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Diana Hamilton - El Precio de Un Marido PDF
Diana Hamilton - El Precio de Un Marido PDF
Diana Hamilton
Argumento:
Intoxicados de deseo, su propia pasión había terminado por arrastrarlos.
Pero él la había abandonado… Dejándole solamente una pequeña parte de
su ser: Un bebé.
Seis años después, Adam se había convertido en un hombre rico y poderoso
y Claudia necesitaba su ayuda. Él accedió, pero a cambio de un precio: Que
ella se convirtiera en su esposa. El matrimonio con el hombre que la había
traicionado le parecía una carga difícil de soportar, pero al borde de la
bancarrota y enfrentada con una batalla legal por la custodia de su hija, era
un precio que no podía negarse a pagar.
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Capítulo 1
Claudia acarició con gesto vacilante el álbum de fotografías. No lo había
abierto en años; ni siquiera había querido posar los ojos en él. Intentó dejarlo y salir
de la habitación, pero de alguna manera, fue incapaz de hacerlo y cedió a la
tentación, sabiendo que más tarde se arrepentiría de ello.
Sentándose de repente ante la mesa, cerca de la ventana de la biblioteca, abrió
tentativamente el álbum. Allí estaban todos. Todos los seres, todos los recuerdos…
Todos sus sueños destrozados y su confianza hecha añicos.
Las puntas de sus dedos temblorosos rozaban la brillante superficie de las
fotografías. Mucho tiempo atrás había guardado aquel álbum en el estante más alto
de la librería, fuera de su vista; su padre debía de haberlo hojeado para luego dejarlo
allí, sobre la mesa de la biblioteca. ¿Acaso en su dolor había querido recuperar aquel
perdido verano, aprender aunque sólo fuera el eco de aquellos felices tiempos
pasados?
Y allí estaba: Guy Sullivan. Su padre. Seis años atrás tendría unos cincuenta y
dos años. Un hombre alto, de aspecto vital, del brazo de su flamante esposa, Helen, la
madrastra de Claudia. Una rubia impresionante, veinte años más joven y
recientemente divorciada por aquel entonces.
Desde que Helen solicitó el puesto de recepcionista auxiliar allí, en Farthings
Hall, a Claudia no le pasó inadvertida la inmediata atracción que su padre sintió por
ella. Hacía ocho años que Guy Sullivan había enviudado. La madre de Claudia había
fallecido de una extraña infección cuando su única hija sólo contaba diez años de
edad. Tres meses después de su primer encuentro, Guy y Helen contrajeron
matrimonio. Claudia se había alegrado mucho por los dos; sus temores iniciales de
que Helen pudiera resentirse de su presencia, o que ella misma pudiera negarse a
aceptar a la mujer que había ocupado el lugar de su madre en el corazón de su padre,
se habían revelado infundados. Helen no podría haberse esforzado más en complacer
a su nueva hijastra.
Y allí aparecía ella: La Claudia de seis años atrás.
Con el cabello mucho más largo entonces, casi le llegaba hasta la cintura; más
rellenita, de sonrisa abierta, feliz, ajena todavía a la traición que no tardaría en
cometerse.
Se le nubló la vista mientras contemplaba la fotografía. En aquel entonces, con
dieciocho años, se sentía feliz de pasar aquel verano en casa antes de ingresar en el
centro de formación de profesorado. Le había encantado la idea de quedarse a
ayudar allí, en Farthings Hall, la impresionante casa de campo de estilo Tudor que
alojaba su hogar, y que al mismo tiempo funcionaba como albergue rural y
restaurante.
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considerada con ella, ni antes ni después de su boda con Guy; sin embargo, durante
los últimos días, Claudia había creído percibir en ella cierta rigidez, una especie de
tensión incómoda.
Afortunadamente, eso no sucedió aquel día. Claudia se relajó visiblemente
cuando Helen la miró con los ojos brillantes, comentando:
—¡Qué energía! ¡Ojalá pudiera yo recuperar esa juventud tan rebosante de vida!
—Tú no eres vieja —sonrió Claudia, pensando que había algo intemporal en el
pequeño y sensual cuerpo de Helen, en su cabello dorado y en sus preciosos rasgos.
—Gracias —repuso secamente Helen, abriendo la puerta que conducía al patio.
La luz del sol entró a raudales, reflejándose en su vestido de color amarillo limón y
en las joyas que tanto la favorecían—. ¿Vienes?
Claudia se había propuesto caminar hasta la pequeña cala, que sólo era
accesible por el profundo valle que dividía los extensos terrenos de Hall, pero si
Helen deseaba contar con su compañía, la complacería con mucho gusto.
—Claro. ¿Adónde?
—A encontrar a Oíd Ron. Todavía no ha mandado las frutas y verduras a la
cocina. Chef está furioso, ya que dentro de una hora tendrán que empezar a servir la
comida. Yo le dije que trataría de encontrarlo. Además… Resulta que Guy contrató a
un asistente para que ayudara a Ron durante el verano —rió entre dientes—. Tal vez
sea un pobre marginado sin ningún sitio donde establecerse… ¡Pero, desde luego, es
un tipo tremendamente atractivo! ¡Con tal de verlo merece la pena molestarse en ir a
los jardines de la cocina a cualquier hora del día! —hizo una pausa significativa—. O
de la noche…
Claudia rió también; sabía que Helen no hablaba en serio. Se había casado con
Guy apenas un par de meses antes, y sería incapaz de mirar a otro hombre.
—No sabía que papá hubiera contratado a un nuevo empleado —comentó,
mientras caminaba por el sendero de grava, a su lado.
No la sorprendía aquella nueva contratación. Recientemente había escuchado
por casualidad, sin quererlo, una discusión entre su padre y su nueva esposa, y la
causa había sido la aparentemente súbita decisión de Helen de renunciar a su puesto
de trabajo. Al parecer, ella le había dicho que ya que estaba casada con el propietario,
no tenía por qué trabajar como si fuera una sirvienta más… Aunque se sentiría
encantada de seguir ayudándolo. Claudia se había cuidado muy mucho de
intervenir, esperando a que resolvieran solos sus diferencias.
—Entonces… ¿Cuándo se incorporó ese Adonis a la plantilla? ¿Realmente
carece de hogar?
Claudia valoraba a conciencia la suerte que tenía de vivir en Farthings Hall. No
podía imaginar cómo sería carecer de un hogar fijo, estable.
—¡Quién sabe! —Helen se encogió de hombros—. Hace un par de días llegó
aquí montado en una vieja motocicleta, buscando trabajo. Dijo que simplemente
estaba viajando, y que le encantaría ayudar a Oíd Ron a cambio de ocupar durante el
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verano esa vieja rulot que tenemos detrás de los invernaderos, de la comida y de
algún dinero de bolsillo. A propósito, se llama Adam. Adam Weston.
Pero Claudia ya no escuchaba a Helen mientras la seguía al jardín vallado de la
cocina, ya que sus pensamientos se habían concentrado exclusivamente en Oíd Ron.
El anciano encargado ya no podía arreglárselas solo. Todo el mundo lo sabía excepto
él, por lo cual evidentemente, Guy Sullivan había decidido contratar a alguien para
que lo ayudara durante el verano.
Oíd Ron siempre había trabajado allí. El abuelo de Claudia lo había contratado,
antes de que Farthings Hall fuera convertido en el lujoso albergue rural que ostentaba
al mismo tiempo el título de mejor restaurante de Cornwall. Desde entonces había
vivido en aquel lugar, sin casarse, ocupando sin pagar renta alguna un piso situado
encima de los antiguos establos.
Por segunda vez en media hora, Claudia casi tuvo que correr para alcanzar a su
madrastra. Helen se había detenido sin previo aviso en mitad del sendero, justo ante
la puerta de arco del alto edificio de ladrillo. De pronto, el ambiente cálido parecía
haberse llenado de una tensión tan agudamente intensa, que Claudia no pudo menos
que contener el aliento.
Lo exhaló lentamente cuando vio lo que Helen estaba mirando. Los ojos verdes
de su madrastra parecían reír, casi burlones. El nuevo trabajador contratado bastaba
para suscitar una sonrisa de placer y admiración en los ojos de cualquier mujer.
Adam Weston era tan atractivo como Helen le había sugerido, e incluso más.
Apoyado sobre un rastrillo, vestido solamente con unos vaqueros cortos y calzado
con unas botas de trabajo, su imagen impresionó profundamente a Claudia.
La anchura de sus hombros contrastaba admirablemente con su estrecha
cintura, con sus largas y musculosas piernas. Su piel bronceada estaba bañada en
sudor, al igual que su frente, bajo el oscuro cabello despeinado. Sus ojos, de un
intrigante color gris humo, entornados, estaban fijos en la esbelta figura de su
madrastra como si estuviera tasándola con la mirada.
Claudia se estremeció. Hacía un día soleado, el más cálido del verano hasta la
fecha, y aun así se estremecía de la cabeza a los pies. Avanzó hacia adelante, saliendo
de entre las sombras, lamentando llevar en ese momento los viejos vaqueros y la
camisa desteñida que usaba siempre para trabajar en casa.
Su movimiento rompió el encanto. Fue Helen quien habló primero, con su voz
ronca y sensual:
—Adam, te presento a la hija única de tu jefe, el orgullo de su vida, Claudia.
Querida, saluda a Adam. Luego quizá quiera ir a buscar a Oíd Ron… ¡Antes de qué
Chef salga a perseguirlo con su cuchillo de carnicero!
—Hola.
Adam Weston se apartó el cabello de los ojos y dio un paso hacia adelante,
tendiéndole a Claudia su mano fuerte, de largos dedos, sonriendo…
Y Claudia, por primera y muy probablemente por última vez en su vida, se
enamoró loca y desesperadamente…
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***
—Así que estás aquí…
El hechizo hipnótico del pasado quedó roto cuando Guy Sullivan entró con
paso lento en la biblioteca.
—Amy acaba de recoger a Rosie de la escuela. Te estaban buscando —posó la
mirada en el álbum de fotografías y movió ligeramente la cabeza, admitiendo—: No
sé por qué se me ocurrió hojear esto. No es bueno rebuscar en el pasado… Cuando ya
no puedes recuperarlo. Nadie puede hacerlo.
Claudia se levantó y resueltamente volvió a guardar el álbum en su oculto
lugar, consciente de la mirada de su padre fija en ella, y del tono compasivo de su
voz. Mes y medio atrás. Helen y Tony habían perecido en un accidente de tráfico,
cuando su coche resultó embestido por un camión.
Justo una semana después, padre e hija habían descubierto que Helen y Tony
habían sido amantes. Su irregular e intermitente aventura ya había empezado antes
de que Tony se la presentara a Guy Sullivan como prima suya, recomendándola para
el puesto de recepcionista.
Su padre había hecho aquel descubrimiento cuando dedicado a la tarea de
reunir los efectos personales de su esposa, descubrió unos diarios y unas cartas de
amor comprometedoras. Aquello lo dejó destrozado; junto con la impresión del fatal
accidente, fue la causa de su tercer ataque al corazón en seis años.
No fue tan grave como el primero que había sufrido al final de aquel verano
hacía ya seis años, pero lo había debilitado y minado su salud más aún. Claudia no
sabía cómo podría revelarle la otra mala noticia que le restaba por conocer; la
aterrorizaba pensar en los efectos que pudiera causarle.
—¿Pediste información al banco sobre el crédito que necesitamos para hacer
reformas en las habitaciones de los huéspedes?
Guy se sentó en la silla que su hija había dejado libre, y apoyó su bastón contra
la mesa.
Su rostro, de rasgos antaño tan duros, tan fuertes, ahora estaba demacrado y
macilento, y Claudia habría sido capaz de hacer cualquier cosa para librarle de aquel
último horror. Pero lo mejor que podía hacer era ocultárselo sólo por el momento,
retrasar lo inevitable durante el mayor tiempo posible. ¿Pedirle al director del banco
un crédito? ¡Como si existiera esa posibilidad!
La conversación que a primera hora de la tarde había tenido con el director
había versado sobre un tema completamente diferente. El negocio familiar estaba en
bancarrota y sus dificultades financieras eran tan serias que la venta se presentaba
como la única opción. Y eso era algo que su padre tendría que saber. Pero no ahora.
—¿Dónde está Rosie? —le preguntó, cambiando de tema.
Tenía como norma y costumbre recoger a su hija pequeña de la escuela todos
los días, pero con motivo de su cita con el banco había tenido que pedirle a Amy que
la sustituyera. No sabría qué hacer sin aquella mujer de pelo gris, gordezuela y
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rebosante de buena salud, que llevaba trabajando en Farthings Hall desde que tenía
memoria para recordarla. Amy había hecho todo lo posible para llenar el vacío de
cariño que dejó en Claudia la muerte de su madre, cuando sólo contaba diez años.
Amy llevó a Claudia a la cocina para darle un zumo de naranja.
—¡Oh, me olvidaba de decírtelo! Pero Jenny no va a poder venir esta tarde…
Dice que se ha resfriado —Guy Sullivan se levantó lentamente—. Mira, yo puedo
ayudar a Amy en la cocina… De manera que tú puedas ocupar el lugar de Jenny y
servir las mesas.
—No, papá —Claudia declinó la oferta de manera automática. Su padre estaba
debilitado física y emocionalmente, y todavía necesitaba del mayor descanso
posible—. Amy y yo nos las arreglaremos.
Desde que Tony discutió con Chef seis meses atrás, por un motivo que Claudia
jamás llegó a saber, Amy y ella, con la ayuda de Jenny, se habían dedicado a llevar el
restaurante reduciendo y simplificando el menú. Tony se había mostrado reacio a
contratar un nuevo cocinero, y ahora Claudia comprendía la razón. Al día siguiente
tendría que anular los anuncios solicitando nuevos trabajadores experimentados, si
querían que el hotel y el restaurante siguieran funcionando. Ya no tenía sentido. El
negocio, su hogar, tendría que ponerse en venta.
—¿Por qué no descansas fuera, papá? Hace un día magnífico, y hay que
disfrutarlo —estuvo a punto de añadir «mientras se pueda», pero logró detenerse a
tiempo—. Voy a dar de comer a Rosie y tomaremos el té en la terraza.
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—Claro que tienes tiempo —asentó firmemente Amy—. Ese tipo, Hallam, no va
a pasar un dedo por los marcos de los cuadros buscando un poco de polvo, o a mirar
como un maniático debajo de las camas. No has estado ni un minuto quieta,
moviéndote como un gato escaldado desde que volviste de recoger a Rosie en la
escuela, así que bébete el café e intenta relajarte un poco. A mí no me engañas: Eres
igual que mi hija. Desde el principio supe que tu matrimonio con Tony Favel no era
por amor. Cuando te casaste con él todavía echabas de menos a Adam… Sí, no me
mires con esa cara… Sabía cómo te sentiste cuando se evaporó de repente. Pero como
te he dicho antes, Tony y tú os llevabais bien, nada más; tú no lo odiabas, así que lo
ocurrido tuvo también que significar un duro golpe para ti.
Claudia miró a su vieja amiga por encima del borde de la taza mientras tomaba
un nuevo sorbo de café. ¿Qué más sospecharía… O sabría Amy? No deseaba pensar
en eso. Dejó la taza sobre la mesa y decidió cambiar de tema de conversación.
—¿Cuantas mesas han reservado para esta tarde?
—Todas —Amy recogió las tazas y las metió en el lavaplatos—. Me atrevo a
decir que vamos a tener que trabajar mucho para que podamos vender esto como un
negocio boyante. Pero gracias a Dios que estamos al final de la temporada…
Recorriendo con la mirada la cocina de aspecto impecable. Claudia asintió
convencida. Ya estaban a principios de Octubre y desde finales de Septiembre no
habían hecho ninguna reserva más, así que en ese aspecto no tenían por qué
preocuparse. Tampoco servían comidas, sino solamente cenas durante el resto del
año, y eso era algo de lo que tenían que estar realmente agradecidas.
«Y hay más motivos para ello», se decía Claudia minutos después mientras
tomaba un buen baño caliente. La vida no era tan mala, después de todo; también
tenía sus débiles destellos de buena suerte. El director del banco no era ningún ogro.
En la entrevista que había mantenido con él hacía diez días, se había mostrado
bastante compasivo. Después de pintarle un cuadro sombrío de las perspectivas de
Farthings Hall y de recomendarle que vendiera cuando aún estaba a tiempo, con el fin
de cubrir las considerables deudas, le había advertido:
—Antes de poner públicamente en venta la propiedad, le sugiero que contacte
con el Grupo Hallam… ¿Ha oído hablar de él?
Claudia había respondido afirmativamente; ¿quién no lo conocía? Nadie con un
mínimo contacto con el negocio hotelero podría ignorar la existencia de aquella
enorme y selecta firma. Fue entonces cuando sintió una repentina náusea, y atribuyó
aquel malestar a las numerosas impresiones que había recibido recientemente. El
director del banco había pedido por el interfono a su secretaria que les sirviera una
bandeja de té, antes de continuar con sus explicaciones sobre el Grupo Hallam.
—Hoteles de alta calidad y complejos de actividades de ocio; siempre en
primera línea. Como probablemente sabrá, se trata de una compañía principalmente
familiar, y Harold Hallam era su principal accionista. Hace cerca de un año que
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Miró su reloj y ahogó una exclamación. Eran las doce menos veinticinco.
Seguramente el señor Hallam ya la estaría esperando en la biblioteca…
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Capítulo 2
Silencio. Claudia apenas era capaz de respirar, y mucho menos de pronunciar
palabra alguna. ¿Cómo se había atrevido a aparecer de esa manera? Luego, el denso
silencio pareció atenuarse un tanto, salpicado lentamente por una serie de sonidos
cotidianos. El profundo tictac del reloj de pared; procedente del jardín, el murmullo
de la cortadora de césped manejada por Bill, el nuevo empleado; la voz de Amy,
musitando palabras incomprensibles, y el latido salvaje de su propio corazón.
Por una parte él había cambiado, y por otra no; ese fue el primer pensamiento
que se le ocurrió. A la edad de treinta años, Adam Weston era un hombre
espectacularmente atractivo. Su cabello oscuro, que antes solía llevar largo,
presentaba en aquel momento un corte impecable, y sus hermosos rasgos parecían
haberse endurecido, haber ganado fuerza durante los últimos seis años. Llevaba un
traje de color gris oscuro, de elegante diseño, en lugar de los vaqueros cortos y las
viejas camisetas que habían constituido su atuendo habitual durante aquel largo y
cálido verano, cuando ella lo había amado tanto…
Obviamente, al fin se había casado con una rica heredera. Pues bien, ¡bravo por
él!, se dijo cínicamente, preguntándose si habría ido allí a jactarse de lo bien que lo
había hecho, a pavonearse de su riqueza ahora que ella se encontraba en la
bancarrota.
—¿Qué es lo que deseas, Adam? —su voz era tensa, frágil y temblorosa como la
de una anciana. Sabía que ya no se parecía en nada a la joven alegre y saludable de
dieciocho años a la que él había seducido años atrás. No necesitaba que su mirada de
disgusto le transmitiera ese mensaje—. Estoy esperando una visita. ¿Te importaría
marcharte?
—Estás esperando mi visita —replicó él, mirándola con una expresión tan dura
y fría como su voz—. Del grupo Hallam —le recordó, como si pensara que era una
estúpida.
¿Acaso no había pensado eso de ella?, se preguntó Claudia, dolida. Pensaría
que tenía hormonas trastornadas donde otras personas tenían cerebro. Que había
sido una incauta al apresurarse ciegamente a contraer matrimonio con un
advenedizo que sólo había estado interesado en poner las manos en sus bienes, que
por aquella época habían sido bastante considerables.
En sólo unas pocas semanas, Adam había conseguido seducirla, enamorarla,
convencerla para que aceptara su propuesta de matrimonio. Y lo único que la había
detenido en su camino hacia el altar había sido la evidencia que había visto con sus
propios ojos… Adam saliendo del dormitorio de Helen, tenso y furioso. Tan furioso
que no había visto a Claudia en lo alto de la escalera de servicio.
Y Helen. Helen sentada en el borde de la cama, en ropa interior. También
furiosa, escupiendo aquel veneno acerca de que Adam sólo estaba interesada en ella
por su fortuna, apagando completamente la llama de su amor por él con estas
palabras: Debe de haberme visto entrar aquí… Sabe que tu padre está fuera. Me disponía a
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tomar una ducha… Él entró de repente y empezó a decirme que siempre me había deseado y
que podíamos divertirnos juntos… Como dos adultos. Que estaba harto de juguetear con una
niña, sólo una niña, a la espera de que algún día disfrutara de su fortuna. Se refería a ti…
¡Pobrecita! Y luego… Que el cielo me ayude… Le dije que hiciera las maletas y que saliera
cuanto antes de Farthings Hall. Le dije que se arrepentiría si se atrevía a seguir en la
propiedad para cuando volviera tu padre…
Claudia desechó todos aquellos recuerdos y volvió a la realidad.
—Me dijeron que vendría el heredero del señor Hallam… —pronunció en ese
momento con voz tensa, dolida, y añadió insultante—: Y no el chico de los recados.
—Siempre pensé que tenías muy buenos modales —Adam sonrió fríamente;
dio media vuelta y caminó despacio hacia la biblioteca, mientras continuaba
hablando—: Harold Hallam era el hermano de mi madre. No se casó. Yo heredé su
participación mayoritaria en el grupo. Quizá ahora podamos empezar a hablar, una
vez que ya conoces mis credenciales. A no ser, por supuesto, que ya no estés
interesada en cualquier oferta que mi compañía pueda hacerte.
Desorientada, Claudia lo miró fijamente.
—Así que al fin lo conseguiste…
En realidad no se dio cuenta de que había expresado ese pensamiento en voz
alta hasta que Adam se volvió hacia ella desde la puerta de la biblioteca.
—Eso parece.
Claudia levantó la barbilla en un gesto de desafío; la mirada de sus ojos azules
resultaba más fría que nunca. Después de lo que le había hecho, ¿realmente esperaba
Adam que la hiciera avergonzarse por su brusco comportamiento? ¿En serio
esperaba que le presentara sus disculpas? Le proporcionaría una enorme satisfacción
pedirle que se marchara de inmediato.
Pero Adam desapareció en la biblioteca, como si le perteneciese aquella casa, y
Claudia, suspirando profundamente, no tuvo más remedio que seguirlo. En ese
momento se dio cuenta de que Amy se encontraba detrás de ella, sosteniendo la
bandeja del servicio de café, y se puso a un lado para dejarla pasar.
La anciana dejó la bandeja sobre la gran mesa, y una enorme sonrisa iluminó su
rostro mientras comentaba maravillada:
—Vaya, joven Adam… ¿Quién habría pensado que…?
—Gracias, Amy —la interrumpió suavemente Claudia.
Amy siempre había tenido una especial debilidad por Adam, y años atrás había
procurado que estuviera lo más cómodo posible en su rulot, abasteciéndolo de todo
lo necesario. ¡Y él siempre había contado con su provechosa habilidad para seducir a
cualquiera que pudiese proporcionarle algún bien! Claudia empezó a servir el café,
sin leche y sin azúcar como sabía que le gustaba a Adam.
—¿Enciendo el fuego de la chimenea? —sugirió Amy, todavía reacia a
marcharse—. Hace un poquito de frío…
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—Sí.
—¿La única propietaria?
Claudia asintió con la cabeza, y como si la situación no le agradara demasiado,
Adam murmuró:
—Entonces tú y yo tendremos que negociar. A estas alturas, no hay necesidad
de que vea la propiedad; la recuerdo perfectamente.
Claudia se obligó a permanecer inmutable ante ese significativo comentario.
Adam podría haberse olvidado de ella, pero durante ese tiempo no había tenido
ningún problema en recordar perfectamente cada detalle de la propiedad. Años
atrás, juntos, habían visitado hasta el último rincón. Los jardines, los prados, el litoral
y el valle que conducía hasta la cala. Habían paseado de la mano por todos aquellos
lugares, inmensamente felices. O al menos eso era lo que ella había pensado.
Y Adam obviamente, también conocía el interior de la casa lo suficientemente
bien, como para ir directamente al dormitorio de Helen en el momento adecuado.
Jamás se había molestado en localizar la habitación de Claudia. Le había hecho el
amor en múltiples lugares: sobre el suave césped de los prados, a la luz de la luna;
sobre la dorada arena de la cala, incluso en la estrecha litera de su rulot; pero nunca
allí, en la casa.
¿Le habría guardado demasiado respeto a Helen, se habría sentido demasiado
intimidado por ella para intentar seducirla al aire libre, furtivamente, o en su
destartalada rulot? ¿Habría decidido que tendría mayores posibilidades si lo hacía en
su cómodo dormitorio, entre las sábanas de satén de su lecho?
—Dado que el restaurante de aquí no sirve comidas en temporada baja, te
sugiero que vayamos a un tranquilo pub y hablemos de todo esto mientras comemos.
Claudia no pudo menos que sorprenderse. Adam se estaba comportando como
si nada hubiera sucedido entre ellos en el pasado, o como si lo que hubiera sucedido
no mereciera la pena ser recordado. A cada momento se sentía más furiosa. Quizá la
única forma de que alguien pudiera vivir con el recuerdo de su propio y despreciable
comportamiento fuera precisamente ignorándolo, algo que Adam parecía haber
conseguido.
Se levantó para dejar su taza sobre la bandeja. Su expresión era fría, tranquila,
disimulaba bien su agitación interior. Estaba a punto de repetirle que no deseaba
hacer ningún negocio con él, pero antes de que pudiera llegar a pronunciar las
palabras, Adam señaló con tono tranquilo:
—Estás casada.
Eso tenía que ser evidente, por supuesto, dado su cambio de apellido. La
reacción de Adam se le antojaba absolutamente distante. ¿Pero por qué habría
debido de reaccionar de otra forma? En todo caso, nunca había llegado a sentir por
ella más que un puro y simple deseo sexual.
—Sí —el labio inferior le estaba temblando—. ¿Y tú?
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Adam había recogido rápidamente el libro antes de que ella tuviera tiempo
para pensar en nada, y se lo entregó de inmediato, quedándose en cambio con la foto
para observarla con atención. Claudia se sintió físicamente enferma, y se llevó una
mano a los labios.
—¿Tienes una hija? —le preguntó él con voz áspera.
—Mira… En cuanto a lo de la comida, acepto. Podemos hablar de negocios en
un terreno neutral… —habría sido capaz de decir cualquier cosa con tal de cambiar
de tema de conversación, de distraerlo de la contemplación de aquella imagen. Le
quitó la fotografía de las manos y se alejó de él, murmurando un sencillo «gracias» de
camino hacia la puerta; podía sentir su mirada fija en su espalda—. Voy a recoger mi
bolso y a avisarle a Amy de que me voy. Espérame unos minutos.
De regreso en su dormitorio, se presionó con los dedos las sienes, que le ardían.
Si el último mes y medio había sido una verdadera pesadilla… ¡La aparición de
Adam Weston había sido la gota que colmaba el vaso! Después de su entrevista con
el director del banco, ingenuamente había imaginado que nada podría ser peor que
eso. ¡Qué equivocada había estado!
Contempló su imagen en el espejo del tocador. Tenía un aspecto demacrado,
triste. Encogiéndose de hombros, guardó la fotografía y recogió su bolso. ¿Qué podía
importarle su propio aspecto?, se preguntó.
Adam no estaba interesado en ella, y menos aún en su apariencia. Nunca lo
había estado. Lo único que le había interesado eran sus bienes.
Por otro lado, Claudia tampoco deseaba que Adam se interesara por ella. Por
supuesto que no. Ya no era una adolescente estúpida e ingenua. Podría enfrentarse
con aquella situación; podría soportar una comida en compañía de aquella serpiente.
Por el bien de su padre y de su hija, podría soportarlo y conseguir el mejor precio de
venta posible por su casa.
Pero aparentemente, no parecía muy preocupado por los negocios. Y ella
también dejó de preocuparse por ello tan pronto como se dio cuenta de dónde
estaban.
El pub El Unicornio. El nombre de un animal mítico. Había sido precisamente
allí donde él le había declarado su amor también mítico hacía ya tantos años, pensó
amargamente mientras contemplaba el edificio de piedra del pub.
—¿Te acuerdas? —le preguntó en ese instante Adam, ante el volante de su
deportivo.
—¿Debería hacerlo? —inquirió ella mientras salía del coche.
Por supuesto que lo recordaba. El pequeño pub se hallaba medio escondido en
un estrecho valle boscoso. Durante todo ese tiempo no había regresado, pero cada
detalle había permanecido imborrable en su memoria. Sin embargo, no estaba
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dispuesta a darle la satisfacción de saber que había pensado muchísimo en ese lugar
después de aquella noche…
Habían llegado allí en su moto durante una gloriosa tarde, para compartir una
sabrosa empanada de Cornualles condimentada a la manera de la región, y regada
con buena sidra del lugar. Después de la comida, se habían sentado en uno de los
bancos del jardín, y Adam le había enjugado delicadamente una gota de sidra de los
labios con el pulgar, mientras le confesaba con voz cálida y vibrante:
—Te amo, Claudia. Te quiero. Para siempre. Y ahora ya lo sabes —sus ojos se
habían detenido en su boca, y Claudia sabía que tenía intención de besarla—.
Cuentas con el resto del verano para acostumbrarte a la idea de tenerme a tu lado
amándote, queriéndote…
Claudia no había necesitado del resto del verano para acostumbrarse a eso. Se
había quedado extasiada con la idea de que Adam la amara y deseara.
Adam ya la había tocado antes, por supuesto, pero habían sido pequeños besos,
leves caricias. Después de su declaración de amor, ella se había convencido de que
habría más; de que ninguno de los dos sería ya capaz de contenerse por más tiempo.
No habían hablado mucho sobre eso. Volvieron en silencio a Farthings Hall en
su moto, y mientras se agarraba firmemente a su cuerpo, Claudia había sabido lo que
se sentía realmente al estar en trance, como si estuviera soñando. Para entonces ya
había salido la luna, y después de aparcar la moto al pie de la rulot. Adam la había
tomado de la mano para alejarse con ella.
Claudia no le preguntó a dónde se dirigían. No tenía necesidad de hacerlo. De
alguna manera, había intuido que sería en la cala donde se entregase por primera vez
al hombre al que siempre amaría.
Sólo que aquella predicción de amor no se había cumplido, por supuesto, se
recordó con decisión mientras cruzaba el aparcamiento del pub, precediendo a
Adam. Su amor había muerto en el mismo momento en que supo la verdad de labios
de Helen. Y ella misma habría preferido la muerte antes que dejarle saber que
conservaba intacto en su memoria el recuerdo de aquel verano.
El Unicornio ostentaba la reputación de servir una excelente y a la vez sencilla
comida casera. Una vez sentados a la mesa Adam le ofreció el menú, pero Claudia
dejó la carta a un lado, sin abrirla.
—Tomaré solamente una ensalada y café.
Y añadió para sus adentros que sería estúpido pedir algo más, cuando debido a
los nervios, tenía el estómago tan revuelto.
—¿Es así como has perdido tanto peso? —inquirió él, arqueando una ceja.
Así que Adam no se había olvidado completamente de ella… La recordaba
suficientemente bien como para poder comparar a la macilenta mujer que tenía
delante con la jovencita de aspecto saludable que había conocido.
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negocios serían realizados con sus asesores. Y así, se decía Claudia a manera de
consuelo, podría empezar nuevamente el proceso de olvidarse de lo mucho que lo
había amado; de lo mucho que lo había odiado durante los últimos años; de…
—¿Aquella es Rosie?
El coche ya había penetrado en el sendero de grava de la entrada sin que
Claudia se diera cuenta. Su hija estaba bajando a la carrera los escalones de la puerta
principal, con su melena oscura al viento; la seguía Amy, ruborizada y jadeante.
Adam pisó el freno y Claudia prácticamente escapó del coche para acudir al
encuentro de su pequeña.
—¡Mami! Amy me dijo que estuviera pendiente del coche… ¡Te he visto venir!
—su ancha sonrisa iluminó sus preciosos ojos de un tono gris ahumado, mientras
abrazaba a su madre—. El tejado de la escuela se cayó —le informó emocionada—.
¡La escuela entera estuvo a punto de caerse!
—Solamente el techo del guardarropa, y en parte —aclaró Amy, sin aliento—.
Pero la señorita Possinger telefoneó a la hora de comer para avisarnos que hoy
dejaría salir pronto a los niños. Los albañiles harán esta misma tarde las reparaciones
necesarias.
—Vete con Amy, querida —le dijo Claudia a su hija con el corazón acelerado—.
Dentro de un minuto estaré contigo. Luego me cambiaré y podremos ir a merendar a
la cala.
No quería exponer a su hija ni un segundo más de lo necesario a la presencia de
Adam Weston. Aplacada con la perspectiva de la merienda al aire libre, la pequeña
Rosie se retiró alegremente de la mano de Amy. Todo había resultado bien. Claudia
suspiró de alivio, pero de inmediato la asaltó un escalofrío cuando Adam pronunció
con tono tranquilo y mesurado:
—Esa niña es mía.
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Capítulo 3
—¿ Qué es lo que has dicho?
—Lo que has oído —replicó Adam con tono seco, haciéndola estremecerse de
furia y de temor—. Por su edad y por su aspecto es una Weston. Esa niña no es de
Tony Favel.
Su voz era sombría, dura, como si lo que acababa de decir fuera irrefutable.
En aquel mismo momento, Claudia habría querido correr a la casa para
atrincherarse en ella como en una fortaleza, pero sus piernas se negaban a reaccionar.
—¿Y bien? ¿No lo niegas?
Lo miraba con los ojos muy abiertos, buscando en vano una salida a la pesadilla
que estaba viviendo. Exasperado por su silencio, Adam la tomó con fuerza de un
brazo y Claudia se estremeció convulsivamente, mientras sus ateridos sentidos
volvían a la vida. Haberle permitido que la tocara, como lo estaba haciendo en ese
mismo instante, era mucho peor que cualquier otra cosa que le hubiera sucedido
aquel día.
Era como si Adam hubiera presionado un botón mágico que la hubiese
transportado a aquel pasado feliz, sumergiéndola en aquellas salvajes y
embriagadoras sensaciones, en toda aquella necesidad durante tanto tiempo
olvidada, en el anhelo y el deseo… Todas aquellas antiguas sensaciones que tan
segura había estado de haber enterrado y olvidado en su alma.
—¡Estás loco! —musitó entre dientes, sacudiendo enérgicamente la cabeza.
—Quiero asegurarme, Claudia. Incluso, si es necesario, exigiré unas pruebas de
ADN.
La joven sabía que lo haría. Lo único que necesitaba de ella era una respuesta, y
no cejaría hasta conseguirla.
Claudia se estremeció a pesar del calor reinante. Adam debió de haber leído la
derrota en sus ojos, porque sonrió con gesto sombrío y la acercó aun más hacia sí, lo
suficientemente cerca como para que ella sintiera la rabiosa tensión que lo dominaba.
—¿Entonces? —insistió—. Quiero la verdad. ¿Rosie es mi hija?
Demasiado débil para pronunciar palabra, Claudia asintió con la cabeza y la
sedosa cortina de su cabello le cubrió el rostro.
—¡Sabías que estabas embarazada de mi hija, y aun así te casaste con Favel…!
—dedujo Adam con tono condenatorio.
El corazón de Claudia latía a un ritmo salvaje. Jamás en toda su vida, la habían
mirado con tanto odio. Un odio merecido, lo cual resultaba aún peor.
—¡Sí, me casé con él!
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—¿Por qué a Oíd Ron le gustan tanto los pasteles de carne? —le preguntó Rosie
a su madre, con tono alegre.
Rosie odiaba los pasteles, y aquel domingo, como todos, habían entregado dos
en el piso superior de los antiguos establos, de carne con manzana. La niña habría
preferido salchichas con helado.
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—Se trata de ese tipo, Weston, ¿verdad? —le dijo Tony después de permanecer
silencioso durante unos segundos—. No he podido evitar fijarme en lo mucho que os
habéis visto este verano.
Claudia asintió, demasiado emocionada para hablar, odiando a Adam y
odiándose a sí misma por haberse dejado engañar. En ese instante, Tony le dijo con
tono suave:
—Vamos a alguna parte para hablar tranquilamente. Quizá pueda ayudarte a
pensar en algo.
Él se hizo cargo de su situación y Claudia lo aceptó sin dudarlo. Por supuesto,
no siguieron hablando en las escaleras. La cocina estaba vacía, ya que la plantilla
tenía la tarde libre. Pero Helen, que poco antes se había retirado a su dormitorio
diciendo que le dolía la cabeza, razón por la que no había podido visitar a su marido
en el hospital de Plymouth, podía aparecer en cualquier momento.
Secretamente, Claudia se había alegrado de transmitirle a su padre las excusas
de Helen por no haber podido visitarlo, y las promesas de que lo haría al día
siguiente. De esa forma había podido comprar con tranquilidad un test de embarazo,
sin que se enterara su madrastra.
—Hace un par de semanas que se marchó ese tipo, ¿verdad? —le preguntó
Tony una vez que llegaron al jardín—. ¿Sabes dónde puedes localizarlo?
Claudia se dejó caer en un banco, retorciendo su pañuelo entre los dedos. Helen
le había dicho que era mejor dejar que todo el mundo pensara que Adam Weston,
como buen vagabundo que era, se había marchado por sorpresa. Nadie excepto ellas
sabría lo que había sucedido realmente. Su madrastra había insistido en que eso era
lo mejor, lo menos humillante.
—No quiero volver a verlo jamás —declaró, y empezó a lamentarse de nuevo,
quejándose de que la había engañado, utilizado y traicionado; también le informó de
que según le había confesado a Helen, sólo estaba interesado en los bienes de su
familia.
Tuvo buen cuidado de no revelarle lo que Adam había intentado con Helen,
convencida de que a su madrastra le disgustaría que eso se supiera. La propia Helen
la había advertido en ese sentido.
—Claudia… —Tony le tomó una mano y se la acarició delicadamente—. No
estás en condiciones de pensar correctamente en este momento, lo comprendo, así
que escucha lo que tengo que decirte y piensa tranquilamente sobre ello. Tómate un
día o dos para hacerlo.
Claudia se quedó con la boca abierta cuando Tony añadió, con extremada
seriedad:
—Me casaré contigo. No hay ninguna necesidad de que se sepa que no soy el
padre de tu hijo. Eso será un asunto privado, algo que sólo tú y yo sabremos —
sonrió, mirándola compasivo—. Este verano vi a tu amante, y para serte sincero,
envidiaba a ese joven. Él podía salir contigo, compartir su tiempo… Yo no. Si lo
hubiera intentado, tú tal vez te habrías reído, debido a nuestra diferencia de edad…
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—Tú no eres tan mayor —repuso Claudia medio sonriendo, y fue entonces
cuando asimiló el significado de sus palabras—. ¡No puedes hablar en serio! —
exclamó sin aliento—. ¿Por qué habría de casarme contigo?
Lo miraba incrédula. Hacía años que conocía a Tony Favel, pero ahora se daba
cuenta de ello, jamás se había fijado realmente en él. Era, según suponía, un hombre
atractivo, de una clásica belleza inglesa, si bien su cabello rubio había comenzado a
escasear y su cintura empezaba a reflejar el paso de los años.
Tenía su propio negocio de contabilidad y un apartamento en un elegante
barrio de Plymouth; poseía un lujoso coche y Claudia había oído a dos camareras
hacer algunos comentarios sobre él, acerca de que era un tipo muy sexy y con mucho
éxito con las mujeres. ¿Por qué entonces habría de atarse a una mujer que estaba
esperando un hijo de otro hombre?
—Porque así lo quiero yo —respondió Tony, con un brillo en los ojos—. ¿No te
parece razón suficiente? —le tomó delicadamente las dos manos—. Te conozco desde
hace años. Te he visto crecer, convertirte en una mujer extremadamente atractiva. Y sí,
estaba celoso de ese Weston. Tengo que reconocerlo.
Claudia se ruborizó, bajando la mirada a sus manos entrelazadas. Casi como si
le hubiera leído el pensamiento, Tony se las soltó y añadió con tono razonable:
—Hace un mes cumplí treinta años. Ya me he divertido hasta la saciedad, y
ahora quiero sentar la cabeza. Quiero formar una familia. No puedo tener hijos,
Claudia… Debido a una enfermedad que tuve en la infancia. Aceptaría encantado a
tu hijo como el mío propio, y me sentiría muy orgulloso si consintieras en ser mi
esposa. Todo lo que te pido por el momento es que pienses sobre ello.
Casarse con Tony Favel le había parecido entonces la solución más inteligente a
aquel terrible problema, pensó Claudia mientras su padre la saludaba desde la
terraza, donde se había sentado a leer los periódicos después de desayunar.
Había sido lo más sincera posible con Tony diciéndole que lo apreciaba y
respetaba, y que quizá con el tiempo, podría llegar a amarlo. Pero nunca había
llegado a enamorarse de él. Había sido la comprensión de Tony lo que finalmente
había inclinado la balanza a su favor, convenciéndola de que lo aceptara no
solamente como su marido, sino también como una figura paterna para su hija aún
no nacida.
En cuanto a su padre… Guy no disimuló su sorpresa ante el súbito anuncio de
su compromiso, así como por el hecho de que Claudia hubiera renunciado de
inmediato a sus intenciones de estudiar para profesora. Pero lo aceptó. Y se entregó
en cuerpo y alma a su nieta.
En aquel instante, el profundo amor que Guy Sullivan le profesaba a la pequeña
Rosie resultaba abrumadoramente evidente, cuando le permitió sentarse en su
regazo y la niña le preguntó con su perfecta lógica infantil:
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—Si no puedes jugar más al «corre que te pillo», abuelo, entonces cuéntame
cuentos. Los cuentos no te cansarán tanto.
—Tienes razón, preciosa —miró con expresión interrogante a su hija, que
tomaba asiento en una de las sillas de hierro forjado, frente a ellos—. ¿Oíd Ron se
encuentra bien?
—Como siempre —Claudia sonrió relajada, dispuesta a disfrutar al máximo de
aquel día, olvidándose por unas horas de sus preocupaciones—. Refunfuñando,
como es habitual en él.
No dijo más; no podía. La habitual media hora que pasaba con Oíd Ron,
escuchándole quejarse de todo, casi le había roto el corazón. Los nuevos propietarios
no le permitirían quedarse en su pequeño hogar, ni le pagarían por su trabajo
simbólico en los jardines, con tal de hacer que se sintiera útil.
Así que no se permitiría pensar en él, ni tampoco en Adam. Al menos por ese
día.
—¿Quieres tomar un café? —le preguntó a su padre.
Los médicos le habían ordenado a Guy Sullivan que recortara su dosis diaria de
cafeína y alcohol, y que renunciara absolutamente al tabaco. El anciano se había
negado de forma categórica; su teoría consistía en que si tenía que morir, deseaba
hacerlo contento, sin sufrir. Secretamente, Claudia pensaba que se negaba a seguir las
indicaciones de los médicos, porque desde la noticia de la muerte de Helen y el
descubrimiento de su larga infidelidad, no veía razón alguna para seguir viviendo.
—Supongo que por una vez podría conformarme con un zumo de naranja —
repuso, sorprendiéndola, y esbozó luego una amplia sonrisa—. ¡Jamás adivinarías
quién ha telefoneado para invitarse a cenar mientras tú hablabas con Oíd Ron!
—No tengo ni idea… —respondió Claudia, sonriendo.
Hacía meses que no veía a su padre tan contento.
—Lo recordarás, sin duda. Hubo un tiempo en que te mostraste muy cariñosa
con él, si mal no recuerdo. Adam Weston… Siempre pensé que era un buen
muchacho, demasiado bueno para andar de aquí para allá trabajando en mil cosas.
Lo sentí mucho cuando se marchó de repente, de la manera en que lo hizo —sonrió
mientras su nieta se alejaba para ir a jugar con la pelota, ajeno a la pálida expresión
de Claudia, que se había quedado petrificada—. Ha llegado a triunfar en la vida…
Dirige el Grupo Hallam, ¿te lo puedes creer? Ha sido muy amable al llamarnos, ¿no
te parece?
Claudia no hacía sino mirarlo fijamente, con el estómago contraído. Aquello no
podía estar sucediendo. No podía ser… ¡Pero sí que lo era!
—¿Has di-dicho que va a venir a cenar? —inquirió, conteniéndose para no
gritar—. ¿Cuándo?
—Esta noche. No estarás ocupada con el restaurante. Textualmente, dijo «que se
conformaría con lo que hubiese» —esbozó un gesto de sorpresa, indicando que ignoraba
el sentido preciso de aquellas palabras—. No necesitas complicarte la vida. Pensé que
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un poco de compañía, buena compañía, nos vendría bien. Y siento una tremenda
curiosidad por saber cómo un simple trabajador como era él, ha podido llegar a
dirigir una compañía como Hallam.
—Voy a servir las bebidas —dijo Claudia, y se levantó de la silla con las piernas
temblorosas.
—No te importa, ¿verdad? —le preguntó su padre, frunciendo el ceño.
—No, claro que no —se las arregló para contestar.
Pero le importaba mucho. Demasiado.
Sus aturdidos ojos azules la miraban desde el espejo del lavabo donde se había
lavado la cara con agua fría. Tenía un aspecto horroroso, en consonancia con su
estado de ánimo. Tenía que recuperarse, y pronto.
Ignoraba por qué Adam se había invitado a cenar. ¿Para repasarle por la cara su
poder e influencia cuando ellos se hallaban en bancarrota? ¿Para decirle al hombre
para quien una vez había trabajado, que ahora estaba en condiciones de comprarle la
casa entera… Pero que no lo haría porque su hija había concebido un hijo suyo
manteniéndolo oculto durante cinco años? ¿Cómo podría ser tan cruel?
Claudia no tenía forma de saberlo. Todo lo que sabía era que tenía que ser la
primera en verlo aquella tarde, arreglárselas para hablarle a solas y… ¡Amenazarlo
con la muerte si se atrevía siquiera a hacer algo parecido a lo que había imaginado!
Aspiró profundamente, se puso un poco de color en las mejillas y fue a preparar
las bebidas de media mañana. Luego pasó el resto del día disimulando su
preocupación, de forma que estaba hecha un puro manojo de nervios cuando llegó la
hora de vestirse para la cena.
¿Qué ropa se pondría? Estaba demasiado confundida para tomar una decisión,
así que se puso lo primero que encontró en el vestidor. Un clásico vestido de seda
negro, sin mangas y con un discreto escote de pico. No podía recordar cuándo lo
había llevado por última vez; probablemente durante la cena de algún aniversario de
bodas. ¿Y la primera? Unos pocos meses antes del nacimiento de Rosie. Ya en su
segundo aniversario de boda, Tony había dejado de preocuparse por esas cosas.
Como si eso le importara en aquel momento, pensó irónica mientras se subía la
cremallera del vestido. Un rato antes había oído a su padre bajar las escaleras,
seguramente para encender la chimenea del salón, que era donde había decidido que
cenarían. Aunque en aquella época del año los días eran cálidos y soleados, solía
refrescar mucho por las noches.
Por supuesto, no se trataba de que a Claudia le importara que Adam Weston
pasase frío. Todo lo que le importaba era poder acceder a él antes de que lo hiciera su
padre. Según le había dicho Guy, Adam llegaría a las ocho, con lo cual aún disponía
de tres cuartos de hora.
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—Pero antes de nada, Claudia y yo tenemos que decirle algo, ¿verdad, amor
mío?
Deslizó una mano con gesto posesivo por su cintura, haciéndola estremecerse.
Eso, y el contacto de su poderoso cuerpo tan cerca del suyo, le aceleró el corazón
hasta un punto insoportable, incapacitándola para hablar, para moverse.
—Sé que ha transcurrido aún poco tiempo después del fallecimiento de su
primer marido —continuó Adam—, pero cuando volvimos a encontrarnos,
comprendimos realmente que lo que sentimos el uno por el otro hace años aún sigue
vivo. Y simplemente sucedió. Ninguno de los dos podría negarlo… Ambos
pensamos que sería hipócrita pretender lo contrario. Así que pensamos casarnos lo
antes posible y esperamos, señor, que nos comprenda, apoye y bendiga nuestra
unión.
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Capítulo 4
Claudia sintió fija en ella la mirada interrogante de su padre. El silencio la
envolvía como una mortaja, y se estremeció de tensión. ¿Qué podría hacer o decir?
La bomba que había dejado caer Adam la había dejado completamente paralizada.
Levantó la mirada, leyó la tácita pregunta en los ojos de su padre, su ceño levemente
fruncido, y se las arregló para sonreír.
Aparentemente consolado con aquella sonrisa, los rasgos del anciano se
relajaron y comentó con tono alegre:
—¡Bueno, esto se merece un brindis con champán!
Y los guió al salón, donde ya estaba ardiendo el fuego de la chimenea.
A Claudia apenas podían sostenerla las piernas. Afortunadamente, Adam la
sujetaba con el brazo que no había retirado de su cintura. Los ojos de su padre
estaban sospechosamente brillantes cuando agregó:
—Ambos sois lo suficientemente mayores para saber lo que queréis, y los dos
contáis con mi bendición. Por supuesto que sí, Adam —tenía la voz ronca por la
emoción—. Después de todo lo que ha sufrido Claudia… Ella te lo habrá contado,
naturalmente… Se merece la mayor felicidad del mundo. Sabía que os llevabais muy
bien cuando estuviste trabajando aquí aquel verano. Sólo lamento que tuvieras que
marcharte con tanta precipitación, Adam. Por cierto, jamás alcancé a comprender el
motivo… Pero es igual —amplió su sonrisa—. Iré a buscar el champán a la bodega y
luego podremos celebrarlo… Mirar hacia el futuro y darle la espalda al maldito
pasado.
Claudia sabía que su padre se sentía eufórico. Sorprendido por la celeridad con
que había ocurrido todo, pero feliz. Seis años atrás había apreciado mucho a Adam y
le había gustado, ahora lo admiraba por el éxito conseguido. Ella era la única que
algún día tendría que decirle que se había equivocado doblemente.
Ahogó un sollozo en la garganta. Parecía que su padre al fin había superado lo
que les había ocurrido a los dos, y estaba empezando a encarar el futuro. De repente,
de manera inesperada, era un hombre en paz consigo mismo. Por el momento…
Porque aquello no duraría.
—¿Cómo has podido hacer eso? —le gritó a Adam, momentos después de que
Guy se hubiera retirado a la bodega.
Ignoraba lo que planeaba hacer. Su mente no alcanzaba a adivinar sus
maquiavélicos objetivos. Pero cualesquiera que fuesen, no eran buenos; no podían
serlo, porque el hombre al que una vez había amado ahora era su enemigo.
—Muy fácil —la sonrisa se había borrado de su rostro, y su mirada había
recuperado su habitual frialdad—. Ya has visto lo feliz que le ha hecho el anuncio de
nuestro compromiso —se encogió de hombros—. Siempre puedes decirle que todo
ha sido una mentira, por supuesto. Pero te advierto que hacerle algo así a un hombre
con su historial médico… Sí, querida —sonrió—, he hecho mis investigaciones. Tres
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ataques cardíacos en seis años, el último muy reciente. Me temo que te he acorralado
contra una esquina; puedes decidir quedarte ahí y seguir aceptando lo que acabo de
decirle a tu padre, o confesarle la verdad y salir de tu rincón. La elección es tuya.
Pero piénsalo bien antes de decidir. También tenías opciones cuando descubriste que
estabas esperando un hijo mío… Y elegiste la equivocada.
Claudia sentía que la cabeza le daba vueltas. Toda la sangre se le había drenado
del cerebro. Súbitamente, se sentó en uno de los sillones.
—¿Pero por qué? ¡No entiendo lo que estás diciendo! —se presionó las sienes
con las puntas de los dedos—. No puedes querer seguir adelante con todo esto;
entonces, ¿por qué le has contado toda esta sarta de mentiras? ¿Por qué querrías
obligarme a casarme contigo cuando me desprecias tanto?
—Yo no miento, Claudia.
La voz de Adam era dura, tanto como el gris pizarroso de sus ojos, antes de
volverse bruscamente para echar un leño más al fuego de la chimenea.
Claudia contempló con expresión amarga su ancha espalda. Adam no le había
mentido seis años atrás, cuando le pidió que se casara con él. Pero sí le había mentido
cuando le dijo que la amaba. Y eso nunca se lo perdonaría.
—Yo no miento —repitió, volviéndose hacia ella—. Pero por el bien de tu
padre, te sugiero que tú sí lo hagas. No debería resultarte difícil, dados tus
antecedentes. Él no tardará en volver —añadió con una completa carencia de
emoción—. Si otorgas algún valor al bienestar de tu padre y de tu hija, para no hablar
de tu cómodo estilo de vida… No le dirás nada, simplemente asentirás a todo lo que
yo le diga.
Claudia creía morirse de angustia cuando su padre volvió a entrar en la sala,
con una botella de champán en un cubo de hielo y tres copas; ya no había tiempo
para nada.
No había tiempo para resolver nada, incluso aunque su trastornado cerebro
hubiera sido capaz de hilvanar un pensamiento coherente. No podía hacer nada, y
mucho menos entender lo que Adam estaba haciendo e hipócrita eran sus
intenciones.
En aquel momento los dos hombres estaban charlando, riendo. Claudia apenas
se fijaba en ellos; estaba demasiado ocupada pensando en la naturaleza artera e
hipócrita de Adam; la forma en que había recuperado sus tranquilos y seductores
modales la ponía enferma.
Frunció el ceño ajena a todo, excepto a sus sombríos pensamientos. Apenas se
había fijado en la copa de espumoso champán que su padre le había colocado entre
sus nerviosos dedos, mientras murmuraba con tono comprensivo:
—¡Relájate, corazón! ¿Te preocupa acaso que la gente murmure acerca de la
precipitación con que vayas a casarte después de la muerte de Tony? Nosotros tres
sabemos la verdad; eso es lo único que importa.
Así que Claudia sonrió y bebió como si se estuviera muriendo de sed. Antes de
pronunciar en voz baja:
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Pero no había nada que ver en la cocina. Aquella tarde había hervido los filetes
de salmón y preparado las ensaladas, sólo necesitaba sacar los platos de la nevera.
Pero necesitaba tiempo para sí misma, intimidad, una oportunidad para despejar sus
caóticos pensamientos y para intentar encontrar una razón que explicara la
propuesta de matrimonio de Adam.
Por supuesto, Adam había adivinado que sus dificultades económicas estaban
detrás de su repentina necesidad de vender lo que antaño había constituido un
provechoso negocio. Sólo tenía que abrir un poco los ojos para darse cuenta de que el
albergue necesitaba ser restaurado, y que el restaurante ofrecía un menú muy
limitado a su cada vez menos numerosa clientela. Así que en esa ocasión, no podía
desear casarse con ella para apropiarse de su patrimonio. Y ni siquiera estaba
fingiendo haberse enamorado de ella; al contrario. Parecía como si la despreciara
abiertamente.
Apoyó la espalda contra la pared, con las lágrimas resbalando por debajo de sus
ojos cerrados; ¡aquel hombre la estaba volviendo loca!
—¿Estás enfurruñada, Claudia? ¿O es que no puedes soportar la idea de no
salirte con la tuya por una sola vez?
Se le encogió el estómago y le asaltó una náusea. Adam se encontraba frente a
ella.
—He venido para ver si necesitabas alguna ayuda. Al menos, esa es la excusa
que le he dado a Guy. Es un hombre muy fácil de contentar, y se lo ha tragado —le
puso las manos sobre los hombros y la sacudió suavemente—. Mírame.
El contacto de sus manos en su cuerpo la hizo estremecerse de emoción, y no
pudo menos que lamentar la traición de su propio cuerpo. Abrió los ojos, de forma
que las lágrimas corrieron por su rostro con mayor libertad. Se las enjugó furiosa
antes de apartarle las manos de los hombros, odiando su propia debilidad, odiando
que él la viera en aquel estado, con ese aspecto lamentable…
Adam retrocedió un paso, mirándola, y Claudia levantó la barbilla y le sostuvo
la mirada.
—¿Hay algo de tu matrimonio con Tony Favel que yo deba saber? —le
preguntó él con frialdad—. Por un par de comentarios que me ha hecho tu padre,
tengo la sensación de que no fue precisamente el más feliz del mundo. El hecho de
que ya no estés tan afectada por su muerte no cambia nada, pero al menos
tranquiliza en cierta forma mi conciencia.
«¡Al diablo con tu conciencia!», exclamó Claudia para sí. En su opinión, carecía de
ella por completo.
—¡Mi matrimonio con Tony no tiene nada que ver contigo, así que lárgate! Su
calidad como persona era al menos el doble que la tuya.
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—¡Ya empezaba a pensar que os habíais perdido! —exclamó sonriente Guy, con
tono bromista.
Adam esbozó una encantadora sonrisa, encogiéndose de hombros.
—Nuestro encuentro ha sido muy reciente; Claudia y yo aún tenemos que
ponemos al día en muchas cosas. Tiene que disculparnos…
—¡Eso se hace sin hablar! —Guy parecía inmensamente feliz mientras servía
más champán—. Sólo puedo maravillarme de la habilidad de Claudia por no
haberme dicho nada de esto, cuando obviamente, ¡es la mejor noticia que he
escuchado en muchos años!
—Sí, y me disculpo por ello. Pero ya ve, Guy, en vista de los trágicos y recientes
sucesos, pensamos que sería mejor no decirle nada hasta estar seguros del todo.
Supongo que lo comprenderá.
—¡Completamente!
Mientras descargaba en la mesa el contenido del carrito, Claudia resistió el
abrumador impulso de lanzarlo todo al suelo. ¡Adam Weston tenía una prodigiosa
habilidad para fingir! Dominándose, ahogando en la garganta unos cuantos gritos,
invitó a los hombres a sentarse a la mesa. Ya estaba simulando comer con apetito,
cuando vio que Adam dejaba a un lado su tenedor y decía con un tono algo
vacilante:
—Tengo un favor que pedirle, y una propuesta que hacerle, Guy…
—Dispara.
—Después de la boda, me gustaría que nos trasladáramos aquí, si usted no se
opone a ello, por supuesto. En estos momentos me alojo en un apartamento de
soltero en el centro de Londres.
—¡Hecho! —Guy no podía disimular su alivio—. Estoy sencillamente encantado
de que Claudia haya encontrado al fin la felicidad, pero debo admitir que me
preocupaba el lugar donde pensabais residir en el futuro. La verdad es que lejos de
mi hija y de Rosie, mi vida carecería de sentido.
—Pues entonces esto ya está resuelto. Ese era el favor; ahora viene la propuesta.
¿Qué le parecería si cerráramos el hotel y volviéramos a convertir el restaurante en
un garaje, o quizá construir en su lugar una piscina? Me gustaría que Claudia
pudiera dedicarse a disfrutar de la vida, de su condición de esposa y madre, y dejara
de trabajar.
Claudia pensó que Adam no podría haber dicho nada más preciso y calculado
para lograr que el anciano se pusiera de su lado. Si había algo que Guy Sullivan
valorara más que el antaño boyante negocio de la familia, era el bienestar y la
felicidad de su hija y de su nieta.
—Se necesitarían hacer algunas alteraciones, naturalmente. Las cocinas, por
ejemplo…
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—Es encantadora…
Adam desvió la mirada de Rosie, que corría alegremente delante de ellos, para
posarla en el sendero que atravesaba el valle.
Su sedosa melena oscura contrastaba con el color rojo de sus pantalones cortos,
a juego con la camisa. A Claudia se le encogió el estómago de emoción. No quería
que Adam se encariñara demasiado con su hijita. En vano, había rezado para que el
tiempo cambiara y tuvieran que anular aquella excursión a la cala; aquel día había
sido incluso más soleado que los anteriores, y resignadamente había llamado a la
profesora para disculpar la ausencia de Rosie.
—Ir de picnic a la cala es la excursión favorita de Rosie: es lo único que puede
convencerla para que un día no vaya a la escuela —le explicó a Adam—. Le encanta.
La escuela, quiero decir. Y no quiero que pienses que puedes transformar estas
salidas en una costumbre —añadió con tono recriminatorio.
No lo miraba. Cuando Adam se presentó aquella mañana vestido con unos
vaqueros y una camiseta negra, se había quedado asombrada e impresionada a la
vez. Al verlo, había recordado hasta en sus menores detalles lo que había sentido al
estar en sus brazos; el contacto de su cuerpo contra el suyo; la manera en que habían
hecho el amor…
En aquel entonces lo había ansiado con su cuerpo, con su corazón y con su
alma. Todavía lo deseaba, pero sólo con su cuerpo. Ésa era la diferencia. Así que
cuidadosamente, evitaba mirarlo. Además, estaba intentando encontrar el momento
adecuado para lanzarle su contrapropuesta, ya que no podía consentir que siguiera
adelante con sus planes de boda.
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que tanto le gustaba jugar a la niña, no tenían aristas o filos con los que pudiera
cortarse. De todas formas, no podía evitar sentirse muy disgustada. Al parecer,
Adam se creía que podía darle órdenes. Ya se disponía a levantarse para seguir a
Rosie, cuando sus siguientes palabras la irritaron aún más:
—Has cambiado —sus ojos color gris humo, de mirada perezosa, barrieron
lentamente su cuerpo deteniéndose en los senos ocultos por la holgada camisa de
algodón que llevaba—. Hace seis años no estabas tan delgada; eras una jovencita
altamente sexy y sensual. ¿Qué pasó? ¿Qué se hizo de aquella deliciosa
voluptuosidad?
Claudia se sentía tan humillada que apenas podía hablar. Adam estaba siendo
cruel con ella…
—Puedes despreciarme, pero creo que no tienes necesidad de hacerme un
comentario tan personal. ¡Mi aspecto no tiene nada que ver contigo!
—No estoy de acuerdo. Incluso prefiero tu aspecto presente. Nuestro
matrimonio será puramente formal, me gustaría que entendieras eso. Yo soy un
hombre como cualquier otro, con las necesidades habituales… Como estoy seguro
que recuerdas perfectamente. Si tú fueras… Digamos como eras antes… Podrías
haber resultado una tentación demasiado grande para mí. Lo cual habría complicado
nuestra relación…
—¿Te divierte mostrarte cruel? —lo interrumpió Claudia, fuera de sí—. ¿Te
gusta herir a la gente?
—Habitualmente, no. Quizá te hayas olvidado, por propia conveniencia, de lo
aficionada que eres a hacer daño a la gente. ¿No te gusta probar tu propia medicina?
—¡No sé lo que quieres decir!
Pensaba que quizá Adam se refiriera a aquel momento, seis años atrás, en que
ella le dijo que había perdido todo interés por él. Sin embargo, estaba convencida de
que en aquel entonces, sólo había sufrido su orgullo, o sus esperanzas de llenarse los
bolsillos a su costa.
—¿Ah, no? Me privaste de los cinco primeros años de la vida de mi hija. Pusiste
a otro hombre en mi lugar, le permitiste que viera su primera sonrisa, sus primeros
pasos, que escuchara sus primeras palabras… Si piensas que eso no es hacer daño…
¡Entonces es que tienes tanta sensibilidad como la arena sobre la que estás sentada!
—se levantó rápidamente—. Así que no me hables de sentimientos heridos, Claudia.
¡Antes pregúntate a ti misma si debería culparme por hacerte sufrir ahora!
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Capítulo 5
Sus palabras, y la pasión contenida con que Adam las había pronunciado,
conmovieron profundamente a Claudia. Después de la forma en que la había tratado
hacía seis años, jamás habría esperado que albergara tales sentimientos.
Incapaz de hablar o de moverse, continuó sentada en la arena mientras
observaba cómo Adam se alejaba para jugar con su hija. Parecía relajado, sonriente.
Parecía el hombre del que ella se había enamorado hacía ya tanto tiempo. Sintió una
fuerte punzada de dolor en el corazón mientras intentaba colocarse en el lugar de
Adam, descubriendo de repente que tenía una hija de cinco años…
La culpa hizo presa en ella. Ahora podía comprender por qué Adam la
despreciaba tanto. Pero no quería sentir aquello, no quería compadecerlo. Quería
despreciarlo por ser el hombre que era, recordarse constantemente su traición; esa
era la única manera de permanecer a salvo de la propia y traicionera respuesta de su
cuerpo ante él.
Luego, con la vista nublada por las lágrimas, vio a Adam levantar a Rosie en
brazos, haciéndola reír a carcajadas. Casi enferma de emoción, observó después
cómo extraía una toalla de la cesta y procedía a cambiarla de ropa con exquisito
cuidado.
—Ahora te quedarás sequita y calentita —le decía mientras la secaba
delicadamente y la ayudaba a ponerse una blusa blanca y un peto vaquero—. Si
mamá está de acuerdo, ¿te apetecería que fuéramos a dar un paseo esta tarde?
Podríamos tomar un refresco en alguna hamburguesería.
—¡Sí, sí! —el rostro de Rosie brillaba de alegría mientras se calzaba sus
deportivas—. ¿Vamos a ir, mamá? ¡Di que sí!
Claudia no podía pensar en nada que le gustara menos, pero asintió; no tenía
más remedio que hacerlo. Negarse a secundar sus planes sólo le acarrearía más
dificultades de las que ya tenía.
Rosie reía feliz, mientras Adam se arremangaba los bajos de su vaquero
empapado, y miraba haciendo una mueca el lamentable estado de sus zapatos de
lona. Fue en ese momento cuando miró a Claudia con una sonrisa, y la joven se
apresuró a desviar la mirada.
Adam y su hija recién encontrada se llevaban divinamente. Su parecido, en
particular la conmovedora manera de sonreír que compartían, no podía menos que
resultarle doloroso a Claudia. De repente, le entraron ganas de abrazarlo, de pedirle
disculpas, de suplicarle que le perdonara algo imperdonable… La necesidad era tan
intensa que ella misma se quedó horrorizada.
Se levantó, recogió la toalla y la cesta y empezó a caminar por el sendero que
cruzaba el valle. Se dijo que no necesitaba su perdón. Adam no tenía nada de qué
perdonarla.
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No había sabido que estaba embarazada cuando seis años atrás, fue a buscarla
para decirle que se marchaba de Farthings Hall. No se había molestado en escuchar
las excusas que él se había inventado para explicar su repentina partida. Sabía
perfectamente por qué se marchaba: Helen lo había expulsado de la propiedad. Así
que se había limitado a replicar, encogiéndose de hombros:
—Bien. Esto facilita las cosas. He empezado a salir con otro hombre. Alguien
con un trabajo decente y dinero en el banco.
No había habido ningún otro hombre, por supuesto, y la situación económica
de Adam no le había preocupado lo más mínimo. Pero había sido una justificación de
su ruptura, una forma de esconder el violento dolor que le había helado el corazón.
Se había marchado antes de exponerse a estallar en sollozos, recordando el
momento en que lo había visto salir del dormitorio de Helen, tan furioso que ni
siquiera la había visto… Furioso, porque a pesar de todo su encanto y seducción, no
había tenido éxito con su madrastra. Probablemente nunca antes había sufrido
rechazo alguno.
—Déjame llevarte la cesta —le pidió en ese momento Adam, interrumpiendo
sus reflexiones.
Llevaba en brazos a Rosie, con la cabecita apoyada sobre un hombro; se había
quedado dormida.
—Puedo arreglármelas. No pesa nada.
El resentimiento resultaba patente en su tono de voz. ¿Cómo se atrevía a
tomarse tantas familiaridades con su hija? Acababa de aparecer en la vida de Rosie…
¡Y ya la había convertido en su esclava adoradora!
Tuvo que dominar una nueva punzada de remordimiento. Siendo el canalla
que era, se había llevado su merecido. Y ella haría bien en recordarlo y en dejar de
torturarse con una culpa innecesaria. Para cuando descubrió que estaba embarazada
de Rosie, hacía por lo menos dos semanas que Adam se había marchado. Ignoraba
dónde habría podido localizarlo, en el caso de que hubiera querido hacerlo.
Si hubiera podido dar marcha atrás en el tiempo, nunca se habría casado con
Tony. Pero a la edad de dieciocho años, asustada por la enfermedad de su padre, por
el posible efecto que la noticia de su embarazo habría tenido sobre su salud, le había
parecido la solución más razonable. Era demasiado joven e inexperta para haber
encarado aquel problema sola.
—¿Es que quieres romperte una pierna?
La voz de Adam, odiosa por su tono de seca diversión, le hizo apretar los
dientes cuando tropezó con la raíz de un arbusto.
Eso le dio oportunidad para detenerse por unos segundos a recuperar el aliento
y dirigirle una mirada de resentimiento. Rosie se había quedado verdaderamente
dormida sobre su hombro, acunada por los brazos de un hombre del que hasta ese
momento no había conocido ni siquiera su existencia, como si a un nivel profundo
del inconsciente, supiera y reconociera el lazo de sangre que los unía.
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Finalmente ninguno de los dos tuvo que hacerlo, pensaba Claudia mientras
abandonaba Farthings Hall en el deportivo de Adam, tres semanas después. Se volvió
en el asiento para mirar por última vez a Guy y a Rosie, que les lanzaban besos en
medio del pequeño grupo de personas invitadas a la discreta ceremonia de boda.
Al final del día en que fueron a la cala, el primero que Adam había pasado
enteramente con su hija, después de que finalmente se hubo marchado, Guy le
comentó a Claudia con tono tranquilo:
—Adam es su padre, ¿verdad?
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—¿Te lo ha dicho él? —le había preguntado Claudia nerviosa, mientras recogía
los platos de la cena.
—No. Él no me ha dicho nada; no ha tenido necesidad de hacerlo. Creo que
siempre lo supe. Lo que no sabía era si Tony lo sabía o no. Si lo había averiguado o si
esa era la causa del deterioro de vuestro matrimonio.
Claudia se había sentado a la mesa, esforzándose todo lo posible por presentar
un aspecto relajado.
—Tony lo sabía, antes de pedirme que me casara con él. Quería fundar una
familia, según me dijo, pero no podía concebir un hijo. En aquel tiempo, parecía la
mejor solución. No tenía idea de cómo localizar a Adam… Se había producido una
confusión y…
Se interrumpió. No podía dejarle sospechar que el inminente matrimonio con el
padre de Rosie no era en absoluto lo que parecía.
—Tengo suficiente confianza en los dos como para saber que vuestro
matrimonio saldrá adelante. Tendréis dificultades… No puede resultarle fácil a
Adam aceptar el hecho de que Tony disfrutó de los primeros cinco años de la vida de
Rosie, y él no. Pero lo superaréis. Siempre tuve la sensación de que estabais hechos el
uno para el otro… Durante aquel verano, erais prácticamente inseparables. Era un
verdadero gozo veros.
Fue al final de aquel traumático día cuando Claudia aceptó por fin que no podía
escapar a los planes que Adam había diseñado para su futuro. El descubrimiento por
parte de Guy del verdadero padre de Rosie, su aceptación, le proporcionó un
inmenso alivio. Era una cosa menos de la cual preocuparse. Todo lo que tenía que
hacer ahora era evitar que averiguara que Adam realmente la odiaba…
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—No hay necesidad —repuso él con tono tranquilo—. Guy ha superado bien su
último chequeo y Amy se encargará de cuidarlo. Y en cuanto a Rosie… —su voz se
suavizó como siempre le ocurría cuando hablaba de su hija—. Los dos hemos tenido
una larga conversación. Comprende perfectamente que después de las bodas están
las lunas de miel. Además, le prometí que le traería un regalo.
El estado de ánimo de Claudia era completamente distinto. Quería regresar a
casa, con su familia, y no estar allí con él, dirigiéndose hacia Londres en la luna de
miel de un matrimonio que no era tal.
—Nosotros sabemos que esta luna de miel es una farsa —declaró Adam,
interrumpiendo sus pensamientos—. Pero es importante que nadie más lo sepa.
Parecería extraño que no quisiéramos pasar unos días solos. Es por eso por lo que te
sugiero que dejes de comportarte como una niña caprichosa y aceptes esto como lo
que es: Una semana fuera de tu casa, en mi piso de Londres. Yo me dedicaré a
resolver el desastre financiero que has organizado con el albergue y el restaurante, y
mientras tanto tú puedes ir de compras. He abierto una cuenta corriente y llevo las
cartillas conmigo, a la espera de tu firma. Te aconsejo que las uses —terminó con
tono seco.
Claudia se ruborizó intensamente. Había visto la mirada que le lanzó cuando
llegó al registro civil, luciendo el mismo vestido rosa que había llevado en su boda
con Tony.
Negándose a gastar un dinero que no tenía en una boda que tampoco deseaba,
había intentado desairar a Adam con ese gesto de rebeldía. Por eso podía
comprender la mirada de disgusto que le dirigió, seguida de inmediato por una
radiante sonrisa de cara a la galería. ¡Adam no quería que la mujer que
supuestamente estaba enamorada de él, se presentara a la boda sin estrenar un
vestido nuevo!
Aunque en realidad, no le preocupaba lo más mínimo su aspecto; la apariencia
de cara a los demás era lo único que le importaba. ¿Acaso no le había dicho ya que se
sentía aliviado de que no se pareciera en absoluto a la sensual jovencita que tan
fácilmente había seducido años atrás? Ella no le tentaría lo más mínimo, y el deseo no
complicaría para nada su matrimonio formal. Muy a su pesar, aquel comportamiento
por parte de Adam la hacía sufrir terriblemente.
Por eso no pensaría en ello. Intentaría no pensar en la traicionera e implacable
respuesta de su cuerpo ante aquel hombre.
—¿Te acordaste de darle a papá las llaves de Willow Cottage?
—No. ¡Las arrojé al río y le dije que fuera nadando a buscarlas! —contestó con
seco sarcasmo—. ¡Claro que sí! ¿Quieres dejar de preocuparte?
Sintiéndose una estúpida, Claudia encendió la radio del coche. Por supuesto
que sabía que Willow Cottage, convenientemente amueblada, estaba lista para que su
pequeña familia se trasladara allí. ¿Acaso no se había encargado ella misma de
comprar las provisiones y todo lo necesario?
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Muy cerca de la escuela primaria del pueblo, residirían allí mientras Farthinsg
Hall era restaurado y reacondicionado. Adam y ella se reunirían con los demás una
vez finalizada su presunta luna de miel.
Adam se había encargado de todo. Durante las tres semanas anteriores a la
boda, se había instalado en una habitación del pub del pueblo, diciendo que
solamente necesitaba un teléfono, una máquina de fax y un ordenador portátil para
seguir dirigiendo su negocio desde allí. Y cuando no había pasado el tiempo con
Rosie y con ella, había estado organizándolo todo: La boda, la pequeña recepción, los
cambios en la cocina y el restaurante…
Decidiendo que Adam debía de tener una energía sobrehumana, porque no
demostraba la más mínima señal de cansancio mientras que ella estaba
completamente exhausta. Claudia se acomodó en su asiento fingiendo dormir.
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Su maleta estaba a los pies de un diván de color claro, a juego con las cortinas y
el edredón de la cama. Era un dormitorio de aspecto impersonal a la vez que
elegante, con cuarto de baño incorporado, semejante a la suite de un hotel.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y parpadeó furiosamente para contenerlas.
Ya empezaba a sentirse nostálgica, a echar de menos a la gente que amaba,
abandonada allí con un marido que la despreciaba sin ningún disimulo. Pero…
¿Tendría por eso que ponerse a llorar como una niña?
Sacó un pañuelo de papel de la caja que había sobre la mesilla y se sonó la
nariz.
Adam había llevado la iniciativa desde el mismo momento en que descubrió
que tenía una hija. Estaba dirigiendo su vida, pero eso no quería decir que ella no
tuviera orgullo. Segundos después, creyó oír unas voces en el salón y salió del
dormitorio.
El chico del reparto acababa de marcharse. Adam cortó la enorme pizza
Margarita y la sirvió en dos platos de cerámica, con un poco de ensalada.
—Pensé que preferirías cenar algo sencillo. Siéntate —le dijo, ofreciéndole un
plato.
La porción que le había dado le pareció a Claudia del tamaño de un campo de
fútbol, pero no hizo comentario alguno. ¿Para qué darle la oportunidad de que le
hiciera algún ofensivo comentario sobre su extremada delgadez?
¿Volvería a encontrarla deseable si recuperaba el peso perdido? ¿La querría de
nuevo en su cama? Tuvo que hacer a un lado aquel traicionero pensamiento. Su
cuerpo podría ansiar la magia del de Adam, pero su corazón no, y su cerebro
rechazaba la mera idea. El sexo sin amor no era para ella, y hacía mucho tiempo que
había muerto ese amor.
—Telefonearé a papá cuando termine de cenar. Le preguntaré si ya se han
instalado… ¿Dijiste que pasaría un mes antes de que terminara las obras la
constructora y pudiéramos mudarnos? —cortó un pedazo de pizza, sin atreverse a
llevárselo a la boca—. Supongo que venderás este piso una vez que te instales en
Farthings Hall y…
—Deja ya de parlotear —la interrumpió Adam, impaciente—. Si tú estás
nerviosa, yo no. No voy a abalanzarme sobre ti; aquí estás a salvo. Podría decirte que
ya hemos pasado por eso… Y no me han gustado mucho las consecuencias…
—¡Te estás refiriendo a Rosie!
Apenas podía hablar de lo asombrada que estaba. Y ella que había creído que
Adam adoraba a su hija…
—No, claro que no —replicó, repentinamente cansado—. ¿Cómo podría
arrepentirme de haber concebido a mi preciosa hijita? Nuestra aventura tuvo otras
consecuencias, Claudia.
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La joven creyó detectar cierto extraño brillo en sus ojos. No tenía idea de lo que
estaba hablando, pero preferiría que no se lo dijera porque sabía que no iba a
gustarle.
—¡Cualquiera diría que contrajiste la gonorrea, o que te contagié alguna otra
enfermedad infecciosa! —le espetó, y de inmediato se arrepintió de sus palabras; era
como si Adam se las arreglara siempre para sacar lo peor que había en ella.
—No necesitabas ser tan grosera —replicó Adam, provocándola a que lo
desafiara.
—¡Creo que eso lo he aprendido de ti!
—¡Touché! —una sombría diversión pareció iluminar sus ojos—. Entonces,
empecemos otra vez —sirvió dos copas de vino—. Parlotear es: Sí, bueno, puedes
telefonear a Guy, de todas formas; y sí, le he ofrecido a la constructora una buena
cantidad extra si terminan en un mes a partir de hoy; y no, no voy a vender este piso.
Puedo dirigir mi negocio desde Farthings may, por supuesto. Pero habrá ciertas
ocasiones en que necesite la intimidad de un lugar como éste.
Claudia sabía por experiencia que Adam era un hombre muy sexy, un amante
fantástico. Y el suyo era un matrimonio puramente formal… Sintió una violenta
punzada de celos. El dolor era tan fuerte que palideció visiblemente y se levantó de
la mesa para marcar el número de Willow Cottage. Habló con su padre intentando
aparentar que no estaba llorando por dentro, y después se fue a la cama para sollozar
a solas.
Aunque le disgustaba el hombre que Adam había sido y el que era, todavía lo
deseaba. Le dolía el cuerpo y el alma de tanto desearlo. Había intentado dominarse,
pero no podía evitarlo.
Cuando pensaba en Adam haciendo el amor con otra mujer, tocándola de la
manera en que la había tocado a ella… Deseaba morirse y terminar de una vez con
aquel sufrimiento.
Cuando terminó de desahogarse, permaneció despierta en la oscuridad,
rezando para que no volviera a enamorarse nuevamente de él. De alguna forma,
podría arreglárselas para soportar el deseo, el interminable y doloroso grito de su
cuerpo. Pero lo otro no podría soportarlo.
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Capítulo 6
Claudia dejó a Adam haciéndose su café del desayuno en la pequeña y
funcional cocina de ático, y salió de compras. Él podría hacer lo que gustara con su
día… ¡Pero ella iba a gastarse su dinero!
No pensaba poner en duda la legitimidad de su decisión, pensó decidida
mientras pagaba al taxista que la había dejado en Oxford Street. Adam le había
dejado dinero insistiendo en que lo usara, y lo haría. Pensaba que su apariencia era
desastrosa, así se lo había dicho, y el espejo se lo había confirmado cuando se levantó
esa mañana.
En parte, había tenido la culpa la inquieta y desapacible noche que había
pasado. Por otro lado, la ropa que se había llevado consigo no contribuía en nada a
mejorar su apariencia. Ese era el dilema que se había planteado ante el espejo. Podía
quedarse en su habitación durante todo el día compadeciéndose a sí misma, sin tocar
ni un céntimo de su maldito dinero… O tragarse su orgullo, aceptar lo que Adam le
ofrecía y salir para disfrutar un poco.
Escogiendo la última opción, había asomado la cabeza por la puerta de la cocina
para decirle a Adam:
—Buenos días. Me voy. No sé cuándo volveré.
Lo cual podría ser a medianoche, o incluso más tarde. No podía recordar
cuándo había salido por última vez de compras sola, y desde luego con tanto dinero
en el bolso. No tardó en disfrutar enormemente de su privilegiada situación.
Después de comer, un recorrido por las zapaterías y las tiendas de lencería la
mantuvo ocupada hasta las seis. Para entonces, ya llevaba consigo una buena
cantidad de paquetes y bolsas. Decidida a volver al ático lo más tarde que le fuera
posible, entró en un restaurante español. Cenó un delicioso plato de espárragos con
patatas fritas, regado con vino de Rioja, y pastelillos y café solo de postre.
No se había dado cuenta de que estaba tan hambrienta. Tampoco podía
recordar si había tomado tres copas de vino o cuatro, pero no iba a preocuparse por
ello, y se sentía como si estuviera flotando en el taxi que la llevó a casa. «No a casa», se
corrigió; su casa no podía ser el lugar donde estaba Adam.
Lo encontró en el salón, sentado ante una mesa baja y rodeado de papeles.
Adam la miró arqueando una ceja y Claudia lo saludó con un cortés «buenas noches»
antes de encerrarse en su dormitorio.
A pesar de su indiferente actitud, el corazón le latía acelerado, presa del
horrible dolor que la asaltaba cuando Adam la miraba con aquella expresión de
desprecio. Pero estaba decidida a ignorarlo, y una buena ducha caliente la ayudó y
reconfortó. Abrió el frasco del carísimo perfume que se había comprado, y se lo
aplicó generosamente en los puntos más sensibles mientras contemplaba su cuerpo
desnudo en uno de los enormes espejos de pared.
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Recientemente había perdido mucho peso, pero no tanto como parecía cuando
se ponía ropa que le quedaba demasiado grande. Sus hombros y brazos tenían una
apariencia muy frágil, y su cintura era mínima. Pero sus senos eran erguidos y
redondeados, y junto con sus caderas todavía conservaban aquel atractivo que tanto
había impresionado a Adam seis años atrás.
Riendo entre dientes, se envolvió en el seductor salto de cama rojo que se había
llevado al cuarto de baño. Estaba, según admitía, levemente embriagada por el vino
español del que había abusado en la cena. De otra manera no…
—¿Claudia?
Adam la estaba llamando. La joven salió del cuarto de baño envuelta en una
nube de perfume, con los faldones del salto de cama al vuelo e intentando atarse el
cinturón para ofrecer una apariencia decente. Pero debería haberse asegurado de
hacer eso antes… Porque él ya estaba dentro del dormitorio.
El cinturón escapó de sus dedos, cayó, y la bata de satén quedó abierta. Claudia
no podía moverse. Estaba paralizada por algo peor que la sorpresa; era la mirada
sombría de Adam, sus ojos, que parecían mirar hipnotizados su cuerpo desnudo.
De repente, la atmósfera se había vuelto densa, pesada, y parecía aplastarle los
pulmones. Sin embargo podía sentir… La tensa y expectante necesidad de su propio
cuerpo ante aquella mirada, el húmedo calor que invadía sus entrañas…
Su resistencia ante Adam había dejado de existir. Si él hubiera hecho cualquier
movimiento hacia ella, incluso el más leve imaginable, Claudia se habría lanzado a
sus brazos para suplicarle que le hiciera el amor. Pero Adam le dijo brutalmente:
—Cúbrete.
Y ella lo hizo, aturdidos sus sentidos por la impresión que aquellas palabras le
habían provocado, cerrándose la bata y atándose el cinturón con tanta fuerza como si
quisiera partirse en dos.
—Quería preguntarte si te gustaría salir a cenar esta noche —le dijo Adam con
frialdad—, o si preferirías que volviera a encargar la cena, como ayer.
Un músculo se tensó en su mejilla, mientras apretaba los labios.
—Ya he cenado —respondió consciente de la tristeza de su tono, debido quizá a
la frustración, y a su despreciable incapacidad para dominarse.
—Bien —repuso Adam—. Entonces no te opondrás a que yo salga. Tu padre
telefoneó a eso de las seis. Rosie quería hablar contigo, pero tú estabas fuera, así que
yo me encargué de eso.
¿Así que quería hacerle sentirse culpable?, se preguntó Claudia. Pues había
fracasado. Al menos, la impresión recibida por lo que acababa de suceder había
conseguido despejarle del todo la mente. Miró su reloj. Eran las ocho menos cuarto.
Al día siguiente era sábado, no había escuela, así que quizá Rosie todavía estuviera
levantada.
Fue al salón y llamó rápidamente por teléfono cuando su hija ya se disponía a
acostarse.
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Claudia tuvo que apretar con fuerza las manos en el regazo, para evitar que
adquirieran vida propia y acariciaran aquel cuerpo tan cercano. Luego, Adam se
volvió hacia ella y le tendió los papeles, uno a uno. Eran antiguos extractos
bancarios.
—Acércate. No voy a morderte.
El leve tono de diversión de su voz la sorprendió. Si iba a mostrarse aunque
fuera mínimamente amable con ella, estaría perdida. Su estúpido corazón se aferraría
a cualquier síntoma de ternura en Adam, a la equívoca creencia de que las cosas
entre ellos podrían volver a ser como lo que antaño habían sido. Observó de cerca los
documentos. Allí estaban las cuantiosas hipotecas que Tony y ella habían contraído
para pagar las restauraciones necesarias y la construcción de un invernadero de estilo
eduardiano. Ninguna de esas reformas habían llegado a materializarse.
Semanas después, la suma entera había sido retirada. Y otras grandes
cantidades también lo habían sido durante los días siguientes. A Claudia le
temblaron las manos. Se sentía enferma, tan aterrada como cuando el director del
banco la llamó a su despacho.
—¿Qué pasó con este dinero? ¿Qué es lo que hiciste con él?
La voz de Adam llegaba hasta sus oídos como desde muy lejos. No podía
responder; se moría de vergüenza.
—He pagado al banco y saldado tus deudas —insistió él—. ¿No crees que tengo
derecho a saberlo?
«Por supuesto que sí», pensó Claudia. Le dolía aquel tono frío e impersonal.
—Es… Es una larga historia.
—Tenemos toda la noche.
—Ibas a salir…
Recordó que no había cenado nada; seguramente tendría hambre.
—He cambiado de idea.
Claudia se tragó el nudo que sentía en la garganta y tuvo que cerrar los ojos con
fuerza para no llorar.
—Bébete esto. Quizá te ayude.
Era brandy. Reconoció el aroma cuando Adam le puso el vaso en la mano y le
cerró los dedos, con leve, pero insistente presión.
Después de servirse otra copa para él, Adam volvió a sentarse en el sofá y estiró
sus largas piernas, mirándola intensamente. Tenía la misma mirada que cuando le
pidió que le hablara sobre ella, seis años atrás, sin decirle nada antes sobre su pasado,
su procedencia, o lo que pretendía hacer con su vida. Parecía tener la necesidad de
diseccionarla, de obligarla a desnudar su alma.
—Después de casarme con Tony… —empezó a explicarle—. Tras el primer
ataque de mi padre… Él, quiero decir, papá, puso la propiedad, el negocio… Lo puso
todo a mi nombre, pensó que era lo más razonable que podía hacer —esbozó una
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Claudia sólo tenía que levantar unos centímetros la cabeza para que sus labios
hicieran contacto… Y luego todo sería como había sido antes… Su ávida boca contra
la suya; el puro éxtasis de sus caricias; el deseo que jamás se había saciado por
muchas que fueran las veces que hicieron el amor… La tentación era demasiado
intensa, imposible de soportar. Entreabrió los labios…
Pero de repente, Adam la apartó de sí con un gesto duro, impersonal. Se
levantó entonces para servirse otro brandy, que apuró de un solo trago.
Claudia no sabía dónde se encontraba. Todo se había confundido en su
cerebro… Miró su espalda con los ojos muy abiertos, sin pestañear, sintiendo que el
calor de su deseo la abandonaba, dejándola fría y débil.
Se estremeció. Había estado tan segura de que él también había sentido toda
aquella magia… Por unos momentos llegó a pensar que todo había vuelto a ser como
siempre. ¿Pero cómo podía ocurrir eso, cuando en primer lugar nada había existido
entre ellos? Al menos, por lo que se refería a Adam. Seguía estremeciéndose cuando
él se volvió hacia ella, con la copa en la mano. Por supuesto, su voz había recuperado
su tono normal, al menos en apariencia.
—Creo que tenías razón. Si Rosie te echa de menos, pienso que deberíamos
regresar. Mañana mismo. Yo me encargaré de que nuestra repentina vuelta parezca
razonable.
Por primera vez en su vida, Claudia creyó ver una expresión de vacilación en
su mirada. ¿Estaría avergonzado por lo que acababa de ocurrir? Sólo había querido
ser amable con ella, consolarla, y ella prácticamente había estallado de deseo.
Difícilmente podía culparlo por su rechazo.
Se sentía ridícula. Se había humillado ella sola. Adam le dijo con tono tranquilo:
—¿Por qué no te vas a la cama? Mañana tenemos un largo viaje por delante.
Claudia se levantó, preguntándose si debería pedirle disculpas por haberlo
abrazado como lo había hecho. Se humedeció los labios con la lengua, nerviosa.
—Por el amor de Dios, Claudia: Vete a la cama.
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Capítulo 7
—¡ Mamá! ¡Papá!
Rosie corrió por el sendero para saludarlos, llegando a la puerta del jardín antes
de que Adam apagara el motor del coche.
A Claudia le dio un vuelco el corazón al advertir la naturalidad con que su hija
había llamado a Adam «papá». Llevaba un suéter rosa y unos diminutos pantalones
de pana rojos. Había estado jugando en el jardín, y el aire del otoño había dado un
tono rosado a sus mejillas, y un mayor brillo a sus enormes ojos grises. En aquel
momento. Claudia salió del coche para levantarla en brazos.
—¿Ha pasado algo malo? —preguntó Guy con tono preocupado, saliendo
también a recibirlos—. Creía que ibais a estar fuera una semana.
—No, no ha pasado nada —Adam se reunió con Claudia en el sendero,
sonriendo a su hija—. Hola, pequeñaja —le indicó el paquete que llevaba bajo el
brazo—. Tenemos algo para ti; ¡no nos hemos olvidado de nuestra promesa! —luego,
sonriendo a Guy añadió—: Desafortunadamente, ha surgido una emergencia en la
empresa que sólo yo puedo atender —se dirigió entonces a Claudia—. Pero te
compensaré por estas molestias, Cío; ya sabes que lo haré.
La tierna e íntima mirada que le lanzó la dejó sin aliento. Claudia tuvo que
recordarse entonces que esa mirada, y su radiante sonrisa, estaban en realidad
dirigidos a Guy con el fin de guardar las apariencias.
Rosie se deslizó de los brazos de su madre, con la intención de tomar el regalo
prometido, y Adam le dijo sonriendo:
—Entremos, pequeñaja. Dentro abrirás tu regalo.
Y la siguió al interior de la casa.
El viaje desde Londres había transcurrido en un completo silencio, excepto
cuando se detuvieron en un área de servicio de la autopista para comer. Entonces
habían mantenido una pequeña conversación, pero Claudia aún se sentía demasiado
avergonzada por lo ocurrido durante la víspera, y Adam se había mostrado bastante
taciturno.
Claudia todavía no acertaba a comprender por qué su marido había cambiado
tan bruscamente de opinión acerca de la vuelta a casa ese mismo día. Quizá se había
arrepentido de la forma en que había rechazado su comentario de que Rosie la
echaba de menos; teniendo en cuenta su amabilidad, y la forma en que la había
responsabilizado de su desastre financiero, casi se sentía tentada de creerlo. Desde
luego, era un hombre con corazón, al menos por lo que se refería a su hija. Una leve
sonrisa se dibujó en sus labios mientras observaba cómo Rosie tomaba de la mano a
su nuevo papá, cuando entraban en Willow Cottage. Guy, caminando a su lado, le
comentó:
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—Amy ha bajado a la tienda del pueblo, pero puedo prepararos algo si tenéis
hambre…
—De camino nos detuvimos a comer, papá —lo tomó del brazo cuando
entraron juntos en el vestíbulo. Ya había perdido de vista a Adam y a Rosie, pero
podía escuchar sus alegres voces procedentes del salón—. Pero una taza de té nos
sentará muy bien; voy ahora mismo a hacerlo. ¿Cómo te encuentras?
—Maravillosamente —le aseguró Guy—. Hacía años que no me sentía tan
relajado. Ha sido un verdadero alivio no tener que pensar en el negocio. Nunca
pensé que alguna vez diría esto, pero después de tantos años alojando a gente
extraña en nuestra casa, será estupendo disfrutar de Farthings Hall como de un
verdadero hogar. Aunque, por supuesto, todo pertenezca a ese marido tuyo…
A Claudia se le aceleró el corazón; ¿sabía acaso que lo habían perdido casi todo?
¿Cómo podría saberlo? Si lo sabía, entonces había asimilado el golpe mucho mejor de
lo que ella habría esperado.
—El mérito es todo suyo, quiero decir —explicó Guy—. ¡Se ha asegurado bien
de que la constructora no pierda el tiempo! Esta mañana fui a ver las obras, y llevan
un ritmo asombroso. Al parecer mañana también trabajarán.
Así que era eso lo que había insinuado, pensó Claudia suspirando de alivio.
Odiaría que su padre descubriera alguna vez el verdadero alcance de la crueldad de
Helen…
—Es una pena que hayáis tenido que acortar vuestra luna de miel —añadió
Guy.
—Sí, bueno… —forzó una sonrisa—. ¡Supongo que casarse con el jefe ejecutivo
de una próspera compañía tiene sus inconvenientes! Probablemente recuperemos el
tiempo perdido más adelante, en primavera… Y Adam y yo disponemos del resto de
nuestras vidas para estar juntos, no lo olvides… ¡Así que apenas puede importarnos
que nuestra luna de miel haya durado solamente un par de días!
Su tono era ligero, pero le dolía el corazón. El resto de sus vidas juntos…
Vivirían uno al lado del otro como dos desconocidos: aquella perspectiva le resultaba
insoportable. Tenía que recordarse lo que le había sucedido en el pasado, cómo
Adam la había traicionado, utilizado. Tenía que decirse que entonces había hecho lo
más adecuado al expulsarlo de su vida. Si no lo hacía así, se humillaría a sí misma
volviéndose a enamorar de él.
—Voy a preparar el té —dijo Claudia, y se dirigió a la cocina.
Cuando llevó la bandeja al salón, los tres estaban en el suelo jugando con el tren
eléctrico. Adam aceptó la taza, agradecido.
—Tendré que irme cuando me acabe el té. Te echaré de menos, Cío, pero
volveré tan pronto como pueda.
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Sabía que no había dicho aquello sinceramente, pero aun así, Claudia no pudo
evitar emocionarse. Debía acompañarlo hasta el coche, habría parecido extraño que
no lo hiciera. Rosie también quería ir, pero Guy se lo impidió.
—Está lloviendo, cariño. Quédate conmigo a jugar con el tren. Enséñame cómo
funciona.
Caía una fina lluvia. El invierno ya amenazaba con aparecer. Mientras Adam la
miraba fríamente, apoyado en el coche. Claudia pensó que también era invierno en
su corazón.
—No sé cuánto tiempo estaré fuera. Te telefonearé. Tantearé el terreno y veré lo
que puedo hacer para seguirle el rastro al dinero que te robaron esos dos. Y ahora
entra en casa, antes de que termines empapada.
Esa era la razón por la que había acortado la luna de miel, reflexionó Claudia.
Dinero, y no una concesión a los sentimientos de Rosie. Simplemente dinero. Adam
se había mostrado dispuesto a gastarse una enorme suma de dinero con tal de
recuperar para siempre a su hija… Pero la perspectiva de recuperarlo le había hecho
olvidarse de ella.
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—Había pensado en conducir hasta Farthings Hall para ver el progreso de las
obras —repuso, diciéndose que necesitaba tiempo para estar sola, para reflexionar—.
¿Te importaría ir a recoger a Rosie a la escuela? ¿Y darle luego una taza de té?
—No hay problema. Es excitante, ¿verdad? Será emocionante cuando nos
mudemos allí. Y no suspires tanto por tu marido… ¡No pasará ni un momento más
de lo necesario alejado de ti y de Rosie!
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momento, sería demasiado fácil dar por falso su testimonio sobre lo que Adam había
dicho o hecho. Pero no podía negar la evidencia de que nada habría podido ganar
Helen inventándose una historia semejante.
Entró en la habitación que había sido suya desde la infancia y encendió la luz.
Por un instante, apoyó la espalda en la puerta, deseando sobreponerse al vacío
interior que amenazaba con engullirla. Un vacío que le parecía aún más profundo
después de haber concebido aquel destello de esperanza. Luego, se sentó junto a la
ventana a la luz del atardecer.
Estaba completamente oscuro cuando oyó a los trabajadores marcharse. Les
había dicho que ella se encargaría de cerrar la casa. Poco después, se levantó de la
silla, con el cuerpo entumecido. Durante más de una hora se había quedado con la
mente completamente en blanco, sin que pudiera llegar a aceptar su poco envidiable
posición como esposa de Adam.
Suponía que sus emociones debían de haberse hallado en tal estado de
agotamiento, que había necesitado de aquel descanso. Disponía del resto de su vida
para asumir su situación, para aceptar que Adam jamás la perdonaría por haberle
ocultado la existencia de su hija, y que siempre la odiaría por ello. Sabía que eso no
debería importarle, que su traición de seis años atrás debería hacer que la opinión de
Adam sobre ella resultara irrelevante. Pero sí que le importaba, porque le dolía
terriblemente.
Cuando se dirigió hacia la puerta, ésta se abrió de repente.
Tenía un aspecto agotado, como si no hubiera dormido durante una semana,
como si tuviera algo en su cerebro que hubiese drenado su fuerza vital. Gotas de
lluvia salpicaban su cabello oscuro, resbalando por los hombros de su chaqueta de
cuero.
A Claudia se le encogió el corazón al verlo, emocionada. Ansiaba acercarlo
hacia sí, hacerle reposar la cabeza contra su pecho, besar las líneas de tensión de su
rostro. A pesar de lo que Adam le había hecho, del dolor que le había causado,
todavía lo amaba. Esa era la terrible verdad de la que había estado huyendo. Y ahora
iba a tener que convivir con ella.
—Me dijeron que estabas aquí… —Adam cerró la puerta a su espalda, con la
mirada fija en su expresión paralizada—. ¿No tienes nada que decirme? ¿Ni siquiera
preguntarme si he tenido un buen viaje?
Claudia abrió la boca, pero de su garganta no salió ningún sonido. Ya no era
ninguna adolescente. No podía estar enamorada de él. ¡No podía!
—Yo… No te esperaba —pronunció al fin—. ¿Llamaste a casa?
—Naturalmente. ¿Cómo entonces habría sabido dónde encontrarte? Llegué a
tiempo de tomar el té con Rosie y de perder dos partidas de parchís con ella —esbozó
una sonrisa al recordarlo—. Le dije que te recogería para salir a cenar. Amy me
comentó que seguramente querrías volver a casa para cambiarte, pero yo le dije que
no tenías por qué molestarte, que ya encontraríamos algún discreto y tranquilo pub
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para comer algo —la miró con los ojos entrecerrados—. Esperan que pasemos
algunas horas juntos, solos… Al menos ésa era la impresión que me dieron.
—No tengo hambre.
Claudia le dio la espalda, para que no viera el dolor de su expresión. Con
cuánta facilidad podía Adam engañar a la gente… Sólo ella conocía la verdadera
personalidad que se escondía detrás de aquella seductora fachada.
—Yo tampoco —suspiró.
Se había acercado un poco más a ella. La tormenta emocional que siempre la
asaltaba cuando lo tenía tan cerca la hacía derretirse por dentro. Retrocedió hasta el
asiento de la ventana y se sentó agradecida, respirando aceleradamente mientras
miraba a Adam en aquella habitación que siempre había sido suya.
—Hay algo que quiero pedirte… —Adam se sentó en el borde de la cama,
frente a ella—. Comprendo que te niegues a hacerlo, porque bajo estas circunstancias
probablemente no tenga ningún derecho a saberlo —aspiró profundamente—.
Háblame de Tony.
Claudia lo miró con los ojos muy abiertos. Era lo último que habría esperado de
él.
—¿Qué quieres que te diga? Ya sabes que era un mentiroso y un ladrón. ¿Qué
más necesitas saber?
—Vuestra relación… ¿Cómo era? ¿Era bueno en la cama? ¿Conseguía
satisfacerte? Aunque solamente tengo algunos vagos recuerdos de él, lo dudo
mucho. Se escapaba con Helen a la menor oportunidad que se le presentaba cuando
tú, lo recuerdo perfectamente, eras una joven tremendamente sexy…
Dejó la implicación suspendida en el aire y Claudia se levantó bruscamente.
¡No tenía por qué quedarse a escuchar aquello! Le habría gustado darle una bofetada,
pero no quería humillarse a sí misma… ¡Simplemente se marcharía de allí!
—¿Tanto disfrutas siendo cruel? —le espetó cuando se disponía a pasar de
largo frente a él, pero Adam la sujetó de una mano para tumbarla sobre la cama, a su
lado—. ¡No tengo por qué contarte nada! ¡Tú mismo lo dijiste!
—Creo que ya lo has hecho. Que me has contestado, quiero decir.
No parecía tener intención alguna de soltarla. Claudia permanecía tensa,
temerosa de relajarse. Tan cerca como estaba de Adam, no confiaba en sí misma. A
pesar de todo, su instinto la hizo volverse hacia él, arrebujarse contra su cuerpo
cálido, excitante. Aquello era una locura… ¡Una peligrosa locura!
Aquella amenaza contra su salud mental creció en intensidad cuando Adam le
confesó con voz ronca:
—Tenía que saberlo… Necesitaba saberlo. Si crees que estoy siendo cruel
contigo, entonces es que no sabes nada. Siempre pensé que el aspecto físico de
nuestra relación era muy especial, algo que solamente sucedía una sola vez en la
vida… Odiaba pensar que Favel…
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—¡No me digas que estás celoso! —exclamó Claudia con tono burlón, incapaz
de soportar el torrente de recuerdos que la había asaltado de repente.
Saber que Adam también lo recordaba le producía aún más dolor.
Pero los recuerdos de Adam debían de ser distintos de los suyos. Los de
Claudia evocaban largas y perfumadas noches de verano, llenas de amor. Los de
Adam evocarían las mismas noches llenas de sexo, de un gran placer físico…
Condimentado con sus esperanzas de convertirse en marido de una rica heredera.
—Claudia… Como te dije antes, no tenemos por qué convertir cada encuentro
privado nuestro en una batalla campal.
La soltó; parecía increíblemente cansado. Claudia no se movió, presa de una
súbita languidez. Pensó que Adam estaba en lo cierto; la vida entre ellos resultaría
difícilmente soportable si seguían peleándose de aquella forma.
Ella nada tenía que perder diciéndole la verdad; en cierta manera, sería como
liberarse de una gran carga. Luego, quizá, podrían dar los primeros pasos hacia
algún tipo de entendimiento que superara aquel antagonismo.
—Antes de aceptar su propuesta, le dije que no lo amaba —empezó a
explicarle—. Lo comprendió. A mí me caía bien, y también lo respetaba. Me sentía
muy agradecida por las molestias que aparentemente se había tomado por mí. Fui
una estúpida —admitió, desolada—. Estaba demasiado asustada… Y lo que más
miedo me daba era preocupar a mi padre, hacerle sufrir. Tony me sugirió que
ocupáramos habitaciones separadas porque él tenía el sueño ligero y yo estaba
embarazada y necesitaba descanso. Eso no cambió después del nacimiento de Rosie.
Pero Tony intentó una vez consumar nuestro matrimonio —se ruborizó al evocar la
intensa vergüenza de aquel recuerdo—. Fue un fracaso total. Tony ya me había dicho
que era incapaz de concebir hijos, y yo di por sentado que era impotente. En cuanto a
mí, me mostré tan receptiva como un témpano de hielo —podía confesarle aquello,
pero no podía explicarle que después de Adam, ningún otro hombre había
conseguido excitar mínimamente sus atrofiados sentidos; retorciéndose las manos
sobre el regazo, continuó en voz baja—: En realidad, fue un alivio: me refiero a lo de
no tener que dormir con Tony. Pero siempre se mostró amable y considerado
conmigo. Supongo que era su obligación, si quería seguir adelante con su plan.
Parece que… —añadió con amargura—. Soy realmente pésima a la hora de juzgar a
las personas.
—Gracias por tu sinceridad —repuso Adam—. No tenías por qué haberme
contado nada; por lo que a ti respecta, no tengo ningún derecho. Mis derechos
empiezan y terminan con mi hija, no contigo.
Claudia intuyó que Adam iba a levantarse, a sugerirle que se marcharan, y se
sintió derrotada por dentro. «Estúpida», pensó mientras lo seguía hacia la puerta; por
un instante había concebido la esperanza de que se produjera un giro en su relación,
de que quisiera pasar más tiempo hablando con ella…
Resultaba estúpido imaginar que también Adam habría de sentir la necesidad
de que intimaran más, de que dejaran atrás su enemistad.
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existencia hasta hace solamente unas pocas semanas. Y a pesar de ello, tu necesidad
de tenerla permanentemente en tu vida, ha sido lo suficientemente intensa como
para que decidieras pagar mis deudas y casarte conmigo, por mucho que me
despreciaras…
—¿Encuentras eso extraño?
Adam también parecía más relajado. Volvió a entrar en la habitación, apenas
iluminada por la lámpara de la mesilla.
—No había esperado que le dieras la espalda, desde luego —le explicó ella—.
Habría comprendido que quisieras verla ahora y entonces… Pero comprometerte a…
—A pagar una montaña de deudas que yo no había contraído y a casarme con
una mujer a la que desprecio… ¿Es eso lo que quieres decir? —terminó por ella,
mientras se sentaba en el borde de la cama, a sus pies—. Sí, yo te despreciaba.
Cuando descubrí que tenía una hija de cinco años, llegué a concebir la peor opinión
posible de ti. Pero eso fue antes de comprender lo que sucedió, el motivo de que
actuaras como lo hiciste. No apruebo tu conducta, pero tampoco puedo condenarte.
¿Quería eso decir que ya no la despreciaba? Claudia quería hacerle esa
pregunta, pero no se atrevía. En medio de aquella penumbra, sus ojos parecían tener
un color gris marengo, y sus labios se habían suavizado. Ansiaba desesperadamente
besarlo…
—Quizá, si yo te explicase lo que siento por Rosie —añadió Adam—, podrías
comprenderme y dejar de mirarme como si fuera un prepotente tirano. ¿Crees que
eso sería posible?
—Inténtalo…
—Los dos hemos sido medio huérfanos. Trágicamente, tú perdiste a tu madre
cuando tenías diez años, y sé que esa fue para ti una experiencia terrible, Cío.
La utilización de aquel cariñoso diminutivo la conmovió profundamente, pero
procuró disimular su emoción. Adam la tomaría por una loca si algún día llegaba a
adivinar lo que todavía sentía por él.
—Pero al menos, tenías recuerdos de una feliz vida de familia, un padre que te
amaba profundamente… Y estaba la querida Amy, por supuesto. Sabías por qué tu
madre se había eclipsado de tu vida. Mi padre, en cambio, nos abandonó cuando yo
contaba cinco años, y nunca supe por qué. Después de que se marchó, mi madre no
dejaba de llorar, y a mí me rechazaba cuando intentaba acercarme a ella. Pensé que
era culpa mía que mi padre se hubiera marchado. Lo echaba terriblemente de menos
y no cesaba de preguntarle a mi madre cuándo volvería, con lo cual no hice sino
empeorar las cosas. Mi madre sufrió con eso hasta el último día de su vida —añadió.
Su voz profunda destilaba arrepentimiento.
—Adam… —los ojos se le habían llenado de lágrimas—. Yo no lo sabía…
¡Debió de haber sido horrible!
—Tendría unos siete años cuando el tío Harold me tomó a su cargo. Era el
hermano de mi madre, estaba soltero, y poseía el próspero Grupo Hallam. Más tarde
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me contó que jamás se casó porque tenía demasiado sentido común para atarse a una
única mujer, y tener así que dividir su fortuna si su esposa le exigía el divorcio.
Como quizá puedas imaginar, era un hombre frío, duro y calculador. Decía que mi
madre no me estaba educando debidamente, que teníamos que mudarnos a su casa y
que él haría de mí un hombre. El proceso incluía enviarme a un internado. Todo lo
que yo sabía era que no quería «convertirme en un hombre», o hacer lo que mi
autoritario tío me ordenaba que hiciese. Yo quería que mi padre volviera. Recuerdo
bien —continuó Adam—, el momento en que le dije todo eso… Que odiaba ir a la
escuela y que ansiaba que mi padre regresara. Él me replicó que jamás volvería a
verlo, y tenía razón. Lo último que supe de él era que estaba en Sudamérica. Y de
esto hace como unos veinte años. Mi tío añadió que mi padre sólo se había casado
con mi madre para aprovecharse de ella —explicó—. Los dos hermanos procedían de
una rica familia, independientemente del éxito alcanzado por el Grupo Hallam. Mi
padre siempre había querido llevar una vida fácil: Coches caros, buenos trajes,
mucho dinero en el bolsillo… Cuando finalmente se dio cuenta de que Harold, como
depositario de la fortuna familiar, no estaba dispuesto a seguirle el juego, se marchó
sin más.
—¡Fue una crueldad decirle algo así a un pobre niño! —exclamó Claudia,
incapaz de contenerse.
Sentía ganas de llorar al pensar en la sensación de soledad y abandono que
debía de haber experimentado Adam.
—Quizá… —se encogió de hombros—. En cualquier caso, salí adelante. Fui al
internado e hice amigos. Y aquí es donde quería llegar. Los amigos a menudo me
invitaban a pasar las vacaciones en sus casas, y fue así como llegué a saber lo que era
una feliz y maravillosa vida familiar… Con dos padres, hombre y mujer, que amaban
tiernamente a sus hijos. Eso es precisamente lo que quiero para Rosie. Dos padres
que la amen, que estén a su lado para cuando los necesite. Estabilidad, seguridad
emocional…
—¡Oh, Adam!
Instintivamente, le puso una mano sobre la suya. Comprendía sus motivos una
vez que ya conocía su pasado, la carencia de amor, la amargura por la pérdida de un
padre que no lo había querido lo suficiente como para quedarse a su lado… Ella lo
había privado de los cinco primeros años de la vida de su hija, lo había convertido,
sin su conocimiento y contra sus principios, en un padre ausente.
—¡Lo siento tanto! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas, desesperada.
—No, no llores. Cío…
Le tomó la mano.
Aquellas palabras no hicieron sino empeorar las cosas. No pudo contener por
más tiempo los sollozos. En medio de su llanto le oyó suspirar, justo antes de que la
estrechara entre sus brazos meciéndola con infinita ternura.
Era tan maravillosa aquella sensación, como si finalmente hubiera regresado a
su hogar después de tantos años de soledad, echándolo desesperadamente de
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Capítulo 8
Aquel beso fue distinto. Ni siquiera los vividos recuerdos de Claudia sobre su
relación con Adam, una explosión de pura química, podían igualar la realidad de
aquel abrazo salvajemente apasionado.
A juzgar por la avidez de sus labios, no le pasaba desapercibida a Claudia la
conciencia que él tenía de su deseo, y respondía como un hombre muerto de hambre
al que acabaran de sentar en un banquete. Su cuerpo entero se estremecía bajo sus
manos cuando empezaron con su febril exploración; temblores de éxtasis, de cruda
tensión sexual que se apoderaban de su corazón y de su alma. Aquel era su hombre,
su amor eterno, y nada había cambiado, al menos para ella.
Se habían infligido mutuamente mucho sufrimiento, pero aquello pertenecía al
pasado. Podrían olvidarlo, perdonarse y encarar juntos el futuro.
Ante la pura maravilla de aquel pensamiento, sintió de nuevo ganas de sollozar
de alegría en esa ocasión, pero no lo hizo. Gimió en voz alta su nombre mientras
Adam la despojaba de la camiseta y bajaba la cabeza para besarle los senos.
Claudia se retorcía de placer bajo aquella sensual exploración. Aquello era
demasiado, aunque no suficiente. Creía morir de la intensidad de aquel gozo, de la
promesa de lo que todavía tendría que suceder. Y cuando Adam bajó aun más la
cabeza, haciéndole arder la tersa piel del vientre con sus ávidos labios, ella le acunó
el rostro entre las manos y murmuró con voz ronca de emoción:
—Hazme el amor.
Por un momento Adam se quedó inmóvil, y a Claudia se le aceleró el corazón.
¿Le estaría recordando lo que antes le había dicho? ¿Que no tenía intención alguna
de consumar su matrimonio? ¡El mundo se le derrumbaría encima si eso llegaba a
suceder!
Pero cuando vio que sonreía de manera perversamente sensual, recuperó la
confianza y le quitó impaciente la chaqueta. ¿Habría querido decir con aquella
sonrisa que recordaba perfectamente todo el entusiasmo que de manera impúdica,
Claudia había demostrado por él durante aquel apasionado verano de hacía seis
años? No lo sabía, y tampoco le importaba. Indudablemente lo seguía deseando, solo
a él.
Presa de su propio deseo, tumbada desnuda en la cama, lo observó mientras se
desvestía. Sus movimientos eran ágiles y precisos, y ni por un segundo dejó de
mirarla a los ojos mientras se desabrochaba la camisa y la dejaba caer al suelo, antes
de continuar con el pantalón.
—¡Dios mío! —exclamó cuando se tumbó a su lado y Claudia se apretó contra él
con inusitada ansia—. ¡Cío! —añadió, viendo cómo su cuerpo se abría
instintivamente para acogerlo.
Los diques estallaron, y Claudia se rindió voluntaria, fácilmente, como si jamás
se hubieran separado; se rindió al amor y al ritmo de su cuerpo. Había esperado
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durante tanto tiempo aquel gozo, aquel pedazo de cielo, aquel fiero empuje de
posesión que llenaba todo su ser…
Finalmente, Adam se apartó a un lado abrazándola con exquisita ternura, el
rostro contra su cabello, con una mano reposando íntimamente entre sus muslos.
Mareada todavía por la magia de lo que acababa de suceder, pudo escuchar casi
de inmediato cómo su respiración se relajaba lentamente hasta que se quedó
dormido. Suspirando de felicidad, apagó la lámpara de la mesilla y se arrebujó
contra él, cuidando de no despertarlo.
No pretendía dormir. Quería saborear cada instante de aquella noche
milagrosa. Estaban juntos otra vez, en todos los sentidos, y así era como deseaba
estar para siempre.
Cuando se despertara, hablarían. Necesitaban hablar, superar el pasado y
enfrentar el futuro. Ciertamente, Adam no la amaría como ella lo amaba a él, pero
aprendería a conformarse. Adam quería a su hija en su vida, y Claudia comprendía
bien la fuerza que aquella decisión entrañaba. Y la deseaba a ella, a la madre de su
hija; así lo demostraba que no hubiera sido capaz de esconderle su deseo.
Juntos podrían construir un nuevo futuro, proporcionarle a Rosie una vida
estable y feliz, tal y como deseaban. Y si ella era paciente, Adam también podría
empezar a amarla. El tiempo y la ternura lo podrían conseguir.
Tendría que confesarle sus pecados. Sabía ahora que podría confesarle sin
rencor las razones exactas por las que le había ocultado la existencia de su hija.
Seguro que comprendería que seis años atrás, ella había sido demasiado inmadura,
se había visto demasiado asustada por la amenaza de perder a su padre, para poder
soportar su traición, para localizarlo y decirle que llevaba en sus entrañas un hijo
suyo, porque tenía derecho a saberlo…
Había escogido el camino más fácil y había aprendido una dura lección de
aquella debilidad. Claudia no podría olvidar lo que le había hecho, pero sí
perdonarlo. Seis años atrás, cuando vivieron aquella aventura, Adam ya era mayor,
un adulto responsable, y no había tenido necesidad alguna de enriquecerse
utilizando su encanto para ello. En aquella época ya sabía que estaba destinado a
administrar la compañía de su tío, y a heredar la fortuna familiar. ¡Farthings Hall y el
propio negocio de su familia le habría parecido una nimiedad en comparación!
No necesitaba esforzarse por recordar lo que Helen le había dicho. Sus palabras
habían quedado grabadas a fuego en su cerebro: Adam la había seducido, la había
pedido en matrimonio porque ella era la heredera de una considerable fortuna.
Ahora que pensaba sobre ello, estaba segura de que Adam no pudo haberle
confesado todo eso a Helen. Era algo completamente absurdo. No había tenido
necesidad alguna de pretenderla por su dinero… ¡Ya tenía más que suficiente con el
suyo!
Helen simplemente había estado ejercitando con ella su especialidad… ¡Mentir
y engañar!
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El siguiente mes y medio fue una verdadera pesadilla. Llovió todos los días,
implacablemente de manera continua. Obligada a permanecer en casa durante sus
horas de ocio, el humor de Rosie fue empeorando día a día. Frecuentemente recibían
noticias de Adam, pero Claudia no encontraba ningún consuelo en las postales que
les enviaba desde Florida, la mayoría con imágenes de Disneylandia. La mayor parte
del espacio disponible en ellas estaba ocupado con mensajes para Rosie, y las
llamadas telefónicas eran todavía peores.
Hablaba primeramente con ella, pero siempre con voz impersonal, fría,
mientras le contaba sus progresos en el negocio y las dificultades que tenía de
encontrar constructores que estuvieran a la altura de las demandas del Grupo
Hallam. Todo eran detalles de los que nada quería saber, asuntos que podrían
interesar a Guy, pero no a ella; nada acerca de cómo se sentía, si la estaba echando de
menos, si aquella mágica noche que habían pasado juntos había significado algo para
él.
Quería preguntarle, suplicarle que le dijera por qué se mostraba tan distante,
como si fueran dos desconocidos, como si jamás hubieran sido amantes. Pero no
podía. No, cuando Guy y Rosie se encontraban tan cerca, y existía el riesgo de que la
escucharan.
Lo peor de todo era guardarse su dolor para sí misma, aparentar alegría frente a
los demás, realizando todas las tareas cotidianas cuando en realidad le entraban
ganas de gritar y de romperlo todo. Lo único que la hizo olvidar aquel pesar interno,
fue cuando tres semanas después de la brusca partida de Adam, el último de los
trabajadores abandonó Farthings Hall.
Fue entonces cuando se abismó en la tarea de la mudanza, como si su vida
dependiera de ello. Lo ordenó y guardó todo en cajas, y limpió y fregó Willow Cottage
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hasta que quedó tan limpia y reluciente como el día en que la ocuparon como
residencia temporal.
En aquel momento, mes y medio después de la marcha de Adam, volvían a
encontrarse en su hogar, cómodamente instalados. Los albañiles y decoradores
habían hecho un trabajo soberbio, y Guy estaba deleitado de poder vivir nuevamente
en su propia casa. Ese era el único consuelo que tenía Claudia. Ver cómo su padre se
iba recuperando y fortaleciendo cada día. El pasado iba quedando atrás, con todos
sus pesares.
Mientras sonreía a su padre, se preguntó durante cuánto tiempo más podría
fingir aquella farsa de alegre normalidad. Adam ya llevaba ausente cerca de dos
meses y no le había mencionado en ningún momento la fecha de su vuelta. En aquel
instante, como si le hubiera adivinado el pensamiento, Guy comentó:
—Espero que Adam regrese a tiempo de asistir a la obra de teatro del colegio de
Rosie, al final del curso. Ella tiene un papel de protagonista, o al menos eso es lo que
me ha dicho…
Era cierto; la pequeña no había cesado de hablar de ello durante los últimos
días, y además, les había hecho prometer solemnemente a todos que irían a verla
actuar. Así que si Adam no era capaz de llegar a tiempo… ¡Tendría que atenerse a las
consecuencias! Claudia sabía que a pesar del tiempo transcurrido, la pequeña ya se
había encariñado mucho con su nuevo papá, y esperaba ansiosa sus postales y las
llamadas que recibía cada semana.
Adam llamó aquella misma tarde, justo antes de que Rosie se fuera a acostar.
Consciente de que la pequeña estaba escuchando, las primeras palabras de Claudia
fueron:
—¿Intentarás regresar a tiempo de ver la obra teatral de Rosie? Ella tiene un
papel protagonista.
—Estoy llamando desde Heathrow. Estaré allí de madrugada, así que no me
esperes levantada.
Su tono sonaba más distante que nunca, si acaso eso era posible, pero a Claudia
el corazón le dio un salto en el pecho. ¡Por fin Adam iba a regresar! Así podrían
resolver lo que había causado aquel extraño distanciamiento mental entre ellos.
¡Después de la noche de amor que habían compartido, ella estaba segura de que lo
conseguirían! Quizá a Adam también le resultara difícil hablar por teléfono de un
asunto tan íntimo.
—Hablaremos mañana —le dijo él, como si le hubiera leído el pensamiento—. Y
dile a Rosie que por nada del mundo me perdería su obra de teatro.
—Díselo tú mismo —sonriendo, Claudia le pasó a su hija el auricular y escuchó
su excitada charla acerca de su papel en la obra de teatro.
Se abrazó emocionada, como para contener su alivio. Adam volvía a casa, y a
pesar de lo que él le había dicho, lo esperaría levantada.
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Para ello se puso el más atrevido de sus nuevos camisones, de satén color perla,
bordado, con un salto de cama a juego. Se bañó y perfumó después de que Guy y
Amy se fueran a acostar, ambos asimismo deleitados con la perspectiva del
inminente regreso de Adán.
¡Pero nadie lo estaba como ella! Un fuego estaba ardiendo en la chimenea, a
modo de bienvenida. Un fuego que se reflejaba en el brillo de amor y de anhelo de
los ojos de Claudia.
Adam cerró la puerta a su espalda y se apoyó en ella. Parecía exhausto. Llevaba
un traje de color gris oscuro, y parecía más atractivo que nunca.
—Te dije que iba a venir tarde. No deberías haberme esperado levantada.
—¡Claro que sí! —sonrió Claudia, levantándose.
Estaba muy serio, con los labios apretados. Por un momento, Claudia creyó ver
un brillo de dolor en sus ojos antes de que desviara la mirada, atravesara el salón y
dejara su maletín sobre la mesa. Parecía haber adelgazado, y la joven sintió el
abrumador impulso de mecerlo en sus brazos, de consolarlo…
En aquel momento, Adam tenía un aspecto absolutamente agotado. Claudia
pensó que sus actividades en los Estados Unidos debían de haber estado a punto de
matarlo. Quizá había trabajado demasiadas horas con tal de reducir al mínimo su
ausencia, deseoso de volver con su familia. Ese pensamiento consiguió animarla.
—Siéntate frente al fuego y descansa —le dijo con tono ligero—. Sé que tenemos
muchas cosas de las que hablar, pero eso puede esperar hasta que hayas dormido
bien. Te he preparado unos sándwiches… ¡De carne y rábano picante, tus favoritos!
¿Te gustaría tomar una bebida caliente o prefieres una copa?
—Olvídate de la comida.
Ya se estaba sirviendo un whisky del mueble bar. Le ofreció una copa con un
gesto y ella negó con la cabeza, nerviosa.
Adam se estaba cerrando en banda; Claudia pensó que algo malo había
ocurrido desde la noche en que hicieron el amor.
—Como has decidido permanecer levantada, y tanto Guy como Rosie están
dormidos como Dios manda, podríamos hablar de todo eso ahora. Al menos nadie
nos interrumpirá.
Su tono era rotundo, y sus palabras ominosas. Claudia se sentía aturdida.
Retrocedió temblando y se sentó en una silla, observando a Adam mientras se
acercaba al fuego con la cabeza baja y la mirada fija en las llamas.
—¿Adam?
De alguna manera encontró la voz para hablar. Adam se volvió para mirarla
con frialdad, y en aquel momento la joven perdió ya toda esperanza.
—El asunto es muy sencillo. Cometí un error. Casarme contigo fue el mayor
error de toda mi vida, y te pido disculpas por ello. No puede funcionar. Así que te
sugiero que nos separemos provisionalmente durante un par de años antes de
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Capítulo 9
La despertó la tormenta antes que el despertador. Claudia realizó una vez más
el ritual de todas las mañanas: Lavar y vestir a Rosie, dejarla lista para ir a la escuela.
Luego se puso unos viejos vaqueros y un grueso suéter. Lo hacía todo
mecánicamente, como un autómata, víctima aún del shock de la noche anterior.
Todavía no podía creer que Adam hubiera dado por terminado su matrimonio con
tanta frialdad.
No sabía dónde había dormido Adam; ciertamente no lo había hecho con ella,
en el suntuoso dormitorio que había destinado para uso de los dos. Si no se hubiera
sentido tan aturdida, probablemente aún habría seguido llorando, pensó mientras le
servía el desayuno a Rosie. Así al menos, tenía algo de lo que sentirse agradecida.
Amy y Guy estaban eufóricos con la vuelta de Adam. Querían saber a qué hora
había llegado, si iba a quedarse más tiempo y a realizar la mayor parte del trabajo en
casa, como les había comentado en una ocasión. Por primera vez en su vida, Claudia
deseó que los dos a pesar del amor que sentía por ellos, estuvieran en aquel instante
a kilómetros de distancia de allí.
Claudia procuraba responder de la mejor manera posible aquellas preguntas,
preguntándose a su vez cómo podría hablarles sin dramatismos de la ruptura de su
matrimonio, explicarles de manera civilizada que su relación había fracasado.
Probablemente fracasaría de manera estrepitosa en el intento, estallando en sollozos.
Aquellas dos almas cándidas no se merecían participar de su dolor.
—Supongo que todavía estará fuera de combate —comentó sonriendo Guy.
Claudia murmuró algo ininteligible mientras ayudaba a Rosie a ponerse el
abrigo.
—Para nada; estoy perfectamente.
Adam respondió al comentario de su suegro desde el umbral de la cocina.
El corazón de Claudia dio un salto de dolor. Adam parecía tan atractivo como
siempre; recién duchado, vestido con un suéter negro y vaqueros, no presentaba la
menor señal de cansancio. La joven apenas podía creer que la escena de la noche
anterior hubiera tenido lugar realmente.
—Yo la llevaré a la escuela —se ofreció Adam, sonriendo.
Sólo a Claudia no le pasó desapercibida la tensión que latía bajo su sonrisa.
—No hay necesidad, de verdad…
—Espérame con Rosie en la entrada mientras acerco el coche a la puerta; está
lloviendo bastante —hablaba como si Claudia no hubiera abierto la boca; luego se
volvió hacia Guy y Amy—. Nos vemos después.
Y salió con Rosie de la mano.
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No la vio ni oyó hasta que lo tocó en un brazo. La miró con los ojos
entrecerrados, apretados los labios. Claudia abrió la boca para desahogar su furia y
su frustración, pero volvió a cerrarla porque sabía que no oiría ni una sola palabra
con aquel estrépito. Desesperada, se arrepintió de haber ido a buscarlo. Debería
haber esperado a que regresara a casa para interceptarlo entonces.
Como siempre, Adam parecía capaz de distraer sus más profundas reflexiones.
Después de encogerse de hombros como si se resignara a lo inevitable, la tomó del
brazo para llevarla a un abrigo rocoso de la cala donde estuvieran a salvo del viento.
—¿Qué es lo que quieres?
La soltó de inmediato, como si no pudiera soportar su contacto, y se apartó el
cabello húmedo de la frente echándoselo hacia atrás.
La dolorosa y violenta furia que antes había asaltado a Claudia empezaba a
desaparecer. Una actitud hostil, además, no la llevaría a ninguna parte con aquel
hombre. Adam simplemente se cerraría a cualquier crítica. En cualquier caso, ya no
quería atacarlo, o castigarlo por lo que le había hecho. Ansiaba abrazarlo, confesarle
lo mucho que lo amaba…
Pero querer algo no conllevaba su realización. Antes tendría que encontrar la
fuerza suficiente para hacerle esa confesión, exponiéndose a su burla, a su
incredulidad, o lo que era aún peor, a su indiferencia.
—¿Qué es lo que te ha traído aquí, con este tiempo? —optó por preguntarle.
Había esperado que entrara en la casa, recogiera sus pertenencias, se despidiera
y saliera de su vida.
—Quería despedirme de mis recuerdos —le contestó Adam, tenso—.
¿Satisfecha?
¿Los recuerdos de la primera vez que hicieron el amor? ¿De aquella ocasión en
que juntos desafiaron la furia de aquella tormenta de verano? Claudia no se atrevía a
preguntárselo.
Al ver cómo se estremecía de frío, Adam le ordenó con decisión:
—Vuelve a casa o pillarás una buena neumonía.
Pero Claudia no estaba dispuesta a ir a ninguna parte sin él. Retrocedió unos
pasos, protegiéndose más bajo el abrigo rocoso, y pudo ver entonces que su
expresión se oscurecía. Aquella era su gran oportunidad. Ahora, o nunca.
—Has tomado la decisión de divorciarte de mí. No comprendo por qué, pero lo
acepto porque no tengo otra opción. Sin embargo, quiero que sepas que te amo.
Nunca he dejado de amarte.
—Mentirosa —le espetó, despectivo—. ¿Qué clase de amor pude rechazar al
padre de un hijo no nacido en favor de otro hombre, sólo por pura conveniencia? Yo
me vuelvo a casa —pronunció entre dientes—. ¡Tú puedes hacer lo que quieras!
Pero Claudia lo sujetó de un brazo cuando ya había alcanzado la playa abierta.
No estaba dispuesta a aceptar aquel insulto, ni de él ni de nadie.
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—En aquel tiempo, sí. Helen era todo lo que yo no era… Preciosa, sofisticada,
elegante… —le confesó, dolida—. No vi razón alguna para que me mintiera sobre
ello. Entonces, todavía no sabía lo que era capaz de hacer. Siempre nos habíamos
llevado bien; no pude imaginar que me haría víctima de una mentira semejante…
¿Por qué habría de hacerlo? Pero he pensado mucho en ello desde entonces, desde
que volvimos a encontrarnos y comprendí el papel que Helen y Tony jugaron en mi
vida. Eran unos mentirosos, los dos. Unos embaucadores. Ahora estoy
absolutamente convencida de que me mintió.
—¡Algo admirable por tu parte! —la miró fijamente—. Helen no había dejado
de hacerme insinuaciones desde que Guy me ofreció aquel trabajo temporal…
Cuando tenía un momento libre en sus relaciones con el hombre con quien después
tú decidiste casarte. ¡Aquello me ponía enfermo! Y el día del que estás hablando…
Probablemente el peor de toda mi vida… Ella me pidió que fuera a su dormitorio
para repararle una cortina —esbozó una mueca sarcástica—. Me estaba esperando en
ropa interior para proponerme una «diversión de adultos», algo que estaba segura de
ello, su hijastra nunca podría proporcionarme debidamente. Había advertido que
pasábamos mucho tiempo juntos y no entendía lo que veía en ti… Excepto la
perspectiva de poner las manos en una jugosa herencia —se interrumpió por un
instante—. Lo vi todo rojo, la insulté de mil formas, y como tú misma has señalado,
salí a toda prisa después de que me dijera que me expulsaba de la propiedad. Ya
había sospechado que había algo entre Favel y ella, y no podía soportar el
pensamiento de que un hombre tan bueno como tu padre se dejara engañar de esa
forma por una criatura semejante. ¡Por supuesto que estaba furioso! Pero el amor que
decías sentir por mí no era al parecer, lo suficientemente grande como para que me
preguntaras por mi versión de lo sucedido. Te negaste en redondo a escucharme.
—Lo siento —sabía que no era suficiente, pero ¿qué otra cosa podría decirle?
Bajó la cabeza. Se merecía todo lo que Adam le estaba diciendo—. Mi defensa es muy
débil, por no decir inexistente. Pero entonces acababa de salir del instituto, era muy
inocente. Creía ingenuamente que Helen estaba enamorada de mi padre; no tenía
razón alguna para pensar que estaba mintiendo. Simplemente no me entraba en la
cabeza que la gente pudiera actuar de esa manera. Era joven, sufría terriblemente,
pero tenía mi orgullo. No estaba dispuesta a humillarme delante de ti, y quería
devolverte el daño que me habías hecho. No sabía, en aquel entonces, que lo último
que necesitabas era casarte por dinero. Y en todo caso… —vaciló por un instante,
pensando que la culpa de todo lo sucedido no era enteramente suya—. Recuerdo que
la primera vez que nos vimos me hiciste varias preguntas sobre la propiedad, acerca
de lo que sentiría cuando heredara el patrimonio familiar…
—Sí; los dos estábamos en situaciones semejantes. Quería saber si tú sentías,
como yo mismo en aquel tiempo, que tu deber de exigencia para con la familia no era
precisamente un plato de buen gusto. Tu orgullo fue más fuerte que tu amor; eso es
lo principal. Creo que esta conversación ya se ha agotado, ¿no crees? ¿Vamos?
Claudia lo siguió por la arena húmeda, con el corazón encogido. Lo había
intentado y había fracasado. Adam no había vuelto a abrir la boca; de alguna manera,
ya la había expulsado de su vida, y ella tenía que aceptarlo.
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Adam empujó con el pie la puerta de uno de los dormitorios, aquel en el que
había dormido la noche anterior. Su maletín abierto todavía estaba sobre el suelo, y
su traje gris colgaba del respaldo de una de las sillas. Luego, entró en el cuarto de
baño y como si fuera una muñeca, sentó a Claudia sobre el sanitario cerrado para
abrir rápidamente el grifo de la bañera.
—¿Qué es lo que te ha hecho pensar que nuestro matrimonio no puede
funcionar, ni siquiera en beneficio de Rosie? —le preguntó Claudia.
Adam se volvió hacia ella, incorporándose.
—Lo sabes perfectamente. Hicimos el amor. Cuando te propuse que nos
casáramos acordando que no consumaríamos nuestra unión, creí que sería capaz de
soportarlo por el bien de Rosie. Sabía que si alguna vez cedía a la tentación de
tocarte, lo pasaría muy mal. Tú ya me habías puesto antes en el potro de tortura; no
iba a exponerme nuevamente a aquello… Pero por otro lado, quería que nuestra hija
tuviera dos padres. ¿Por qué crees que acorté nuestra presunta luna de miel? Porque
deseaba que fuera una luna de miel verdadera, real. Cuando te tomé entre mis
brazos, me consumió el deseo… Por eso al día siguiente te llevé a Willow Cottage y me
marché. Ordené a mis abogados que siguieran el rastro de aquel condenado dinero…
Lo localizaron en una cuenta suiza y ayer me enteré de que habían podido liberarlo
con una orden judicial. A propósito, es tuyo… Es el precio de tu independencia.
Luego, durante aquel primer viaje, todo lo que hice fue pensar en nuestra relación.
No me atrevía a convertir nuestro matrimonio en un matrimonio real, verdadero.
Volví y… Bueno, mira lo que sucedió. Me acosté contigo. Era lo peor que podía haber
hecho bajo aquellas circunstancias, y entonces lo vi claro. Me estaba exponiendo a
sufrir nuevamente en los brazos de la mujer que me había ocultado la existencia de
mi hija, que me había confesado su amor para luego casarse con otro hombre con
mejores recursos… Así que me sobrepuse a la situación y decidí terminar con ella.
No podía soportarlo.
Empezó a quitarle la ropa empapada, y Claudia advirtió que le temblaban las
manos. El corazón le dio un salto en el pecho.
—No entiendo… —susurró—. ¿Me estás diciendo que todavía me deseas como
antes? ¿Que… Que todavía me amas?
Adam ya la había despojado de la última prenda de ropa interior, y una
expresión de deseo oscureció el gris de sus ojos.
—Te lo diré si me prometes que lo que antes me dijiste en la playa… Era
verdad.
—¿Que te amo, que nunca he dejado de amarte? —lo miró con los ojos llenos de
lágrimas—. ¡Te lo juro por la vida de nuestra hija!
—¡Con eso me basta! —repuso con voz ronca mientras la levantaba en brazos
para meterla en la bañera—. Te amo. Probablemente más de lo que jamás llegues a
imaginarte, y no tengo la más mínima intención de exponerte a un resfriado, o a algo
peor —añadió sonriente; tenía los ojos brillantes de emoción cuando le acarició el
cabello húmedo—. Hagamos de este día el primero de nuestro matrimonio…
Guardando la fecha de este aniversario como nuestro secreto más íntimo.
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Fin
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