrías
comprenderme y dejar de mirarme como si fuera un prepotente tirano. ¿Crees que
eso sería posible?
—Inténtalo…
—Los dos hemos sido medio huérfanos. Trágicamente, tú perdiste a tu madre
cuando tenías diez años, y sé que esa fue para ti una experiencia terrible, Cío.
La utilización de aquel cariñoso diminutivo la conmovió profundamente, pero
procuró disimular su emoción. Adam la tomaría por una loca si algún día llegaba a
adivinar lo que todavía sentía por él.
—Pero al menos, tenías recuerdos de una feliz vida de familia, un padre que te
amaba profundamente… Y estaba la querida Amy, por supuesto. Sabías por qué tu
madre se había eclipsado de tu vida. Mi padre, en cambio, nos abandonó cuando yo
contaba cinco años, y nunca supe por qué. Después de que se marchó, mi madre no
dejaba de llorar, y a mí me rechazaba cuando intentaba acercarme a ella. Pensé que
era culpa mía que mi padre se hubiera marchado. Lo echaba terriblemente de menos
y no cesaba de preguntarle a mi madre cuándo volvería, con lo cual no hice sino
empeorar las cosas. Mi madre sufrió con eso hasta el último día de su vida —añadió.
Su voz profunda destilaba arrepentimiento.
—Adam… —los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Yo no lo sabía…
¡Debió de haber sido horrible!
—Tendría unos siete años cuando el tío Harold me tomó a su cargo. Era el
hermano de mi madre, estaba soltero, y poseía el próspero Grupo Hallam. Más tarde

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me contó que jamás se casó porque tenía demasiado sentido común para atarse a una
única mujer, y tener así que dividir su fortuna si su esposa le exigía el divorcio.
Como quizá puedas imaginar, era un hombre frío, duro y calculador. Decía que mi
madre no me estaba educando debidamente, que teníamos que mudarnos a su casa y
que él haría de mí un hombre. El proceso incluía enviarme a un internado. Todo lo
que yo sabía era que no quería «convertirme en un hombre», o hacer lo que mi
autoritario tío me ordenaba que hiciese. Yo quería que mi padre volviera. Recuerdo
bien —continuó Adam—, el momento en que le dije todo eso… Que odiaba ir a la
escuela y que ansiaba que mi padre regresara. Él me replicó que jamás volvería a
verlo, y tenía razón. Lo último que supe de él era que estaba en Sudamérica. Y de
esto hace como unos veinte años. Mi tío añadió que mi padre sólo se había casado
con mi madre para aprovecharse de ella —explicó—. Los dos hermanos procedían de
una rica familia, independientemente del éxito alcanzado por el Grupo Hallam. Mi
padre siempre había querido llevar una vida fácil: Coches caros, buenos trajes,
mucho dinero en el bolsillo… Cuando finalmente se dio cuenta de que Harold, como
depositario de la fortuna familiar, no estaba dispuesto a seguirle el juego, se marchó
sin más.
—¡Fue una crueldad decirle algo así a un pobre niño! —exclamó Claudia,
incapaz de contenerse.
Sentía ganas de llorar al pensar en la sensación de soledad y abandono que
debía de haber experimentado Adam.
—Quizá… —se encogió de hombros—. En cualquier caso, salí adelante. Fui al
internado e hice amigos. Y aquí es donde quería llegar. Los amigos a menudo me
invitaban a pasar las vacaciones en sus casas, y fue así como llegué a saber lo que era
una feliz y maravillosa vida familiar… Con dos padres, hombre y mujer, que amaban
tiernamente a sus hijos. Eso es precisamente lo que quiero para Rosie. Dos padres
que la amen, que estén a su lado para cuando los necesite. Estabilidad, seguridad
emocional…
—¡Oh, Adam!
Instintivamente, le puso una mano sobre la suya. Comprendía sus motivos una
vez que ya conocía su pasado, la carencia de amor, la amargura por la pérdida de un
padre que no lo había querido lo suficiente como para quedarse a su lado… Ella lo
había privado de los cinco primeros años de la vida de su hija, lo había convertido,
sin su conocimiento y contra sus principios, en un padre ausente.
—¡Lo siento tanto! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas, desesperada.
—No, no llores. Cío…
Le tomó la mano.
Aquellas palabras no hicieron sino empeorar las cosas. No pudo contener por
más tiempo los sollozos. En medio de su llanto le oyó suspirar, justo antes de que la
estrechara entre sus brazos meciéndola con infinita ternura.
Era tan maravillosa aquella sensación, como si finalmente hubiera regresado a
su hogar después de tantos años de soledad, echándolo desesperadamente de

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menos… Echando de menos su fortaleza, su calor, la sensación de que velaba por


ella. Pero sobretodo, echando de menos su amor.
Adam la apartó suavemente de sí y ella quiso gritarle que no se marchara, que
no la dejara sola. Pero él le puso ambas manos a cada lado del rostro, apartándole el
cabello de las mejillas y enjugándole las lágrimas con delicados besos.
El calor de sus labios parecía marcarla a fuego; no se cansaba de aquella
sensación que había creído no volver a experimentar jamás. Se sentía transportada
directamente hacia el cielo en un arrebatador torrente de deseo, y no pudo evitar
deslizar las manos por debajo de su chaqueta de cuero.
—No creo que sea una buena idea, Cío —pronunció entonces Adam con voz
ronca, vacilante.
Aquellas palabras no la disuadieron, y continuó estrechándose contra su
cuerpo. La historia de su infancia la había conmovido profundamente, y el
remordimiento por lo que le había dicho resultaba demasiado duro de soportar. Sus
emociones se hallaban fuera de todo control, y entre ellas se imponía su amor por
Adam, su necesidad. El pasado, lo que él le había hecho, ya no importaba.
Confiada, levantó entonces el rostro y pudo oírlo suspirar justo antes de que
bajara la cabeza para besarla en los labios.

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Capítulo 8
Aquel beso fue distinto. Ni siquiera los vividos recuerdos de Claudia sobre su
relación con Adam, una explosión de pura química, podían igualar la realidad de
aquel abrazo salvajemente apasionado.
A juzgar por la avidez de sus labios, no le pasaba desapercibida a Claudia la
conciencia que él tenía de su deseo, y respondía como un hombre muerto de hambre
al que acabaran de sentar en un banquete. Su cuerpo entero se estremecía bajo sus
manos cuando empezaron con su febril exploración; temblores de éxtasis, de cruda
tensión sexual que se apoderaban de su corazón y de su alma. Aquel era su hombre,
su amor eterno, y nada había cambiado, al menos para ella.
Se habían infligido mutuamente mucho sufrimiento, pero aquello pertenecía al
pasado. Podrían olvidarlo, perdonarse y encarar juntos el futuro.
Ante la pura maravilla de aquel pensamiento, sintió de nuevo ganas de sollozar
de alegría en esa ocasión, pero no lo hizo. Gimió en voz alta su nombre mientras
Adam la despojaba de la camiseta y bajaba la cabeza para besarle los senos.
Claudia se retorcía de placer bajo aquella sensual exploración. Aquello era
demasiado, aunque no suficiente. Creía morir de la intensidad de aquel gozo, de la
promesa de lo que todavía tendría que suceder. Y cuando Adam bajó aun más la
cabeza, haciéndole arder la tersa piel del vientre con sus ávidos labios, ella le acunó
el rostro entre las manos y murmuró con voz ronca de emoción:
—Hazme el amor.
Por un momento Adam se quedó inmóvil, y a Claudia se le aceleró el corazón.
¿Le estaría recordando lo que antes le había dicho? ¿Que no tenía intención alguna
de consumar su matrimonio? ¡El mundo se le derrumbaría encima si eso llegaba a
suceder!
Pero cuando vio que sonreía de manera perversamente sensual, recuperó la
confianza y le quitó impaciente la chaqueta. ¿Habría querido decir con aquella
sonrisa que recordaba perfectamente todo el entusiasmo que de manera impúdica,
Claudia había demostrado por él durante aquel apasionado verano de hacía seis
años? No lo sabía, y tampoco le importaba. Indudablemente lo seguía deseando, solo
a él.
Presa de su propio deseo, tumbada desnuda en la cama, lo observó mientras se
desvestía. Sus movimientos eran ágiles y precisos, y ni por un segundo dejó de
mirarla a los ojos mientras se desabrochaba la camisa y la dejaba caer al suelo, antes
de continuar con el pantalón.
—¡Dios mío! —exclamó cuando se tumbó a su lado y Claudia se apretó contra él
con inusitada ansia—. ¡Cío! —añadió, viendo cómo su cuerpo se abría
instintivamente para acogerlo.
Los diques estallaron, y Claudia se rindió voluntaria, fácilmente, como si jamás
se hubieran separado; se rindió al amor y al ritmo de su cuerpo. Había esperado

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durante tanto tiempo aquel gozo, aquel pedazo de cielo, aquel fiero empuje de
posesión que llenaba todo su ser…
Finalmente, Adam se apartó a un lado abrazándola con exquisita ternura, el
rostro contra su cabello, con una mano reposando íntimamente entre sus muslos.
Mareada todavía por la magia de lo que acababa de suceder, pudo escuchar casi
de inmediato cómo su respiración se relajaba lentamente hasta que se quedó
dormido. Suspirando de felicidad, apagó la lámpara de la mesilla y se arrebujó
contra él, cuidando de no despertarlo.
No pretendía dormir. Quería saborear cada instante de aquella noche
milagrosa. Estaban juntos otra vez, en todos los sentidos, y así era como deseaba
estar para siempre.
Cuando se despertara, hablarían. Necesitaban hablar, superar el pasado y
enfrentar el futuro. Ciertamente, Adam no la amaría como ella lo amaba a él, pero
aprendería a conformarse. Adam quería a su hija en su vida, y Claudia comprendía
bien la fuerza que aquella decisión entrañaba. Y la deseaba a ella, a la madre de su
hija; así lo demostraba que no hubiera sido capaz de esconderle su deseo.
Juntos podrían construir un nuevo futuro, proporcionarle a Rosie una vida
estable y feliz, tal y como deseaban. Y si ella era paciente, Adam también podría
empezar a amarla. El tiempo y la ternura lo podrían conseguir.
Tendría que confesarle sus pecados. Sabía ahora que podría confesarle sin
rencor las razones exactas por las que le había ocultado la existencia de su hija.
Seguro que comprendería que seis años atrás, ella había sido demasiado inmadura,
se había visto demasiado asustada por la amenaza de perder a su padre, para poder
soportar su traición, para localizarlo y decirle que llevaba en sus entrañas un hijo
suyo, porque tenía derecho a saberlo…
Había escogido el camino más fácil y había aprendido una dura lección de
aquella debilidad. Claudia no podría olvidar lo que le había hecho, pero sí
perdonarlo. Seis años atrás, cuando vivieron aquella aventura, Adam ya era mayor,
un adulto responsable, y no había tenido necesidad alguna de enriquecerse
utilizando su encanto para ello. En aquella época ya sabía que estaba destinado a
administrar la compañía de su tío, y a heredar la fortuna familiar. ¡Farthings Hall y el
propio negocio de su familia le habría parecido una nimiedad en comparación!
No necesitaba esforzarse por recordar lo que Helen le había dicho. Sus palabras
habían quedado grabadas a fuego en su cerebro: Adam la había seducido, la había
pedido en matrimonio porque ella era la heredera de una considerable fortuna.
Ahora que pensaba sobre ello, estaba segura de que Adam no pudo haberle
confesado todo eso a Helen. Era algo completamente absurdo. No había tenido
necesidad alguna de pretenderla por su dinero… ¡Ya tenía más que suficiente con el
suyo!
Helen simplemente había estado ejercitando con ella su especialidad… ¡Mentir
y engañar!

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Durante aquel verano, Adam se había presentado a sí mismo como un


vagabundo sin un céntimo en el bolsillo, satisfecho con realizar un trabajo duro a
cambio solamente de la comida y el alojamiento. Jamás había hecho la menor alusión
a la fortuna familiar que llevaba a la espalda. ¡Ojalá lo hubiera hecho para que de esa
forma todo hubiese quedado claro!
Como si sintiera su repentina inquietud, él se despertó.
Esa vez hicieron el amor más lentamente, y después Claudia se durmió mecida
en una ola de feliz cansancio.

Cuando se despertó, no vio a Adam; Rosie apareció segundos después.


—¡Es hora de levantarse, mamá! Mira… ¡Yo me he vestido sola!
Y lo había hecho. Claudia se levantó de la cama, se puso una bata y le dio un
tierno beso, acompañándola hasta la puerta.
—Dile a papá que estaré con vosotros dentro de unos minutos.
Se duchó rápidamente y se puso unos elegantes pantalones de pana y un suéter
color crema, que había comprado en Londres. Se cepilló el cabello con cuidado y se lo
dejó suelto. No podía esperar a comenzar aquel maravilloso día… ¡El primer día del
resto de su vida con Adam! Probablemente nunca sabría los motivos que había
tenido Helen para mentirle, porque le había mentido… ¡Adam no había tenido
necesidad alguna de poner las manos en su futura herencia!
Hacía una mañana maravillosa. El sol brillaba en medio de un cielo
vividamente azul, y apenas soplaba el viento. Los sábados, generalmente planificaba
alguna excursión con la pequeña; quizá los tres podrían ir a la costa, comer por allí e
iniciar el proceso de fundar una familia feliz y unida. Se lo comentaría a Adam
durante el desayuno.
Eran las ocho y había terminado de hacer sus quehaceres domésticos. Guy, tan
madrugador como siempre, ya había comprado el periódico en el pueblo para leerlo
mientras desayunaba… Lo cual debía de estar haciendo en aquel mismo instante, a
juzgar por el aroma a beicon y café procedente de la cocina.
Y Adam debía de estar esperándola mientras escuchaba las interminables
explicaciones de su hija, pensó Claudia mientras bajaba contenta las escaleras. Pero
solamente Guy y Amy estaban sentados ante la mesa de la cocina, frente a sus platos
de desayuno. No se veía a Adam por ninguna parte.
—¿Dónde está Adam? —inquirió, mientras se disponía a servirse una taza de
café.
—Se marchó a las seis y media, diez minutos después de que yo bajara —
respondió Guy, bajando el periódico—. Yo creía que ibas a bajar a despedirlo. Estará
fuera durante algún tiempo… En Florida.
¡Adam se había marchado sin decirle una sola palabra! Después de la noche
anterior, Claudia habría esperado más, habría esperado que le hablara de aquel viaje,

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que la abrazara y le diera un beso de despedida… Al ver su intensa palidez, Guy le


comentó con tono suave:
—Ya sé que debes de haberte llevado una gran decepción… Sobretodo en un
momento tan temprano de vuestro matrimonio… Pero creo que eres lo bastante
responsable para aceptarlo. Su compañía no podía dejar pasar la oportunidad de
comprar un gran complejo turístico allí, en Florida. Ya sabes que ese tipo de cosas no
pasan todos los días.
—Y se marchó sin siquiera desayunar —intervino Amy—. Un trayecto en coche
tan largo, y luego Dios sabe cuántas horas de vuelo… ¡Con el estómago vacío! —se
levantó para sacar un plato del horno, y se lo puso delante a Claudia—. He
procurado que no se te enfriara.
Tomates rehogados con beicon. Claudia miró el plato y sintió náuseas. ¿Qué
esperanza había para su matrimonio cuando su marido no se tomaba la molestia de
advertirle sobre sus movimientos, y ni siquiera se dignaba dejarle una nota?

El siguiente mes y medio fue una verdadera pesadilla. Llovió todos los días,
implacablemente de manera continua. Obligada a permanecer en casa durante sus
horas de ocio, el humor de Rosie fue empeorando día a día. Frecuentemente recibían
noticias de Adam, pero Claudia no encontraba ningún consuelo en las postales que
les enviaba desde Florida, la mayoría con imágenes de Disneylandia. La mayor parte
del espacio disponible en ellas estaba ocupado con mensajes para Rosie, y las
llamadas telefónicas eran todavía peores.
Hablaba primeramente con ella, pero siempre con voz impersonal, fría,
mientras le contaba sus progresos en el negocio y las dificultades que tenía de
encontrar constructores que estuvieran a la altura de las demandas del Grupo
Hallam. Todo eran detalles de los que nada quería saber, asuntos que podrían
interesar a Guy, pero no a ella; nada acerca de cómo se sentía, si la estaba echando de
menos, si aquella mágica noche que habían pasado juntos había significado algo para
él.
Quería preguntarle, suplicarle que le dijera por qué se mostraba tan distante,
como si fueran dos desconocidos, como si jamás hubieran sido amantes. Pero no
podía. No, cuando Guy y Rosie se encontraban tan cerca, y existía el riesgo de que la
escucharan.
Lo peor de todo era guardarse su dolor para sí misma, aparentar alegría frente a
los demás, realizando todas las tareas cotidianas cuando en realidad le entraban
ganas de gritar y de romperlo todo. Lo único que la hizo olvidar aquel pesar interno,
fue cuando tres semanas después de la brusca partida de Adam, el último de los
trabajadores abandonó Farthings Hall.
Fue entonces cuando se abismó en la tarea de la mudanza, como si su vida
dependiera de ello. Lo ordenó y guardó todo en cajas, y limpió y fregó Willow Cottage

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hasta que quedó tan limpia y reluciente como el día en que la ocuparon como
residencia temporal.
En aquel momento, mes y medio después de la marcha de Adam, volvían a
encontrarse en su hogar, cómodamente instalados. Los albañiles y decoradores
habían hecho un trabajo soberbio, y Guy estaba deleitado de poder vivir nuevamente
en su propia casa. Ese era el único consuelo que tenía Claudia. Ver cómo su padre se
iba recuperando y fortaleciendo cada día. El pasado iba quedando atrás, con todos
sus pesares.
Mientras sonreía a su padre, se preguntó durante cuánto tiempo más podría
fingir aquella farsa de alegre normalidad. Adam ya llevaba ausente cerca de dos
meses y no le había mencionado en ningún momento la fecha de su vuelta. En aquel
instante, como si le hubiera adivinado el pensamiento, Guy comentó:
—Espero que Adam regrese a tiempo de asistir a la obra de teatro del colegio de
Rosie, al final del curso. Ella tiene un papel de protagonista, o al menos eso es lo que
me ha dicho…
Era cierto; la pequeña no había cesado de hablar de ello durante los últimos
días, y además, les había hecho prometer solemnemente a todos que irían a verla
actuar. Así que si Adam no era capaz de llegar a tiempo… ¡Tendría que atenerse a las
consecuencias! Claudia sabía que a pesar del tiempo transcurrido, la pequeña ya se
había encariñado mucho con su nuevo papá, y esperaba ansiosa sus postales y las
llamadas que recibía cada semana.
Adam llamó aquella misma tarde, justo antes de que Rosie se fuera a acostar.
Consciente de que la pequeña estaba escuchando, las primeras palabras de Claudia
fueron:
—¿Intentarás regresar a tiempo de ver la obra teatral de Rosie? Ella tiene un
papel protagonista.
—Estoy llamando desde Heathrow. Estaré allí de madrugada, así que no me
esperes levantada.
Su tono sonaba más distante que nunca, si acaso eso era posible, pero a Claudia
el corazón le dio un salto en el pecho. ¡Por fin Adam iba a regresar! Así podrían
resolver lo que había causado aquel extraño distanciamiento mental entre ellos.
¡Después de la noche de amor que habían compartido, ella estaba segura de que lo
conseguirían! Quizá a Adam también le resultara difícil hablar por teléfono de un
asunto tan íntimo.
—Hablaremos mañana —le dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento—. Y
dile a Rosie que por nada del mundo me perdería su obra de teatro.
—Díselo tú mismo —sonriendo, Claudia le pasó a su hija el auricular y escuchó
su excitada charla acerca de su papel en la obra de teatro.
Se abrazó emocionada, como para contener su alivio. Adam volvía a casa, y a
pesar de lo que él le había dicho, lo esperaría levantada.

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Para ello se puso el más atrevido de sus nuevos camisones, de satén color perla,
bordado, con un salto de cama a juego. Se bañó y perfumó después de que Guy y
Amy se fueran a acostar, ambos asimismo deleitados con la perspectiva del
inminente regreso de Adán.
¡Pero nadie lo estaba como ella! Un fuego estaba ardiendo en la chimenea, a
modo de bienvenida. Un fuego que se reflejaba en el brillo de amor y de anhelo de
los ojos de Claudia.
Adam cerró la puerta a su espalda y se apoyó en ella. Parecía exhausto. Llevaba
un traje de color gris oscuro, y parecía más atractivo que nunca.
—Te dije que iba a venir tarde. No deberías haberme esperado levantada.
—¡Claro que sí! —sonrió Claudia, levantándose.
Estaba muy serio, con los labios apretados. Por un momento, Claudia creyó ver
un brillo de dolor en sus ojos antes de que desviara la mirada, atravesara el salón y
dejara su maletín sobre la mesa. Parecía haber adelgazado, y la joven sintió el
abrumador impulso de mecerlo en sus brazos, de consolarlo…
En aquel momento, Adam tenía un aspecto absolutamente agotado. Claudia
pensó que sus actividades en los Estados Unidos debían de haber estado a punto de
matarlo. Quizá había trabajado demasiadas horas con tal de reducir al mínimo su
ausencia, deseoso de volver con su familia. Ese pensamiento consiguió animarla.
—Siéntate frente al fuego y descansa —le dijo con tono ligero—. Sé que tenemos
muchas cosas de las que hablar, pero eso puede esperar hasta que hayas dormido
bien. Te he preparado unos sándwiches… ¡De carne y rábano picante, tus favoritos!
¿Te gustaría tomar una bebida caliente o prefieres una copa?
—Olvídate de la comida.
Ya se estaba sirviendo un whisky del mueble bar. Le ofreció una copa con un
gesto y ella negó con la cabeza, nerviosa.
Adam se estaba cerrando en banda; Claudia pensó que algo malo había
ocurrido desde la noche en que hicieron el amor.
—Como has decidido permanecer levantada, y tanto Guy como Rosie están
dormidos como Dios manda, podríamos hablar de todo eso ahora. Al menos nadie
nos interrumpirá.
Su tono era rotundo, y sus palabras ominosas. Claudia se sentía aturdida.
Retrocedió temblando y se sentó en una silla, observando a Adam mientras se
acercaba al fuego con la cabeza baja y la mirada fija en las llamas.
—¿Adam?
De alguna manera encontró la voz para hablar. Adam se volvió para mirarla
con frialdad, y en aquel momento la joven perdió ya toda esperanza.
—El asunto es muy sencillo. Cometí un error. Casarme contigo fue el mayor
error de toda mi vida, y te pido disculpas por ello. No puede funcionar. Así que te
sugiero que nos separemos provisionalmente durante un par de años antes de

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divorciarnos. Será un trato amable y civilizado, en beneficio de Guy y de Rosie.


Naturalmente, continuaré respaldándote económicamente y querré ver a mi hija de
manera regular.
Claudia apenas podía creer en sus palabras.
—Dijiste que querías que tu hija fuera educada por sus dos padres… Incluso me
contaste por qué —pronunció con dificultad.
—Fue un error —repitió Adam—. Tú lo comprendiste antes que yo. Hiciste
todo lo posible por librarte de aquel compromiso. Debería haberte escuchado. Pero
tercamente, no lo hice —apuró su copa y esbozó una mueca de disgusto; no por el
whisky, sino por la incómoda situación en la que se encontraba—. Afortunadamente,
Rosie no sufrirá daño alguno. Sólo he entrado en su vida durante muy poco tiempo,
sin planteárselo de manera permanente. No lo aplaudo, pero en estos tiempos el
divorcio es algo muy común. Nuestro arreglo no conllevará problemas y la niña
podrá verme, así que el perjuicio que pueda ocasionarla será limitado. Además, Rosie
nunca se ha acostumbrado a tenerme continuamente a su lado.
El dolor y la amargura hicieron presa en Claudia. ¿Acaso Adam era incapaz de
perdonarla por haberle ocultado la existencia de su hija? ¿Serviría de algo que le
explicara los motivos que había tenido para hacerlo?
—¿No podemos discutir esto?
—No hay nada que discutir. Nuestro matrimonio no funcionará. Yo le estoy
poniendo fin.
Claudia estaba indignada. ¡Así, sin más! Sus propios sentimientos no parecían
importarle en absoluto. ¿Acaso sus deseos siempre tenían prioridad sobre los de los
demás, incluso sobre los de su hija? La furia y la humillación se debatían en su
interior, estremeciéndola.
—Adam —pronunció mientras se levantaba con expresión lívida.
—No voy a discutir de nada contigo, Claudia. Vete a la cama.
Aquellas frías palabras fueron la gota que colmó el vaso. Después de una pausa
de asombro salió corriendo del salón, sintiéndose absolutamente humillada.

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Capítulo 9
La despertó la tormenta antes que el despertador. Claudia realizó una vez más
el ritual de todas las mañanas: Lavar y vestir a Rosie, dejarla lista para ir a la escuela.
Luego se puso unos viejos vaqueros y un grueso suéter. Lo hacía todo
mecánicamente, como un autómata, víctima aún del shock de la noche anterior.
Todavía no podía creer que Adam hubiera dado por terminado su matrimonio con
tanta frialdad.
No sabía dónde había dormido Adam; ciertamente no lo había hecho con ella,
en el suntuoso dormitorio que había destinado para uso de los dos. Si no se hubiera
sentido tan aturdida, probablemente aún habría seguido llorando, pensó mientras le
servía el desayuno a Rosie. Así al menos, tenía algo de lo que sentirse agradecida.
Amy y Guy estaban eufóricos con la vuelta de Adam. Querían saber a qué hora
había llegado, si iba a quedarse más tiempo y a realizar la mayor parte del trabajo en
casa, como les había comentado en una ocasión. Por primera vez en su vida, Claudia
deseó que los dos a pesar del amor que sentía por ellos, estuvieran en aquel instante
a kilómetros de distancia de allí.
Claudia procuraba responder de la mejor manera posible aquellas preguntas,
preguntándose a su vez cómo podría hablarles sin dramatismos de la ruptura de su
matrimonio, explicarles de manera civilizada que su relación había fracasado.
Probablemente fracasaría de manera estrepitosa en el intento, estallando en sollozos.
Aquellas dos almas cándidas no se merecían participar de su dolor.
—Supongo que todavía estará fuera de combate —comentó sonriendo Guy.
Claudia murmuró algo ininteligible mientras ayudaba a Rosie a ponerse el
abrigo.
—Para nada; estoy perfectamente.
Adam respondió al comentario de su suegro desde el umbral de la cocina.
El corazón de Claudia dio un salto de dolor. Adam parecía tan atractivo como
siempre; recién duchado, vestido con un suéter negro y vaqueros, no presentaba la
menor señal de cansancio. La joven apenas podía creer que la escena de la noche
anterior hubiera tenido lugar realmente.
—Yo la llevaré a la escuela —se ofreció Adam, sonriendo.
Sólo a Claudia no le pasó desapercibida la tensión que latía bajo su sonrisa.
—No hay necesidad, de verdad…
—Espérame con Rosie en la entrada mientras acerco el coche a la puerta; está
lloviendo bastante —hablaba como si Claudia no hubiera abierto la boca; luego se
volvió hacia Guy y Amy—. Nos vemos después.
Y salió con Rosie de la mano.

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Después de acercar el deportivo a la puerta, salió a buscar a Rosie y la hizo


sentarse delante. El rostro de la niña brillaba de felicidad ante la perspectiva de que
su papá la llevara a la escuela, y Claudia tuvo que dominarse para no estallar en
sollozos.
En cuestión de segundos Adam volvió a la entrada para decirle:
—Te sugiero que les cuentes la noticia a Guy y a Amy, mientras yo estoy fuera.
No había nada en su mirada que le indicara lo que estaba pensando.
—¡Cobarde! —le espetó ella.
Adam ignoró el insulto y repuso con tono seco y frío:
—Sería mejor que fueras preparando el terreno. Volveré más tarde para
decírselo yo mismo. Después me marcharé, pero seguiremos en contacto. Necesitaré
saber el día y la hora de la obra de Rosie; no tengo intención de perdérmela.
Claudia le cerró la puerta en las narices y se dirigió al salón, intentando
dominar su rabia. Todo lo había dispuesto Adam en su propia conveniencia. ¡Lo que
decidía parecía convertirse en ley inmutable! Subió disparada las escaleras para hacer
la cama de Rosie y la suya propia; luego se quedó contemplando la lluvia por la
ventana. El viento soplaba con fuerza y Oíd Ron debía de estar tomando su té de la
mañana y maldiciendo el tiempo reinante.
No supo durante cuánto tiempo estuvo mirando por la ventana, hasta que de
pronto, vio aparecer el deportivo de Adam. Había vuelto. De manera inconsciente, lo
había estado esperando, y el corazón se le encogió de dolor. Entraría en la casa,
esperando que ella hubiese «preparado el terreno», y empezaría a hablar sobre ello.
Amy y Guy no sabrían de qué diablos estaba hablando. Luego tendría que
explicárselo él mismo, ¡hacer su propio trabajo sucio!
Pero Adam no entró en la casa; subiéndose el cuello del impermeable, se dirigió
hacia los prados batidos por la lluvia. Sólo había un lugar al que podría ir en aquella
dirección, y Claudia lo adivinó de inmediato.
Salió tras él después de calzarse las botas y ponerse un abrigo impermeable
Había algo que necesitaba decirle en privado, y con ese tiempo la cala era un lugar
inmejorable para ello. Le obligaría a que la escuchase a toda costa. ¿Cómo se atrevía a
dar por terminado su matrimonio y a privar a su hija de la permanente figura
paterna que tanto necesitaba? El hecho de que su relación no fuera a funcionar no era
motivo suficiente. ¿Y por qué no habría de funcionar? Adam no se lo había dicho. Le
exigiría una explicación formal… ¡Se la debía!

La lluvia había amainado, pero el viento seguía rugiendo, dificultándole la


marcha. Cuando sus pies tocaron al fin la arena, se detuvo para recuperar el aliento.
Adam se encontraba de pie, cerca del mar; apenas podía verlo a través de la niebla. El
sonido del viento y del agua era ensordecedor.

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No la vio ni oyó hasta que lo tocó en un brazo. La miró con los ojos
entrecerrados, apretados los labios. Claudia abrió la boca para desahogar su furia y
su frustración, pero volvió a cerrarla porque sabía que no oiría ni una sola palabra
con aquel estrépito. Desesperada, se arrepintió de haber ido a buscarlo. Debería
haber esperado a que regresara a casa para interceptarlo entonces.
Como siempre, Adam parecía capaz de distraer sus más profundas reflexiones.
Después de encogerse de hombros como si se resignara a lo inevitable, la tomó del
brazo para llevarla a un abrigo rocoso de la cala donde estuvieran a salvo del viento.
—¿Qué es lo que quieres?
La soltó de inmediato, como si no pudiera soportar su contacto, y se apartó el
cabello húmedo de la frente echándoselo hacia atrás.
La dolorosa y violenta furia que antes había asaltado a Claudia empezaba a
desaparecer. Una actitud hostil, además, no la llevaría a ninguna parte con aquel
hombre. Adam simplemente se cerraría a cualquier crítica. En cualquier caso, ya no
quería atacarlo, o castigarlo por lo que le había hecho. Ansiaba abrazarlo, confesarle
lo mucho que lo amaba…
Pero querer algo no conllevaba su realización. Antes tendría que encontrar la
fuerza suficiente para hacerle esa confesión, exponiéndose a su burla, a su
incredulidad, o lo que era aún peor, a su indiferencia.
—¿Qué es lo que te ha traído aquí, con este tiempo? —optó por preguntarle.
Había esperado que entrara en la casa, recogiera sus pertenencias, se despidiera
y saliera de su vida.
—Quería despedirme de mis recuerdos —le contestó Adam, tenso—.
¿Satisfecha?
¿Los recuerdos de la primera vez que hicieron el amor? ¿De aquella ocasión en
que juntos desafiaron la furia de aquella tormenta de verano? Claudia no se atrevía a
preguntárselo.
Al ver cómo se estremecía de frío, Adam le ordenó con decisión:
—Vuelve a casa o pillarás una buena neumonía.
Pero Claudia no estaba dispuesta a ir a ninguna parte sin él. Retrocedió unos
pasos, protegiéndose más bajo el abrigo rocoso, y pudo ver entonces que su
expresión se oscurecía. Aquella era su gran oportunidad. Ahora, o nunca.
—Has tomado la decisión de divorciarte de mí. No comprendo por qué, pero lo
acepto porque no tengo otra opción. Sin embargo, quiero que sepas que te amo.
Nunca he dejado de amarte.
—Mentirosa —le espetó, despectivo—. ¿Qué clase de amor pude rechazar al
padre de un hijo no nacido en favor de otro hombre, sólo por pura conveniencia? Yo
me vuelvo a casa —pronunció entre dientes—. ¡Tú puedes hacer lo que quieras!
Pero Claudia lo sujetó de un brazo cuando ya había alcanzado la playa abierta.
No estaba dispuesta a aceptar aquel insulto, ni de él ni de nadie.

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—¡No soy una mentirosa! ¡En cambio tú no dejaste de mentirme aquella


primera vez que nos encontramos!
Adam miraba fijamente hacia adelante, sin mirarla a ella, sin dignarse
defenderse de su acusación.
—Tú vivías una mentira —insistió Claudia—. Fingías que eras un vagabundo
sin un céntimo cuando tenías una fortuna a tus espaldas.
Al ver la manera en que tensaba la mandíbula, comprendió que sus palabras
habían alcanzado su objetivo.
Adam se volvió para mirarla con expresión amarga; su tono era sobriamente
sarcástico cuando le preguntó:
—¿Y por qué habría de habértelo dicho en aquel entonces? Desde que entré en
la adolescencia me vi perseguido y acosado por mujeres que sólo perseguían el
objetivo de mi fortuna… No me querían por mí mismo; me querían porque estaba
destinado a convertirme en la cabeza del Grupo Hallam. Fue una lección muy dura
de aprender. Aquel verano quise vivir y valerme por mí mismo. Desde que tenía
siete años mi tío me había estado organizando la vida; acababa de terminar los
estudios de arquitectura y quise viajar sin un destino fijo durante aquel verano,
aprovechando el tiempo que me quedaba hasta que me viera obligado a dirigir el
Grupo. ¿Y qué es lo que sucedió? —esbozó una mueca de amargura—. Te conocí. Me
enamoré de ti. Nunca antes había sido tan feliz. Tú también me amabas, o al menos
eso era lo que me decías… Me amabas por mí mismo, no por la fortuna Hallam. Me
prometiste que te casarías conmigo. Yo sabía que tendría que revelarte la verdad
acerca de mis orígenes, pero entonces tú te adelantaste. Me dijiste que todo había
terminado, que te estabas viendo con otro hombre, alguien con un trabajo decente y
dinero en el banco. Eras aún peor que las otras mujeres. Y además, llevabas un hijo
mío en las entrañas —la fulminó con la mirada—. ¡Y ahora me dices que nunca
dejaste de amarme!
—¡Pues es verdad! —le gritó Claudia. En vista de lo que él acababa de contarle,
sabía que tenía ciertas esperanzas de convencerlo—. Te amo, seas rico o pobre. No
descubrí que estaba embarazada hasta después de que te marcharas. No tenía
manera de localizarte. Y para serte sincera… —estuvo a punto de interrumpirse, pero
decidió continuar—. En aquel tiempo tampoco deseaba hacerlo.
—Así que te casaste con Favel… —declaró Adam.
Por su mirada resultaba evidente que ya la había juzgado y condenado.
—Ya te dije por qué. Lo único que no te he explicado es por qué rompí nuestra
relación.
—Quizá no te gustaba el color de mis ojos… —repuso él, irónico.
—¡No! —exclamó, muy pálida—. Aquel día te vi salir a toda prisa del
dormitorio de Helen. Ella me dijo que habías intentado seducirla, sabiendo que Guy
se encontraba ausente. Y también que te habías relacionado conmigo porque querías
casarte por dinero, aunque en realidad la deseabas a ella.
—¡Y tú la creíste!

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—En aquel tiempo, sí. Helen era todo lo que yo no era… Preciosa, sofisticada,
elegante… —le confesó, dolida—. No vi razón alguna para que me mintiera sobre
ello. Entonces, todavía no sabía lo que era capaz de hacer. Siempre nos habíamos
llevado bien; no pude imaginar que me haría víctima de una mentira semejante…
¿Por qué habría de hacerlo? Pero he pensado mucho en ello desde entonces, desde
que volvimos a encontrarnos y comprendí el papel que Helen y Tony jugaron en mi
vida. Eran unos mentirosos, los dos. Unos embaucadores. Ahora estoy
absolutamente convencida de que me mintió.
—¡Algo admirable por tu parte! —la miró fijamente—. Helen no había dejado
de hacerme insinuaciones desde que Guy me ofreció aquel trabajo temporal…
Cuando tenía un momento libre en sus relaciones con el hombre con quien después
tú decidiste casarte. ¡Aquello me ponía enfermo! Y el día del que estás hablando…
Probablemente el peor de toda mi vida… Ella me pidió que fuera a su dormitorio
para repararle una cortina —esbozó una mueca sarcástica—. Me estaba esperando en
ropa interior para proponerme una «diversión de adultos», algo que estaba segura de
ello, su hijastra nunca podría proporcionarme debidamente. Había advertido que
pasábamos mucho tiempo juntos y no entendía lo que veía en ti… Excepto la
perspectiva de poner las manos en una jugosa herencia —se interrumpió por un
instante—. Lo vi todo rojo, la insulté de mil formas, y como tú misma has señalado,
salí a toda prisa después de que me dijera que me expulsaba de la propiedad. Ya
había sospechado que había algo entre Favel y ella, y no podía soportar el
pensamiento de que un hombre tan bueno como tu padre se dejara engañar de esa
forma por una criatura semejante. ¡Por supuesto que estaba furioso! Pero el amor que
decías sentir por mí no era al parecer, lo suficientemente grande como para que me
preguntaras por mi versión de lo sucedido. Te negaste en redondo a escucharme.
—Lo siento —sabía que no era suficiente, pero ¿qué otra cosa podría decirle?
Bajó la cabeza. Se merecía todo lo que Adam le estaba diciendo—. Mi defensa es muy
débil, por no decir inexistente. Pero entonces acababa de salir del instituto, era muy
inocente. Creía ingenuamente que Helen estaba enamorada de mi padre; no tenía
razón alguna para pensar que estaba mintiendo. Simplemente no me entraba en la
cabeza que la gente pudiera actuar de esa manera. Era joven, sufría terriblemente,
pero tenía mi orgullo. No estaba dispuesta a humillarme delante de ti, y quería
devolverte el daño que me habías hecho. No sabía, en aquel entonces, que lo último
que necesitabas era casarte por dinero. Y en todo caso… —vaciló por un instante,
pensando que la culpa de todo lo sucedido no era enteramente suya—. Recuerdo que
la primera vez que nos vimos me hiciste varias preguntas sobre la propiedad, acerca
de lo que sentiría cuando heredara el patrimonio familiar…
—Sí; los dos estábamos en situaciones semejantes. Quería saber si tú sentías,
como yo mismo en aquel tiempo, que tu deber de exigencia para con la familia no era
precisamente un plato de buen gusto. Tu orgullo fue más fuerte que tu amor; eso es
lo principal. Creo que esta conversación ya se ha agotado, ¿no crees? ¿Vamos?
Claudia lo siguió por la arena húmeda, con el corazón encogido. Lo había
intentado y había fracasado. Adam no había vuelto a abrir la boca; de alguna manera,
ya la había expulsado de su vida, y ella tenía que aceptarlo.

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Cuando se encontraron con Bill, el trabajador que recientemente habían


contratado, Claudia se sentía tan aturdida que se lo quedó mirando como si no lo
conociera.
—¡Cualquiera diría que acaban de darse un baño en la cala! —les comentó,
mirando sus ropas empapadas—. ¡Ah, señora Weston! Amy la estaba buscando. Me
encargó que le dijera que se ha ido de compras con el señor Sullivan —sonrió a
Adam—. ¡Creo que va a prepararle una cena de bienvenida!
Bill continuó su camino, y Adam y Claudia entraron en la casa por la puerta de
la cocina. La joven ansiaba que la dejara sola, que se marchara de una vez; así podría
resignarse a encarar el futuro sin él. Cuando Adam estaba cerca, no podía pensar de
manera coherente… Algo que ciertamente, no había hecho cuando Helen le contó
todas aquellas mentiras. Se estremeció al entrar en el ambiente cálido de la cocina,
por reacción al frío que hacía fuera.
—Mira, si te sirve de consuelo, yo también me sentí culpable —le confesó
Adam, mientras se quitaba el impermeable y la chaqueta empapada.
Claudia se quedó sorprendida. No sabía qué era lo que podía molestarlo,
sobretodo cuando estaba tan ansioso de marcharse.
—Cuando pienso en ello —añadió Adam—, creo que fue por orgullo por lo que
me negué a rechazar lo que me dijiste. Me marché, simplemente, y no volví nunca.
Antes de aquel día, todo entre nosotros había sido tan abierto, tan sincero… Debí
haber sabido que no eras capaz de ser tan interesada, tan egoísta. El orgullo fue el
culpable de todo. Ahora puedo entender por qué te comportaste de la manera en que
lo hiciste, y acepto la parte de culpa que me corresponde. Pero el orgullo no me
impidió amarte, desearte, recordarte… Cuando miraba a otras mujeres sólo te veía a
ti. Cuando en esta última ocasión, te obligué a que te casaras conmigo, me estaba
castigando a mí mismo. Cuando me enteré de que ibais a vender Farthings Hall, me
sentí impulsado a regresar. Pensé que tu padre, Helen y tú, ya habríais abandonado
este lugar. Pensé que de esa forma, podría averiguar lo que había sucedido contigo.
Así que supongo que estamos en tablas.
Claudia lo miraba boquiabierta, con la ropa empapada, esforzándose por
asimilar el significado de sus palabras. De pronto, Adam la miró con el ceño fruncido
y dijo con tono enérgico:
—Necesitas quitarte esa ropa y tomar un buen baño caliente.
Claudia pensó que tenía razón, pero por otro lado, temía que se marchara
mientras ella se bañaba. Sintiendo un súbito mareo, negó con la cabeza.
—No, quiero…
—Un baño caliente —terminó Adam por ella—. Estás a punto de desmayarte.
La levantó entonces en vilo y subió las escaleras. Claudia no opuso resistencia y
le echó los brazos al cuello, debilitada. ¿Acaso en su última revelación había querido
decirle Adam que durante todo ese tiempo la había amado con todo su corazón, al
igual que ella?

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Adam empujó con el pie la puerta de uno de los dormitorios, aquel en el que
había dormido la noche anterior. Su maletín abierto todavía estaba sobre el suelo, y
su traje gris colgaba del respaldo de una de las sillas. Luego, entró en el cuarto de
baño y como si fuera una muñeca, sentó a Claudia sobre el sanitario cerrado para
abrir rápidamente el grifo de la bañera.
—¿Qué es lo que te ha hecho pensar que nuestro matrimonio no puede
funcionar, ni siquiera en beneficio de Rosie? —le preguntó Claudia.
Adam se volvió hacia ella, incorporándose.
—Lo sabes perfectamente. Hicimos el amor. Cuando te propuse que nos
casáramos acordando que no consumaríamos nuestra unión, creí que sería capaz de
soportarlo por el bien de Rosie. Sabía que si alguna vez cedía a la tentación de
tocarte, lo pasaría muy mal. Tú ya me habías puesto antes en el potro de tortura; no
iba a exponerme nuevamente a aquello… Pero por otro lado, quería que nuestra hija
tuviera dos padres. ¿Por qué crees que acorté nuestra presunta luna de miel? Porque
deseaba que fuera una luna de miel verdadera, real. Cuando te tomé entre mis
brazos, me consumió el deseo… Por eso al día siguiente te llevé a Willow Cottage y me
marché. Ordené a mis abogados que siguieran el rastro de aquel condenado dinero…
Lo localizaron en una cuenta suiza y ayer me enteré de que habían podido liberarlo
con una orden judicial. A propósito, es tuyo… Es el precio de tu independencia.
Luego, durante aquel primer viaje, todo lo que hice fue pensar en nuestra relación.
No me atrevía a convertir nuestro matrimonio en un matrimonio real, verdadero.
Volví y… Bueno, mira lo que sucedió. Me acosté contigo. Era lo peor que podía haber
hecho bajo aquellas circunstancias, y entonces lo vi claro. Me estaba exponiendo a
sufrir nuevamente en los brazos de la mujer que me había ocultado la existencia de
mi hija, que me había confesado su amor para luego casarse con otro hombre con
mejores recursos… Así que me sobrepuse a la situación y decidí terminar con ella.
No podía soportarlo.
Empezó a quitarle la ropa empapada, y Claudia advirtió que le temblaban las
manos. El corazón le dio un salto en el pecho.
—No entiendo… —susurró—. ¿Me estás diciendo que todavía me deseas como
antes? ¿Que… Que todavía me amas?
Adam ya la había despojado de la última prenda de ropa interior, y una
expresión de deseo oscureció el gris de sus ojos.
—Te lo diré si me prometes que lo que antes me dijiste en la playa… Era
verdad.
—¿Que te amo, que nunca he dejado de amarte? —lo miró con los ojos llenos de
lágrimas—. ¡Te lo juro por la vida de nuestra hija!
—¡Con eso me basta! —repuso con voz ronca mientras la levantaba en brazos
para meterla en la bañera—. Te amo. Probablemente más de lo que jamás llegues a
imaginarte, y no tengo la más mínima intención de exponerte a un resfriado, o a algo
peor —añadió sonriente; tenía los ojos brillantes de emoción cuando le acarició el
cabello húmedo—. Hagamos de este día el primero de nuestro matrimonio…
Guardando la fecha de este aniversario como nuestro secreto más íntimo.

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La radiante sonrisa de Claudia pareció iluminar toda la habitación.


—No soy la única que se expone a resfriarse. ¿Por qué no te unes a mí? El agua
está deliciosa.
Adam no necesitó de una segunda invitación; se desnudó rápidamente y se
deslizó en la bañera, a su lado. Claudia le dio un beso en la mejilla y susurró:
—Tengo algo que decirte…
—No quiero saberlo —repuso él con voz profunda, levemente divertida—.
Hablar es lo último que pretendo hacer en este momento.
—¡Ya lo supongo! —exclamó; la intensidad de la excitación de Adam era
imposible de ignorar. E ignorarla era lo último que pretendía hacer ella—. Quiero
saber… —se interrumpió cuando él empezó a acariciarle la nuca—. Quiero
proponerte un acertijo.
Adam gruñó, a modo de protesta; estaba deslizando en aquel momento los
labios por la húmeda piel de su hombro, mientras con las manos le acariciaba los
senos. Parecía poco proclive a prestarse a adivinanzas.
—¿Qué sucede cuando dos personas se ven arrastradas por una ola de
irrefrenable pasión? —le preguntó Claudia con voz ronca.
Su cuerpo entero estaba en llamas, ardiendo bajo sus caricias.
Había vuelto la cabeza hacia él y Adam se inclinó hacia adelante para
apoderarse de sus labios, tentándolos.
—¿Esto?
—¡No, no! ¡Presta atención! —le ordenó—. No se detienen a pensar en
precauciones… Simplemente se dejan llevar… Y luego vienen las consecuencias. Y
me parece que eso es lo que nos ha sucedido a nosotros.
Por un instante, Adam se quedó muy quieto, antes de salir de la bañera con ella
y envolverla en una enorme toalla. Luego la tumbó en la cama y se sentó a su lado,
mirándola intensamente.
—¿Otro bebé?
Claudia asintió, advirtiendo el sospechoso brillo de sus ojos grises. ¿Se debían a
las lágrimas o al agua de la bañera? Se incorporó para probar aquella humedad con
la lengua. El sabor era salado; eran lágrimas.
—Cío, querida… Anoche te quedaste levantada para decírmelo —declaró
convencido—. Y yo te dije todas esas cosas que…
—¡No! —pensó que aquella era una ocasión feliz; la más feliz de su vida—.
Basta ya de hablar del pasado —susurró contra sus labios—. Pensemos solamente en
el futuro.
—Eso… En nuestro futuro —asintió Adam, y profundizó dulcemente su beso.

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La cena de bienvenida fue un gran éxito, y a Rosie se le permitió quedarse.


Claudia se había puesto su mejor vestido; por primera vez en su vida se sentía
verdaderamente hermosa, y a juzgar por la forma en que la miraba Adam, no se
engañaba.
Amy se había lucido con la comida, y cuando terminaron con el segundo plato,
Claudia le pidió con tono insistente:
—Quédate donde estás; ya has hecho suficiente, Amy. Yo me encargaré de
recoger los platos y de traer el postre.
—Sólo es una de mis tartas… —comentó el ama de llaves, disimulando el
orgullo que sentía por el entusiasmo y los cumplidos con que solían ser recibidos sus
platos.
Guy insistió en ayudarla y le dijo mientras ella se ocupaba de llenar el
lavavajillas:
—Así que, finalmente, todo se ha arreglado entre vosotros…
La joven se ruborizó. ¿Se refería acaso a que había pasado la mayor parte de la
tarde con Adam en la cama?
—¿A qué te refieres?
—Intentaba disimularlo, pero los dos me estabais preocupando mucho —su
tono era divertido, pero dejaba traslucir un profundo cariño—. Seis años atrás,
cuando os veía, sabía que estabais hechos el uno para el otro. Luego, Adam
desapareció y te casaste con Tony. Sabía que Rosie era la hija de Adam, dado su
parecido… Y cuando reapareció para darme la noticia de que ibais a casaros…
Supuse que sería en bien de la niña y recé para que todo volviera a ser como antes.
Claudia se dijo que debería haber recordado lo perspicaz que era su padre, al
menos en la relación que siempre había mantenido con ella. Y en cuanto a lo de
consolarlo… Él mismo se había encargado de hacer ese trabajo.
—Mis oraciones fueron escuchadas. Volvéis a tener ese aire de unión
invencible, para siempre. Ven aquí.
Claudia lo abrazó emocionada. Durante un buen rato no fue capaz de hablar;
tenía la sensación de que el corazón le iba a estallar de felicidad y al fin logró
pronunciar con voz ronca:
—Será mejor que lleve la tarta… ¡Antes de que Rosie se muera de impaciencia!

Adam y Claudia acostaron por fin a Rosie, y bajaron la gran escalera, de la


mano.
—¿Les contaremos esta noche la buena nueva, Cío? ¿O prefieres esperar hasta
que esté confirmado y te asegures del todo?

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—¡Oh, ya estoy segura! —le sonrió—. No te lo habría dicho si no lo hubiese


estado. Vamos a decírselo. Amy ya debe de haber preparado el café… ¡Y que me
aspen si papá no ha sacado una botella de champán de alguna parte!
Las dos previsiones se cumplieron. Adam levantó su copa para brindar y
pronunció, sin dejar de mirar a Claudia:
—De ahora en adelante seré un modelo de hombre hogareño. Delegaré aquellos
trabajos que no pueda realizar desde casa. Y en un futuro no muy lejano… ¡Me
dedicaré a cambiar pañales y a preparar biberones!

Fin

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