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Enrique Herp - Directorio de Contemplativos
Enrique Herp - Directorio de Contemplativos
DIRECTORIO DE
CONTEMPLATIVOS
ENRIQUE HERP
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
LA VIDA ACTIVA
TERCERA PARTE
38. Los siete dones del Espíritu Santo, ornato de la vida contemplativa.
39. Consurrección y provecho de la vida contemplativa espiritual conforme a las tres partes del
hombre.
40. Consurrección de la vida contemplativa espiritual según las potencias inferiores del alma.
Primer grado.
41. La embriaguez espiritual, segundo grado de consurrección.
42. Peligros frecuentes de este ejercicio.
43. Precaución para mortificar el egoísmo y propia voluntad.
44. Tercer grado de consurrección. Herida del alma.
45. Las revelaciones de Dios.
46. Nobilísimo y cuadriforme ejercicio de aspiración. El amor unitivo.
47 Cuarto grado de consurrección. La prueba y sus razones.
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CUARTA PARTE
PRÓLOGO
Para satisfacer - tu grande, humilde y devoto deseo para alcanzar la vida verdadera y
perfecta que nos lleve a la semejanza y unión espiritual con Dios, deberás tener en
cuenta dos cosas ante todo. Lo primero es la perfecta mortificación y
desprendimiento de todas las cosas que podrían presentar algún día impedimento para
conseguir el acceso y unión con Dios. Lo segundo, que debemos tener conocimiento en
orden a adquirir unión permanente y amorosa con Dios secretamente, sin medio alguno
entre Dios y las potencias del alma.
Para lograr lo primero has de saber que debemos mortificarnos principalmente bajo
los doce aspectos siguientes: Ante todo, en el uso de las cosas temporales. Segundo, el
deseo de buscarse a si mismos al practicar ciertas obras virtuosas o rechazar el mal.
Tercero, la afición de la propia sensualidad. Cuarto, el apetito de todo amor sensitivo,
natural o adquirido. Quinto, el deseo de poseer cosas. Sexto, despojarse de toda
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PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
Ante todo está la mortificación de toda afición a las cosas temporales. Aquí se podría
preguntar si es necesario, para vivir en estado de perfección, hacer voto de pobreza
voluntaria y renunciar a todas las cosas temporales, pues se lee en el Evangelio que
dijo Nuestro Señor: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los
pobres; luego ven y sígueme» (Mt 19,21).
Razón de la pobreza
La pobreza, pues, quita los impedimentos que vienen de las cosas temporales; por
ejemplo, la solicitud y deseo de poseerlas. Asimismo se cierra la puerta a la soberbia,
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que nace de las riquezas, como la polilla del paño. Con todo, se puede conseguir la
perfección sin estos tres votos: Abrahán fue perfecto estando casado y con riquezas.
De igual modo los obispos se hallan en estado más perfecto que cualquier otro
religioso y, sin embargo, tienen bienes propios. Esto mismo se puede entender de los
otros votos. De aquí se deducen dos cosas.
Esta es la pobreza esencial que deben anhelar y apetecer todos los llamados a la
perfección, y mediante esto podrán ofrecer siempre mejor a Dios su corazón con
sosiego, sin perturbación y transparente. Estos hombres, aunque poseyesen un reino,
serían siempre pobres voluntarios. Y, aunque a veces sientan en sus potencias
sensitivas cierto gozo en la prosperidad y tristeza en lo adverso, en nada disminuye su
perfección mientras que con voluntad deliberada se abandonen libremente al divino
beneplácito y no pierdan la paz en el fondo del alma.
Pobreza de la profesión
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En primer lugar, pobreza de la profesión, que consiste en no tener nada propio. Es muy
imperfecta si se reduce únicamente a la posesión de bienes materiales, porque hay
muchos en realidad que desean con más ansias lo que no poseen, y. gr., superfluidad en
el comer y beber, curiosidad en el vestir, y cosas semejantes. Por lo cual, la pobreza
afectiva es lo principal del voto y de la virtud. Parecen pobres a los ojos de los
hombres, pero no proceden como pobres de espíritu, o sea, con libertad de corazón,
ante Dios.
Canon
En conclusión, toma esto por norma: cualquier cosa que usen, aunque fuere por
necesidad, trajes, abrigos o cosas parecidas, si lo poseen con afición desordenada de
manera que si los superiores les privaran de ello lo llevarían a mal y aun llegarían a
murmurar, entonces ciertamente viven con propiedad a los ojos de Dios y tendrán que
rendir estrecha cuenta ante El.
Pobreza de uso
Pobreza afectiva
El tercer grado es la pobreza de afecto, que tiene lugar cuando el fiel siervo de Dios
cuida de mantener su corazón en completa desnudez de manera que ni en las personas
ni en las cosas haya nada capaz de atraerlo. Más aún: acepta con cierta repugnancia las
mismas cosas necesarias; tan sólo las admite como ayuda y uso necesario al propio
natural para lanzarse mejor con libre y desnudo afecto a los brazos desnudos del amor
crucificado, Jesucristo.
Por tanto, son realmente pobres de espíritu (Mt 5,3) los que poseen las cosas
temporales con esta libertad de corazón, como si no las poseyeran. En cambio, quienes
hicieron voto de pobreza y luego ponen su afecto en las cosas son propietarios a los
ojos de Dios.
CAPÍTULO II
Amor filial
La principal intención del amor filial, al hacer cualquier bien o rechazar el mal, está en
aplacar a Dios, conocer, agradar, alabar, dar gracias, honrar y cumplir su voluntad de
beneplácito.
En cambio, el amor servil se conoce primeramente porque en todos los pecados que se
evitan o en las obras virtuosas y ejercicios que tratan de poner en práctica se buscan
a si mismos. Huyen de toda mortificación, por ejemplo, humillaciones, reprensiones,
pérdida de bienes temporales, remordimiento de conciencia, penas del infierno o
purgatorio y cosas semejantes. Buscan el provecho propio, como alabanzas, honras y
glorias humanas, riquezas, bienes espirituales, gracias sensibles, devoción, dulzura,
visiones y cosas por el estilo. Aun la misma vida eterna. En todo esto procuran la
utilidad personal más que complacer a Dios. Emprenden cosas grandes, voluntaria,
decidida y alegremente; desprecian el mundo, la sensualidad, amigos y parientes;
practican penitencias serias, entran en monasterios, observan rigurosamente
ordenanzas, estatutos, silencio, ayunos, disciplinas y cosas semejantes. Pero de nada
les sirve todo cuanto hacen, porque ni entienden ni cumplen el precepto del amor de
Dios.
El amor servil puede conocerse, además, porque consideran importantes sus buenas
obras y grandes prácticas piadosas más bien apoyándose en la esperanza y méritos
personales que en la libertad de los hijos de Dios, redimidos por la preciosísima sangre
de Jesucristo (Rom 8,32; Ap 1,5). Por eso, cualquier gracia sensible, devoción, dulzura
o visión que reciben queda al instante empañada por su culpa. La propia complacencia y
vanagloria los hace caer en soberbia, imaginando que son algo y en realidad «siendo
nada» (Gál 6,3). Consiguientemente caen en avaricia, ansiosos de mayor dulzura,
devoción, revelaciones y visiones.
En tercer lugar faltan por gula espiritual, o sea, se deleitan en las cosas precedentes
sólo por el gusto natural que ellas proporcionan. Por último, cometen adulterio
espiritual, o sea, se complacen en las cosas sólo por el gusto natural que ellas
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Es necesario purificar la intención para librarnos del amor propio al practicar el bien y
abstenemos del mal. Para lograrlo se ponen aquí los tres grados siguientes: intención
recta, intención simple e intención deiforme.
Se procede con recta intención cuando se hace el bien o se deja de hacer el mal
principalmente porque así lo quiere Dios. Refiriéndose a esta intención dice San
Gregorio en Los Morales: «Recto es aquel que no cede en la adversidad, los bienes
terrenos no le doblegan, se eleva plenamente a las cosas superiores y acata sin
reserva la voluntad de Dios».
Esta intención, por recta que sea, no basta para la perfección, porque no es todavía
espiritual o simple, sino que versa sobre la vida activa y la multiplicidad; gira en torno
a las muchas cosas en que se distrae y altera, aunque tenga a Dios como fin de sus
actividades.
Intención simple
La intención simple toca más directamente al alma, porque se llega a Dios sin medio
alguno y es propia de la vida contemplativa. Obra o deja de obrar ante todo para
agradar a Dios, honrarle, alabarle y proclamar su gloria. Más aún: hace que todas las
obras y ejercicios vayan ordenados a Dios, o sea, contribuyan a disfrutar plenamente
de la presencia de Dios en abrazo amoroso. Esto quiere decir simple: que no sólo es
recta en el sentido de fijarse directamente en los actos virtuosos con referencia a
Dios, sino que se orienta primaria y exclusivamente a Él, centrándose totalmente en
El, sin ninguna dispersión a la multiplicidad exterior. Porque la intención simple es una
cierta inclinación amorosa del espíritu interior hacia Dios, iluminada por el
conocimiento divino, adornada con la fe, esperanza y caridad. Constituye el
fundamento interno de la vida espiritual. Así, pues, esta intención se endereza a Dios
inmediatamente, en cuanto es posible, teniendo como fin primario el agradarle, amarle
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y honrarle. Pero nótese que no es únicamente por amor de Dios, porque aún mantiene
algo propio, como es el hecho de que también en su ejercicio gusta de consuelos y
devoción espiritual. Es verdad que algunos no lo pretenden propiamente hablando; pero
se sienten contrariados cuando se les priva de toda devoción y dulzura, o no las
reciben con abundancia, o les visita la adversidad en lugar del favor, desprecios en vez
de honores y así de otras pruebas.
Intención deiforme
Sólo sabrán superarlo todo cuando lleguen al tercer grado, que se llama intención
deiforme, porque ésta se ha unido y asimilado con Dios de tal forma que busca y ama
solamente el honor, la voluntad, gloria y beneplácito divino, lo mismo en lo adverso que
en lo próspero. Feliz aquel que ha llegado hasta aquí, pues, como dice San Bernardo,
disponer la voluntad con tal pureza de intención equivale a unirse con Dios,
transformarse en Él y gozar de Dios en Dios.
CAPÍTULO III
En primer lugar, el placer de los sentidos, que se acrecienta con el deseo de manjares
y bebidas finas, vestidos y lechos de lujo, etc. Bien entendido que no se prohíbe usar
de todo esto, cuando se hace por exigencias de estado o condicionamiento social o
porque así lo requiere la naturaleza o una enfermedad. Lo único reprochable está en
usar de ello por mera complacencia de los sentidos, conforme nos amonesta San Pablo:
«No os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rom 13,14). El
placer puede también consistir en pensamientos lascivos, afectos, palabras, obras,
gestos y múltiples conversaciones con otras personas, motivadas por el amor sensual.
Apetitos sensitivos
Viene luego la sensualidad del apetito que busca gloria y honras humanas, ostentación,
alabanzas, favores y amistades. Asimismo el deseo de disfrutar de todas las cosas que
entran por los sentidos, mirando cosas bellas, oyendo novedades y cosas semejantes.
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Curiosidad en el decoro
Adviértase aquí la gran diferencia que existe entre cometer pecados veniales por
afición desordenada y caer por flaqueza u ocasión. Ciertamente que, por debilidad de
nuestra naturaleza, es imposible evitar todos los pecados veniales. Pero si podemos, en
cambio, mortificar la afición a ellos. Así, pues, faltan solamente por ocasión o
fragilidad natural aquellos que, estando libres y a solas consigo mismos, antes o
después de la caída, no desean nada que sea pecado, ni siquiera la mera satisfacción de
los sentidos. Por ejemplo, conversaciones o compañías de pasatiempo, comer y beber
bien, complacerse en sí mismos o en otros, vanagloria y cosas semejantes. En cambio,
llegada la ocasión, por su debilidad natural, al instante caen en pecados veniales. Pero,
tan pronto como vuelven sobre si mismos, se duelen de esto y sienten perfecta
aversión y disgusto de todo aquello que les pudo alejar de Dios. Este pecado venial es
de poca importancia y Dios le perdona tan pronto como el pecador se siente
compungido.
Pecados de afición
Por tanto, es necesario morir a la sensualidad, sintiendo una perfecta aversión a todo
aquello a que se adhirieron los sentidos con desordenado afecto. Es la única manera de
salvar el cúmulo de virtudes, penitencia, misericordia y obras buenas. Del mismo modo
que Caifás profetizó de Cristo diciendo: «Es mejor que muera uno solo por el pueblo y
no que perezca toda la nación» (Jn 11,50). ¡Oh si conociésemos la muchedumbre de los
que obran grandes cosas inútilmente o casi sin provecho! Quedaríamos realmente muy
sorprendidos, porque con frecuencia a los ojos de Dios es podredumbre lo que parece
maravilloso al juicio de los hombres.
CAPÍTULO IV
Diferencias de amor
Amor mundano
Distintas son las maneras de mortificar el amor, como diferentes son sus clases. Ante
todo está el amor mundano, así llamado porque se propone complacer al mundo y teme
disgustarle. Muchas obras resultan defectuosas y viciadas por el afán de complacer a
la gente. Se hacen en realidad para recibir honores o evitarse humillaciones, y no para
agradar a Dios. Estas acciones carecen de valor. Otros que las hacen por Dios gustan,
sin embargo, de que redunden en alabanza y honor personal, más por la propia honra y
alabanza que por el amor de Dios y edificación del prójimo. De igual modo cometen, o
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Amor natural
Otro es el amor con que nos amamos a nosotros mismos, al padre, a la madre, a los
hermanos, hermanas y demás parientes. Dios no prohíbe este amor, porque brota como
exigencia natural; pero es una de las mayores virtudes orientarlo conforme a la recta
razón bajo el amor de Dios, porque nuestra naturaleza es sutil y se busca a sí misma
en todas las cosas. Resulta dificil superar las pruebas del amor natural hacia los
parientes, desde el momento que este amor es por si mismo bueno. Dios probó a
Abrahán mandándole sacrificar a su hijo por amor de Él. Y porque el amor divino
sobrepujó todo amor natural (pues estaba dispuesto a inmolar a su hijo Isaac en su
honor) Abrahán mereció llamarse amigo de Dios (Gén 22).
* Criterio
Ten esto como norma general: todo amor (natural o cualquiera que sea) que produce
desasosiego en el corazón, alterando su paz con imaginaciones, especialmente en el
tiempo de la oración, y que pone deseos de ver, hablar o tener ante sí a la persona
amada es amor desordenado. Cabe la única excepción de que ello sea motivado por la
salvación e instrucción espiritual del alma. Desagrada a Dios y causa daño grave a los
que desean aprovechar en la vida espiritual.
Amor adquirido
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El tercero es el amor adquirido, y esto de dos maneras. Primero, por los encuentros
frecuentes y conversaciones. Luego, por los regalos, servicios, ayudas y pruebas de
amistad mutua. Estos dos amores son buenos, pero tienen el peligro de inducir a los
hombres fácilmente hacia un amor desordenado, que puede llevarlos hasta el pecado o
distraerlos del progreso en la virtud.
Amor racional
CAPÍTULO V
Pensamientos varios
Pensamientos nocivos
Los pensamientos nocivos tienen lugar, por ejemplo, cuando alguien se detiene
morbosamente en recuerdos o imágenes, aunque no lleguen a pecado grave. Estos
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La tercera clase de pensamientos son de suyo buenos, pero hacen perder la paz del
alma. Unos provienen del justo cuidado de los bienes temporales. Otros por devaneos
escrupulosos y pusilánimes. Pueden ser también sobre bienes espirituales, como ocurre
a los que investigan curiosamente los misterios de Dios y la vida eterna.
A los hombres de sutil ingenio y activos por naturaleza les resulta más difícil librarse
de todo pensamiento. Sin embargo, es necesario deshacerse de cuanto pueda turbar la
paz del corazón: esta paz favorece en gran manera la comunicación amorosa con Dios.
Dios es uno: nada mejor que la simplicidad de corazón para encontrarle. Y porque es
amor eterno, el mejor modo de conquistarle es el deseo y el .amor.
CAPÍTULO VI
privan a sí mismos de la paz y del conocimiento del hombre interior, porque no andan
bien recogidos ni están unidos plenamente a Dios. Sólo entonces descubrirán los
íntimos, ocultos y amables caminos del Señor.
Por consiguiente, el que quiera vida interior necesita desearla vivamente y pedirla a
Dios, aplicándose a ella con toda diligencia. De Nuestro Señor vienen la gracia y
auxilios para las prácticas externas y para los ejercicios amorosos del hombre
interior, en la medida que cada uno se dispone, haciendo lo posible de su parte.
Así, pues, si quieres ser hombre de vida interior, es necesario que purifiques tu
corazón hasta vaciarlo de todo lo que no sea Dios. Y que todas las obras exteriores y
ocupaciones hechas por causa razonable o en virtud de obediencia aprendas a hacerlas
sin dispersión ni ansiedad, con la mente y corazón puestos en el Señor. Es muy de
alabar todo lo que se hace en oculto; pero en esas mismas obras hay que evitar la
dispersión y ansiedad del corazón, que entibian la devoción y exponen al hombre a
muchas tentaciones y asechanzas del enemigo. La naturaleza y la sensualidad se
complacen más en sí mismas, en sus vanidades y caprichos. El entendimiento se
oscurece, el alma y todo ejercicio resulta desabrido.
Si quieres, pues, vencer las tentaciones del demonio, de la carne y del mundo, todas
tus fragilidades e imperfecciones y tus naturales pasiones, esfuérzate en todo tiempo
por mantener el ánimo introvertido y tu deseo en Dios. Procura poner más actos
interiores de amor que prácticas exteriores de virtud. Porque una ocupación, que viene
a disipar el corazón, con la costumbre termina por crear cierto desasosiego e
intemperancia, aunque se trate de cosas buenas. Llega a tal punto la divagación de la
mente que resulta imposible frenarla en el tiempo de la oración. Impide que las
potencias inferiores del alma consigan recogerse con cierto sosiego. Nadie es capaz
de llegar a este recogimiento, si no tiene el corazón libre de toda criatura hasta el
punto de sentirse atraído por Dios Nuestro Señor y gustar de menospreciarse por
amor de Dios. Porque el amor puro crea un espíritu puro, simple y libre de todas las
cosas; levanta sin dificultad el vuelo hasta Dios. Donde está el amor allí va la memoria
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y el corazón; allí hay capacidad para recogernos en intimidad con Dios y a la vez para
ejercitarse divinamente en las obras exteriores.
CAPÍTULO VII
Notemos que la amargura del corazón radica en una de estas cinco causas. Ante todo,
la presunción de las propias obras virtuosas: muchas penitencias, prácticas piadosas u
otras que parecen buenas a juicio de los hombres, pero que se originan de un corazón
propietario, soberbio, inmortificado. Son en realidad mortificaciones falsas,
repugnantes a los ojos de Dios. Sirven para enorgullecerse y despreciar fácilmente a
los demás juzgándolos en el corazón y quizá con palabras como el fariseo: «No soy
como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este
publicano» (Lc 18,11). No hay nadie en peor situación que éstos, porque sus propias
virtudes les perjudican y ellos crean fácilmente discordia entre los demás, pensando y
juzgándolos falsamente, como dice San Gregorio: «El hombre perfecto se inclina a
compasión fácilmente, pero quien lo es sólo en apariencia no puede tolerar las
flaquezas humanas ni a los pecadores. Esto es señal de una conciencia amargada,
altanera e intranquila, como dice San Juan Crisóstomo: El que critica las cosas ajenas
con severidad, esto es, los defectos de los demás, nunca merecerá el perdón de sus
delitos, mientras no cambie de actitud». Pero si esto lo ha hecho costumbre, apenas
tendrá esperanza de enmendarse.
Los murmurantes
Yo te advierto de verdad que los hombres no cometen cosa más reprensible ante Dios
que la murmuración, especialmente cuando se ataca a prelados y superiores. Porque,
como advierte San Agustín, el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento ofendió a
Dios principalmente murmurando contra El. Es decir: contra Moisés y Aarón, los jefes
que Él les había dado. Lo refiere Moisés con estas palabras: «No van contra nosotros
vuestras murmuraciones, sino contra Yahvé» (Ex 16,16). Por lo demás, apenas hay
esperanza de que éstos progresen en la virtud.
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Tercero. Esta amargura nace de la envidia que brota contra otros, debido a que han
tenido para ellos ciertas palabras, hechos, signos o gestos displicentes. Lo exageran
mucho interpretándolo todo en el peor sentido, aunque las cosas no sean malas de por
sí. Esto procede de que quieren ver en el otro solamente lo vituperable y difamante y
lo que pueda ocasionarle daño.
Hay que evitarlo a toda costa, porque procede de un fondo de odio y envidia.
La amargura tiene una cuarta causa: el deseo de la propia complacencia. Porque quieren
ser vistos, amados y alabados; que los superiores o aquellos con quienes tratan, incluso
los seglares, los tengan por buenos. Cuando ven que uno se va superando cada día y que
merece estima y honor de la gente, entonces se concentra la envidia en él y se
empeñan en humillarle y quitarle la fama por detracción y otros medios parecidos.
Una quinta causa de esta amargura radica en la propia perversidad, y esto por dos
razones: primeramente por mala, intranquila y amarga conciencia, con lo cual el
murmurante se vuelve tan fastidioso que se hace insoportable para los compañeros; se
convierte en copa rebosante de todas las faltas. Perverso por sí con los mismos ojos
mira a los demás y todo lo interpreta en el peor de los sentidos. Como cuentan de los
basiliscos, que hieren mortalmente con su veneno a cuantos alcanzan con la vista. Así
son aquellos que no aciertan a juzgar a otros más que con el rasero de su propia
mezquindad.
La segunda razón es porque, como ellos siguen siendo tan malos y poco mortificados,
sienten envidia de que la gracia divina produzca tan notables virtudes en los demás.
Querrían privar de tanto bien a los hombres virtuosos, humildes y devotos, para caer
en los mismos defectos que ellos tienen. Como no lo pueden conseguir, se burlan de
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ellos y, enojados, los persiguen con palabras y con hechos. Pecan contra el Espíritu
Santo.
Conclusión
CAPÍTULO VIII
Porque nada hay tan pernicioso para el hombre espiritual, ni hay nada que desagrade
tanto a Dios como la vanagloria y propia complacencia. Por eso, cuentan de un alma
consagrada, llamada Clara, que por una breve tentación de vanagloria Dios la retiró,
durante quince años, la abundancia de su divina dulzura y espiritual iluminación. Y que
en todo ese tiempo ni siquiera con sus lágrimas, trabajos y súplicas pudo recuperar la
primera consolación. No debe asombrarnos, ya que en esto consiste la diferencia entre
los siervos fieles y los infieles.
Diferente motivación
El siervo bueno puede ayunar, vigilar, orar, hacer limosnas y otras obras virtuosas de
verdad. El infiel puede hacer aparentemente lo mismo; pero le falla la intención: no lo
hace únicamente por agradar a su Señor ni lo atribuye a su gracia. Se lo apropia y se
gloría en estas cosas con particular complacencia, ensalzándose y teniéndose por
grande, mientras que debería humillarse y juzgarse indigno. En resumen: el abuso de la
gracia le causa más daño que provecho.
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Por consiguiente, debe andar solicito y reconocer sin fingimiento que es indigno de
toda gracia y que es el pecador más despreciable entre todos los hombres. Para llegar
a este resultado procederá abriendo los tres ojos siguientes del conocimiento. Con el
primero considere la muchedumbre, torpeza y gravedad de sus pecados. Reconozca
asimismo la inmensa gratitud a la gracia que Dios le dio para consolidarse en las
virtudes y abandonar los pecados.
Con el segundo ojo piense en los muchos pecados de que le ha preservado solamente la
gracia de Dios; no porque él por si mismo los haya podido rechazar. Dios le ha librado
de ocasiones y tentaciones de pecados mortales, en que hubiera caído más gravemente
que cualquier otro, de haberle faltado la gracia divina.
Desprecio de sí mismo
mayores merecimientos, que reserva para sus amigos carísimos. Lo demostró Cristo
cuando aceptó la profunda humillación de su muerte. De igual modo los sufrimientos de
su Madre la Virgen, el martirio de San Juan Bautista y el de todos sus amados
discípulos. Conviene advertir aquí que, por el hecho de ser el desprecio fuente de
merecimientos, nadie debe atreverse a despreciar a los demás. Podría él mismo
hacerse reo de pecados graves. Pero si nos sobreviene alguna confusión o desprecio
inesperadamente y, al parecer, sin merecerlo, debemos aceptarlo gustosamente por
amor de Dios.
CAPÍTULO IX
Se entiende por deleites interiores las gracias sensibles: devoción, amor y dulzuras
internas que se reciben y disfrutan en las potencias inferiores del alma. La naturaleza
y sentidos del hombre participan por redundancia. Algunas veces los reciben también
personas que viven y permanecen en pecado mortal; pero comúnmente lo experimentan
aquellos a quienes Dios quiere apartar del mundo y del pecado. Algunos ponen todo su
empeño y oración en disfrutar de esta gracia sensible, devoción y dulzura. Mientras no
la consiguen creen que no son capaces de hacer nada bueno; les parece sin valor todo
lo que hacen. Precisamente porque piensan que el amor de Dios consiste en la devoción
y afecto sensible, pero se equivocan a menudo de medio a medio.
Es un regalo de Dios que sirve sólo para ayudar al hombre a mortificarse, apartarle de
toda criatura y alegría mundana y abandonarse al beneplácito de la voluntad de Dios.
Pedir a Dios y buscar esta gracia sensible, devoción dulzura, podría justificarse
únicamente como medio para aprender a morir a sí mismos y entregarse más y mejor al
amor de Dios. Pero los que lo piden ansían y buscan solamente por el placer que
produce, y pretenden descansar en ello para acrecentar sus gustos, ofenden
seriamente al Señor. De poco les serviría abandonar los placeres mundanos por esta
causa. Equivaldría a un simple cambio del gozar sensitivo por los dos deleites
interiores, que producen mayor gozo. Sucede, en efecto, que tales personas, como no
aciertan a vivir sin sus gustos sensitivos, buscan los deleites exteriores apenas les
faltan los interiores.
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Nadie debe creerse santo por el hecho de que experimenta gusto sensible en el amor
de Dios; devoción, suavidad y, a veces, como inundado de gracia. Estas cosas ocurren
de ordinario por nuestra flaqueza y poca mortificación, ya que de otro modo no
buscaríamos a Dios con diligencia, ni le serviríamos, ni nos desprenderíamos
totalmente del mundo.
Inconstancia natural
Canon
Ten como norma general que todo lo que podemos pretender, si no va ordenado a la
desnuda mortificación de si mismos por amor de Dios, tiene mucho de origen
meramente natural y se ordena al egoísmo. Como se ve, las tendencias naturales
levantan cabeza buscándose a sí mismas aun en aquellas cosas que parecen muy santas.
Se creerían estar ya sometidas a la gracia y al punto vuelven furtivamente
buscándose, sin darnos cuenta. Por eso, también son pocos los que se conocen a fondo
y se superan perfectamente.
En segundo lugar, se entiende por gustos del espíritu la satisfacción que cualquiera
recibe en las facultades intelectuales, o sea: por visión, imaginación o conocimiento,
contemplando a Dios en su esencia. Nótese de paso que algunos se contentan con
entender y discurrir, pero no se ejercitan en el amor. No pretenden inflamarse en el
amor divino. Buscan tan sólo la curiosidad de aumentar sus conocimientos de cualquier
modo que fuere; por ejemplo: cómo fue la concepción de Cristo, el nacimiento, la
crucifixión, la ascensión, jerarquías celestes, distinción de personas en el Misterio
Trinitario y cosas semejantes. Se recrean interiormente en esos pensamientos,
convencidos de que llevan vida de contemplativos. En realidad están muy lejos de ella.
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Un caso: les parece ver, con visión corporal, ángeles en el cielo, al Niño Jesús en el
Sacramento y cosas semejantes. Simulan oír cantar a los ángeles o que experimentan
dulzura sensible en el Sacramento, y así por el estilo con los demás sentidos. Lo mismo
pretenden en su interior con toda noticia espiritual o conocimiento esencial de Dios,
que se puede tener por visión.
Al poner sus gustos y preferencias en estas cosas, trabajan mucho en balde, y corren
peligro de ilusionismo. Porque Dios permite que el demonio se entere y los engañe con
múltiples visiones, perceptibles por los sentidos o interiormente, como en los sueños.
Ellos, en cambio, anhelan estas cosas y se gozan en ello; se creen con derecho a
tenerlo y se glorían de recibir tales dones. Se engríen, se creen muy importantes, se
tienen por sabios, se vuelven obstinados, hijos del demonio.
Ejercicio seguro
Por eso, el que quiera vivir fructuosamente debe ordenar todos sus actos a fin de
ejercitarse de veras en el amor de Dios y no para tener profundo conocimiento de
cosas innecesarias. Y si Dios le regalare con alguna noticia, no deberá, sin embargo,
complacerse en ello o ser crédulo en demasía, a no ser que primeramente haya
procurado, con discreción y humildad, consultar sobre esto a quienes tienen discreción
de espíritu. Hallará la paz únicamente estando dispuesto a vivir en completo abandono
por amor de Dios.
CAPÍTULO X
penitencias, pero no tienen paz. Viven con cierta ansiedad y temor, sin verdadera
esperanza ni confianza en Dios.
Esto es señal de que los escrúpulos radican en el temor del castigo de Dios y no
precisamente en el deseo de perfección. Se considera pecado lo que de suyo no lo es, y
esto por dos motivos. Primeramente el desordenado amor propio, pues de ahí procede
un temor excesivo a cualquier cosa que le pueda contrariar. Por lo cual, aunque estos
aparecen exteriormente como fieles observantes de los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, en realidad no cumplen el precepto de la caridad. Porque todo cuanto hacen no
lo hacen por amor, sino coaccionados por el temor, para no condenarse. Por tanto,
obran por egoísmo y no por amor de Dios. No pueden, pues, confiar en el Señor, porque
no son fieles a Dios; antes bien, toda su vida interior es temor y temblor, trabajos y
miserias. Todos sus ejercicios de oración, trabajo, penitencias, obras de misericordia.
Todo lo hacen para echar de si algún temor. De nada les sirve eso. Cuanto más se aman
a sí mismos, tanto mayor es el miedo a la muerte, juicio y penas del Infierno.
Puede concluirse de aquí que la causa del temor desordenado es el amor de sí mismos
con que cada uno busca la felicidad, aunque sea infiel a quien puede hacerle feliz.
Otro motivo de escrúpulos es la tacañería o amor calculado para con Dios, pues del
poco amor se sigue escasa confianza. Sólo el amor de Dios lleva al hombre a la
verdadera esperanza y confianza en la divina misericordia, bondad, liberalidad y
gracia. Cuando falta amor, ninguna virtud, por grande que fuere, ni siquiera la
penitencia, es capaz de crear la confianza.
Confianza en Dios
Nada hay tan necesario como una gran esperanza y confianza en Dios, para aquel que
quiere llegar a la perfección. ¡Oh santa esperanza! ¡Oh dichosa confianza en Dios, con
tal que no arrastre a nadie a la negligencia y pereza para enmendarse! La esperanza
bien entendida induce a una gratitud más digna y al deseo de adquirir más
perfectamente la gracia, caridad y perfección de todas las virtudes. Incita a desechar
todo lo sensual, a procurar lo que sirve para mortificación de sí mismos y a sufrir
alegremente cualquier adversidad. Esta esperanza es verdaderamente necesaria y
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saludable. Porque cuanto más espere tanto más agradecido se muestra y más se
reforma a sí mismo.
CAPÍTULO XI
Más penas y afrentas hubiera Él padecido por amor de su Padre y la salvación de los
hombres. Por eso Nuestro Señor se complace en manifestar su confianza dando mucho
que sufrir a los que dispone para alcanzar los mayores méritos. ¡Oh si supiéramos con
cuánto amor Dios envía las aflicciones! Las pediríamos con mucho afecto y las
recibiríamos muy agradecidos de cualquier modo que vinieren.
Porque las tribulaciones son don preciosísimo, que Dios regala a sus íntimos amigos,
para enriquecer sus almas y hacerlas verdaderamente semejantes a El. Jamás hubo
escultor alguno que trabajase con tanto esmero y preocupación para conseguir la
perfecta adecuación de rasgos entre la estatua y el modelo como lo hace Dios con el
alma. El Señor, Todopoderoso, previó con su inmensa sabiduría desde toda la eternidad
y predispuso sobre sus amigos particulares cómo, mediante tales aflicciones, los
modelaría a semejanza perfectísima de Jesucristo. A este propósito comenta San
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Agustín sobre los Salmos: «Tan pronto como el hombre cristiano comience a
disponerse con perfección para progresar en las virtudes y mortificación de sí mismo,
empezará a sufrir la maledicencia de sus adversarios. Quien no lo ha padecido todavía,
podemos decir que no ha hecho progresos. Si alguno no las padece, ni siquiera intente
progresar».
Grados de paciencia
Hay que distinguir tres grados de paciencia. Ante todo está el reprimirse para no
tomar venganza por si mismo, ni siquiera desearla. Este grado es muy imperfecto,
porque frecuentemente permanece amargado el corazón, y de ahí proceden las
murmuraciones, comentarios, maledicencia, envidia, malas sospechas y cosas
semejantes. Son señales de un corazón todavía no mortificado y de amor desordenado
a si mismo; porque toda aflicción excesiva, tristeza e inquietud proceden de un amor
desordenado. Como dice San Gregorio: «Quien no tolera con ecuanimidad los males y
persecución que otros le infligen, él mismo demuestra por su impaciencia que está
lejos de la plenitud del bien, o sea, de la gracia y las virtudes».
Tales personas rezuman amabilidad y dulzura divina en abundancia. Las potencias del
alma se sosiegan y esta bondad anega al alma en divina embriaguez hasta el punto de
no sentir ninguna afrenta exterior, detrimento o pena. Porque consideran toda
persecución como una ayuda para acercarse al Amado y aman todas las persecuciones
como verdaderas ayudas para la vida eterna. ¡Dichosa el alma que ha llegado hasta
aquí, porque va a descansar eternamente en los brazos de Cristo!
CAPÍTULO XII
Lo más noble que Dios ha dado al hombre es el libre albedrío. Sin él no hay pecado y
sólo con él es posible la perfección. Lógicamente, ninguna cosa puede causar más daño
al hombre que la propia voluntad.
Voluntad propia
Ella es, en efecto, el cimiento sobre el cual se amontona y descansa todo el desorden
de los pecados. Si le diéramos la vuelta, se derribarían los muros de Jericó, es decir,
acabamos con el pecado (Jos 6). Esto, sin embargo, no quiere decir que sea necesario
el voto de obediencia para alcanzar la perfección.
Necesidad de la obediencia
Otros, en cambio, han llegado ya a tal madurez que se dejan guiar amorosamente por
el espíritu de Dios y su gracia, hasta morir del todo a la propia voluntad. Se abandonan
a la voluntad de Dios y secundan deliciosamente sus signos. Estos no necesitan que
nadie los tenga que mandar. Bajo la obediencia divina están prontos para abandonarse
a sí mismos y seguir la voluntad del Señor en cuanto alcanzan a conocerla.
Especialmente en estos tiempos en que casi todos los superiores de comunidades
religiosas están más dados a las cosas externas que cuanto atañe a la vida interior. Y
por eso sirven más de estorbo que de ayuda a los súbditos llamados a la vida espiritual.
Por esto hay tanta negligencia e inmortificación entre ciertos religiosos. No ordenan
sus planes como requiere la vida de perfección.
A pesar de todo, quede claro que los verdaderos religiosos necesitan tener su voluntad
dispuesta a vivir bajo obediencia, si entendieren que esto sería más del agrado de
Dios. Por consiguiente, debemos alabar y no despreciar a los que no hacen profesión de
vida religiosa, con el fin de tener plena libertad de espíritu para unirse más y mejor
con Dios de día y de noche en todos sus ejercicios espirituales. No por otra intención,
que sería mantenerse sin compromiso para dar rienda suelta a las inclinaciones
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naturales y a los sentidos. Bien entendido, pues, que debe hacer buen uso de su
libertad con toda diligencia y aceptar la obediencia de Dios en cualquiera de las
formas que ahora diré.
Primeramente la obediencia del voto que se hizo con la profesión. Hay muchos que, a
juzgar por el exterior, cumplen el voto de obediencia, pero luego demuestran
someterse involuntariamente. Más que cumplir la voluntad del superior, procuran que
él mande conforme ellos quieren. Si no, se rebelan, murmuran y terminan por no
hacerlo.
Les sería mucho mejor no haber prometido obediencia, ya que el voto se les ha
convertido en lazo de condenación. Dice San Bernardo, a este propósito, que quien
oculta o abiertamente procura que el Prelado le mande lo que le guste él mismo se
engaña y en vano se precia de obediencia a los prelados. En tal caso, más que
someterse al Prelado, hace que el Prelado sea súbdito suyo.
Obediencia de conformidad
Así, pues, se deben practicar las obras de obediencia para alcanzar la mayor
misericordia, complacencia, gracia, familiaridad y secreto amor de Dios. Y cuando
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hubiere hecho todo lo que esté de su parte, buscará que los superiores le desprecien y
olviden; asimismo de los compañeros. Esto es verdadera señal de que todo lo hace
únicamente por amor de Dios.
Obediencia de unión
Además, conviene tener en cuenta que en este santo abandono de la voluntad se dan
muchos grados. Hay quienes están dispuestos a recibir cualquier cosa que Dios
permitiere sobrevenirles en sus bienes, con tal que les deje disfrutar de la gracia
interior, amor sensible y consuelo espiritual. Este solaz interior les capacita para
sufrir fácilmente cualquier contrariedad. Son todavía soldados débiles en el amor de
Dios. Omitimos, por brevedad, describir otros grados. Sepas tan sólo que el grado
supremo de abandono en la deliciosísima voluntad del Señor consiste en que la libertad
muera del todo por amor de Dios a cualquier sentimiento de gusto propio. Nuestra
libertad debe seguir pronta y perfectamente el plan de Dios, como la sombra sigue al
cuerpo, en todo lo que nos pueda suceder aquí o en la eternidad.
Esta es la máxima libertad a que puede aspirar la criatura racional: gozarse solamente
en la voluntad de Dios. Por ella, el hombre viene a ser eterno. Nada le inmuta de
cuanto pueda acaecerle. Sólo Dios. Por amor de Dios, en cambio, estaría dispuesto con
mucho gusto a todos los tormentos del Infierno. Los repetidos actos de amor de Dios
le han dispuesto incluso a recibir del Señor alegremente todo el abandono interior o
privación de gracia sensible, devoción, amor, dulzura. Con igual disposición acepta la
copiosa avenida de los dones que Dios le envíe para poderse unir a la voluntad de Dios
con entera placidez. Está realmente tan encendido en el fuego del amor divino, que
desea de lo íntimo de su corazón pasar por la vida privado de todo amor y gracia
sensibles. Únicamente anhela el amor esencial en total abandono interior y angustia
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del corazón que puedan sobrevenirle. No pide a Dios ningún consuelo, aunque pudiera
tenerlo, de orden espiritual, porque sobre todas las cosas desea imitar a Jesucristo
en su abandono. Es el estado más perfecto (Mt 26,38; Lc 22,44).
Feliz el alma que de este modo muere a si misma. ¡Qué desnuda queda de afectos
peregrinos! ¡Qué tranquila de corazón! Limpia de toda mancha, libre de penas. Todo
temor ausente. Engalanada con todas las virtudes. Esclarecido el entendimiento y
elevado el espíritu. ¡Unida a Dios y eternamente glorificada!
Lo dicho hasta aquí baste para lo primero que me propuse: demostrar la necesidad de
mortificación en todo lo que ofrezca algún impedimento para ir a Dios y poder unirnos
con El.
SEGUNDA PARTE
LA VIDA ACTIVA
CAPÍTULO XIII
En lo que sigue es nuestro propósito presentar doctrina que nos capacite para
conseguir la perseverante y amorosa unión con Dios directamente, sin que nada se
interponga entre El y nuestras potencias.
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Para ello es preciso conocer algo más, aunque ya queda suficiente doctrina expuesta en
los capítulos precedentes. Pues, como la piedra cae por inercia, así el alma mortificada,
rotos todos los lazos que la sujetan, vuela hasta la unión con Dios, sin intermedio
alguno; porque Dios es el centro natural del alma, para quien fue creada, a fin de
reposar en Él y disfrutar eternamente.
Dios
Todas las demás criaturas fueron ordenadas a subvenir las necesidades del hombre.
Para que le sirvan de ayuda e instrumento encaminándole hacia Dios. Pensemos, por
ejemplo, en distintos modos de alimentar, vestir, corregir e instruir al hombre. Cómo
las criaturas pregonan el nombre de Dios, su infinita grandeza, sabiduría, belleza,
dulzura, sutileza, bondad, y otros modos infinitos en que la naturaleza, los sentidos
exteriores y la razón se pueden ejercitar.
Consiguientemente, los sentidos exteriores han sido ordenados para servir y estar
sometidos a los internos. Estas potencias internas, a su vez, están al servicio de las
espirituales, creadas para vivir siempre en amor de Dios. Como los rayos solares
necesitan estar siempre unidos al sol, si quieren permanecer en su ser. Por tanto, el
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alma que quiere llegar a la perfección necesita proceder de modo semejante con Dios.
Se apresure siempre a injertarse en Él con sus tres potencias, por medio de la gracia
divina y la propia voluntad. Esto es propiamente lo que pretendo enseñar aquí: la
manera de conseguirlo.
CAPÍTULO XIV
Hay tres vidas en el hombre; a saber: la activa, significada por Lía «de ojos tiernos»;
espiritual contemplativa, de la que es figura Raquel, «de bella presencia» y «buen
ver», pero «no daba hijos a Jacob» (Gén 29,17; 30,1), y la contemplativa supraesencial,
representada por María Magdalena, «quien ha elegido la parte buena que no le será
quitada» (Lc 10,42). En cualquiera de estas tres vamos a distinguir una preparación,
ornato y aprovechamiento, si queremos realmente vivirlas y ofrecerlas a Dios con
provecho.
La actividad
Ante todo, es preciso que nos preparemos para la vida activa, si queremos vivir como
fieles siervos, conforme se dice en el Evangelio: «Bien, siervo bueno y fiel... entra en
el gozo de tu Señor» (Mt 25,21). Notemos que se le llama bueno y servidor, porque
eligió en todas las cosas obedecer los preceptos de Dios y de la Santa Iglesia,
ejercitarse en las obras buenas, buenas costumbres, virtudes y ejercicios de la vida
activa; no buscándose a sí mismo en nada. Solamente la honra y gloria de Dios, su
divina voluntad, o el arrepentimiento y salvación de las almas. Llaman buenos a los que
proceden así. Pero se llaman aún siervos de Dios y no amigos, porque hacen consistir
toda su perfección en los ejercicios de la vida activa, y el Señor todavía no los trae
más al interior, sino que permite permanezcan fuera, en los ejercicios de vida activa.
Necesitan ser familiares de Dios y conocer sus secretos, pues deben llamarse amigos
suyos, como el Señor decía a los Apóstoles: «No os llamo ya siervos.., porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Nótese de paso que Dios concede su gracia, ayuda y auxilios en la medida que cada uno
se haya preparado y ejercitado, sea con obras virtuosas de la vida activa, sea por el
ejercicio interno del amor.
Para esto ayudan mucho ciertas disposiciones naturales, porque los amargados, los
melancólicos por naturaleza, los escrupulosos y orgullosos, muy difícilmente pueden
tener acceso a la vida interior espiritual. Mientras que los alegres, amorosos y
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Se contenta con saber y sentir que busca a Dios con sinceridad y le parece que las
prácticas son más útiles que cualquier ejercicio de espíritu. Las obras que hace por
Dios están más presentes en su corazón que Dios mismo por quien las hace.
Efectivamente, piensa en sus obras más que en agradar a Dios con ellas.
CAPÍTULO XV
Para prepararse a la felicidad de la vida activa, que ha de ser disposición para alcanzar
la contemplativa, hay que identificarse con aquello que dice el Salmo: «Mi lealtad y mi
amor irán con él, por mi nombre se exaltará su cuerpo» (Sal 89,25).
Jaculatorias
A este fin deberá preparar algunas oracioncitas, con encendidos suspiros y deseos,
que le puedan inducir a contrición, amor y devoción sensible. Cada gemido o suspiro
afectuoso del corazón levanta algo de la herrumbre que causaron los pecados, como la
lima cuando se aplica al hierro lo limpia y afina en cada frotamiento. Poco a poco se
purifica el alma, se clarifica el ojo de la inteligencia y ejercita la voluntad en el amor
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Contrición ordenada
Debe ordenar de tal modo la contrición de sus pecados que se lamente más de haber
despreciado y ofendido a Dios que de haberse perdido y condenado a sí mismo.
El amor de Dios
Confianza
¡Oh santa esperanza y feliz confianza con tal que no provoque al hombre a flojedad y
pereza sino al agradecimiento, al amor, al cultivo de todas las virtudes, a la aspereza
de la penitencia y a la voluntaria modificación de sí mismo!
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CAPÍTULO XVI
Para distinguir los ejercicios de la vida activa, conviene tener en cuenta una doble
finalidad en estas meditaciones, a saber: el temor y el amor. Sea el temor servil, que
siente sobrecogimiento por los sufrimientos del Purgatorio o el castigo del Infierno; o
bien el temor filial con que se horroriza de ofender a Dios o serle ingrato. Las
meditaciones disminuyen mérito a medida que se aproximan al temor servil. Cuanto
más cerca estuvieren del temor filial o del amor, tanto más aceptas serán a Dios y de
mayor mérito; purifican mucho más el alma de sus pecados y ayudan a la vida de
perfección.
Meditaciones
Además de estas meditaciones, en cuarto lugar están los ejercicios de la Pasión del
Señor para sentir compasión. San Bernardo, en el Sermón del Miércoles después de
las Palmas, distingue tres grados en el ejercicio de la Pasión del Señor analizando el
hecho, el modo y la causa.
- El hecho
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- El modo
El segundo grado está en meditar el modo de su Pasión, es decir, con qué profunda
humildad, paciencia, mansedumbre y deseo ha padecido. De este modo, en su Pasión
podemos hallar la perfección de todas las virtudes que debemos considerar en ella,
para imitar al Señor, especialmente aquellos que van aprovechando. Esto ya sería más
bien materia para el quinto grado de meditación, o sea: ejercitar las virtudes para
asimilarías y practicarlas.
- La causa
El tercer grado es pensar detenidamente en la causa por la cual Cristo sufrió, esto es:
la inmensa bondad que quiso demostrarnos. Debemos meditar en ello para inflamarnos
vigorosamente en su amor. Esto es ya propio de los perfectos; sin embargo, conviene
ejercitarlo en los grados dichos si realmente se quiere aprovechar en la vida divina.
CAPÍTULO XVII
Prosiguiendo en el tema, digamos que han de ejercitarse durante tres meses o seis o
un año, hasta sentir la necesidad de mortificarse, desprecio del mundo, someter las
pasiones, inflamar el alma en amor de Dios y anhelos de enriquecerse con todas las
virtudes. Si quiere avanzar en la vida activa y llegar a la contemplativa, debe aceptar
tres cosas.
extinguen los buenos afectos, deprimen el ánimo, alejan la libertad del corazón y
familiaridad con Dios, apagan la verdadera confianza y apartan el alma de la vida
contemplativa.
Confesión breve
Hará una sucinta recapitulación y confesión de los pecados más notables; lo demás lo
abandone en la infinita bondad y amor de Dios, donde desaparecerán como la gota de
agua en un fuego enorme.
Por lo demás, practicará la contrición, pesar y arrepentimiento sin poner sus culpas en
el primer plano de la meditación, porque esto aleja al hombre de Dios, creando cierto
distanciamiento. No habrá libre, desnudo y amoroso acceso; ni confianza cierta de
unirse con Dios.
En esta conversión, el alma siente disgusto por todo aquello que sirve de medio o
impedimento entre Dios y el hombre.
Ten esto por cierto: los pecados veniales se borran mucho más eficazmente por la
vigorosa conversión a Dios que por la sola contrición. Pocos, sin embargo, descubren el
secreto de este ejercicio.
En segundo lugar, procure con todo empeño morir a la afición de los pecados veniales,
porque ese es el medio de enmendarse y breve camino muy grato a Dios. Adviértase
que hay mucha diferencia entre cometer pecados veniales por flaqueza y ocasión, y
caer por constante afición. Por haber tratado de esto en la parte anterior del libro
(capítulo III), prescindimos aquí del tema.
Lo tercero que el hombre debe hacer es empezar a levantar su corazón, alma, afectos
y potencias con frecuentes aspiraciones amorosas encaminadas a la unión con Dios,
según que luego diremos ampliamente. Vemos que en los edificios suntuosos, si se
trata de hacer una arquería o una bóveda de piedra, hay que poner primero arcos de
madera. Sobre ellos se montan las piedras y, una vez terminado, se retiran los arcos
de madera, pues se sostiene por si solo. Así sucede con el edificio espiritual. Es
necesario levantar el arco del amor divino, que sostenga toda la obra de la
contemplación. Como el hombre es imperfecto en el amor de Dios a los comienzos,
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CAPÍTULO XVIII
Conviene estar apercibido sobre el enemigo común de las tres etapas del camino de
perfección. Quiero decir que es necesario evitar tres cosas que impiden a los hombres
ser fieles en el seguimiento de Cristo trocándolos en mercenarios, merecedores de la
reprobación y desprecio de Dios.
mismo y Platón, ambos eran infieles. De igual forma los judíos y los herejes aceptan
voluntariamente la muerte por su fe y esperanza de la vida eterna.
Lo segundo es que considera sus obras y ejercicios de gran valor. De ahí que tenga más
complacencia en sí mismo que en Dios. Con tal confianza se apoya más en sus actos y
virtudes que en la libertad de los hijos de Dios, comprados muy amorosamente con la
preciosísima sangre de Jesús.
Lo tercero es que nunca serviría a Dios tan fielmente, si no esperase recibir de allí un
buen premio, o si supiese que no había Infierno, Purgatorio o juicio riguroso; porque
teme más estas cosas que ofender a Dios. Son mercenarios, indignos de llegar a la vida
eterna y alcanzar la gracia y el amor de Dios.
CAPÍTULO XIX
Virtudes morales
De igual modo el filósofo Sabbon en la paciencia, y así de las demás virtudes morales.
Es cierto que ninguna virtud natural, sin la gracia santificante, merece la salvación. Sin
embargo, es igualmente cierto que nadie puede hacer uso provechoso de la gracia
divina sin las virtudes morales. Es, pues, necesario que el hombre, al principio, se
proponga adquirir virtudes morales y pida a Dios su gracia para que sean del agrado
divino. Por tanto, en estos tres estados debemos principalmente empeñarnos en
adquirir el mayor número posible de virtudes. Claro que esto requiere gran esfuerzo,
diligencia y oración. Nada de extraño, ya que las virtudes son lo más noble que existe
fuera de Dios, pues nos hacen semejantes a El. Mejor dicho: hacen a los hombres
dioses, esto es, deiformes. Ellas solas, en cuanto se puede decir de nuestra parte, nos
unen a Dios sin medio alguno aquí en gracia y luego en gloria. Primeramente, pues,
debemos poner el sólido fundamento de la humildad, de donde todas las virtudes
toman su origen para poder agradar a Dios.
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CAPÍTULO XX
Para comprender mejor esto, debemos distinguir tres moradas en el hombre. Hay que
mantenerlas y adornarías con triple unidad, si queremos preparar en ellas vivienda
para Dios. La mansión ínfima está en el corazón, que es origen, principio y raíz de toda
vida sensitiva del hombre. Todos los sentidos externos e internos (mediante los cuales
el alma se une al cuerpo para darle vida y sensibilidad) se reúnen y estrechan en el
corazón como en su origen. En este punto debe haber descanso, paz y unidad de las
potencias sensitivas. Esto será posible tan sólo mediante la adquisición de las virtudes
morales; con ellas el hombre aprende a morir a todas las pasiones naturales, aficiones
y deseos desordenados. Los filósofos paganos hacían muchos esfuerzos para alcanzar
constante estabilidad, sosiego, unidad, paz y libertad del corazón. Con ello querían
conseguir la verdadera sabiduría.
Sirve de morada intermedia la mente del hombre, que es el origen natural de las
potencias intelectuales. Allí nacen la memoria, entendimiento y voluntad con las cuales
se perfeccionan todas las potencias espirituales, según se declara más adelante.
Alma y espíritu
Por razón de estas facultades podemos llamar espíritu al alma, porque están
separadas, no mezcladas, y libres de todo órgano corporal. Mediante ellas el hombre
recobra la semejanza de su origen, que es Dios. Le recuerda, le reconoce y le ama, de
tal manera que estas potencias permanecen totalmente suspensas en El y se
identifican con su Santo Espíritu (17 Cor 6,17; Jn 4,24). Por lo cual las potencias
superiores del alma, a semejanza de Dios, se llaman espíritu, porque propiamente
están ordenadas a morir directamente con El y disfrutar de su gloria por toda la
eternidad. Conviene, pues, que nosotros preparemos esta mansión con la vida
contemplativa, para poseerla en unidad de espíritu. Se consigue por la plena
adquisición de la gracia de Dios y de los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan,
ennoblecen y elevan las virtudes morales adquiridas en la vida activa. De ahí se sigue
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que los dones del Espíritu Santo son el ornato de la vida contemplativa, como luego se
dirá mejor.
CAPÍTULO XXI
Prosiguiendo, pues, el ornato de la vida activa por las virtudes morales, queremos
comenzar por el fundamento de la humildad.
Humildad
Obediencia
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Paciencia
De la abdicación de la propia voluntad nace una hija llamada paciencia, que sufre todo
lo que la pueda ocurrir. El verdaderamente paciente tiene puesto sólo en Dios su
pensamiento y nada le preocupa fuera de El, ni en el tiempo ni en la eternidad. Se
abandona a la placidísima voluntad de Dios en todo momento, confiado en que nada
sucede sin que el Señor lo permita. Por esta virtud se embellece maravillosamente y se
hace grato a Dios. La paciencia voluntaria en los sufrimientos, llevada con benevolencia
hacia aquellos que la proporcionan, fue la veste nupcial con que Cristo desposó a su
Iglesia en la cruz (Mt 20,27-28).
Mansedumbre
con alegría las palabras duras, los azotes más crueles y la más horrible pena de
muerte.
Benignidad
Compasión
La compasión es, en efecto, un movimiento piadoso del corazón ante cualquier aflicción
o necesidad ajena. Ante todo, hace que el verdadero siervo de Dios participe de los
sufrimientos de su Señor, quien padeció en la cruz muerte tan amarga y afrentosa. Le
queda impreso en su corazón que la causa de muerte fue tan sólo la piadosa y
disponible voluntad de padecer. Con este recuerdo crucificará espiritual y
sensiblemente su piadoso corazón en unión con Cristo, en la cruz, de la compasión
amorosa. Luego, la compasión estimula diligentemente la propia negligencia, flaqueza,
tibieza, pereza, pérdida del tiempo precioso, y el vacío grande de obras virtuosas.
En tercer lugar, induce a ponderar los múltiples yerros de los demás, el descuido en la
propia salvación y tanta ingratitud de los beneficios de Dios, a cuya vista la conciencia
siente compasión y se inflama en deseos ardientes de salvar a los demás.
Largueza
La compasión crea largueza y liberalidad, que es una generosa efusión del corazón,
movido por compasión caritativa. Sólo el misericordioso, mediante la compasión, es
verdaderamente generoso con los demás por su fervoroso amor hacia todos los
hombres, sin acepción de personas. Considerando, pues, los inefables beneficios de la
bondad de Dios y la pena sobreabundante de la Pasión de Cristo, se siente anegado en
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Obras de misericordia
Diligencia y fortaleza
Templanza
al control de la razón, para evitar que vaguen a impulsos de las pasiones desordenadas
irascibles y concupiscibles. Esta sobriedad ha de observarse en todas las palabras,
acciones, locuciones y silencios. En el oído, olfato, gusto, tacto y a través de toda
percepción corporal.
Castidad
De la templanza viene la castidad tanto del alma como del cuerpo, que nadie realmente
posee si no es sobrio. Hay tres grados en esta virtud. El primero es la castidad
corporal, que enseña a evitar cuidadosamente todos los actos lascivos o impuros,
palabras, gestos, senas y tocamientos que podrían de algún modo provocar la lujuria.
Esta castidad es semejante a un lirio blanco por su angelical pureza, y también a una
rosa encendida, pues se equipara a la dignidad del martirio, por la difícil resistencia
que se necesita cada día.
El segundo grado consiste en la castidad del corazón, es decir, que, al sentir las
tentaciones y naturales movimientos de la carne, se entable una vigorosa conversación
con Dios. Al instante, sin dilación, sin detenerse en ningún pormenor de la tentación.
Entonces la tentación resulta útil, porque lleva consigo aumento de gracia, con la cual
todas las virtudes se fortifican, elevan, adornan y embellecen. Esta castidad gobierna,
custodia y corrobora todos los sentidos externos; corrige y refrena los apetitos
animales; hace que el hombre no permita medio alguno entre Dios y él, por espiritual
que éste parezca. Por ejemplo, no quiere amar ni tener particular amistad ni siquiera
con personas espirituales; ni quiere fomentarla con especial favor o amistad. Porque
estas cosas apartan del camino puro de Dios, en el cual deben buscarse tan sólo la
gloria, el honor y el beneplácito del Señor.
«Castitas mentis»
El tercer grado de castidad radica en la mente del hombre, esto es, en lo íntimo del
alma. Eleva al hombre sobre el sentido, sobre el entendimiento, y sobre todos los
dones que el alma puede recibir del Cielo, uniéndola con Dios, su dueño, sin ningún
intermedio. Se esfuerza por sobrepasar todo lo que la criatura puede comprender,
para descansar en el bien incomprensible; porque es muy impuro el espíritu que todavía
pretende descanso en cualquier regalo de Dios, por sublimes que fueren, nobles,
secretos y apetecibles, según que se dirá luego más extensamente.
Esta castidad no se puede comparar con el Sacramento del Cuerpo de Cristo en cuanto
a su deleitable sabor, deseo espiritual, fuente de paz, o por alguna otra causa. Sí, en
cambio, por el honor, gloria y beneplácito de Dios y por cuanto pueda conseguir
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Queda dicho, pues, siquiera sea brevemente, de qué manera el hombre debe
embellecerse con las virtudes y cómo esforzarse en la vida activa a fin de aprovechar
felizmente y llegar a la contemplación.
CAPÍTULO XXII
Más importante es lo tercero, el tema que ahora vamos a tratar: cómo el hombre debe
progresar en la vida activa y levantarse en la perfección al encuentro con Dios,
diciendo con la Esposa: «Me levantaré, pues, y recorreré la Ciudad. Por las calles y
plazas buscaré al Amado de mi alma» (Cant 3,2).
La vía mística
Hay dos modos en esta consurrección. El primero es místico u oculto, que Dionisio
llama Teología Mística, porque es una sabiduría recóndita, comunicada por Dios
directamente al hombre en lo más hondo de su alma. Son mortales los maestros que
enseñan las otras ciencias. Esta se inscribe en el corazón por iluminación divina como
energía celestial proyectada sobre el alma. Ningún hombre puede enseñar con
perfección ciencia tan excelente y sabiduría tan noble, que excede todo
entendimiento. Cualquier persona, sin embargo, por simple e iletrada que fuere, con tal
que frecuente la escuela divina, es decir, las virtudes y prácticas piadosas, podrá
recibirla inmediatamente de Dios, mediante amorosos afectos y elevaciones hacia El.
Vía escolástica
En el Cielo, el alma se une con Dios en espiritual desposorio por tres dones, que recibe
de Dios y posee como dotes: clara visión, amor puro y gozo perpetuo. Así, mientras
estamos en este mundo, pregustando la gloria de la bienaventuranza eterna, nos
acercamos a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales, que corresponden a las
tres dotes del alma. El hombre, por las tres virtudes, merece recibir en la gloria los
tres mencionados dones. Por ellas también en este tiempo nos unimos a Dios en la vida
activa y en la contemplativa. Pero de modo muy distinto, como luego se dirá.
CAPÍTULO XXIII
Intención recta
En la vida activa, de que ahora estamos hablando, nos elevamos y unimos con Dios
primeramente por la recta intención iluminada por la fe. Tiene lugar cuando el hombre
en todas las cosas que hace o sufre, que planea o rehúsa, fija su mirada sólo en Dios.
Busca en todo puramente su honra, gloria, amor y beneplácito, sin pretender ninguna
otra cosa. Siempre se debe procurar esta intención, pues, por bien que se haga
cualquier cosa, faltando tal rectitud queda vacía y sin fruto. Por el contrario, la
intención recta convierte toda obra indiferente en buena y grata al Señor.
Son muy pocos los que tienen pureza de intención y, sin embargo, nuestra salvación y
aprovechamiento dependen de la recta intención. Aquí la vamos a considerar en tres
grados.
El primero es la intención recta, que ordena todas las cosas a Dios y por El. Procede de
una voluntad afectuosa, activada por el calor del amor divino. Esta voluntad así
enardecida por el fervor, al actuar, induce la intención a conseguir el bien eterno
deseado y hace que el alma halle sosiego solamente en el sumo bien. Aquí está la
diferencia entre los hijos adoptivos y los reprobados. Llegarán a unirse con Dios sólo
aquellos que al practicar las buenas obras no tienen otros móviles fuera del amor
divino.
Proviene la diferencia de que la naturaleza se repliega y torna sobre sí misma. Los que
carecen de amor divino, gratuito y sobrenatural, giran en torno a sí mismos con amor
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La caridad es el lazo de amor que nos lleva a Dios y nos une con El. Así, Dios se une con
nosotros hasta lograr la generosa renuncia de nosotros mismos. A juzgar por los actos
externos, el amor natural se confunde con la caridad divina. Son, en cambio, muy
diferentes por la intención que motiva uno y otro. La caridad en nada se busca a sí
misma, mientras que el amor natural no pretende otra cosa. Adán en el paraíso, al
mirar por sí mismo, cayó en cuatro pecados (Gén 3): soberbia, porque despreció el
precepto divino; avaricia, porque codició la sabiduría de Dios; gula, porque buscó el
deleite de un gusto prohibido. Como consecuencia: la lujuria.
- Búsqueda de sí mismo
Podrá parecer muy alto y noble este conocimiento de grandes cosas, hasta tener
visiones. Todo, sin embargo, le serviría para condenación, si cae en los cuatro pecados
mencionados.
De donde puedes colegir que hay muchos en la vida activa y en la contemplativa que se
creen haber llegado a los grandes ejercicios y santidad, y, sin embargo, el amor
natural los tiene engañados y asfixiados. No se dan cuenta que ignoran los pecados del
espíritu.
- Quién es el justo
Intención simple
El segundo grado se llama intención simple, que está más directamente unida a Dios. El
perfume del amor increado la cautiva y atrae más dulcemente. Es propia del hombre
contemplativo y radica en la voluntad actuada por el gusto experimental del espíritu.
La experiencia o sabor del bien eterno hace que el hombre menosprecie todas las
cosas y no le permite fijar su intención en algún otro bien sino en Dios. Con tal
experiencia el alma no camina, sino vuela.
al hombre que tiende a este fin. De otro modo, según San Bernardo, ¿cómo podría
unirse el ojo simple de la intención con la ignorancia de la verdad, puesto que
desconoce toda malicia quien practica el bien? Cuando se dan ambas cosas a la vez,
amor del bien y conocimiento de la verdad, entonces la intención es simple, porque la
verdad no deja al hombre equivocarse de camino, y la caridad no le permite descansar
mientras que, por la intención, no haya elevado a sí mismo y todas las cosas hasta su
fin, que es Dios.
Esta intención es «el cojo sano que hace luminoso todo el cuerpo» de las buenas obras
(Mt 6,22). Consiste en una amorosa inclinación del espíritu hacia Dios, iluminada con la
luz divina. Es inseparable de las tres virtudes teologales y fundamento interno de toda
la vida espiritual. Recoge en la unidad del espíritu todas las fuerzas dispersas del alma
y lo que une el espíritu con Dios en comunicación amorosa. Aquí está la diferencia
entre la intención recta y la simple: que la primera hace todo por Dios, pero no busca a
Dios en todas las cosas; o sea, su ejercicio consiste más en las obras exteriores de
virtud que en la interior tendencia hacia Dios, aunque hace todas las cosas por El. Por
eso, en su corazón están más impresas las imágenes de las obras que Dios por quien las
hace.
Oración vocal
Las oraciones vocales más frecuentes de la vida activa deben recitarse con deseos
vigorosos de alabar a Dios, ensalzarle, darle gracias, honrarle, pedirle virtud para sí y
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para los demás hombres, hasta que el fuego del amor encienda la llama de nuestra
voluntad. Entonces hay que prescindir de la oración vocal, desembarazar la razón de
toda multiplicidad, que impediría la elevación del alma, y levantar el espíritu hacia Dios
con continuos actos espirituales. Como se amontonan juntamente el trigo y la paja
hasta la limpia y luego se echa ésta a los animales.
La oración vocal se considera como la paja y debe practicarse hasta que brote la
verdadera devoción, a la manera del trigo. Esto logrado, hay que echarla como alimento
para satisfacer el hambre de nuestras potencias animales. Dios es el fin de la
intención simple en todas las cosas. La intención tiende sólo e inmediatamente hacia el
Señor en cuanto es posible, por El mismo. Sin embargo, Dios no es su fin exclusivo;
también lo hace por sí misma, buscando ser de muchas maneras consolada, aunque Dios
sea su principal intención. Habrá algunos, quizá, que parecen no buscarlo, pero son muy
raros los dispuestos al abandono, a verse privados de consuelos y gustos sensibles, a
carecer de gracias semejantes. No están muertos del todo a sí mismos para soportar
cualquier adversidad, mientras no se levanten a un grado más perfecto de intención.
Intención deiforme
El tercer grado se llama intención deífica, porque está plenamente atraída por el amor
del fin eterno, absorta y divinizada. Es propia de los bienaventurados en la gloria y la
que hace salir de sí a la voluntad deiformemente afectada. Algunos, por lo demás, aun
en este mundo, de tal manera se sienten dominados por el Espíritu, que tienen vivos
deseos de conseguir esta intención. No cesan en su empeño por hacerse dignos de
alcanzar, en este valle de lágrimas, la divinización de que habla San Bernardo en el
libro De diligendo Deum, cuando dice: «La deificación, es decir, el amor o intención que
deifica al hombre, nada deja en la voluntad mezclado o impropio; lo dirige todo a Dios
por la intención».
¡Oh pura y divinizada intención de la voluntad! Tanto más pura, porque ya nada queda
en ella de propiedad o mancha. Tanto más suave y dulce, porque todo lo que siente es
divino. Aficionarse así es deificarse. Tal deificación podría comenzar, pero culminará
únicamente en la vida eterna, donde los santos carecerán necesariamente de toda
humana afición y se identifican plenamente con la voluntad de Dios. Permanecerá,
cierto, la propia voluntad, pero otra forma, otra gloria, otro poder. Si no fuera así,
¿cómo sería Dios todo en todas las cosas?, según dice San Pablo (1 Cor 15,19).
Quedaría algo del hombre en el hombre.
CAPÍTULO XXIV
En segundo lugar, nos levantamos a la unión con Dios por la intensidad del amor,
inflamado por el fuego de la caridad. Esto tiene lugar cuando alguno, con rectitud de
intención en todas sus obras, se reclina sobre el pecho del Señor. A este propósito
San Dionisio, en el libro De divinis nominibus (c.4), dice así: «Único es el amor
increado, que con su tendencia supraesencial y universal infunde amor increado en
todas las cosas; consiste en cierta inclinación y coordinación del amante al bien
amado». Es, pues, el amor una conexión y lazo, por el cual Dios y el espíritu amante se
unen con amistad inefable e indisoluble unión.
Qué es el amor
Por tanto, cuando decimos amor, humano, angélico, intelectual, animal o natural,
designamos cierta cualidad o poder de unión y comunicación, que mueve las cosas
superiores a proveer y cuidar de las inferiores y las inferiores a convertirse, a las
superiores, creando una ordenada y mutua comunicación entre ellos.
En este amor hay nueve grados, porque no tolera que haya medio alguno entre Dios y
él; quiere penetrar todas las cosas hasta llegarse al amado. Conviene, pues, que el
escale estos grados, de los cuales los tres inferiores pertenecen a la vida activa.
- Amor incomparable
Primero, el amor incomparable. Esto quiere decir: el hombre ama tanto a Dios que
ningún otro amor se le puede comparar. Ni el amor del padre, ni madre, ni esposo o
hijos, ni el suyo propio. Más aún: el amor que pueda tener a cualquier criatura será
siempre relacionado con Dios. De esta manera debemos amar a los hombres, o porque
cooperan y nos ayudan a ir a Dios, o porque el hombre a través de las criaturas dirige
su marcha hacia el Señor. Esto es: por la consideración de su belleza, dulzura, sutileza
y cosas semejantes. Así podemos amar las criaturas. Este amor enseña al hombre a
que no sufra distraerse de Dios por ninguna cosa existente o contingente fuera de Él,
como dijo San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La
angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿El peligro? ¿La espada? (Rom 8,35)».
Por este amor, el alma se desposa con Dios, como dice Ricardo: «Dios es el verdadero
esposo del alma». Nos unimos con Él realmente cuando lo amamos con verdadero amor.
Nos une a sí, cuando nos liga más estrechamente a su amor mediante el intercambio de
dar y exigir. Entonces comenzamos a amar muy de veras a quien acostumbrábamos
temer.
- Amor ardiente
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El segundo grado es el amor ardiente, del cual dice San Gregorio: «Obra grandes
cosas donde está; si ha disminuido en el amor o cesado, ya no hay amor». Es un apetito
sabroso del corazón, que fluye hacia Dios, bien sumo, en donde está todo bien. Da de
mano a las criaturas para que el abuso de ellas no favorezca el apetito de los sentidos.
Fácilmente desprecia todas las cosas para adquirir lo que pretende; porque lo propio
de este amor es luchar siempre contra los apetitos desordenados y pasiones naturales.
Por eso se llama también amor incontaminado. El hombre, mediante la elevación del
amor, se desliga de las ocupaciones mundanas, el corazón no está preso por los
pecados veniales. Ni se mancha con la afición de ellos, que podrían apagar el fervor y
anular el fruto de las buenas obras. El fervor hace que las pasiones naturales estén
bajo los pies.
- Amor infatigable
El tercer grado es, y así se llama, amor incesante o infatigable. No cesa de crecer,
porque la naturaleza del amor es como el fuego, que no tiene límite en su operación.
Siempre tiende a crecer, mientras haya combustible con que multiplicarse. El amor
desplegado hacia Dios halla materia de expansión, porque las cosas divinas son
infinitamente amables y el amor de Dios y su aumento no tiene medida ni término.
Fruto de este amor es apremiar al hombre para que aproveche la vida con avidez. Por
eso siempre pugna contra la tibieza perezosa.
CAPÍTULO XXV
Notemos aquí, como advierte Ricardo en Super Cantica, que hay cierto amor
sentimental, propio a veces de los negligentes e imperfectos. Lo que menos importa en
el amor es el sentimiento. Se mide su valor por las virtudes y caridad en que está
fundado y la fidelidad en cumplir los mandamientos. El dulce afecto hacia Dios en
ciertas ocasiones no pasa de ser sensual y engañoso, humano más que divino, del
corazón más que del espíritu, de los sentidos más que de la razón. Se inclina con
frecuencia a lo menos bueno, a lo menos noble, en busca de gustos más que de lo
conveniente.
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Andaban los Apóstoles errados cuando amaban a Jesucristo con este amor del sentido.
Por eso no se resignaban a carecer de su presencia. El Señor los reprochó porque se
dejaban llevar de los gustos más que por lo razonable. «Si me amarais -dijo- os
alegraríais de que me fuera al Padre» (Jn 14,28).
Esta afectividad se debe más a la mezquindad del alma que a la abundancia de gracia.
Un bebedor no se daría por satisfecho con un trago de vino. Así, los que carecen de
todo dan importancia a lo que apenas tiene valor.
Correspondencia a la gracia
Por tanto, cuando Dios llama con abundancia de gracia, debe el hombre estar despierto
para responder cumpliendo la voluntad divina, conforme a lo que dice Job: «Me
llamarías y te respondería» (14,4). Es verdad que la llamada no hace a nadie perfecto,
pero obliga bien a la perfección, principalmente a los que quieren ser agradecidos. La
respuesta mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios justifica al hombre y lo
conduce a la perfección.
Gula espiritual
El demonio sensibiliza dulcemente el amor para que el hombre halle deleite en los
sentidos. Así, el alma que se deja guiar por la gula espiritual se confía demasiado en
aquel placer, se detiene, se entretiene en ejercicios indiscretos.
También lo procura el diablo para apartarnos de alguna obra mejor, mediante aquella
distracción. Otras veces pretende el enemigo que nos creamos ya perfectos,
aflojemos en el deseo de aprovechar y dejemos de ejercitamos en la virtud. Interesa
sobre todo al espíritu maligno que, en nuestros ejercicios, la intención se enderece a
procurar la devoción sensible o a que abusemos de este placer defectuoso. Así
mereceremos del justo juez la condenación eterna, porque El conoce las intenciones y
secretos del corazón.
El verdadero amor
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Queda, pues, por averiguar dónde debemos buscar el verdadero amor. Yace en el
fondo de las virtudes y se manifiesta en la adversidad. Por ejemplo, el fundamento de
la humildad está en desear ser despreciado. Si tuviéramos este deseo propia y
puramente por amor de Dios, es decir, para agradarle y merecer su complacencia,
entonces el amor es verdadero. De igual modo, el fundamento de la humildad está en
desear ser despreciado, con este deseo propia y puramente por amor de Dios, es
decir, para agradarle y merecer su complacencia, el amor es verdadero. De igual modo,
el fundamento de la paciencia es el deseo de padecer por Dios todo lo que el hombre
sea capaz de sufrir en el tiempo o en la eternidad. Otro tanto respecto a las demás
virtudes. Este amor se manifiesta cuando el hombre halla paz cada vez que lo visita el
sufrimiento y lo ofrece al Señor como hacía San Lorenzo, tendido sobre las brasas:
«Estas llamas me refrescan». El fervor amoroso de padecer por Cristo era grande en
su corazón y sentía refrigerio en el tormento, porque veía cumplido su deseo de
padecer por Dios.
CAPÍTULO XXVI
En tercer lugar nos levantamos a la tranquila unión con Dios, anclados en la virtud de la
esperanza. Por ella descansa en Dios, como término final, todo movimiento originado
por el ejercicio de las virtudes morales y teologales, gustos sensibles y gracias
infusas. Todo lo traspasa la velocidad de la intención y la sutileza del amor.
Cuando el hombre se levanta por encima de las criaturas, sobre si mismo, sobre los
dones de Dios, y descansa en el amado con amor vivo, entonces el alma permanece en
Dios y Dios en el alma. Se ha logrado la paz en la unión por amor.
Así concluye esta parte del camino de perfección, para alabanza de Dios.
TERCERA PARTE:
TRATADO PRIMERO:
CAPÍTULO XXVII
La segunda etapa en el camino hacia Dios se llama vida contemplativa espiritual, que,
como se dijo en el capítulo XIV está figurada por Raquel. Era hermosa, pero infecunda
al principio de su matrimonio (Gén 29), si bien que después tuvo hijos.
Los siervos fieles necesitan permanecer fuera hasta ser invitados a compartir la
familiar amistad. Entonces aprenden a despreciar toda consolación externa y quietud,
buscando únicamente el gozo interior hasta el punto de que los sentidos exteriores
pierden su operación. Porque estas almas viven como ciegos que ven; como sordos que
oyen. Lo dice la Esposa: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2). Que significa:
mi corazón está en vela, actuando internamente con tal vigor, que a los sentidos
exteriores nada llega para poder percibirlo.
Para dar a conocer algo de esta vida, lo iremos exponiendo de acuerdo con el método
establecido en tres puntos: preparación, ornato y progreso o consurrección. Ante
todo, necesitamos prepararnos a la vida espiritual contemplativa, si queremos
disfrutar de familiaridad con Dios.
Consiste el primero en que el cuerpo padezca algún defecto natural, lesivo y penoso. El
alma, por natural condición, depende del cuerpo. Cualquier padecimiento corporal,
defecto notable o simple dolor distrae al alma de la contemplación. Por ejemplo:
cuando el hombre tiene mucha hambre, sed, frío, calor, enfermedad; a no ser que a
todo se sobreponga por una gracia sobreabundante del Señor. Por eso, al hombre que
Dios llama a la verdadera vida contemplativa, le enseña a regir su cuerpo con
discreción, para que se mantenga fuerte al servicio del espíritu en todas las cosas.
CAPÍTULO XXVIII
Hay tres clases de imágenes. Las primeras son nocivas, como las que recibimos con
cierto afecto desordenado o complacencia, aunque no sean mortíferas. Estas impiden
mucho la acción interna de Dios y contristan al Espíritu Santo; manchan el lecho del
Amado con la sordidez de los pecados. Si estas imágenes irrumpen contra nuestra
voluntad y nosotros las resistimos fielmente con todas nuestras fuerzas, nos será
reputado por martirio espiritual, procurando, claro es, evitar en cuanto sea posible las
ocasiones de tenerlas.
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Otra clase son las vanas imaginaciones. Muchas veces inciden en la conciencia, pero no
van acompañadas de deseos desordenados. No son muy nocivas para quien se contenta
con evitar pecados, pero retrasan mucho el aprovechamiento en la perfección si no se
les resiste con diligencia. El que quiere de verdad aprovechar en la virtud necesita
esforzarse para estar continuamente suspendido en Dios con un amoroso influjo del
espíritu. Los rayos solares necesitan estar pendientes del sol; si no, se extinguen. Si
alguno no hace esto, es señal de corazón vacío y fervor apagado, porque cuando el
corazón está lleno del amor divino no hay cabida para otra cosa. Un clavo no puede
ocupar el espacio que otro está llenando.
En tercer lugar están las imágenes buenas y útiles en sí mismas, pero impiden también
la verdadera contemplación. Por ejemplo, estar ocupado en negocios temporales, de
suyo es licito y meritorio. La preocupación espiritual, como vemos en algunos que son
demasiado escrupulosos, tímidos o algo parecido. Igualmente ocuparse en teologías que
no son útiles ni encienden en el amor de Dios; por ejemplo, los que quieren indagar
curiosamente los misterios divinos de la Santísima Trinidad, de los nueve coros
angélicos o cosas parecidas, que pertenecen solamente a la fe, y ellos se empeñan en
investigar con razonamientos. Creen que eso es divino y se dedican a ello
resueltamente llamándolo vida contemplativa; pero no pasa de mera curiosidad y pasto
para alimentar su voluntad inmortificada. De ahí que no aprovechen en la mortificación
de si mismos ni en el adelantamiento de las virtudes ni en el amor de Dios.
Imágenes necesarias
El hombre debe tan sólo dejarse impresionar por las imágenes de aquellas cosas que le
muevan a dar gracias a Dios, a alabarle, a amarle y a imitarle en cuanto hombre.
Déjese de curiosear inútilmente lo que no le va a mejorar. Ejercítese más en actos de
amor que en meditaciones, como se dirá luego.
Baste esta breve exposición de los impedimentos para la vida contemplativa, teniendo
en cuenta también lo que arriba se dijo, al tratar de las mortificaciones de la vida
activa. Continuemos ahora con las que conviene preparar para alcanzar la vida
contemplativa.
CAPÍTULO XXIX
El afecto
Para preparar el pie del afecto amoroso conviene saber, como dice Hugo de San Víctor
en el libro que comienza Accipe frater carissime, que el afecto es una espontánea y
dulce inclinación del ánimo para algo. Hay que indagar más sutilmente qué amor
debamos rechazar y cuál debamos abrazar, porque nuestro amor oscila según varias
afecciones e inclinaciones.
El afecto natural
Está ante todo el afecto natural. El que sentimos hacia el propio cuerpo, hacia los
parientes y amigos. En la misma forma que es imposible rechazar este afecto resulta
suma virtud no dejarse llevar de él más allá de lo que Dios quiere.
Amor sensual
Este afecto invita a seguir lo suave, lo cómodo, lo alegre, lo placentero. Inclina a los
deseos sensuales. Desea esquivar lo que es contrario a la naturaleza en el tiempo o en
la eternidad, como el Infierno, el juicio, el Purgatorio. Acepta lo que es naturalmente
grato en esta vida y en la otra. En lo referente a Dios, servicios, obras buenas, y
prácticas piadosas, por muy nobles, santas y perfectas que parezcan ser, no buscan a
Dios ante todo, sino a si mismos, como arriba queda dicho. Por eso, en los ejercicios
que provienen claramente de afición natural no hay más mérito que la natural
complacencia. Brota enseguida el afecto sensual, que se vuelve nocivo cuando no se le
hace resistencia.
Afecto oficial
En segundo lugar se origina el amor llamado oficial, que se imprime en el hombre con
muestras de amistad, regalos, obsequios y ayudas. Se justifica este amor como un
deber de gratitud; puede ser nocivo, sin embargo, para aquellos que no tienen
perfecto amor de Dios. Debemos evitar que por causa nuestra se fomenten los vicios o
cosas viciosas. Difiere mucho de este amor la virtud de caridad, porque éste busca en
todas las cosas sus propios intereses, mientras que la caridad en nada pretende el
bien propio, sino el honor y beneplácito de Dios.
Afecto racional
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El cuarto es cierto afecto racional a que nos movemos por la consideración de las
virtudes, obras buenas, honestidad y cosas semejantes que vemos en otros, oímos o
percibimos de cualquier modo. Con tal afecto nos inclinamos suavemente a los santos
mártires, que lucharon con valor y sufrieron mucho, y hacia otros santos por lo que
hemos oído o leído de sus vidas, y generalmente hacia todos los hombres honrados y
virtuosos.
Este amor es más noble que los anteriores, pues supone cierto grado de virtud el
tener amor a las virtudes. Sin embargo, difiere mucho del amor nacido de la caridad,
porque el amor proveniente de la razón se origina y activa con los buenos ejemplos
exteriores. El amor de caridad, en cambio, nace del Espíritu Santo, se inflama hasta el
amor de los pecadores y crece con el ejemplo de los buenos.
Afecto espiritual
El afecto espiritual, sin embargo, hay veces que brota de nosotros mismos, porque
somos naturalmente inclinados a amar a Dios, o porque el frecuente ejercicio lo ha
hecho connatural. Por tanto, la fuerza de costumbre puede facilitar actos de amor a
Dios, alabarle, darle gracias y unirse a Él en forma muy parecida al amor que proviene
del Espíritu Santo.
Pero hay una prueba, piedra de toque para distinguirlos: el abandono en las manos de
Dios, la mortificación y la adversidad. El verdadero afecto espiritual se resigna
voluntariamente y muestra tan preparado a lo adverso como a lo próspero, con tal que
Dios sea glorificado en ello. Este, pues, en definitiva, es el único pie con que el alma va
a progresar en la vida contemplativa.
CAPÍTULO XXX
El hombre se compone de alma y cuerpo, cada cual con función diferente en orden a
conocer y participar de Dios, que es la verdad eterna. Se pueden, pues, indicar dos
modos de contemplación por donde, como por doble vía, se llegue al fervor de una
caridad perfecta. Conviene, por tanto, que el espiritual prepare dos pies para recorrer
el camino de la contemplación.
Como primera medida hay que ejercitarse en estas verdades al principio de la vida
contemplativa. Después de haberlas practicado por algún tiempo, quedará impresa en
el alma cierta admiración de la inmensidad divina por la consideración de las criaturas.
Más aún, devoción llena de confianza, considerando la dignación que Dios ha tenido con
nosotros, viles pecadores, asumiendo nuestra humanidad. Por último, con
desbordamiento de alegría, llena de amor, considerando que su caridad hacia nosotros
le ha obligado a padecer tal muerte.
Las tres cosas dichas, si procuramos avivar el amor, introducen al hombre exterior en
la interioridad del alma, y desde allí lo levantan adonde gradualmente se instruye más
y más en ellas. El entendimiento precede a las tres y lleva consigo el afecto hacia el
interior, donde el amor se vigoriza tanto que concentra todas las fuerzas, poniéndolas
a su servicio. No le será necesario empezar desde los cimientos cada vez que quiera
ejercitarse. Siempre estarán preparadas las tres cosas dichas como fundamento
sobre el que se coloquen los ejercicios de la vida contemplativa siguiendo la llamada
del Espíritu Santo.
Su primer tarea consistirá en poner el fuego del amor. como quien va a encender un
horno. Dios, operario que tiene el amor por instrumento, asociará inmediatamente su
gracia. Pero el amor adquirido por esta vía no es tan activo, vigoroso e impulsivo que no
permita al entendimiento ir por delante. Aquí precede siempre el entendimiento. Por
eso no progresan tanto en la vida contemplativa o en las virtudes o en la mortificación
a sí mismos, como el amor adquirido por otra vía. Queda así preparado el pie del
afecto para caminar por esta vía, que es la más frecuentada, especialmente por los
más sutiles de ingenio y los más activos.
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CAPÍTULO XXXI
Operación de la gracia
Esta vía es divina y oculta a toda humana sabiduría. Dios la enseña inmediatamente a
los pequeños, humildes y verdaderos amadores; como dijo Nuestro Señor: «Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios
y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Esta vía es mucho más útil y noble, porque Dios es el Maestro de toda perfección, de
suerte que si El llama a un hombre rudo o una viejecita cualquiera, y sigue por este
camino, en breve tiempo podrá recibir conocimiento experimental de Dios, de las
verdaderas virtudes y de todas las cosas pertinentes a la salvación eterna. Mejor que
los doctores del mundo entero pudieran conseguirlo con su sabiduría natural o ciencia
adquirida.
Esta vía es más breve para alcanzar la perfección y se adquiere con mayor facilidad,
pues no requiere gran ingenio y sutileza del entendimiento. Todo este negocio tiene
lugar en la voluntad y no en el entendimiento. El amor está tan encendido y las
potencias del alma tan saturadas de espiritual riqueza, que brota un puro y simple
conocimiento con ilustración de claridad divina. Su inteligencia se eleva sobre el
conocimiento natural como el sol excede a la luna en claridad. David nos exhorta a
entrar por este camino, cuando dice: «Gustad y ved qué bueno es Yahvé; dichoso el
hombre que se cobija en El» (Sal 33,9).
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Instrumento de contemplación
CAPÍTULO XXXII
Para progresar, pues, por este camino es necesario que el hombre se ejercite en dos
cosas: las aspiraciones y el amor unitivo. Lo uno es cuerpo de esta contemplación y lo
otro es propio del espíritu. Lo primero activa las potencias inferiores del alma y lo
segundo las superiores. Si alguno llegare a iniciarse en la contemplación y quiere
proseguir esta vía que Dionisio llama divina y mística, debe desistir de sus
meditaciones y ejercitarse sólo en afectos. Para ello deberá tener en la memoria
numerosas y breves oracioncitas, que levanten esta aspiración. San Agustín las llama
jaculatorias, porque son saetas de, amor que lanzamos al corazón de Nuestro Señor;
como El mismo dice en el Cantar de los Cantares: «Me robaste el corazón, hermana
mía; esposa, me robaste el corazón» (4,9).
Debe llevar estas oracioncitas en el corazón y también decirlas a Dios con los labios,
como si estuviese presente, siempre que le sea posible: andando, estando en pie,
sentado, tumbado, comiendo, etc. Con fórmulas ya aprendidas o que las haga brotar
espontáneamente del corazón.
Algunas fórmulas
Por el estilo, podrán formarse infinitamente, como la gracia de Dios enseñará con su
operación interna, o deben pensarse con impetuoso y ardiente deseo, para poderse
identificar con Dios, derretidos por la llama del amor. Con estas aspiraciones
amorosas, el afecto siempre se inflama más al amar y el espíritu se prepara para
levantarse a la contemplación. Cuando el espíritu del hombre, por frecuentes
repeticiones, haya confirmado los ejercicios aspirativos en el amor de unión con Dios,
el afecto del hombre será tan impetuoso, ardiente y veloz como el rayo. Cuantas veces
se convierte a Dios, sin pensamiento previo, en un momento, se dirige el espíritu al
amor profundo de Dios, con inefables impulsos y deseos de poseer a Dios sólo. Nada le
importa fuera de El.
parece desvanecerse con el alma y el cuerpo o que el corazón va a romperse con gran
violencia. Por eso, en un momento, todas las fuerzas del alma se concentran y derriten
en fervor. Así caen en Dios.
De este modo, el instrumento de la vida contemplativa en esta vía resulta mucho más
agudo y apto para la operación, o sea, en la consurrección con Dios, en el progreso de
la virtud, en la mortificación de si mismo y en todo lo que se refiere a la vida de
perfección
CAPÍTULO XXXIII
Tratemos ahora del amor unitivo, para tener al menos una pequeña noticia e
información de esto. Dionisio, hablando del amor, dice en el libro De divinis nominibus:
«Uno es el amor increado, que es el mismo Dios. De Él procede todo amor creado».
Cuando decimos la palabra amor, sea divino, angélico, intelectual, animal o natural,
designamos cierta virtud unitiva, que tiende a hacer una sola cosa del amante y el
amado. Pero no es posible que dos cosas se identifiquen plenamente bajo todos los
aspectos, sin que una desaparezca, se anonade.
De ahí que, como dice el filósofo Aristófanes y también Aristóteles, el amor busca la
unión más próxima y adecuada que el amante puede tener con el amado. Desconocemos
la unión que vamos a tener con Dios en la gloria y que por largueza divina algunos, a
veces, experimentan en este mundo. Por eso es mi propósito rozar estos temas en que
el alma enamorada puede fijar la mirada del pensamiento para ejercitarse en el amor
unitivo. El alma no puede ver ni imaginar a Dios, su Amado, porque Dios es espíritu, y
quien realmente quiere unirse a El debe acercarse en «espíritu y en verdad» (Jn 4,23;
1 Cor 6,17).
Ciertos símiles pueden ilustrar este camino al hombre. Sin embargo, son tan
diferentes de la unión real con Dios, como es larga la distancia que media entre el
Creador y la criatura.
Segundo ejemplo es el vino en que se vierte una gota de agua. Esta se transforma,
pierde la propia naturaleza y asume la del vino en color, olor, sabor y en todas sus
propiedades. Así el alma en la inmensidad de Dios, como la gota de agua en la grandeza
del mar. Conserva el alma su esencia, pero todas sus potencias están divinizadas,
sumergidas en Dios. Como la estrella, que, por sí misma, es un cuerpo oscuro, pero la
luz solar la transforma en claridad. Entonces nuestra alma vendrá a ser como la
materia en el cuerpo, cuya forma es Dios, su alma y vida; como ahora el alma es forma
y vida del cuerpo.
Esta unión es tan feliz y noble que si alguno la conociera bien por experiencia y luego,
pasado algún tiempo, concentrase en ella su atención, su alma no podría evitar el rapto.
Fray Gil
Fray Gil, el tercer discípulo de San Francisco, llegó una vez a unirse con el Espíritu de
Dios, a quien vio en su esencia. Desde entonces, por cualquier motivo caía en éxtasis.
Le bastaba oír «gloria del cielo» yendo por un camino, y al punto quedaba arrobado,
porque se le concentraba su pensamiento en el ápice de la conciencia, donde el alma
había quedado transformada en Dios.
En la misa, está significada esta unión por la gotita de agua que se mezcla al vino para
ser consagrada.
Vaya en cuarto lugar una comparación más sutil: la de los espejos. Si ponemos dos, uno
frente al otro, el uno recibe plenamente la imagen del otro, con la propia impresa ya en
el otro. Asimismo sucede en estos espejos intelectuales de la eternidad de Dios y de
la mente humana; porque cuando se cumple aquello del libro del Cantar de los Cantares
«Yo soy para mi Amado y hacia mi tiende su deseo» (7,11), equivale a poner dos
espejos intelectuales uno frente al otro. Por tanto, cuando Dios quiera esclarecer a un
alma con el lumen gloriae, el alma recibe en sí perfectamente la imagen y claridad, el
conocimiento y fruición de Dios, mucho más perfecto que los espejos materiales.
Aquéllos permanecen siempre esencialmente separados entre si, pero el alma, en el
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mismo instante de recibir la gloriosa imagen del espejo eterno en su claridad inmensa,
queda unida al mismo incomprensible, glorioso, claro y divino espejo. Absorta en él,
dilatada y perdida, como se confunde y desaparece la gota de agua que cae en la
vinajera del vino o la chispa que vuela en un fuego colosal.
Las comparaciones aducidas resultan impropias para explicar lo que pasa en el alma
privilegiada, como el grano de mostaza apenas guarda proporción con la magnitud del
más alto cielo. Pueden, no obstante, contribuir a que el hombre se forme cierta idea y
desee unirse con Dios, principalmente en el ejercicio del amor, cuya naturaleza es
desear hacer de dos cosas diferentes una sola. Es el llamado ejercicio de amor unitivo,
necesario para recorrer este camino
CAPÍTULO XXXIV
Podría alguno preguntar: ¿Hay mayor ventaja en este amor unitivo que en el otro
práctico, más común? Admitamos que también el amor unitivo podría originarse de la
naturaleza y ejercicios del hombre por sus propias fuerzas, sin gracia alguna, fuera
del estado de salvación, lo mismo que el amor sensible y práctico. En si mismo es
solamente acepto a Dios en igual medida que lo es el amor esencial de que hablaremos
después, o las otras virtudes adquiridas, no más.
Su impulso es más vigoroso y es don más útil a la vida proficiente que cualquier ayuda
del amor sensible o práctico; porque es tan fervoroso que, mediante la conversión a
Dios, ahuyenta todas las tentaciones. Las moscas no se atreven a acercarse a la olla
mientras hierve, vuelan por encima hasta que se enfría. Los tibios son muy atacados
por la tentación. No así los fervorosos, a no ser cuando les sucede por especial
permisión del Señor, que prueba a los que ama con predilección y los prepara para una
corona mayor. El otro amor, el que no es tan ardiente y fervoroso, no consigue triunfar
de la tentación.
Además, este amor es tan veloz, que en un momento penetra y ahuyenta toda
multiplicidad y distracción del corazón, cuando se convierte a Dios. Otro cualquier
amor necesita actuar mucho en tiempo e intensidad antes de conseguirlo.
En cuarto lugar, anda deseoso del Amado, que siempre une al hombre con él sin medio
alguno. Por eso recibe muchas más noticias secretas e iluminaciones y mayor intimidad
divina. Otro amor no es capaz de merecerlo. Con pasos maravillosos guía nuestro
espíritu a la contemplación. Tiene más profundidad en el amor y en la devoción es más
constante. Eleva el alma por encima de toda multiplicidad y preocupación, sobre toda
distracción e inquietud, y sobre toda pasión natural de amor desordenado, odio,
esperanza yana, temor, yana alegría y tristeza.
En conclusión: el amor une e identifica al hombre con Dios, con mucha rapidez,
facilidad y perfección, cuando se practica debidamente. Alegra a Dios y a sus santos,
como está escrito en el Salterio: «¡Un río! Sus brazos recrean la ciudad de Dios,
santificando las moradas del Altísimo» (Sal 45,5). Por río se entiende el amor y su
corriente la gracia del Señor.
CAPÍTULO XXXV
Prosigamos ahora con la preparación del otro camino, el otro pie de la contemplación,
que es el entendimiento. Se habrá concluido cuando las tres potencias superiores,
llamadas potencias intelectuales o espíritu del hombre, estén bien adornadas. Ellas son
las que merecen que el alma reciba el nombre de espíritu.
Preparación de la memoria
El desorden del corazón lo hace inútil y aun nocivo. Igualmente debe liberarse de los
pensamientos que pueden arrastrar a la ira, envidia, amargura, murmuración,
detracción o cosas semejantes, que envenenan la dulzura del espíritu. Líbrese
asimismo de pensamientos en que la razón se ocupa demasiado con cosas exteriores,
aunque de suyo nada tengan de malo.
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Para conseguirlo no hay mejor medio que acostumbrarse a levantar el corazón a Dios
frecuentemente con fervoroso torrencial de amor y breves oracioncitas encendidas,
como queda dicho en el capitulo XXXII.
CAPÍTULO XXXVI
En segundo lugar, conviene que se disponga y ordene para actuar bajo el influjo de la
claridad divina. Para esta preparación no basta la pureza adquirida con lágrimas y
gemidos, que lavan y purifican, como dice David: «Baño mi lecho cada noche, inundo de
lágrimas mi cama» (Sal 6,7). Para ver a Dios es necesario lavar previamente el corazón
con lágrimas de arrepentimiento; de otro modo no podría convenientemente recibir la
luz de la claridad divina, como el espejo no refleja bien el rostro humano cuando está
empañado por el aliento.
Hace falta más: que la persona misma sea pura, su contemplación no admita ninguna
curiosidad, presunción de novedades, o se oculte también vanidad o infructuosidad,
como ocurre cuando nos ejercitamos en la vida contemplativa solamente con el
entendimiento: nos mueve principalmente la curiosidad intelectual. Otra cosa es
cuando la misma contemplación intelectual se orienta al amor. Por ejemplo, amor a
Dios, la propia enmienda, y principalmente de la mortificación de si mismo.
para recibir aquella noble operación hecha por Dios en el interior. De esto dice San
Bernardo en Super Cantica, sermón 85: «Cuando la verdad brilla en la mente y la
mente se ve en la verdad, en nada tenga la conciencia que avergonzarse de la verdad.
Este es el decoro que sobre todos los bienes del alma recrea las miradas divinas».
La entrega total crea libre acceso a Dios y da libertad para pedir cuanto Dios puede
dar, incluso a Dios mismo. De otro modo, ¿cómo podría un hombre pedir
razonablemente todo lo que Dios es y puede dar, si antes no ofrece al Señor con
amplio corazón y amoroso afecto todo lo que él mismo es y puede dar, hacer y sufrir?
Ante todo, el hombre se ha convertido propiamente en Dios, haciéndose idóneo para
recibir abundancia de gracias divinas. Esto debe siempre preceder en la conversión a
Dios.
Disposición de la voluntad
Cuando las facultades intelectuales se hallan así preparadas, el segundo pie, es decir,
el entendimiento, está listo para correr por las vías ocultas de la contemplación
espiritual. Cumplido lo que hemos dicho, estará a punto para alcanzar la visión
espiritual.
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CAPÍTULO XXXVII
De mil modos diferentes puede el Señor comunicar al hombre sus luces, para que lo
conozca sobrenaturalmente. El Espíritu Santo no está sujeto a fórmulas fijas.
Se indican tres grados, a semejanza de la luz solar que ilumina nuestros ojos. La vemos
comúnmente reflejada en los objetos: un leño, una piedra, la tierra, iluminados por el
sol. Otra manera de verla es mirando los rayos solares. Finalmente, se podrá observar
en la substancia o esencia del sol. De modo semejante los hombres reciben irradiación
de la claridad divina en tres grados diferentes.
«Lumen intellectuale»
Para no equivocarnos, tengamos en cuenta que siempre, bajo el nombre de fulgor y luz
o de claridad divina, se ha de entender la luz intelectual que nos permite el
conocimiento oculto de las cosas divinas y espirituales. No una claridad cualquiera
comparable a lo que vemos por los sentidos.
Primeramente, pues, la eterna claridad del sol puede recibirse en los objetos. Las
Escrituras Sagradas, por ejemplo. Más allá de la letra, el don de entendimiento nos
descubre un conocimiento sublime, celestial y divino. Halla sentidos tan profundos que
superan los conocimientos de los doctores, porque son inefables aquellas cosas con que
la mente se ilumina. El entendimiento así enriquecido hace que el alma reciba tantos,
tan variados, ocultos y profundos sentidos en las Escrituras como palabras hay en el
Antiguo y Nuevo Testamento. Todos ellos concurren al crecimiento del amor.
El Hermano Rogelio
El espíritu se eleva muy alto, según dijo de sí mismo el Hermano Rogelio, franciscano.
Sé de un hombre que cientos de veces en unos maitines y quizá en cada verso fue
arrebatado a lo alto, a la profunda intelección de los secretos divinos, a pesar de que
él mismo se resistía con todas sus fuerzas. Hay que hacerse más violencia para
esquivar el secreto abrazo de Dios que para recorrer el camino de la virtud.
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Con esto algunas veces Dios le abre tan copiosamente el seno de la divina bondad y
gracia, que lo conocería todo con certeza si fijase bien el ojo de su entendimiento. Tan
profundamente se sumergiría en el abismo de la divinidad con su espíritu, que de allí no
saldría nunca vivo. Hasta aquí son palabras de Rogelio.
En segundo lugar, puede recibirse en su rayo, cuando el espíritu del hombre contempla,
suspenso, las cosas eternas. El alma se eleva de tal modo que más bien la lleva el
Espíritu Santo. Queda elevada sobre sus propias facultades y recibe admirable
claridad sobre el misterio trinitario: eterna generación del Hijo, admirables
operaciones del Espíritu y cosas semejantes. Refiriéndose a esto, dice Dionisio a Tito:
«Vuélvete a mirar al rayo divino». Como si dijese: no busques a otro doctor ni otro
ejemplar. Enciérrale en ti, penetra en tu interior y elevando todas tus potencias
vuélvete hacia la luz divina, donde puedes ser enseñado y nutrido espiritualmente por
Dios, sin otros medios.
Santa Clara
En tercer lugar se puede alcanzar esta claridad llegándose hasta su origen, que es
Dios, como se dirá más adelante.
TRATADO SEGUNDO:
CAPÍTULO XXXVIII
Santo Tomás dice que los dones perfeccionan las potencias del alma ennobleciéndolas
para seguir prontamente al Espíritu Santo, que podrá actuar en ellas sin la menor
resistencia; antes bien se compenetran perfectamente con el divino Espíritu tanto en
la prosperidad como en lo adverso.
Temor filial
Queda superado el temor servil del Infierno, Purgatorio, juicio, muerte, etc. Lo mismo
el temor temporal, sufrimientos, humillaciones, pérdida de bienes materiales,
persecución de los hombres y cosas por el estilo. Se abandona al beneplácito de Dios.
Favorece el temor del Señor, es decir, de ofenderle, entibiarse en su amor, perder su
intimidad, etcétera.
intención aviesa, latente quizá, en las virtudes morales. Existen frecuentemente en los
hombres que no buscan al Señor de todo corazón. Dirige la intención a Dios sólo,
porque el origen de las obras viene de Dios, del Espíritu Santo.
De este modo los dones ordenan, ennoblecen, enaltecen las virtudes morales por la
intención amorosa que encaminan hacia Dios. Hacen que el hombre trabaje
voluntariamente con anhelo de hacer el bien y evitar el mal. Dispone al hombre para
someterse a toda criatura en el sentimiento y voluntad, aceptando gustosamente el
ser tenido por el más despreciable del mundo, y deseando asimismo que otros le
tengan por tal, se alegra en todo su desprecio. A éstos el Evangelio llama «pobres de
espíritu» (Mt 5,3), esto es: humildes de corazón.
Piedad
Se llama piedad el segundo don del Espíritu Santo. Es un santo derretirse el alma.
Crea cierta prontitud para servir a Dios y un afectuoso impulso para auxiliar y
obsequiar a todos los hombres, proveniente de la copiosa avenida del amor divino. La
misericordia es una virtud moral; su ejercicio está dirigido por una intención natural y
humana. En cambio, con el don de piedad, la práctica de las obras de misericordia
queda exclusivamente deificada, porque Dios es su fin en todas las cosas.
- Efectos de la piedad
San Bernardo, sobre aquello de San Pablo, «ejercítate en la piedad» (1 Tim 4,7), dice
en la Epistola ad fratres de Monte Dei, de la Orden de los Cartujos: «Tal piedad es
constante memoria de Dios, continua actividad en la intención e infatigable movimiento
en el amor. Que ningún día ni hora hallen al siervo de Dios en otra ocupación fuera de
este ejercicio, o en el afán de aprovechar, o en la dulzura de experimentar y el gozo
de disfrutar».
Se oponen a este don los que viven en tibieza espiritual, que reciben mucha gracia
sensible y hallan su voluntad dispuesta para todo bien. Pero son muy ingratos a tanto
regalo, pierden mucho tiempo ociosamente sin necesidad cuando en realidad no están
obligados a ocuparse en cosas exteriores y tienen tan grandes facilidades de
disfrutar de Dios ininterrumpidamente. ¡Oh, cuán estrecha cuenta van a tener que dar
de esto por la ingratitud a los dones de Dios! Parece que su devoción les viene más de
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la naturaleza que de Dios, cuando por tan fútil motivo o sin motivo alguno, tan ociosa y
vanamente dejan pasar el tiempo. Si el amor que éstos tienen procediese de Dios, se
sentirían atraídos hacia El, porque el amor atrae siempre hacia su origen. No estarán
nunca ociosos.
En segundo lugar, la piedad vendría a ser tutela de la santidad, como Salomón dice en
los Proverbios: «Por encima de todo cuidado guarda tu corazón, porque de él brotan
las fuentes de la vida» (4,23). Eso lo necesita principalmente el hombre que quiere
progresar en la vida contemplativa, porque no podrá aficionarse piadosamente si no
ama la santidad. Por eso, cuando Jesús invita al alma contemplativa a ocuparse en las
obras de misericordia para socorrer a los demás, ella responde en el Cantar de los
Cantares: «Me he quitado mi túnica». Esto es, las ocupaciones exteriores. «¿Cómo
ponérmela de nuevo? He lavado mis pies». Es decir, las potencias del entendimiento y
voluntad. «¿Cómo volverlos a manchar?» (Cant 5,3). Manchas son las imágenes de las
criaturas, porque cuando el hombre sale fuera de si, le resulta imposible verse
totalmente limpio de tocar alguna vez la tierra de los sentidos, padeciendo algún
desorden en la sensualidad.
En tercer lugar, el don de piedad produce abundancia de compasión fraterna para con
todos los hombres, sin acepción de personas, con auxilios espirituales o corporales,
porque guía al hombre con amorosa compasión, que compunge el corazón y le hace
compasivo para cualquier necesidad humana. Se crea en, él una inclinación amorosa
hacia todos, como un torrente de amor a todas las criaturas por causa de su Creador.
El que lo posee se vuelve benévolo, obsequioso, dispuesto a servir en todo
discretamente.
Ciencia
- Efectos de la ciencia
Este don ilustra y ordena la razón del hombre en el uso de las criaturas, mientras que
el don de entendimiento ilustra y dirige al hombre interior en orden a las cosas
celestiales. Así, pues, el que quiera sacar mucho provecho del don de ciencia necesita
proceder con diligencia a la mortificación de pecados e imperfecciones y vivir
perfectamente en la virtud; particularmente las virtudes intelectuales. Hará diligente
examen a fin de poseerlas y lo pedirá a Dios, porque este don nos estimula a ello.
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Los tres dones que preceden orientan principalmente a la vida activa. Los siguientes, a
la vida contemplativa.
Fortaleza
- Fortaleza simple
La simple fortaleza, que hace al hombre capaz y poderoso para vencer todas estas
cosas inferiores, le es dada principalmente para tres cosas. Ante todo, para
perfeccionar las obras propiamente varoniles, con las cuales supere los pecados y
tentaciones, desprecie lo que carece de valor y conserve el ornato de las virtudes.
Segundo, para luchar fuertemente contra las tentaciones del diablo, mundo y carne.
Tercero, para soportar toda tribulación, aflicción y adversidad con la verdadera
paciencia a que se refiere Casiodoro cuando dice en Super Psalterium: «La paciencia
supera las adversidades, no peleando, sino sufriendo; no murmurando, sino dando
gracias». Ella es la que lava toda inmundicia del placer, la que devuelve limpia las almas
a Dios y entonces el hombre todo, exterior e interiormente, se inunda de cierto sabor
melifluo. Porque, como dice David: «Estaré a su lado en la desgracia» (Sal 91,16), el
hombre en aquellos momentos está en la presencia de la Trinidad Santísima, de la cual
recibe sabor de interna suavidad y consolación. Atraído por él, desprecia todo lo que
es del mundo, y libre de todo desorden de aficiones y ocupaciones y fuera de la
ebriedad espiritual no siente ningún sufrimiento, tribulación o adversidad.
- Fortaleza doble
Llaman fortaleza doble a la que hace al hombre ponerse por encima de toda
consolación espiritual, gracia sensible, y todos los dones de Dios, por grandes, nobles y
múltiples que fueren. No consiente descansar en ninguna consolación espiritual,
dulzura, revelación, o en cualquier otro don. Se esfuerza en sobrepasar todo, de
suerte que sea capaz de encontrar siempre a aquel a quien ama sobre todas las cosas.
Consejo
Se nos da también este don para aconsejar a otros en las cosas de espíritu. Se
distingue del de ciencia en que nos forma el juicio conforme a las reglas de la Ley
eterna, inscritas en nuestros corazones. Este don nos enseña a encontrar la buena
solución conforme a la voluntad de Dios para hacer u omitir las cosas que son difíciles,
arduas y perfectas, sobre las cuales no haya ley escrita, porque hay cosas que no
todos han de hacer uniformemente. Aprendemos también con este don a evitar la
dispersión de los sentidos y nos lleva a trascendernos en la unidad del espíritu. Crea
en el alma cierta semejanza y anticipo gozoso de la supraesencial unidad por amor
fruitivo con Dios.
Gran propósito pretender la unión con Dios fomentando en nuestro corazón amor a El.
Mayor aún el unirse por la conformidad de voluntad con la divina, incluso en la
adversidad. Con esta unión de voluntad terminaba Jesucristo su oración de Getsemaní,
cuando decía: «Padre, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39).
Entonces, para quien ama con fidelidad, el divino beneplácito se convierte en supremo
gozo del espíritu. Además, por primera vez se hace apto para recibir en sí todos los
dones de Dios, porque renunció a si mismo por completo, y sin retractarse, a la
voluntad propia y a todas las cosas. Entonces, finalmente recibe, como Eliseo, doble
espíritu de consejo: emprender lo difícil y grande, y el deseo de sufrir lo grave y duro
(2 R 2,9).
Entendimiento
El segundo grado enseña a ordenar la vida contemplativa sin ningún error; a conversar
en espíritu, a tener profunda inteligencia de las cosas celestiales y divinas, a captar un
profundo conocimiento de las cosas creadas y de las actividades de Dios, a elevarse a
El dándole gracias, alabándole y amándole en todas las cosas.
Sabiduría
El séptimo don se llama sabiduría. Ciencia sabrosa que San Agustín, en su Libro XIV
de Trinitate, distingue de otros conocimientos, cuando dice que es propio de la
sabiduría un conocimiento intelectual de las cosas eternas, recibido con espiritual y
experimental pregustación de las celestiales y divinas delicias. Por ciencia, en cuanto
es don del Espíritu Santo, se tiene conocimiento racional de las cosas terrestres y de
las virtudes morales. Esta sabiduría da un verdadero conocimiento, que orienta el
entendimiento hacia toda verdad. Y un espiritual sabor, que levanta nuestro espíritu al
sabroso amor de todo bien.
- Actos de la sabiduría
Lo específico de este don es contemplar a Dios no de cualquier manera, sino por amor,
con cierta suavidad experimental en el afecto. La sabiduría en su grado más elevado es
increada, y en realidad así se llama. Propiamente es el Hijo de Dios o sabiduría del
Padre, que desea infundirse en el entendimiento del hombre para atraerlo al
conocimiento del bien supremo, amarlo, disfrutarlo y unirlo con El.
El toque místico
Pero la operación más noble del Espíritu en el hombre es el toque que tiene lugar en lo
más profundo del alma y es el medio más elevado entre Dios y nosotros, entre el
actuar, el disfrutar y ser actuados; entre el vivir y morir o expirar. Qué sea
propiamente esa actuación o atracción se podrá sentir ciertamente; comprenderlo o
explicarlo, nunca. Brota de ello un deseo tan vehemente e inefable de gozar del sumo
bien y comprenderlo, que es increíble para los que no lo han experimentado. A pesar
de todo, más adelante diremos algo de este toque.
Baste, pues, lo dicho sobre el ornato que necesita el que quiera llegar al verdadero
aprovechamiento de la vida contemplativa espiritual.
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TRATADO TERCERO:
CAPÍTULO XXXIX
Extroversión
Santa Clara
De una santa religiosa llamada Clara se cuenta que, después del llamamiento divino a la
vida interior, llamada que capacita y enriquece, se vio privada durante quince años de
esta afluencia de luz divina y suavidad porque en cierta ocasión tuvo un pequeño
movimiento de complacencia vanidosa.
Abstracción de la mente
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Finalmente, se debe notar aquí que esta consurrección tiene lugar de acuerdo con la
triple capacidad humana: potencias inferiores del alma, las superiores que llamamos
intelectivas o espirituales y finalmente la esencia del alma.
Cada una de ellas necesita unirse a Dios según su naturaleza y propiedades. A esto se
endereza la vida contemplativa.
Esta práctica vendrá a ser para el alma que ama de verdad una deliciosa almohada
sobre la que Dios gustará de reclinar su cabeza.
CAPÍTULO XL
Grados de consurrección
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Esta consurrección se realiza en cuatro etapas, que van elevando al hombre inferior a
regiones superiores y hacen sus ejercicios más nobles y provechosos. El primer grado
se da cuando la gracia de Dios, a modo de un riachuelo, penetra moviendo las fuerzas
sensitivas del alma, estimulando y ejercitando al hombre a levantarse con todo su
corazón y con todas sus fuerzas hasta la unidad con Dios por amor. Esta actuación se
deja sentir en el corazón, donde radica la unión de las fuerzas sensitivas.
Principalmente en el apetito concupiscible.
Dominio de la naturaleza
Se puede responder que lo natural, carnal e indómito tira siempre para abajo del
espíritu. Se hace, por tanto, necesario empujarla hacia arriba con vigorosos y
constantes ejercicios y que se capacite para las cosas espirituales. Que no impida
demasiado al espíritu, antes bien lo siga de buen grado, como se habitúa al animal
indómito a tirar del carro y llevar la carga. Leemos de ciertos maestros meramente
humanistas, laicos, sin fe, que amaestraron la naturaleza con ejercicios para que los
sentidos exteriores estuvieran siempre listos a la introversión y asimismo las
potencias inferiores dispuestas a la consurrección sin gran esfuerzo. Luego, actuando
la razón y entendimiento, llegaron a dominar la Filosofía natural de modo que parecían
no hacer uso de los sentidos exteriores. De hecho llegaron incluso al éxtasis.
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¡Con cuánta más razón el hombre cristiano podrá pedir y obtener esta merced
inflamando sus deseos de bien con la llama del amor divino! Preparado el corazón de
esta manera, bajo la influencia poderosa del Espíritu Santo, nuestra alma, unida al
Espíritu divino, vuela rápida y fácilmente a las alturas, a conocer y gustar las delicias e
inconmensurables riquezas de Dios.
Se ha de proceder con cautela para que la voluntad impetuosa, levantada hacia lo alto,
esté siempre conforme a la voluntad y razones superiores. Procure abandonarse al
beneplácito divino, guste o no de las gracias y devoción sensibles. A veces, cuando se
anhela el ímpetu amoroso con mayor vehemencia de lo que conviene, la libertad queda
oprimida y conculcada y el corazón se torna inquieto, perturbado y deprimido. Podría
seguirse gran obcecación y apartamiento de Dios. Por eso, aunque casi siempre
debemos espolear el alma a que actúe con amorosa violencia, el corazón debe
permanecer tranquilo y discernir prudentemente cuándo deba entregarse a este
ejercicio. Parece claro que ha de hacerlo cuando siente para ello el auxilio de la gracia.
Discreción
Es compunción del amor la que nace de esta unión, no del dolor. Porque el hombre se
enardece de todo corazón y paga con amor la divina liberalidad alabando, bendiciendo
y dando gracias. Comienza a dulcificarse lo que antes parecía amargo y laborioso.
Resulta displicencia y tedio lo que era alegre y apetecible. Encuentra, pues, un sabroso
gusto el corazón en Dios, como bien sumo que contiene todo bien. Por amor de Él da de
mano a todas las cosas creadas para evitar el mal uso, que crearía apetencias del
sentido. Este grado no confirma todavía al hombre plenamente en amistad con Dios. El
alma, en cambio, es ya capaz de dominar y armonizar las potencias sensitivas. Sin
embargo, se le priva a veces de la gracia sensible y de todo consuelo, porque su
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Dios deja al alma amante en abandono. Se retira y esconde. El alma siente la aridez de
tierra estéril. Pobre, sin calor, desolada, abandonada de Dios. Vive triste y amargada.
El alma necesitaba esta lección que Dios le da porque aún no había aprendido a
adorarle en «espíritu y verdad» (Jn 4,23). Gustaba solamente de la devoción sensible.
Ignora el alma también que esto es manera íntima y habitual en la actuación del
Espíritu Santo, que quiere enseñar al hombre de este modo a descansar en Dios
únicamente, no en sus dones. A ejercitarle en su santo servicio tanto en la prosperidad
como en la adversidad. Así probada en este grado, cuando llega la gracia sensible y
devoción, se levanta en ella el deseo o gran fervor de alabar a Dios, honrarle y darle
gracias, al considerar los inmensos beneficios recibidos.
Del deseo de gratitud nace consiguientemente en el alma doble dolor: uno por defecto,
porque se ve incapaz de alabar a Dios suficientemente, de honrarle y darle gracias.
Otro que surge del deseo de aprovechar y crecer en la virtud, en que se duele siempre
de hallarse escasa. Ambas cosas son espuelas de aprovechamiento.
CAPÍTULO XLI
Delicias espirituales
Los deleites espirituales superan todos los placeres del mundo juntos, aun el supuesto
de que un solo hombre fuera capaz de gozarlos. Cuando Dios visita en gozo infunde
igualmente sus dones al corazón así afectado y le inflama con el gran ardor de si
mismo. Lleva consigo tanto sabor de suavidad y alegría espiritual que hace al alma
desbordarse en gozo melifluo. No puede contenerse sin estallar jubilosa.
Embriaguez espiritual
Obliga a que la llama de amor, fomentada con la gran abundancia del gozo, se
manifieste con signos exteriores, quiéralo o no el alma. ímpetu tan fuerte conmueve al
hombre entero, como el caso de los Apóstoles con la venida del Espíritu Santo (Hch
2,2), que parecían estar ebrios de mosto (Hch 2,13). Este fervor infundido en
corazones inexpertos, no habituados a tanto amor, hace que no puedan contenerse sin
prorrumpir en gestos desacostumbrados, notorios al exterior. El vino nuevo
necesariamente hierve en el momento de escanciarlo. Luego cesa toda operación y
hervor. Así también esta gracia superabundante se derrama visiblemente de varios
modos: con gestos externos en algunos, en otros con cánticos divinos y júbilo; a veces
con lágrimas copiosas y gemidos. Casos hay de voces o sonidos desarticulados, como
Fray Maseo.
En su alborozo no decía más que v. v. v. a. Algunos sienten cierto temblor por todo el
cuerpo o están tan inquietos que no pueden menos de correr, como leemos de Fray
Bernardo, primer hijo espiritual de San Francisco: corría muchos días por montes y
valles. Otros necesitan saltar, palmotear. Hay quien se consume de gozo internamente.
Temen algunos que la abundancia de felicidad les va a hacer estallar como vasos sin
respiradero, llenos de mosto. En fin, miles de maneras con que se manifiesta la
abundancia del espíritu.
Esta es la vida más delicada que podemos recibir a través de las potencias inferiores
del alma, concentradas en unidad.
CAPÍTULO XLII
Dos cosas hay que considerar en este grado. Aquí se trata únicamente del ejercicio de
aspiración, del cual ya dijimos algo. Este ejercicio se vuelve tan violento e impulsivo
que el hombre, en su conversión a Dios, siente de pronto junto al corazón grande y
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De esta notoria agitación se levanta a veces un gran viento batiente como golpe de
espada. Si el que lo padece tiene la cabeza débil, el sufrimiento dura más. En cambio,
si es de complexión vigorosa, cesará tan pronto como deja de agitarse el corazón. En
el último caso no suele pasar de una sensación punzante y breve.
Baja tensión
Los que sienten el calor junto al corazón o la sangre, comprueban una mayor agitación
y vienen a quedar con frecuencia deprimidos. La sangre junto al corazón, en continua
ebullición, comienza a dilatarse y se debilita. El gozo y afecto, la devoción y amor
sensible, expansionan naturalmente el corazón. En cambio, lo cierra la sangre, gruesa
por dichos ejercicios, cuando se agrupa junto al corazón.
espíritu. Cuanto más violencia se hacen para recobrar la devoción, tanto más se
distancian de ella. También por impaciencia e inquietud del corazón se indisponen, se
entenebrecen, se endurecen y pervierten. Se avocan a una angustia inefable y
tribulación de que luego hablaremos.
CAPÍTULO XLIII
Lo segundo que se debe tener en cuenta prudentemente aquí es que toca al amador
fiel, al modo de abeja laboriosa, circunvolar con las alas de razón y consideración
sobre los dones del Amado, pasados y presentes. Con el aguijón de la discreción
caritativa delibere y guste para no entretenerse en ningún regalo. Convierta todas las
cosas en bien espiritual alabando y dando gracias. Vuele con afecto hacia la unidad del
amor divino, en la cual desee permanecer con Dios para siempre.
El abandono de la voluntad
Por el contrario, mientras su voluntad no esté encendida por el fuego del amor
conforme al beneplácito de Dios, no está todavía limpia de plata o plomo. Es decir,
nuestra voluntad no ha sido aún purificada de la propiedad con que se busca y tiende
hacia sí misma. ¡Oh propiedad venenosa, qué gran impedimento eres para aquellos que
tratan de aventajarse en la virtud! Tú abusas de los regalos de Dios y los haces
inútiles para los hombres.
Por eso, nadie debe fácilmente pensar que, por el hecho de verse con gracia y amor
sensibles, ha llegado a la santidad. Surgen muchos deseos y sensaciones
ordinariamente en el hombre que son tenidos por grandes, cuando no son otra cosa que
apetitos innatos o búsqueda de si mismo. Muchos, en cambio, toman las novedades y
curiosidades por indicios de gran santidad.
Inconstancia de la naturaleza
Amor ferviente
Para esto propiamente sirve el cuarto grado del amor, que llaman ferviente. Quedaron
ya explicados los tres primeros, al hablar de la consurrección de la vida activa, en el
capítulo XXII. Este es propio de quienes se acercan al Amado con gran fervor. No
sufren término medio entre Dios y ellos, de suerte que su amor nace de Él
directamente. Nada buscan más que a Dios con pureza y desnudez.
CAPÍTULO XLIV
Invitación interna
Esta invitación llena el corazón amante más que todos los anteriores deleites y
consuelos. La sensación, la operación interior de la gracia, la intención y el amor se
hacen mucho más sublimes, dulces, nobles y puros, porque el conocimiento del hombre
en este grado es más sutil.
Este ejercicio o invitación es una iluminación del sol eterno, que pone en el hombre
conocimiento y deseos de dar de mano a todos los regalos de Dios, suavidad y
consuelos. Ansía, en cambio, levantarse sin dilación hacia los brazos desnudos del amor
divino. Desde que la gracia atrae al hombre con todas sus potencias, cualquier cosa
fuera de Dios le parece poco y despreciable. El corazón se dilata y expande de suerte
que no hay fuerza humana capaz de cerrarlo fácilmente. Las potencias del alma se
preparan y adornan para descansar en la unidad del Espíritu Santo. Sobre lecho de
amor y paz con el Amado. El mismo corazón, ya tan dilatado, siéntese estallar en
herida de amor.
Así, pues, mientras Cristo invita tan dulcemente al alma con gracia desbordante, el
corazón se levanta con todas sus fuerzas al beso de la divina unión. Pero en medio de
dicha tan grande queda sin acabar la unión deseada del espíritu con Dios. Cae entonces
el alma en desmayo espiritual hasta poder decir con propiedad: «Si encontráis a mi
Amado, ¿qué le habéis de anunciar?... Que enferma estoy de amor» (Cant 5,8). Así, un
fervoroso impulso añadido a otro endurece, consume y seca la raíz húmeda de la
naturaleza. Mas no te asustes, ¡oh alma enamorada!, porque este desfallecimiento no
es para muerte. Es para gloria de Dios y salvación del hombre, si procede
discretamente en ello.
Amor agudo
El quinto grado del amor es propio de esta consurrección. Es el amor agudo. Dice Hugo
de San Víctor en Super septimum coelestis Hierrachiae Dionysii que este amor se
llama agudo porque crea impetuoso y vehemente deseo de ir al Amado y pasa a través
de cualquier impedimento para llegarse a El. No sólo se enardece en el deseo; todo lo
traspasa, como una aguja, hasta descansar en el Amado.
El alma enamorada está realmente más donde ama que donde anima. Por eso,
continuamente levanta los ojos espirituales hacia el Amado y lo contempla coronado de
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gloria y esplendor (Sal 8,6), embriagando a toda milicia celestial con el torrente de sus
delicias (Sal 35,9). En cambio, el alma se siente desterrada, proscrita de la patria,
circundada de innumerables calamidades. Nacen de nuevo aquí muchos gemidos,
lágrimas, anhelos. Lágrimas que la recrean y rehacen un poquito, pues sirven en aquel
momento para aliviar la salud corporal, se refrena el amor impaciente y se mantienen
las fuerzas naturales.
CAPÍTULO XLV
Por tanto, quien está en este grado de amor es arrebatado de repente y le son
reveladas algunas cosas para propia conveniencia o de los demás. Es instruido con
imágenes corpóreas o semejanzas espirituales. Le son reveladas a veces algunas cosas
del futuro llamadas visiones o revelaciones, que se manifiestan ordinariamente por
figuras imaginarias. También se tienen visiones intelectuales o semejanzas en el
espíritu, según el Señor sea servido, con las cuales Dios se graba en el entendimiento.
Esto puede aun darse a entender en parte con palabras. En algunas ocasiones el que
ama con impaciencia, al llegar a la concentración máxima de la mente, aunque no por
completo fuera de sí, se ve arrebatado hacia el conocimiento y gozo de un bien
incomprensible, conforme al Señor le pluguiere concederlo. Esto no se podrá
comprender del todo, porque Dios aparece fulgurante, con resplandores espirituales e
intelectuales, manifestándose y desapareciendo repentinamente.
Este fulgor arrebata el espíritu del hombre en un momento, y luego que pasa, vuelve a
su natural. La operación divina clarifica sobremanera al amante con luz intelectual.
Júbilo
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Las Sagradas Escrituras lo llaman júbilo. Tanta es la alegría del corazón, que no puede
explicarse con palabras ni tampoco ocultarse. Hay momentos en que el hombre interior
nada en delicias espirituales, como el pez en el agua. Dios visita de mil modos al
impaciente amador con gozos y noticias espirituales.
Revelaciones falsas
También se introduce en los pensamientos del hombre como si fuese divina inspiración
de cosas futuras, que alguna vez son verdaderas y la mayoría falsas. Los propensos a la
curiosidad y que no aman de veras reciben tales cosas, como hombres inexpertos que
son, con gran deseo y las veneran como si viniesen de Dios, complaciéndose en lo íntimo
de sus corazones (Is 5). Se vuelven presuntuosos, sabios a su parecer, no consienten
en ser instruidos por nadie, tienen por grandes todas sus cosas. Los devora por dentro
la vanagloria. Con tan venenoso alimento del alma se emponzoña el auténtico amor de
Dios.
Quien ama de veras se hace más humilde con todos los dones que le vinieren, más
agradecido, más mortificado en la propia voluntad, más diligente en cumplir el
beneplácito de Dios. No para mientes en los dones, sino en el dador de todo bien.
CAPÍTULO XLVI
Hay que considerar también que el ejercicio de aspiración y amor unitivo se practica,
sobre todo, en este tercer grado de consurrección, aunque podría su ejercicio
igualmente iniciarse en la vida activa. Lo tratamos aquí porque, mediante este
ejercicio, se disipan al punto todas las tentaciones y medios entre Dios y nosotros. Es
también la entrada para la altísima perfección, porque con gran impulso apremia al
hombre a darse prisa para llegar a la mayor semejanza posible con Dios, por la
perfecta mortificación de todos los vicios y consecución de las virtudes.
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Es, finalmente, el cedro altísimo sobre el monte de perfección. Tiene cuatro ramas:
los cuatro ejercicios. Esta práctica ahuyenta en un momento todas las tentaciones,
distracciones y extroversión. Más aún: todo lo que no es Dios. Pone al ejercitante en la
presencia de Dios deseando unirse directamente con El. Conviene, sin embargo, al alma
permanecer largo tiempo fuera, antes que Dios quiera llevarla a mayor intimidad.
Durante la espera, tiene necesidad de aprender a pulsar las cuatro cuerdas o maneras
de este ejercicio, para que el Amado se conmueva y le llame a la unidad de espíritu.
Libertad espiritual
Debe estar advertido también para evitar cuidadosamente sentirse ligado a cualquiera
de estos ejercicios. En su introversión estará atento a la llamada del Espíritu Santo
que lleva tras de sí, de diversos modos, al espíritu del hombre y lo inflama en su amor
con un ejercicio o con otro.
Cuando se siente el impulso del Espíritu Santo para algún ejercicio, el alma debe seguir
con afectuosa y propia voluntad la llamada. Mientras no haya especial atracción del
Espíritu Santo ni pueda obtener plenamente el ingreso en Dios, conviene que se
mantenga en la presencia divina por la aspiración del amor unitivo. Allí se contienen
principalmente cuatro modos de ejercitarse como cuatro martillos con que llamamos a
la puerta para entrar en el gozo de la simple unidad con Dios y en Dios. Son: ofrecer,
exigir, conformarse y unirse.
Oblación
Ante todo, en su conversión a Dios debe ofrecer libremente todas las cosas que el
Espíritu Santo puede exigir con su inspiración. En especial la perfecta abnegación y
desprecio de sí mismos, abandono de todos los placeres sensuales con cuyo desorden
podría mancharse el corazón, aunque sean cosas pequeñas. Por ejemplo, conversaciones
vanas, amistades, ociosidad, ligereza, curiosidad, etc.
honra y amor, quisiera dejarle sufrir eternamente las penas del Infierno. Bien
entendido que no sería posible separarse de Dios por voluntad amorosa, para
equipararse a los condenados.
Parece imposible que la voluntad se resigne a sufrir las penas del Infierno, pues la
naturaleza lo rehúsa por completo. Sin embargo, los repetidos deseos de fidelidad al
plan de Dios y la sobreabundante infusión de su gracia podrían conseguir que el alma
se presentase ante el Señor, total, firme y liberalmente decidida a sufrir por toda la
eternidad las penas del Infierno, si fuera del mayor agrado de Dios. La misma
disposición tiene para recibir los gozos de la Gloria eterna. El amor de Dios en el
hombre es ya tan puro y su contenido tan grande que le resulta indiferente lo que
suceda, con tal que se cumpla el divino beneplácito siempre y en todo.
Imposible que Dios pueda exigir o desear tales cosas. Sin embargo, quiere que el
hombre, esté dispuesto a abandonarse totalmente por amor de El, aun en aquello que
pareciere grave e insoportable.
Únicamente a sus amigos íntimos somete el Señor a esta prueba, para que verifiquen
en qué medida quieren morir a sí mismos por su amor. Así fue probado Abrahán con el
sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22).
Deseo
El que ama de verdad a Dios nunca hallará satisfacción con dones divinos, sino con la
donación de Dios mismo. Siempre andaremos hambreando mientras no disfrutemos del
sumo Bien en puro amor. Tan pronto como el alma comenzase a descansar en algún don
de Dios o en una gracia experimental y devoción, comenzaría a enfriarse y aflojar en
el deseo de aprovechar.
Después de esto debe exigir de Dios una purísima iluminación del entendimiento para
conocer con toda perfección el divino beneplácito y cumplirlo fielmente. Para lograrlo
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debe hallarse completamente disponible en todas las cosas, sin vacilación del corazón,
con la fidelidad que la sombra sigue al cuerpo.
Hay tres cosas: luz -de sol, luna o candela-, sombra y cuerpo interpuesto, que causa la
sombra. La luz equivale a la divinidad, el cuerpo a la humanidad de Cristo y la sombra
es nuestra voluntad, que se ha de mover, sin ninguna vacilación del corazón, a imitar la
vida de Cristo, como cambia la sombra por el movimiento del cuerpo que la origina. Para
lograrlo, deberá pedir cumplimiento perfecto del divino beneplácito.
El amor creado
La vida del amor creado consiste en constante y ardiente deseo de retornar al origen,
como los rayos dependen del sol. Volver al amor increado para adherirse únicamente a
él y disfrutarlo.
Hay, además, otras muchas cosas provechosas que pedir: liberación de las tentaciones
espirituales o carnales, de las ansiedades del corazón, del abandono, insensibilidad,
aridez. También podemos pedir gracias sensibles, devoción, amor, dulzura espiritual,
revelación y rapto, y muchas cosas más, que propiamente no son necesarias para la
salvación. Nada de eso debemos pedir o exigir sino en cuanto sea conveniente al honor
de Dios y salvación de nuestras almas. Mantengámonos en paz y confianza, aunque no
parezcamos ser escuchados por Dios. Él lo concedería enseguida si nos conviniera para
la vida eterna.
Conformidad
Divinización
Examine entonces si la ha deseado tan perfectamente que, sin vacilación del corazón,
de la naturaleza y sensualidad, se deja guiar libremente por la voluntad racional, aun
en el momento de verse privado de la gracia experimental y sensible. Entonces habrá
conseguido, por regalo divino, aquella virtud, en suma perfección. Por ejemplo, trata de
adquirir el deseo y gusto de ser despreciado y virtud de la paciencia. Le sucede que él
mismo está privado del amor y gracia sensibles; con esto le viene de repente una
humillación injusta y le castigan severamente.
Podemos decir que posee aquella virtud con perfección, si el primero y el último
movimiento del corazón es un deseo de recibir, sin vacilación alguna, confusión y pena,
como si lo hubiese estado anhelando largo tiempo. Igual que el soberbio recibe con
avidez los honores y el avaro el lucro de los bienes temporales. Cristo nos da ejemplo
admirable, como dice David en su nombre: «Por ti sufro el insulto y la vergüenza cubre
mi semblante» (Sal 68,8). Pero, si ocurre que la voluntad natural se resiste y
contradice al deseo del espíritu, es signo de que la virtud todavía no se ha ejercitado
suficientemente en redoblados y encendidos afectos y oraciones. Mediante esto, Dios
acostumbra dar la plenitud de su gracia y amor esencial.
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Cuando Dios le envíe estas pruebas, procure mostrarse más fiel aún y más
solícitamente evitará el desbordamiento o desenfreno de los sentidos, el buscar
consuelo en las cosas vanas, o en la extroversión con ligerezas o inútiles ocupaciones.
Procure asimismo no caer en viciosa ociosidad. En cuanto le sea posible se ocupe en
ejercicios virtuosos o al menos con buenas obras externas.
Entonces no sentiremos gusto en practicar las virtudes. Son, sin embargo, más gratas
a Dios y más meritorias para nosotros, si hacemos lo que está de nuestra parte. Mejor
que las hechas cuando sentimos devoción, porque en sequedad serviremos al Señor
fielmente y, en cierto sentido, a nuestras expensas. Para cumplir esto más
voluntariamente, persuada su corazón con plena confianza de que es Dios quien le envía
los trabajos, o que los permite para probar su fidelidad y enriquecerle con sus dones
divinos y gracias por haberle hallado fiel, según veremos luego en el grado siguiente de
consurrección.
Amor ardiente
Nos hallamos aquí en el sexto grado o amor ardiente. El Linconiense se refiere a él con
estas palabras: «Se dicen hervir en amor los que por el fervor a veces son levantados
sobre sí mismos, pero, al punto, por su propio peso natural, decaen. Como el agua
hirviente sube con el calor y baja al retirarla del fuego».
En este grado de amor he tratado acerca de la elevación espiritual en las potencias del
alma, que proviene de un vivo y amoroso forcejeo entre nuestro espíritu y el de Dios.
El hecho de que nuestras potencias, por impulso ardiente de amor, se levantan al
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encuentro de Dios, hasta elevarse sobre sí mismas, para unirse al espíritu de Dios,
como la aguja se adhiere al imán.
Resultan estas fuerzas muy vivaces y activas, dirigen todo conocimiento y afecto hacia
Dios. Parece que el hombre usa de los sentidos exteriores como en el sueño. Por eso
dice la esposa, es decir, el alma enamorada: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant
5,2). Esto es: vive solícita por el Amado que está dentro de su corazón. El alma
entonces se desvive para que El pase hasta la más recóndita morada y colocarlo en el
lugar más noble. Desea sinceramente despreciar todas las cosas por El y abrazarlo con
el amor más puro. Si esto no fuere así, afirmamos lo que dice Ricardo en el Libro IV
de contemplatione, capítulo XVI: «No me atrevo a decir que el Amado ocupa el íntimo
seno del amor ardentísimo, mientras podamos hallar consuelo y alegría con otra cosa
cualquiera. Por tanto, si no procuras abrirle las puertas de tu corazón, ¿cómo voy a
creer que tú quieres o puedes seguirle a las alturas?» Y añade lógicamente: «Sírvate
de señal cierta que amas menos a tu Amado o serás menos amado por El, si merecieres
todavía ser llamado a aquellas aparentes rarezas con que el hombre, se eleva por
encima de sí mismo en forma muy grata al Señor». Cuando vemos cómo Dios es servido
en regalar a muchas almas con extraordinarias pruebas de amistad, almas que, por lo
demás, no han llegado aún a la mayor perfección de amor, podemos pensar que no
negará tanto bien a quienes viven ya el verdadero amor divino. Dios siempre da más de
lo que podemos merecer. No se deja vencer en generosidad.
CAPÍTULO XLVII
Conviene saber ante todo que Dios priva al alma de la gracia, devoción y amor
sensibles, por muchos motivos. Primero, por cierta indignación amorosa, que suele
ocurrir entre los esposos. Fácilmente uno de los cónyuges se forma un juicio
desfavorable del otro, si advierte en él algún signo de amor dado a otra persona. La
mutua fidelidad comienza a resfriarse. Así sucede entre Dios y el alma divinamente
enamorada. Dios es muy celoso. No puede sufrir que el alma comparta su amor con otra
cosa, ni busque recreación y consuelo fuera de El mismo. Ni siquiera permite indicios
de amor desordenado por espacio de un pater noster. Muestra entonces su enojo
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privándola de sus regalos, para que el alma venga mejor en reconocimiento de la propia
culpa y reprensión o corrección de su infidelidad. Ofrece ocasiones de enmienda, pues
Él no desea permanecer airado. Pero Dios no tolera otro amor. Ten esto por cierto:
cuanto más profundamente atrae el Señor un alma hacia sí, tanto más le exige amor
puro. La ingratitud del alma le aíra fuertemente, pues «a quien se le dio mucho se le
reclamará mucho, y a quien se le confió mucho se le pedirá más» (Lc 12,48).
La segunda razón es para que el alma amante aprenda a reconocer que la devoción
sensible y amor práctico le fueron otorgados por liberalidad de Dios y no por sus
propios méritos o buenas obras. Evitará de este modo la altanería y propia
complacencia cuando le llegue de nuevo la gracia sensible. Asimismo le servirá de
estímulo para que progrese sin cesar, cuando se inclina a perezosa satisfacción.
Siempre, pues, permanecerá ahondando en la humildad y estimulándose por
aventajarse en todas las virtudes.
La tercera causa es para que advierta el alma la propia tibieza o pereza en los
ejercicios del amor, virtud y buenas obras, al verse privada de la gracia sensible,
devoción y amor. Así se hará más solícito para pedir al Señor gracias y auxilios,
reconociendo que, sin la devoción sabrosa y experimental o amor práctico, no podrá
crecer en la virtud, en el amor y en el espiritual ejercicio, ni siquiera perseverar en los
adquiridos.
Sensibilidad y santidad
En quinto lugar, para que el alma enamorada reconozca que la santidad y amor
verdaderos no consisten en la gracia, devoción y amor sensibles, que podrían
originarse puramente de la naturaleza. No son más santos ni aman más los que parecen
tener y sentir más la gracia, devoción y amor. Son los que saben elevar su afecto en
todas las cosas sobre lo sensible y sensual, hasta el desnudo y esencial amor. Éstos
son probados en la voluntad, para abandonarse a sí mismos y negarse en todas las
cosas por amor de Dios.
Anhelan disfrutar de él, según la atracción de la naturaleza pura, de manera que los
que aman conforme al beneplácito divino conocieron querer ser pobres, privados de
toda interna consolación, toque, gusto y sensación. Hallan consuelo tan sólo en esto: en
que aman a Dios muy puramente, con amor intelectual, el único amor verdadero.
Aprenden también todas las virtudes y toda justicia para honra y beneplácito de Dios,
no buscando ningún otro gozo o dulzura espiritual y experimental. La verdadera
santidad y la pura caridad se robustecen en la medida que esta pobreza voluntaria
aumenta en el hombre.
Éstos se pueden aplicar lo que dice San Pablo de sí mismo: «Estoy avezado a todo y en
todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación» (Flp 4,12). Cuando el
Espíritu Santo inunda alma y cuerpo con sensible amor y sabor melifluo, se levantan
inmediatamente a la acción de gracias y emplean con discreción los dones recibidos,
para alabanza y honor de Dios y provecho de la propia salvación. Desean igualmente
encaminarlo todo con liberalidad al amor divino, como si lo hubiesen pedido a Dios con
grandes, fervorosos y llameantes deseos. Reciben estos dones con tanta paz y sosiego
de corazón, como si no les preocupase nada de esto, dejando en manos de Dios el que
lo dé o lo retire. Sin contristarse por nada, dicen con Job: «Yahvé dio, Yahvé quitó:
sea bendito el nombre de Yahvé» (Job 1,21). Demuestran así que no descansan en
ningún regalo del Cielo, pues cuesta siempre desasirse de aquello a que nos hemos
aficionado.
Sirven en sexto lugar para que el alma pruebe por experiencia el aprovechamiento
espiritual de sus ejercicios, porque podrá carecer de todo consuelo y servir a Dios,
permaneciendo en puro amor. Aquí está el fundamento de ese grado de consurrección:
en que Dios quiere verificar que sus fieles amadores se adhieren a él y le sirven por
amor puro más que por cualquier otro don. La verdadera fidelidad nunca se prueba
mejor que en la adversidad. Diós sustrae la ayuda sensible al alma y la despoja aun de
sí misma y de todas las cosas.
Divina ausencia
Puede llamarse languor infernal este abandono en que cae el alma, no por amor, sino
por angustia y aflicción. Nunca halla consuelo ni en Dios ni en las criaturas. Después
que la subió tan alto que sólo Dios es su descanso, cualquier consuelo de las criaturas
le resulta cruz. Desprendida de todo, ahora Dios le niega apoyo. Está el alma
hambrienta y sentada entre dos mesas, de deleites espirituales una y de goces
sensibles la otra. Ella desprecia los sensibles y Dios le niega los espirituales, porque
quiere que el alma aprenda a estar con ánimo voluntario abandonada de toda ayuda y
así dé gracias a Dios, lo alabe y sea fiel en todas las cosas. Que en nada busque su
propio gozo y paz, excepto en el cumplimiento del beneplácito divino. Quiere también
Dios que el alma aprenda a gozarse en su abandono y en ello ponga su paz,
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considerando que ésta agrada a Dios y es muy meritorio para sí y muy útil para su
aprovechamiento, con tal que haga fielmente lo que pueda, sin caer en pereza o
negligencia.
CAPÍTULO XLVIII
Amigos delicados
Amigos fastidiosos
No faltan quienes, al verse privados de los gustos internos, se vuelven tan fastidiosos
y tristes consigo mismos que resultan insoportables para los compañeros. Parece que
los apremia el aguijón infernal. Nadie puede hablarles o responderles a su agrado.
Andar, estar de pie o hacer cualquier cosa les molesta. Por motivos fútiles se alteran
tanto como si se tratara de mil talentos de oro.
Amigos inestables
Hay otros que son abandonados por algún tiempo, después de haber recibido gracias
de devoción y amor sensibles. Se vuelven notoriamente inestables y cambian pronto de
propósito y piensan incluso en pasar con frecuencia de un estado a otro de vida.
La razón de esto es porque no buscan a Dios por sí solo. Desean obtener algo fuera de
El en sus ejercicios. La naturaleza inconscientemente se busca a sí misma bajo especie
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Tibios e inconstantes
Éstos, pues, no son los verdaderos fieles amigos de Dios, ni verdaderamente gratos a
su gracia, ni tampoco buscan a Dios puramente. Se apoyan demasiado en las propias
dotes. Ansían con avidez el provecho propio. Dios los prueba y vuelve a probar
rigurosamente en este grado de consurrección y les priva de pasar a otras moradas
secretas.
No hay que fiarse de algunos que parecen ser elevados por Dios en breve tiempo a un
profundo y alto conocimiento espiritual. Puede ser que hayan recibido su recompensa,
como leemos del conde Guillermo Juliacense. Era un mal tirano. Una noche de Navidad
recibió dos o tres veces tan gran suavidad espiritual que decía luego estar dispuesto a
dar la mitad de su territorio, con tal de que le fuese otorgado volver a experimentar
tal dulzura. Sin embargo, fue revelado después de su muerte que sufría la misma
condenación del perverso César Magencio.
Amigos indiscretos
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Discreta contemplación
Por tanto, no conviene haga grandes penitencias exteriores el que es atraído por Dios
a la vida contemplativa y llega a ejercer vigorosamente el amor práctico. El impulso
interior debilita y consume bastante la naturaleza. Convendría incluso moderar con
discreción los mismos impulsos vigorosos, porque si quisiera siempre seguirlos con todo
el corazón, debilitaría demasiado la naturaleza. Pero quien no tiene pujante actividad
interior podrá hacer mayor penitencia externa.
Fray Rogelio
Así leemos del hermano Rogelio, antes mencionado, que, después de haber sentido el
impulso interior de la gracia y del amor de Dios, temió hacer gran penitencia y
abstinencia, aunque sentía muchos deseos de hacer estas cosas. Solía decir que su
mayor trabajo era comer y dormir. Cuando iba a tomar un bocado, procuraba elevar
tan alto las fuerzas superiores del alma hacia Dios y bendecirlo, que parecía casi no
sentir el sabor. Le bastaba dejar de comer para cesar el arrobamiento. Por
consiguiente, dejó de hacer penitencia, porque verificó en sí mismo que por la
abstinencia disminuía la devoción interna y la operación con que acostumbraba recibir
admirables gracias internas y dones de Dios. No quiso dar ocasión para impedir la
operación interna del Espíritu.
CAPÍTULO XLIX
Sigamos ahora hablando de los amigos que permanecen fieles en toda adversidad, a los
cuales, sin embargo, Dios quiere probar para enriquecerlos, como el ángel dijo a
Tobías: «Porque eras acepto a Dios fue necesario que la tentación te probase» (Tob
12,13, Ed. Vulgata). Hombre dichoso Job, porque en la grave prueba exclamaba:
«Yahvé dio, Yahvé quitó. Sea bendito el nombre de Yahvé» (Job 1,21). Y en otro lugar
dice: «El me puede matar: no tengo otra esperanza que defender mi conducta ante su
faz» (Job 13,15). Es necesario que el amigo probado someta totalmente la voluntad a
la voluntad divina y confíe plenamente en Dios, que toda adversidad le sobreviene para
su provecho.
Probación triple
Hay tres grados de probación divina que pueden representarse por la triple mirra de
que se habla en las Sagradas Escrituras. El primero lo hace Dios por si mismo, cuando
priva al hombre de toda gracia en el sentido, devoción y amor sensibles, y lo deja con
tal desnudez espiritual que nada siente, como si nunca hubiera conocido y amado a
Dios, como si hubiera sido siempre su enemigo. Jesucristo dio pruebas de esta
desnudez cuando oraba al Padre celestial diciendo: «Si es posible, que pase de mí este
cáliz». Enseguida se abandonó voluntariamente y añadió: «Pero no sea como yo quiero,
sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Este abandono de la voluntad en manos del Padre
celestial fue acepta sobre todas las cosas.
El abandono de la voluntad
Así debe el amigo fiel renunciar y morir a la propia voluntad en todo abandono
ofreciéndola a Dios con amor. Entonces se renace espiritualmente en el Espíritu Santo
y se hace libre de verdad. Su espíritu se eleva sobre la propia naturaleza, por encima
de todo desprecio, trabajo, penalidades, angustia, temor de la muerte, juicio,
Purgatorio o Infierno. Consuelo o desolación, dar y recibir, vivir y morir y cosas
parecidas, bajo aquella amorosa libertad de la voluntad o espíritu, permanecen unidos
al espíritu divino. Libres, constantes e imperturbables en todo abandono.
Este hombre no puede fácilmente llegar hasta aquí. Sólo la privación de la gracia
sensible templa el ánimo para conseguirlo. Todas las virtudes se adquieren mejor en la
adversidad, como la paciencia padeciendo, la humildad siendo despreciados, el amor a
los enemigos sufriendo persecución, y así las demás virtudes.
Figura de este grado es la mirra amarga, que se dice la primera en el Cantar de los
Cantares, como allí mismo se describe: «Sus labios son lirios que destilan mirra fluida»
(5,13). Esta primera mirra o amargura con que se prueba el alma le es muy útil, aunque
no lo reconozca, para preservar todo el cuerpo de las virtudes y no se corrompa. Así
como los cuerpos de los difuntos se embalsaman con mirra.
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De este modo Dios somete a estos sus amigos a tentaciones indescriptibles, en toda
dimensión humana. Bien entendido que son de origen diabólico; por ejemplo,
obstinación del corazón, blasfemias, ceguera infernal, odio a Dios, etc.
Tentaciones inverosímiles
Parece increíble que un cristiano las pueda soportar. La tentación, además, es tan
fuerte que les parece consentir en todo momento. Sólo en la parte superior del
entendimiento y voluntad se advierte cierta resistencia y notan que no consienten en
la tentación. Sin embargo, la obsesión que padecen no les permite persuadirse de que
realmente están resistiendo. Ignoran que esta angustia y premura del corazón les
viene solamente de la batalla que sostienen contra la tentación en las partes
superiores del espíritu, aunque el hombre inferior parezca consentir plenamente. Si
todas las potencias del alma consintiesen en la tentación, no tendrían conflicto o
aflicción y también fácilmente caerían en otros pecados graves, en particular deleites
y comodidades sensuales. Es natural al atribulado buscar la compensación del placer
externo cuando el espíritu afloja las riendas.
Se trata de una prueba especial de Dios. El sabe que nada hay más saludable para sus
amigos que el padecer. Lo hace hasta el punto de ver que sus íntimos son incapaces de
contristarse, porque en toda tribulación, por grande que fuere, dan muestras de
hallarse siempre dispuestos a sufrir por El. En algunos, en cambio, la reacción es
contraria: llegan al endurecimiento y ceguera contra Dios. Así los prueba también el
Señor en sus secretisimos juicios, que nadie alcanzará a comprender. A veces puede
ser tan sólo para llevar el alma al fondo de toda mortificación, de donde se sigue gran
provecho espiritual. En otros casos ocurre por deficiencias que hay en nosotros; por
ejemplo, indiscreción.
Indiscreción
Los que son por naturaleza muy activos y de corazón fogoso, al convertirse
apasionadamente hacia Dios, hacen latir impetuosamente el corazón. Se dilata y golpea
hasta poderse lesionar como queda dicho. Cuando Dios les priva de la gracia sensible,
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por alguna de las causas antes indicadas, estas personas se sienten desmesuradamente
afectadas. Quieren por fuerza recuperar la gracia perdida, pero cuanto más se
esfuerzan por conseguirla, más lejos están de recobrarla sensiblemente. En su
impaciencia llegan hasta desequilibrar el corazón dejándolo en desdicha casi
irreparable, como el que tensa las cuerdas de una lira hasta romperlas.
Consiguientemente pierden el dominio de las potencias inferiores del alma, que radican
en el corazón. Las virtudes de templanza y fortaleza se ven desbordadas por el
apetito concupiscible e irascible, respectivamente. Les parece consentir en todas las
tentaciones. Se origina entonces gran tribulación, desesperación, endurecimiento,
obcecación, ceguera infernal, que se apoderan del hombre inferior. Tan sólo en las
potencias superiores hay resistencia, porque ellas están desligadas de la materia.
Gula espiritual
Pongamos también un ejemplo de ociosidad. Algunos son muy emotivos, se les desborda
el amor por los sentidos. Cuando se aficionan por alguna cosa, la efusión es tan
vehemente que todas sus fuerzas corporales languidecen. Estas personas en un
momento dado se reconcentran en Dios, donde encuentran inmensos y múltiples
motivos de amor El Señor, por lo demás, premia todo acto generoso, especialmente en
los tres o cuatro primeros años de la conversión. Resulta, pues, un doble instrumento
de amor y devoción en el sentido.
Tales personas, embriagadas con la abundancia de estos regalos que Dios concede
como remuneración a sus servicios, acrecientan su apetito de gula. Rehúsan luego el
aprendizaje, preocupación y trabajo para morir a sí mismos, adquirir virtudes o
conocer el divino beneplácito. Cada día más ponen su descanso en la devoción sensible
y se vuelven muy ingratos para Dios. El, en cambio, les deja disfrutar largo tiempo de
la gracia sensible, por si tal vez pudieran llegar al reconocimiento y enmienda. Pero
cuanto más tiempo Dios los aguarda, tanto más golosos y desordenados se vuelven,
regodeándose principalmente en esta sensación.
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La naturaleza corrompida siempre tiende con mayor avidez a las cosas prohibidas,
como ocurre al adúltero, que siente mayor atracción por la mujer con quien vive en
adulterio que por la esposa. Cuando el Señor ve a estas personas infieles, siempre
apegadas a las gracias sensibles, se las quita. Como entonces carecen de fundamento
de virtudes o mortificación, con facilidad se vuelven impacientes y con bruscos
modales intentan recuperar la sensación del gusto perdido.
De ahí nace la amargura del corazón y tedio que los hace insoportables a si mismos y a
quienes los rodean. Poco a poco comienzan a degenerar en perversidad, obstinación,
impaciencia, obcecación y ceguera contra Dios. Ponen su alma en peligro. Pero no es
más que recibir la pena debida a su indiscreción. Pueden merecer mucho en ello, si
procuran mantenerse con paciencia y entereza de ánimo. En la hora penosa de la
prueba se hallan desconcertados por la gran aflicción o infernal ceguera y malicia de
que son víctimas. Parecen haber perdido el dominio de la razón. Deberían, en cambio,
dolerse en espíritu de todas sus faltas y abandonarse confiadamente a la voluntad de
Dios, pidiendo perdón por los pecados pasados y que los defienda de los presentes y
futuros.
Martirio mental
Hay otros casos en que los pacientes no han dado motivo para tal ausencia divina. Dios
entonces lo dispone tan sólo para probar a fondo a sus amigos fieles. Les prepara una
admirable corona de mártires en la vida eterna, pues no hay mayor martirio que esta
ausencia de Dios, tan insufrible, que San Agustín y San Bernardo la comparan a las
penas infernales. Son almas realmente muy gratas al Señor
Este grado de probación está figurado con la segunda mirra, que se denomina mirra
óptima en el libro de Judith (10,3). Con ella se ungió la heroína cuando intentaba matar
a Holofernes, enemigo de los judíos y símbolo del enemigo infernal.
contumelias, obcecados en que Dios le había llagado por su culpa de él. Le causaban
máximo dolor Lo mismo sucede a éstos. Se burlan de ellos, los insultan, condenan,
maldicen. Por cualquier motivo los consideran posesos del diablo. Dios lo permite para
que sus amigos carísimos sean probados en grado sumo y se purifiquen. Por aquí los
lleva a la perfectísima semejanza de Cristo Jesús, a quien nos ha propuesto como
ejemplo en la cruz.
Debemos tener en cuenta que jamás hubo pintor, por artista que fuere, capaz de
reproducir todas las líneas del modelo en longitud, latitud, orden, semejanza, colorido,
etc., tanta perfección como el Señor lo hace con sus amigos predilectos. Dios,
efectivamente, con sabiduría infinita dispuso cómo guiarlos fiel y felizmente por estos
medios en perfectísima semejanza con Cristo. Símbolo de este grado es la tercera
mirra, que en el Cantar de los Cantares (5,5) se llama probatisima, cuando dice la
esposa: «Me levanté para abrir a mi Amado, y mis manos destilaron mirra, mirra fluida
(probatissima en la Vulgata) en el pestillo de la cerradura». «Abrí a mi Amado», que
quiere decir: abandoné mi voluntad en el insuperable beneplácito de Dios, aun en toda
adversidad y tribulación. Por eso le he abierto la puerta de mi alma para descansar Él
tan sólo quiere poner su tálamo en mi corazón tranquilo.
CAPÍTULO L
Alma
Espíritu
Espíritu comprende la parte media, esto es, las tres potencias superiores con que el
hombre puede acercarse a Dios y hacerse un espíritu con El, mediante la
contemplación.
Mente
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Llamamos mente a la parte suprema del alma donde las tres potencias espirituales se
hallan radicalmente unidas, de donde fluyen como rayos solares y donde confluyen
nuevamente. El centro del alma que conserva impresa la imagen de la Santísima
Trinidad. Es tan noble, que ningún nombre le cuadra con propiedad. Se usan
circunlocuciones para darlo a entender de algún modo. Es lo más excelente del, alma.
Para la consurrección del espíritu, es decir, de las potencias espirituales, hay que
distinguir previamente entre alma y espíritu, porque es necesario que esta
consurrección se opere en espíritu totalmente libre. Según la expresión de San Pablo
(Heb 4,12), «la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada alguna de
dos filos, penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu». Operación creada
en nosotros para que el espíritu, libre de todas las cosas, pueda proseguir su obra de
contemplación. San Agustín, en el libro De Spiritu et Anima, añade que no hay nada
más admirable que esta división «alma y espíritu», si bien que esencialmente son la
misma cosa.
Esto permite señalar dos fronteras. De una parte, lo que es animal o sensual en el
hombre y, de otra, lo espiritual, que vuela a las alturas, hasta sublimarse en la gloria
divina, para transformarse en su imagen. Porque «quien se une al Señor se hace un
espíritu con Él» (1 Cor 6,17). A veces el espíritu humano queda tan abstraído del
cuerpo y del alma que podría decirse: el espíritu no está en el espíritu. Esto ocurre
cuando las potencias superiores van tan lejos que el hombre se olvida de cuanto le
rodea, incluso del propio cuerpo.
De espíritu a espíritu
Algunas veces el espíritu humano, con gran ímpetu de amor fervoroso, es arrebatado
sobre sí. Se podría decir entonces razonablemente que está sobre el espíritu, o sea,
no sólo trasciende las otras cosas, también a sí mismo. Sucede de manera admirable.
El fuego del amor lo levanta hacia aquel que está sobre todas las cosas, por lo cual sale
de sí mismo. Nada hay en él, es decir, en su memoria, entendimiento y voluntad más
que el amor eterno, que es el mismo Dios, en quien todo espíritu desnudamente se
sumerge.
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En tercer lugar, el espíritu humano muchas veces llega a salir de sí hasta el punto de
poderse decir que el espíritu está sin el espíritu. Esto tiene lugar cuando empieza a
salir de sí mismo, a aniquilarse para introducirse en un estado supraesencial. Así se
inicia en la contemplación esencial de Dios, como Pablo era arrebatado para ver a Dios
en su esencia y será nuestra dicha verlo en el cielo (2 Cor 12,4). Trataremos de esto
ampliamente al final.
En esta consurrección, el alma más que subir por si misma se siente arrebatada. Es
más actuada que actuante. El Espíritu Santo actúa interiormente en formas y tiempos
incontables. En cambio, nuestra operación, la que tenemos que hacer en esta
consurrección, es sencilla. Semejante a la actividad de la consurrección en las
potencias inferiores. Pero excede en nobleza a la anterior, como el oro a la tierra,
como el aire a los cuerpos por la sutileza, como el sol a las estrellas por su claridad.
Los inexpertos, aunque fueren de ingenio muy sutil, no podrán comprender la nobleza
de estos escritos mientras no lo experimenten. Les parece entenderlo humanamente,
pero necesitan una luz intelectual increada, aquella de donde fluyeron todas las luces
intelectuales creadas. Y aun así no podrán entender cómo un lumen increatum actúa o
nace en nuestro espíritu. Sólo la experiencia es madre de esta ciencia. Lo manifestó
Jesucristo Nuestro Señor diciendo: «Yo te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los
pequeñuelos», que quiere decir a los humildes y mortificados (Mt 11,25). Y en otra
ocasión dijo: «Dichosos los ojos que ven lo que veis. Porque os digo que muchos
profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que
vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lc 10,24). Por reyes podemos entender aquellos que
son fuertes por naturaleza y se ejercitan mucho en ayunos, vigilias, disciplinas, cilicios,
oraciones vocales y cosas parecidas con que se domina la naturaleza. Puede ocurrir, sin
embargo, que pongan su confianza en estas obras de penitencia y de ahí resulten
presuntuosos, y aun desdeñosos, aquellos que no son de naturaleza fuerte para hacer
penitencia.
Profetas
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Se entiende aquí por profetas aquellos que son de sutil ingenio y se esfuerzan en
llegar a la contemplación de los bienes eternos, pero su versión no es todavía pura.
Quieren ver las cosas divinas y no alcanzan, porque son inmortificados en la propia
voluntad.
Voluntad ciega
Ten esto por cierto: la causa de esta obcecación, que impide la luz espiritual, es la
voluntad inmortificada, como los párpados cerrados impiden la visión de los ojos. Si
quieres, pues, venir a la verdadera, espiritual e intelectual contemplación, desnuda y
vacía perfectamente tu voluntad de todo querer y no querer La voluntad propia, la que
no se entrega plenamente al divino beneplácito, es como una columna en que se apoyan
los muros del desorden. Al quitarla, se derrumban las murallas de Jericó (Jos 6,20).
Se parece asimismo al fondo de la nave que recoge toda inmundicia de pecados.
«Lumen» increado
CAPÍTULO LI
arroyos que inundan las tres potencias del alma. Se trata de una plenitud de gracia,
infundida por Dios en la unidad del espíritu a modo de una fuente borbollante. Se
mantiene, sin embargo, inmanente en la esencial unidad de nuestro espíritu, donde
nacen tres ríos de divina operación inundando las potencias espirituales del alma.
Arroyo de la memoria
El primero corre desde la unidad del espíritu hasta la memoria, la potencia primera. Es
una serenidad o claridad espiritual, simple, uniforme, gozosa y pacífica. Como el aire
cuando ha cesado todo viento, limpio de nubes y nieblas, sereno, esclarecido por los
rayos del sol. En eso se transforma la memoria por influencia de este arroyo.
Paz de la memoria
Por esta luz infusa, clara y tranquila penetra el hombre recogido, quieto, empapado y
anclado en la unidad de su espíritu, donde halla la propia morada. Esta unidad, por la
operación interna de Dios, se convierte en aquella otra excelentísima, en que el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo están unidos con sus ángeles y santos.
Elevación de la memoria
El alma que aquí llega olvida lo terreno. Está viviendo en el cielo, aunque sus pies
toquen la tierra todavía. Nos cuentan que un Padre del desierto tenía su memoria
trascendida tanto, que le era imposible retener imagen alguna de las cosas terrenas.
Le ocurrió que un Hermano llegó a su celda y pidió le prestara una cosa. Respondió el
Padre: «Espera un momento, Hermano, entro y te la traigo». Apenas había cerrado la
puerta se olvidó de lo que iba a hacer y del Hermano que estaba esperando. Llamó éste
de nuevo. Salió el Padre preguntando qué deseaba, pues lo había olvidado. Por segunda
vez fue a buscarlo y le pasó lo mismo. Otra vez llamó el Hermano. Por tercera vez salió
el Padre y dijo: «Querido Hermano, entra tú mismo y coge lo que pides, pues no soy
capaz de retenerlo en la memoria tanto tiempo».
CAPÍTULO LII
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El arroyo que corre por el entendimiento, segunda facultad, es como una aparición
interior del Señor Un entender que fluye de Dios, conserva nuestra interioridad
abierta a toda influencia divina y eleva el entendimiento a conocer los más profundos
arcanos de la Sagrada Escritura. Excede todo natural conocimiento. Se eleva hasta
percibir el susurro interior y ver muchas luces intelectuales, ocultas hasta ahora. Con
ellas siempre se levanta más y más sobre sí y profundiza en el abismo de Dios.
Dos luces
Divinas noticias
Aquellos que levantan los ojos del entendimiento a la excelsa naturaleza divina, de
ordinario reciben primero conocimientos de Dios; por ejemplo, que Dios es
incomprensible, simple pureza, inescrutable en su esencia, profundidad inaccesible,
altura inalcanzable, eterna anchura, longitud tranquila y silenciosa, pacífica tiniebla,
ancha y dilatada soledad, descanso eterno de los santos, común disfrute de sí mismo y
de todos los santos. Y muchas cosas más que pueden verse en el piélago insondable de
la divinidad. Nadie entenderá el sentido pleno de estas palabras, mientras no lo
experimente. Sepan, sin embargo, que el entendimiento de quienes andan con
frecuencia en estos senderos, en tal medida se levanta a la admiración, que desea
seguirlo con todas sus fuerzas, con la operación consiguiente de dar gracias a Dios, de
honrarle y amarle. El hombre se siente elevado en todas sus potencias.
Fecundidad divina
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El Padre
El Hijo
El Espíritu Santo
Tales noticias levantan el alma a la admiración de las obras divinas. Una cosa sobre
todo deja atónito al hombre: la generosa comunicación de la naturaleza divina. Se
ofrece liberalmente para que todas las criaturas la disfruten, cada una según su
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CAPÍTULO LIII
El arroyo de la voluntad
Fluye el tercer arroyo del amor, tranquilo. Sus aguas son fuego manso. Del manantial
del espíritu se deslizan al estanque de la voluntad superior o potencia del amor Este ya
no estalla como aquel amor práctico que se infunde en el hombre inferior Vierte la
corriente en aguas remansadas del espíritu, las potencias espirituales. Lodos del
cuerpo allí no alcanzan. Silencioso, puro, perfectamente en fragua depurado es este
amor Parece aceite hervido, que el fuego no hace desbordar, reposado. Como el oro
excede al barro de la tierra; más noble aquel primero. Así es este amor, más sutil;
como el aire es más que el agua. Es fuerza de imán irresistible, que atrae las fuerzas
superiores a su origen. Cuanto mayor es su fuerza, menos halla en nosotros
resistencia. El calor de este amor es tan vehemente que parece abrasar y consumir al
hombre enteramente. Lo transforma y enciende en carbón vivo. Lo arrastra al fuego
inmenso del amor divino. Allí el amor humano aniquila imperfecciones. Allí el alma
enamorada suplica amor divino sin cesar: que tu inmensa grandeza penetre, devore y
aniquile con presteza.
El amor de Dios dama con voces incesantes que graba en nuestro espíritu, para amar a
aquel amor que se amó eternamente. Es voz de interna moción en nuestro espíritu,
terrible y violenta más que el trueno. Su fulgor abre el cielo al espíritu y le muestra la
luz de la eterna verdad. El amor nunca descansa sin que desee multiplicarse. Cuanto
más ama el espíritu, tanto más encendido es el deseo. Consiguientemente, lo que
resulta fuego de amor tan intemperado y vehemente vadea el mismo ejercicio de amor
entre Dios y el espíritu. Es amor como un rayo fulgurante, ávido de consumir en su
fuego al mismo espíritu. Causa de esto es que el amor práctico y el fruitivo igualmente
se refuerzan. Nunca sucede así en los grados precedentes, a no ser a veces por
especial don de Dios. Aquí en parte se equiparan.
Amor práctico
Y para que entiendas, propiamente se dice amor práctico cuando nuestro espíritu
opera con su amor creado e impele hacia Dios y todo lo que puede ser de su agrado. Se
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Amor fruitivo
Hay cierta fruición en todo amor divino, pero prevalece el amor práctico en el
precedente grado, según el proceso común. Disminuye en el fruitivo. En los siguientes,
por el contrario, obtiene la primacía en la conversión a Dios y cede el amor práctico. El
espíritu es más actuado por el divino Espíritu y se aniquila de tal modo que expira en sí
mismo, derritiéndose en amor de Dios. Resulta un solo espíritu en el ardor de la
caridad. En el grado presente se interfieren con igual violencia. Conviene que nuestro
espíritu a veces ceda al divino. Se produce en el hombre gran conflicto, porque las
aguas son impetuosas. Más aún porque nuestro espíritu no está habituado a la
expiración. La humana naturaleza se resiste con fuerza. Ninguno de estos espíritus se
resigna a ceder, ambos quieren prevalecer El espíritu humano desea en todo momento
absorber la inmensidad de Dios. Resulta devorado mientras piensa absorber y devorar
Como el pez que va a comer el cebo: queda atrapado por el anzuelo.
Así, pues, hemos expuesto muy brevemente esta consurrección de las potencias
superiores. Porque nada digno podemos decir de esto en comparación con la realidad.
Nada vamos a decir de las operaciones que el Espíritu Santo realiza en tales hombres.
Podrían multiplicarse y variarse más que pelos hay en la cabeza. La principal obra de
esto consiste en la extracción o intracción (expiración e inspiración) de que trataré en
el grado siguiente, para gloria de Dios.
- 115 -
CAPÍTULO LIV
Finalmente vamos a tratar de la consurrección que tiene lugar en la parte suprema del
alma, en la unidad esencial, que es fuente y origen de las potencias superiores. Esta
unidad en cuanto tal no es activa, pero de ella reciben todas las potencias el poder
obrar Es totalmente necesario en esta unidad hacernos semejantes a Dios por gracia y
virtudes o diferentes por el pecado. Sin la semejanza no podemos unirnos a Dios
sobrenaturalmente. El pecado rompe la semejanza con Dios y nos separa de El. Por el
pecado se desconectan las potencias del alma de su esencia, que Dios ocupa. Nuestro
espíritu y sus potencias quedan así disociadas y por consiguiente desaparece la paz,
que procede de la unión. Pero cuando el alma está perfectamente adornada en divina
semejanza por la gracia y virtudes, nuestro espíritu se lanza con feliz inmersión al
fondo del amor fruitivo. Se logra, pues, cierta unión sobrenatural con Dios por medio
de las virtudes y la gracia. En esta unidad nosotros quedamos sumergidos en el
Espíritu Santo y recibimos al Padre y al Hijo con el mismo Espíritu y toda su divinidad.
Para mayor evidencia conviene saber que esta consurrección se inicia y perfecciona
con una atracción, cierto toque que Dios opera en lo íntimo de nuestro espíritu. De ello
se gloría el alma dichosa diciendo: «Mi Amado metió la mano por el agujero de la
puerta y por él se estremecieron mis entrañas» (Cant 5,4), es decir, el hombre
inferior Nuestro espíritu padece y recibe este toque sin hacer nada de su parte. Las
potencias superiores se estrechan con él en la unidad del espíritu, en sus propias
operaciones de discurrir y amar La razón iluminada y mucho más la voluntad superior
sienten lo que pasa, pero no lo aciertan a explicar
No podemos comprender qué es este toque en su origen, o qué sea el amor en sí mismo.
Pero sabemos con certeza que es la tela fina que media entre Dios y nuestro espíritu,
- 116 -
entre el actuar y ser actuados, entre el vivir y morir o expiar Nos levanta al ejercicio
más alto que la naturaleza humana puede alcanzar en este mundo con la ayuda divina.
Dicho toque excita y eleva el entendimiento a conocer a Dios en su esencial claridad y
arrastra la voluntad superior a disfrutar de Dios esencial e inmediatamente.
Sírvanos de ejemplo el aire que respiramos. Lo expiramos para poder inspirar otro
nuevo, con lo cual se continúa la vida natural. Abrimos también los ojos corporales para
ver lo exterior y enseguida los cerramos para volverlos a abrir El rápido cerrar los
ojos no nos impide ver, antes bien parece que siempre permanecen abiertos.
Así también morimos o expiramos en Dios por el amor fruitivo y de nuevo por el amor
práctico vivimos en nosotros mismos. Salimos de Dios para algunas obras virtuosas y
ejercicios y nuevamente nos introvertimos en El para beber en la fuente. Tan
firmemente nos adherimos a Dios como si nunca experimentásemos alguna
extroversión o la extroversión no impidiese la adhesión y expiración.
Dichoso aquel que puede experimentar esto frecuentemente por la gracia de Dios; es
imposible describirlo. Es la más noble sensación y la ejercitación más útil de todas las
que podemos recibir en nuestro espíritu, si exceptuamos el lumen increatum, aunque se
dan algunos grados medios más altos antes de llegar a ver a Dios esencialmente. Pero
aquellos grados están fundados sobre el espíritu, en la unidad del espíritu o esencia
del alma. A ellos estimula y compele este ejercicio, como aquí explicaremos
gustosamente, en la medida que nos sea posible
CAPÍTULO LV
Amor práctico
Se llama amor práctico porque opera en nosotros una sensación de gracia, devoción y
amor Nos induce a practicar con diligencia obras virtuosas y ejercicios en orden a
adquirirlas para morir a todo desorden.
Amor fruitivo
Se dice amor fruitivo porque nuestro amor está unido perfectamente al amor divino.
Unión que produce fruición. Con la unión esencial se da la fruición esencial, en la cual el
espíritu no percibe ninguna distinción o medio entre él y el amado. El espíritu se dilata
en cierta latitud del amor esencial, cuya ardiente llama transporta nuestro espíritu
hasta el fuego del amor divino, de infinita magnitud. Resulta un solo acto de amor o
fruición porque el amor de Dios y el nuestro siempre son semejantes y uno en la
fruición, donde el divino Espíritu absorbe nuestro espíritu con él mismo en único gozo
y bienaventuranza.
Es propiedad del amor estar siempre activo, nunca ocioso. Pero en la medida que se
aproxima al amor eterno predomina el amor fruitivo, que nos obliga a quedar ociosos.
Cuando nuestro amor está perfectamente unido al amor de Dios, más que actuar
nosotros somos actuados y transformados por el Espíritu Santo. Es Dios sólo quien
actúa en la fruición, quedando inoperantes nuestras potencias de amor Estamos
transformados en unidad de espíritu.
- Fruición
Amor «elevatus»
En tercer lugar el amor se llama elevado porque levanta el espíritu sobre toda
operación hacia una desnuda inteligencia y amor
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Amor pacífico
Amor puro
El quinto grado de amor se llama puro porque está ya depurado y despojado de todas
las aficiones terrenas.
Amor esencial
Se llama así porque se apoya y enraíza en la misma esencia del alma. Trasciende al
amor práctico y la razón, haciéndose un solo espíritu y un solo amor con Dios.
Tienes, pues, dicho en parte lo que son y significan los varios nombres de amor.
CAPÍTULO LVI
El toque extrayente
Prosiguiendo en el ejercicio del toque divino, conviene saber que nuestro espíritu es
traído primeramente hacia fuera con este toque. Tiende a poner ejercicios externos
por comunicación del Espíritu Santo, con el cual todas las potencias del alma se llenan
de placer y riqueza espirituales. Las potencias exteriores luego son empujadas hacia
dentro en un momento, y las internas inferiores, impulsadas a lo alto, son atraídas a
las superiores de tal manera que cesan en todas sus operaciones. Las superiores, en
cambio, se actúan plenamente. La memoria se enriquece y amplia con abundante
comunicación de cosas celestiales y divinas. El entendimiento queda esclarecido con
ilustraciones intelectuales. La voluntad empieza a ceder con deseos licuescentes.
El toque extrayente
Este toque, además, nos hace vivir en espíritu, llenándonos de su gracia y poniéndonos
en la presencia de Dios. Con tan potente virtud, finalmente, nos conserva para que
seamos capaces de soportar sin defección los sabores y deleites sensitivos y todos los
regalos que vengan de Dios. Los arroyos de bondad fluyen de este toque y todas las
potencias se expanden ampliamente, en particular el excesivo apetito de un deseo
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voraz. El alma siente que Dios quiere entregarse a sí mismo con todas sus delicias y
riquezas, para venir y fijar su morada en felicidad.
El toque intrayente
El toque introvertiente produce en nosotros un ejercicio más noble aún. Nos lleva a la
unión con Dios y a estallar de gozo en El. Es, sin embargo, útil y necesario que quien
ama de veras trabaje por ejercitar y seguir ambos toques, más por necesidad que por
afecto. Siempre es más deseable excitar la intracción en la cual el espíritu descansa
inmediatamente en Dios. Pero es menester a veces que desee por necesidad este
ejercicio.
Ante todo, para que su deseo se consiga por completo con la operación interna, es
necesario imitar la perfección divina, en la medida de lo posible, especialmente en
cuanto la podemos imitar por su naturaleza humana. Necesita meditarías con mente
piadosa para estimularse a sí mismo a la imitación.
En segundo lugar, para que el alma enamorada, que gusta los deleites de la paz
espiritual, no comience a esperanzarse y hacerse negligente en el aprovechamiento de
las virtudes y buenas obras.
Por último, para que el espíritu con mayor fecundidad emprenda de nuevo el vuelo
hacia el Amado.
Conviene que su intención, no sólo principal sino única, esté siempre en la salida
amorosa, como la abeja vuela para extraer la miel de las flores y ponerla en el panal.
Ejemplo de la abeja
El alma, iluminada por la razón, debe volar por todas las cosas admirables y amables
que Dios hizo con su poder infinito, sabiduría y bondad en todo lo creado.
Principalmente en aquel gloriosísimo y amabilísimo espejo, que es la sacratísima
humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, y por todas las cosas que con tanta gloria,
digna y amorosamente hizo y padeció en la humana naturaleza, para que, como abeja
laboriosa, haga surgir de estas cosas la miel espiritual. Luego se levantará a dar
gracias a Dios, a alabarle, honrarle y amarle. Saturada con este ejercicio, dejando
fuera la razón iluminada, volverá rápidamente al propio panal, esto es, a su Amado, por
la dulzura del amor fruitivo. Fluya allí amplia y profundamente al amor increado, como
a cierto abismo, dejando fuera la razón iluminada, hasta que salga de nuevo.
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Cuando se haya consumido el néctar del amor que trajo antes, favorecida y colmada,
actuada por el Espíritu e iluminada por la razón, levante otra vez el vuelo para recoger
mas miel y regrese luego con nueva cosecha hasta el Amado.
Orden de la caridad
Éste es el buen orden del amor: que la mente humana aprenda a usar y entretenerse
en las cosas según que convenga al provecho del espíritu, extrayendo de todas la
dulzura meliflua del poder divino, bondad, grandeza, largueza y otras propiedades. Con
ello acuda de nuevo al propio panal, esto es, a aquel amable origen de donde salieron
todas las cosas. Esta es, en definitiva, la razón de todo movimiento: volver volando al
Amado, con la rica miel de nuestro amor.
CAPÍTULO LVII
El toque intrayente
Otro efecto de los toques divinos es la atracción del espíritu a su mayor recogimiento
en plena soledad. A disfrutar de Dios en el fondo del alma abandonándonos a su divina
voluntad, al amor aquel único y simplicísimo, que abraza al Padre y al Hijo en gozo sin
par Donde el alma, en amor llena, queda sellada con el suavísimo abrazo del amor divino
hasta desfallecer todas nuestras fuerzas.
Llamada al interior
Podemos considerar en Dios como un flujo y reflujo. Fluye naturalmente con verdad y
amor, porque la verdad eterna es engendrada por el Padre y el amor eterno procede
del Padre y del Hijo. Así debemos fluir por la noticia de todas las cosas que nos
pueden llevar hacia Dios, y por el amor que debemos recoger de las criaturas, como se
recoge la miel de las flores, para transportarlo al amor increado. También fluye Dios
naturalmente con su unidad y su esencia. La unidad de la naturaleza divina atrae hacia
el interior a las tres personas con el nexo o vínculo del amor En él la esencia divina
consiguientemente comprende y abraza la unidad de naturaleza con cierto abrazo
fruitivo y esencial. Así ocurre en nuestro amor, compelido por el divino: atrae nuestras
potencias a la unidad de nuestro espíritu conforme se ha dicho. Luego,
sobreascendemos a la simple unidad de nuestra esencia, donde recibimos la divina
unión y pregustamos la fruición dulcísima.
Con esto, el alma amorosa empieza a descansar de toda operación a la sombra del
deseado. Los frutos que allí gusta son «dulces al paladar» (Cant 2,3). También se llega
el alma al lecho del Amado, para reposar allí con suavidad, libre de cualquier cuidado,
embriagada en amor divino. Allí padece con deliciosa pasión la operación interior,
transformada en claridad y amor de Dios. Como el hierro, negro y frío en su natural,
puesto al fuego se convierte en fuego y claridad.
Esta es la vía regia por donde el alma camina. De la luz natural a la divina, en que está
su verdadero origen. Si quiere conseguirlo, deberá ordenar todos sus impulsos desde
el principio.
¡Oh alma mía! ¿De dónde tu fluir tomó principio? ¿No saliste del abismo de la divinidad
como esencia de la Esencia, vida de la Vida, entender del Entender? Lo eres por
creación, no por esencia. Tú no eres Dios de Dios, pero Dios te va a divinizar Tan
- 122 -
fuerte conexión y tan excelente unión hay entre vosotros que nunca se ha de abolir
Nunca se va a separar El sol en su rueda es cierta luz esencial, que difunde sus rayos
por doquier Estos no son parte esencial de su luz, pero tienen eterna contigüidad con
el sol, por lo cual se conservan en su ser Si en un momento aquella contigüidad se
rompe, los mismos rayos también dejan de ser
Alma salida del abismo infinito de la divinidad, se mantiene con ella en la contigüidad.
Por ella se conserva y alimenta con su origen. Si ésta se interrumpe, en el mismo
instante el alma se reduciría a la nada. Así es nuestro retorno: como el que camina por
los radios de la rueda solar Desde los sentidos y potencias exteriores somos elevados
a las interiores. Desde aquí a las superiores y desde ellas a la unidad de la esencia del
alma.
Ésta es la puerta por donde sale el alma para entrar en su propio origen.
CAPÍTULO LVIII
Alguna noticia más sobre esta intracción o llamada al interior Atraídas las potencias
intelectuales al interior en la unidad de espíritu y franqueada la unidad del espíritu
hasta colocarse inmediatamente ante Dios, surge de la divina unidad una luz que
irradia en la elevada unidad de nuestro espíritu y se manifiesta bajo una triple
semejanza. Primero como tiniebla, de la que luego hablaremos. Después aparece una
gran tranquilidad, depurada de todas las formas, como cielo sereno, sin ninguna nube.
El hombre ha perdido ya toda consideración y diferencia de cosas y de imágenes. Una
simple uniformidad y claridad lo rodean y 19 inundan.
El ojo sano
Ojo sano puede llamarse esta claridad intelectual. Damos aquí el camino para llegar
allá. Entendimiento y voluntad avanzan a la par para llegar a Dios hasta el punto que el
entendimiento no puede franquear Permanece entonces fuera con todas sus
consideraciones. La voluntad penetra únicamente, pues ella sola es capaz de levantarse
a la desnudez del conocimiento, ojo sano o corazón del alma con que se ve a Dios, como
dijo Jesucristo: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mt 5,8).
Este ojo sano se abre ampliamente, tiene simple mirada, no necesita discurrir ni
investigar Brilla cierta luz en el pensamiento desnudo que no pueden captar ni la razón,
ni la naturaleza, ni mucho menos el sentido. La claridad inmensa de aquella luz
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reverbera y hace oscurecer o ciega los ojos de la razón. Por encima de ella, nuestro
ojo sano permanece solitario, abierto, en el ápice de la inteligencia, contemplando y
mirando esta luz de reverbero. Luz más noble y superior a todas las creadas. Es la
perfección natural y medio clarificado entre nosotros y Dios; ella nos da libertad y
audacia ante El.
Manifestación de la luz
En tercer lugar, se manifiesta esta luz como vacío total. Con su inanidad el hombre se
siente obligado a descansar de todo quehacer Le ha vencido la operación del amor
divino, que es tranquila ociosidad sobre toda operación. Estos tres puntos se
confunden en una sola cosa, por cuanto puede saber no quien esto escribe o lee, sino
quien lo experimenta.
Divina tiniebla
Prosigamos, pues, hablando de lo primero: la oscuridad. Notemos ante todo que ésta no
puede ser comprendida por la razón ni por el entendimiento, porque en ella el espíritu
expira haciéndose una sola cosa con Dios. El es su fruición, descanso y paz. Fruición
que hace cesar toda operación, porque el amado abraza al Amado sobre todo deseo,
por desnudo y simple amor La claridad es tan grande que el entendimiento queda
deslumbrado y ciego, como se cegaría el que quisiera dirigirse hasta el mismo sol. Se
llama también tiniebla, porque el alma amorosa comienza a experimentar que toda
aquella contemplación y conocimiento intuitivo mediante imágenes y comparaciones
distan infinitamente de la misma verdad de la esencia divina. Igualmente todo lo que el
entendimiento humano y desnudo conocimiento pueden pensar.
esencia. Sería, por tanto, necesario que el alma se revistiese de lumen gloriae para
poder contemplar esencialmente la misma luz increada.
Amor líquido
A este grado de consurrección pertenece el octavo grado de amor, que se llama amor
liquido en las Escrituras. El Espíritu de Dios y el del alma, derretidos en amor, se
fusionan en delicioso fluir En este liquido amor el alma es atraída al abismo del amor
divino. En él queda absorta de tal modo que todo lo abandona y a sí misma. Es río que
corre hacia el amor eterno. Tanta es allí su satisfacción que la llama del amor prende
con fuerza, la despoja de todo lo que es humano, menos de su esencia, y la reviste de
Dios. Dios transforma el alma con todas sus potencias. Las facultades inferiores
quedan sumergidas y las tres superiores elevadas, unidas, ennoblecidas,
transformadas. Como el hierro, que por naturaleza es negro y frío, pero cuando se le
pone al fuego, poco a poco pierde su negrura, dureza y frialdad, revistiendo la
semejanza del fuego: calor, ductilidad y claridad. Resulta muy diferente de sí mismo.
El alma, que antes estaba fría, se inflama al calor del amor divino y al soplo de una
constante aspiración. La que antes era oscura, ahora queda esclarecida. Endurecida
primero, ahora tan suave que se derrite en sí misma. Fluye totalmente hacia el Amado
y se une a El sin medio alguno. Con Dios un solo espíritu se hace, como el oro, la plata,
el metal y el plomo. Todos mezclados hacen una sola masa y sustancia.
A este propósito dice Orígenes que la licuación del alma en el amor de Dios es obra
felicísima de divina consolación, que entonces consume al alma en la vida
contemplativa. Y añade San Gregorio: «Estos no pueden descansar más que en el fuego
del amor Tanto aman que son ellos llama viva». Nada les falta para que podamos
llamarles serafines. Sus corazones están totalmente convertidos en fuego de amor
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divino. En verdad, tal es la fuerza de su amor que su mayor descanso es sufrir por el
Señor
CUARTA PARTE:
TRATADO PRIMERO:
PREPARACIÓN
CAPÍTULO LIX
Sigue la tercera y suprema vida del hombre, que se llama contemplativa supraesencial,
figurada por María Magdalena, quien «había elegido la parte buena» (Lc 10,27). Los
hombres, de acuerdo con la tradición de todas las Escrituras, fueron creados para
asociarse a los ángeles en la Gloria. El aprovechamiento en la virtud les dará diferente
colocación, en proporción a sus méritos, como son diferentes los coros angélicos. Así,
ordinariamente recibirán también distinta iluminación en los misterios divinos. La vida
contemplativa supraesencial ocupa el grado más alto de las iluminaciones divinas.
Requiere, por consiguiente, que el hombre escale muchos grados de la virtud,
especialmente por la verdadera mortificación. Que haga lo que está de su parte,
disponiéndose previamente para recibir de Dios saludable y útilmente aquella
eminentísima comunicación de la vida contemplativa supraesencial.
Algunas veces reciben este don personas que se hallan todavía en la vida proficiente, y
aun los principiantes. Algunos, incluso, en el primer momento de su conversión, como
sucedió al apóstol San Pablo. Apenas convertido, fue arrebatado al tercer cielo y vio a
Dios esencialmente como lo veremos en la Gloria (Hch 9,5; 2 Cor 12,2). Si bien que
tales personas fueron luego probadas con tentaciones indescriptibles, angustias,
perversidades y también por envidia de los enemigos contra Dios, como queda dicho.
Dios manda que pidamos y quiere ser donador generoso. Cada uno piense y no pida para
sí dones que podrían estar sobre toda medida de sus alcances. Se limite a pedir lo
necesario para su salvación y perfección. Dios, que es liberal en sus dones, a veces
concede lo que se pide, para verificar su promesa, en que dice: «Pedid y se os dará»
(Lc 11,9). Pero no le será provechoso recibirlo al que pide mientras no haya aprendido a
usarlo saludablemente. Por eso el Señor los pone con frecuencia en ocasiones de sufrir
angustias incomprensibles, obcecaciones, endurecimiento, perversidad, envidia
infernal. Como dijo Cristo de Pablo, hablándole a Ananías: «Yo le mostré todo lo que
tendría que padecer por mi nombre» (Hch 9,1 6). Por consiguiente, para preverlo nos
conviene también en este estado proceder con el método de una previa preparación y
ornato. Lleguemos así a una saludable consurrección.
CAPÍTULO LX
Esta preparación exige ante todo las dos anteriormente descritas, según la vida activa
y contemplativa espiritual. Se funda en la perfecta y noble mortificación de la
naturaleza. Quiere esto decir que el alma enamorada debe prescindir de todo lo que no
sea Dios y buscarle a El sólo. Ver al Dios de los dioses en Sión. Ciframos esta
búsqueda en los afectos purísimos de la propia mortificación o abandono. Para conocer
mejor estos afectos presentamos nueve grados. Atribuimos a cada uno la
correspondiente iluminación que Dios suele conceder a cada cual, según su ordinario
modo de proceder.
Este es el pensamiento de David, cuando dice: «Los que miran hacia El refulgirán: no
habrá sonrojo en su semblante» (Sal 33,6). Estos son escasos con relación al número
de los que pecan y su iluminación es como niebla muy oscura. Hay muchos incapaces de
ver y evitar los pecados mortales. Su vida es todavía muy insegura, tímida la
conciencia, sus sentidos acosados por muchas inclinaciones tentadoras, su salvación
muy dudosa. El diablo confía mucho en su ruina y condenación. Les parece suficiente
evitar los pecados mortales y dicen con el profeta: «Ilumina mis ojos, no me duerma
en la muerte y no diga mi enemigo: "¡Le he podido!"» (Sal 13,4). En su iluminación
permanecen fríos e infieles buscando todavía en muchas cosas las comodidades de la
naturaleza y de los sentidos. Su preocupación se limita al Infierno y los pecados
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mortales. Aunque perseveren hasta el fin sin pecados mortales, sufrirán un horrible y
largo Purgatorio, porque no se preocuparon de desarraigar el afecto de los pecados
veniales. También sus buenas obras ante Dios serán de escaso fruto, puesto que
fueron hechas con afición e intención impuras.
Muchas veces son atacados por el diablo, que desea volverlos blandos y negligentes en
las obras y ejercicios arduos de la virtud. Muchas veces se dejan seducir. Sólo evitan
los pecados mortales y los veniales más notables. No atienden con reflexión y
diligencia los defectos menores u ocultos de la vida relajada e inmortificada. Ni se
esfuerzan por cultivar las virtudes. Entonces el diablo, con dulzura y engaño, les
infunde confianza y perniciosa seguridad en la bondad divina. Les parece haber dejado
muchas cosas por Dios, por la cual van a parar en propia complacencia y vanagloria.
Piensan que valen mucho. Complacencia tan sutil que ni siquiera ellos la advierten. Se
muestran sabihondos como si no necesitaran auxilio y consejo de nadie, pero de pronto
caen en muchos defectos espirituales.
Penitencias corporales
El tercer grado es propio de aquellos que, mejor que los anteriores, vencieron el
mundo, los sentidos y la pereza. Se entregan a trabajos duros y ejercicios de
penitencia corporal para poder evitar el Infierno, aliviar el Purgatorio y llegar más
gloriosamente a la vida eterna. Se les puede aplicar lo que dice David: «Inclino mi
corazón a practicar tus preceptos, recompensa por siempre» (Sal 119,112), o sea, la
vida eterna. Merecen percibir aquella iluminación que pide David diciendo: «Haz que
brille tu faz para tu siervo y enséñame tus preceptos» (Sal 119,135), que significa
actos externos y obras virtuosas.
Pero el diablo les pone mil impedimentos para que no conozcan la excelencia de los
actos espirituales internos. Sus ejercicios supremos consisten en tolerar el hambre, la
sed, el frío, ayunar, pasar vigilias, llevar cilicios y recitar oraciones vocales. Nada, en
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Ejercicios espirituales
No avanzan, sin embargo, porque el diablo los mueve a practicar estos ejercicios
buscando los gustos sensibles que de ello se derivan. Realmente desean, buscan e
intentan más el propio gusto en la devoción que el puro, desnudo y divino beneplácito.
A veces se glorían y complacen en su iluminación y espiritual dulzura, se burlan de los
que caen bajo el lastre de las tentaciones, aplicándose presuntuosamente aquellas
palabras del Salmo: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu semblante! Yahvé, Tú has dado a
mi corazón más alegría que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo» (Sal 4,8).
Están muy pagados de su propio juicio. Son propietarios en la voluntad, no
abandonándose verdaderamente a lo que Dios quiera. Les acaece que, en el tiempo de
la gracia sensible y devoción, parecen abandonarse y ofrecerse a Dios con plenos
afectos en todo lo que son y pueden: pobreza voluntaria, desprecio, pasión, destierro,
muerte y cosas semejantes. Pero, apenas les faltan los gustos o gracias sensibles, todo
es desolación. Si, además, les visita la confusión, persecución, adversidad e injuria,
muestran su falta de mortificación por la impaciencia, inquietud, tristeza,
murmuración y cosas semejantes. Conservan todavía el amor propio y desordenado, por
donde el enemigo infernal aprisiona la voluntad, que parecían haber ofrecido a Dios en
todas las cosas. Por la atracción oculta de la naturaleza siempre permanecen
propietarios en la voluntad, aunque lo hagan sin darse cuenta, afectando más bien
hacer la voluntad de Dios. Ellos creen estar cumpliendo el divino beneplácito en
prosperidad y adversidad, en la devoción sensible y en el abandono.
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Forman el quinto grado aquellos que en todas sus obras, ejercicios y conversaciones
renuncian a la propia voluntad por el beneplácito divino, pero se hallan a veces muy
lejos y vacilantes en su propósito. Lo reconocen y se duelen de ello. Todavía no están
habituados ni se han ejercitado largo tiempo.
Si estos hombres abandonasen en Dios toda propiedad, sin que la reclame luego el
corazón, antes bien lo hacen con gozo y espíritu humilde; si en todo se sometiesen a la
voluntad divina, recogerían fruto abundante por ello y quedarían con mucha
iluminación, para conocer las secretísimas sendas de la virtud, que casi todo el mundo
ignora.
El sexto grado comprende aquellos que con redoblados deseos y frecuentes ejercicios
abandonan por completo la propiedad y perseveran constantemente en el divino
beneplácito, sin retractación alguna. Su entendimiento recibe más luces. «Saben que
en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman» (Rom 8,28). También
en la adversidad. Por eso dicen con David: «Yahvé, mi luz y mi salvación, ¿a quién he de
temer? Yahvé, el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar?» (Sal 26,1).
Pero les queda el defecto de buscar con demasiada avidez el consuelo espiritual que
les sirve para sufrir fácilmente cualquier adversidad. Les queda aún esta propiedad de
consolación en el espíritu y desean que Dios se la mantenga. La intención de disfrutarla
no es todavía pura y divina, como se puede advertir, porque pierden la paz del corazón,
mientras no les llega el consuelo que desean.
Notemos que cuando, con la debida rectitud de intención, se pide y exige a Dios esta
devoción y consuelo sensibles, nada tiene de malo y vicioso. Sin embargo, se demuestra
con ello cierta imperfección, pues hay falta de confianza y total abandono en Dios.
Son escasos quienes lo reconocen.
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El alma que ha llegado a este grado de abnegación reconoce lo que debería hacer, pero
le falta determinación generosa para entregarse por completo. Por eso, no obra con
perfección en los otros ejercicios y virtudes, porque no puede conocer ni discernir
plenamente los sutiles y desordenados afectos.
En ,el séptimo grado están los que aprendieron a usar provechosamente una y otra
mano: la derecha de la prosperidad y la izquierda de la adversidad, diciendo con David:
«A punto está mi corazón, oh Dios» (Sal 107,1). Para usar de lo próspero según tu
beneplácito, y lo mismo para sufrir lo adverso según tu voluntad. Estos desean cumplir
por todos los medios lo que creen más grato al Señor: en la introversión y en la
extraversión, en la intención y en las obras. Fieles como la sombra que sigue siempre el
movimiento del cuerpo. Así lo expresa el alma enamorada: «A su sombra apetecida
estoy sentada y su fruto me es dulce al paladar» (Cant 2,3). Dios es la luz. La
humanidad de Cristo, el cuerpo que causa la sombra. Su profunda vida de perfección
es la sombra. Debajo de ella debemos sentarnos, lo que equivale a decir tratar de
imitarle. Entonces los frutos espirituales serán abundantes y dulces, porque Dios
ilumina tales hombres y les regala abundantes dones espirituales y conocimientos
ocultos. No les deja a oscuras la noche de la adversidad y del abandono, en que
aprendieron a realizar cosas grandes y sufrir las arduas. A esto habla David: «La
misma tiniebla no es tenebrosa para ti y la noche es luminosa como el día» (Sal 139,12).
Que quiere decir: las adversidades no oscurecerán en ti la luz de la gracia. La noche
de la adversidad iluminará en ti como el día de la prosperidad y gracia sensible.
Encuentran paz espiritual y provecho en la adversidad. A su debido tiempo reciben las
ilustraciones divinas y dones espirituales, con que enriquecen la memoria de
admirables y ocultas cosas que les suceden. El entendimiento se esclarece y la
voluntad se inflama con el ardor del amor divino.
Pero como toda abundancia es peligrosa para incautos, ocurre que abusan en parte de
los dones tan frecuentemente recibidos. Sutilísima y oculta ignorancia los ofusca y se
complacen en los regalos más de lo que conviene. Casi inconscientemente se les apega
el corazón a los dones de Dios. Esto proviene de que no se entregan del todo a
recobrar la gracia que necesitan. Por eso no advierten si disfrutan incautamente de
los dones ofrecidos. Mientras no mortifiquen este desorden afectivo, no podrán
escalar el alcázar de la perfección.
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Abnegación parcial
De ella ya se ha tratado antes y a ella se refiere David cuando dice: «Tú eres, Yahvé,
mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas» (Sal 17,29). Que equivale a decir: Con
tu noticia espiritual ilumina mi entender, Señor. Ilumina también mis tinieblas, a las
cuales he sido elevado con la esencial contemplación de tu rostro. Pero esta
contemplación no les es concedida por el hecho de recibir revelaciones y dones de
Dios, para que les parezca siempre faltarles algo, aunque tengan los dones y
revelaciones.
Lo piden a Dios, si bien que no les es necesario para salvarse ni progresar en la virtud.
También en cuanto a las revelaciones y dones que reciben no querrían carecer de ellas
tan voluntariamente como las desean. Esto implica una propiedad oculta que es tenida
por defecto a los ojos de Dios. Deberían estar tan oscuros y libres en sus corazones
como si no los hubieran recibido. Admiren en esto solamente la gran clemencia, para
darle gracias, alabarle y honrarle de que se haya dignado otorgar sus dones a los viles
e indignos pecadores. Consiguientemente deben ponerse por completo en manos de
Dios, cuanto más estar preparados a carecer de dones y revelaciones. Incluso a
permanecer en total abandono y adversidad. La vida perfecta no consiste en dones y
revelaciones propiamente, antes bien son regalos con que Dios manifiesta su gran
bondad y atrae a muchos, espiritualmente débiles, para seguir una vida perfecta.
Sirva lo dicho para ponderar lo que importa que toda propiedad esté mortificada en
quienes desean llegar sin perder tiempo a la vida contemplativa supraesencial.
Transformarse en Dios
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Consiguen llegar al grado noveno aquellos que, con sus vigorosos ejercicios y activos
deseos de ascender por amor de Dios, consumieron su carne y sangre y la médula de su
cuerpo. No parece les quedan fuerzas sino en la medida que la vivacidad del espíritu
puede suministrárselas. Su sangre se ha lavado al calor del amor divino. Ellos no lo han
advertido, quizá, por el fervor ardiente que desbordan. Domina y da fuerzas para
actuar sobre la misma naturaleza. Estos son los carísimos y ocultos hijos de Dios,
sobre quienes Él infunde la plenitud de sus dones y gracias. Alguna vez los eleva a la
contemplación de su esencia divina, según aquí vamos hablando. Están ya tan
mortificados que no buscan los dones por su gusto. Han desechado la propia utilidad y
todo deleite. Se glorían solamente en el perfecto seguimiento de la cruz de Nuestro
Señor Jesucristo, deseando más la desolación, el desprecio y sufrimientos que
cualquier consuelo y exaltación. Han puesto su fundamento y consuelo en la sola fe,
informada de caridad desnuda. Con ella desean soportar toda adversidad, sin apoyo del
consuelo divino, como San Pablo dijo después de haber visto esencialmente a Dios: «En
cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo» (Gal 6,14).
A tan alto grado llegan estas almas por dos razones. La primera, porque desean seguir
la humanidad de Cristo en todas las cosas y conformarse a ella plenamente en la
privación de todo consuelo y en el sufrimiento de la desolación corporal y espiritual,
diciendo con Cristo: «Por ti sufro el insulto, y la vergüenza cubre mi semblante» (Sal
68,8).
En todo tiempo deben buscar lo más abyecto y miserable, lo que carece de todo
consuelo humano, en cuanto se refiere al hombre exterior. En cuanto al hombre
interior, deben sobre todo desear pura caridad, desnuda de consolación sensible,
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TRATADO SEGUNDO:
CAPÍTULO LXI
«Lumen gloriae»
incapaz de disponerse por sí misma y sólo lo tendrá mediante el lumen gloriae, que
conforma el alma con Dios. El que reciba más lumen gloriae contemplará a Dios con
mayor perfección. El lumen gloriae está en proporción al grado de caridad pura que
tenga el alma. Se recomienda la vida contemplativa como la parte mejor, porque la
constante contemplación del Amado y la frecuencia, pura y delectable fruición de la
cosa amada, encienden poderosamente el acto de amar. El amor aumenta el deseo
humano y capacita al espíritu para recibir más perfectamente el lumen gloriae
conforme a la capacidad individual en la vida eterna. En esta vida temporal es
inaccesible a los mortales.
Nadie piense que puede llegar a la supraesencial contemplación con la propia ciencia,
por mucha que fuere, o sutileza de ingenio, o cualquier otro ejercicio, aunque fuese
muy meritorio. Tan sólo aquel a quien Dios con su profunda largueza quiere unir a sí
por su espíritu y con el lumen gloriae. Podrá, por tanto, contemplar a Dios
esencialmente el que sea iluminado por El. Pocos lo alcanzarán debido a su ineptitud,
porque no se esfuerzan en disponerse y adornarse haciendo lo que está de su parte.
Por lo demás, no es en plenitud de gloria como se muestra aquí la esencia divina. Nadie
podrá entender plenamente lo que vamos a decir, aunque disfrute de altos
conocimientos y tenga sutil y perspicaz ingenio, porque lo que humanamente se puede
entender o enseñar a este respecto está lejos de toda experiencia. Cierto que este
lumen gloriae no es accesible a todos los mortales, pero debemos siempre hacer de
nuestra parte lo posible para no ser ingratos y procurar hallarnos debidamente
adornados en la presencia de Dios, según nuestra capacidad. Dios agregará lo que
falte, si halla la disposición necesaria.
La disposición y ornato requieren seis cosas por parte del hombre, para contemplar
fruitiva y esencialmente a Dios. Lo primero es tener una verdadera y tranquila paz con
Dios y consigo mismo. El que la haya recibido necesita amar al Señor en grado tal que,
por su divina honra y amor, sea capaz de renunciar a todas las cosas que antes
acostumbró amar y usar desordenadamente. Es necesario que, con amor cordial y vivo
ánimo, eleve a Dios todas sus potencias. Que, sobre toda multiplicidad e indisposición
del corazón, viva en desnudez y simplicidad de alma, donde se consuma la ley del amor.
De este modo deberá continuamente esforzarse en tener su ánimo interno elevado con
pura intención, porque esto más que ninguna otra cosa coloca el corazón del hombre en
cierta, deliciosa y tranquila paz.
Silencio interior
La firme unión
Lo tercero es una amorosa adhesión y fijación en Dios, de donde brota el mismo gozo.
Quien se adhiere a Dios por amor puro, no buscando la propia utilidad, goza
verdaderamente de El por gracia y gloria. Esta es la adhesión gratuita y fecunda, que
nos une al Amado con tal vínculo de caridad que en adelante nos resulta imposible
apegamos a las cosas creadas. No deseamos complacer a nadie ni nadie puede
satisfacernos. Nos lleva a esta adhesión el toque de que antes hemos hablado.
Descanso en Dios
Lo cuarto es la quietud del que ama en el Amado. El Amado es vencido por el que ama y
es poseído en el puro y esencial amor. El Amado se deja llevar en amor hacia el que
ama. Ambos quedan en paz.
Dormición licuescente
Oscuridad transformante
CAPÍTULO LXII
TRATADO TERCERO:
CAPÍTULO LXIII
Vamos, por fin, a tratar de la consurrección de esta vida o estado, aunque todo
lenguaje es impropio de tan maravillosa realidad. Efectivamente, sobrepasa nuestro
entendimiento por la incomprensible y noble sutileza con que somos atraídos por la
Santísima Trinidad y los innumerables modos de su operación en el alma, según los
planes amorosos de Dios y nuestra preparación.
Las operaciones de la Santísima Trinidad son comunes a las divinas personas. Son, por
tanto, inseparables. Pero in divinis se apropia a cada una de las divinas personas su
operación distinta en las tres facultades superiores del alma. El Espíritu Santo, con su
atracción, actúa en la voluntad o potencia amativa superior. Entonces el alma se hace
apta para contemplar a Dios esencialmente.
El Espíritu Santo está más próximo a nosotros en cuanto lazo de unión trinitario, pues
procede del Padre y del Hijo. La voluntad es atraída primero y después el
entendimiento y la memoria.
Esta consurrección o ascensión está figurada por Moisés, cuando Dios le llamó a subir
al Monte Sinaí (Ex 19,3). Moisés veía a Dios de lejos con todos los hijos de Israel. La
cara de la gloria de Dios sobre el Monte Sinaí era como fuego que arde en la presencia
de los hijos de Israel. Estos son figura de los que salieron de la vida secular para el
desierto de la penitencia. Le mandó Dios que se retirase del pueblo común y subiese un
poco al pie de la montaña con Nadab, Abihú y los setenta y dos ancianos,
colaboradores en el gobierno del pueblo (Ex 24,1). Entonces vio Moisés, a los pies del
Señor, cierta obra en color, como si estuviera hecha de piedra de zafiro, o como el
cielo cuando está sereno. Con la subida se significa la actuación interna y atracción del
alma por el Espíritu Santo. Como allí se producían grandes truenos, relámpagos y
terremotos antes de que Moisés fuese llamado a subir, así el Espíritu Santo produce
en el alma impetuosas llamas de fuego con los consiguientes sufrimientos corporales.
Llega entonces el espíritu de Dios, deslizante arroyo de agua viva, supradulce fuente
en que el amoroso espíritu es bautizado e inmergido, y se levanta infaliblemente a un
íntimo abrazo del amor divino. Allí aprende los ejercicios del amor secreto: la mutua
contemplación y aspiración, la mutua familiaridad y abrazo, el mutuo deleite y gusto, a
placer y complacer, a derretirse en amor y volar hacia el Amado.
Dios es fuego
Éstos contemplan a Dios como fuego ardiente. Sienten la bondad divina como un abisal
e incomprensible ardor del amor eterno, que les infunde y consolida inmutablemente
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una inefable dulzura y divina sensación en el amor fruitivo. Se derriten en Dios, que es
fuego de amor de infinita grandeza, y cada uno de los bienaventurados y amantes
espíritus es como un carbón encendido que Dios enardece totalmente con su fuego. Los
espíritus bienaventurados, en unión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, forman
este fuego inmenso, donde se confunden por amor las divinas personas en la unidad de
esencia, en un infinito abismo de simple bienaventuranza. No se distinguen el Padre ni
el Hijo ni el Espíritu Santo, ni hay criatura alguna. Sólo una simple esencia, la
simplicísima Trinidad, donde todas las criaturas son absorbidas en la supraesencia.
Todo gozo se consuma y perfecciona en la bienaventuranza esencial.
El espejo
Pongamos un ejemplo de uso corriente, para ilustrar a los más sencillos. Coge un espejo
cóncavo, llamado lupa.
Ponlo frente al sol cuando luce con fuerza. Toma luego un papel bañado en azufre y
tenlo a dos palmos del cristal en el eje de reflexión procedente del espejo. Deténlo
allí inmóvil, por espacio de un Miserere. Notarás cómo arde por el punto de reflexión.
Esto acontece espiritualmente cuando nos introvertimos y levantamos nuestra alma
hacia Dios, purificada ya de todos los pecados, con gran deseo, amor ardiente y devota
reverencia. Resplandece entonces la claridad de la gracia divina contra el espejo del
alma. Allí es tan eficazmente actuada por el amor eterno que la mente o ápice
nobilísimo del alma es encendida por el amor, iluminada con una simple y clara noticia
sobre todas las potencias intelectuales. El espíritu humano se derrumbará, cayendo en
el amor eterno, muriendo a si mismo y viviendo para Dios. Hecho un solo amor con el
amor eterno, nada siente sino el amor. Se hace libre y ocioso con todos los ejercicios y
actos de amor de modo que no se siente a sí mismo, se ignora. Ninguna criatura le
impresiona, ni aun Dios mismo es preocupación al estar en El ocupado. Sólo el amor que
gusta y siente, el mismo amor que le posee felizmente en desnuda y simple ociosidad.
CAPÍTULO LXIV
En segundo lugar, el Hijo actúa con su atracción en la facultad del entendimiento. Esta
operación fue significada en Moisés, cuando lo llamaba el Señor por segunda vez para
subir más arriba en el Monte (Ex 24,2). Josué, puesto en pie, dijo a los demás que le
esperasen allí, y él subió a lo alto del Monte. Esperaron Moisés y Josué la llamada del
Señor. Luego, Josué quedó en el valle, mientras Moisés subió a las tinieblas, donde
permaneció seis días él solo, antes de ser nuevamente llamado por Dios (Éx 24,2).
Especulación
Hasta aquí anduvo Josué con Moisés, es decir, el entendimiento con la voluntad; pero
ahora tiene que detenerse el entendimiento y avanzar sola la voluntad. Se requiere
más unión que contemplación.
Resulta imposible explicar lo que pasa entonces por el espíritu humano y lo que éste
conoce. Ni él lo sabe con claridad después que vuelve en sí. El ojo intelectual a veces
sigue al ojo simple, y desea conocer e investigar, a la misma luz, qué es-y quién es Dios.
Pero es necesario que allí desfallezca toda inteligencia y consideración. El ojo simple
guía simplemente la voluntad atraída por Dios, sin que la mente advierta su salida.
Sucede esto tantas veces cuantas el sol de justicia atrae hacia si nuestra simple
mirada, hacia su inmensa claridad. Allí contemplamos a Dios y todas sus criaturas sin
diferenciar ni consideración particular, con simple mirada en divina claridad.
CAPÍTULO LXV
La operación interna y atracción espirituales que nuestro espíritu recibe del Padre
celestial están figuradas aquí. Cuando nos adherimos a nuestro liberal y generoso
Padre suplicando perseverante espíritu, El hace descender a lo intimo de nuestro
desnudo y elevado pensamiento una clara luz intelectual, que excede todo entender y
consideración natural. Esta luz no es Dios, sino un medio clarificado entre Dios y el
espíritu amante. Lo más noble que existe entre todas las cosas creadas por Dios. Con
ello la naturaleza se ennoblece y perfecciona (Sab 7). Nuestro simple y desnudo
pensamiento es un ejemplo vivo en que refulge esa luz, exigiendo de nosotros
conformidad y unión con Dios. Por lo demás, esta luz se llama candor de la luz eterna y
requiere un espejo sin mancha de cualquier otra imagen. Se llama también espíritu del
Padre, en el cual Dios sencillamente se manifiesta sin distinción de personas, tan sólo
en la desnudez de su naturaleza y sustancia. Pero no se manifiesta tal cual es en su
inefable gloria. Se comunica a cada uno según el modo de luz conferida, con lo cual el
ojo del mismo espíritu se hace claro y apto. Esta luz da a los espíritus contemplativos
verdadera convicción de que ven a Dios, en cuanto se le puede ver en la presente vida.
Contemplación propiamente
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Sería gran presunción querer escribir sobre estas cosas, porque, aunque alguien
tuviese visión esencial como San Pablo, no lo podría expresar. Nada se le puede
comparar.
Amor inaccesible
Tal estado señala el noveno grado en la escala del amor. Se llama amor inaccesible,
porque guía al hombre hasta la luz donde sólo Dios mora, siempre que hacemos lo
posible por disponemos a ello. Es tan vehemente el ímpetu de este amor, que quienes lo
hayan experimentado una vez quedan fácilmente extasiados en Dios. Andan
embriagados constantemente con el sabor de la dulzura de este bien incomparable.
Las potencias externas e inferiores, mediante esta divina embriaguez, son atraídas a
las superiores y éstas a su origen, el ápice de la mente. De ahí se levanta nuestro
espíritu hacia el espíritu de Dios y se consume en El. Puede volar al abismo infinito
donde siempre se renueva y regenera felizmente. El Padre celestial puede decirle: «Tú
eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7).
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