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DIRECTORIO DE
CONTEMPLATIVOS
ENRIQUE HERP

Libro para la Oración de contemplación.


Breve doctrina para alcanzar la vida verdadera
que nos lleve a la semejanza y unión espiritual con Dios.

ÍNDICE

PRIMERA PARTE

LAS DOCE MORTIFICACIONES

1. Del menosprecio de las cosas temporales y de tres grados de pobreza.


2. Desarraigo del amor propio. La triple intención.
3. Tres modos de mortificar la sensualidad. Diferencia de pecados veniales.
4. La mortificación del amor desordenado. Diferencias de amor.
5. Mortificación de los vanos y peligrosos pensamientos. Daños que de ellos se siguen.
6. De cómo debemos ahorramos toda preocupación innecesaria y de la administración de las
cosas externa.
7. La dulzura del amor de Dios desecha la amargura del corazón.
8. La vanagloria y soberbia bajo los pies. Deseo del propio menosprecio.
9. Mortificación del desorden en la dulzura interior y en la curiosidad del entendimiento.
10. Los escrúpulos y su origen.
11. Paciencia en las adversidades. Utilidad de las tribulaciones.
12. La abnegación de la voluntad. Grados de obediencia. Nobleza del libre albedrío.

SEGUNDA PARTE

LA VIDA ACTIVA

TRATADO PRIMERO: Preparación de la vida activa.

13. Conversión del alma al amor de Dios.


14. Las tres vidas. Aptitud para la vida contemplativa.
15. Preparación de la vida activa por la penitencia. Esperanza de la misericordia divina.
16. Variedad y eficacia de las meditaciones. Seis grados de oración.
17. Prácticas espirituales para aprovechar.
18. Los mercenarios y siervos infieles.
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TRATADO SEGUNDO: Ornato de la vida activa.

19. Las virtudes morales, ornato de la vida activa.


20. Las tres moradas del contemplativo.
21. Virtudes morales de humildad, obediencia, paciencia, mansedumbre, benignidad, fortaleza,
sobriedad, castidad, etc.

TRATADO TERCERO: Proceso de la vida activa.

22. Aprovechamiento o consurrección de la vida activa por la fe, el amor y la esperanza.


23. Triple intención: recta, simple y deiforme. La oración vocal.
24. El amor verdadero, por el cual nos unimos a Dios en la vida activa.
25. Amor y devoción sensibles.
26. Pacífica unión con Dios por la esperanza.

TERCERA PARTE

VIDA CONTEMPLATIVA ESPIRITUAL

TRATADO PRIMERO: Preparación de la vida contemplativa espiritual.

27. Aptitud para la vida contemplativa. Cuatro impedimentos.


28. Tres imágenes que impiden la contemplación. Otras que la favorecen.
29. Preparación a la vida contemplativa espiritual por la unión y reforma del discurso y del
amor.
30. Los dos caminos del amor: el humano y el místico.
31. La vida mística. Circunstancias que la favorecen.
32. Las aspiraciones y jaculatorias.
33. El amor unitivo transforma el alma pura en Dios.
34 Beneficios del amor de unión.
35. El otro pie de la contemplación. Pensamientos que ocupan la memoria.
36. Purificación del entendimiento.
37. Tres grados del conocimiento divino.

TRATADO SEGUNDO: Ornato de la vida contemplativa.

38. Los siete dones del Espíritu Santo, ornato de la vida contemplativa.

TRATADO TERCERO: Progreso de la vida contemplativa.

39. Consurrección y provecho de la vida contemplativa espiritual conforme a las tres partes del
hombre.
40. Consurrección de la vida contemplativa espiritual según las potencias inferiores del alma.
Primer grado.
41. La embriaguez espiritual, segundo grado de consurrección.
42. Peligros frecuentes de este ejercicio.
43. Precaución para mortificar el egoísmo y propia voluntad.
44. Tercer grado de consurrección. Herida del alma.
45. Las revelaciones de Dios.
46. Nobilísimo y cuadriforme ejercicio de aspiración. El amor unitivo.
47 Cuarto grado de consurrección. La prueba y sus razones.
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48. Los amigos infieles ante la prueba.


49. Los amigos fieles y la triple mirra de la tribulación.
50. Consurrección de las potencias superiores en la vida contemplativa espiritual. Alma y
espíritu.
51. Elevación de la memoria. Las tres potencias del alma.
52. Elevación del entendimiento a la luz divina.
53. Voluntad inflamada en amor.
54. Consurrección de la vida contemplativa espiritual en la unidad esencial del alma.
55. Nombres del amor: práctico, fruitivo, elevado, pacífico, puro y esencial.
56. El toque extrayente.
57. El toque intrayente.
58. Triple manifestación de la luz.

CUARTA PARTE

VIDA CONTEMPLATIVA SUPRAESENCIAL

TRATADO PRIMERO: Preparación.

59. Dignidad de esta vida y razón de pedir dones a Dios.


60. Abnegación de la voluntad en la vida supraesencial.

TRATADO SEGUNDO: Ornato de la contemplación supraesencial.

61. Seis puntos en que se contiene el ornato de la vida contemplativa supraesencial.


62. Ejercicio con que tienden a Dios los más sencillos.

TRATADO TERCERO: Provecho de la contemplación supraesencial.

63. Operación del Espíritu Santo en la consurrección supraesencial.


64. Operación del Hijo en el entendimiento.
65. Operación del Padre en la memoria.

PRÓLOGO

Para satisfacer - tu grande, humilde y devoto deseo para alcanzar la vida verdadera y
perfecta que nos lleve a la semejanza y unión espiritual con Dios, deberás tener en
cuenta dos cosas ante todo. Lo primero es la perfecta mortificación y
desprendimiento de todas las cosas que podrían presentar algún día impedimento para
conseguir el acceso y unión con Dios. Lo segundo, que debemos tener conocimiento en
orden a adquirir unión permanente y amorosa con Dios secretamente, sin medio alguno
entre Dios y las potencias del alma.

Para lograr lo primero has de saber que debemos mortificarnos principalmente bajo
los doce aspectos siguientes: Ante todo, en el uso de las cosas temporales. Segundo, el
deseo de buscarse a si mismos al practicar ciertas obras virtuosas o rechazar el mal.
Tercero, la afición de la propia sensualidad. Cuarto, el apetito de todo amor sensitivo,
natural o adquirido. Quinto, el deseo de poseer cosas. Sexto, despojarse de toda
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preocupación, que no procede de necesidad justa, para provecho espiritual o por


obediencia. Séptimo, evitar cualquier amargura de corazón. Octavo, reprimir toda
tendencia a vanagloria, complacencia en si mismo, honor mundano y soberbia. Noveno,
toda complacencia interior, sea espiritual o de los sentidos. Décimo, toda clase de
escrúpulos. Undécimo, toda inquietud e impaciencia del corazón, ante una exterior
adversidad. Duodécimo, conviene que haya mortificación de la voluntad propia en total
y generosa disposición para aceptar todo abandono interior por amor de Dios. Estas
son las doce puertas del paraíso espiritual de nuestro corazón, que es el jardín de las
delicias de Dios, como El mismo dijo: «Mis delicias están con los hijos de los hombres»
(Prov 8,31). Tales puertas, como dijo Juan en el Apocalipsis (21,21), están construidas
con cada una de las margaritas de las virtudes, mediante las cuales el alma se reforma
y pone en estado de inocencia, de manera que las potencias inferiores del hombre no
se antepongan a las superiores impidiéndolas orientarse hacia Dios y vivir en El.

PRIMERA PARTE

LAS DOCE MORTIFICACIONES

CAPÍTULO I

Del menosprecio de las cosas temporales y de tres grados de pobreza

Ante todo está la mortificación de toda afición a las cosas temporales. Aquí se podría
preguntar si es necesario, para vivir en estado de perfección, hacer voto de pobreza
voluntaria y renunciar a todas las cosas temporales, pues se lee en el Evangelio que
dijo Nuestro Señor: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dalo a los
pobres; luego ven y sígueme» (Mt 19,21).

Los votos religiosos

A esto responde Santo Tomás de Aquino diciendo que la perfección no consiste


esencialmente en la pobreza o en los tres votos, sino en el seguimiento de Cristo,
conformándonos a El por la vida virtuosa. La pobreza voluntaria y los demás votos son
instrumentos, ayudas y ejercicios para mejor y más rápidamente llegar a la perfección.

Razón de la pobreza

La pobreza, pues, quita los impedimentos que vienen de las cosas temporales; por
ejemplo, la solicitud y deseo de poseerlas. Asimismo se cierra la puerta a la soberbia,
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que nace de las riquezas, como la polilla del paño. Con todo, se puede conseguir la
perfección sin estos tres votos: Abrahán fue perfecto estando casado y con riquezas.
De igual modo los obispos se hallan en estado más perfecto que cualquier otro
religioso y, sin embargo, tienen bienes propios. Esto mismo se puede entender de los
otros votos. De aquí se deducen dos cosas.

En qué consiste la verdadera pobreza

La primera es que vive con perfección la pobreza voluntaria quien es capaz de


renunciar con paz interior a todos sus bienes dejándolos al beneplácito del Señor, lo
mismo si se los quita que si se los conserva, y quiere solamente disfrutarlos por
necesidad y para la mayor honra y agrado de Dios, en cuanto él puede entender, y
teniendo en cuenta además su estado, condición, naturaleza y otros puntos necesarios
a este respecto; pero si supiese que daba más gusto a Dios vendiendo todas las cosas y
dándolo a los pobres estaría dispuesto a ello. Tal hombre vive con perfección la
pobreza voluntaria, porque Dios no se complace tanto en vernos privados de las cosas
exteriores cuanto en la voluntad desnuda de afectos y libre de ocupaciones. En esto
consiste esencialmente la verdadera pobreza. A ella se refiere San Pablo cuando dice:
«Como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (2 Cor 6,10). Esto tiene lugar
cuando estamos libres de todas las cosas temporales de manera tal que, si nos
viéramos desposeídos, permitiéndolo Dios para probarnos, estaríamos asimismo
dispuestos a conformar libremente nuestra voluntad con la divina. Nada extraño, claro
es, que nuestra natural condición sentiría cierta contrariedad en un momento dado,
porque somos hombres; pero no habría culpa alguna ante Dios, siempre que la voluntad
deliberada no consintiera en ello, antes bien mantenga la paz diciendo con el Santo
Job: «Yahvé dio, Yahvé quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahvé!» (1,21).

Esta es la pobreza esencial que deben anhelar y apetecer todos los llamados a la
perfección, y mediante esto podrán ofrecer siempre mejor a Dios su corazón con
sosiego, sin perturbación y transparente. Estos hombres, aunque poseyesen un reino,
serían siempre pobres voluntarios. Y, aunque a veces sientan en sus potencias
sensitivas cierto gozo en la prosperidad y tristeza en lo adverso, en nada disminuye su
perfección mientras que con voluntad deliberada se abandonen libremente al divino
beneplácito y no pierdan la paz en el fondo del alma.

En segundo lugar se ha de notar a este propósito que quienes prometieron pobreza


voluntaria, junto con los otros votos, no por eso han llegado a la santidad, sino que se
han obligado a tender a la perfección con todas sus fuerzas. Cabe distinguir tres
grados de pobreza voluntaria.

Pobreza de la profesión
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En primer lugar, pobreza de la profesión, que consiste en no tener nada propio. Es muy
imperfecta si se reduce únicamente a la posesión de bienes materiales, porque hay
muchos en realidad que desean con más ansias lo que no poseen, y. gr., superfluidad en
el comer y beber, curiosidad en el vestir, y cosas semejantes. Por lo cual, la pobreza
afectiva es lo principal del voto y de la virtud. Parecen pobres a los ojos de los
hombres, pero no proceden como pobres de espíritu, o sea, con libertad de corazón,
ante Dios.

Canon

En conclusión, toma esto por norma: cualquier cosa que usen, aunque fuere por
necesidad, trajes, abrigos o cosas parecidas, si lo poseen con afición desordenada de
manera que si los superiores les privaran de ello lo llevarían a mal y aun llegarían a
murmurar, entonces ciertamente viven con propiedad a los ojos de Dios y tendrán que
rendir estrecha cuenta ante El.

Pobreza de uso

El segundo grado es la pobreza en el uso de los bienes temporales, es decir, la de


aquellas personas que sólo desean lo estrictamente necesario y se lamentan de usar lo
superfluo, llamativo o cosas preciosas. Merecen alabanza porque han desprendido su
corazón de todo aquello que no les es necesario, pero pueden faltar si desean con
avidez lo que juzgan necesario. Porque, por muy necesaria que parezca alguna cosa, y
aun habiéndosenos concedido usarla, nos está absolutamente prohibido poner en ella el
corazón.

Pobreza afectiva

El tercer grado es la pobreza de afecto, que tiene lugar cuando el fiel siervo de Dios
cuida de mantener su corazón en completa desnudez de manera que ni en las personas
ni en las cosas haya nada capaz de atraerlo. Más aún: acepta con cierta repugnancia las
mismas cosas necesarias; tan sólo las admite como ayuda y uso necesario al propio
natural para lanzarse mejor con libre y desnudo afecto a los brazos desnudos del amor
crucificado, Jesucristo.

Por tanto, son realmente pobres de espíritu (Mt 5,3) los que poseen las cosas
temporales con esta libertad de corazón, como si no las poseyeran. En cambio, quienes
hicieron voto de pobreza y luego ponen su afecto en las cosas son propietarios a los
ojos de Dios.

CAPÍTULO II

Desarraigo del amor propio. La triple intención


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La segunda mortificación tiene por objeto rectificar todo deseo de buscarse a sí


mismos al practicar el bien o absteniéndose del mal, porque proviene del amor servil
con que se aman a si mismos y en todas las cosas buscan más su provecho que el
beneplácito divino. Por eso Dios tiene en poco sus buenas obras y ellos mismos se
reprueban justamente. Conviene tener en cuenta que las obras del amor filial y del
amor servil son aparentemente iguales, como los cabellos de la misma cabeza, pero el
amor filial difiere mucho del servil en la intención.

Amor filial

La principal intención del amor filial, al hacer cualquier bien o rechazar el mal, está en
aplacar a Dios, conocer, agradar, alabar, dar gracias, honrar y cumplir su voluntad de
beneplácito.

Tres modos de conocer el amor servil

En cambio, el amor servil se conoce primeramente porque en todos los pecados que se
evitan o en las obras virtuosas y ejercicios que tratan de poner en práctica se buscan
a si mismos. Huyen de toda mortificación, por ejemplo, humillaciones, reprensiones,
pérdida de bienes temporales, remordimiento de conciencia, penas del infierno o
purgatorio y cosas semejantes. Buscan el provecho propio, como alabanzas, honras y
glorias humanas, riquezas, bienes espirituales, gracias sensibles, devoción, dulzura,
visiones y cosas por el estilo. Aun la misma vida eterna. En todo esto procuran la
utilidad personal más que complacer a Dios. Emprenden cosas grandes, voluntaria,
decidida y alegremente; desprecian el mundo, la sensualidad, amigos y parientes;
practican penitencias serias, entran en monasterios, observan rigurosamente
ordenanzas, estatutos, silencio, ayunos, disciplinas y cosas semejantes. Pero de nada
les sirve todo cuanto hacen, porque ni entienden ni cumplen el precepto del amor de
Dios.

El amor servil puede conocerse, además, porque consideran importantes sus buenas
obras y grandes prácticas piadosas más bien apoyándose en la esperanza y méritos
personales que en la libertad de los hijos de Dios, redimidos por la preciosísima sangre
de Jesucristo (Rom 8,32; Ap 1,5). Por eso, cualquier gracia sensible, devoción, dulzura
o visión que reciben queda al instante empañada por su culpa. La propia complacencia y
vanagloria los hace caer en soberbia, imaginando que son algo y en realidad «siendo
nada» (Gál 6,3). Consiguientemente caen en avaricia, ansiosos de mayor dulzura,
devoción, revelaciones y visiones.

En tercer lugar faltan por gula espiritual, o sea, se deleitan en las cosas precedentes
sólo por el gusto natural que ellas proporcionan. Por último, cometen adulterio
espiritual, o sea, se complacen en las cosas sólo por el gusto natural que ellas
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proporcionan. Por último, cometen adulterio espiritual, es decir, se empeñan de tal


modo en conseguirlo de Dios, recrearse y descansar en ello, que vienen a olvidarse del
mismo Dios y su beneplácito. Esto lo podrás advertir, porque, al sentirse privados de
devoción, se vuelven insoportables, pierden la paz, caen en tibieza y llegan a ser
negligentes y perversos. Entonces buscan su consuelo en las criaturas por obras,
palabras, pensamientos y deseos. Se puede concluir, por tanto, que nunca servirían a
Dios con fidelidad, si supieran que no iban a recibir de Él recompensa alguna, ni
temporal ni eterna, por ejemplo: gracias sensibles, devoción, consuelos y la gloria
futura. Los que así proceden se hallan en muy mal estado, porque se sirven de los
dones del Cielo para mayor daño propio.

Mortificación del amor propio. Intención recta. Los rectos de corazón

Es necesario purificar la intención para librarnos del amor propio al practicar el bien y
abstenemos del mal. Para lograrlo se ponen aquí los tres grados siguientes: intención
recta, intención simple e intención deiforme.

Se procede con recta intención cuando se hace el bien o se deja de hacer el mal
principalmente porque así lo quiere Dios. Refiriéndose a esta intención dice San
Gregorio en Los Morales: «Recto es aquel que no cede en la adversidad, los bienes
terrenos no le doblegan, se eleva plenamente a las cosas superiores y acata sin
reserva la voluntad de Dios».

Esta intención, por recta que sea, no basta para la perfección, porque no es todavía
espiritual o simple, sino que versa sobre la vida activa y la multiplicidad; gira en torno
a las muchas cosas en que se distrae y altera, aunque tenga a Dios como fin de sus
actividades.

Intención simple

La intención simple toca más directamente al alma, porque se llega a Dios sin medio
alguno y es propia de la vida contemplativa. Obra o deja de obrar ante todo para
agradar a Dios, honrarle, alabarle y proclamar su gloria. Más aún: hace que todas las
obras y ejercicios vayan ordenados a Dios, o sea, contribuyan a disfrutar plenamente
de la presencia de Dios en abrazo amoroso. Esto quiere decir simple: que no sólo es
recta en el sentido de fijarse directamente en los actos virtuosos con referencia a
Dios, sino que se orienta primaria y exclusivamente a Él, centrándose totalmente en
El, sin ninguna dispersión a la multiplicidad exterior. Porque la intención simple es una
cierta inclinación amorosa del espíritu interior hacia Dios, iluminada por el
conocimiento divino, adornada con la fe, esperanza y caridad. Constituye el
fundamento interno de la vida espiritual. Así, pues, esta intención se endereza a Dios
inmediatamente, en cuanto es posible, teniendo como fin primario el agradarle, amarle
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y honrarle. Pero nótese que no es únicamente por amor de Dios, porque aún mantiene
algo propio, como es el hecho de que también en su ejercicio gusta de consuelos y
devoción espiritual. Es verdad que algunos no lo pretenden propiamente hablando; pero
se sienten contrariados cuando se les priva de toda devoción y dulzura, o no las
reciben con abundancia, o les visita la adversidad en lugar del favor, desprecios en vez
de honores y así de otras pruebas.

Intención deiforme

Sólo sabrán superarlo todo cuando lleguen al tercer grado, que se llama intención
deiforme, porque ésta se ha unido y asimilado con Dios de tal forma que busca y ama
solamente el honor, la voluntad, gloria y beneplácito divino, lo mismo en lo adverso que
en lo próspero. Feliz aquel que ha llegado hasta aquí, pues, como dice San Bernardo,
disponer la voluntad con tal pureza de intención equivale a unirse con Dios,
transformarse en Él y gozar de Dios en Dios.

CAPÍTULO III

Tres modos de mortificar la sensualidad.

Diferencia de pecados veniales

La tercera mortificación versa sobre las inclinaciones de la propia sensualidad. Por


sensualidad se entiende lo que se expone a continuación.

El placer de los sentidos

En primer lugar, el placer de los sentidos, que se acrecienta con el deseo de manjares
y bebidas finas, vestidos y lechos de lujo, etc. Bien entendido que no se prohíbe usar
de todo esto, cuando se hace por exigencias de estado o condicionamiento social o
porque así lo requiere la naturaleza o una enfermedad. Lo único reprochable está en
usar de ello por mera complacencia de los sentidos, conforme nos amonesta San Pablo:
«No os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rom 13,14). El
placer puede también consistir en pensamientos lascivos, afectos, palabras, obras,
gestos y múltiples conversaciones con otras personas, motivadas por el amor sensual.

Apetitos sensitivos

Viene luego la sensualidad del apetito que busca gloria y honras humanas, ostentación,
alabanzas, favores y amistades. Asimismo el deseo de disfrutar de todas las cosas que
entran por los sentidos, mirando cosas bellas, oyendo novedades y cosas semejantes.
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Curiosidad en el decoro

Lo tercero puede ser una sensual curiosidad y arreglo exquisito de la casa,


habitaciones, muebles, trajes, vestidos de gala. Del mismo modo otras muchas cosas
que pueden sobrevenir o poseerse con afición sensitiva haciendo descansar en ello el
corazón. Hay que evitar estos y toda otra clase de gustos sensibles, como la jarana,
cotilleo, comodidades y regalos, buscados únicamente por el gozo sensitivo. Porque
esto impide progresar en la virtud, e incluso motiva el retroceso. Se van tornando más
difíciles las prácticas de piedad y toda devoción resulta insípida, según dice el
Apóstol: «El hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios» (1 Cor
2,14). Tales personas parecen tener a veces devoción y amor de Dios; sin embargo,
esto es ficción y engaño o un gusto meramente natural de devoción y amor, como
podemos observar que hay hombres alegres y amables por temperamento, los cuales
con cualquier cosa fácilmente se encienden en amor y deseo. Y aunque la bondad del
Espíritu Santo alguna vez les regale, con gracias de devoción, lágrimas, amor sensible,
o algo parecido, no aciertan a usarlas provechosamente para su santificación; y lo que
es peor, les perjudican. Esto es así mientras no hayan muerto a la sensualidad, porque
el principio de aprovechamiento en la vida espiritual supone la mortificación de todos
los pecados veniales.

Principio de aprovechamiento. Diferencia de pecados veniales. Los pecados por


fragilidad

Adviértase aquí la gran diferencia que existe entre cometer pecados veniales por
afición desordenada y caer por flaqueza u ocasión. Ciertamente que, por debilidad de
nuestra naturaleza, es imposible evitar todos los pecados veniales. Pero si podemos, en
cambio, mortificar la afición a ellos. Así, pues, faltan solamente por ocasión o
fragilidad natural aquellos que, estando libres y a solas consigo mismos, antes o
después de la caída, no desean nada que sea pecado, ni siquiera la mera satisfacción de
los sentidos. Por ejemplo, conversaciones o compañías de pasatiempo, comer y beber
bien, complacerse en sí mismos o en otros, vanagloria y cosas semejantes. En cambio,
llegada la ocasión, por su debilidad natural, al instante caen en pecados veniales. Pero,
tan pronto como vuelven sobre si mismos, se duelen de esto y sienten perfecta
aversión y disgusto de todo aquello que les pudo alejar de Dios. Este pecado venial es
de poca importancia y Dios le perdona tan pronto como el pecador se siente
compungido.

Pecados de afición

Pecan voluntariamente aquellos que, antes y después de haber faltado, hallándose


libres de toda ocasión de pecado, desean tener oportunidades no por el pecado en sí
mismo, sino por el gusto que de ello redunda, como ocurre, por ejemplo, cuando se
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tiene afición a ciertos compañeros por la broma, conversación y juego; el gusto


especial en el comer, beber, oir novedades, vestir llamativamente u otras mil maneras
parecidas. A éstos nunca les serán perdonados los pecados veniales, aunque los
confiesen muchas veces, mientras no mortifiquen su afición. Algunas veces parece que
tienen dolor de ellos; sin embargo, no procede sinceramente del fondo del alma, ni es
suficiente para desarraigar por completo las aficiones del corazón. Estas personas
nunca progresarán en la virtud, porque todas sus obras están mezcladas de muchas
imperfecciones y abusan de toda gracia y devoción que reciben del Señor,
convirtiéndolas en ocasión de pecado (Jn 12,10).

Por tanto, es necesario morir a la sensualidad, sintiendo una perfecta aversión a todo
aquello a que se adhirieron los sentidos con desordenado afecto. Es la única manera de
salvar el cúmulo de virtudes, penitencia, misericordia y obras buenas. Del mismo modo
que Caifás profetizó de Cristo diciendo: «Es mejor que muera uno solo por el pueblo y
no que perezca toda la nación» (Jn 11,50). ¡Oh si conociésemos la muchedumbre de los
que obran grandes cosas inútilmente o casi sin provecho! Quedaríamos realmente muy
sorprendidos, porque con frecuencia a los ojos de Dios es podredumbre lo que parece
maravilloso al juicio de los hombres.

CAPÍTULO IV

La mortificación del amor desordenado.

Diferencias de amor

La cuarta es la mortificación perfecta de toda pasión de amor: mundano, natural y


adquirido. Y esto porque toda percepción amorosa suscita en el corazón imágenes muy
vivas, especialmente al procurar reconcentrarse en Dios. Causan distracción, turban la
paz, manchan el corazón y lo indisponen para el servicio de Dios. En cambio, si
amásemos de todo corazón al Señor y por amor de Él diéramos de mano a todas las
criaturas, incluso al amor propio, nuestra imaginación estaría más llena de lo celestial y
la atención a Dios nos cautivaría hasta sentirnos absortos en el amor divino.

Amor mundano

Distintas son las maneras de mortificar el amor, como diferentes son sus clases. Ante
todo está el amor mundano, así llamado porque se propone complacer al mundo y teme
disgustarle. Muchas obras resultan defectuosas y viciadas por el afán de complacer a
la gente. Se hacen en realidad para recibir honores o evitarse humillaciones, y no para
agradar a Dios. Estas acciones carecen de valor. Otros que las hacen por Dios gustan,
sin embargo, de que redunden en alabanza y honor personal, más por la propia honra y
alabanza que por el amor de Dios y edificación del prójimo. De igual modo cometen, o
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están dispuestos a cometer, muchos defectos y pecados y dejan de practicar las


virtudes con su progreso consiguiente, con tal de evitar la pérdida de bienes
materiales, honras, favores, amistades. No aguantan a sufrir confusión, burla,
reprensión y desprecio por amor de Dios y bien de los demás. De todos éstos dice
David: «Pues Dios dispersa los huesos del apóstata, se les ultraja porque Dios los
rechaza» (Sal 53,6).

Amor natural

Otro es el amor con que nos amamos a nosotros mismos, al padre, a la madre, a los
hermanos, hermanas y demás parientes. Dios no prohíbe este amor, porque brota como
exigencia natural; pero es una de las mayores virtudes orientarlo conforme a la recta
razón bajo el amor de Dios, porque nuestra naturaleza es sutil y se busca a sí misma
en todas las cosas. Resulta dificil superar las pruebas del amor natural hacia los
parientes, desde el momento que este amor es por si mismo bueno. Dios probó a
Abrahán mandándole sacrificar a su hijo por amor de Él. Y porque el amor divino
sobrepujó todo amor natural (pues estaba dispuesto a inmolar a su hijo Isaac en su
honor) Abrahán mereció llamarse amigo de Dios (Gén 22).

* Lo amable y lo aborrecible en el hombre

Si queremos conseguir nombre tan feliz, es necesario que no amemos en el hombre


ninguna otra cosa más que a Dios y cuanto a Él divinamente se refiere, es decir: las
virtudes y la gracia. De igual modo debemos aborrecer solamente los vicios. Sin
acepción de personas, padre, madre, amigo, consanguíneo, vecino, enemigo. Nadie
aplaudirá las faltas de un amigo por mucho que le quiera, ni le adule, o desee su
presencia, conversación y familiar compañía, si no es con la esperanza de poder
ayudarle a conseguir la salvación. Por otra parte, tampoco le considere tan enemigo
que odie en él su natural y virtudes o se avinagre contra él, mientras pudiera haber
esperanza de salvación. Sirva de ejemplo Cristo Jesús, quien «con lágrimas y fuerte
voz pidió perdón al Padre Celestial para sus enemigos» (Lc 23,34).

* Criterio

Ten esto como norma general: todo amor (natural o cualquiera que sea) que produce
desasosiego en el corazón, alterando su paz con imaginaciones, especialmente en el
tiempo de la oración, y que pone deseos de ver, hablar o tener ante sí a la persona
amada es amor desordenado. Cabe la única excepción de que ello sea motivado por la
salvación e instrucción espiritual del alma. Desagrada a Dios y causa daño grave a los
que desean aprovechar en la vida espiritual.

Amor adquirido
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El tercero es el amor adquirido, y esto de dos maneras. Primero, por los encuentros
frecuentes y conversaciones. Luego, por los regalos, servicios, ayudas y pruebas de
amistad mutua. Estos dos amores son buenos, pero tienen el peligro de inducir a los
hombres fácilmente hacia un amor desordenado, que puede llevarlos hasta el pecado o
distraerlos del progreso en la virtud.

Amor racional

Al cuarto se le llama amor racional. Se origina y aumenta con la consideración de las


virtudes de otros santos, especialmente en el caso de Nuestro Señor. Mediante esto,
la razón nos estimula a amar la virtud y sus frutos. Y así acontece que algunos, por
inclinación natural o por el constante ejercicio personal, tienen vivos deseos de amar
al Sumo Bien, que es Dios, hasta anhelar la muerte por El. Puede ocurrir, sin embargo,
que todo ello provenga de la naturaleza, sin la virtud de la caridad ni gracia de Dios.
Por tanto, la devoción y amor basado en los sentidos no es garantía de perfección,
porque el amor de Dios se robustece en la medida que el alma sabe negarse a sí misma
practicando los mandamientos y consejos evangélicos. No hay otro camino.

CAPÍTULO V

Mortificación de los vanos y peligrosos pensamientos.

Daños que de ellos se siguen

La quinta consiste en mortificar perfectamente los deseos de vivir rodeados de


criaturas. Es necesario convertirse a una total soledad no ya por aislamiento físico,
sino mucho mejor liberando el corazón y los pensamientos, conforme dice Séneca en el
libro de Las Cuatro Virtudes: «No des cabida a cualquier divagación: tu alma quedará
triste, si te recreares en ello cuando tratas de ordenar todas las cosas».

Pensamientos varios

Distingamos tres clases de pensamientos. Primeramente los superficiales al hombre,


aunque incidan con frecuencia en la sensualidad. Son como las olas del mar o el vuelo
de las aves. Estas imaginaciones no son de suyo malas ni constituyen pecado; con todo,
vienen a ser impedimento para el progreso en la vida interior. Revelan un corazón vacío
y entibian la devoción. Cuando el corazón está lleno de amor divino no hay cabida para
la frivolidad y tibieza, como rebota un clavo si se intenta meterlo donde hay otro.

Pensamientos nocivos

Los pensamientos nocivos tienen lugar, por ejemplo, cuando alguien se detiene
morbosamente en recuerdos o imágenes, aunque no lleguen a pecado grave. Estos
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pensamientos traen gran daño al corazón, porque obstaculizan seriamente la acción de


la gracia divina o las mociones internas, contristan al Espíritu Santo, manchan la
morada de Dios y causan hastío en las prácticas piadosas. Si, por el contrario, tales
pensamientos e imaginaciones tuviesen lugar a disgusto nuestro, resistiéndolas con
prontitud y aceptando esta molestia como un martirio espiritual, nos proporcionarían
entonces notable mérito, a no ser que nosotros, por deseos inmortificados de la
sensualidad, hayamos dado ocasión a esos pensamientos e imaginaciones, como queda
dicho.

Causa de los malos pensamientos

Las dos clases de pensamientos mencionados se originan generalmente de nuestra


incuria e inmortificación. Porque no somos diligentes para enderezar con energía el
corazón hacia los buenos pensamientos, sino que le dejamos, por costumbre, divagar en
cosas superfluas y pensamientos inútiles o nocivos, perdiendo el tiempo tontamente.
En especial, mientras nos sentimos privados de la gracia y devoción sensible,
experimentamos desgana para todo ejercicio espiritual, y entonces requerimos cierto
consuelo fuera de nosotros, distrayéndonos, hablando, riendo y otros pasatiempos.
Cuando queremos luego recogernos en soledad, el corazón está saturado de
distracciones. Ocupado con tales pensamientos es imposible progresar en la virtud. La
soledad, el silencio y la estrecha guarda de nuestro corazón son el principio y
fundamento del progreso espiritual.

Pensamientos que intranquilizan el corazón

La tercera clase de pensamientos son de suyo buenos, pero hacen perder la paz del
alma. Unos provienen del justo cuidado de los bienes temporales. Otros por devaneos
escrupulosos y pusilánimes. Pueden ser también sobre bienes espirituales, como ocurre
a los que investigan curiosamente los misterios de Dios y la vida eterna.

A los hombres de sutil ingenio y activos por naturaleza les resulta más difícil librarse
de todo pensamiento. Sin embargo, es necesario deshacerse de cuanto pueda turbar la
paz del corazón: esta paz favorece en gran manera la comunicación amorosa con Dios.
Dios es uno: nada mejor que la simplicidad de corazón para encontrarle. Y porque es
amor eterno, el mejor modo de conquistarle es el deseo y el .amor.

Memoria de Cristo en el corazón

Esto no quiere decir que te prives de toda representación. Te propongo la imagen


Jesucristo, «reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios»
(Sab 7,26). Tendrás siempre ante tus ojos la imagen de Cristo crucificado con deseos
de imitarle y grabarás en tu alma su disposición de humildad profunda, menosprecio,
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paciencia, suavidad, y las demás virtudes insondables, que sobrepasan la capacidad


humana. Actualiza esta imagen en todo lugar, en todo tiempo, en toda palabra, en toda
ocupación; interior y exteriormente, en la prosperidad y en la adversidad. Si estás
comiendo, moja tus bocados de pan en su sangre. Cuando bebas, acuérdate del brebaje
que le dieron estando crucificado. Si te lavas las manos o el cuerpo, piensa en la
sangre con que Él lavó tu alma. Si vas a dormir, considera el lecho de la Cruz y
acuérdate de la corona de espinas al apoyarte sobre la almohada. Con estas
consideraciones aumentarás la compasión amorosa y el deseo de seguir sus pisadas.
Con mayor fidelidad reflexionarás sobre el amor infinito con que todas las cosas
fueron creadas por Él. Considera asimismo el misterio de la Encarnación, a Cristo
dechado de todas las virtudes, cómo nos redimió con su muerte, nos preparó la vida
eterna y ha prometido dársenos a sí mismo. De este modo, los pensamientos que
pudieran distraer se convertirán en combustible para la llama del amor. El
conocimiento se trocará en caridad perfecta, porque, a impulsos del amor
sobrenatural, brota la mortificación de la naturaleza, aumenta la vida divina en el alma,
se vigorizan las virtudes más nobles y nos elevamos a Dios por el desprendimiento de
las criaturas.

CAPÍTULO VI

De cómo debemos ahorrarnos toda preocupación innecesaria y de la administración


de las cosas externas

La sexta es la perfecta mortificación de las cosas externas, que no son estrictamente


necesarias, ya sea por necesidad espiritual o en virtud de obediencia. Podemos
comprender aquí la verdadera diferencia entre la vida activa y la contemplativa. En la
primera se procede como criados fieles de Dios; en la otra se vive íntima amistad con
el Señor.

Algunos, al convertirse, eligen obedecer a Dios, a la Santa Iglesia y a sus superiores;


se ejercitan en las virtudes, buenas costumbres, fiel observancia de los estatutos y
ordenanzas, buscando en todo honrar a Dios y no a sí mismos. Creen que la máxima
perfección consiste en los ejercicios propios de la vida activa: oraciones vocales,
meditación de los propios pecados, de la muerte, del juicio. La Pasión del Señor tan
sólo para moverse a compasión. Pero son incapaces de penetrar en los ejercicios de la
vida contemplativa. La razón es porque en la vida activa se sienten más satisfechos y
les parece ser más meritoria. Por eso en su conciencia ocupan un primer plano las
obras que ellos hacen y no Dios, por quien se hacen. Están divididos en su corazón,
distraídos e inestables; porque viven todavía en ellos las pasiones naturales, que
fácilmente les impacientan, mientras no lleguen a la vida contemplativa. Sólo ésta
amortigua todas las pasiones naturales, es decir: el desorden de la alegría, tristeza,
complacencia, vanagloria, impaciencia, esperanzas vanas, excesiva timidez, etc. Se
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privan a sí mismos de la paz y del conocimiento del hombre interior, porque no andan
bien recogidos ni están unidos plenamente a Dios. Sólo entonces descubrirán los
íntimos, ocultos y amables caminos del Señor.

Voz de Jesús al alma

Entenderán la voz de Jesús en el alma: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no


sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído
de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).

Cómo se consigue la vida interior

Por consiguiente, el que quiera vida interior necesita desearla vivamente y pedirla a
Dios, aplicándose a ella con toda diligencia. De Nuestro Señor vienen la gracia y
auxilios para las prácticas externas y para los ejercicios amorosos del hombre
interior, en la medida que cada uno se dispone, haciendo lo posible de su parte.

Prácticas externas y deseos de vida interior

Así, pues, si quieres ser hombre de vida interior, es necesario que purifiques tu
corazón hasta vaciarlo de todo lo que no sea Dios. Y que todas las obras exteriores y
ocupaciones hechas por causa razonable o en virtud de obediencia aprendas a hacerlas
sin dispersión ni ansiedad, con la mente y corazón puestos en el Señor. Es muy de
alabar todo lo que se hace en oculto; pero en esas mismas obras hay que evitar la
dispersión y ansiedad del corazón, que entibian la devoción y exponen al hombre a
muchas tentaciones y asechanzas del enemigo. La naturaleza y la sensualidad se
complacen más en sí mismas, en sus vanidades y caprichos. El entendimiento se
oscurece, el alma y todo ejercicio resulta desabrido.

Modo de superar las tentaciones

Si quieres, pues, vencer las tentaciones del demonio, de la carne y del mundo, todas
tus fragilidades e imperfecciones y tus naturales pasiones, esfuérzate en todo tiempo
por mantener el ánimo introvertido y tu deseo en Dios. Procura poner más actos
interiores de amor que prácticas exteriores de virtud. Porque una ocupación, que viene
a disipar el corazón, con la costumbre termina por crear cierto desasosiego e
intemperancia, aunque se trate de cosas buenas. Llega a tal punto la divagación de la
mente que resulta imposible frenarla en el tiempo de la oración. Impide que las
potencias inferiores del alma consigan recogerse con cierto sosiego. Nadie es capaz
de llegar a este recogimiento, si no tiene el corazón libre de toda criatura hasta el
punto de sentirse atraído por Dios Nuestro Señor y gustar de menospreciarse por
amor de Dios. Porque el amor puro crea un espíritu puro, simple y libre de todas las
cosas; levanta sin dificultad el vuelo hasta Dios. Donde está el amor allí va la memoria
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y el corazón; allí hay capacidad para recogernos en intimidad con Dios y a la vez para
ejercitarse divinamente en las obras exteriores.

CAPÍTULO VII

La dulzura del amor de Dios desecha la amargura del corazón

La séptima es la perfecta mortificación de toda amargura del corazón.

Cosas que crean un corazón amargado

Notemos que la amargura del corazón radica en una de estas cinco causas. Ante todo,
la presunción de las propias obras virtuosas: muchas penitencias, prácticas piadosas u
otras que parecen buenas a juicio de los hombres, pero que se originan de un corazón
propietario, soberbio, inmortificado. Son en realidad mortificaciones falsas,
repugnantes a los ojos de Dios. Sirven para enorgullecerse y despreciar fácilmente a
los demás juzgándolos en el corazón y quizá con palabras como el fariseo: «No soy
como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este
publicano» (Lc 18,11). No hay nadie en peor situación que éstos, porque sus propias
virtudes les perjudican y ellos crean fácilmente discordia entre los demás, pensando y
juzgándolos falsamente, como dice San Gregorio: «El hombre perfecto se inclina a
compasión fácilmente, pero quien lo es sólo en apariencia no puede tolerar las
flaquezas humanas ni a los pecadores. Esto es señal de una conciencia amargada,
altanera e intranquila, como dice San Juan Crisóstomo: El que critica las cosas ajenas
con severidad, esto es, los defectos de los demás, nunca merecerá el perdón de sus
delitos, mientras no cambie de actitud». Pero si esto lo ha hecho costumbre, apenas
tendrá esperanza de enmendarse.

En segundo lugar, esta amargura procede de la negligencia en la propia mortificación.


Esta acrimonia se manifiesta principalmente contra los prelados y superiores, cuando
niegan lo que se les pide o mandan hacer lo contrario.

Los murmurantes

Yo te advierto de verdad que los hombres no cometen cosa más reprensible ante Dios
que la murmuración, especialmente cuando se ataca a prelados y superiores. Porque,
como advierte San Agustín, el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento ofendió a
Dios principalmente murmurando contra El. Es decir: contra Moisés y Aarón, los jefes
que Él les había dado. Lo refiere Moisés con estas palabras: «No van contra nosotros
vuestras murmuraciones, sino contra Yahvé» (Ex 16,16). Por lo demás, apenas hay
esperanza de que éstos progresen en la virtud.
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La murmuración, hija del Infierno

En efecto, la murmuración es hija única de los demonios infernales. Ellos la tomaron


por esposa y la mandaron apacentar todos los monasterios. ¡Oh pecado maldito! ¡Oh
bestia aborrecible! Tú devoras las obras buenas. Tú eres quien atiza el fuego infernal.
Tú haces a la pobre alma demoniforme, no deiforme. Por merecer tú la ira divina fue
necesario que Datán y Abirón con sus descendientes bajaran vivos a los infiernos en
cuerpo y alma. Por tu culpa Coré con otros doscientos cincuenta hombres perecieron
en terribles llamas y quedaron sepultados con cuerpo y alma en los abismos (Núm
16,31-33).

Tercero. Esta amargura nace de la envidia que brota contra otros, debido a que han
tenido para ellos ciertas palabras, hechos, signos o gestos displicentes. Lo exageran
mucho interpretándolo todo en el peor sentido, aunque las cosas no sean malas de por
sí. Esto procede de que quieren ver en el otro solamente lo vituperable y difamante y
lo que pueda ocasionarle daño.

Hay que evitarlo a toda costa, porque procede de un fondo de odio y envidia.

La amargura tiene una cuarta causa: el deseo de la propia complacencia. Porque quieren
ser vistos, amados y alabados; que los superiores o aquellos con quienes tratan, incluso
los seglares, los tengan por buenos. Cuando ven que uno se va superando cada día y que
merece estima y honor de la gente, entonces se concentra la envidia en él y se
empeñan en humillarle y quitarle la fama por detracción y otros medios parecidos.

Una quinta causa de esta amargura radica en la propia perversidad, y esto por dos
razones: primeramente por mala, intranquila y amarga conciencia, con lo cual el
murmurante se vuelve tan fastidioso que se hace insoportable para los compañeros; se
convierte en copa rebosante de todas las faltas. Perverso por sí con los mismos ojos
mira a los demás y todo lo interpreta en el peor de los sentidos. Como cuentan de los
basiliscos, que hieren mortalmente con su veneno a cuantos alcanzan con la vista. Así
son aquellos que no aciertan a juzgar a otros más que con el rasero de su propia
mezquindad.

Ceguera ante la gracia de Dios

La segunda razón es porque, como ellos siguen siendo tan malos y poco mortificados,
sienten envidia de que la gracia divina produzca tan notables virtudes en los demás.
Querrían privar de tanto bien a los hombres virtuosos, humildes y devotos, para caer
en los mismos defectos que ellos tienen. Como no lo pueden conseguir, se burlan de
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ellos y, enojados, los persiguen con palabras y con hechos. Pecan contra el Espíritu
Santo.

Conclusión

Es preciso superar toda acrimonia y consumirla en el fuego del amor de Dios, si


queremos progresar en las virtudes. Hay que estar dispuestos a abrazar a nuestros
enemigos y perseguidores con sincero corazón, como si fueran los mejores amigos que
podemos tener. Lo son en realidad, aunque no por el afecto. Pues aquellos que nos
persiguen nos acarrean un mérito mayor y una más preciosa corona de gloria.

CAPÍTULO VIII

La vanagloria y soberbia bajo los pies.

Deseo del propio menosprecio

La octava es la perfecta mortificación del deseo de vanagloria y propia complacencia,


honor mundano y soberbia, mediante el perfecto conocimiento y deseo de todo
desprecio. Dos cosas principalmente se pretende significar con esta palabra. Lo
primero, que es menester renunciar por completo a toda vanagloria y complacencia que
pudiera resultar de cualquier obra virtuosa, gracias o regalos de Dios. Es necesario
saber morir a todo esto mediante el conocimiento perfecto de la propia vileza.

La vanagloria, lo que más aborrece Dios

Porque nada hay tan pernicioso para el hombre espiritual, ni hay nada que desagrade
tanto a Dios como la vanagloria y propia complacencia. Por eso, cuentan de un alma
consagrada, llamada Clara, que por una breve tentación de vanagloria Dios la retiró,
durante quince años, la abundancia de su divina dulzura y espiritual iluminación. Y que
en todo ese tiempo ni siquiera con sus lágrimas, trabajos y súplicas pudo recuperar la
primera consolación. No debe asombrarnos, ya que en esto consiste la diferencia entre
los siervos fieles y los infieles.

Diferente motivación

El siervo bueno puede ayunar, vigilar, orar, hacer limosnas y otras obras virtuosas de
verdad. El infiel puede hacer aparentemente lo mismo; pero le falla la intención: no lo
hace únicamente por agradar a su Señor ni lo atribuye a su gracia. Se lo apropia y se
gloría en estas cosas con particular complacencia, ensalzándose y teniéndose por
grande, mientras que debería humillarse y juzgarse indigno. En resumen: el abuso de la
gracia le causa más daño que provecho.
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Los tres ojos de la verdadera humildad

Por consiguiente, debe andar solicito y reconocer sin fingimiento que es indigno de
toda gracia y que es el pecador más despreciable entre todos los hombres. Para llegar
a este resultado procederá abriendo los tres ojos siguientes del conocimiento. Con el
primero considere la muchedumbre, torpeza y gravedad de sus pecados. Reconozca
asimismo la inmensa gratitud a la gracia que Dios le dio para consolidarse en las
virtudes y abandonar los pecados.

Con el segundo ojo piense en los muchos pecados de que le ha preservado solamente la
gracia de Dios; no porque él por si mismo los haya podido rechazar. Dios le ha librado
de ocasiones y tentaciones de pecados mortales, en que hubiera caído más gravemente
que cualquier otro, de haberle faltado la gracia divina.

Sírvale el tercero para reflexionar sobre la abundante liberalidad de la gracia divina,


que recibió sin méritos propios. El mayor pecador del mundo, si hubiera recibido tanta
gracia, seria más grato a Dios, la hubiera conservado mejor y más fielmente la habría
cultivado. Y lo que es más: el mayor pecador del mundo hubiera podido convertirse y
vivir muy santamente, como sucedió con Pablo, la Magdalena y otros. Meditando en
esto, la gracia de Dios le podría llevar a darse cuenta realmente de que él es el mayor
pecador del mundo. Y, si es bueno, que lo es tan sólo por gracia de Dios. Podría
asimismo hacerse grato al Señor por la humillación.

Las alabanzas humanas

Lo segundo que se ha de procurar es morir plenamente a la pasión desordenada de


alabanzas humanas, honras, favores y complacencia, deseando que todos le desprecien,
burlen y confundan. ¡Oh qué raros son los que buscan y desean estas virtudes y mucho
más escasos quienes hacen por adquirirlas! Posiblemente se encuentra alguno que no
busca honores ni obra por agradar a otros; sin embargo, son rarísimos los que en el
fondo de su corazón desean ser postergados, confundidos, burlados y despreciados. Y
aunque piensen a veces que se desprecian a sí mismos, en el fondo de su corazón
desconfíen. Será verdad cuando lo experimenten en carnes vivas; por ejemplo,
recibiendo inesperadamente grandes desprecios y confusión silo aceptan al instante
con todo gusto sin alterarse.

Desprecio de sí mismo

Y si dijeres que tal confusión y desprecio no te va a ocurrir, yo te respondería: es que


Dios no te ha reconocido todavía bastante fuerte y mortificado para esto. Gusta Dios
sobremanera de hallar un corazón verdaderamente mortificado, para enviarle
cualquier perturbación, desprecio y adversidad exterior, porque en esto consisten los
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mayores merecimientos, que reserva para sus amigos carísimos. Lo demostró Cristo
cuando aceptó la profunda humillación de su muerte. De igual modo los sufrimientos de
su Madre la Virgen, el martirio de San Juan Bautista y el de todos sus amados
discípulos. Conviene advertir aquí que, por el hecho de ser el desprecio fuente de
merecimientos, nadie debe atreverse a despreciar a los demás. Podría él mismo
hacerse reo de pecados graves. Pero si nos sobreviene alguna confusión o desprecio
inesperadamente y, al parecer, sin merecerlo, debemos aceptarlo gustosamente por
amor de Dios.

CAPÍTULO IX

Mortificación del desorden en la dulzura interior y en la curiosidad del


entendimiento

La novena es la perfecta mortificación de todos los deseos y deleites internos tanto


del espíritu como del sentido.

Se entiende por deleites interiores las gracias sensibles: devoción, amor y dulzuras
internas que se reciben y disfrutan en las potencias inferiores del alma. La naturaleza
y sentidos del hombre participan por redundancia. Algunas veces los reciben también
personas que viven y permanecen en pecado mortal; pero comúnmente lo experimentan
aquellos a quienes Dios quiere apartar del mundo y del pecado. Algunos ponen todo su
empeño y oración en disfrutar de esta gracia sensible, devoción y dulzura. Mientras no
la consiguen creen que no son capaces de hacer nada bueno; les parece sin valor todo
lo que hacen. Precisamente porque piensan que el amor de Dios consiste en la devoción
y afecto sensible, pero se equivocan a menudo de medio a medio.

Razón de las gracias sensibles

Es un regalo de Dios que sirve sólo para ayudar al hombre a mortificarse, apartarle de
toda criatura y alegría mundana y abandonarse al beneplácito de la voluntad de Dios.
Pedir a Dios y buscar esta gracia sensible, devoción dulzura, podría justificarse
únicamente como medio para aprender a morir a sí mismos y entregarse más y mejor al
amor de Dios. Pero los que lo piden ansían y buscan solamente por el placer que
produce, y pretenden descansar en ello para acrecentar sus gustos, ofenden
seriamente al Señor. De poco les serviría abandonar los placeres mundanos por esta
causa. Equivaldría a un simple cambio del gozar sensitivo por los dos deleites
interiores, que producen mayor gozo. Sucede, en efecto, que tales personas, como no
aciertan a vivir sin sus gustos sensitivos, buscan los deleites exteriores apenas les
faltan los interiores.
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Nadie debe tenerse por santo

Nadie debe creerse santo por el hecho de que experimenta gusto sensible en el amor
de Dios; devoción, suavidad y, a veces, como inundado de gracia. Estas cosas ocurren
de ordinario por nuestra flaqueza y poca mortificación, ya que de otro modo no
buscaríamos a Dios con diligencia, ni le serviríamos, ni nos desprenderíamos
totalmente del mundo.

Inconstancia natural

Prueba de ello es que el hombre siente estas devociones al principio de su conversión.


También es debido a los apetitos naturales. Efectivamente, hasta cumplir los cuarenta
años, la naturaleza es muy inestable, frágil, complaciente y afectuosa. Busca en sus
ejercicios el consuelo de gustos y deleites interiores, hasta el punto de que muchos
atribuyen a gran santidad ejercicios cuyo origen tan sólo radica en la inclinación y
gusto natural. Podemos comprobar diariamente cómo el corazón de dos enamorados, al
encontrarse frecuentemente, llega a encenderse de tal modo que les parece estallar.
Así éstos. Cuando se creen inflamados en el amor divino, no hacen más que acrecentar
su gusto natural. Serán realmente santos en la medida que aprendan a morir a si
mismos, conforme a estas doce mortificaciones que voy explicando. Ni más ni menos.

Canon

Ten como norma general que todo lo que podemos pretender, si no va ordenado a la
desnuda mortificación de si mismos por amor de Dios, tiene mucho de origen
meramente natural y se ordena al egoísmo. Como se ve, las tendencias naturales
levantan cabeza buscándose a sí mismas aun en aquellas cosas que parecen muy santas.
Se creerían estar ya sometidas a la gracia y al punto vuelven furtivamente
buscándose, sin darnos cuenta. Por eso, también son pocos los que se conocen a fondo
y se superan perfectamente.

Curiosidad del entendimiento

En segundo lugar, se entiende por gustos del espíritu la satisfacción que cualquiera
recibe en las facultades intelectuales, o sea: por visión, imaginación o conocimiento,
contemplando a Dios en su esencia. Nótese de paso que algunos se contentan con
entender y discurrir, pero no se ejercitan en el amor. No pretenden inflamarse en el
amor divino. Buscan tan sólo la curiosidad de aumentar sus conocimientos de cualquier
modo que fuere; por ejemplo: cómo fue la concepción de Cristo, el nacimiento, la
crucifixión, la ascensión, jerarquías celestes, distinción de personas en el Misterio
Trinitario y cosas semejantes. Se recrean interiormente en esos pensamientos,
convencidos de que llevan vida de contemplativos. En realidad están muy lejos de ella.
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Fundamento de la vida contemplativa

Es preciso fundamentaría en un ardiente e infinito amor de Dios. Cada uno debe


desear unirse a El y en Él fundirse de corazón, para que todo aquello en que difiere de
Dios se transforme con el fuego de una perfecta mortificación de si mismo. Tales
personas desean también indagar y tener conocimiento de muchos secretos divinos;
por ejemplo: comprender unas veces con su natural ingenio; otras, recibir algunas
comunicaciones de Dios, o en los sentidos o en las facultades internas, inferiores o
superiores.

Lazo del diablo

Un caso: les parece ver, con visión corporal, ángeles en el cielo, al Niño Jesús en el
Sacramento y cosas semejantes. Simulan oír cantar a los ángeles o que experimentan
dulzura sensible en el Sacramento, y así por el estilo con los demás sentidos. Lo mismo
pretenden en su interior con toda noticia espiritual o conocimiento esencial de Dios,
que se puede tener por visión.

Al poner sus gustos y preferencias en estas cosas, trabajan mucho en balde, y corren
peligro de ilusionismo. Porque Dios permite que el demonio se entere y los engañe con
múltiples visiones, perceptibles por los sentidos o interiormente, como en los sueños.
Ellos, en cambio, anhelan estas cosas y se gozan en ello; se creen con derecho a
tenerlo y se glorían de recibir tales dones. Se engríen, se creen muy importantes, se
tienen por sabios, se vuelven obstinados, hijos del demonio.

Ejercicio seguro

Por eso, el que quiera vivir fructuosamente debe ordenar todos sus actos a fin de
ejercitarse de veras en el amor de Dios y no para tener profundo conocimiento de
cosas innecesarias. Y si Dios le regalare con alguna noticia, no deberá, sin embargo,
complacerse en ello o ser crédulo en demasía, a no ser que primeramente haya
procurado, con discreción y humildad, consultar sobre esto a quienes tienen discreción
de espíritu. Hallará la paz únicamente estando dispuesto a vivir en completo abandono
por amor de Dios.

CAPÍTULO X

Los escrúpulos y su origen

La décima es la mortificación de todo escrúpulo de conciencia, mediante una filial


confianza en Dios. Hay algunos, efectivamente, que son incapaces de tranquilizar sus
conciencias. Tienen sincera contrición, se confiesan frecuentemente y hacen grandes
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penitencias, pero no tienen paz. Viven con cierta ansiedad y temor, sin verdadera
esperanza ni confianza en Dios.

Origen de los escrúpulos

Sienten grandes escrúpulos de conciencia y se confiesan repetidas veces; sin embargo,


no trabajan seriamente en corregir los defectos de donde les viene la ansiedad y
remordimiento.

Esto es señal de que los escrúpulos radican en el temor del castigo de Dios y no
precisamente en el deseo de perfección. Se considera pecado lo que de suyo no lo es, y
esto por dos motivos. Primeramente el desordenado amor propio, pues de ahí procede
un temor excesivo a cualquier cosa que le pueda contrariar. Por lo cual, aunque estos
aparecen exteriormente como fieles observantes de los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, en realidad no cumplen el precepto de la caridad. Porque todo cuanto hacen no
lo hacen por amor, sino coaccionados por el temor, para no condenarse. Por tanto,
obran por egoísmo y no por amor de Dios. No pueden, pues, confiar en el Señor, porque
no son fieles a Dios; antes bien, toda su vida interior es temor y temblor, trabajos y
miserias. Todos sus ejercicios de oración, trabajo, penitencias, obras de misericordia.
Todo lo hacen para echar de si algún temor. De nada les sirve eso. Cuanto más se aman
a sí mismos, tanto mayor es el miedo a la muerte, juicio y penas del Infierno.

Causa del temor desordenado

Puede concluirse de aquí que la causa del temor desordenado es el amor de sí mismos
con que cada uno busca la felicidad, aunque sea infiel a quien puede hacerle feliz.

Otro motivo de escrúpulos es la tacañería o amor calculado para con Dios, pues del
poco amor se sigue escasa confianza. Sólo el amor de Dios lleva al hombre a la
verdadera esperanza y confianza en la divina misericordia, bondad, liberalidad y
gracia. Cuando falta amor, ninguna virtud, por grande que fuere, ni siquiera la
penitencia, es capaz de crear la confianza.

Confianza en Dios

Nada hay tan necesario como una gran esperanza y confianza en Dios, para aquel que
quiere llegar a la perfección. ¡Oh santa esperanza! ¡Oh dichosa confianza en Dios, con
tal que no arrastre a nadie a la negligencia y pereza para enmendarse! La esperanza
bien entendida induce a una gratitud más digna y al deseo de adquirir más
perfectamente la gracia, caridad y perfección de todas las virtudes. Incita a desechar
todo lo sensual, a procurar lo que sirve para mortificación de sí mismos y a sufrir
alegremente cualquier adversidad. Esta esperanza es verdaderamente necesaria y
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saludable. Porque cuanto más espere tanto más agradecido se muestra y más se
reforma a sí mismo.

CAPÍTULO XI

Paciencia en las adversidades.

Utilidad de las tribulaciones

La undécima es la perfecta mortificación de toda inquietud e impaciencia del corazón


ante cualquier adversidad externa: difamación, mofa, maledicencia, calumnia, pérdida
de bienes temporales, amigos y parientes; incluso persecuciones que pueden ocurrir
por permisión divina. Aquí debemos tener en cuenta que Nuestro Señor prueba con
muchas tribulaciones exteriores a los que quieren entregarse a la mortificación de sí
mismos, para ver si perseveran en su propósito, como dijo el ángel a Tobías: «Porque
eras grato a Dios, fue necesario que la tentación de la adversidad exterior te
probara» (Tob 12,12, Edic. Vulgata). Por la misma razón fue probado Job, prototipo del
hombre justo. Despojado de todas las cosas y mientras le contradecían sus amigos y
aun su mujer. Más aún: herido por el diablo, desde la planta del pie hasta la cabeza,
siempre se mantuvo ecuánime y paciente en su corazón. Ni siquiera faltó en sus
palabras, sino que dijo: «Yahvé dio, Yahvé quitó: sea bendito el nombre de Yahvé»
(Job 1,21). Del mismo modo Jesucristo, después de haberle maltratado tanto los
judíos, durante la captura, los golpes, el escarnio, la declaración de los testigos falsos,
la flagelación y la crucifixión, pendiente en la cruz, con paz en el alma y gran bondad,
entre lágrimas y en alta voz oraba por sus enemigos diciendo: «Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).

Más penas y afrentas hubiera Él padecido por amor de su Padre y la salvación de los
hombres. Por eso Nuestro Señor se complace en manifestar su confianza dando mucho
que sufrir a los que dispone para alcanzar los mayores méritos. ¡Oh si supiéramos con
cuánto amor Dios envía las aflicciones! Las pediríamos con mucho afecto y las
recibiríamos muy agradecidos de cualquier modo que vinieren.

La adversidad es un don de Dios

Porque las tribulaciones son don preciosísimo, que Dios regala a sus íntimos amigos,
para enriquecer sus almas y hacerlas verdaderamente semejantes a El. Jamás hubo
escultor alguno que trabajase con tanto esmero y preocupación para conseguir la
perfecta adecuación de rasgos entre la estatua y el modelo como lo hace Dios con el
alma. El Señor, Todopoderoso, previó con su inmensa sabiduría desde toda la eternidad
y predispuso sobre sus amigos particulares cómo, mediante tales aflicciones, los
modelaría a semejanza perfectísima de Jesucristo. A este propósito comenta San
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Agustín sobre los Salmos: «Tan pronto como el hombre cristiano comience a
disponerse con perfección para progresar en las virtudes y mortificación de sí mismo,
empezará a sufrir la maledicencia de sus adversarios. Quien no lo ha padecido todavía,
podemos decir que no ha hecho progresos. Si alguno no las padece, ni siquiera intente
progresar».

Grados de paciencia

Hay que distinguir tres grados de paciencia. Ante todo está el reprimirse para no
tomar venganza por si mismo, ni siquiera desearla. Este grado es muy imperfecto,
porque frecuentemente permanece amargado el corazón, y de ahí proceden las
murmuraciones, comentarios, maledicencia, envidia, malas sospechas y cosas
semejantes. Son señales de un corazón todavía no mortificado y de amor desordenado
a si mismo; porque toda aflicción excesiva, tristeza e inquietud proceden de un amor
desordenado. Como dice San Gregorio: «Quien no tolera con ecuanimidad los males y
persecución que otros le infligen, él mismo demuestra por su impaciencia que está
lejos de la plenitud del bien, o sea, de la gracia y las virtudes».

Se da un grado intermedio cuando alguno no solamente reprime sus deseos de


venganza, sino que también limpia y purifica su corazón de toda envidia y enojo. Por sí
mismo él no busca, quizá, el libre sufrimiento; pero, cuando le llega, lo acepta
humildemente reconociendo que es digno de padecer eso y mucho más. Comprendiendo
poco a poco la abundancia de gracia que mediante esto se adquiere, dispone su
voluntad para sufrir con paciencia cualquier adversidad en adelante. De este modo
comienza la misma paciencia a serle muy meritoria.

El grado superior es la paciencia afectiva, la cual, para conformarse a la pasión del


Señor y a todas las cosas que entonces tuvieron lugar, acepta con gran deseo las
contrariedades que pudieren sobrevenirle, y gusta de padecer siempre muchas cosas,
diciendo con el profeta David: «El oprobio me ha roto el corazón» (Sal 68,21).

Tales personas rezuman amabilidad y dulzura divina en abundancia. Las potencias del
alma se sosiegan y esta bondad anega al alma en divina embriaguez hasta el punto de
no sentir ninguna afrenta exterior, detrimento o pena. Porque consideran toda
persecución como una ayuda para acercarse al Amado y aman todas las persecuciones
como verdaderas ayudas para la vida eterna. ¡Dichosa el alma que ha llegado hasta
aquí, porque va a descansar eternamente en los brazos de Cristo!

CAPÍTULO XII

La abnegación de la voluntad. Grados de obediencia.


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Nobleza del libre albedrío

La duodécima es la perfecta mortificación de la voluntad poniéndola plena y


gustosamente en manos de Dios, para sufrir todo interior desamparo por amor de
Dios.

Lo más noble que Dios ha dado al hombre es el libre albedrío. Sin él no hay pecado y
sólo con él es posible la perfección. Lógicamente, ninguna cosa puede causar más daño
al hombre que la propia voluntad.

Voluntad propia

Ella es, en efecto, el cimiento sobre el cual se amontona y descansa todo el desorden
de los pecados. Si le diéramos la vuelta, se derribarían los muros de Jericó, es decir,
acabamos con el pecado (Jos 6). Esto, sin embargo, no quiere decir que sea necesario
el voto de obediencia para alcanzar la perfección.

Necesidad de la obediencia

Para llegar a la perfección, la obediencia es necesaria en el mismo sentido que se dijo


hablando de la pobreza. Sin esta ayuda, algunos son incapaces de vencerse y morir a si
mismos, porque su amor a Dios es muy escaso. Grande es todavía la resistencia que
oponen a la mortificación y olvido de si mismos. Por lo cual, cuando un hombre de buena
voluntad es así, necesita que medie la obediencia para ser inducido al abandono de sí
mismo.

Otros, en cambio, han llegado ya a tal madurez que se dejan guiar amorosamente por
el espíritu de Dios y su gracia, hasta morir del todo a la propia voluntad. Se abandonan
a la voluntad de Dios y secundan deliciosamente sus signos. Estos no necesitan que
nadie los tenga que mandar. Bajo la obediencia divina están prontos para abandonarse
a sí mismos y seguir la voluntad del Señor en cuanto alcanzan a conocerla.
Especialmente en estos tiempos en que casi todos los superiores de comunidades
religiosas están más dados a las cosas externas que cuanto atañe a la vida interior. Y
por eso sirven más de estorbo que de ayuda a los súbditos llamados a la vida espiritual.
Por esto hay tanta negligencia e inmortificación entre ciertos religiosos. No ordenan
sus planes como requiere la vida de perfección.

A pesar de todo, quede claro que los verdaderos religiosos necesitan tener su voluntad
dispuesta a vivir bajo obediencia, si entendieren que esto sería más del agrado de
Dios. Por consiguiente, debemos alabar y no despreciar a los que no hacen profesión de
vida religiosa, con el fin de tener plena libertad de espíritu para unirse más y mejor
con Dios de día y de noche en todos sus ejercicios espirituales. No por otra intención,
que sería mantenerse sin compromiso para dar rienda suelta a las inclinaciones
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naturales y a los sentidos. Bien entendido, pues, que debe hacer buen uso de su
libertad con toda diligencia y aceptar la obediencia de Dios en cualquiera de las
formas que ahora diré.

Obediencia del voto

Primeramente la obediencia del voto que se hizo con la profesión. Hay muchos que, a
juzgar por el exterior, cumplen el voto de obediencia, pero luego demuestran
someterse involuntariamente. Más que cumplir la voluntad del superior, procuran que
él mande conforme ellos quieren. Si no, se rebelan, murmuran y terminan por no
hacerlo.

Les sería mucho mejor no haber prometido obediencia, ya que el voto se les ha
convertido en lazo de condenación. Dice San Bernardo, a este propósito, que quien
oculta o abiertamente procura que el Prelado le mande lo que le guste él mismo se
engaña y en vano se precia de obediencia a los prelados. En tal caso, más que
someterse al Prelado, hace que el Prelado sea súbdito suyo.

Obediencia de conformidad

Consiste en obedecer no sólo cumpliendo externamente lo mandado, sino en conformar


la voluntad perfectamente con la de los superiores. El que obedece así no se
manifiesta remiso ni escurre el hombro, ni se lamenta de ser demasiado grave o duro
lo mandado, aun cuando es verdad que alguna vez le resultará contrario a la naturaleza
y los sentidos. Adviertan, sin embargo, que esta obediencia es deficiente en la
intención, aunque sea perfecta en la ejecución. Puede ocurrir que obedezcan por
temor; para evitar la reprensión, la humillación, ser menos estimados o incurrir en la
indignación de los superiores. O, por el contrario, obedecen para complacer a los
superiores, para que éstos los aprecien, elogien, ensalcen y estimen. De suerte que no
lo hacen puramente por Dios, sino que buscan algo humano en ello. De éstos dijo Dios:
«En verdad os digo, ya recibieron su recompensa» (Mt 6,5). Por eso se esfuerza el
enemigo en pervertir su intención, cuando no puede impedir las obras buenas. Para
poder poseerle por la mala intención, como dice San Gregorio: «Si el corazón se
emponzoña con el desorden de la mala intención, el enemigo astuto se hace dueño con
firmeza de la mitad de la obra que se realice. El enemigo ve que produce frutos para él
todo árbol cuya raíz de mala intención quedó viciada con el veneno de su diente».

* Hasta qué punto deben hacerse obras por obediencia

Así, pues, se deben practicar las obras de obediencia para alcanzar la mayor
misericordia, complacencia, gracia, familiaridad y secreto amor de Dios. Y cuando
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hubiere hecho todo lo que esté de su parte, buscará que los superiores le desprecien y
olviden; asimismo de los compañeros. Esto es verdadera señal de que todo lo hace
únicamente por amor de Dios.

Obediencia de unión

El tercer grado es la obediencia de unión, que equivale a decir: en todo pormenor y


motivación de su voluntad está de acuerdo con la voluntad del que manda o desea. No
ya sólo porque practica lo mandado o complace al superior.

Esta obediencia se da solamente en relación con Dios. Es propia de los más


distinguidos, los más familiares o íntimos amigos. Su voluntad se abandona y une tan
perfectamente a la de Dios en todas las circunstancias, que se identifica con la divina.
Cualquier cosa que Dios permite les suceda confiesan que les acaece por disposición
del amor y misericordia de Dios. Lo aceptan con el mayor afecto, aunque fuere lo más
turbulento, desgraciado, aflictivo y doloroso.

Grados de santo abandono

Además, conviene tener en cuenta que en este santo abandono de la voluntad se dan
muchos grados. Hay quienes están dispuestos a recibir cualquier cosa que Dios
permitiere sobrevenirles en sus bienes, con tal que les deje disfrutar de la gracia
interior, amor sensible y consuelo espiritual. Este solaz interior les capacita para
sufrir fácilmente cualquier contrariedad. Son todavía soldados débiles en el amor de
Dios. Omitimos, por brevedad, describir otros grados. Sepas tan sólo que el grado
supremo de abandono en la deliciosísima voluntad del Señor consiste en que la libertad
muera del todo por amor de Dios a cualquier sentimiento de gusto propio. Nuestra
libertad debe seguir pronta y perfectamente el plan de Dios, como la sombra sigue al
cuerpo, en todo lo que nos pueda suceder aquí o en la eternidad.

Libertad suprema de la criatura racional

Esta es la máxima libertad a que puede aspirar la criatura racional: gozarse solamente
en la voluntad de Dios. Por ella, el hombre viene a ser eterno. Nada le inmuta de
cuanto pueda acaecerle. Sólo Dios. Por amor de Dios, en cambio, estaría dispuesto con
mucho gusto a todos los tormentos del Infierno. Los repetidos actos de amor de Dios
le han dispuesto incluso a recibir del Señor alegremente todo el abandono interior o
privación de gracia sensible, devoción, amor, dulzura. Con igual disposición acepta la
copiosa avenida de los dones que Dios le envíe para poderse unir a la voluntad de Dios
con entera placidez. Está realmente tan encendido en el fuego del amor divino, que
desea de lo íntimo de su corazón pasar por la vida privado de todo amor y gracia
sensibles. Únicamente anhela el amor esencial en total abandono interior y angustia
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del corazón que puedan sobrevenirle. No pide a Dios ningún consuelo, aunque pudiera
tenerlo, de orden espiritual, porque sobre todas las cosas desea imitar a Jesucristo
en su abandono. Es el estado más perfecto (Mt 26,38; Lc 22,44).

Así, Jesucristo, al concluir la obra de mayor perfección, se sintió abandonado de Dios:


desde la oración en el huerto de los olivos hasta la muerte. Ausencia total del amor,
gracia y dulzura sensibles. Quedóle únicamente el amor esencial. Parecía más enemigo
que amigo de Dios. Con ello su pena y mérito fueron mayores y su amor esencial más
probado. Es la obra más excelente de virtud que mostró Cristo en la tierra; lo más
sublime que el hombre puede desear. Por eso, son demasiado irreflexivos los que se
muestran delicados, apenados y tristes cuando Dios deja de serles sensible. Sufrirlo
alegremente por amor de Dios es señal de amor puro y es el único camino que conduce
a la perfección.

Feliz el alma que de este modo muere a si misma. ¡Qué desnuda queda de afectos
peregrinos! ¡Qué tranquila de corazón! Limpia de toda mancha, libre de penas. Todo
temor ausente. Engalanada con todas las virtudes. Esclarecido el entendimiento y
elevado el espíritu. ¡Unida a Dios y eternamente glorificada!

Lo dicho hasta aquí baste para lo primero que me propuse: demostrar la necesidad de
mortificación en todo lo que ofrezca algún impedimento para ir a Dios y poder unirnos
con El.

SEGUNDA PARTE

LA VIDA ACTIVA

TRATADO PRIMERO: Preparación de la vida activa.

CAPÍTULO XIII

Conversión del alma al amor de Dios.

En lo que sigue es nuestro propósito presentar doctrina que nos capacite para
conseguir la perseverante y amorosa unión con Dios directamente, sin que nada se
interponga entre El y nuestras potencias.
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Para ello es preciso conocer algo más, aunque ya queda suficiente doctrina expuesta en
los capítulos precedentes. Pues, como la piedra cae por inercia, así el alma mortificada,
rotos todos los lazos que la sujetan, vuela hasta la unión con Dios, sin intermedio
alguno; porque Dios es el centro natural del alma, para quien fue creada, a fin de
reposar en Él y disfrutar eternamente.

Es necesario morir a nosotros mismos, si queremos vivir para el Señor; pero


necesitamos aprender a vivir y hallar la paz en Dios por una comunicación vital de lo
divino, que nos una a El. Sin esto, no aprenderemos a morir a nosotros mismos y lograr
la pretendida unión. Cuanto más avancemos en lo uno tanto más aprovecharemos en lo
otro, porque ambos son inseparables. Dos, en efecto, son los términos: Dios y
nosotros. Nuestra voluntad está en el medio. Por tanto, si la voluntad se convierte a El
por amor, el mismo amor la lleva a separarse de nosotros. La voluntad se entrega del
todo y se desprende hasta el desprecio de nosotros mismos. El proceso inverso es
paralelo: a medida que la voluntad gira en torno nuestro se aparta de Dios. La
conversión a nosotros mismos puede resultar tan grande que se desprecie a Dios por
completo. Así, pues, el desprendimiento de toda criatura, incluidos nosotros mismos, y
la conversión a Dios se cumplen por igual en una misma acción, aunque nosotros
hayamos preferido exponerlo en dos puntos diferentes para entenderlo mejor.

Dios

Adentrándonos en esta segunda parte, tengamos en cuenta que Dios es el origen de


donde brotaron todas las cosas, pero de modo particular la criatura racional. Esta vino
a ser el coronamiento de toda la creación. Dios es también causa final, es decir: todas
las cosas han de ser orientadas a Él, cada cual conforme a su modo de ser.

El hombre, señor de las cosas

Todas las demás criaturas fueron ordenadas a subvenir las necesidades del hombre.
Para que le sirvan de ayuda e instrumento encaminándole hacia Dios. Pensemos, por
ejemplo, en distintos modos de alimentar, vestir, corregir e instruir al hombre. Cómo
las criaturas pregonan el nombre de Dios, su infinita grandeza, sabiduría, belleza,
dulzura, sutileza, bondad, y otros modos infinitos en que la naturaleza, los sentidos
exteriores y la razón se pueden ejercitar.

Sentidos externos y potencias interiores

Consiguientemente, los sentidos exteriores han sido ordenados para servir y estar
sometidos a los internos. Estas potencias internas, a su vez, están al servicio de las
espirituales, creadas para vivir siempre en amor de Dios. Como los rayos solares
necesitan estar siempre unidos al sol, si quieren permanecer en su ser. Por tanto, el
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alma que quiere llegar a la perfección necesita proceder de modo semejante con Dios.
Se apresure siempre a injertarse en Él con sus tres potencias, por medio de la gracia
divina y la propia voluntad. Esto es propiamente lo que pretendo enseñar aquí: la
manera de conseguirlo.

CAPÍTULO XIV

Las tres vidas.


Aptitud para la vida contemplativa

Hay tres vidas en el hombre; a saber: la activa, significada por Lía «de ojos tiernos»;
espiritual contemplativa, de la que es figura Raquel, «de bella presencia» y «buen
ver», pero «no daba hijos a Jacob» (Gén 29,17; 30,1), y la contemplativa supraesencial,
representada por María Magdalena, «quien ha elegido la parte buena que no le será
quitada» (Lc 10,42). En cualquiera de estas tres vamos a distinguir una preparación,
ornato y aprovechamiento, si queremos realmente vivirlas y ofrecerlas a Dios con
provecho.

La actividad

Ante todo, es preciso que nos preparemos para la vida activa, si queremos vivir como
fieles siervos, conforme se dice en el Evangelio: «Bien, siervo bueno y fiel... entra en
el gozo de tu Señor» (Mt 25,21). Notemos que se le llama bueno y servidor, porque
eligió en todas las cosas obedecer los preceptos de Dios y de la Santa Iglesia,
ejercitarse en las obras buenas, buenas costumbres, virtudes y ejercicios de la vida
activa; no buscándose a sí mismo en nada. Solamente la honra y gloria de Dios, su
divina voluntad, o el arrepentimiento y salvación de las almas. Llaman buenos a los que
proceden así. Pero se llaman aún siervos de Dios y no amigos, porque hacen consistir
toda su perfección en los ejercicios de la vida activa, y el Señor todavía no los trae
más al interior, sino que permite permanezcan fuera, en los ejercicios de vida activa.
Necesitan ser familiares de Dios y conocer sus secretos, pues deben llamarse amigos
suyos, como el Señor decía a los Apóstoles: «No os llamo ya siervos.., porque todo lo
que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).

Nótese de paso que Dios concede su gracia, ayuda y auxilios en la medida que cada uno
se haya preparado y ejercitado, sea con obras virtuosas de la vida activa, sea por el
ejercicio interno del amor.

Quiénes son aptos para la vida interior

Para esto ayudan mucho ciertas disposiciones naturales, porque los amargados, los
melancólicos por naturaleza, los escrupulosos y orgullosos, muy difícilmente pueden
tener acceso a la vida interior espiritual. Mientras que los alegres, amorosos y
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comprensivos o fáciles para el arrepentimiento, tienen muchas disposiciones para la


vida interior, con tal que quieran morir a sí mismos, según la gracia de Dios, y
desprenderse por completo de todas las cosas creadas. Porque nadie puede
verdaderamente llegar al ejercicio interior si de antemano no hubiera despreciado
todas las cosas, incluso a sí mismo, y se hubiese entregado a Dios con todas sus
fuerzas y con todo el corazón. De otra manera, dividido en el corazón, siempre
permanece inestable e inquieto; porque frecuentemente se deja llevar por los deseos y
se le desenfrenan las pasiones naturales, todavía vivas. Por eso recibe muy escasas
luces internas, ni conoce en qué consiste el ejercicio interior.

Se contenta con saber y sentir que busca a Dios con sinceridad y le parece que las
prácticas son más útiles que cualquier ejercicio de espíritu. Las obras que hace por
Dios están más presentes en su corazón que Dios mismo por quien las hace.
Efectivamente, piensa en sus obras más que en agradar a Dios con ellas.

CAPÍTULO XV

Preparación de la vida activa por la penitencia.

Esperanza de la misericordia divina

Para prepararse a la felicidad de la vida activa, que ha de ser disposición para alcanzar
la contemplativa, hay que identificarse con aquello que dice el Salmo: «Mi lealtad y mi
amor irán con él, por mi nombre se exaltará su cuerpo» (Sal 89,25).

Lo necesario para la vida activa

Es necesario ejercitarse en dos cosas de la vida activa, antes de llegar a la


contemplativa: ante todo en la verdad; por ejemplo, reconociendo los propios pecados
con sincera contrición y confesión. La confesión es de dos modos: primero, la
manifestación que hace diariamente de humildad profunda, desprecio de sí mismo,
voluntad pronta para practicar lo bueno y aguantar lo malo. También la confesión como
práctica sacramental, recordando los mayores pecados de la vida pasada, con lágrimas
y gemidos del espíritu; acusando su malicia, ensalzando y alabando la bondad de Dios,
al mismo tiempo que le pide perdón.

Jaculatorias

A este fin deberá preparar algunas oracioncitas, con encendidos suspiros y deseos,
que le puedan inducir a contrición, amor y devoción sensible. Cada gemido o suspiro
afectuoso del corazón levanta algo de la herrumbre que causaron los pecados, como la
lima cuando se aplica al hierro lo limpia y afina en cada frotamiento. Poco a poco se
purifica el alma, se clarifica el ojo de la inteligencia y ejercita la voluntad en el amor
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de Dios, desprecio de sí mismo y deseos de enmienda. Procure, sin embargo, no


recordar diariamente los pecados sexuales, a fin de evitar que el diablo lo induzca a la
complacencia y deleite carnal.

Contrición ordenada

Debe ordenar de tal modo la contrición de sus pecados que se lamente más de haber
despreciado y ofendido a Dios que de haberse perdido y condenado a sí mismo.

Lo segundo es la misericordia de Dios. Ha de ejercitarse en ella durante toda la vida


activa del siguiente modo: Prepare un montón y con el mortero de la memoria triture
su malicia en la inmensa bondad de Dios; la propia ingratitud, la inmensidad de largueza
divina, su presteza para condenarse y la diligencia de Dios en buscar su salvación
eterna.

Los beneficios de Dios

A continuación discurrirá por los beneficios de Dios en la creación:. el habernos


creado a su imagen y semejanza, el haberse encarnado y mediante ello haberse
entregado en nuestra condición, y todas las cosas que hizo y sufrió habiendo asumido
nuestra naturaleza. Considere en todo esto la inmensa caridad, bondad y clemencia, y
de aquí se elevará a una verdadera y perfecta confianza en Dios. Después se ejercite
en reparar ante Él los propios pecados con perfecta contrición y aborrecimiento, con
verdadera confesión y penitencia. Se animará luego a desprenderse de todos los
pecados y criaturas, a entregarse a la práctica de las virtudes y ofrecerse totalmente
al divino beneplácito. Hágalo con fervor y acción de gracias a Dios. De este modo se
crea un nuevo estado de gracia y se une a El por amor. De aquí nace propiamente a una
verdadera esperanza y confianza en Dios.

El amor de Dios

Porque sólo el amor de Dios lleva al hombre a la verdadera esperanza y confianza de la


misericordia divina, bondad, largueza y familiar amistad. Ninguna virtud por sí misma u
obra de misericordia o penitencia por grande que fuere, ni siquiera el martirio por
terrible que se imagine, podrían verdaderamente inducirnos a confiar en el Señor.

Confianza

¡Oh santa esperanza y feliz confianza con tal que no provoque al hombre a flojedad y
pereza sino al agradecimiento, al amor, al cultivo de todas las virtudes, a la aspereza
de la penitencia y a la voluntaria modificación de sí mismo!
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CAPÍTULO XVI

Variedad y eficacia de las meditaciones.

Seis grados de oración

Para distinguir los ejercicios de la vida activa, conviene tener en cuenta una doble
finalidad en estas meditaciones, a saber: el temor y el amor. Sea el temor servil, que
siente sobrecogimiento por los sufrimientos del Purgatorio o el castigo del Infierno; o
bien el temor filial con que se horroriza de ofender a Dios o serle ingrato. Las
meditaciones disminuyen mérito a medida que se aproximan al temor servil. Cuanto
más cerca estuvieren del temor filial o del amor, tanto más aceptas serán a Dios y de
mayor mérito; purifican mucho más el alma de sus pecados y ayudan a la vida de
perfección.

Meditaciones

Por tanto, se consideran de menor mérito aquellas meditaciones que infunden


solamente temor, como son las meditaciones de la muerte, juicio, purgatorio, infierno
y cosas por el estilo. Hay meditaciones sobre la vida eterna que, en el hombre
incipiente, se orientan más a la conveniencia y provecho propios que al honor y
beneplácito divinos. En cambio, los ejercicios de vida eterna en el hombre proficiente
y perfecto son mucho más nobles y ventajosos en gracia y méritos. Además de éstas,
hay meditaciones sobre la contrición y pesar de los pecados, de la vergüenza ante
Dios, de la aversión al pecado y al mundo. Cosas que provienen de recordar las culpas
pasadas con amargura del corazón, como decía el rey Ezequías: «Te glorificaré todos
mis años, a pesar de la amargura de mi alma» (Is 38,15).

En esta contrición y amargura, el hombre debe ponderar la deformación de los


pecados, la indignación causada a Dios y la pérdida de la gracia y la gloria, más que el
propio menoscabo, confusión, peligro, pérdida de bienes temporales y cosas
semejantes.

Grados en la meditación de la Pasión de Cristo

Además de estas meditaciones, en cuarto lugar están los ejercicios de la Pasión del
Señor para sentir compasión. San Bernardo, en el Sermón del Miércoles después de
las Palmas, distingue tres grados en el ejercicio de la Pasión del Señor analizando el
hecho, el modo y la causa.

- El hecho
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El primer grado consiste en pensar la historia de la Pasión, moviéndose a compasión


para hacernos partícipes de sus divinos sufrimientos y gloria. Esto dice relación con
los hombres activos e incipientes.

- El modo

El segundo grado está en meditar el modo de su Pasión, es decir, con qué profunda
humildad, paciencia, mansedumbre y deseo ha padecido. De este modo, en su Pasión
podemos hallar la perfección de todas las virtudes que debemos considerar en ella,
para imitar al Señor, especialmente aquellos que van aprovechando. Esto ya sería más
bien materia para el quinto grado de meditación, o sea: ejercitar las virtudes para
asimilarías y practicarlas.

- La causa

El tercer grado es pensar detenidamente en la causa por la cual Cristo sufrió, esto es:
la inmensa bondad que quiso demostrarnos. Debemos meditar en ello para inflamarnos
vigorosamente en su amor. Esto es ya propio de los perfectos; sin embargo, conviene
ejercitarlo en los grados dichos si realmente se quiere aprovechar en la vida divina.

El modo de ejercitarse en la Pasión del Señor está incluido en el sexto y supremo


grado de meditaciones, que consiste en que, al meditar, se ejerciten en amor de Dios.
Quedan otros ejercicios más sublimes de amor puro, según se dirá más adelante.

CAPÍTULO XVII

Prácticas espirituales para aprovechar

Prosiguiendo en el tema, digamos que han de ejercitarse durante tres meses o seis o
un año, hasta sentir la necesidad de mortificarse, desprecio del mundo, someter las
pasiones, inflamar el alma en amor de Dios y anhelos de enriquecerse con todas las
virtudes. Si quiere avanzar en la vida activa y llegar a la contemplativa, debe aceptar
tres cosas.

Ejercicio de vida activa

Primero, que no se entretenga mucho, ni caiga en pusilanimidad, ni se acongoje


demasiado con el recuerdo de sus pecados pasados. Ni tampoco analice con
escrupulosidad los defectos cotidianos lamentándolos y confesándolos.

Hay que suspender inmediatamente cualquier obsesión, o examen minucioso de los


pecados en que se mezcle una recreación pecaminosa, desesperación, pusilanimidad y
escrúpulos de conciencia. Ello sería impedimento para seguir aprovechando, porque
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extinguen los buenos afectos, deprimen el ánimo, alejan la libertad del corazón y
familiaridad con Dios, apagan la verdadera confianza y apartan el alma de la vida
contemplativa.

Confesión breve

Hará una sucinta recapitulación y confesión de los pecados más notables; lo demás lo
abandone en la infinita bondad y amor de Dios, donde desaparecerán como la gota de
agua en un fuego enorme.

Modo de hacer penitencia

Por lo demás, practicará la contrición, pesar y arrepentimiento sin poner sus culpas en
el primer plano de la meditación, porque esto aleja al hombre de Dios, creando cierto
distanciamiento. No habrá libre, desnudo y amoroso acceso; ni confianza cierta de
unirse con Dios.

Debe practicar la contrición, pesar y arrepentimiento de los pecados con plena


confianza filial en Dios y principalmente en su amor divino.

En esta conversión, el alma siente disgusto por todo aquello que sirve de medio o
impedimento entre Dios y el hombre.

Cómo se borran los pecados veniales

Ten esto por cierto: los pecados veniales se borran mucho más eficazmente por la
vigorosa conversión a Dios que por la sola contrición. Pocos, sin embargo, descubren el
secreto de este ejercicio.

En segundo lugar, procure con todo empeño morir a la afición de los pecados veniales,
porque ese es el medio de enmendarse y breve camino muy grato a Dios. Adviértase
que hay mucha diferencia entre cometer pecados veniales por flaqueza y ocasión, y
caer por constante afición. Por haber tratado de esto en la parte anterior del libro
(capítulo III), prescindimos aquí del tema.

Lo tercero que el hombre debe hacer es empezar a levantar su corazón, alma, afectos
y potencias con frecuentes aspiraciones amorosas encaminadas a la unión con Dios,
según que luego diremos ampliamente. Vemos que en los edificios suntuosos, si se
trata de hacer una arquería o una bóveda de piedra, hay que poner primero arcos de
madera. Sobre ellos se montan las piedras y, una vez terminado, se retiran los arcos
de madera, pues se sostiene por si solo. Así sucede con el edificio espiritual. Es
necesario levantar el arco del amor divino, que sostenga toda la obra de la
contemplación. Como el hombre es imperfecto en el amor de Dios a los comienzos,
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cuando trata de construir este arco de amor necesita ejercitarse primero en


meditaciones apropiadas, que exciten su corazón en deseos de Dios. Así podrá edificar
este arco de amor. Cuando sienta inflamarse la voluntad, deberá alimentar el ardor de
la llama de amor a Dios más con aspiraciones que con meditación. Mediante la práctica
de los ejercicios aspirativos se concentran todas las fuerzas del alma, y los afectos
del hombre resultan tan vigorosos que se halla a punto de sumergirse en el infinito
amor de Dios y separarse de todas las cosas creadas. Es fruto de la conversión a Dios
por los ejercicios amorosos de que hablamos.

Fundamento de la vida contemplativa

Éste propiamente es el origen, fundamento y medio para llegar a la vida contemplativa,


que cualquiera puede encontrar ya en la vida activa. Se perfecciona con la práctica de
las virtudes y mortificación de sí mismo, que tanto favorecen para llegar a la vida
contemplativa. Este medio viene a ser gracia operante de la cual luego tenemos tanto
que hablar Por lo demás, al tratar de la vida contemplativa explicaré lo que deba
entenderse por amor unitivo. Baste lo dicho hasta aquí para conseguir plena
preparación a la vida activa y entender el origen de la vida contemplativa.

CAPÍTULO XVIII

Los mercenarios y siervos infieles

Conviene estar apercibido sobre el enemigo común de las tres etapas del camino de
perfección. Quiero decir que es necesario evitar tres cosas que impiden a los hombres
ser fieles en el seguimiento de Cristo trocándolos en mercenarios, merecedores de la
reprobación y desprecio de Dios.

Fárrago de siervos infieles

Lo primero es buscarse a sí mismo en todo ejercicio y conseguir la propia utilidad. Por


ejemplo, una gracia sensible, devoción, mérito y gloria, o también evitarse de
inconvenientes, como perjuicios temporales, confusión, sufrimientos, Purgatorio,
Infierno y cosas semejantes. No sólo esto. Algunos hay que menosprecian todas las
cosas, ingresan en una Orden de rigurosa observancia o se imponen duras penitencias;
sostienen gozosamente toda adversidad para conseguir la vida eterna o evitar las
penas del Infierno. Y, sin embargo, no permanecerán en gracia ni en el amor de Dios.
De igual modo procedió un discípulo de Platón, que, al oírle hablar de la felicidad
futura, ardió en deseos de alcanzarla, se echó por un precipicio y rompió la cabeza
para poder conseguir lo que había oído recomendar. Con todo, se condenó, porque él
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mismo y Platón, ambos eran infieles. De igual forma los judíos y los herejes aceptan
voluntariamente la muerte por su fe y esperanza de la vida eterna.

Lo segundo es que considera sus obras y ejercicios de gran valor. De ahí que tenga más
complacencia en sí mismo que en Dios. Con tal confianza se apoya más en sus actos y
virtudes que en la libertad de los hijos de Dios, comprados muy amorosamente con la
preciosísima sangre de Jesús.

Lo tercero es que nunca serviría a Dios tan fielmente, si no esperase recibir de allí un
buen premio, o si supiese que no había Infierno, Purgatorio o juicio riguroso; porque
teme más estas cosas que ofender a Dios. Son mercenarios, indignos de llegar a la vida
eterna y alcanzar la gracia y el amor de Dios.

TRATADO SEGUNDO: ORNATO DE LA VIDA ACTIVA

CAPÍTULO XIX

Las virtudes morales, ornato de la vida activa

Vamos ahora a considerar lo pertinente al ornato de la vida activa en el hombre. Son


las virtudes morales propiamente el ornato de la vida activa. Cualquiera las puede
adquirir sin ayuda de la gracia santificante. Filósofos paganos hubo tan mortificados y
enriquecidos con las pasiones naturales, que en esto apenas puede decirse hayan sido
inferiores a los santos, por cuanto podemos reconocer. Virtudes manifiestas, por
ejemplo, en Diógenes respecto al desprecio de los bienes temporales y deseo de
pobreza, cuando estaba sentado en la tinaja y arrojaba su escudilla, porque pensaba
que con su mano podría sacar el agua.

Virtudes morales

De igual modo el filósofo Sabbon en la paciencia, y así de las demás virtudes morales.
Es cierto que ninguna virtud natural, sin la gracia santificante, merece la salvación. Sin
embargo, es igualmente cierto que nadie puede hacer uso provechoso de la gracia
divina sin las virtudes morales. Es, pues, necesario que el hombre, al principio, se
proponga adquirir virtudes morales y pida a Dios su gracia para que sean del agrado
divino. Por tanto, en estos tres estados debemos principalmente empeñarnos en
adquirir el mayor número posible de virtudes. Claro que esto requiere gran esfuerzo,
diligencia y oración. Nada de extraño, ya que las virtudes son lo más noble que existe
fuera de Dios, pues nos hacen semejantes a El. Mejor dicho: hacen a los hombres
dioses, esto es, deiformes. Ellas solas, en cuanto se puede decir de nuestra parte, nos
unen a Dios sin medio alguno aquí en gracia y luego en gloria. Primeramente, pues,
debemos poner el sólido fundamento de la humildad, de donde todas las virtudes
toman su origen para poder agradar a Dios.
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CAPÍTULO XX

Las tres moradas del contemplativo

La celda ínfima: el corazón

Para comprender mejor esto, debemos distinguir tres moradas en el hombre. Hay que
mantenerlas y adornarías con triple unidad, si queremos preparar en ellas vivienda
para Dios. La mansión ínfima está en el corazón, que es origen, principio y raíz de toda
vida sensitiva del hombre. Todos los sentidos externos e internos (mediante los cuales
el alma se une al cuerpo para darle vida y sensibilidad) se reúnen y estrechan en el
corazón como en su origen. En este punto debe haber descanso, paz y unidad de las
potencias sensitivas. Esto será posible tan sólo mediante la adquisición de las virtudes
morales; con ellas el hombre aprende a morir a todas las pasiones naturales, aficiones
y deseos desordenados. Los filósofos paganos hacían muchos esfuerzos para alcanzar
constante estabilidad, sosiego, unidad, paz y libertad del corazón. Con ello querían
conseguir la verdadera sabiduría.

Nosotros, por consiguiente, necesitamos poner asimismo empeño en adquirir las


virtudes morales propias de la vida activa, para vivir con tranquilidad y paz en la
mansión del corazón. Se impone, pues, la mortificación de las potencias sensitivas, si
queremos preparar tálamo conveniente donde descanse el Señor.

La mente, morada intermedia

Sirve de morada intermedia la mente del hombre, que es el origen natural de las
potencias intelectuales. Allí nacen la memoria, entendimiento y voluntad con las cuales
se perfeccionan todas las potencias espirituales, según se declara más adelante.

Alma y espíritu

Por razón de estas facultades podemos llamar espíritu al alma, porque están
separadas, no mezcladas, y libres de todo órgano corporal. Mediante ellas el hombre
recobra la semejanza de su origen, que es Dios. Le recuerda, le reconoce y le ama, de
tal manera que estas potencias permanecen totalmente suspensas en El y se
identifican con su Santo Espíritu (17 Cor 6,17; Jn 4,24). Por lo cual las potencias
superiores del alma, a semejanza de Dios, se llaman espíritu, porque propiamente
están ordenadas a morir directamente con El y disfrutar de su gloria por toda la
eternidad. Conviene, pues, que nosotros preparemos esta mansión con la vida
contemplativa, para poseerla en unidad de espíritu. Se consigue por la plena
adquisición de la gracia de Dios y de los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan,
ennoblecen y elevan las virtudes morales adquiridas en la vida activa. De ahí se sigue
- 41 -

que los dones del Espíritu Santo son el ornato de la vida contemplativa, como luego se
dirá mejor.

La esencia del alma, mansión suprema del hombre

La mansión suprema es la esencia desnuda del alma. ¿Cómo debemos poseerla en


unidad? Esto sobrepasa toda capacidad del entendimiento humano; porque pertenece
al tercer estado del hombre, es decir, a la vida contemplativa supraesencial. De ella
hablaremos al final, en la medida que nos sea posible.

CAPÍTULO XXI

Virtudes morales de humildad, obediencia, paciencia, mansedumbre, benignidad,


fortaleza, sobriedad, castidad, etc.

Prosiguiendo, pues, el ornato de la vida activa por las virtudes morales, queremos
comenzar por el fundamento de la humildad.

Humildad

Equivale a decir sumisión profunda del corazón en presencia de la divina majestad.


Para conseguirla, quien ama a Dios de verdad debe considerar con diligencia cuán
fielmente y con cuánta humildad la majestad inmensa, altura, sabiduría, riqueza y
bondad de Dios se revistió de nuestra humanidad, en tan extremada pobreza y tan
insignificante y pobre hombrecito. Si perseveramos en esta consideración, lograremos
tan gran reverencia de alma ante la majestad divina, que es imposible expresarse
cabalmente con palabras o signos. Resultará también con hambre y sed en el deseo de
servir a Señor tan rico; de rendirle honor y despreciarse, someterse y humillarse a sí
mismo, por ser y sentirse incapaz de servirle adecuadamente. Siempre tendría delante
de sí esta preciosa sentencia de Cristo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón» (Mt 11,29). Por esta humildad se sujetará perfectamente a Dios y a sus
preceptos y a toda criatura por amor de El, teniéndose por el más vil pecador del
mundo, como polvo de la tierra que todos pisan. Expresará su propia estima
aplicándose las palabras que David pone en labios de Cristo: «Yo, gusano, que no
hombre, vergüenza de lo humano, asco del pueblo» (Sal 21,7). Resulta, por tanto, una
perfecta sumisión del hombre a Dios.

Y porque Dios se complace en menospreciar la sabiduría del mundo, debemos imitar la


sabiduría divina con toda perfección de virtudes. Por eso, la humildad nace como
primogénita de la obediencia, pues solamente por la obediencia perfecta se prueba y
acrecienta la humildad verdadera.

Obediencia
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La obediencia es flexibilidad de la voluntad sumisa y disposición para todo bien. Nunca


se cansa de cumplir la voluntad de Dios, somete la carne al espíritu y éste a Dios.
Sométese asimismo a toda criatura por amor de Él, mientras esto parezca razonable y
virtuoso. Esta obediencia, por consiguiente, induce al hombre a renunciar a la propia
voluntad y sentimiento. Nadie puede abandonar perfectamente la voluntad propia, si
antes no ha sido amamantado en los pechos de la obediencia.

Abnegación de la propia voluntad

Es mucho más sublime, en cuanto a la perfección, renunciar desde el interior a la


voluntad propia que ser o parecer obediente en el exterior. La voluntad de Dios
adquiere pleno señorío en nosotros, mediante la abnegación de la propia voluntad. La
voluntad humana queda atraída y transformada en Dios de tal manera que no puede
querer otra cosa fuera de lo que Dios quiere. Comprende y acepta como Dios quiere las
penas y aflicciones que puedan sobrevenir al hombre. El Espíritu del Señor, puesto
junto al espíritu del hombre humilde, lo atrae, lo invade y lo transforma en sí, hasta
renunciar totalmente a la propia voluntad para cumplir la de Dios. En adelante parece
no tener ni usar más que la divina. «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para
dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). Coinciden entonces con el
hombre la suprema libertad y la suprema obediencia, la mayor seguridad y la mayor
humildad.

Paciencia

De la abdicación de la propia voluntad nace una hija llamada paciencia, que sufre todo
lo que la pueda ocurrir. El verdaderamente paciente tiene puesto sólo en Dios su
pensamiento y nada le preocupa fuera de El, ni en el tiempo ni en la eternidad. Se
abandona a la placidísima voluntad de Dios en todo momento, confiado en que nada
sucede sin que el Señor lo permita. Por esta virtud se embellece maravillosamente y se
hace grato a Dios. La paciencia voluntaria en los sufrimientos, llevada con benevolencia
hacia aquellos que la proporcionan, fue la veste nupcial con que Cristo desposó a su
Iglesia en la cruz (Mt 20,27-28).

Mansedumbre

La paciencia a su vez es madre de la mansedumbre. Esta promete a su poseedor la paz


sobre todas las cosas, porque «poseerán la tierra los humildes y gozarán de inmensa
paz» (Sal 37,11), como dice el Profeta. La mansedumbre es tranquilidad en la paciencia.
Por ella la ira queda inmovilizada en cierto silencio, y el apetito concupiscible se
sublima por las virtudes. Cuando el hombre lo piensa se alegra, y la conciencia, con el
gusto de tan gran dulzura, se inunda de paz inmensa. Las penas son el lagar de donde
fluye el vino dulce de la consolación espiritual. Entonces el hombre es capaz de llevar
- 43 -

con alegría las palabras duras, los azotes más crueles y la más horrible pena de
muerte.

Benignidad

La benignidad procede de la mansedumbre y del amor de Dios. Él sólo puede poseer


plenitud de mansedumbre y benignidad. La benignidad procura endulzar afablemente
los corazones iracundos con palabras suaves y actos piadosos, allí donde hay esperanza
de que prevalezcan las virtudes. El alma que goza de benignidad es como una lámpara
llena de aceite: con el buen ejemplo ilumina a los que van errados, unge con suave
conversación a los afligidos, sirve de medicina, mediante obsequios y virtudes, a los
iracundos e inflama a los fríos con el fervor del amor divino.

Compasión

Nace de la benignidad la compasión, porque la amable benignidad con cierta


conmiseración se hace partícipe de la pobreza, de la necesidad y aflicción de todos los
hombres.

La compasión es, en efecto, un movimiento piadoso del corazón ante cualquier aflicción
o necesidad ajena. Ante todo, hace que el verdadero siervo de Dios participe de los
sufrimientos de su Señor, quien padeció en la cruz muerte tan amarga y afrentosa. Le
queda impreso en su corazón que la causa de muerte fue tan sólo la piadosa y
disponible voluntad de padecer. Con este recuerdo crucificará espiritual y
sensiblemente su piadoso corazón en unión con Cristo, en la cruz, de la compasión
amorosa. Luego, la compasión estimula diligentemente la propia negligencia, flaqueza,
tibieza, pereza, pérdida del tiempo precioso, y el vacío grande de obras virtuosas.

En tercer lugar, induce a ponderar los múltiples yerros de los demás, el descuido en la
propia salvación y tanta ingratitud de los beneficios de Dios, a cuya vista la conciencia
siente compasión y se inflama en deseos ardientes de salvar a los demás.

Por último, hace considerar la necesidad corporal, enfermedad, flaquezas y


deficiencias ajenas y mediante esto crucifica el corazón del hombre por la
participación en los sufrimientos.

Largueza

La compasión crea largueza y liberalidad, que es una generosa efusión del corazón,
movido por compasión caritativa. Sólo el misericordioso, mediante la compasión, es
verdaderamente generoso con los demás por su fervoroso amor hacia todos los
hombres, sin acepción de personas. Considerando, pues, los inefables beneficios de la
bondad de Dios y la pena sobreabundante de la Pasión de Cristo, se siente anegado en
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mucha largueza. Cualquier motivo de la Pasión le hace ahondar en el admirable amor de


Dios, hasta desear de corazón tributar a Dios alabanza, honor, y reverencia con
palabras y obras. Consiguientemente, al recordar, por una parte, las miserias propias,
negligencias, ingratitudes y, de otro lado, la divina clemencia y longanimidad, se
levanta en espíritu al encuentro de la bondad divina. Ofrece generosamente lo que
tiene y puede, hasta lo que él mismo es y hace perdonando y padeciendo. Después, al
considerar los innumerables errores del prójimo, hace volver el arroyo de su largueza
al punto de origen, y con piadosos clamores suplica la benignidad de la bondad divina
para todos.

Obras de misericordia

Finalmente, considerando las múltiples necesidades espirituales y materiales del


prójimo, trata de socorrer a cada uno por todos los medios a su alcance. Fluyen
entonces obras de misericordia que los ricos y los fuertes cumplen con obsequios y
bienes temporales, mientras que los pobres e impotentes con piadosos favores y buena
voluntad. También por esta virtud de largueza principalmente se multiplican las
virtudes y embellecen las potencias del alma. El generoso de corazón es, por lo común,
alegre y tranquilo, abundante en buenos deseos y liberal en todas sus obras.

Diligencia y fortaleza

Hija de largueza es la diligencia o prontitud en las buenas obras, ejercicios y virtudes.


Esta disponibilidad es verdadero estímulo del corazón para todo bien y aguijonea para
seguir sin pereza las huellas de Cristo. Desea que cuerpo y alma sean y vivan para El, y
que fuerzas y riquezas se empleen, especialmente para honra y alabanza de Dios; La
diligencia dilata ampliamente y capacita las fuerzas del alma para recibir el influjo
divino; vigoriza todas las virtudes, por nobles que sean.

De esta fortaleza recibe alegría la conciencia, se aumenta la gracia, se ejercitan las


virtudes con más gusto y las obras exteriores se embellecen con nuevo ornato.

Templanza

La fortaleza produce sobriedad o templanza, que refrena todas las potencias


intelectuales, animales y corporales; pone coto a toda dispersión, de modo que ni
siquiera en el orden intelectual desea saber más de lo que conviene. Se niega a indagar
curiosamente secretos de Dios, ni comprender por razonamiento los artículos de la fe;
no quiere interpretar las Escrituras a su capricho, desea sólo entender fielmente
acerca de la vida y doctrina de Cristo y de los santos. De las Escrituras y de las
criaturas se interesa únicamente en lo que sirve para la salvación. Esto es sobriedad
en las potencias intelectuales. De igual modo somete las fuerzas sensitivas y animales
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al control de la razón, para evitar que vaguen a impulsos de las pasiones desordenadas
irascibles y concupiscibles. Esta sobriedad ha de observarse en todas las palabras,
acciones, locuciones y silencios. En el oído, olfato, gusto, tacto y a través de toda
percepción corporal.

Castidad

De la templanza viene la castidad tanto del alma como del cuerpo, que nadie realmente
posee si no es sobrio. Hay tres grados en esta virtud. El primero es la castidad
corporal, que enseña a evitar cuidadosamente todos los actos lascivos o impuros,
palabras, gestos, senas y tocamientos que podrían de algún modo provocar la lujuria.

Esta castidad es semejante a un lirio blanco por su angelical pureza, y también a una
rosa encendida, pues se equipara a la dignidad del martirio, por la difícil resistencia
que se necesita cada día.

Castidad del corazón

El segundo grado consiste en la castidad del corazón, es decir, que, al sentir las
tentaciones y naturales movimientos de la carne, se entable una vigorosa conversación
con Dios. Al instante, sin dilación, sin detenerse en ningún pormenor de la tentación.
Entonces la tentación resulta útil, porque lleva consigo aumento de gracia, con la cual
todas las virtudes se fortifican, elevan, adornan y embellecen. Esta castidad gobierna,
custodia y corrobora todos los sentidos externos; corrige y refrena los apetitos
animales; hace que el hombre no permita medio alguno entre Dios y él, por espiritual
que éste parezca. Por ejemplo, no quiere amar ni tener particular amistad ni siquiera
con personas espirituales; ni quiere fomentarla con especial favor o amistad. Porque
estas cosas apartan del camino puro de Dios, en el cual deben buscarse tan sólo la
gloria, el honor y el beneplácito del Señor.

«Castitas mentis»

El tercer grado de castidad radica en la mente del hombre, esto es, en lo íntimo del
alma. Eleva al hombre sobre el sentido, sobre el entendimiento, y sobre todos los
dones que el alma puede recibir del Cielo, uniéndola con Dios, su dueño, sin ningún
intermedio. Se esfuerza por sobrepasar todo lo que la criatura puede comprender,
para descansar en el bien incomprensible; porque es muy impuro el espíritu que todavía
pretende descanso en cualquier regalo de Dios, por sublimes que fueren, nobles,
secretos y apetecibles, según que se dirá luego más extensamente.

Esta castidad no se puede comparar con el Sacramento del Cuerpo de Cristo en cuanto
a su deleitable sabor, deseo espiritual, fuente de paz, o por alguna otra causa. Sí, en
cambio, por el honor, gloria y beneplácito de Dios y por cuanto pueda conseguir
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conforme al provecho de las virtudes y de la mortificación de sí mismo. Esta es aquella


noble castidad que libra al alma de todo lo que no es Dios y contribuye continuamente
a divinizaría aquí por gracia y luego en gloria, pues el bien increado le está elevando
con su influjo de amoroso afecto hacia lo alto.

Queda dicho, pues, siquiera sea brevemente, de qué manera el hombre debe
embellecerse con las virtudes y cómo esforzarse en la vida activa a fin de aprovechar
felizmente y llegar a la contemplación.

TRATADO TERCERO: PROGRESO DE LA VIDA ACTIVA

CAPÍTULO XXII

Aprovechamiento o consurrección de la vida activa por la fe, el amor y la


esperanza

Más importante es lo tercero, el tema que ahora vamos a tratar: cómo el hombre debe
progresar en la vida activa y levantarse en la perfección al encuentro con Dios,
diciendo con la Esposa: «Me levantaré, pues, y recorreré la Ciudad. Por las calles y
plazas buscaré al Amado de mi alma» (Cant 3,2).

La vía mística

Hay dos modos en esta consurrección. El primero es místico u oculto, que Dionisio
llama Teología Mística, porque es una sabiduría recóndita, comunicada por Dios
directamente al hombre en lo más hondo de su alma. Son mortales los maestros que
enseñan las otras ciencias. Esta se inscribe en el corazón por iluminación divina como
energía celestial proyectada sobre el alma. Ningún hombre puede enseñar con
perfección ciencia tan excelente y sabiduría tan noble, que excede todo
entendimiento. Cualquier persona, sin embargo, por simple e iletrada que fuere, con tal
que frecuente la escuela divina, es decir, las virtudes y prácticas piadosas, podrá
recibirla inmediatamente de Dios, mediante amorosos afectos y elevaciones hacia El.

Este es un modo de consurrección que se logra por el apetito concupiscible. Nada se


ha dicho a este respecto en lo que precede, pero luego se expondrá con amplitud. La
Teología Mística debe ejercitarse en todos los grados de la vida proficiente, a medida
que se avanza en perfección.

Vía escolástica

El segundo modo de consurrección es el método escolástico, por vía de erudición, de lo


cual vamos a hablar ahora, porque tiene lugar comúnmente en la vía activa.
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En el Cielo, el alma se une con Dios en espiritual desposorio por tres dones, que recibe
de Dios y posee como dotes: clara visión, amor puro y gozo perpetuo. Así, mientras
estamos en este mundo, pregustando la gloria de la bienaventuranza eterna, nos
acercamos a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales, que corresponden a las
tres dotes del alma. El hombre, por las tres virtudes, merece recibir en la gloria los
tres mencionados dones. Por ellas también en este tiempo nos unimos a Dios en la vida
activa y en la contemplativa. Pero de modo muy distinto, como luego se dirá.

CAPÍTULO XXIII

Triple intención: recta, simple y deiforme. La oración vocal

Aprovechamiento o consurrección de la vida activa por la fe, el amor y la


esperanza

Intención recta

En la vida activa, de que ahora estamos hablando, nos elevamos y unimos con Dios
primeramente por la recta intención iluminada por la fe. Tiene lugar cuando el hombre
en todas las cosas que hace o sufre, que planea o rehúsa, fija su mirada sólo en Dios.
Busca en todo puramente su honra, gloria, amor y beneplácito, sin pretender ninguna
otra cosa. Siempre se debe procurar esta intención, pues, por bien que se haga
cualquier cosa, faltando tal rectitud queda vacía y sin fruto. Por el contrario, la
intención recta convierte toda obra indiferente en buena y grata al Señor.

Son muy pocos los que tienen pureza de intención y, sin embargo, nuestra salvación y
aprovechamiento dependen de la recta intención. Aquí la vamos a considerar en tres
grados.

Grados de la buena intención

El primero es la intención recta, que ordena todas las cosas a Dios y por El. Procede de
una voluntad afectuosa, activada por el calor del amor divino. Esta voluntad así
enardecida por el fervor, al actuar, induce la intención a conseguir el bien eterno
deseado y hace que el alma halle sosiego solamente en el sumo bien. Aquí está la
diferencia entre los hijos adoptivos y los reprobados. Llegarán a unirse con Dios sólo
aquellos que al practicar las buenas obras no tienen otros móviles fuera del amor
divino.

- Repliegue de la naturaleza sobre sí misma

Proviene la diferencia de que la naturaleza se repliega y torna sobre sí misma. Los que
carecen de amor divino, gratuito y sobrenatural, giran en torno a sí mismos con amor
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meramente natural, buscándose en todo. Incluso se ejercitan en obras virtuosas por el


gusto de hallar amor sensible, dulzura espiritual y cosas semejantes. Pero quien ama
de veras se desprecia a sí mismo y no busca más que a Dios en todo.

La caridad es el lazo de amor que nos lleva a Dios y nos une con El. Así, Dios se une con
nosotros hasta lograr la generosa renuncia de nosotros mismos. A juzgar por los actos
externos, el amor natural se confunde con la caridad divina. Son, en cambio, muy
diferentes por la intención que motiva uno y otro. La caridad en nada se busca a sí
misma, mientras que el amor natural no pretende otra cosa. Adán en el paraíso, al
mirar por sí mismo, cayó en cuatro pecados (Gén 3): soberbia, porque despreció el
precepto divino; avaricia, porque codició la sabiduría de Dios; gula, porque buscó el
deleite de un gusto prohibido. Como consecuencia: la lujuria.

- Búsqueda de sí mismo

Así proceden los que se dejan guiar por el amor natural.

Podrá parecer muy alto y noble este conocimiento de grandes cosas, hasta tener
visiones. Todo, sin embargo, le serviría para condenación, si cae en los cuatro pecados
mencionados.

Primeramente en la propia complacencia y vanagloria, creyéndose algo, cuando en


realidad no es nada. Lo segundo, en la codicia, porque la curiosidad suscita deseos de
recibir noticias en las cosas espirituales y revelaciones que lo iluminen, visiones e
inteligencia difusa. Tercero, la gula, pues, a exigencias del gusto, requiere los
deliciosos sabores del paladar para recrearse en ellos saboreándolos, y ordena a estos
fines toda su preocupación piadosa. Conseguidas estas cosas, cae en adulterio
espiritual, porque pone el fin de su devoción en el placer de los sentidos y en ellos
descansa.

De donde puedes colegir que hay muchos en la vida activa y en la contemplativa que se
creen haber llegado a los grandes ejercicios y santidad, y, sin embargo, el amor
natural los tiene engañados y asfixiados. No se dan cuenta que ignoran los pecados del
espíritu.

- Dónde buscar la santidad

Por lo cual, no debe el hombre buscar la santidad en la devoción sensible o en


devociones frecuentes, sino en el desprecio y mortificación de sí mismo, como queda
dicho, y en la rectitud de intención, única cosa que distingue los verdaderos de los
falsos ministros. Señal de la intención recta es la alegría espiritual en la adversidad,
como dice Orígenes en el Comentario a los Cantares: «No he hallado más auténtico
signo de bondad en el hombre que cuando éste, en medio de aflicciones y
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adversidades, rezuma frecuentemente dulzura del alma con entusiasmo y gozo


moderado».

Esto muestra la impasibilidad de ánimo lo mismo en la contradicción que en la


prosperidad. Es signo interior de la recta intención que busca a Dios solamente, sin
volver para nada sobre si mismo, y que presenta igual perfección cuando todo resulta a
su gusto, como en los asuntos que le salen mal; más aún entonces. Por eso, San
Gregorio, comentando aquello de Job: «Había un hombre llamado Job, hombre cabal y
recto» (Job 1,1), dice:

- Quién es el justo

Es recto aquel a quien lo adverso no quebranta ni los bienes temporales doblegan; el


que se eleva a las cosas más altas y somete plenamente a la voluntad de Dios. Por
rectificada que esté su intención, sin embargo, no llega todavía a la dignidad suprema,
porque aún pertenece a la vida activa y está ocupada en multitud de cosas, aunque sea
solamente por Dios. A este propósito dice San Bernardo en su Comentario a los
Cantares que pretender algo fuera de Dios, aunque sea por Dios, no es de María ocio,
sino de Marta negocio.

Esto no quiere decir que todo lo que pertenece a Marta es imperfecto. No he


afirmado tampoco que esta intención haya llegado a la perfecta nobleza, pues anda
muy preocupada y la desasosiegan otros muchos quehaceres. Siempre se le pega un
ligero polvillo de las cosas terrenas, que la pureza de intención y el diálogo de la buena
conciencia con Dios lavarían pronto y fácilmente.

Intención simple

El segundo grado se llama intención simple, que está más directamente unida a Dios. El
perfume del amor increado la cautiva y atrae más dulcemente. Es propia del hombre
contemplativo y radica en la voluntad actuada por el gusto experimental del espíritu.
La experiencia o sabor del bien eterno hace que el hombre menosprecie todas las
cosas y no le permite fijar su intención en algún otro bien sino en Dios. Con tal
experiencia el alma no camina, sino vuela.

- Dos cosas necesarias a la intención simple

Dice asimismo San Bernardo en el libro De praecepto et dispensatione que la intención


requiere dos cosas para ser simple: amor del bien en la intención y verdad en la
elección. La razón de esto es porque la caridad dirige la intención a todas las cosas que
sirven para el fin deseado, que es el mismo Dios, y se une a El más estrechamente
cuando tiene una finalidad exclusiva en todo, tendiendo a un solo fin y buscando unir
con él todas las cosas en cuanto es posible. La verdad en la elección no permite errar
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al hombre que tiende a este fin. De otro modo, según San Bernardo, ¿cómo podría
unirse el ojo simple de la intención con la ignorancia de la verdad, puesto que
desconoce toda malicia quien practica el bien? Cuando se dan ambas cosas a la vez,
amor del bien y conocimiento de la verdad, entonces la intención es simple, porque la
verdad no deja al hombre equivocarse de camino, y la caridad no le permite descansar
mientras que, por la intención, no haya elevado a sí mismo y todas las cosas hasta su
fin, que es Dios.

Esta intención es «el cojo sano que hace luminoso todo el cuerpo» de las buenas obras
(Mt 6,22). Consiste en una amorosa inclinación del espíritu hacia Dios, iluminada con la
luz divina. Es inseparable de las tres virtudes teologales y fundamento interno de toda
la vida espiritual. Recoge en la unidad del espíritu todas las fuerzas dispersas del alma
y lo que une el espíritu con Dios en comunicación amorosa. Aquí está la diferencia
entre la intención recta y la simple: que la primera hace todo por Dios, pero no busca a
Dios en todas las cosas; o sea, su ejercicio consiste más en las obras exteriores de
virtud que en la interior tendencia hacia Dios, aunque hace todas las cosas por El. Por
eso, en su corazón están más impresas las imágenes de las obras que Dios por quien las
hace.

En cambio, en la intención simple busca también en las obras exteriores la simplicidad


del corazón. Por ejemplo, tener siempre, sin imaginar lo que hace, la simple amorosa
comunicación con Dios, por encima de toda multiplicidad, distracción e inquietud. Esto
ocurre en las obras exteriores lo mismo que en las interiores. Pongamos un caso acerca
del ejercicio interior, en el cual, porque es más sutil, puede resultar más difícil de
entenderse. Supongamos dos hombres, uno en la vida activa con recta intención, otro
en la contemplativa con intención simple. Los dos oran por los amigos, parientes vivos y
difuntos, y por toda la Santa Iglesia. Aquel que está en la vida activa con recta
intención, mientras ora, no podrá prescindir totalmente de otros pensamientos, en
especial de recordar a aquellos por quienes está orando. El que ha llegado a la vida
contemplativa, y disfruta de la intención simple, con una sencilla mirada hace pasar por
su mente a los amigos, parientes, vivos y difuntos, y a todo el cuerpo de la Santa
Iglesia. De momento, en un golpe de intuición, contempla a miles de personas de tal
manera que ni se disipan sus sentidos ni mezcla otros pensamientos extraños. Esto
hecho, fija su simple mirada en Dios, espejo divino en que verá a todos los hombres,
pues es origen de donde salieron. Así ora por ellos, porque entonces las criaturas no se
interponen entre Dios y el alma, especialmente si el alma se hubiera instruido y
ejercitado en aquella amorosa aspiración de que se hablará más abajo.

Oración vocal

Las oraciones vocales más frecuentes de la vida activa deben recitarse con deseos
vigorosos de alabar a Dios, ensalzarle, darle gracias, honrarle, pedirle virtud para sí y
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para los demás hombres, hasta que el fuego del amor encienda la llama de nuestra
voluntad. Entonces hay que prescindir de la oración vocal, desembarazar la razón de
toda multiplicidad, que impediría la elevación del alma, y levantar el espíritu hacia Dios
con continuos actos espirituales. Como se amontonan juntamente el trigo y la paja
hasta la limpia y luego se echa ésta a los animales.

La oración vocal se considera como la paja y debe practicarse hasta que brote la
verdadera devoción, a la manera del trigo. Esto logrado, hay que echarla como alimento
para satisfacer el hambre de nuestras potencias animales. Dios es el fin de la
intención simple en todas las cosas. La intención tiende sólo e inmediatamente hacia el
Señor en cuanto es posible, por El mismo. Sin embargo, Dios no es su fin exclusivo;
también lo hace por sí misma, buscando ser de muchas maneras consolada, aunque Dios
sea su principal intención. Habrá algunos, quizá, que parecen no buscarlo, pero son muy
raros los dispuestos al abandono, a verse privados de consuelos y gustos sensibles, a
carecer de gracias semejantes. No están muertos del todo a sí mismos para soportar
cualquier adversidad, mientras no se levanten a un grado más perfecto de intención.

Intención deiforme

El tercer grado se llama intención deífica, porque está plenamente atraída por el amor
del fin eterno, absorta y divinizada. Es propia de los bienaventurados en la gloria y la
que hace salir de sí a la voluntad deiformemente afectada. Algunos, por lo demás, aun
en este mundo, de tal manera se sienten dominados por el Espíritu, que tienen vivos
deseos de conseguir esta intención. No cesan en su empeño por hacerse dignos de
alcanzar, en este valle de lágrimas, la divinización de que habla San Bernardo en el
libro De diligendo Deum, cuando dice: «La deificación, es decir, el amor o intención que
deifica al hombre, nada deja en la voluntad mezclado o impropio; lo dirige todo a Dios
por la intención».

¡Oh pura y divinizada intención de la voluntad! Tanto más pura, porque ya nada queda
en ella de propiedad o mancha. Tanto más suave y dulce, porque todo lo que siente es
divino. Aficionarse así es deificarse. Tal deificación podría comenzar, pero culminará
únicamente en la vida eterna, donde los santos carecerán necesariamente de toda
humana afición y se identifican plenamente con la voluntad de Dios. Permanecerá,
cierto, la propia voluntad, pero otra forma, otra gloria, otro poder. Si no fuera así,
¿cómo sería Dios todo en todas las cosas?, según dice San Pablo (1 Cor 15,19).
Quedaría algo del hombre en el hombre.

CAPÍTULO XXIV

El verdadero amor, por el cual nos unimos a Dios en la vida activa


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En segundo lugar, nos levantamos a la unión con Dios por la intensidad del amor,
inflamado por el fuego de la caridad. Esto tiene lugar cuando alguno, con rectitud de
intención en todas sus obras, se reclina sobre el pecho del Señor. A este propósito
San Dionisio, en el libro De divinis nominibus (c.4), dice así: «Único es el amor
increado, que con su tendencia supraesencial y universal infunde amor increado en
todas las cosas; consiste en cierta inclinación y coordinación del amante al bien
amado». Es, pues, el amor una conexión y lazo, por el cual Dios y el espíritu amante se
unen con amistad inefable e indisoluble unión.

Qué es el amor

Por tanto, cuando decimos amor, humano, angélico, intelectual, animal o natural,
designamos cierta cualidad o poder de unión y comunicación, que mueve las cosas
superiores a proveer y cuidar de las inferiores y las inferiores a convertirse, a las
superiores, creando una ordenada y mutua comunicación entre ellos.

Nueve grados de amor

En este amor hay nueve grados, porque no tolera que haya medio alguno entre Dios y
él; quiere penetrar todas las cosas hasta llegarse al amado. Conviene, pues, que el
escale estos grados, de los cuales los tres inferiores pertenecen a la vida activa.

- Amor incomparable

Primero, el amor incomparable. Esto quiere decir: el hombre ama tanto a Dios que
ningún otro amor se le puede comparar. Ni el amor del padre, ni madre, ni esposo o
hijos, ni el suyo propio. Más aún: el amor que pueda tener a cualquier criatura será
siempre relacionado con Dios. De esta manera debemos amar a los hombres, o porque
cooperan y nos ayudan a ir a Dios, o porque el hombre a través de las criaturas dirige
su marcha hacia el Señor. Esto es: por la consideración de su belleza, dulzura, sutileza
y cosas semejantes. Así podemos amar las criaturas. Este amor enseña al hombre a
que no sufra distraerse de Dios por ninguna cosa existente o contingente fuera de Él,
como dijo San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La
angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿El peligro? ¿La espada? (Rom 8,35)».

Por este amor, el alma se desposa con Dios, como dice Ricardo: «Dios es el verdadero
esposo del alma». Nos unimos con Él realmente cuando lo amamos con verdadero amor.
Nos une a sí, cuando nos liga más estrechamente a su amor mediante el intercambio de
dar y exigir. Entonces comenzamos a amar muy de veras a quien acostumbrábamos
temer.

- Amor ardiente
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El segundo grado es el amor ardiente, del cual dice San Gregorio: «Obra grandes
cosas donde está; si ha disminuido en el amor o cesado, ya no hay amor». Es un apetito
sabroso del corazón, que fluye hacia Dios, bien sumo, en donde está todo bien. Da de
mano a las criaturas para que el abuso de ellas no favorezca el apetito de los sentidos.
Fácilmente desprecia todas las cosas para adquirir lo que pretende; porque lo propio
de este amor es luchar siempre contra los apetitos desordenados y pasiones naturales.
Por eso se llama también amor incontaminado. El hombre, mediante la elevación del
amor, se desliga de las ocupaciones mundanas, el corazón no está preso por los
pecados veniales. Ni se mancha con la afición de ellos, que podrían apagar el fervor y
anular el fruto de las buenas obras. El fervor hace que las pasiones naturales estén
bajo los pies.

Consecuencia de este amor ferviente es el apetecer la tranquila soledad, desligándose


de toda compañía no sólo en el afecto; también en la realidad. La razón de ello es
porque este amor procura que el amante se despoje de todo lo que le diferencia del
amado. El amado lleva al amante a la soledad, lejos del amor de todas las criaturas,
como el imán atrae la aguja, para saciarle de dulzura espiritual.

- Amor infatigable

El tercer grado es, y así se llama, amor incesante o infatigable. No cesa de crecer,
porque la naturaleza del amor es como el fuego, que no tiene límite en su operación.
Siempre tiende a crecer, mientras haya combustible con que multiplicarse. El amor
desplegado hacia Dios halla materia de expansión, porque las cosas divinas son
infinitamente amables y el amor de Dios y su aumento no tiene medida ni término.
Fruto de este amor es apremiar al hombre para que aproveche la vida con avidez. Por
eso siempre pugna contra la tibieza perezosa.

CAPÍTULO XXV

Amor y devoción sensibles

Notemos aquí, como advierte Ricardo en Super Cantica, que hay cierto amor
sentimental, propio a veces de los negligentes e imperfectos. Lo que menos importa en
el amor es el sentimiento. Se mide su valor por las virtudes y caridad en que está
fundado y la fidelidad en cumplir los mandamientos. El dulce afecto hacia Dios en
ciertas ocasiones no pasa de ser sensual y engañoso, humano más que divino, del
corazón más que del espíritu, de los sentidos más que de la razón. Se inclina con
frecuencia a lo menos bueno, a lo menos noble, en busca de gustos más que de lo
conveniente.
- 54 -

Andaban los Apóstoles errados cuando amaban a Jesucristo con este amor del sentido.
Por eso no se resignaban a carecer de su presencia. El Señor los reprochó porque se
dejaban llevar de los gustos más que por lo razonable. «Si me amarais -dijo- os
alegraríais de que me fuera al Padre» (Jn 14,28).

Igualmente se equivocan los que tienen tan desordenados deseos de acercarse al


Santísimo Sacramento, de frecuentar devociones y cosas semejantes. Con este amor
algunas veces el hombre carnal e imperfecto se aficiona a Dios, por el gusto que siente
en la dulzura de la gracia y no porque ama mucho al Señor. De poco le sirve, pues cesa
el amor cuando se acaba la dulzura. Quien así ama no merece ser contado entre los
buenos amigos. Los que aman de verdad gustan menos del amor sensible que los de
corazón liviano y escasos de gracia. Se conmueve más fácilmente el sentimental, y el
acostumbrado a recibir consuelos los disfruta con mayor deleite.

Esta afectividad se debe más a la mezquindad del alma que a la abundancia de gracia.
Un bebedor no se daría por satisfecho con un trago de vino. Así, los que carecen de
todo dan importancia a lo que apenas tiene valor.

Correspondencia a la gracia

Por tanto, cuando Dios llama con abundancia de gracia, debe el hombre estar despierto
para responder cumpliendo la voluntad divina, conforme a lo que dice Job: «Me
llamarías y te respondería» (14,4). Es verdad que la llamada no hace a nadie perfecto,
pero obliga bien a la perfección, principalmente a los que quieren ser agradecidos. La
respuesta mediante el cumplimiento de la voluntad de Dios justifica al hombre y lo
conduce a la perfección.

Gula espiritual

El demonio sensibiliza dulcemente el amor para que el hombre halle deleite en los
sentidos. Así, el alma que se deja guiar por la gula espiritual se confía demasiado en
aquel placer, se detiene, se entretiene en ejercicios indiscretos.

También lo procura el diablo para apartarnos de alguna obra mejor, mediante aquella
distracción. Otras veces pretende el enemigo que nos creamos ya perfectos,
aflojemos en el deseo de aprovechar y dejemos de ejercitamos en la virtud. Interesa
sobre todo al espíritu maligno que, en nuestros ejercicios, la intención se enderece a
procurar la devoción sensible o a que abusemos de este placer defectuoso. Así
mereceremos del justo juez la condenación eterna, porque El conoce las intenciones y
secretos del corazón.

El verdadero amor
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Queda, pues, por averiguar dónde debemos buscar el verdadero amor. Yace en el
fondo de las virtudes y se manifiesta en la adversidad. Por ejemplo, el fundamento de
la humildad está en desear ser despreciado. Si tuviéramos este deseo propia y
puramente por amor de Dios, es decir, para agradarle y merecer su complacencia,
entonces el amor es verdadero. De igual modo, el fundamento de la humildad está en
desear ser despreciado, con este deseo propia y puramente por amor de Dios, es
decir, para agradarle y merecer su complacencia, el amor es verdadero. De igual modo,
el fundamento de la paciencia es el deseo de padecer por Dios todo lo que el hombre
sea capaz de sufrir en el tiempo o en la eternidad. Otro tanto respecto a las demás
virtudes. Este amor se manifiesta cuando el hombre halla paz cada vez que lo visita el
sufrimiento y lo ofrece al Señor como hacía San Lorenzo, tendido sobre las brasas:
«Estas llamas me refrescan». El fervor amoroso de padecer por Cristo era grande en
su corazón y sentía refrigerio en el tormento, porque veía cumplido su deseo de
padecer por Dios.

CAPÍTULO XXVI

Pacífica unión con Dios por la esperanza

En tercer lugar nos levantamos a la tranquila unión con Dios, anclados en la virtud de la
esperanza. Por ella descansa en Dios, como término final, todo movimiento originado
por el ejercicio de las virtudes morales y teologales, gustos sensibles y gracias
infusas. Todo lo traspasa la velocidad de la intención y la sutileza del amor.

Cuando el hombre se levanta por encima de las criaturas, sobre si mismo, sobre los
dones de Dios, y descansa en el amado con amor vivo, entonces el alma permanece en
Dios y Dios en el alma. Se ha logrado la paz en la unión por amor.

La consurrección de la vida activa consiste principalmente en los tres puntos


mencionados, porque las virtudes morales, las obras buenas, los ejercicios exteriores
e interiores se ordenan, purifican y ennoblecen por el amor e intención, aumentando su
mérito. Habiendo, pues, conseguido el ejercicio de la recta intención y del amor activo,
y adornado con las virtudes morales, el hombre es capaz de elevarse por encima de las
cosas y descansar en Dios sólo. Ha llegado a la cumbre de la verdadera vida activa.

Así concluye esta parte del camino de perfección, para alabanza de Dios.

TERCERA PARTE:

VIDA CONTEMPLATIVA ESPIRITUAL


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TRATADO PRIMERO:

PREPARACIÓN DE LA VIDA CONTEMPLATIVA ESPIRITUAL

CAPÍTULO XXVII

Aptitud para la vida contemplativa. Cuatro impedimentos

La segunda etapa en el camino hacia Dios se llama vida contemplativa espiritual, que,
como se dijo en el capítulo XIV está figurada por Raquel. Era hermosa, pero infecunda
al principio de su matrimonio (Gén 29), si bien que después tuvo hijos.

Asimismo la vida contemplativa es con frecuencia estéril al principio, porque no somos


mortificados, la desconocemos y no estamos avezados a ella. Efectivamente, al
principio no se sabe vivirla con provecho y se usa mal de ella, entreteniéndose
desordenadamente en los dones de Dios. Nadie en realidad se dedica a cultivarla con
fruto, fuera de los íntimos amigos de Dios.

Los siervos fieles necesitan permanecer fuera hasta ser invitados a compartir la
familiar amistad. Entonces aprenden a despreciar toda consolación externa y quietud,
buscando únicamente el gozo interior hasta el punto de que los sentidos exteriores
pierden su operación. Porque estas almas viven como ciegos que ven; como sordos que
oyen. Lo dice la Esposa: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant 5,2). Que significa:
mi corazón está en vela, actuando internamente con tal vigor, que a los sentidos
exteriores nada llega para poder percibirlo.

La interna y amorosa consurrección, el acceso a Dios y la permanente inhesión en El se


hacen tan sabrosos y apetecibles que cualquier cosa de fuera resulta cruz. Quienes
esto alcanzan son atraídos tan profundamente a la unidad y soledad del corazón que
parecen estar cien millas alejados de los demás.

Para dar a conocer algo de esta vida, lo iremos exponiendo de acuerdo con el método
establecido en tres puntos: preparación, ornato y progreso o consurrección. Ante
todo, necesitamos prepararnos a la vida espiritual contemplativa, si queremos
disfrutar de familiaridad con Dios.

Impedimentos de la vida contemplativa


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Consiste el primero en que el cuerpo padezca algún defecto natural, lesivo y penoso. El
alma, por natural condición, depende del cuerpo. Cualquier padecimiento corporal,
defecto notable o simple dolor distrae al alma de la contemplación. Por ejemplo:
cuando el hombre tiene mucha hambre, sed, frío, calor, enfermedad; a no ser que a
todo se sobreponga por una gracia sobreabundante del Señor. Por eso, al hombre que
Dios llama a la verdadera vida contemplativa, le enseña a regir su cuerpo con
discreción, para que se mantenga fuerte al servicio del espíritu en todas las cosas.

El segundo consiste en ocuparse de cosas externas, aunque sean buenas y virtuosas. El


polvo metido en los ojos impide ver; la preocupación por asuntos de fuera ciega los
ojos de la inteligencia y nos priva de contemplar la luz.

Lo tercero es el remordimiento de conciencia por los pecados. La contemplación


requiere pureza de alma, pero el remordimiento altera la paz necesaria. Cierto que
debemos sentirnos pecadores; el tiempo de la contemplación requiere olvidarse de los
pecados. Contemplar es unir nuestro espíritu al de Dios; detenerse a pensar los
pecados viene a ser un muro entre Dios y nosotros. Bien podríamos, sin embargo, antes
de nada humillarnos, considerándonos indignos de tanto bien, admirando la inmensa
bondad de Dios y nuestra profunda vileza. Después, con voluntad libre y aspiración
diligente, nos levantaremos hacia Dios, dejando atrás la memoria de los pecados. De
otro modo, el recuerdo vivo influiría en el alma e impediría la contemplación, como un
derrame de sangre estorba la visión del ojo.

Crean el cuarto impedimento los fantasmas de imágenes corporales, que se imprimen


en el corazón y difícilmente pueden desarraigarse. El hombre debe conseguir volverse
un ciego que ve y un sordo que oye; es decir: que viva introvertido hasta perder el uso
pleno de los sentidos externos. Porque ha de estar sólo empleado internamente en lo
divino. Entonces, el espejo del alma se hace claro y puro, sin imágenes.

CAPÍTULO XXVIII

Tres imágenes que impiden la contemplación. Otras que la favorecen

Hay tres clases de imágenes. Las primeras son nocivas, como las que recibimos con
cierto afecto desordenado o complacencia, aunque no sean mortíferas. Estas impiden
mucho la acción interna de Dios y contristan al Espíritu Santo; manchan el lecho del
Amado con la sordidez de los pecados. Si estas imágenes irrumpen contra nuestra
voluntad y nosotros las resistimos fielmente con todas nuestras fuerzas, nos será
reputado por martirio espiritual, procurando, claro es, evitar en cuanto sea posible las
ocasiones de tenerlas.
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Otra clase son las vanas imaginaciones. Muchas veces inciden en la conciencia, pero no
van acompañadas de deseos desordenados. No son muy nocivas para quien se contenta
con evitar pecados, pero retrasan mucho el aprovechamiento en la perfección si no se
les resiste con diligencia. El que quiere de verdad aprovechar en la virtud necesita
esforzarse para estar continuamente suspendido en Dios con un amoroso influjo del
espíritu. Los rayos solares necesitan estar pendientes del sol; si no, se extinguen. Si
alguno no hace esto, es señal de corazón vacío y fervor apagado, porque cuando el
corazón está lleno del amor divino no hay cabida para otra cosa. Un clavo no puede
ocupar el espacio que otro está llenando.

En tercer lugar están las imágenes buenas y útiles en sí mismas, pero impiden también
la verdadera contemplación. Por ejemplo, estar ocupado en negocios temporales, de
suyo es licito y meritorio. La preocupación espiritual, como vemos en algunos que son
demasiado escrupulosos, tímidos o algo parecido. Igualmente ocuparse en teologías que
no son útiles ni encienden en el amor de Dios; por ejemplo, los que quieren indagar
curiosamente los misterios divinos de la Santísima Trinidad, de los nueve coros
angélicos o cosas parecidas, que pertenecen solamente a la fe, y ellos se empeñan en
investigar con razonamientos. Creen que eso es divino y se dedican a ello
resueltamente llamándolo vida contemplativa; pero no pasa de mera curiosidad y pasto
para alimentar su voluntad inmortificada. De ahí que no aprovechen en la mortificación
de si mismos ni en el adelantamiento de las virtudes ni en el amor de Dios.

Imágenes necesarias

El hombre debe tan sólo dejarse impresionar por las imágenes de aquellas cosas que le
muevan a dar gracias a Dios, a alabarle, a amarle y a imitarle en cuanto hombre.
Déjese de curiosear inútilmente lo que no le va a mejorar. Ejercítese más en actos de
amor que en meditaciones, como se dirá luego.

Baste esta breve exposición de los impedimentos para la vida contemplativa, teniendo
en cuenta también lo que arriba se dijo, al tratar de las mortificaciones de la vida
activa. Continuemos ahora con las que conviene preparar para alcanzar la vida
contemplativa.

CAPÍTULO XXIX

Preparación a la vida contemplativa espiritual por la unión y reforma del discurso


y del amor

Los dos pies del alma

Necesitamos dos cosas para andar perfectamente por el camino de la vida


contemplativa. Los dos pies espirituales son discurrir y amar. Ambos necesitan
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marchar a la par para internarse por la senda secreta de la contemplación. De otro


modo, el entendimiento sin el afecto amoroso es cojo, no puede avanzar; el afecto sin
el entendimiento es ciego, ignora el camino y lo pierde. Así, pues, es necesario que el
entendimiento muestre el camino a la voluntad y ésta lleve sobre sus alas al
entendimiento.

El afecto

Para preparar el pie del afecto amoroso conviene saber, como dice Hugo de San Víctor
en el libro que comienza Accipe frater carissime, que el afecto es una espontánea y
dulce inclinación del ánimo para algo. Hay que indagar más sutilmente qué amor
debamos rechazar y cuál debamos abrazar, porque nuestro amor oscila según varias
afecciones e inclinaciones.

El afecto natural

Está ante todo el afecto natural. El que sentimos hacia el propio cuerpo, hacia los
parientes y amigos. En la misma forma que es imposible rechazar este afecto resulta
suma virtud no dejarse llevar de él más allá de lo que Dios quiere.

Amor sensual

Este afecto invita a seguir lo suave, lo cómodo, lo alegre, lo placentero. Inclina a los
deseos sensuales. Desea esquivar lo que es contrario a la naturaleza en el tiempo o en
la eternidad, como el Infierno, el juicio, el Purgatorio. Acepta lo que es naturalmente
grato en esta vida y en la otra. En lo referente a Dios, servicios, obras buenas, y
prácticas piadosas, por muy nobles, santas y perfectas que parezcan ser, no buscan a
Dios ante todo, sino a si mismos, como arriba queda dicho. Por eso, en los ejercicios
que provienen claramente de afición natural no hay más mérito que la natural
complacencia. Brota enseguida el afecto sensual, que se vuelve nocivo cuando no se le
hace resistencia.

Afecto oficial

En segundo lugar se origina el amor llamado oficial, que se imprime en el hombre con
muestras de amistad, regalos, obsequios y ayudas. Se justifica este amor como un
deber de gratitud; puede ser nocivo, sin embargo, para aquellos que no tienen
perfecto amor de Dios. Debemos evitar que por causa nuestra se fomenten los vicios o
cosas viciosas. Difiere mucho de este amor la virtud de caridad, porque éste busca en
todas las cosas sus propios intereses, mientras que la caridad en nada pretende el
bien propio, sino el honor y beneplácito de Dios.

Afecto racional
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El cuarto es cierto afecto racional a que nos movemos por la consideración de las
virtudes, obras buenas, honestidad y cosas semejantes que vemos en otros, oímos o
percibimos de cualquier modo. Con tal afecto nos inclinamos suavemente a los santos
mártires, que lucharon con valor y sufrieron mucho, y hacia otros santos por lo que
hemos oído o leído de sus vidas, y generalmente hacia todos los hombres honrados y
virtuosos.

Este amor es más noble que los anteriores, pues supone cierto grado de virtud el
tener amor a las virtudes. Sin embargo, difiere mucho del amor nacido de la caridad,
porque el amor proveniente de la razón se origina y activa con los buenos ejemplos
exteriores. El amor de caridad, en cambio, nace del Espíritu Santo, se inflama hasta el
amor de los pecadores y crece con el ejemplo de los buenos.

Afecto espiritual

El quinto es el afecto espiritual, porque es infundido por el Espíritu Santo. Dispone al


hombre hasta el abandono voluntario de si mismo por amor del Señor, anteponiendo el
honor de Dios a todas las cosas de modo que ni siquiera en esto se busque a sí mismo.

El afecto espiritual, sin embargo, hay veces que brota de nosotros mismos, porque
somos naturalmente inclinados a amar a Dios, o porque el frecuente ejercicio lo ha
hecho connatural. Por tanto, la fuerza de costumbre puede facilitar actos de amor a
Dios, alabarle, darle gracias y unirse a Él en forma muy parecida al amor que proviene
del Espíritu Santo.

Pero hay una prueba, piedra de toque para distinguirlos: el abandono en las manos de
Dios, la mortificación y la adversidad. El verdadero afecto espiritual se resigna
voluntariamente y muestra tan preparado a lo adverso como a lo próspero, con tal que
Dios sea glorificado en ello. Este, pues, en definitiva, es el único pie con que el alma va
a progresar en la vida contemplativa.

CAPÍTULO XXX

Los dos caminos del amor: el humano y el místico

El hombre se compone de alma y cuerpo, cada cual con función diferente en orden a
conocer y participar de Dios, que es la verdad eterna. Se pueden, pues, indicar dos
modos de contemplación por donde, como por doble vía, se llegue al fervor de una
caridad perfecta. Conviene, por tanto, que el espiritual prepare dos pies para recorrer
el camino de la contemplación.

La vida humana tiende a Dios por las criaturas


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Consta el hombre ante todo de substancia y naturaleza corpóreas. Dios le ha puesto


delante todas las cosas que se pueden conocer por los sentidos exteriores. Porque la
naturaleza del hombre no le permite entender más que a través de los sentidos. Estos,
como el entendimiento, están frecuentemente entenebrecidos y el corazón se hace
egoísta. Resultan, pues, incapaces para sentir la bondad divina y la verdad, tal como
son en sí. A través de las criaturas sensibles, en cambio, pueden contemplar la inmensa
majestad, sabiduría, armonía, hermosura, suavidad y amor del creador invisible.

Este es el único modo y camino de llegar a la vida contemplativa, o sea, cuando el


hombre, al contacto de las obras de la creación, considera la grandeza, belleza,
sutileza, orden, nobleza y suavidad de las criaturas y descubre en todas la inmensidad
que Dios les ha conferido. Consiguientemente, se da cuenta del propio egoísmo,
ingratitud y malicia que muestra para con Dios, y cómo Dios, infinito, se ha dignado
tomar naturaleza humana. Nos ha librado con una muerte cruel, desconcertante, con
su preciosa sangre.

Como primera medida hay que ejercitarse en estas verdades al principio de la vida
contemplativa. Después de haberlas practicado por algún tiempo, quedará impresa en
el alma cierta admiración de la inmensidad divina por la consideración de las criaturas.
Más aún, devoción llena de confianza, considerando la dignación que Dios ha tenido con
nosotros, viles pecadores, asumiendo nuestra humanidad. Por último, con
desbordamiento de alegría, llena de amor, considerando que su caridad hacia nosotros
le ha obligado a padecer tal muerte.

Las tres cosas dichas, si procuramos avivar el amor, introducen al hombre exterior en
la interioridad del alma, y desde allí lo levantan adonde gradualmente se instruye más
y más en ellas. El entendimiento precede a las tres y lleva consigo el afecto hacia el
interior, donde el amor se vigoriza tanto que concentra todas las fuerzas, poniéndolas
a su servicio. No le será necesario empezar desde los cimientos cada vez que quiera
ejercitarse. Siempre estarán preparadas las tres cosas dichas como fundamento
sobre el que se coloquen los ejercicios de la vida contemplativa siguiendo la llamada
del Espíritu Santo.

Su primer tarea consistirá en poner el fuego del amor. como quien va a encender un
horno. Dios, operario que tiene el amor por instrumento, asociará inmediatamente su
gracia. Pero el amor adquirido por esta vía no es tan activo, vigoroso e impulsivo que no
permita al entendimiento ir por delante. Aquí precede siempre el entendimiento. Por
eso no progresan tanto en la vida contemplativa o en las virtudes o en la mortificación
a sí mismos, como el amor adquirido por otra vía. Queda así preparado el pie del
afecto para caminar por esta vía, que es la más frecuentada, especialmente por los
más sutiles de ingenio y los más activos.
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CAPÍTULO XXXI

La vida mística. Circunstancias que la favorecen

Consta también el hombre de substancia y naturaleza espiritual, cuyo objeto es todo


aquello que excede el alcance de los sentidos. La razón lo comprende y la fe lo
contempla. Lleva el Señor por esta segunda vía a determinadas personas, en particular
a los de temperamento sosegado y entendimiento tranquilo, o bien sencillos y no muy
capaces, llenos, sin embargo, de un natural y amoroso afecto y alegres de corazón.
Estos, en su conversión a Dios, no se muestran activos por el ejercicio de sus
potencias intelectuales, pero se sienten más inclinados y dispuestos a ejercitarse en el
deseo del bien. En él se inflaman al instante, con un ardiente amor de Dios. Apenas el
hombre conoce este camino puede ejercitarse en él y recorrerlo.

Operación de la gracia

La gracia actúa comúnmente según la disposición de la naturaleza, en el plan de llevarla


hasta la perfección. Puede, además, la gracia de Dios operar conforme a la disposición
que han logrado nuestros actos. El Señor da gracia a cada uno, según que se prepare y
muestre idóneo para recibirla y usarla.

Vía fácil y nobilísima

Esta vía es divina y oculta a toda humana sabiduría. Dios la enseña inmediatamente a
los pequeños, humildes y verdaderos amadores; como dijo Nuestro Señor: «Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios
y prudentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

Esta vía es mucho más útil y noble, porque Dios es el Maestro de toda perfección, de
suerte que si El llama a un hombre rudo o una viejecita cualquiera, y sigue por este
camino, en breve tiempo podrá recibir conocimiento experimental de Dios, de las
verdaderas virtudes y de todas las cosas pertinentes a la salvación eterna. Mejor que
los doctores del mundo entero pudieran conseguirlo con su sabiduría natural o ciencia
adquirida.

Esta vía es más breve para alcanzar la perfección y se adquiere con mayor facilidad,
pues no requiere gran ingenio y sutileza del entendimiento. Todo este negocio tiene
lugar en la voluntad y no en el entendimiento. El amor está tan encendido y las
potencias del alma tan saturadas de espiritual riqueza, que brota un puro y simple
conocimiento con ilustración de claridad divina. Su inteligencia se eleva sobre el
conocimiento natural como el sol excede a la luna en claridad. David nos exhorta a
entrar por este camino, cuando dice: «Gustad y ved qué bueno es Yahvé; dichoso el
hombre que se cobija en El» (Sal 33,9).
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Instrumento de contemplación

Queda ya dicho en los comienzos la semejanza del arco en construcción. Cuando


alguien ha levantado el arco equivale a decir: adquirió un amor divino diligente e
impulsivo, regalado por gracia de Dios. Entonces tendrá un medio espiritual con que
operar en la vía de la contemplación, que se llama amor y gracia operante. Actúa mucho
y apremia al hombre a realizar todas las cosas que parecen ser del agrado de Dios. Se
llama también gracia o amor sensible, porque es muy delicioso al sentido. Es, pues,
verdadero instrumento de progreso espiritual en ambos caminos, para aquellos que lo
deben usar convenientemente. ¡Ay de aquellos que abusan! Nadie, pues, debe presumir
o engreírse de haberlo adquirido.

Podría conseguirse también mediante los ejercicios que provienen de la naturaleza


pura y el poseedor quedaría en estado de condenación. Se debe atender con diligencia
a las obras realizadas con este medio. Si se hallare a si mismo estudioso y solicito para
la mortificación y el santo abandono de la voluntad en el beneplácito divino, según que
arriba dije, es señal de que dicho instrumento obedece a la gracia de Dios. Por el
contrario, aun suponiendo que siete veces al día fuera arrebatado en espíritu,
permanece en el dominio estrictamente natural y abusa de la gracia de Dios para su
condenación, si no cuida mucho de progresar en la mortificación y abnegación de sí
mismo, y en el crecimiento de las virtudes. Cuánto más si lo hace para entregarse al
descanso en la sabrosa y sensible dulzura. Es más diligente para satisfacer su gula
espiritual que para seguir el beneplácito de Dios. El instrumento que empuja y apremia
se llama gracia y amor. Usamos de él en ambos caminos; en el primero precede el
entendimiento, buscando materia de amor que ofrecer a la voluntad, como la abeja que
vuela sobre las flores para libar miel. Sigue la voluntad gustando el alimento que el
entendimiento la presenta.

En la segunda, el afecto va delante, mientras que el entendimiento sigue de lejos. El


afecto no se para a meditar en la vida eterna, los ángeles, ni aun en el mismo Dios, por
muy nobles que sean tales pensamientos; por ejemplo, su inmensa grandeza, majestad,
bondad, clemencia, misericordia, amabilidad y cosas semejantes. Lo hace mejor en
simplicidad de afecto, por ejemplo, con aspiraciones, que son deseos estimulantes,
apremiantes, deseos de unirse a Dios. Podremos sentir la nobleza de esta aspiración
en el hombre perfecto, pero es indescriptible. Procuraré ahora declarar como mejor
pueda la manera de aplicarse a progresar en esta vía y llegar a la vida contemplativa.

CAPÍTULO XXXII

Las aspiraciones y jaculatorias


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Para progresar, pues, por este camino es necesario que el hombre se ejercite en dos
cosas: las aspiraciones y el amor unitivo. Lo uno es cuerpo de esta contemplación y lo
otro es propio del espíritu. Lo primero activa las potencias inferiores del alma y lo
segundo las superiores. Si alguno llegare a iniciarse en la contemplación y quiere
proseguir esta vía que Dionisio llama divina y mística, debe desistir de sus
meditaciones y ejercitarse sólo en afectos. Para ello deberá tener en la memoria
numerosas y breves oracioncitas, que levanten esta aspiración. San Agustín las llama
jaculatorias, porque son saetas de, amor que lanzamos al corazón de Nuestro Señor;
como El mismo dice en el Cantar de los Cantares: «Me robaste el corazón, hermana
mía; esposa, me robaste el corazón» (4,9).

Debe llevar estas oracioncitas en el corazón y también decirlas a Dios con los labios,
como si estuviese presente, siempre que le sea posible: andando, estando en pie,
sentado, tumbado, comiendo, etc. Con fórmulas ya aprendidas o que las haga brotar
espontáneamente del corazón.

Algunas fórmulas

Sirvan de ejemplo las que van a continuación: Oh Señor, ¿cuándo te amaré


perfectamente? Oh Señor, ¿cuándo te abrazaré personalmente con los brazos de mi
alma?

Oh Señor, ¿cuándo despreciaré todo el mundo y a mí mismo por tu amor? Oh Señor,


¿cuándo mi alma se sumergirá y absorberá total y perfectamente en ti? Oh Señor,
deseo poseerte totalmente y me ofrezco a ti por completo e identificado contigo
quiero siempre descansar en ti inseparablemente.

Por el estilo, podrán formarse infinitamente, como la gracia de Dios enseñará con su
operación interna, o deben pensarse con impetuoso y ardiente deseo, para poderse
identificar con Dios, derretidos por la llama del amor. Con estas aspiraciones
amorosas, el afecto siempre se inflama más al amar y el espíritu se prepara para
levantarse a la contemplación. Cuando el espíritu del hombre, por frecuentes
repeticiones, haya confirmado los ejercicios aspirativos en el amor de unión con Dios,
el afecto del hombre será tan impetuoso, ardiente y veloz como el rayo. Cuantas veces
se convierte a Dios, sin pensamiento previo, en un momento, se dirige el espíritu al
amor profundo de Dios, con inefables impulsos y deseos de poseer a Dios sólo. Nada le
importa fuera de El.

Esto lo podrá hacer centenares y aun millares de veces al día, si quisiere, si su


naturaleza lo resiste. Es necesario que este ejercicio se practique con gran discreción,
no sea que el hombre destruya su naturaleza, como luego se dirá. Este ejercicio es tan
impetuoso en la mayor parte, cuando decididamente se convierten a Dios, que les
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parece desvanecerse con el alma y el cuerpo o que el corazón va a romperse con gran
violencia. Por eso, en un momento, todas las fuerzas del alma se concentran y derriten
en fervor. Así caen en Dios.

De este modo, el instrumento de la vida contemplativa en esta vía resulta mucho más
agudo y apto para la operación, o sea, en la consurrección con Dios, en el progreso de
la virtud, en la mortificación de si mismo y en todo lo que se refiere a la vida de
perfección

CAPÍTULO XXXIII

El amor unitivo transforma el alma pura en Dios

Tratemos ahora del amor unitivo, para tener al menos una pequeña noticia e
información de esto. Dionisio, hablando del amor, dice en el libro De divinis nominibus:
«Uno es el amor increado, que es el mismo Dios. De Él procede todo amor creado».
Cuando decimos la palabra amor, sea divino, angélico, intelectual, animal o natural,
designamos cierta virtud unitiva, que tiende a hacer una sola cosa del amante y el
amado. Pero no es posible que dos cosas se identifiquen plenamente bajo todos los
aspectos, sin que una desaparezca, se anonade.

De ahí que, como dice el filósofo Aristófanes y también Aristóteles, el amor busca la
unión más próxima y adecuada que el amante puede tener con el amado. Desconocemos
la unión que vamos a tener con Dios en la gloria y que por largueza divina algunos, a
veces, experimentan en este mundo. Por eso es mi propósito rozar estos temas en que
el alma enamorada puede fijar la mirada del pensamiento para ejercitarse en el amor
unitivo. El alma no puede ver ni imaginar a Dios, su Amado, porque Dios es espíritu, y
quien realmente quiere unirse a El debe acercarse en «espíritu y en verdad» (Jn 4,23;
1 Cor 6,17).

Semejanza de la Unión con Dios por amor

Ciertos símiles pueden ilustrar este camino al hombre. Sin embargo, son tan
diferentes de la unión real con Dios, como es larga la distancia que media entre el
Creador y la criatura.

Pongamos como primera comparación el árbol al que se le injerta un esqueje. La savia


convierte el renuevo en una sola cosa con el tronco. De igual modo el alma por la
alimentación de la gracia y amor se hace un solo espíritu con Dios. En la vida presente
experimentamos esta unión como la sentiremos en la gloria. A algunos les es dado
pregustaría en el mundo presente. Cristo nos la prometió diciendo: «Yo soy la vid,
vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto»
(Jn 15,5).
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Segundo ejemplo es el vino en que se vierte una gota de agua. Esta se transforma,
pierde la propia naturaleza y asume la del vino en color, olor, sabor y en todas sus
propiedades. Así el alma en la inmensidad de Dios, como la gota de agua en la grandeza
del mar. Conserva el alma su esencia, pero todas sus potencias están divinizadas,
sumergidas en Dios. Como la estrella, que, por sí misma, es un cuerpo oscuro, pero la
luz solar la transforma en claridad. Entonces nuestra alma vendrá a ser como la
materia en el cuerpo, cuya forma es Dios, su alma y vida; como ahora el alma es forma
y vida del cuerpo.

Esta unión es tan feliz y noble que si alguno la conociera bien por experiencia y luego,
pasado algún tiempo, concentrase en ella su atención, su alma no podría evitar el rapto.

Fray Gil

Fray Gil, el tercer discípulo de San Francisco, llegó una vez a unirse con el Espíritu de
Dios, a quien vio en su esencia. Desde entonces, por cualquier motivo caía en éxtasis.
Le bastaba oír «gloria del cielo» yendo por un camino, y al punto quedaba arrobado,
porque se le concentraba su pensamiento en el ápice de la conciencia, donde el alma
había quedado transformada en Dios.

En la misa, está significada esta unión por la gotita de agua que se mezcla al vino para
ser consagrada.

En tercer lugar valgámonos de la comparación del hierro puesto al fuego. La intensidad


del calor lo vuelve incandescente y, al extraerlo, fuego y hierro son iguales, pues se ve
tanto hierro como fuego. El hierro permanece substancialmente idéntico, pero ha
cambiado de color y de naturaleza, porque de suyo es fría aunque ahora caliente, y así
lo demás. El alma transformada en Dios se hace también con él una altura, una
profundidad, una longitud, una anchura y pierde toda su actividad propia. Sus
potencias son movidas por Dios, que es su vida. Respecto de Dios el alma queda como el
cuerpo respecto a ella: permanece en si mismo, pero toda su vida, movimiento y
operación le vienen del alma.

Vaya en cuarto lugar una comparación más sutil: la de los espejos. Si ponemos dos, uno
frente al otro, el uno recibe plenamente la imagen del otro, con la propia impresa ya en
el otro. Asimismo sucede en estos espejos intelectuales de la eternidad de Dios y de
la mente humana; porque cuando se cumple aquello del libro del Cantar de los Cantares
«Yo soy para mi Amado y hacia mi tiende su deseo» (7,11), equivale a poner dos
espejos intelectuales uno frente al otro. Por tanto, cuando Dios quiera esclarecer a un
alma con el lumen gloriae, el alma recibe en sí perfectamente la imagen y claridad, el
conocimiento y fruición de Dios, mucho más perfecto que los espejos materiales.
Aquéllos permanecen siempre esencialmente separados entre si, pero el alma, en el
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mismo instante de recibir la gloriosa imagen del espejo eterno en su claridad inmensa,
queda unida al mismo incomprensible, glorioso, claro y divino espejo. Absorta en él,
dilatada y perdida, como se confunde y desaparece la gota de agua que cae en la
vinajera del vino o la chispa que vuela en un fuego colosal.

Las comparaciones aducidas resultan impropias para explicar lo que pasa en el alma
privilegiada, como el grano de mostaza apenas guarda proporción con la magnitud del
más alto cielo. Pueden, no obstante, contribuir a que el hombre se forme cierta idea y
desee unirse con Dios, principalmente en el ejercicio del amor, cuya naturaleza es
desear hacer de dos cosas diferentes una sola. Es el llamado ejercicio de amor unitivo,
necesario para recorrer este camino

CAPÍTULO XXXIV

Beneficios del amor de unión

Podría alguno preguntar: ¿Hay mayor ventaja en este amor unitivo que en el otro
práctico, más común? Admitamos que también el amor unitivo podría originarse de la
naturaleza y ejercicios del hombre por sus propias fuerzas, sin gracia alguna, fuera
del estado de salvación, lo mismo que el amor sensible y práctico. En si mismo es
solamente acepto a Dios en igual medida que lo es el amor esencial de que hablaremos
después, o las otras virtudes adquiridas, no más.

Fuerza del amor unitivo

Su impulso es más vigoroso y es don más útil a la vida proficiente que cualquier ayuda
del amor sensible o práctico; porque es tan fervoroso que, mediante la conversión a
Dios, ahuyenta todas las tentaciones. Las moscas no se atreven a acercarse a la olla
mientras hierve, vuelan por encima hasta que se enfría. Los tibios son muy atacados
por la tentación. No así los fervorosos, a no ser cuando les sucede por especial
permisión del Señor, que prueba a los que ama con predilección y los prepara para una
corona mayor. El otro amor, el que no es tan ardiente y fervoroso, no consigue triunfar
de la tentación.

Además, este amor es tan veloz, que en un momento penetra y ahuyenta toda
multiplicidad y distracción del corazón, cuando se convierte a Dios. Otro cualquier
amor necesita actuar mucho en tiempo e intensidad antes de conseguirlo.

En tercer lugar, es tan impetuoso y estimulante, que impulsa enérgicamente al hombre


a un total abandono y mortificación de si mismo. El amor práctico halla repugnancia
para mortificarse; éste lo consigue enseguida y gozosamente. De igual modo en el
progreso de algunas virtudes: puede aprovechar más en una semana que otro en un año.
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En cuarto lugar, anda deseoso del Amado, que siempre une al hombre con él sin medio
alguno. Por eso recibe muchas más noticias secretas e iluminaciones y mayor intimidad
divina. Otro amor no es capaz de merecerlo. Con pasos maravillosos guía nuestro
espíritu a la contemplación. Tiene más profundidad en el amor y en la devoción es más
constante. Eleva el alma por encima de toda multiplicidad y preocupación, sobre toda
distracción e inquietud, y sobre toda pasión natural de amor desordenado, odio,
esperanza yana, temor, yana alegría y tristeza.

Igualmente sobre toda prosperidad y adversidad, honor y confusión y cualquier cosa


que pudiere suceder. No le turba el desorden; la voluntad está totalmente unida e
identificada con el beneplácito de Dios, lo cual no impide que pueda sentir cierta
indisposición en el hombre inferior por algunos momentos.

En conclusión: el amor une e identifica al hombre con Dios, con mucha rapidez,
facilidad y perfección, cuando se practica debidamente. Alegra a Dios y a sus santos,
como está escrito en el Salterio: «¡Un río! Sus brazos recrean la ciudad de Dios,
santificando las moradas del Altísimo» (Sal 45,5). Por río se entiende el amor y su
corriente la gracia del Señor.

CAPÍTULO XXXV

El otro pie de la contemplación. Pensamientos que ocupan la memoria

Prosigamos ahora con la preparación del otro camino, el otro pie de la contemplación,
que es el entendimiento. Se habrá concluido cuando las tres potencias superiores,
llamadas potencias intelectuales o espíritu del hombre, estén bien adornadas. Ellas son
las que merecen que el alma reciba el nombre de espíritu.

Preparación de la memoria

Primeramente es necesario que la memoria se prepare rechazando cualquier


pensamiento que pueda rebajar al hombre a nivel de las facultades inferiores:
concupiscible, irascible y conocimiento sensitivo. Lo que equivale a decir: no dé cabida
a ningún pensamiento que pueda inducir al amor desordenado de cualquier cosa fuera
de Dios, por más que parezca en sí noble, santa, útil.

El desorden del corazón lo hace inútil y aun nocivo. Igualmente debe liberarse de los
pensamientos que pueden arrastrar a la ira, envidia, amargura, murmuración,
detracción o cosas semejantes, que envenenan la dulzura del espíritu. Líbrese
asimismo de pensamientos en que la razón se ocupa demasiado con cosas exteriores,
aunque de suyo nada tengan de malo.
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Conserve, pues, la memoria libre y ociosa de toda impresión de imágenes y


pensamientos que alteren de cualquier modo la amorosa comunicación con Dios.
Conservará, pues, todas las potencias de su alma perfectamente recogidas para la
unión con Dios.

Elevación del corazón

Para conseguirlo no hay mejor medio que acostumbrarse a levantar el corazón a Dios
frecuentemente con fervoroso torrencial de amor y breves oracioncitas encendidas,
como queda dicho en el capitulo XXXII.

La vela recién apagada, mientras está humeante, se enciende al punto si la ponemos


debajo de otra que está ardiendo, aunque sea a cierta distancia, con tal que el humo
alcance la llama de la vela encendida. Baja la llama y enciende la mecha apagada. Así
ocurre al alma que se levanta con ímpetu amoroso hacia el Señor. Tan pronto como se
eleva hacia El desciende la llama del amor divino, que cautiva el alma y une a Dios con
amorosas aspiraciones. El corazón queda entonces tan libre que ninguna imagen puede
adherírsele, como luego se dirá más ampliamente.

CAPÍTULO XXXVI

Purificación del entendimiento

En segundo lugar, conviene que se disponga y ordene para actuar bajo el influjo de la
claridad divina. Para esta preparación no basta la pureza adquirida con lágrimas y
gemidos, que lavan y purifican, como dice David: «Baño mi lecho cada noche, inundo de
lágrimas mi cama» (Sal 6,7). Para ver a Dios es necesario lavar previamente el corazón
con lágrimas de arrepentimiento; de otro modo no podría convenientemente recibir la
luz de la claridad divina, como el espejo no refleja bien el rostro humano cuando está
empañado por el aliento.

Hace falta más: que la persona misma sea pura, su contemplación no admita ninguna
curiosidad, presunción de novedades, o se oculte también vanidad o infructuosidad,
como ocurre cuando nos ejercitamos en la vida contemplativa solamente con el
entendimiento: nos mueve principalmente la curiosidad intelectual. Otra cosa es
cuando la misma contemplación intelectual se orienta al amor. Por ejemplo, amor a
Dios, la propia enmienda, y principalmente de la mortificación de si mismo.

Preparación del entendimiento

Además, para que el entendimiento se prepare debidamente y se ponga a tono es


necesario que, al recibir la primera irradiación de la gracia divina, claridad o verdad, el
propio entendimiento se convierta hacia si mismo. Vea entonces si se halla preparado
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para recibir aquella noble operación hecha por Dios en el interior. De esto dice San
Bernardo en Super Cantica, sermón 85: «Cuando la verdad brilla en la mente y la
mente se ve en la verdad, en nada tenga la conciencia que avergonzarse de la verdad.
Este es el decoro que sobre todos los bienes del alma recrea las miradas divinas».

Pero esto no es suficiente. El entendimiento necesita encontrar dos cosas en el


hombre, si desea tener libre y desembarazado acceso a Dios por la contemplación.

Dos cosas necesarias para la pureza del entendimiento

Lo primero es que no haya pecados notables en la conciencia. Estarán ya borrados


mediante la contrición, confesión y penitencia.

Lo segundo, tenga capacidad para afrontar, en el tiempo o en la eternidad, cualquier


dificultad grave, penosa y contraria a la naturaleza. Por tanto, se halla siempre listo
para aguantar confusión, persecución, injuria, pérdida de bienes temporales o amigos,
enfermedad o sufrimiento y todo lo imaginable en el tiempo o la eternidad. El alma
necesita abandonarse al beneplácito de Dios, aceptando con plena docilidad aunque
fueran las mismas penas del Infierno.

La entrega total crea libre acceso a Dios y da libertad para pedir cuanto Dios puede
dar, incluso a Dios mismo. De otro modo, ¿cómo podría un hombre pedir
razonablemente todo lo que Dios es y puede dar, si antes no ofrece al Señor con
amplio corazón y amoroso afecto todo lo que él mismo es y puede dar, hacer y sufrir?
Ante todo, el hombre se ha convertido propiamente en Dios, haciéndose idóneo para
recibir abundancia de gracias divinas. Esto debe siempre preceder en la conversión a
Dios.

Disposición de la voluntad

En este segundo punto se contiene también la preparación de la voluntad. Debe


transformarse tan perfectamente en la de Dios que no guarde nada para si misma. El
hombre libre ha de conseguir pleno dominio para que las potencias inferiores no lo
dominen ni impidan ofrecerse puramente en el puro amor de Dios. En la medida que se
haya dispuesto conforme a estos tres puntos recibirá los multiformes dones e
ilustraciones de Dios.

Cuando las facultades intelectuales se hallan así preparadas, el segundo pie, es decir,
el entendimiento, está listo para correr por las vías ocultas de la contemplación
espiritual. Cumplido lo que hemos dicho, estará a punto para alcanzar la visión
espiritual.
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El entendimiento tiene por objeto el rayo de la claridad divina; a él se dirige el alma


cuando guía el pie del entendimiento. Paralelamente a lo que ocurre con la voluntad,
que tiene por objeto el amor unitivo adonde se encamina el pie del afecto

CAPÍTULO XXXVII

Tres grados del conocimiento divino

De mil modos diferentes puede el Señor comunicar al hombre sus luces, para que lo
conozca sobrenaturalmente. El Espíritu Santo no está sujeto a fórmulas fijas.

Tres maneras de recibir la claridad del sol

Se indican tres grados, a semejanza de la luz solar que ilumina nuestros ojos. La vemos
comúnmente reflejada en los objetos: un leño, una piedra, la tierra, iluminados por el
sol. Otra manera de verla es mirando los rayos solares. Finalmente, se podrá observar
en la substancia o esencia del sol. De modo semejante los hombres reciben irradiación
de la claridad divina en tres grados diferentes.

«Lumen intellectuale»

Para no equivocarnos, tengamos en cuenta que siempre, bajo el nombre de fulgor y luz
o de claridad divina, se ha de entender la luz intelectual que nos permite el
conocimiento oculto de las cosas divinas y espirituales. No una claridad cualquiera
comparable a lo que vemos por los sentidos.

Primeramente, pues, la eterna claridad del sol puede recibirse en los objetos. Las
Escrituras Sagradas, por ejemplo. Más allá de la letra, el don de entendimiento nos
descubre un conocimiento sublime, celestial y divino. Halla sentidos tan profundos que
superan los conocimientos de los doctores, porque son inefables aquellas cosas con que
la mente se ilumina. El entendimiento así enriquecido hace que el alma reciba tantos,
tan variados, ocultos y profundos sentidos en las Escrituras como palabras hay en el
Antiguo y Nuevo Testamento. Todos ellos concurren al crecimiento del amor.

El Hermano Rogelio

El espíritu se eleva muy alto, según dijo de sí mismo el Hermano Rogelio, franciscano.
Sé de un hombre que cientos de veces en unos maitines y quizá en cada verso fue
arrebatado a lo alto, a la profunda intelección de los secretos divinos, a pesar de que
él mismo se resistía con todas sus fuerzas. Hay que hacerse más violencia para
esquivar el secreto abrazo de Dios que para recorrer el camino de la virtud.
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Con esto algunas veces Dios le abre tan copiosamente el seno de la divina bondad y
gracia, que lo conocería todo con certeza si fijase bien el ojo de su entendimiento. Tan
profundamente se sumergiría en el abismo de la divinidad con su espíritu, que de allí no
saldría nunca vivo. Hasta aquí son palabras de Rogelio.

En segundo lugar, puede recibirse en su rayo, cuando el espíritu del hombre contempla,
suspenso, las cosas eternas. El alma se eleva de tal modo que más bien la lleva el
Espíritu Santo. Queda elevada sobre sus propias facultades y recibe admirable
claridad sobre el misterio trinitario: eterna generación del Hijo, admirables
operaciones del Espíritu y cosas semejantes. Refiriéndose a esto, dice Dionisio a Tito:
«Vuélvete a mirar al rayo divino». Como si dijese: no busques a otro doctor ni otro
ejemplar. Enciérrale en ti, penetra en tu interior y elevando todas tus potencias
vuélvete hacia la luz divina, donde puedes ser enseñado y nutrido espiritualmente por
Dios, sin otros medios.

Mediante esta continua introversión en Dios, su conocimiento y nutrición espiritual, el


hombre conversa más en el cielo que en la tierra; queda suspendido en Dios, como el
rayo de luz pende del sol. Con estos rayos de espíritu el alma se alimenta
espiritualmente, se nutre y es atraída constantemente hacia Dios.

Santa Clara

La perseverancia y continuo ejercicio pueden habituarle a esto hasta el punto de que


luego le cuesta trabajo y tedio y cruz descender a ocuparse de las cosas ordinarias,
como leemos de una religiosa llamada Clara. Tenía puesto en Dios su pensamiento y
corazón. Con todas sus fuerzas volaba hacia El continuamente. Su alma permanecía
siempre suspensa en Dios. Cierta persona devota supo por revelación que unos rayos
divinos descendían hacia ella sin interrupción y así se alimentaba. La comunicación
divina atraía todas sus fuerzas a lo alto, hasta su Dios, hasta perder el uso de sus
fuerzas naturales. Ocurrió una vez en el día de Epifanía que Santa Clara fue
arrebatada por la fuerza divina y quedó en éxtasis durante treinta días. Se olvidó de
todas las cosas profanas; ni recuerdo alguno de lo que ocurría a su alrededor. Ni comía
ni bebía; el cuerpo quedó insensible. Cuando volvía en sí, aquellos treinta días le
parecían haber sido sólo tres. Cuatro meses después tuvo que ocuparse de asuntos
terrenos por ser abadesa de un monasterio. No fue capaz de apear su espíritu a
pensar en las cosas temporales. Creía que siempre iba a permanecer así, hasta que su
corazón se sintió obligado a preocuparse con diligencia de los cuidados ordinarios.

En tercer lugar se puede alcanzar esta claridad llegándose hasta su origen, que es
Dios, como se dirá más adelante.

Con esto se da por concluida la preparación de la vida contemplativa.


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TRATADO SEGUNDO:

ORNATO DE LA VIDA CONTEMPLATIVA

CAPÍTULO XXXVIII

Los siete dones del Espíritu Santo, ornato de la vida contemplativa

La inmensa liberalidad de Dios, después que el hombre se hubiera fielmente


preparado, se desborda sin medida. Más que con gracia y amor sensible, Dios quiere
adornarle con las virtudes morales y sublimarle con los dones del Espíritu Santo. Ellos
son el mejor ornato del hombre; lo que le hace plenamente grato a Dios. Entonces
ordinariamente tiene lugar el desposorio espiritual por el que el alma se une
inmediatamente con Dios. Viene el Espíritu Santo con las tres virtudes teologales y,
como fuente de siete arroyos, inunda las facultades del alma con sus dones.

Santo Tomás dice que los dones perfeccionan las potencias del alma ennobleciéndolas
para seguir prontamente al Espíritu Santo, que podrá actuar en ellas sin la menor
resistencia; antes bien se compenetran perfectamente con el divino Espíritu tanto en
la prosperidad como en lo adverso.

Temor filial

El primero es el temor filial, que imprime en el corazón una paternal y amorosa


reverencia hacia Dios. Crea en la voluntad gozo y deseo de someterse por completo a
la voluntad divina. Infunde asimismo un noble pudor ante El. El corazón se humilla y
mueve al desprecio y a la insatisfacción de sí mismo, cada vez que advierte en sí algo
que puede disgustar al Señor.

Queda superado el temor servil del Infierno, Purgatorio, juicio, muerte, etc. Lo mismo
el temor temporal, sufrimientos, humillaciones, pérdida de bienes materiales,
persecución de los hombres y cosas por el estilo. Se abandona al beneplácito de Dios.
Favorece el temor del Señor, es decir, de ofenderle, entibiarse en su amor, perder su
intimidad, etcétera.

En cambio, transforma en amor el sufrimiento. La congoja del corazón que proviene de


las penas se cambia en dulzura, como dice David: «¡Qué grande es tu bondad, Yahvé!
Tú la reservas para los que te temen» (Sal 31,20). El don de temor ciega el ojo
izquierdo. Quiere decir que mortifica con ejercicios y obras virtuosas cualquier
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intención aviesa, latente quizá, en las virtudes morales. Existen frecuentemente en los
hombres que no buscan al Señor de todo corazón. Dirige la intención a Dios sólo,
porque el origen de las obras viene de Dios, del Espíritu Santo.

De este modo los dones ordenan, ennoblecen, enaltecen las virtudes morales por la
intención amorosa que encaminan hacia Dios. Hacen que el hombre trabaje
voluntariamente con anhelo de hacer el bien y evitar el mal. Dispone al hombre para
someterse a toda criatura en el sentimiento y voluntad, aceptando gustosamente el
ser tenido por el más despreciable del mundo, y deseando asimismo que otros le
tengan por tal, se alegra en todo su desprecio. A éstos el Evangelio llama «pobres de
espíritu» (Mt 5,3), esto es: humildes de corazón.

Piedad

Se llama piedad el segundo don del Espíritu Santo. Es un santo derretirse el alma.
Crea cierta prontitud para servir a Dios y un afectuoso impulso para auxiliar y
obsequiar a todos los hombres, proveniente de la copiosa avenida del amor divino. La
misericordia es una virtud moral; su ejercicio está dirigido por una intención natural y
humana. En cambio, con el don de piedad, la práctica de las obras de misericordia
queda exclusivamente deificada, porque Dios es su fin en todas las cosas.

- Efectos de la piedad

La piedad se ejercita de tres modos: primero, en honrar, agradecer y alabar a Dios


con gran amor y deseo. También en mortificarse a sí mismo conforme al beneplácito
divino, y en hacer, en cuanto esté de nuestra parte, que todos los hombres rindan
culto a Dios.

San Bernardo, sobre aquello de San Pablo, «ejercítate en la piedad» (1 Tim 4,7), dice
en la Epistola ad fratres de Monte Dei, de la Orden de los Cartujos: «Tal piedad es
constante memoria de Dios, continua actividad en la intención e infatigable movimiento
en el amor. Que ningún día ni hora hallen al siervo de Dios en otra ocupación fuera de
este ejercicio, o en el afán de aprovechar, o en la dulzura de experimentar y el gozo
de disfrutar».

- Contra los tibios

Se oponen a este don los que viven en tibieza espiritual, que reciben mucha gracia
sensible y hallan su voluntad dispuesta para todo bien. Pero son muy ingratos a tanto
regalo, pierden mucho tiempo ociosamente sin necesidad cuando en realidad no están
obligados a ocuparse en cosas exteriores y tienen tan grandes facilidades de
disfrutar de Dios ininterrumpidamente. ¡Oh, cuán estrecha cuenta van a tener que dar
de esto por la ingratitud a los dones de Dios! Parece que su devoción les viene más de
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la naturaleza que de Dios, cuando por tan fútil motivo o sin motivo alguno, tan ociosa y
vanamente dejan pasar el tiempo. Si el amor que éstos tienen procediese de Dios, se
sentirían atraídos hacia El, porque el amor atrae siempre hacia su origen. No estarán
nunca ociosos.

En segundo lugar, la piedad vendría a ser tutela de la santidad, como Salomón dice en
los Proverbios: «Por encima de todo cuidado guarda tu corazón, porque de él brotan
las fuentes de la vida» (4,23). Eso lo necesita principalmente el hombre que quiere
progresar en la vida contemplativa, porque no podrá aficionarse piadosamente si no
ama la santidad. Por eso, cuando Jesús invita al alma contemplativa a ocuparse en las
obras de misericordia para socorrer a los demás, ella responde en el Cantar de los
Cantares: «Me he quitado mi túnica». Esto es, las ocupaciones exteriores. «¿Cómo
ponérmela de nuevo? He lavado mis pies». Es decir, las potencias del entendimiento y
voluntad. «¿Cómo volverlos a manchar?» (Cant 5,3). Manchas son las imágenes de las
criaturas, porque cuando el hombre sale fuera de si, le resulta imposible verse
totalmente limpio de tocar alguna vez la tierra de los sentidos, padeciendo algún
desorden en la sensualidad.

En tercer lugar, el don de piedad produce abundancia de compasión fraterna para con
todos los hombres, sin acepción de personas, con auxilios espirituales o corporales,
porque guía al hombre con amorosa compasión, que compunge el corazón y le hace
compasivo para cualquier necesidad humana. Se crea en, él una inclinación amorosa
hacia todos, como un torrente de amor a todas las criaturas por causa de su Creador.
El que lo posee se vuelve benévolo, obsequioso, dispuesto a servir en todo
discretamente.

Ciencia

El don de ciencia es el tercero. Conocimiento de lo que se ha de creer, hacer u omitir,


de suerte que el hombre no salga del camino justo. Esta ciencia consiste en cierta
noticia infundida en la mente con la cual se pueden practicar perfectamente las
virtudes morales, dando verdadero conocimiento y discernimiento de todas ellas.

- Efectos de la ciencia

Este don ilustra y ordena la razón del hombre en el uso de las criaturas, mientras que
el don de entendimiento ilustra y dirige al hombre interior en orden a las cosas
celestiales. Así, pues, el que quiera sacar mucho provecho del don de ciencia necesita
proceder con diligencia a la mortificación de pecados e imperfecciones y vivir
perfectamente en la virtud; particularmente las virtudes intelectuales. Hará diligente
examen a fin de poseerlas y lo pedirá a Dios, porque este don nos estimula a ello.
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Los tres dones que preceden orientan principalmente a la vida activa. Los siguientes, a
la vida contemplativa.

Fortaleza

El cuarto don es el de fortaleza. Fuerza y vigor para continuar la práctica de las


buenas obras. Los tres dones precedentes adornan al hombre para la perfección de la
vida activa; el de la fortaleza empieza a adornarlo para la vida contemplativa. Hay que
distinguir doble fortaleza espiritual.

- Fortaleza simple

La simple fortaleza, que hace al hombre capaz y poderoso para vencer todas estas
cosas inferiores, le es dada principalmente para tres cosas. Ante todo, para
perfeccionar las obras propiamente varoniles, con las cuales supere los pecados y
tentaciones, desprecie lo que carece de valor y conserve el ornato de las virtudes.
Segundo, para luchar fuertemente contra las tentaciones del diablo, mundo y carne.
Tercero, para soportar toda tribulación, aflicción y adversidad con la verdadera
paciencia a que se refiere Casiodoro cuando dice en Super Psalterium: «La paciencia
supera las adversidades, no peleando, sino sufriendo; no murmurando, sino dando
gracias». Ella es la que lava toda inmundicia del placer, la que devuelve limpia las almas
a Dios y entonces el hombre todo, exterior e interiormente, se inunda de cierto sabor
melifluo. Porque, como dice David: «Estaré a su lado en la desgracia» (Sal 91,16), el
hombre en aquellos momentos está en la presencia de la Trinidad Santísima, de la cual
recibe sabor de interna suavidad y consolación. Atraído por él, desprecia todo lo que
es del mundo, y libre de todo desorden de aficiones y ocupaciones y fuera de la
ebriedad espiritual no siente ningún sufrimiento, tribulación o adversidad.

- Fortaleza doble

Llaman fortaleza doble a la que hace al hombre ponerse por encima de toda
consolación espiritual, gracia sensible, y todos los dones de Dios, por grandes, nobles y
múltiples que fueren. No consiente descansar en ninguna consolación espiritual,
dulzura, revelación, o en cualquier otro don. Se esfuerza en sobrepasar todo, de
suerte que sea capaz de encontrar siempre a aquel a quien ama sobre todas las cosas.

Consejo

El quinto es el don de consejo. Consiste en una deliberada, cierta y segura elección de


las cosas que más agradan a Dios. Esto es propiamente el don de consejo. Con él somos
instruidos para discernir rectamente, conforme al dictamen de la razón, lo que es útil,
decente y licito. Luego nos hace idóneos para elegir lo mejor y llevarlo a la práctica
perfectamente.
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- Efectos del don de consejo

Se nos da también este don para aconsejar a otros en las cosas de espíritu. Se
distingue del de ciencia en que nos forma el juicio conforme a las reglas de la Ley
eterna, inscritas en nuestros corazones. Este don nos enseña a encontrar la buena
solución conforme a la voluntad de Dios para hacer u omitir las cosas que son difíciles,
arduas y perfectas, sobre las cuales no haya ley escrita, porque hay cosas que no
todos han de hacer uniformemente. Aprendemos también con este don a evitar la
dispersión de los sentidos y nos lleva a trascendernos en la unidad del espíritu. Crea
en el alma cierta semejanza y anticipo gozoso de la supraesencial unidad por amor
fruitivo con Dios.

Gran propósito pretender la unión con Dios fomentando en nuestro corazón amor a El.
Mayor aún el unirse por la conformidad de voluntad con la divina, incluso en la
adversidad. Con esta unión de voluntad terminaba Jesucristo su oración de Getsemaní,
cuando decía: «Padre, no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú» (Mt 26,39).
Entonces, para quien ama con fidelidad, el divino beneplácito se convierte en supremo
gozo del espíritu. Además, por primera vez se hace apto para recibir en sí todos los
dones de Dios, porque renunció a si mismo por completo, y sin retractarse, a la
voluntad propia y a todas las cosas. Entonces, finalmente recibe, como Eliseo, doble
espíritu de consejo: emprender lo difícil y grande, y el deseo de sufrir lo grave y duro
(2 R 2,9).

Entendimiento

El sexto es el don de entendimiento. Se le define como una luz sobrenatural que


ilumina y agudiza nuestra mente, para comprender el provecho interior y espiritual de
la vida contemplativa. Esta luz va dirigida al hombre contemplativo interior, al
trascendido ya de los sentidos y de todas las imaginaciones sensitivas, al que está
completamente muerto a la naturaleza y vivo para el espíritu. Cuanto más
mortificamos la naturaleza en nosotros, es decir, las pasiones naturales, que son
principalmente la causa de oscuridad en el entendimiento, tanto más nos ilustra este
don. Por él nos viene cierta inclinación espiritual hacia Dios, que nos hace estar vivos y
vigilantes para encaminarnos a El constantemente.

- Grados del don de entendimiento

Se distinguen tres grados en este don. El primero crea en el hombre la simplicidad,


unidad de espíritu y claridad de entendimiento. El espíritu se simplifica en sí mismo, se
esclarece y llena de gracia y de los dones de Dios. Se hace también semejante a El por
gracia y caridad divinizante y se afianza en la unión con el Espíritu de Dios.
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El segundo grado enseña a ordenar la vida contemplativa sin ningún error; a conversar
en espíritu, a tener profunda inteligencia de las cosas celestiales y divinas, a captar un
profundo conocimiento de las cosas creadas y de las actividades de Dios, a elevarse a
El dándole gracias, alabándole y amándole en todas las cosas.

El tercer grado da perfecta noticia en la sublime contemplación con la cual se discurre


acerca de Dios valiéndose de comparaciones espirituales que ocurren al entendimiento
así elevado. Este don entonces evita toda equivocación y engaño. También nos da
noticia de la semejanza que tenemos de Dios en nosotros por la gracia, caridad y
virtudes, y de la unidad que poseemos en Dios por el amor fruitivo, donde el alma más
es actuada que actuante, como diremos después.

Sabiduría

El séptimo don se llama sabiduría. Ciencia sabrosa que San Agustín, en su Libro XIV
de Trinitate, distingue de otros conocimientos, cuando dice que es propio de la
sabiduría un conocimiento intelectual de las cosas eternas, recibido con espiritual y
experimental pregustación de las celestiales y divinas delicias. Por ciencia, en cuanto
es don del Espíritu Santo, se tiene conocimiento racional de las cosas terrestres y de
las virtudes morales. Esta sabiduría da un verdadero conocimiento, que orienta el
entendimiento hacia toda verdad. Y un espiritual sabor, que levanta nuestro espíritu al
sabroso amor de todo bien.

- Actos de la sabiduría

Lo específico de este don es contemplar a Dios no de cualquier manera, sino por amor,
con cierta suavidad experimental en el afecto. La sabiduría en su grado más elevado es
increada, y en realidad así se llama. Propiamente es el Hijo de Dios o sabiduría del
Padre, que desea infundirse en el entendimiento del hombre para atraerlo al
conocimiento del bien supremo, amarlo, disfrutarlo y unirlo con El.

El toque místico

Pero la operación más noble del Espíritu en el hombre es el toque que tiene lugar en lo
más profundo del alma y es el medio más elevado entre Dios y nosotros, entre el
actuar, el disfrutar y ser actuados; entre el vivir y morir o expirar. Qué sea
propiamente esa actuación o atracción se podrá sentir ciertamente; comprenderlo o
explicarlo, nunca. Brota de ello un deseo tan vehemente e inefable de gozar del sumo
bien y comprenderlo, que es increíble para los que no lo han experimentado. A pesar
de todo, más adelante diremos algo de este toque.

Baste, pues, lo dicho sobre el ornato que necesita el que quiera llegar al verdadero
aprovechamiento de la vida contemplativa espiritual.
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TRATADO TERCERO:

PROGRESO DE LA VIDA CONTEMPLATIVA ESPIRITUAL

CAPÍTULO XXXIX

Consurrección y provecho de la vida contemplativa espiritual conforme a las tres


partes del hombre

Tratemos ahora de ver cómo aprovechar y levantarse hasta la perfección en la vida


contemplativa espiritual. Nadie puede alcanzar verdadero provecho en la vida
contemplativa si no se esfuerza con diligente perseverancia en mantener el ejercicio
de la vida interior. ¡Qué pena! Hay muchos hombres devotos, de intención recta y
simple, que, distraídos por llamadas de los sentidos, se entretienen y olvidan del
hombre interior para entregarse a ocupaciones externas menos útiles o necesarias, y
aun superfluas e inútiles.

Extroversión

Cuando la falta de cautela sobre si mismos los ha distraído, comienzan a desbarrar,


van de mal en peor por la disipación del corazón y no cuidan más de entrar en sí, como
antes acostumbraban. Entonces crece de nuevo en ellos el desorden del hombre
inferior, porque más rápidamente caen y se enredan como pájaros enligados. Por
ejemplo, en conversaciones, rumores, tertulias, disipación de los sentidos, afectos
desordenados y cosas semejantes. El resultado es que se comienza a perder el gusto
por las cosas espirituales, el entusiasmo y diligencia espiritual empiezan a entibiarse y
a aflojar en los ejercicios. Cuando quieren de nuevo reconcentrarse, no hallan
descanso en el corazón, se encuentran entenebrecidos, distraídos, muy alejados de la
intimidad con Dios. ¡Oh, qué poquita cosa basta para contristar al Espíritu Santo e
impedir su operación en el alma! Principalmente después de haber sido llamados a la
mayor intimidad y gozo espiritual.

Santa Clara

De una santa religiosa llamada Clara se cuenta que, después del llamamiento divino a la
vida interior, llamada que capacita y enriquece, se vio privada durante quince años de
esta afluencia de luz divina y suavidad porque en cierta ocasión tuvo un pequeño
movimiento de complacencia vanidosa.

Abstracción de la mente
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Le conviene, pues, al hombre desprenderse de toda criatura, ocupación y distracción.


De todos los pensamientos y afectos vanos y de las pasiones naturales. Que no quede
cosa alguna entre Dios y el alma enamorada. Entonces podrá emprender con plena
confianza el camino de la vida contemplativa espiritual.

Finalmente, se debe notar aquí que esta consurrección tiene lugar de acuerdo con la
triple capacidad humana: potencias inferiores del alma, las superiores que llamamos
intelectivas o espirituales y finalmente la esencia del alma.

Cada una de ellas necesita unirse a Dios según su naturaleza y propiedades. A esto se
endereza la vida contemplativa.

Perfección de las potencias inferiores

La perfección de las potencias inferiores consiste en que el apetito concupiscible nada


desee fuera de Dios. Que únicamente en él halle descanso y constante comunicación
amorosa, diciendo con David: «Por la noche tiendo mi mano sin descanso, mi alma el
consuelo rehúsa», el consuelo de las criaturas. «De Dios me acuerdo y gimo» (Sal
77,3). Consiguientemente, el apetito irascible no está pendiente de la tribulación que
causan las cosas. Pare mientes tan sólo en irradiar paciencia y perdonar las ofensas
amigablemente.

Esta práctica vendrá a ser para el alma que ama de verdad una deliciosa almohada
sobre la que Dios gustará de reclinar su cabeza.

Por último, el conocimiento racional necesita elevarse sobre toda impresión,


multiplicidad, escrupulosidad y cosas semejantes. En simple unidad de conocimiento,
elévese el entendimiento a Dios o las cosas celestiales, según diremos a continuación.
Asimismo, que las facultades superiores del amor y la misma esencia del alma, cada
cual a su modo, sean elevadas y unidas con el Señor de suerte que el hombre entero
quede ennoblecido y glorificado por la unión con Dios, hasta donde ha tenido la dicha
de ser llamado

CAPÍTULO XL

Consurrección de la vida contemplativa espiritual según las potencias inferiores


del alma. Primer grado

Se trata aquí de la consurrección de la vida contemplativa según las potencias


inferiores del alma, aunadas y recogidas para principiar y proseguir el ejercicio
interno de la vida contemplativa.

Grados de consurrección
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Esta consurrección se realiza en cuatro etapas, que van elevando al hombre inferior a
regiones superiores y hacen sus ejercicios más nobles y provechosos. El primer grado
se da cuando la gracia de Dios, a modo de un riachuelo, penetra moviendo las fuerzas
sensitivas del alma, estimulando y ejercitando al hombre a levantarse con todo su
corazón y con todas sus fuerzas hasta la unidad con Dios por amor. Esta actuación se
deja sentir en el corazón, donde radica la unión de las fuerzas sensitivas.
Principalmente en el apetito concupiscible.

Ejercitación del amor

Comienza esta amorosa ejercitación y moción primeramente en las partes inferiores


del alma. Son las que conviene ante todo preparar y adaptar. Estando ya preparadas,
sosegadas, las potencias inferiores, prende el fuego del amor ardiente que las eleva
antes de ejercitar las facultades superiores. Nadie puede en verdad ejercitarse
internamente mientras los sentidos exteriores no estén atraídos al interior,
consumidos de amor y anonadados. No es posible tampoco ejercitar verdaderamente
las potencias superiores si antes las inferiores no se les han sometido del todo,
limándolas, anonadadas y transformadas en la actividad superior Para conseguirlo,
nada mejor que la práctica de las aspiraciones y del amor unitivo. No conviene que esta
aspiración se ejercite con grande y penoso esfuerzo, cuando falta la gracia sensible.

Se engañan muchos, todavía inexpertos en este arte espiritual, pensando que el


hombre, al ser levantado hacia Dios por la acción del Espíritu Santo, abunda en dulzura
espiritual con el ejercicio de las aspiraciones. Al contrario. Casi siempre será
necesario elevar el corazón con gran trabajo y tensión del alma, como ocurre cuando
por la fuerza hay que extraer alguna cosa. El esfuerzo produce sufrimiento a la
naturaleza, a no ser que el Espíritu Santo, con abundancia de gracia, alivie la pena y
endulce el corazón. Podría alguno preguntar la causa de este penoso ejercicio y
violento ímpetu del espíritu, que altera y conmueve la naturaleza.

Dominio de la naturaleza

Se puede responder que lo natural, carnal e indómito tira siempre para abajo del
espíritu. Se hace, por tanto, necesario empujarla hacia arriba con vigorosos y
constantes ejercicios y que se capacite para las cosas espirituales. Que no impida
demasiado al espíritu, antes bien lo siga de buen grado, como se habitúa al animal
indómito a tirar del carro y llevar la carga. Leemos de ciertos maestros meramente
humanistas, laicos, sin fe, que amaestraron la naturaleza con ejercicios para que los
sentidos exteriores estuvieran siempre listos a la introversión y asimismo las
potencias inferiores dispuestas a la consurrección sin gran esfuerzo. Luego, actuando
la razón y entendimiento, llegaron a dominar la Filosofía natural de modo que parecían
no hacer uso de los sentidos exteriores. De hecho llegaron incluso al éxtasis.
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¡Con cuánta más razón el hombre cristiano podrá pedir y obtener esta merced
inflamando sus deseos de bien con la llama del amor divino! Preparado el corazón de
esta manera, bajo la influencia poderosa del Espíritu Santo, nuestra alma, unida al
Espíritu divino, vuela rápida y fácilmente a las alturas, a conocer y gustar las delicias e
inconmensurables riquezas de Dios.

El santo abandono de la voluntad

Se ha de proceder con cautela para que la voluntad impetuosa, levantada hacia lo alto,
esté siempre conforme a la voluntad y razones superiores. Procure abandonarse al
beneplácito divino, guste o no de las gracias y devoción sensibles. A veces, cuando se
anhela el ímpetu amoroso con mayor vehemencia de lo que conviene, la libertad queda
oprimida y conculcada y el corazón se torna inquieto, perturbado y deprimido. Podría
seguirse gran obcecación y apartamiento de Dios. Por eso, aunque casi siempre
debemos espolear el alma a que actúe con amorosa violencia, el corazón debe
permanecer tranquilo y discernir prudentemente cuándo deba entregarse a este
ejercicio. Parece claro que ha de hacerlo cuando siente para ello el auxilio de la gracia.

Discreción

Cuando no sienta actuación especial de la gracia, deberá pararse a considerar sus


defectos con el desprecio correspondiente. Estudie las virtudes auténticas para
poderlas conseguir. Piense en las necesidades de vivos y muertos y ore por ellos.
Medite la vida y pasión de Jesucristo para configurarse con El. Y otras cosas
parecidas en que puede ejercitarse el hombre, cuando falta la devoción interior.

En cambio, cuando la influencia de la gracia de Dios y la voluntad encendida en el amor


divino se inflaman, las potencias inferiores, derritiéndose en amor, todas corren en
busca de unidad al corazón. Allí descansa el alma, preparando el suave y regio lecho de
su Amado.

Compunción del amor

Es compunción del amor la que nace de esta unión, no del dolor. Porque el hombre se
enardece de todo corazón y paga con amor la divina liberalidad alabando, bendiciendo
y dando gracias. Comienza a dulcificarse lo que antes parecía amargo y laborioso.
Resulta displicencia y tedio lo que era alegre y apetecible. Encuentra, pues, un sabroso
gusto el corazón en Dios, como bien sumo que contiene todo bien. Por amor de Él da de
mano a todas las cosas creadas para evitar el mal uso, que crearía apetencias del
sentido. Este grado no confirma todavía al hombre plenamente en amistad con Dios. El
alma, en cambio, es ya capaz de dominar y armonizar las potencias sensitivas. Sin
embargo, se le priva a veces de la gracia sensible y de todo consuelo, porque su
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corazón no se ha purificado aún totalmente: se busca a si mismo, vive apegado a las


gracias y devoción sensible que recibe. Este ejercicio, por eso, quita y pone,
empobrece y enriquece, humilla y ensalza, alegra y contrista, da esperanza y
desespera y otras cosas inenarrables, que ocurren al hombre en este grado.

Dios deja al alma amante en abandono. Se retira y esconde. El alma siente la aridez de
tierra estéril. Pobre, sin calor, desolada, abandonada de Dios. Vive triste y amargada.
El alma necesitaba esta lección que Dios le da porque aún no había aprendido a
adorarle en «espíritu y verdad» (Jn 4,23). Gustaba solamente de la devoción sensible.
Ignora el alma también que esto es manera íntima y habitual en la actuación del
Espíritu Santo, que quiere enseñar al hombre de este modo a descansar en Dios
únicamente, no en sus dones. A ejercitarle en su santo servicio tanto en la prosperidad
como en la adversidad. Así probada en este grado, cuando llega la gracia sensible y
devoción, se levanta en ella el deseo o gran fervor de alabar a Dios, honrarle y darle
gracias, al considerar los inmensos beneficios recibidos.

Doble dolor de gratitud

Del deseo de gratitud nace consiguientemente en el alma doble dolor: uno por defecto,
porque se ve incapaz de alabar a Dios suficientemente, de honrarle y darle gracias.
Otro que surge del deseo de aprovechar y crecer en la virtud, en que se duele siempre
de hallarse escasa. Ambas cosas son espuelas de aprovechamiento.

CAPÍTULO XLI

La embriaguez espiritual, segundo grado de consurrección

El segundo grado de esta consurrección se caracteriza por el deleite de los bienes


espirituales. Un torrente de gozo divino inunda el corazón y las potencias sensitivas.
Apenas deja el Señor sentir su suavidad. El alma siente que Dios le envuelve
estrechamente con inefable abrazo.

Delicias espirituales

Los deleites espirituales superan todos los placeres del mundo juntos, aun el supuesto
de que un solo hombre fuera capaz de gozarlos. Cuando Dios visita en gozo infunde
igualmente sus dones al corazón así afectado y le inflama con el gran ardor de si
mismo. Lleva consigo tanto sabor de suavidad y alegría espiritual que hace al alma
desbordarse en gozo melifluo. No puede contenerse sin estallar jubilosa.

De repente, brota la embriaguez de que habla Nuestro Señor en el Cantar de los


Cantares: «¡Comed, amigos; bebed, oh queridos, embriagaos!» (Cant 5,1). Esta
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embriaguez es grande, como si un campesino se hubiese emborrachado, por falta de


costumbre en la bebida.

Embriaguez espiritual

La embriaguez espiritual es más fecunda en el corazón, más sabrosa y regocijante en


el interior que cuanto el corazón mismo podría desear y gustar. Con tal ímpetu de amor
de Dios y deseo de fruición divina se inflama vigorosamente el corazón y se dilata.
Arterias y poros se abren. Parece empequeñecerse el pecho y hacerse más estrecho.
La afluencia del espíritu lo llena como un volcán que fuera a estallar.

Obliga a que la llama de amor, fomentada con la gran abundancia del gozo, se
manifieste con signos exteriores, quiéralo o no el alma. ímpetu tan fuerte conmueve al
hombre entero, como el caso de los Apóstoles con la venida del Espíritu Santo (Hch
2,2), que parecían estar ebrios de mosto (Hch 2,13). Este fervor infundido en
corazones inexpertos, no habituados a tanto amor, hace que no puedan contenerse sin
prorrumpir en gestos desacostumbrados, notorios al exterior. El vino nuevo
necesariamente hierve en el momento de escanciarlo. Luego cesa toda operación y
hervor. Así también esta gracia superabundante se derrama visiblemente de varios
modos: con gestos externos en algunos, en otros con cánticos divinos y júbilo; a veces
con lágrimas copiosas y gemidos. Casos hay de voces o sonidos desarticulados, como
Fray Maseo.

Fray Maseo. Fray Bernardo

En su alborozo no decía más que v. v. v. a. Algunos sienten cierto temblor por todo el
cuerpo o están tan inquietos que no pueden menos de correr, como leemos de Fray
Bernardo, primer hijo espiritual de San Francisco: corría muchos días por montes y
valles. Otros necesitan saltar, palmotear. Hay quien se consume de gozo internamente.
Temen algunos que la abundancia de felicidad les va a hacer estallar como vasos sin
respiradero, llenos de mosto. En fin, miles de maneras con que se manifiesta la
abundancia del espíritu.

Esta es la vida más delicada que podemos recibir a través de las potencias inferiores
del alma, concentradas en unidad.

CAPÍTULO XLII

Peligros frecuentes de este ejercicio

Dos cosas hay que considerar en este grado. Aquí se trata únicamente del ejercicio de
aspiración, del cual ya dijimos algo. Este ejercicio se vuelve tan violento e impulsivo
que el hombre, en su conversión a Dios, siente de pronto junto al corazón grande y
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fuerte movimiento. El corazón salta en el pecho como el pez en el agua, y entonces, de


repente, las potencias sensitivas se concentran y languidecen de amor, sin poderlo
evitar. Lo experimentarán aquellos que se hayan ejercitado fielmente en este camino,
cuantas veces y tan pronto como quisieren convertirse a Dios, aunque fuera mil veces
al día.

Ímpetus del corazón

Al querer perseverar un poquito en esta introversión, el corazón se siente tan


violentamente afectado que redunda en el exterior, sin poderlo impedir ni disimular.
Cualquiera que tenga inteligencia y experiencia en esto lo advertirá enseguida. El
agitarse del corazón llega a tal punto que parece una válvula abriéndose y cerrándose.
El oído puede percibir fácilmente el bombeo.

De esta notoria agitación se levanta a veces un gran viento batiente como golpe de
espada. Si el que lo padece tiene la cabeza débil, el sufrimiento dura más. En cambio,
si es de complexión vigorosa, cesará tan pronto como deja de agitarse el corazón. En
el último caso no suele pasar de una sensación punzante y breve.

Moderación en los ejercicios

Según esto, es necesario moderar los impetuosos y estimulantes ejercicios, no se


debilite demasiado la cabeza. Vaya gradualmente hasta que resulte más sutil, porque
cuanto más tiempo el hombre se ejercite en esto, tanto más apto resulta para recibir
el impulso espiritual sin lesión. De igual modo ocurre con el ejercicio grande, vigoroso,
impetuoso y estimulante en que la sangre empieza a hervir junto al corazón debido al
calor, y especialmente en aquellos que son impetuosos y diligentes por naturaleza, o
emotivos por temperamento.

Baja tensión

Los que sienten el calor junto al corazón o la sangre, comprueban una mayor agitación
y vienen a quedar con frecuencia deprimidos. La sangre junto al corazón, en continua
ebullición, comienza a dilatarse y se debilita. El gozo y afecto, la devoción y amor
sensible, expansionan naturalmente el corazón. En cambio, lo cierra la sangre, gruesa
por dichos ejercicios, cuando se agrupa junto al corazón.

El gozo espiritual se cambia en tristeza, porque es natural que el corazón cerrado se


entristezca y, entristecido, se cierre más. La depresión del corazón a veces viene a
ser tan fuerte que no hay manera de levantarlo. Se ven entonces privados de toda
devoción, gracia y amor sensibles. Se quejan a Dios de estar abandonados, caen en
pusilanimidad y casi en desesperación. En realidad ellos mismos se lo causaron por
ejercicios indiscretos, con los cuales hicieron inhábil su naturaleza para servir al
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espíritu. Cuanto más violencia se hacen para recobrar la devoción, tanto más se
distancian de ella. También por impaciencia e inquietud del corazón se indisponen, se
entenebrecen, se endurecen y pervierten. Se avocan a una angustia inefable y
tribulación de que luego hablaremos.

CAPÍTULO XLIII

Precaución para mortificar el egoísmo y propia voluntad

Lo segundo que se debe tener en cuenta prudentemente aquí es que toca al amador
fiel, al modo de abeja laboriosa, circunvolar con las alas de razón y consideración
sobre los dones del Amado, pasados y presentes. Con el aguijón de la discreción
caritativa delibere y guste para no entretenerse en ningún regalo. Convierta todas las
cosas en bien espiritual alabando y dando gracias. Vuele con afecto hacia la unidad del
amor divino, en la cual desee permanecer con Dios para siempre.

El abandono de la voluntad

Por el contrario, mientras su voluntad no esté encendida por el fuego del amor
conforme al beneplácito de Dios, no está todavía limpia de plata o plomo. Es decir,
nuestra voluntad no ha sido aún purificada de la propiedad con que se busca y tiende
hacia sí misma. ¡Oh propiedad venenosa, qué gran impedimento eres para aquellos que
tratan de aventajarse en la virtud! Tú abusas de los regalos de Dios y los haces
inútiles para los hombres.

Por eso, nadie debe fácilmente pensar que, por el hecho de verse con gracia y amor
sensibles, ha llegado a la santidad. Surgen muchos deseos y sensaciones
ordinariamente en el hombre que son tenidos por grandes, cuando no son otra cosa que
apetitos innatos o búsqueda de si mismo. Muchos, en cambio, toman las novedades y
curiosidades por indicios de gran santidad.

Inconstancia de la naturaleza

Especialmente antes de los cuarenta años la naturaleza es muy versátil, inconstante y


afectuosa. Se busca a sí misma con frecuencia en lo que hace: el provecho del gusto
espiritual, recreación y consuelo, aun sin darse cuenta la misma naturaleza. Donde el
hombre piensa que está fomentando la vida espiritual, resulta estar alimentando la
propia naturaleza y el gusto sensible, fortificando la propia voluntad inmortificada.
Debe insistir con mayor deseo y diligencia en la continua mortificación y abandono de
sí mismo. Piense sobre todo en la perfecta asimilación con Cristo, según el hombre
exterior e interior, en lo humano y en lo divino, en la pureza e intensidad del amor,
dirigiéndose a Dios y descansando tan sólo en el que es dador de todo bien.
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Amor ferviente

Para esto propiamente sirve el cuarto grado del amor, que llaman ferviente. Quedaron
ya explicados los tres primeros, al hablar de la consurrección de la vida activa, en el
capítulo XXII. Este es propio de quienes se acercan al Amado con gran fervor. No
sufren término medio entre Dios y ellos, de suerte que su amor nace de Él
directamente. Nada buscan más que a Dios con pureza y desnudez.

Para mejor llegar a esto y en ello perseverar, debe el hombre acostumbrarse a


ofrecer afectuosa y amorosa acción de gracias. Esforzarse al punto en ofrecer a Dios
con amoroso desahogo todos los dones recibidos, gracias, virtudes, espirituales
consuelos, etc., reconociendo perfectamente que él no ha recibido esas cosas por sí
mismo o sus méritos, sino puramente de la profunda y generosa bondad de Dios.
Confiese también que él es indigno de todas las mercedes recibidas del Señor, con
sincero reconocimiento de las propia vileza. Es la mejor manera de disponerse a
recibir muchos dones.

CAPÍTULO XLIV

Tercer grado de consurrección. Herida del alma

El tercer grado de esta consurrección es una invitación a un mayor levantamiento del


corazón hacia el más alto y puro abrazo del amor divino en el fondo del alma.

Invitación interna

Esta invitación llena el corazón amante más que todos los anteriores deleites y
consuelos. La sensación, la operación interior de la gracia, la intención y el amor se
hacen mucho más sublimes, dulces, nobles y puros, porque el conocimiento del hombre
en este grado es más sutil.

Este ejercicio o invitación es una iluminación del sol eterno, que pone en el hombre
conocimiento y deseos de dar de mano a todos los regalos de Dios, suavidad y
consuelos. Ansía, en cambio, levantarse sin dilación hacia los brazos desnudos del amor
divino. Desde que la gracia atrae al hombre con todas sus potencias, cualquier cosa
fuera de Dios le parece poco y despreciable. El corazón se dilata y expande de suerte
que no hay fuerza humana capaz de cerrarlo fácilmente. Las potencias del alma se
preparan y adornan para descansar en la unidad del Espíritu Santo. Sobre lecho de
amor y paz con el Amado. El mismo corazón, ya tan dilatado, siéntese estallar en
herida de amor.

Apertura del corazón


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La lesión de corazón, sin embargo, no causa tristeza, porque la herida de amor es


dulcísima pasión y levísima pena. Nada tiene de extrañar que en varios haya causado la
muerte esta herida de amor en el corazón. Esto sucede por el gozo inmenso de amor,
como se cuenta en el Liber Apum de una devota mujer que murió inflamada de amor,
cuando escuchaba un sermón en la ciudad de Brujas. Se dice también de un soldado
cuando estaba contemplando el lugar donde el Señor subió a los Cielos. Esta lesión es
un signo de haberse ya purificado el alma y de próximas visitas del Señor. Cristo,
espléndido sol de justicia, infunde en el corazón herida por segunda y tercera vez y
muchas veces. Los rayos de divina claridad, dulzura y amor levantan el alma al abrazo
de unión con Él. Así renueva y agrava la herida del corazón, pero al mismo tiempo pone
sobre ella la suave unción de deleites sobreabundantes.

Languor del alma

Así, pues, mientras Cristo invita tan dulcemente al alma con gracia desbordante, el
corazón se levanta con todas sus fuerzas al beso de la divina unión. Pero en medio de
dicha tan grande queda sin acabar la unión deseada del espíritu con Dios. Cae entonces
el alma en desmayo espiritual hasta poder decir con propiedad: «Si encontráis a mi
Amado, ¿qué le habéis de anunciar?... Que enferma estoy de amor» (Cant 5,8). Así, un
fervoroso impulso añadido a otro endurece, consume y seca la raíz húmeda de la
naturaleza. Mas no te asustes, ¡oh alma enamorada!, porque este desfallecimiento no
es para muerte. Es para gloria de Dios y salvación del hombre, si procede
discretamente en ello.

El alma no puede conseguir el beso espiritual y tampoco se resigna a carecer de él. De


ahí nace la impaciencia del amor, que urge y apremia al hombre todo, interior y
exteriormente, con fuego intolerable. En nada fuera de Dios puede hallar solaz. Por
conseguir lo que ama está dispuesta a sufrir todo martirio. Este amor impaciente
consume el corazón del amante, absorbe su sangre, debilita y tritura la naturaleza
corporal sin necesidad de trabajos exteriores. Pule y perfecciona las potencias del
alma.

Amor agudo

El quinto grado del amor es propio de esta consurrección. Es el amor agudo. Dice Hugo
de San Víctor en Super septimum coelestis Hierrachiae Dionysii que este amor se
llama agudo porque crea impetuoso y vehemente deseo de ir al Amado y pasa a través
de cualquier impedimento para llegarse a El. No sólo se enardece en el deseo; todo lo
traspasa, como una aguja, hasta descansar en el Amado.

El alma enamorada está realmente más donde ama que donde anima. Por eso,
continuamente levanta los ojos espirituales hacia el Amado y lo contempla coronado de
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gloria y esplendor (Sal 8,6), embriagando a toda milicia celestial con el torrente de sus
delicias (Sal 35,9). En cambio, el alma se siente desterrada, proscrita de la patria,
circundada de innumerables calamidades. Nacen de nuevo aquí muchos gemidos,
lágrimas, anhelos. Lágrimas que la recrean y rehacen un poquito, pues sirven en aquel
momento para aliviar la salud corporal, se refrena el amor impaciente y se mantienen
las fuerzas naturales.

CAPÍTULO XLV

Las revelaciones de Dios

La atención se fija en lo que el corazón ama, especialmente si el amor es agudo y


penetrante, que atrae las potencias del alma hacia Dios. Ocurre con frecuencia que al
fijarse la mente en el Amado recibe el alma muchas ilustraciones de la verdad divina,
porque el amor es la causa principal por la cual los amigos se comunican sus secretos. A
este propósito, Ricardo dice en el Libro IV de contemplatione: «De la grandeza del
amor depende el modo de la revelación divina».

Varias maneras de revelación

Por tanto, quien está en este grado de amor es arrebatado de repente y le son
reveladas algunas cosas para propia conveniencia o de los demás. Es instruido con
imágenes corpóreas o semejanzas espirituales. Le son reveladas a veces algunas cosas
del futuro llamadas visiones o revelaciones, que se manifiestan ordinariamente por
figuras imaginarias. También se tienen visiones intelectuales o semejanzas en el
espíritu, según el Señor sea servido, con las cuales Dios se graba en el entendimiento.

Esto puede aun darse a entender en parte con palabras. En algunas ocasiones el que
ama con impaciencia, al llegar a la concentración máxima de la mente, aunque no por
completo fuera de sí, se ve arrebatado hacia el conocimiento y gozo de un bien
incomprensible, conforme al Señor le pluguiere concederlo. Esto no se podrá
comprender del todo, porque Dios aparece fulgurante, con resplandores espirituales e
intelectuales, manifestándose y desapareciendo repentinamente.

Este fulgor arrebata el espíritu del hombre en un momento, y luego que pasa, vuelve a
su natural. La operación divina clarifica sobremanera al amante con luz intelectual.

A veces, en fin, el espíritu recibe irradiación de cierta luz. Entonces el corazón se


siente atraído amorosamente a su encuentro y queda embriagado con torrente de
placer insólito. El corazón, incapaz de contener tanto deleite, se siente estallar como
el vaso cerrado en que fermenta el vino nuevo.

Júbilo
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Las Sagradas Escrituras lo llaman júbilo. Tanta es la alegría del corazón, que no puede
explicarse con palabras ni tampoco ocultarse. Hay momentos en que el hombre interior
nada en delicias espirituales, como el pez en el agua. Dios visita de mil modos al
impaciente amador con gozos y noticias espirituales.

Revelaciones falsas

Me doy prisa a prevenir a los corazones embaucados y a los curiosos e inmortificados


amadores, para que no se dejen engañar con falsas revelaciones. Cuando tales hombres
tienen curiosos deseos de recibir dones interiores, experimentar dulzuras,
revelaciones y cosas semejantes (2 Cor 12), viene con frecuencia el ángel de tinieblas
transformándose en ángel de luz e infunde internamente en el corazón, o bien en los
sentidos externos, llenos de vanidad y vacíos de caridad, cierta luz engañadora, o
imágenes o semejanzas.

También se introduce en los pensamientos del hombre como si fuese divina inspiración
de cosas futuras, que alguna vez son verdaderas y la mayoría falsas. Los propensos a la
curiosidad y que no aman de veras reciben tales cosas, como hombres inexpertos que
son, con gran deseo y las veneran como si viniesen de Dios, complaciéndose en lo íntimo
de sus corazones (Is 5). Se vuelven presuntuosos, sabios a su parecer, no consienten
en ser instruidos por nadie, tienen por grandes todas sus cosas. Los devora por dentro
la vanagloria. Con tan venenoso alimento del alma se emponzoña el auténtico amor de
Dios.

El que ama de verdad

Quien ama de veras se hace más humilde con todos los dones que le vinieren, más
agradecido, más mortificado en la propia voluntad, más diligente en cumplir el
beneplácito de Dios. No para mientes en los dones, sino en el dador de todo bien.

CAPÍTULO XLVI

Nobilísimo y cuadriforme ejercicio de aspiración. El amor unitivo

Hay que considerar también que el ejercicio de aspiración y amor unitivo se practica,
sobre todo, en este tercer grado de consurrección, aunque podría su ejercicio
igualmente iniciarse en la vida activa. Lo tratamos aquí porque, mediante este
ejercicio, se disipan al punto todas las tentaciones y medios entre Dios y nosotros. Es
también la entrada para la altísima perfección, porque con gran impulso apremia al
hombre a darse prisa para llegar a la mayor semejanza posible con Dios, por la
perfecta mortificación de todos los vicios y consecución de las virtudes.
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Es, finalmente, el cedro altísimo sobre el monte de perfección. Tiene cuatro ramas:
los cuatro ejercicios. Esta práctica ahuyenta en un momento todas las tentaciones,
distracciones y extroversión. Más aún: todo lo que no es Dios. Pone al ejercitante en la
presencia de Dios deseando unirse directamente con El. Conviene, sin embargo, al alma
permanecer largo tiempo fuera, antes que Dios quiera llevarla a mayor intimidad.
Durante la espera, tiene necesidad de aprender a pulsar las cuatro cuerdas o maneras
de este ejercicio, para que el Amado se conmueva y le llame a la unidad de espíritu.

Libertad espiritual

Debe estar advertido también para evitar cuidadosamente sentirse ligado a cualquiera
de estos ejercicios. En su introversión estará atento a la llamada del Espíritu Santo
que lleva tras de sí, de diversos modos, al espíritu del hombre y lo inflama en su amor
con un ejercicio o con otro.

Fidelidad al Espíritu Santo

Cuando se siente el impulso del Espíritu Santo para algún ejercicio, el alma debe seguir
con afectuosa y propia voluntad la llamada. Mientras no haya especial atracción del
Espíritu Santo ni pueda obtener plenamente el ingreso en Dios, conviene que se
mantenga en la presencia divina por la aspiración del amor unitivo. Allí se contienen
principalmente cuatro modos de ejercitarse como cuatro martillos con que llamamos a
la puerta para entrar en el gozo de la simple unidad con Dios y en Dios. Son: ofrecer,
exigir, conformarse y unirse.

Oblación

Ante todo, en su conversión a Dios debe ofrecer libremente todas las cosas que el
Espíritu Santo puede exigir con su inspiración. En especial la perfecta abnegación y
desprecio de sí mismos, abandono de todos los placeres sensuales con cuyo desorden
podría mancharse el corazón, aunque sean cosas pequeñas. Por ejemplo, conversaciones
vanas, amistades, ociosidad, ligereza, curiosidad, etc.

Se ofrecería también a sí mismo en la mortificación de las pasiones naturales, como


son la desordenada alegría, tristeza, amor, temor y esperanza yana. Igualmente en el
abandono voluntario para carecer de toda gracia sensible o experimental, de devoción
y varios dones de Dios, no necesarios para la propia salvación. De igual modo en la
pronta voluntad de tolerar las adversidades por amor de Dios, como la pérdida de
amigos, parientes, bienes temporales y honor. Sufrir amargura, confusión, pena,
tribulación, angustia del corazón y generalmente todo lo que pueda ocurrir a cualquiera
en un momento dado, aceptándolo con gusto y alegría. Debería resignarse también,
muy complacido, al divino beneplácito, aun en el supuesto de que Dios, para su mayor
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honra y amor, quisiera dejarle sufrir eternamente las penas del Infierno. Bien
entendido que no sería posible separarse de Dios por voluntad amorosa, para
equipararse a los condenados.

Resignación de los perfectos

Parece imposible que la voluntad se resigne a sufrir las penas del Infierno, pues la
naturaleza lo rehúsa por completo. Sin embargo, los repetidos deseos de fidelidad al
plan de Dios y la sobreabundante infusión de su gracia podrían conseguir que el alma
se presentase ante el Señor, total, firme y liberalmente decidida a sufrir por toda la
eternidad las penas del Infierno, si fuera del mayor agrado de Dios. La misma
disposición tiene para recibir los gozos de la Gloria eterna. El amor de Dios en el
hombre es ya tan puro y su contenido tan grande que le resulta indiferente lo que
suceda, con tal que se cumpla el divino beneplácito siempre y en todo.

Imposible que Dios pueda exigir o desear tales cosas. Sin embargo, quiere que el
hombre, esté dispuesto a abandonarse totalmente por amor de El, aun en aquello que
pareciere grave e insoportable.

Únicamente a sus amigos íntimos somete el Señor a esta prueba, para que verifiquen
en qué medida quieren morir a sí mismos por su amor. Así fue probado Abrahán con el
sacrificio de su hijo Isaac (Gén 22).

Deseo

Cuando la voluntad se encuentre perfectamente dispuesta a aceptar lo anterior, podrá


con plena confianza pasar al ejercicio que consiste en exigir o desear, conforme Cristo
dice: «Pedid y se os dará» (Lc 11,9). Deberá, por consiguiente, exigir y pedir lo que
Dios tiene, pero más aún lo que El es. Ante todo a Dios mismo. Sólo a El, para
disfrutarle únicamente en puro y total amor. No está permitido al hombre disfrutar
de ninguna cosa como último fin, porque sólo Dios es la causa final. Nunca puede el
hombre excusarse de culpa, si descansa complacidamente en cualquier don de Dios,
por muy grande, noble y virtuoso que fuere. Debe usarlo únicamente como medio para
alcanzar la perfección.

El que ama de verdad a Dios nunca hallará satisfacción con dones divinos, sino con la
donación de Dios mismo. Siempre andaremos hambreando mientras no disfrutemos del
sumo Bien en puro amor. Tan pronto como el alma comenzase a descansar en algún don
de Dios o en una gracia experimental y devoción, comenzaría a enfriarse y aflojar en
el deseo de aprovechar.

Después de esto debe exigir de Dios una purísima iluminación del entendimiento para
conocer con toda perfección el divino beneplácito y cumplirlo fielmente. Para lograrlo
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debe hallarse completamente disponible en todas las cosas, sin vacilación del corazón,
con la fidelidad que la sombra sigue al cuerpo.

Luz, medio, sombra

Hay tres cosas: luz -de sol, luna o candela-, sombra y cuerpo interpuesto, que causa la
sombra. La luz equivale a la divinidad, el cuerpo a la humanidad de Cristo y la sombra
es nuestra voluntad, que se ha de mover, sin ninguna vacilación del corazón, a imitar la
vida de Cristo, como cambia la sombra por el movimiento del cuerpo que la origina. Para
lograrlo, deberá pedir cumplimiento perfecto del divino beneplácito.

Luz también para conocerse plenamente a sí mismo, la abisal vileza, ingratitud,


indignidad de todo bien y, mediante esto, despreciarse y humillarse. Luz para
alcanzarlo. Luz para pedir conocimiento de las verdaderas virtudes y principalmente
insistir mucho en la oración por conseguirlas. Insista sobre todo en pedir un puro amor
de Dios, deseo éste ya incluido en la primera petición, por la cual ansía disfrutar de
Dios sólo, amor increado de donde nace y se multiplica en nosotros el amor debido a
las criaturas. Tenemos que exigir esto en nosotros tan de veras, que aquel deseo
ardiente de aumentar siempre el amor y de disfrutar del amor increado, a través del
amor creado, venga a ser como fulgor irresistible entre Dios y nosotros. Impulso que
debe ser tan continuo como la respiración que entra y sale siempre, si el hombre
quiere conservar la vida.

El amor creado

La vida del amor creado consiste en constante y ardiente deseo de retornar al origen,
como los rayos dependen del sol. Volver al amor increado para adherirse únicamente a
él y disfrutarlo.

Hay, además, otras muchas cosas provechosas que pedir: liberación de las tentaciones
espirituales o carnales, de las ansiedades del corazón, del abandono, insensibilidad,
aridez. También podemos pedir gracias sensibles, devoción, amor, dulzura espiritual,
revelación y rapto, y muchas cosas más, que propiamente no son necesarias para la
salvación. Nada de eso debemos pedir o exigir sino en cuanto sea conveniente al honor
de Dios y salvación de nuestras almas. Mantengámonos en paz y confianza, aunque no
parezcamos ser escuchados por Dios. Él lo concedería enseguida si nos conviniera para
la vida eterna.

Conformidad

El tercer ejercicio consiste en que el alma fiel trate constantemente de conformarse


más y mejor con el Amado. Este es un camino. Cuando el fuego del amor haya prendido
en el corazón, quemará ante todo las deficiencias personales, vicios y defectos,
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pasiones naturales e inmortificación, inclinaciones sensuales e impaciencia. Procure no


recordar los detalles en particular. Hará de sus imperfecciones un manojo, que
arrojará en el inmenso fuego del amor divino; allí se consumirán. Después se levantará
con ardientes deseos de divinizarse, con encendidas y apremiantes súplicas, exigiendo
del Amado que se digne adornar su alma desnuda con las mismas virtudes que
adornaban a Cristo.

Divinización

Debe fijarse atentamente en Cristo, su ejemplar, en todas sus perfecciones, divinas y


humanas, para imitarle. Con todo, insiste más con la oración que con el propio esfuerzo.
Las constantes oraciones flamígeras son el mejor medio para adquirir las virtudes y la
divinización. Pondrá el alma especial cuidado en conformarse con la humanidad de
Cristo en todas las virtudes que resplandecieron en el desprecio y dolor de su acerba
muerte. Sobre todo deseará conformarse con Cristo deseando su profundísima vileza,
abyección y familiaridad.

Prueba de haber adquirido la virtud

Cuando se ejercita en la consecución de alguna virtud, por ejemplo, en el desprecio de


sí mismo, o en la adquisición de la humildad y abnegación de sí en todas las cosas, en la
mortificación de la propia voluntad y afectos, gustaría de saber si acaso ha conseguido
plenamente determinada virtud y en ella se ha conformado con Cristo.

Examine entonces si la ha deseado tan perfectamente que, sin vacilación del corazón,
de la naturaleza y sensualidad, se deja guiar libremente por la voluntad racional, aun
en el momento de verse privado de la gracia experimental y sensible. Entonces habrá
conseguido, por regalo divino, aquella virtud, en suma perfección. Por ejemplo, trata de
adquirir el deseo y gusto de ser despreciado y virtud de la paciencia. Le sucede que él
mismo está privado del amor y gracia sensibles; con esto le viene de repente una
humillación injusta y le castigan severamente.

Podemos decir que posee aquella virtud con perfección, si el primero y el último
movimiento del corazón es un deseo de recibir, sin vacilación alguna, confusión y pena,
como si lo hubiese estado anhelando largo tiempo. Igual que el soberbio recibe con
avidez los honores y el avaro el lucro de los bienes temporales. Cristo nos da ejemplo
admirable, como dice David en su nombre: «Por ti sufro el insulto y la vergüenza cubre
mi semblante» (Sal 68,8). Pero, si ocurre que la voluntad natural se resiste y
contradice al deseo del espíritu, es signo de que la virtud todavía no se ha ejercitado
suficientemente en redoblados y encendidos afectos y oraciones. Mediante esto, Dios
acostumbra dar la plenitud de su gracia y amor esencial.
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Unión con el divino beneplácito

En el cuarto ejercicio se trata de unir y transformar la voluntad conforme al divino


beneplácito. Nos ejercitamos en la aspiración y amor unitivo para descansar en Dios
sólo, con deseo ferviente de hacernos una cosa con El en espíritu. A ello nos conduce
el práctico y experimental amor. En este ejercicio de unión el hombre debe insistir
vigorosamente con penetrantes y ardientes deseos, sin la menor perplejidad del
corazón, en unir su voluntad y transformarla en principalísimo beneplácito divino. A
instancias del puro amor, el divino beneplácito será siempre el sumo deseo, alegría y
consuelo en todas las cosas. En las adversidades externas como en la acritud,
persecución, opresión, decisión, maledicencia, confusión y cosas semejantes. En las
contrariedades internas, como privación de gracia, devoción, consuelos espirituales,
ofuscación de la mente y de los sentidos, enfriamiento de los afectos espirituales,
tentación y cosas por el estilo.

Cuando Dios le envíe estas pruebas, procure mostrarse más fiel aún y más
solícitamente evitará el desbordamiento o desenfreno de los sentidos, el buscar
consuelo en las cosas vanas, o en la extroversión con ligerezas o inútiles ocupaciones.
Procure asimismo no caer en viciosa ociosidad. En cuanto le sea posible se ocupe en
ejercicios virtuosos o al menos con buenas obras externas.

Obras más gratas a Dios

Entonces no sentiremos gusto en practicar las virtudes. Son, sin embargo, más gratas
a Dios y más meritorias para nosotros, si hacemos lo que está de nuestra parte. Mejor
que las hechas cuando sentimos devoción, porque en sequedad serviremos al Señor
fielmente y, en cierto sentido, a nuestras expensas. Para cumplir esto más
voluntariamente, persuada su corazón con plena confianza de que es Dios quien le envía
los trabajos, o que los permite para probar su fidelidad y enriquecerle con sus dones
divinos y gracias por haberle hallado fiel, según veremos luego en el grado siguiente de
consurrección.

Amor ardiente

Nos hallamos aquí en el sexto grado o amor ardiente. El Linconiense se refiere a él con
estas palabras: «Se dicen hervir en amor los que por el fervor a veces son levantados
sobre sí mismos, pero, al punto, por su propio peso natural, decaen. Como el agua
hirviente sube con el calor y baja al retirarla del fuego».

En este grado de amor he tratado acerca de la elevación espiritual en las potencias del
alma, que proviene de un vivo y amoroso forcejeo entre nuestro espíritu y el de Dios.
El hecho de que nuestras potencias, por impulso ardiente de amor, se levantan al
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encuentro de Dios, hasta elevarse sobre sí mismas, para unirse al espíritu de Dios,
como la aguja se adhiere al imán.

Resultan estas fuerzas muy vivaces y activas, dirigen todo conocimiento y afecto hacia
Dios. Parece que el hombre usa de los sentidos exteriores como en el sueño. Por eso
dice la esposa, es decir, el alma enamorada: «Yo dormía, pero mi corazón velaba» (Cant
5,2). Esto es: vive solícita por el Amado que está dentro de su corazón. El alma
entonces se desvive para que El pase hasta la más recóndita morada y colocarlo en el
lugar más noble. Desea sinceramente despreciar todas las cosas por El y abrazarlo con
el amor más puro. Si esto no fuere así, afirmamos lo que dice Ricardo en el Libro IV
de contemplatione, capítulo XVI: «No me atrevo a decir que el Amado ocupa el íntimo
seno del amor ardentísimo, mientras podamos hallar consuelo y alegría con otra cosa
cualquiera. Por tanto, si no procuras abrirle las puertas de tu corazón, ¿cómo voy a
creer que tú quieres o puedes seguirle a las alturas?» Y añade lógicamente: «Sírvate
de señal cierta que amas menos a tu Amado o serás menos amado por El, si merecieres
todavía ser llamado a aquellas aparentes rarezas con que el hombre, se eleva por
encima de sí mismo en forma muy grata al Señor». Cuando vemos cómo Dios es servido
en regalar a muchas almas con extraordinarias pruebas de amistad, almas que, por lo
demás, no han llegado aún a la mayor perfección de amor, podemos pensar que no
negará tanto bien a quienes viven ya el verdadero amor divino. Dios siempre da más de
lo que podemos merecer. No se deja vencer en generosidad.

CAPÍTULO XLVII

Cuarto grado de consurrección. La prueba y sus razones

El cuarto grado de esta consurrección consiste en privar al alma del conocimiento


espiritual y gracias sensibles, de la devoción y amor. El alma viene a sentirse tan pobre
y tibia, abandonada de Dios y desolada, como si nunca hubiere recibido gusto o noticia
de Dios. La misma que vivía con tanta opulencia en todas las potencias del alma
destilando suavidad y ardiendo en amor.

Razones de la ausencia. El celo de Dios

Conviene saber ante todo que Dios priva al alma de la gracia, devoción y amor
sensibles, por muchos motivos. Primero, por cierta indignación amorosa, que suele
ocurrir entre los esposos. Fácilmente uno de los cónyuges se forma un juicio
desfavorable del otro, si advierte en él algún signo de amor dado a otra persona. La
mutua fidelidad comienza a resfriarse. Así sucede entre Dios y el alma divinamente
enamorada. Dios es muy celoso. No puede sufrir que el alma comparta su amor con otra
cosa, ni busque recreación y consuelo fuera de El mismo. Ni siquiera permite indicios
de amor desordenado por espacio de un pater noster. Muestra entonces su enojo
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privándola de sus regalos, para que el alma venga mejor en reconocimiento de la propia
culpa y reprensión o corrección de su infidelidad. Ofrece ocasiones de enmienda, pues
Él no desea permanecer airado. Pero Dios no tolera otro amor. Ten esto por cierto:
cuanto más profundamente atrae el Señor un alma hacia sí, tanto más le exige amor
puro. La ingratitud del alma le aíra fuertemente, pues «a quien se le dio mucho se le
reclamará mucho, y a quien se le confió mucho se le pedirá más» (Lc 12,48).

La segunda razón es para que el alma amante aprenda a reconocer que la devoción
sensible y amor práctico le fueron otorgados por liberalidad de Dios y no por sus
propios méritos o buenas obras. Evitará de este modo la altanería y propia
complacencia cuando le llegue de nuevo la gracia sensible. Asimismo le servirá de
estímulo para que progrese sin cesar, cuando se inclina a perezosa satisfacción.
Siempre, pues, permanecerá ahondando en la humildad y estimulándose por
aventajarse en todas las virtudes.

La tercera causa es para que advierta el alma la propia tibieza o pereza en los
ejercicios del amor, virtud y buenas obras, al verse privada de la gracia sensible,
devoción y amor. Así se hará más solícito para pedir al Señor gracias y auxilios,
reconociendo que, sin la devoción sabrosa y experimental o amor práctico, no podrá
crecer en la virtud, en el amor y en el espiritual ejercicio, ni siquiera perseverar en los
adquiridos.

Cuarta razón ocurre porque la naturaleza a veces se debilita demasiado por la


devoción sensible, gracia y amor práctico, especialmente cuando el influjo del espíritu
es muy violento y el corazón desea vivamente cooperar a la gracia que siente. Se
originan entonces debilitamiento y heridas, especialmente junto al corazón, donde los
impulsos del deseo hacen hervir más la sangre, y también en la cabeza de aquellos que
no la tienen muy fuerte. El Espíritu Santo modera entonces el ardor y el ímpetu de la
divina avenida, pues él es artífice discreto. La naturaleza se refocila y repara; así
fortificada, se rehabilita para recibir nueva presencia del Espíritu de Dios.

Sensibilidad y santidad

En quinto lugar, para que el alma enamorada reconozca que la santidad y amor
verdaderos no consisten en la gracia, devoción y amor sensibles, que podrían
originarse puramente de la naturaleza. No son más santos ni aman más los que parecen
tener y sentir más la gracia, devoción y amor. Son los que saben elevar su afecto en
todas las cosas sobre lo sensible y sensual, hasta el desnudo y esencial amor. Éstos
son probados en la voluntad, para abandonarse a sí mismos y negarse en todas las
cosas por amor de Dios.

Prueba del verdadero amor


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Anhelan disfrutar de él, según la atracción de la naturaleza pura, de manera que los
que aman conforme al beneplácito divino conocieron querer ser pobres, privados de
toda interna consolación, toque, gusto y sensación. Hallan consuelo tan sólo en esto: en
que aman a Dios muy puramente, con amor intelectual, el único amor verdadero.
Aprenden también todas las virtudes y toda justicia para honra y beneplácito de Dios,
no buscando ningún otro gozo o dulzura espiritual y experimental. La verdadera
santidad y la pura caridad se robustecen en la medida que esta pobreza voluntaria
aumenta en el hombre.

Éstos se pueden aplicar lo que dice San Pablo de sí mismo: «Estoy avezado a todo y en
todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación» (Flp 4,12). Cuando el
Espíritu Santo inunda alma y cuerpo con sensible amor y sabor melifluo, se levantan
inmediatamente a la acción de gracias y emplean con discreción los dones recibidos,
para alabanza y honor de Dios y provecho de la propia salvación. Desean igualmente
encaminarlo todo con liberalidad al amor divino, como si lo hubiesen pedido a Dios con
grandes, fervorosos y llameantes deseos. Reciben estos dones con tanta paz y sosiego
de corazón, como si no les preocupase nada de esto, dejando en manos de Dios el que
lo dé o lo retire. Sin contristarse por nada, dicen con Job: «Yahvé dio, Yahvé quitó:
sea bendito el nombre de Yahvé» (Job 1,21). Demuestran así que no descansan en
ningún regalo del Cielo, pues cuesta siempre desasirse de aquello a que nos hemos
aficionado.

Sirven en sexto lugar para que el alma pruebe por experiencia el aprovechamiento
espiritual de sus ejercicios, porque podrá carecer de todo consuelo y servir a Dios,
permaneciendo en puro amor. Aquí está el fundamento de ese grado de consurrección:
en que Dios quiere verificar que sus fieles amadores se adhieren a él y le sirven por
amor puro más que por cualquier otro don. La verdadera fidelidad nunca se prueba
mejor que en la adversidad. Diós sustrae la ayuda sensible al alma y la despoja aun de
sí misma y de todas las cosas.

Divina ausencia

Puede llamarse languor infernal este abandono en que cae el alma, no por amor, sino
por angustia y aflicción. Nunca halla consuelo ni en Dios ni en las criaturas. Después
que la subió tan alto que sólo Dios es su descanso, cualquier consuelo de las criaturas
le resulta cruz. Desprendida de todo, ahora Dios le niega apoyo. Está el alma
hambrienta y sentada entre dos mesas, de deleites espirituales una y de goces
sensibles la otra. Ella desprecia los sensibles y Dios le niega los espirituales, porque
quiere que el alma aprenda a estar con ánimo voluntario abandonada de toda ayuda y
así dé gracias a Dios, lo alabe y sea fiel en todas las cosas. Que en nada busque su
propio gozo y paz, excepto en el cumplimiento del beneplácito divino. Quiere también
Dios que el alma aprenda a gozarse en su abandono y en ello ponga su paz,
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considerando que ésta agrada a Dios y es muy meritorio para sí y muy útil para su
aprovechamiento, con tal que haga fielmente lo que pueda, sin caer en pereza o
negligencia.

CAPÍTULO XLVIII

Los amigos infieles ante la prueba

No la pueden soportar. Al sentirse solos, comienzan a demostrar de varios modos su


egoísmo. Algunos se entregan de nuevo a la molicie de los sentidos y descanso
corporal, apenas se sienten abandonados o privados de la gracia y devoción. Se les
apaga el fervor por los ejercicios de la vida proficiente. Ansían disfrutar de consuelos
sin discreción ni esfuerzo alguno. Si se les niega, lo buscan en las criaturas, a veces
con gran peligro de sus almas. Parecen ángeles en las iglesias, pero son lazos del
enemigo en medio de las gentes.

Amigos delicados

Otros se vuelven pusilánimes en el momento de la prueba, dejando la impresión de ser


tiernos y delicados. Creen que les es necesario abundante consuelo y comodidad
corporal. Pero deben recordar que la sabiduría de Dios, gracia excitante y amor
ardiente, no conviven con la molicie humana. No caen al instante en pecado mortal,
pero el fervor de la devoción disminuye en ellos. Impiden el ejercicio interno del
corazón y el sabor de las virtudes, y la divina suavidad resulta insípida.

Amigos fastidiosos

No faltan quienes, al verse privados de los gustos internos, se vuelven tan fastidiosos
y tristes consigo mismos que resultan insoportables para los compañeros. Parece que
los apremia el aguijón infernal. Nadie puede hablarles o responderles a su agrado.
Andar, estar de pie o hacer cualquier cosa les molesta. Por motivos fútiles se alteran
tanto como si se tratara de mil talentos de oro.

Amigos inestables

Hay otros que son abandonados por algún tiempo, después de haber recibido gracias
de devoción y amor sensibles. Se vuelven notoriamente inestables y cambian pronto de
propósito y piensan incluso en pasar con frecuencia de un estado a otro de vida.

La naturaleza se busca a sí misma

La razón de esto es porque no buscan a Dios por sí solo. Desean obtener algo fuera de
El en sus ejercicios. La naturaleza inconscientemente se busca a sí misma bajo especie
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de bien, adhiriéndose a la misma intención que anima los ejercicios de perfección.


Parecen buscar a Dios para obsequiarle y disfrutar de la divina presencia únicamente.
Lo hacen en realidad para llenarse de gloria al disfrutar del Señor y sentir
experimentalmente su devoción y amor.

En cambio, no desean unírsele en la cruz de la aflicción, de las penas, de las


enfermedades, de los desprecios, de toda adversidad y abandono. Sordos son a la voz
de Cristo, que dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo (sin
buscarse a sí mismo), "tome su cruz cada día" (no sólo de la penitencia, sino también
de la adversidad) "y sígame" (Lc 9,23) tolerando todo lo adverso por mi causa, como yo
acepté la muerte voluntariamente, con deseo y amor».

Tibios e inconstantes

Ponen su mayor empeño en las obras virtuosas y ejercicios externos de penitencia, en


vigilias y ayunos, llevar cilicios, sin buscarse en nada, y en abrazarse a Dios con puro
amor. Pretenden recobrar la gracia a través de experiencias sensitivas, cambian
frecuentemente de propósito, deciden vivir ahora de este modo, ahora del otro, pero
nunca permanecen estables. Del mismo modo piden consejos y consejeros diferentes,
siendo impetuosos e inoportunos en buscarlos. Luego son descuidados en realizar y
atenerse a lo que les digan. Excusan, defienden y alaban lo desaprobado y condenan lo
aconsejado y alabado. Requeridos múltiples pareceres, no llevan a cabo ninguno. Se
creen más prudentes que los demás. Esto proviene de que se aman demasiado a si
mismos y son aún presuntuosos e hinchados de corazón. Son las causas principales de
su inconstancia.

Éstos, pues, no son los verdaderos fieles amigos de Dios, ni verdaderamente gratos a
su gracia, ni tampoco buscan a Dios puramente. Se apoyan demasiado en las propias
dotes. Ansían con avidez el provecho propio. Dios los prueba y vuelve a probar
rigurosamente en este grado de consurrección y les priva de pasar a otras moradas
secretas.

No hay que fiarse de algunos que parecen ser elevados por Dios en breve tiempo a un
profundo y alto conocimiento espiritual. Puede ser que hayan recibido su recompensa,
como leemos del conde Guillermo Juliacense. Era un mal tirano. Una noche de Navidad
recibió dos o tres veces tan gran suavidad espiritual que decía luego estar dispuesto a
dar la mitad de su territorio, con tal de que le fuese otorgado volver a experimentar
tal dulzura. Sin embargo, fue revelado después de su muerte que sufría la misma
condenación del perverso César Magencio.

Amigos indiscretos
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Hay quien se ejercita indiscretamente en la devoción y amor en el tiempo de su


conversión y hacen penitencias excesivas hasta arruinar su naturaleza.

Contra los destructores de la naturaleza

No sienten la debilidad de la naturaleza con la afluencia de la gracia. Se creen que les


es lícito cualquier cosa, que son capaces de imponerse a la naturaleza y ni siquiera
piden parecer. Habiendo procedido así largo tiempo, la naturaleza se desequilibra
totalmente. Luego resulta imposible secundar la gracia de Dios por la flaqueza. Llegan
a perder la sensibilidad de la gracia de la devoción y del amor. Por primera vez se dan
cuenta de la debilidad a que ha llegado la naturaleza. Entonces se cierra el corazón,
desfallece la naturaleza. La gracia sensible no se percibe más y caen en graves
angustias, tribulación, pusilanimidad y desesperación. Se llenan de fantasías y tienen
infierno terrestre para todos los días de su vida. Pero Dios no permitirá que sean
condenados, a no ser que deliberadamente lleven vida de pecados graves. Su
pusilanimidad, escrúpulos, desesperación, tentación en la fe y cosas por el estilo, les
servirán de pena temporal en la tierra, pero no de condenación.

Discreta contemplación

Por tanto, no conviene haga grandes penitencias exteriores el que es atraído por Dios
a la vida contemplativa y llega a ejercer vigorosamente el amor práctico. El impulso
interior debilita y consume bastante la naturaleza. Convendría incluso moderar con
discreción los mismos impulsos vigorosos, porque si quisiera siempre seguirlos con todo
el corazón, debilitaría demasiado la naturaleza. Pero quien no tiene pujante actividad
interior podrá hacer mayor penitencia externa.

Fray Rogelio

Así leemos del hermano Rogelio, antes mencionado, que, después de haber sentido el
impulso interior de la gracia y del amor de Dios, temió hacer gran penitencia y
abstinencia, aunque sentía muchos deseos de hacer estas cosas. Solía decir que su
mayor trabajo era comer y dormir. Cuando iba a tomar un bocado, procuraba elevar
tan alto las fuerzas superiores del alma hacia Dios y bendecirlo, que parecía casi no
sentir el sabor. Le bastaba dejar de comer para cesar el arrobamiento. Por
consiguiente, dejó de hacer penitencia, porque verificó en sí mismo que por la
abstinencia disminuía la devoción interna y la operación con que acostumbraba recibir
admirables gracias internas y dones de Dios. No quiso dar ocasión para impedir la
operación interna del Espíritu.

CAPÍTULO XLIX

Los amigos fieles y la triple mirra de la tribulación


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Sigamos ahora hablando de los amigos que permanecen fieles en toda adversidad, a los
cuales, sin embargo, Dios quiere probar para enriquecerlos, como el ángel dijo a
Tobías: «Porque eras acepto a Dios fue necesario que la tentación te probase» (Tob
12,13, Ed. Vulgata). Hombre dichoso Job, porque en la grave prueba exclamaba:
«Yahvé dio, Yahvé quitó. Sea bendito el nombre de Yahvé» (Job 1,21). Y en otro lugar
dice: «El me puede matar: no tengo otra esperanza que defender mi conducta ante su
faz» (Job 13,15). Es necesario que el amigo probado someta totalmente la voluntad a
la voluntad divina y confíe plenamente en Dios, que toda adversidad le sobreviene para
su provecho.

Probación triple

Hay tres grados de probación divina que pueden representarse por la triple mirra de
que se habla en las Sagradas Escrituras. El primero lo hace Dios por si mismo, cuando
priva al hombre de toda gracia en el sentido, devoción y amor sensibles, y lo deja con
tal desnudez espiritual que nada siente, como si nunca hubiera conocido y amado a
Dios, como si hubiera sido siempre su enemigo. Jesucristo dio pruebas de esta
desnudez cuando oraba al Padre celestial diciendo: «Si es posible, que pase de mí este
cáliz». Enseguida se abandonó voluntariamente y añadió: «Pero no sea como yo quiero,
sino como quieres Tú» (Mt 26,39). Este abandono de la voluntad en manos del Padre
celestial fue acepta sobre todas las cosas.

El abandono de la voluntad

Así debe el amigo fiel renunciar y morir a la propia voluntad en todo abandono
ofreciéndola a Dios con amor. Entonces se renace espiritualmente en el Espíritu Santo
y se hace libre de verdad. Su espíritu se eleva sobre la propia naturaleza, por encima
de todo desprecio, trabajo, penalidades, angustia, temor de la muerte, juicio,
Purgatorio o Infierno. Consuelo o desolación, dar y recibir, vivir y morir y cosas
parecidas, bajo aquella amorosa libertad de la voluntad o espíritu, permanecen unidos
al espíritu divino. Libres, constantes e imperturbables en todo abandono.

Este hombre no puede fácilmente llegar hasta aquí. Sólo la privación de la gracia
sensible templa el ánimo para conseguirlo. Todas las virtudes se adquieren mejor en la
adversidad, como la paciencia padeciendo, la humildad siendo despreciados, el amor a
los enemigos sufriendo persecución, y así las demás virtudes.

Figura de este grado es la mirra amarga, que se dice la primera en el Cantar de los
Cantares, como allí mismo se describe: «Sus labios son lirios que destilan mirra fluida»
(5,13). Esta primera mirra o amargura con que se prueba el alma le es muy útil, aunque
no lo reconozca, para preservar todo el cuerpo de las virtudes y no se corrompa. Así
como los cuerpos de los difuntos se embalsaman con mirra.
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La prueba del demonio

El segundo grado en la prueba viene de la impugnación y tentación de los demonios, por


permisión divina, para probar gravemente al que ama. Le priva Dios de toda gracia
sensible, lo expone a toda tentación y lo deja casi a la intemperie, sin el auxilio de la
protección divina. Como Job era entregado a Satanás para ser flagelado y herido en
todos sus bienes, hijos, siervos y criadas. Asimismo en su cuerpo, de la cabeza a los
pies, con tal que no le quitase la vida.

De este modo Dios somete a estos sus amigos a tentaciones indescriptibles, en toda
dimensión humana. Bien entendido que son de origen diabólico; por ejemplo,
obstinación del corazón, blasfemias, ceguera infernal, odio a Dios, etc.

Tentaciones inverosímiles

Parece increíble que un cristiano las pueda soportar. La tentación, además, es tan
fuerte que les parece consentir en todo momento. Sólo en la parte superior del
entendimiento y voluntad se advierte cierta resistencia y notan que no consienten en
la tentación. Sin embargo, la obsesión que padecen no les permite persuadirse de que
realmente están resistiendo. Ignoran que esta angustia y premura del corazón les
viene solamente de la batalla que sostienen contra la tentación en las partes
superiores del espíritu, aunque el hombre inferior parezca consentir plenamente. Si
todas las potencias del alma consintiesen en la tentación, no tendrían conflicto o
aflicción y también fácilmente caerían en otros pecados graves, en particular deleites
y comodidades sensuales. Es natural al atribulado buscar la compensación del placer
externo cuando el espíritu afloja las riendas.

Se trata de una prueba especial de Dios. El sabe que nada hay más saludable para sus
amigos que el padecer. Lo hace hasta el punto de ver que sus íntimos son incapaces de
contristarse, porque en toda tribulación, por grande que fuere, dan muestras de
hallarse siempre dispuestos a sufrir por El. En algunos, en cambio, la reacción es
contraria: llegan al endurecimiento y ceguera contra Dios. Así los prueba también el
Señor en sus secretisimos juicios, que nadie alcanzará a comprender. A veces puede
ser tan sólo para llevar el alma al fondo de toda mortificación, de donde se sigue gran
provecho espiritual. En otros casos ocurre por deficiencias que hay en nosotros; por
ejemplo, indiscreción.

Indiscreción

Los que son por naturaleza muy activos y de corazón fogoso, al convertirse
apasionadamente hacia Dios, hacen latir impetuosamente el corazón. Se dilata y golpea
hasta poderse lesionar como queda dicho. Cuando Dios les priva de la gracia sensible,
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por alguna de las causas antes indicadas, estas personas se sienten desmesuradamente
afectadas. Quieren por fuerza recuperar la gracia perdida, pero cuanto más se
esfuerzan por conseguirla, más lejos están de recobrarla sensiblemente. En su
impaciencia llegan hasta desequilibrar el corazón dejándolo en desdicha casi
irreparable, como el que tensa las cuerdas de una lira hasta romperlas.

Consiguientemente pierden el dominio de las potencias inferiores del alma, que radican
en el corazón. Las virtudes de templanza y fortaleza se ven desbordadas por el
apetito concupiscible e irascible, respectivamente. Les parece consentir en todas las
tentaciones. Se origina entonces gran tribulación, desesperación, endurecimiento,
obcecación, ceguera infernal, que se apoderan del hombre inferior. Tan sólo en las
potencias superiores hay resistencia, porque ellas están desligadas de la materia.

Se comprende, pues, el conflicto entre potencias superiores e inferiores del alma:


mientras éstas gozan de gracias sensibles, el entendimiento y voluntad se muestran
displicentes y afligidos, porque las potencias inferiores no aprenden a resistir Luego,
se horrorizan y sienten náuseas con inefable angustia. Las potencias sensitivas
sucumben al llegar tentaciones fétidas, odiosas y diabólicas que cualquier persona
supera ordinariamente en las mismas circunstancias. Esto sucede porque han
desequilibrado la normalidad del corazón con ejercicios indiscretos y luego son
incapaces de volver a la tranquilidad acostumbrada.

Gula espiritual

Pongamos también un ejemplo de ociosidad. Algunos son muy emotivos, se les desborda
el amor por los sentidos. Cuando se aficionan por alguna cosa, la efusión es tan
vehemente que todas sus fuerzas corporales languidecen. Estas personas en un
momento dado se reconcentran en Dios, donde encuentran inmensos y múltiples
motivos de amor El Señor, por lo demás, premia todo acto generoso, especialmente en
los tres o cuatro primeros años de la conversión. Resulta, pues, un doble instrumento
de amor y devoción en el sentido.

Tales personas, embriagadas con la abundancia de estos regalos que Dios concede
como remuneración a sus servicios, acrecientan su apetito de gula. Rehúsan luego el
aprendizaje, preocupación y trabajo para morir a sí mismos, adquirir virtudes o
conocer el divino beneplácito. Cada día más ponen su descanso en la devoción sensible
y se vuelven muy ingratos para Dios. El, en cambio, les deja disfrutar largo tiempo de
la gracia sensible, por si tal vez pudieran llegar al reconocimiento y enmienda. Pero
cuanto más tiempo Dios los aguarda, tanto más golosos y desordenados se vuelven,
regodeándose principalmente en esta sensación.
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La naturaleza corrompida siempre tiende con mayor avidez a las cosas prohibidas,
como ocurre al adúltero, que siente mayor atracción por la mujer con quien vive en
adulterio que por la esposa. Cuando el Señor ve a estas personas infieles, siempre
apegadas a las gracias sensibles, se las quita. Como entonces carecen de fundamento
de virtudes o mortificación, con facilidad se vuelven impacientes y con bruscos
modales intentan recuperar la sensación del gusto perdido.

No llegan al verdadero reconocimiento. No se les ocurre pensar que es por sus


defectos, para que se enmienden. Por eso, cuanto más se esfuerzan en recuperar las
sensaciones perdidas, menos aprovechan y se vuelven impacientes.

Amargura del corazón

De ahí nace la amargura del corazón y tedio que los hace insoportables a si mismos y a
quienes los rodean. Poco a poco comienzan a degenerar en perversidad, obstinación,
impaciencia, obcecación y ceguera contra Dios. Ponen su alma en peligro. Pero no es
más que recibir la pena debida a su indiscreción. Pueden merecer mucho en ello, si
procuran mantenerse con paciencia y entereza de ánimo. En la hora penosa de la
prueba se hallan desconcertados por la gran aflicción o infernal ceguera y malicia de
que son víctimas. Parecen haber perdido el dominio de la razón. Deberían, en cambio,
dolerse en espíritu de todas sus faltas y abandonarse confiadamente a la voluntad de
Dios, pidiendo perdón por los pecados pasados y que los defienda de los presentes y
futuros.

Martirio mental

Hay otros casos en que los pacientes no han dado motivo para tal ausencia divina. Dios
entonces lo dispone tan sólo para probar a fondo a sus amigos fieles. Les prepara una
admirable corona de mártires en la vida eterna, pues no hay mayor martirio que esta
ausencia de Dios, tan insufrible, que San Agustín y San Bernardo la comparan a las
penas infernales. Son almas realmente muy gratas al Señor

Este grado de probación está figurado con la segunda mirra, que se denomina mirra
óptima en el libro de Judith (10,3). Con ella se ungió la heroína cuando intentaba matar
a Holofernes, enemigo de los judíos y símbolo del enemigo infernal.

La prueba de los hombres

Se da un tercer grado de probación cuando, además de las pruebas anteriores, la


gente se burla del justo, lo desprecia, y lo tienen por fatuo e iluso. Aquellos mismos
que parecen más honrados, virtuosos, santos y doctos. Esto le deja consternado,
pusilánime y desolado. Como el santo Job (2,11) con los tres amigos que habían venido a
consolarle. Instigados por el enemigo, en vez de consuelos, le lanzaban improperios y
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contumelias, obcecados en que Dios le había llagado por su culpa de él. Le causaban
máximo dolor Lo mismo sucede a éstos. Se burlan de ellos, los insultan, condenan,
maldicen. Por cualquier motivo los consideran posesos del diablo. Dios lo permite para
que sus amigos carísimos sean probados en grado sumo y se purifiquen. Por aquí los
lleva a la perfectísima semejanza de Cristo Jesús, a quien nos ha propuesto como
ejemplo en la cruz.

Debemos tener en cuenta que jamás hubo pintor, por artista que fuere, capaz de
reproducir todas las líneas del modelo en longitud, latitud, orden, semejanza, colorido,
etc., tanta perfección como el Señor lo hace con sus amigos predilectos. Dios,
efectivamente, con sabiduría infinita dispuso cómo guiarlos fiel y felizmente por estos
medios en perfectísima semejanza con Cristo. Símbolo de este grado es la tercera
mirra, que en el Cantar de los Cantares (5,5) se llama probatisima, cuando dice la
esposa: «Me levanté para abrir a mi Amado, y mis manos destilaron mirra, mirra fluida
(probatissima en la Vulgata) en el pestillo de la cerradura». «Abrí a mi Amado», que
quiere decir: abandoné mi voluntad en el insuperable beneplácito de Dios, aun en toda
adversidad y tribulación. Por eso le he abierto la puerta de mi alma para descansar Él
tan sólo quiere poner su tálamo en mi corazón tranquilo.

Baste, pues, con lo dicho acerca de la consurrección según el hombre inferior.

CAPÍTULO L

Consurrección de las potencias superiores en la vida contemplativa espiritual.


Alma y espíritu

Continuemos ahora la consurrección de la vida contemplativa, que tiene lugar en la


parte media del hombre, o sea, en las facultades superiores del alma.

Alma

Con el nombre de alma se designan las facultades inferiores de la vida racional. Es


decir, su punto de unión con el cuerpo.

Espíritu

Espíritu comprende la parte media, esto es, las tres potencias superiores con que el
hombre puede acercarse a Dios y hacerse un espíritu con El, mediante la
contemplación.

Mente
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Llamamos mente a la parte suprema del alma donde las tres potencias espirituales se
hallan radicalmente unidas, de donde fluyen como rayos solares y donde confluyen
nuevamente. El centro del alma que conserva impresa la imagen de la Santísima
Trinidad. Es tan noble, que ningún nombre le cuadra con propiedad. Se usan
circunlocuciones para darlo a entender de algún modo. Es lo más excelente del, alma.

División de alma y espíritu

Para la consurrección del espíritu, es decir, de las potencias espirituales, hay que
distinguir previamente entre alma y espíritu, porque es necesario que esta
consurrección se opere en espíritu totalmente libre. Según la expresión de San Pablo
(Heb 4,12), «la Palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada alguna de
dos filos, penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu». Operación creada
en nosotros para que el espíritu, libre de todas las cosas, pueda proseguir su obra de
contemplación. San Agustín, en el libro De Spiritu et Anima, añade que no hay nada
más admirable que esta división «alma y espíritu», si bien que esencialmente son la
misma cosa.

Esto permite señalar dos fronteras. De una parte, lo que es animal o sensual en el
hombre y, de otra, lo espiritual, que vuela a las alturas, hasta sublimarse en la gloria
divina, para transformarse en su imagen. Porque «quien se une al Señor se hace un
espíritu con Él» (1 Cor 6,17). A veces el espíritu humano queda tan abstraído del
cuerpo y del alma que podría decirse: el espíritu no está en el espíritu. Esto ocurre
cuando las potencias superiores van tan lejos que el hombre se olvida de cuanto le
rodea, incluso del propio cuerpo.

De espíritu a espíritu

Solamente la memoria o el entendimiento se asoman a lo que está pasando en el fondo


del espíritu. Dice San Juan a este propósito en el Apocalipsis (1 ,10): «Caí en éxtasis
un día del Señor». San Jerónimo lo comenta en estos términos: «Juan cayó en éxtasis
sin que dejase de estar en su cuerpo. Pero su mente quedó adherida al espíritu de
eternidad. El espíritu docente elevó al adoctrinado y por eso vio cosas tan admirables
y profundas».

Algunas veces el espíritu humano, con gran ímpetu de amor fervoroso, es arrebatado
sobre sí. Se podría decir entonces razonablemente que está sobre el espíritu, o sea,
no sólo trasciende las otras cosas, también a sí mismo. Sucede de manera admirable.
El fuego del amor lo levanta hacia aquel que está sobre todas las cosas, por lo cual sale
de sí mismo. Nada hay en él, es decir, en su memoria, entendimiento y voluntad más
que el amor eterno, que es el mismo Dios, en quien todo espíritu desnudamente se
sumerge.
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Espíritu sin espíritu

En tercer lugar, el espíritu humano muchas veces llega a salir de sí hasta el punto de
poderse decir que el espíritu está sin el espíritu. Esto tiene lugar cuando empieza a
salir de sí mismo, a aniquilarse para introducirse en un estado supraesencial. Así se
inicia en la contemplación esencial de Dios, como Pablo era arrebatado para ver a Dios
en su esencia y será nuestra dicha verlo en el cielo (2 Cor 12,4). Trataremos de esto
ampliamente al final.

Sutileza de las potencias superiores

Al llegar aquí tenemos que confesar la dificultad en explicar la consurrección de las


potencias superiores, cuya sutilidad supera nuestros alcances. Cuanto podamos decir
lo comprenderán solamente quienes lo hayan experimentado de algún modo, por lo cual
no es mi propósito escribir de ello largamente.

En esta consurrección, el alma más que subir por si misma se siente arrebatada. Es
más actuada que actuante. El Espíritu Santo actúa interiormente en formas y tiempos
incontables. En cambio, nuestra operación, la que tenemos que hacer en esta
consurrección, es sencilla. Semejante a la actividad de la consurrección en las
potencias inferiores. Pero excede en nobleza a la anterior, como el oro a la tierra,
como el aire a los cuerpos por la sutileza, como el sol a las estrellas por su claridad.

Los inexpertos, aunque fueren de ingenio muy sutil, no podrán comprender la nobleza
de estos escritos mientras no lo experimenten. Les parece entenderlo humanamente,
pero necesitan una luz intelectual increada, aquella de donde fluyeron todas las luces
intelectuales creadas. Y aun así no podrán entender cómo un lumen increatum actúa o
nace en nuestro espíritu. Sólo la experiencia es madre de esta ciencia. Lo manifestó
Jesucristo Nuestro Señor diciendo: «Yo te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los
pequeñuelos», que quiere decir a los humildes y mortificados (Mt 11,25). Y en otra
ocasión dijo: «Dichosos los ojos que ven lo que veis. Porque os digo que muchos
profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que
vosotros oís, pero no lo oyeron» (Lc 10,24). Por reyes podemos entender aquellos que
son fuertes por naturaleza y se ejercitan mucho en ayunos, vigilias, disciplinas, cilicios,
oraciones vocales y cosas parecidas con que se domina la naturaleza. Puede ocurrir, sin
embargo, que pongan su confianza en estas obras de penitencia y de ahí resulten
presuntuosos, y aun desdeñosos, aquellos que no son de naturaleza fuerte para hacer
penitencia.

Profetas
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Se entiende aquí por profetas aquellos que son de sutil ingenio y se esfuerzan en
llegar a la contemplación de los bienes eternos, pero su versión no es todavía pura.
Quieren ver las cosas divinas y no alcanzan, porque son inmortificados en la propia
voluntad.

Voluntad ciega

Ten esto por cierto: la causa de esta obcecación, que impide la luz espiritual, es la
voluntad inmortificada, como los párpados cerrados impiden la visión de los ojos. Si
quieres, pues, venir a la verdadera, espiritual e intelectual contemplación, desnuda y
vacía perfectamente tu voluntad de todo querer y no querer La voluntad propia, la que
no se entrega plenamente al divino beneplácito, es como una columna en que se apoyan
los muros del desorden. Al quitarla, se derrumban las murallas de Jericó (Jos 6,20).
Se parece asimismo al fondo de la nave que recoge toda inmundicia de pecados.

«Lumen» increado

A mayor abundamiento puede el lumen increatum compararse a la luz solar, que es


simple en su claridad y, sin embargo, se percibe mejor o peor, según la disposición del
objeto en que se proyecta. De diferente manera brilla en el vidrio negro, en el verdoso
y en el blanco. La claridad es la misma, pero cada uno la refleja de distinto modo,
conforme a su disposición. Así sucede en estos tres grados o partes que asignamos al
alma.

La ilustración del entendimiento puede entenderse también por la semejanza con la


aurora, de la cual dicen los ángeles en el Cantar de los Cantares: «¿Quién es ésta que
surge cual la aurora?» (Cant 6,10). La luz de la aurora se eleva gradualmente. Al
levantarse, se difunde. Dilatándose, se esclarece. Finalmente se presenta toda la
aurora, cambiada en día claro, con sol espléndido. Así es la luz intelectual en el
hombre: primero, pequeña y baja, cuando está en las potencias inferiores, en que el
hombre se ejercita. Al progresar en los ejercicios, poco a poco se levanta y se difunde
en el entendimiento, como se observa en la montaña, que cuando más subimos más
podemos contemplar Por último, el entendimiento se eleva y extiende en tal medida
que excede toda humana capacidad e inteligencia hasta transformarse en claro día,
cuando podamos contemplar el sol eterno. Algo así como esta elevación y difusión se
elevan todos los actos del alma. Se dilatan y ennoblecen.

CAPÍTULO LI

Elevación de la memoria. Las tres potencias del alma

Lograda la consurrección por la plenitud de gracia y cooperación del propio esfuerzo


en las partes superiores del alma, puede compararse a una fuente de donde salen tres
- 110 -

arroyos que inundan las tres potencias del alma. Se trata de una plenitud de gracia,
infundida por Dios en la unidad del espíritu a modo de una fuente borbollante. Se
mantiene, sin embargo, inmanente en la esencial unidad de nuestro espíritu, donde
nacen tres ríos de divina operación inundando las potencias espirituales del alma.

Arroyo de la memoria

El primero corre desde la unidad del espíritu hasta la memoria, la potencia primera. Es
una serenidad o claridad espiritual, simple, uniforme, gozosa y pacífica. Como el aire
cuando ha cesado todo viento, limpio de nubes y nieblas, sereno, esclarecido por los
rayos del sol. En eso se transforma la memoria por influencia de este arroyo.

Paz de la memoria

Pacífica en sí misma, clara, serena en su conversión a lo divino, purificada de toda


imaginación peregrina. Este divino caudal la eleva por encima de impresiones
sensitivas, imaginaciones y todo cuanto pueda distraerla. Se hace estable y firme en la
unidad de espíritu. Cuando corre este torrente inunda las potencias inferiores y
superiores del alma. Como el reflujo del mar, las atrae al punto de su nacimiento. Se
levantan sobre toda multiplicidad y ocupaciones, como sí el hombre fuese elevado
sobre las nubes hacia la verdadera claridad y paz, donde ni el viento, ni nubes, ni
granizo, ni otro algún cambio tiene lugar La memoria alcanza claridad y paz tan
admirables que nadie podrá comprender si no lo hubiese experimentado.

Por esta luz infusa, clara y tranquila penetra el hombre recogido, quieto, empapado y
anclado en la unidad de su espíritu, donde halla la propia morada. Esta unidad, por la
operación interna de Dios, se convierte en aquella otra excelentísima, en que el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo están unidos con sus ángeles y santos.

Elevación de la memoria

El alma que aquí llega olvida lo terreno. Está viviendo en el cielo, aunque sus pies
toquen la tierra todavía. Nos cuentan que un Padre del desierto tenía su memoria
trascendida tanto, que le era imposible retener imagen alguna de las cosas terrenas.
Le ocurrió que un Hermano llegó a su celda y pidió le prestara una cosa. Respondió el
Padre: «Espera un momento, Hermano, entro y te la traigo». Apenas había cerrado la
puerta se olvidó de lo que iba a hacer y del Hermano que estaba esperando. Llamó éste
de nuevo. Salió el Padre preguntando qué deseaba, pues lo había olvidado. Por segunda
vez fue a buscarlo y le pasó lo mismo. Otra vez llamó el Hermano. Por tercera vez salió
el Padre y dijo: «Querido Hermano, entra tú mismo y coge lo que pides, pues no soy
capaz de retenerlo en la memoria tanto tiempo».

CAPÍTULO LII
- 111 -

Elevación del entendimiento a la luz divina

Arroyo del entendimiento

El arroyo que corre por el entendimiento, segunda facultad, es como una aparición
interior del Señor Un entender que fluye de Dios, conserva nuestra interioridad
abierta a toda influencia divina y eleva el entendimiento a conocer los más profundos
arcanos de la Sagrada Escritura. Excede todo natural conocimiento. Se eleva hasta
percibir el susurro interior y ver muchas luces intelectuales, ocultas hasta ahora. Con
ellas siempre se levanta más y más sobre sí y profundiza en el abismo de Dios.

Contemplación de San Francisco

Sirva de ejemplo San Francisco, hombre sencillo. Estaba algunas veces en


contemplación y hablaba con Dios, oyéndolo Fray León. Decía: «¿Quién eres Tú,
dulcísimo Jesús, y quién soy yo, el más vil de tus gusanillos?» Le preguntaba después
Fray León qué quería decir con estas palabras. Respondió el santo diciendo que se le
habían descubierto dos luces para conocer.

Dos luces

La primera es de la incomprensible inmensidad de Dios en grandeza, majestad,


sabiduría, bondad, misericordia y atributos divinos. La segunda luz intelectual fue la
noticia de su profunda vileza. Con estos dos focos crecían en él el amor de Dios y el
desprecio de sí mismo. De igual modo estos hombres son arrebatados al conocimiento
de los divinos arcanos. Incomprensible para quienes no lo hayan experimentado.

Divinas noticias

Aquellos que levantan los ojos del entendimiento a la excelsa naturaleza divina, de
ordinario reciben primero conocimientos de Dios; por ejemplo, que Dios es
incomprensible, simple pureza, inescrutable en su esencia, profundidad inaccesible,
altura inalcanzable, eterna anchura, longitud tranquila y silenciosa, pacífica tiniebla,
ancha y dilatada soledad, descanso eterno de los santos, común disfrute de sí mismo y
de todos los santos. Y muchas cosas más que pueden verse en el piélago insondable de
la divinidad. Nadie entenderá el sentido pleno de estas palabras, mientras no lo
experimente. Sepan, sin embargo, que el entendimiento de quienes andan con
frecuencia en estos senderos, en tal medida se levanta a la admiración, que desea
seguirlo con todas sus fuerzas, con la operación consiguiente de dar gracias a Dios, de
honrarle y amarle. El hombre se siente elevado en todas sus potencias.

Fecundidad divina
- 112 -

Prosiguiendo ahora acerca de esta noticia, en segundo lugar el entendimiento es


elevado e instruido sobre la Santísima Trinidad. Cómo el Hijo es engendrado
eternamente por el Padre. Cómo el Espíritu procede del Padre y del Hijo. Cómo
aquellas tres divinas personas son un solo Dios .y una esencia, de igual potencia,
sabiduría y bondad. Cómo todo lo atribuido a Dios conviene por igual a las tres divinas
personas, distintas tan sólo en cuanto personas. Pero es de notar en este grado de
consurrección que tales noticias y aspiraciones se dan únicamente en imágenes
espirituales y semejanzas. No esencialmente. Sobre la visión de la esencia trataremos
al final. No obstante, esta noticia también es inaccesible, porque nadie la puede
alcanzar por esfuerzo propio o sutileza de ingenio. Necesita el entendimiento ser
elevado por Dios, dilatarse, ser clarificado sobre toda luz natural, como se da a
entender en el símil de la aurora, que se transforma en día. Entonces finalmente podrá
ser instruido en el entendimiento, para conocer las propiedades que son atribuidas a
las tres personas.

El Padre

El Padre es majestad inmensa y omnipotente. Creador, conservador, motor, principio,


causa primera y origen de todo lo creado.

El Hijo

El Hijo unigénito es la sabiduría insondable y la verdad, la vida y ejemplar de todas las


criaturas, la regla o medida infalible en el arte del Padre, el ojo de la divinidad que ve
lo más recóndito, el esplendor de la gloria del Padre, que ilustra a los elegidos según
sus méritos individuales.

El Espíritu Santo

El Espíritu Santo es incomprensible largueza de caridad, misericordia de piedad


incalculable, piélago profundo de inmensa bondad, torrente impetuoso, que embriaga la
sociedad celeste con placer incomprensible, llama de fuego que derrite en la
misericordia divina a todos los espíritus amantes, lazo y abrazo del Padre y del Hijo y
de todos los espíritus bienaventurados. El los une para disfrutar de las inmensas
delicias y riquezas de Dios. Y así infinidad de cosas que se imprimen en' el alma con
imágenes o semejanzas. Entonces actúa en el entendimiento el espíritu de Dios, del
cual dice San Pablo: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios» (Rom 8,14).

Tales noticias levantan el alma a la admiración de las obras divinas. Una cosa sobre
todo deja atónito al hombre: la generosa comunicación de la naturaleza divina. Se
ofrece liberalmente para que todas las criaturas la disfruten, cada una según su
- 113 -

propia disposición y aptitudes, principalmente, claro está, los espíritus


bienaventurados por el gozo de su gloria y de su gracia. De esta admiración nace
especial confianza en la bondad divina y cierto gozo íntimo, que penetra todas las
potencias del alma, hasta allí donde se unen en espíritu.

CAPÍTULO LIII

Voluntad inflamada en amor

El arroyo de la voluntad

Fluye el tercer arroyo del amor, tranquilo. Sus aguas son fuego manso. Del manantial
del espíritu se deslizan al estanque de la voluntad superior o potencia del amor Este ya
no estalla como aquel amor práctico que se infunde en el hombre inferior Vierte la
corriente en aguas remansadas del espíritu, las potencias espirituales. Lodos del
cuerpo allí no alcanzan. Silencioso, puro, perfectamente en fragua depurado es este
amor Parece aceite hervido, que el fuego no hace desbordar, reposado. Como el oro
excede al barro de la tierra; más noble aquel primero. Así es este amor, más sutil;
como el aire es más que el agua. Es fuerza de imán irresistible, que atrae las fuerzas
superiores a su origen. Cuanto mayor es su fuerza, menos halla en nosotros
resistencia. El calor de este amor es tan vehemente que parece abrasar y consumir al
hombre enteramente. Lo transforma y enciende en carbón vivo. Lo arrastra al fuego
inmenso del amor divino. Allí el amor humano aniquila imperfecciones. Allí el alma
enamorada suplica amor divino sin cesar: que tu inmensa grandeza penetre, devore y
aniquile con presteza.

Amor que clama

El amor de Dios dama con voces incesantes que graba en nuestro espíritu, para amar a
aquel amor que se amó eternamente. Es voz de interna moción en nuestro espíritu,
terrible y violenta más que el trueno. Su fulgor abre el cielo al espíritu y le muestra la
luz de la eterna verdad. El amor nunca descansa sin que desee multiplicarse. Cuanto
más ama el espíritu, tanto más encendido es el deseo. Consiguientemente, lo que
resulta fuego de amor tan intemperado y vehemente vadea el mismo ejercicio de amor
entre Dios y el espíritu. Es amor como un rayo fulgurante, ávido de consumir en su
fuego al mismo espíritu. Causa de esto es que el amor práctico y el fruitivo igualmente
se refuerzan. Nunca sucede así en los grados precedentes, a no ser a veces por
especial don de Dios. Aquí en parte se equiparan.

Amor práctico

Y para que entiendas, propiamente se dice amor práctico cuando nuestro espíritu
opera con su amor creado e impele hacia Dios y todo lo que puede ser de su agrado. Se
- 114 -

llama amor fruitivo, si el espíritu nuestro es actuado felizmente por el Espíritu de


Dios. La actuación interna de Dios consolida todas las apariciones y elevaciones en
total perfección del hombre.

Amor fruitivo

Hay cierta fruición en todo amor divino, pero prevalece el amor práctico en el
precedente grado, según el proceso común. Disminuye en el fruitivo. En los siguientes,
por el contrario, obtiene la primacía en la conversión a Dios y cede el amor práctico. El
espíritu es más actuado por el divino Espíritu y se aniquila de tal modo que expira en sí
mismo, derritiéndose en amor de Dios. Resulta un solo espíritu en el ardor de la
caridad. En el grado presente se interfieren con igual violencia. Conviene que nuestro
espíritu a veces ceda al divino. Se produce en el hombre gran conflicto, porque las
aguas son impetuosas. Más aún porque nuestro espíritu no está habituado a la
expiración. La humana naturaleza se resiste con fuerza. Ninguno de estos espíritus se
resigna a ceder, ambos quieren prevalecer El espíritu humano desea en todo momento
absorber la inmensidad de Dios. Resulta devorado mientras piensa absorber y devorar
Como el pez que va a comer el cebo: queda atrapado por el anzuelo.

Amor muy ferviente

A este grado de la consurrección pertenece el séptimo del amor En las Escrituras se


llama amor supraférvido, amor que hiere con demasiado calor De éste dice Hugo en el
capítulo séptimo de Coelestis Hierarchiae: «Conociste cómo eso que hierve es
arrojado fuera de sí con cierta violencia de su incendio. Es llevado sobre sí y produce
una gran moción por efervescencia invisible. Así también el amor supraférvido lanza al
espíritu sobre sí mismo y fuera de si mismo». Este amor, por su gran fervor, arroja
lejos del hombre todas las desordenadas aficiones, todas las ocupaciones y
ansiedades, todos los afanes y ejercicios que no convienen a su afecto e impulso. Como
dice San Bernardo en el Sermón XXXV Super Cantica, el alma que aprendió una vez del
Señor y aceptó entrar en sí misma, para respirar la presencia de Dios en su interior y
disfrutarla en parte, tendrá como fuego horrible el salir otra vez a satisfacer los
atractivos y molestias de las tendencias humanas, habiendo ya gustado la suavidad de
la conquista espiritual».

Así, pues, hemos expuesto muy brevemente esta consurrección de las potencias
superiores. Porque nada digno podemos decir de esto en comparación con la realidad.
Nada vamos a decir de las operaciones que el Espíritu Santo realiza en tales hombres.
Podrían multiplicarse y variarse más que pelos hay en la cabeza. La principal obra de
esto consiste en la extracción o intracción (expiración e inspiración) de que trataré en
el grado siguiente, para gloria de Dios.
- 115 -

CAPÍTULO LIV

Consurrección de la vida contemplativa espiritual en la unidad esencial del alma

Finalmente vamos a tratar de la consurrección que tiene lugar en la parte suprema del
alma, en la unidad esencial, que es fuente y origen de las potencias superiores. Esta
unidad en cuanto tal no es activa, pero de ella reciben todas las potencias el poder
obrar Es totalmente necesario en esta unidad hacernos semejantes a Dios por gracia y
virtudes o diferentes por el pecado. Sin la semejanza no podemos unirnos a Dios
sobrenaturalmente. El pecado rompe la semejanza con Dios y nos separa de El. Por el
pecado se desconectan las potencias del alma de su esencia, que Dios ocupa. Nuestro
espíritu y sus potencias quedan así disociadas y por consiguiente desaparece la paz,
que procede de la unión. Pero cuando el alma está perfectamente adornada en divina
semejanza por la gracia y virtudes, nuestro espíritu se lanza con feliz inmersión al
fondo del amor fruitivo. Se logra, pues, cierta unión sobrenatural con Dios por medio
de las virtudes y la gracia. En esta unidad nosotros quedamos sumergidos en el
Espíritu Santo y recibimos al Padre y al Hijo con el mismo Espíritu y toda su divinidad.

Bienaventuranza suprema del hombre

En esto consiste nuestra suprema bienaventuranza, en que, por la semejanza de las


virtudes y el medio de la luz de gracia y de gloria, nuestro espíritu se introduce en la
paz de la unidad esencial y sobre él Dios se difunde liberalmente con todas sus
riquezas. Intentamos hablar de esta unión porque es nobilísima la consurrección para
esta paz. Lleva nuestro espíritu al ejercicio supremo que se puede practicar bajo la luz
increada y nos profundiza más y más en Dios. Este ahondamiento es semejante a un
torrente o río impetuoso, que corre sin retroceso hasta el mar, donde queda absorbido
totalmente.

Toque de Dios en el Espíritu del hombre

Para mayor evidencia conviene saber que esta consurrección se inicia y perfecciona
con una atracción, cierto toque que Dios opera en lo íntimo de nuestro espíritu. De ello
se gloría el alma dichosa diciendo: «Mi Amado metió la mano por el agujero de la
puerta y por él se estremecieron mis entrañas» (Cant 5,4), es decir, el hombre
inferior Nuestro espíritu padece y recibe este toque sin hacer nada de su parte. Las
potencias superiores se estrechan con él en la unidad del espíritu, en sus propias
operaciones de discurrir y amar La razón iluminada y mucho más la voluntad superior
sienten lo que pasa, pero no lo aciertan a explicar

No podemos comprender qué es este toque en su origen, o qué sea el amor en sí mismo.
Pero sabemos con certeza que es la tela fina que media entre Dios y nuestro espíritu,
- 116 -

entre el actuar y ser actuados, entre el vivir y morir o expiar Nos levanta al ejercicio
más alto que la naturaleza humana puede alcanzar en este mundo con la ayuda divina.
Dicho toque excita y eleva el entendimiento a conocer a Dios en su esencial claridad y
arrastra la voluntad superior a disfrutar de Dios esencial e inmediatamente.

Importancia del toque divino

La importancia de este toque divino consiste propiamente en que atrae al espíritu


amante a ejercitarse interior y exteriormente. El Espíritu Santo con su aspiración nos
induce a demostrar con obras el amor y a practicar las virtudes. Luego introduce de
nuevo nuestro espíritu a amar con fruición y descansar felizmente. El que ha limpiado
ya su corazón puede, por la acción interna del Espíritu Santo, ejercitarse doblemente
en el amor fruitivo y práctico, sin que uno impida al otro, antes bien se corroboren
mutuamente. Esto quiere decir que siempre halla descanso pleno en Dios con el amor
fruitivo a la vez que ama totalmente en la actividad del amor práctico. Por el amor
fruitivo experimenta la unión con Dios y por el amor práctico siente la separación. Así
es la vida eterna que ahora podremos pregustar.

Sírvanos de ejemplo el aire que respiramos. Lo expiramos para poder inspirar otro
nuevo, con lo cual se continúa la vida natural. Abrimos también los ojos corporales para
ver lo exterior y enseguida los cerramos para volverlos a abrir El rápido cerrar los
ojos no nos impide ver, antes bien parece que siempre permanecen abiertos.

Morir y vivir en Dios

Así también morimos o expiramos en Dios por el amor fruitivo y de nuevo por el amor
práctico vivimos en nosotros mismos. Salimos de Dios para algunas obras virtuosas y
ejercicios y nuevamente nos introvertimos en El para beber en la fuente. Tan
firmemente nos adherimos a Dios como si nunca experimentásemos alguna
extroversión o la extroversión no impidiese la adhesión y expiración.

Dichoso aquel que puede experimentar esto frecuentemente por la gracia de Dios; es
imposible describirlo. Es la más noble sensación y la ejercitación más útil de todas las
que podemos recibir en nuestro espíritu, si exceptuamos el lumen increatum, aunque se
dan algunos grados medios más altos antes de llegar a ver a Dios esencialmente. Pero
aquellos grados están fundados sobre el espíritu, en la unidad del espíritu o esencia
del alma. A ellos estimula y compele este ejercicio, como aquí explicaremos
gustosamente, en la medida que nos sea posible

CAPÍTULO LV

Nombres del amor: práctico, fruitivo, elevado, pacífico, puro y esencial


- 117 -

Antes de continuar hablando de los toques, a fin de tener mayor información,


tratemos algo del amor en sus distintos grados y qué se entiende por cada uno de
ellos.

Amor práctico

Se llama amor práctico porque opera en nosotros una sensación de gracia, devoción y
amor Nos induce a practicar con diligencia obras virtuosas y ejercicios en orden a
adquirirlas para morir a todo desorden.

Amor fruitivo

Se dice amor fruitivo porque nuestro amor está unido perfectamente al amor divino.
Unión que produce fruición. Con la unión esencial se da la fruición esencial, en la cual el
espíritu no percibe ninguna distinción o medio entre él y el amado. El espíritu se dilata
en cierta latitud del amor esencial, cuya ardiente llama transporta nuestro espíritu
hasta el fuego del amor divino, de infinita magnitud. Resulta un solo acto de amor o
fruición porque el amor de Dios y el nuestro siempre son semejantes y uno en la
fruición, donde el divino Espíritu absorbe nuestro espíritu con él mismo en único gozo
y bienaventuranza.

Es propiedad del amor estar siempre activo, nunca ocioso. Pero en la medida que se
aproxima al amor eterno predomina el amor fruitivo, que nos obliga a quedar ociosos.
Cuando nuestro amor está perfectamente unido al amor de Dios, más que actuar
nosotros somos actuados y transformados por el Espíritu Santo. Es Dios sólo quien
actúa en la fruición, quedando inoperantes nuestras potencias de amor Estamos
transformados en unidad de espíritu.

- Fruición

En cambio, la fruición de que hablamos aquí es el abrazo del amante en el Amado,


sobre todo deseo, en un simple y desnudo amor, donde el Padre con el Hijo abraza a su
Amado en la unidad fruitiva del Espíritu Santo. Con tal abrazo, el espíritu humano
tiene necesidad de expirar, derretirse, fluir, hacerse una sola cosa en gozo con Dios.
Cuanto más apretado abrazo merecemos, tanto más participamos de la divina felicidad.
Recibe éste el nombre de amor fruitivo, aunque en realidad hay cierta fruición en todo
grado de amor divino.

Amor «elevatus»

En tercer lugar el amor se llama elevado porque levanta el espíritu sobre toda
operación hacia una desnuda inteligencia y amor
- 118 -

Amor pacífico

Viene luego el amor desprendido, tranquilo, ocioso. Se despoja de todos los


intermedios y se transforma plenamente en amor esencial. Libre de toda adversidad,
no hay en él acceso ni receso, ni impetuosidad de amor y virtudes. Vacando, permite
ser actuado por el Espíritu de Dios. Vive tranquilo en Dios y Dios en él, nutriendo y
paciendo todas las virtudes. Su alimento no es otro que Dios mismo. Es un constante
fluir como una fuente, a la vez que está quieto e inmóvil en sí mismo.

Amor puro

El quinto grado de amor se llama puro porque está ya depurado y despojado de todas
las aficiones terrenas.

Amor esencial

Se llama así porque se apoya y enraíza en la misma esencia del alma. Trasciende al
amor práctico y la razón, haciéndose un solo espíritu y un solo amor con Dios.

Tienes, pues, dicho en parte lo que son y significan los varios nombres de amor.

CAPÍTULO LVI

El toque extrayente

Prosiguiendo en el ejercicio del toque divino, conviene saber que nuestro espíritu es
traído primeramente hacia fuera con este toque. Tiende a poner ejercicios externos
por comunicación del Espíritu Santo, con el cual todas las potencias del alma se llenan
de placer y riqueza espirituales. Las potencias exteriores luego son empujadas hacia
dentro en un momento, y las internas inferiores, impulsadas a lo alto, son atraídas a
las superiores de tal manera que cesan en todas sus operaciones. Las superiores, en
cambio, se actúan plenamente. La memoria se enriquece y amplia con abundante
comunicación de cosas celestiales y divinas. El entendimiento queda esclarecido con
ilustraciones intelectuales. La voluntad empieza a ceder con deseos licuescentes.

El toque extrayente

Este toque, además, nos hace vivir en espíritu, llenándonos de su gracia y poniéndonos
en la presencia de Dios. Con tan potente virtud, finalmente, nos conserva para que
seamos capaces de soportar sin defección los sabores y deleites sensitivos y todos los
regalos que vengan de Dios. Los arroyos de bondad fluyen de este toque y todas las
potencias se expanden ampliamente, en particular el excesivo apetito de un deseo
- 119 -

voraz. El alma siente que Dios quiere entregarse a sí mismo con todas sus delicias y
riquezas, para venir y fijar su morada en felicidad.

El toque intrayente

El toque introvertiente produce en nosotros un ejercicio más noble aún. Nos lleva a la
unión con Dios y a estallar de gozo en El. Es, sin embargo, útil y necesario que quien
ama de veras trabaje por ejercitar y seguir ambos toques, más por necesidad que por
afecto. Siempre es más deseable excitar la intracción en la cual el espíritu descansa
inmediatamente en Dios. Pero es menester a veces que desee por necesidad este
ejercicio.

Interrupción del toque intrayente

Ante todo, para que su deseo se consiga por completo con la operación interna, es
necesario imitar la perfección divina, en la medida de lo posible, especialmente en
cuanto la podemos imitar por su naturaleza humana. Necesita meditarías con mente
piadosa para estimularse a sí mismo a la imitación.

En segundo lugar, para que el alma enamorada, que gusta los deleites de la paz
espiritual, no comience a esperanzarse y hacerse negligente en el aprovechamiento de
las virtudes y buenas obras.

Por último, para que el espíritu con mayor fecundidad emprenda de nuevo el vuelo
hacia el Amado.

Conviene que su intención, no sólo principal sino única, esté siempre en la salida
amorosa, como la abeja vuela para extraer la miel de las flores y ponerla en el panal.

Ejemplo de la abeja

El alma, iluminada por la razón, debe volar por todas las cosas admirables y amables
que Dios hizo con su poder infinito, sabiduría y bondad en todo lo creado.
Principalmente en aquel gloriosísimo y amabilísimo espejo, que es la sacratísima
humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, y por todas las cosas que con tanta gloria,
digna y amorosamente hizo y padeció en la humana naturaleza, para que, como abeja
laboriosa, haga surgir de estas cosas la miel espiritual. Luego se levantará a dar
gracias a Dios, a alabarle, honrarle y amarle. Saturada con este ejercicio, dejando
fuera la razón iluminada, volverá rápidamente al propio panal, esto es, a su Amado, por
la dulzura del amor fruitivo. Fluya allí amplia y profundamente al amor increado, como
a cierto abismo, dejando fuera la razón iluminada, hasta que salga de nuevo.
- 120 -

Cuando se haya consumido el néctar del amor que trajo antes, favorecida y colmada,
actuada por el Espíritu e iluminada por la razón, levante otra vez el vuelo para recoger
mas miel y regrese luego con nueva cosecha hasta el Amado.

Orden de la caridad

Éste es el buen orden del amor: que la mente humana aprenda a usar y entretenerse
en las cosas según que convenga al provecho del espíritu, extrayendo de todas la
dulzura meliflua del poder divino, bondad, grandeza, largueza y otras propiedades. Con
ello acuda de nuevo al propio panal, esto es, a aquel amable origen de donde salieron
todas las cosas. Esta es, en definitiva, la razón de todo movimiento: volver volando al
Amado, con la rica miel de nuestro amor.

CAPÍTULO LVII

El toque intrayente

Otro efecto de los toques divinos es la atracción del espíritu a su mayor recogimiento
en plena soledad. A disfrutar de Dios en el fondo del alma abandonándonos a su divina
voluntad, al amor aquel único y simplicísimo, que abraza al Padre y al Hijo en gozo sin
par Donde el alma, en amor llena, queda sellada con el suavísimo abrazo del amor divino
hasta desfallecer todas nuestras fuerzas.

Llamada al interior

Consiste esta llamada en cierto contacto interior que procede de la unidad


supraesencial con Dios. Identificadas con El por amor, las almas son ascuas encendidas
bajo su abrazo divino. No hay por qué admirarse si cierta claridad incomprensible
resplandece sobre este toque en aquella silente y tranquila esencia del espíritu. Es la
Trinidad excelentísima, que habita en lo íntimo del espíritu, la que causa este toque al
desbordar sus riquezas y delicias.

La razón iluminada y el entendimiento escrutan el interior del mismo espíritu para


llegar al conocimiento del toque. No lo pueden conseguir, porque la claridad divina que
el mismo toque causa, oscurece con su fulgor toda mirada del entendimiento. Este sólo
ve la luz creada. Como la presencia del sol oscurece la luna y las estrellas, que del sol
reciben su luz. Así, pues, la razón y entendimiento se ven obligados a permanecer
delante de las puertas, en la escalera. La voluntad, en cambio, divinamente invitada y
atraída por el gusto de lo divino, no cesa de avanzar prosiguiendo el ímpetu de su amor
Ella se deleita más en el abrazo de la divina fruición, más propio del gusto que de la
vista.
- 121 -

Por tanto, mientras la razón y el entendimiento, ciegos o entenebrecidos por la


excesiva claridad, quedan acostados a las puertas, la voluntad, como Moisés (Ex 19,16-
21), penetra con gran ímpetu en la oscuridad. Adquiere cierto impulso espiritual en
ansias de comprender el bien increado, como si el más pequeño pececillo se empeñara
en tragarse todo el mar Con este ímpetu, las tres virtudes superiores se agotan
completamente al ejercitarse en su vigorosa operación. Se aniquilan y llegan al
desfallecimiento propio, para que, al resurgir luego felizmente, puedan ser absorbidas
en la divinidad inmensa de la Santa Trinidad. Podemos tomar ejemplo de estas cosas
en Dios, a quien debemos asimilarnos en todo, en lo humano y en lo divino, pues «creó
Dios al hombre a imagen y semejanza suya: a imagen de Dios le creó» (Gén 1,27).

Flujo y reflujo divinos

Podemos considerar en Dios como un flujo y reflujo. Fluye naturalmente con verdad y
amor, porque la verdad eterna es engendrada por el Padre y el amor eterno procede
del Padre y del Hijo. Así debemos fluir por la noticia de todas las cosas que nos
pueden llevar hacia Dios, y por el amor que debemos recoger de las criaturas, como se
recoge la miel de las flores, para transportarlo al amor increado. También fluye Dios
naturalmente con su unidad y su esencia. La unidad de la naturaleza divina atrae hacia
el interior a las tres personas con el nexo o vínculo del amor En él la esencia divina
consiguientemente comprende y abraza la unidad de naturaleza con cierto abrazo
fruitivo y esencial. Así ocurre en nuestro amor, compelido por el divino: atrae nuestras
potencias a la unidad de nuestro espíritu conforme se ha dicho. Luego,
sobreascendemos a la simple unidad de nuestra esencia, donde recibimos la divina
unión y pregustamos la fruición dulcísima.

Con esto, el alma amorosa empieza a descansar de toda operación a la sombra del
deseado. Los frutos que allí gusta son «dulces al paladar» (Cant 2,3). También se llega
el alma al lecho del Amado, para reposar allí con suavidad, libre de cualquier cuidado,
embriagada en amor divino. Allí padece con deliciosa pasión la operación interior,
transformada en claridad y amor de Dios. Como el hierro, negro y frío en su natural,
puesto al fuego se convierte en fuego y claridad.

Esta es la vía regia por donde el alma camina. De la luz natural a la divina, en que está
su verdadero origen. Si quiere conseguirlo, deberá ordenar todos sus impulsos desde
el principio.

Esencia del alma

¡Oh alma mía! ¿De dónde tu fluir tomó principio? ¿No saliste del abismo de la divinidad
como esencia de la Esencia, vida de la Vida, entender del Entender? Lo eres por
creación, no por esencia. Tú no eres Dios de Dios, pero Dios te va a divinizar Tan
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fuerte conexión y tan excelente unión hay entre vosotros que nunca se ha de abolir
Nunca se va a separar El sol en su rueda es cierta luz esencial, que difunde sus rayos
por doquier Estos no son parte esencial de su luz, pero tienen eterna contigüidad con
el sol, por lo cual se conservan en su ser Si en un momento aquella contigüidad se
rompe, los mismos rayos también dejan de ser

Salida del alma

Alma salida del abismo infinito de la divinidad, se mantiene con ella en la contigüidad.
Por ella se conserva y alimenta con su origen. Si ésta se interrumpe, en el mismo
instante el alma se reduciría a la nada. Así es nuestro retorno: como el que camina por
los radios de la rueda solar Desde los sentidos y potencias exteriores somos elevados
a las interiores. Desde aquí a las superiores y desde ellas a la unidad de la esencia del
alma.

Ésta es la puerta por donde sale el alma para entrar en su propio origen.

CAPÍTULO LVIII

Triple manifestación de la luz

Alguna noticia más sobre esta intracción o llamada al interior Atraídas las potencias
intelectuales al interior en la unidad de espíritu y franqueada la unidad del espíritu
hasta colocarse inmediatamente ante Dios, surge de la divina unidad una luz que
irradia en la elevada unidad de nuestro espíritu y se manifiesta bajo una triple
semejanza. Primero como tiniebla, de la que luego hablaremos. Después aparece una
gran tranquilidad, depurada de todas las formas, como cielo sereno, sin ninguna nube.
El hombre ha perdido ya toda consideración y diferencia de cosas y de imágenes. Una
simple uniformidad y claridad lo rodean y 19 inundan.

El ojo sano

Ojo sano puede llamarse esta claridad intelectual. Damos aquí el camino para llegar
allá. Entendimiento y voluntad avanzan a la par para llegar a Dios hasta el punto que el
entendimiento no puede franquear Permanece entonces fuera con todas sus
consideraciones. La voluntad penetra únicamente, pues ella sola es capaz de levantarse
a la desnudez del conocimiento, ojo sano o corazón del alma con que se ve a Dios, como
dijo Jesucristo: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
(Mt 5,8).

Este ojo sano se abre ampliamente, tiene simple mirada, no necesita discurrir ni
investigar Brilla cierta luz en el pensamiento desnudo que no pueden captar ni la razón,
ni la naturaleza, ni mucho menos el sentido. La claridad inmensa de aquella luz
- 123 -

reverbera y hace oscurecer o ciega los ojos de la razón. Por encima de ella, nuestro
ojo sano permanece solitario, abierto, en el ápice de la inteligencia, contemplando y
mirando esta luz de reverbero. Luz más noble y superior a todas las creadas. Es la
perfección natural y medio clarificado entre nosotros y Dios; ella nos da libertad y
audacia ante El.

Manifestación de la luz

En tercer lugar, se manifiesta esta luz como vacío total. Con su inanidad el hombre se
siente obligado a descansar de todo quehacer Le ha vencido la operación del amor
divino, que es tranquila ociosidad sobre toda operación. Estos tres puntos se
confunden en una sola cosa, por cuanto puede saber no quien esto escribe o lee, sino
quien lo experimenta.

Divina tiniebla

Prosigamos, pues, hablando de lo primero: la oscuridad. Notemos ante todo que ésta no
puede ser comprendida por la razón ni por el entendimiento, porque en ella el espíritu
expira haciéndose una sola cosa con Dios. El es su fruición, descanso y paz. Fruición
que hace cesar toda operación, porque el amado abraza al Amado sobre todo deseo,
por desnudo y simple amor La claridad es tan grande que el entendimiento queda
deslumbrado y ciego, como se cegaría el que quisiera dirigirse hasta el mismo sol. Se
llama también tiniebla, porque el alma amorosa comienza a experimentar que toda
aquella contemplación y conocimiento intuitivo mediante imágenes y comparaciones
distan infinitamente de la misma verdad de la esencia divina. Igualmente todo lo que el
entendimiento humano y desnudo conocimiento pueden pensar.

Entre dos mesas

Síguese de aquí que el ojo intelectual, al despojarse de las imágenes corporales,


espirituales, y aun divinas, por muy sublimes y nobles que sean, se levanta de nuevo a la
nadeidad caliginosa, donde ciertamente se constituye en una perfecta ignorancia de
Dios. Se halla el alma como el que está entre dos mesas y prefiere morir de hambre
antes que descender a la mesa inferior, en que Dios es conocido por imágenes y
semejanzas. No tiene acceso a la mesa superior, donde Dios es conocido en su desnuda
esencia. El alma permanece sentada en puro y oscuro vacío, sin conocer nada, ante la
presencia inmediata pero desconocida de la gloriosa divinidad, que está haciendo su
morada. No cesa de resplandecer allí, sobre la misma oscuridad, sin medio alguno,
aquella gloriosa luz, aunque las tinieblas sean incapaces de comprenderla. No es
comprendida porque la oscuridad aquella todavía no ha sido glorificada. Si alguna vez
lo fuese, entonces comprendería la luz en la luz. Entonces finalmente el alma tomaría
asiento, elevada a la mesa superior, donde podría conocer y amar a Dios en desnuda
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esencia. Sería, por tanto, necesario que el alma se revistiese de lumen gloriae para
poder contemplar esencialmente la misma luz increada.

Entre tanto, deberá construir su inhabitación en la misma oscuridad. Si persevera en


ello con gran firmeza de ánimo, saboreará el dulce fruto bajo esta caliginosa sombra,
como el cachorro que recoge las migajas caídas de la mesa. A veces tendrá que
extravertirse, conforme arriba dije; pero en su introversión volverá a esforzarse para
profundizar en Dios. En esto hallará admirable intimidad, comunicaciones y
complacencias: en Dios y con Dios. Son admirables los gozos, delicias y espirituales
riquezas, que exceden todo lo que alcanzan a imaginar los espíritus creados, mediante
el conocer, amar, contemplar, unirse y disfrutar.

Amor líquido

A este grado de consurrección pertenece el octavo grado de amor, que se llama amor
liquido en las Escrituras. El Espíritu de Dios y el del alma, derretidos en amor, se
fusionan en delicioso fluir En este liquido amor el alma es atraída al abismo del amor
divino. En él queda absorta de tal modo que todo lo abandona y a sí misma. Es río que
corre hacia el amor eterno. Tanta es allí su satisfacción que la llama del amor prende
con fuerza, la despoja de todo lo que es humano, menos de su esencia, y la reviste de
Dios. Dios transforma el alma con todas sus potencias. Las facultades inferiores
quedan sumergidas y las tres superiores elevadas, unidas, ennoblecidas,
transformadas. Como el hierro, que por naturaleza es negro y frío, pero cuando se le
pone al fuego, poco a poco pierde su negrura, dureza y frialdad, revistiendo la
semejanza del fuego: calor, ductilidad y claridad. Resulta muy diferente de sí mismo.

Inflamación del alma

El alma, que antes estaba fría, se inflama al calor del amor divino y al soplo de una
constante aspiración. La que antes era oscura, ahora queda esclarecida. Endurecida
primero, ahora tan suave que se derrite en sí misma. Fluye totalmente hacia el Amado
y se une a El sin medio alguno. Con Dios un solo espíritu se hace, como el oro, la plata,
el metal y el plomo. Todos mezclados hacen una sola masa y sustancia.

Licuación del alma

A este propósito dice Orígenes que la licuación del alma en el amor de Dios es obra
felicísima de divina consolación, que entonces consume al alma en la vida
contemplativa. Y añade San Gregorio: «Estos no pueden descansar más que en el fuego
del amor Tanto aman que son ellos llama viva». Nada les falta para que podamos
llamarles serafines. Sus corazones están totalmente convertidos en fuego de amor
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divino. En verdad, tal es la fuerza de su amor que su mayor descanso es sufrir por el
Señor

CUARTA PARTE:

VIDA CONTEMPLATIVA SUPRAESENCIAL

TRATADO PRIMERO:

PREPARACIÓN

CAPÍTULO LIX

Dignidad de esta vida y razón de pedir dones a Dios

Sigue la tercera y suprema vida del hombre, que se llama contemplativa supraesencial,
figurada por María Magdalena, quien «había elegido la parte buena» (Lc 10,27). Los
hombres, de acuerdo con la tradición de todas las Escrituras, fueron creados para
asociarse a los ángeles en la Gloria. El aprovechamiento en la virtud les dará diferente
colocación, en proporción a sus méritos, como son diferentes los coros angélicos. Así,
ordinariamente recibirán también distinta iluminación en los misterios divinos. La vida
contemplativa supraesencial ocupa el grado más alto de las iluminaciones divinas.
Requiere, por consiguiente, que el hombre escale muchos grados de la virtud,
especialmente por la verdadera mortificación. Que haga lo que está de su parte,
disponiéndose previamente para recibir de Dios saludable y útilmente aquella
eminentísima comunicación de la vida contemplativa supraesencial.

Algunas veces reciben este don personas que se hallan todavía en la vida proficiente, y
aun los principiantes. Algunos, incluso, en el primer momento de su conversión, como
sucedió al apóstol San Pablo. Apenas convertido, fue arrebatado al tercer cielo y vio a
Dios esencialmente como lo veremos en la Gloria (Hch 9,5; 2 Cor 12,2). Si bien que
tales personas fueron luego probadas con tentaciones indescriptibles, angustias,
perversidades y también por envidia de los enemigos contra Dios, como queda dicho.

Qué pedir a Dios


- 126 -

Dios manda que pidamos y quiere ser donador generoso. Cada uno piense y no pida para
sí dones que podrían estar sobre toda medida de sus alcances. Se limite a pedir lo
necesario para su salvación y perfección. Dios, que es liberal en sus dones, a veces
concede lo que se pide, para verificar su promesa, en que dice: «Pedid y se os dará»
(Lc 11,9). Pero no le será provechoso recibirlo al que pide mientras no haya aprendido a
usarlo saludablemente. Por eso el Señor los pone con frecuencia en ocasiones de sufrir
angustias incomprensibles, obcecaciones, endurecimiento, perversidad, envidia
infernal. Como dijo Cristo de Pablo, hablándole a Ananías: «Yo le mostré todo lo que
tendría que padecer por mi nombre» (Hch 9,1 6). Por consiguiente, para preverlo nos
conviene también en este estado proceder con el método de una previa preparación y
ornato. Lleguemos así a una saludable consurrección.

CAPÍTULO LX

Abnegación de la voluntad en la vida supraesencial

Esta preparación exige ante todo las dos anteriormente descritas, según la vida activa
y contemplativa espiritual. Se funda en la perfecta y noble mortificación de la
naturaleza. Quiere esto decir que el alma enamorada debe prescindir de todo lo que no
sea Dios y buscarle a El sólo. Ver al Dios de los dioses en Sión. Ciframos esta
búsqueda en los afectos purísimos de la propia mortificación o abandono. Para conocer
mejor estos afectos presentamos nueve grados. Atribuimos a cada uno la
correspondiente iluminación que Dios suele conceder a cada cual, según su ordinario
modo de proceder.

Grados de abnegación de la voluntad

El primero es propio de aquellos que están fundados en el temor de Dios y quieren


apartarse de los pecados mortales por amor de El. Es el primer paso para la semejanza
con Dios, porque, como nos hemos separado de El por la disemejanza de los pecados,
así de nuevo nos acercaremos por la semejanza de su gracia y de nuestras virtudes.

Este es el pensamiento de David, cuando dice: «Los que miran hacia El refulgirán: no
habrá sonrojo en su semblante» (Sal 33,6). Estos son escasos con relación al número
de los que pecan y su iluminación es como niebla muy oscura. Hay muchos incapaces de
ver y evitar los pecados mortales. Su vida es todavía muy insegura, tímida la
conciencia, sus sentidos acosados por muchas inclinaciones tentadoras, su salvación
muy dudosa. El diablo confía mucho en su ruina y condenación. Les parece suficiente
evitar los pecados mortales y dicen con el profeta: «Ilumina mis ojos, no me duerma
en la muerte y no diga mi enemigo: "¡Le he podido!"» (Sal 13,4). En su iluminación
permanecen fríos e infieles buscando todavía en muchas cosas las comodidades de la
naturaleza y de los sentidos. Su preocupación se limita al Infierno y los pecados
- 127 -

mortales. Aunque perseveren hasta el fin sin pecados mortales, sufrirán un horrible y
largo Purgatorio, porque no se preocuparon de desarraigar el afecto de los pecados
veniales. También sus buenas obras ante Dios serán de escaso fruto, puesto que
fueron hechas con afición e intención impuras.

Pertenecen al segundo grado de abnegación aquellos que, siguiendo las aspiraciones


divinas, se retiran diligentemente de las vanidades de este mundo y buscan el consejo
y compañía de los buenos con que poder mejorarse, como dice David: «Con el piadoso
eres piadoso, intachable con el varón sin tacha. Con el puro eres puro; con el ladino,
sagaz» (Sal 17,26). Luz más clara los ilustra, puesto que se sienten inclinados a evitar
toda ocasión de pecado, a frecuentar las iglesias, sermones y lugares en que puedan
hacerse mejores. Se pueden aplicar aquello de David: «Para mis pies, antorcha es tu
palabra», que quiere decir: para mis afectos. «Luz para mi sendero» que busco hasta
alcanzar la perfección (Sal 119,105).

Lazos del diablo

Muchas veces son atacados por el diablo, que desea volverlos blandos y negligentes en
las obras y ejercicios arduos de la virtud. Muchas veces se dejan seducir. Sólo evitan
los pecados mortales y los veniales más notables. No atienden con reflexión y
diligencia los defectos menores u ocultos de la vida relajada e inmortificada. Ni se
esfuerzan por cultivar las virtudes. Entonces el diablo, con dulzura y engaño, les
infunde confianza y perniciosa seguridad en la bondad divina. Les parece haber dejado
muchas cosas por Dios, por la cual van a parar en propia complacencia y vanagloria.
Piensan que valen mucho. Complacencia tan sutil que ni siquiera ellos la advierten. Se
muestran sabihondos como si no necesitaran auxilio y consejo de nadie, pero de pronto
caen en muchos defectos espirituales.

Penitencias corporales

El tercer grado es propio de aquellos que, mejor que los anteriores, vencieron el
mundo, los sentidos y la pereza. Se entregan a trabajos duros y ejercicios de
penitencia corporal para poder evitar el Infierno, aliviar el Purgatorio y llegar más
gloriosamente a la vida eterna. Se les puede aplicar lo que dice David: «Inclino mi
corazón a practicar tus preceptos, recompensa por siempre» (Sal 119,112), o sea, la
vida eterna. Merecen percibir aquella iluminación que pide David diciendo: «Haz que
brille tu faz para tu siervo y enséñame tus preceptos» (Sal 119,135), que significa
actos externos y obras virtuosas.

Pero el diablo les pone mil impedimentos para que no conozcan la excelencia de los
actos espirituales internos. Sus ejercicios supremos consisten en tolerar el hambre, la
sed, el frío, ayunar, pasar vigilias, llevar cilicios y recitar oraciones vocales. Nada, en
- 128 -

cambio, saben de los ejercicios internos ni de la propia mortificación según el hombre


interior. Por eso, sufren todavía y cultivan las inclinaciones naturales. Son muy amigos
de sus amigos, con amistad de natural simpatía o de espíritu, y muy dados a los
parientes. Se sienten satisfechos con esta clase de amistad e ignoran el gran
dispendio espiritual que de ahí les viene.

Daños que se siguen

En orden a la contemplación se siguen serios daños del amor natural a parientes y


amigos. Se afianzan en superflua solicitud e inquietud del corazón, que imposibilitan
llegar al hombre interior. Diariamente se ven agitados por innumerables, impuros e
inquietos afectos, cuidados y preocupaciones que proceden del amor natural, por muy
buenas y virtuosas cosas que parezcan.

Ejercicios espirituales

Se hallan en el cuarto grado, además de los que practican obras y ejercicios


exteriores, quienes ponen con frecuencia actos interiores y espirituales, oración
mental, amorosos gemidos y deseos y cosas por el estilo, en todo lo pertinente al
hombre interior según la actuación del Espíritu Santo.

No avanzan, sin embargo, porque el diablo los mueve a practicar estos ejercicios
buscando los gustos sensibles que de ello se derivan. Realmente desean, buscan e
intentan más el propio gusto en la devoción que el puro, desnudo y divino beneplácito.
A veces se glorían y complacen en su iluminación y espiritual dulzura, se burlan de los
que caen bajo el lastre de las tentaciones, aplicándose presuntuosamente aquellas
palabras del Salmo: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu semblante! Yahvé, Tú has dado a
mi corazón más alegría que cuando abundan ellos de trigo y vino nuevo» (Sal 4,8).
Están muy pagados de su propio juicio. Son propietarios en la voluntad, no
abandonándose verdaderamente a lo que Dios quiera. Les acaece que, en el tiempo de
la gracia sensible y devoción, parecen abandonarse y ofrecerse a Dios con plenos
afectos en todo lo que son y pueden: pobreza voluntaria, desprecio, pasión, destierro,
muerte y cosas semejantes. Pero, apenas les faltan los gustos o gracias sensibles, todo
es desolación. Si, además, les visita la confusión, persecución, adversidad e injuria,
muestran su falta de mortificación por la impaciencia, inquietud, tristeza,
murmuración y cosas semejantes. Conservan todavía el amor propio y desordenado, por
donde el enemigo infernal aprisiona la voluntad, que parecían haber ofrecido a Dios en
todas las cosas. Por la atracción oculta de la naturaleza siempre permanecen
propietarios en la voluntad, aunque lo hagan sin darse cuenta, afectando más bien
hacer la voluntad de Dios. Ellos creen estar cumpliendo el divino beneplácito en
prosperidad y adversidad, en la devoción sensible y en el abandono.
- 129 -

Imperfecta renuncia de la voluntad propia

Forman el quinto grado aquellos que en todas sus obras, ejercicios y conversaciones
renuncian a la propia voluntad por el beneplácito divino, pero se hallan a veces muy
lejos y vacilantes en su propósito. Lo reconocen y se duelen de ello. Todavía no están
habituados ni se han ejercitado largo tiempo.

Esto es debido a que no se han enraizado aún en la mortificación mediante la práctica


de las virtudes con frecuentes ejercicios. Son inconscientes. Unas veces renuncian a la
propia voluntad y otras, dudosos, vacilan en su empeño. De éstos dice David: «¡Me
cubra al menos la tiniebla y noche sea la luz en torno a mi! La misma tiniebla no es
tenebrosa para ti y la noche es luminosa como el día». Noche luminosa quiere decir la
gracia que fluye, es decir, la meditación de la adversidad, en la cual entonces me
abandono voluntariamente y viene a ser mi iluminación, mi acceso a Dios, con quien me
siento alumbrado.

Si estos hombres abandonasen en Dios toda propiedad, sin que la reclame luego el
corazón, antes bien lo hacen con gozo y espíritu humilde; si en todo se sometiesen a la
voluntad divina, recogerían fruto abundante por ello y quedarían con mucha
iluminación, para conocer las secretísimas sendas de la virtud, que casi todo el mundo
ignora.

Gula de consolación interior

El sexto grado comprende aquellos que con redoblados deseos y frecuentes ejercicios
abandonan por completo la propiedad y perseveran constantemente en el divino
beneplácito, sin retractación alguna. Su entendimiento recibe más luces. «Saben que
en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman» (Rom 8,28). También
en la adversidad. Por eso dicen con David: «Yahvé, mi luz y mi salvación, ¿a quién he de
temer? Yahvé, el refugio de mi vida, ¿por quién he de temblar?» (Sal 26,1).

Gula de consolación interior

Pero les queda el defecto de buscar con demasiada avidez el consuelo espiritual que
les sirve para sufrir fácilmente cualquier adversidad. Les queda aún esta propiedad de
consolación en el espíritu y desean que Dios se la mantenga. La intención de disfrutarla
no es todavía pura y divina, como se puede advertir, porque pierden la paz del corazón,
mientras no les llega el consuelo que desean.

Notemos que cuando, con la debida rectitud de intención, se pide y exige a Dios esta
devoción y consuelo sensibles, nada tiene de malo y vicioso. Sin embargo, se demuestra
con ello cierta imperfección, pues hay falta de confianza y total abandono en Dios.
Son escasos quienes lo reconocen.
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Dios y la consolación interior

Esto quiere decir que el hombre no se niega a sí mismo mientras no se despoja de


todas sus aficiones y deja que Dios obre en él incondicionalmente, incluso probándole
con la ausencia y la adversidad.

El alma que ha llegado a este grado de abnegación reconoce lo que debería hacer, pero
le falta determinación generosa para entregarse por completo. Por eso, no obra con
perfección en los otros ejercicios y virtudes, porque no puede conocer ni discernir
plenamente los sutiles y desordenados afectos.

Ecuanimidad en lo adverso y lo próspero

En ,el séptimo grado están los que aprendieron a usar provechosamente una y otra
mano: la derecha de la prosperidad y la izquierda de la adversidad, diciendo con David:
«A punto está mi corazón, oh Dios» (Sal 107,1). Para usar de lo próspero según tu
beneplácito, y lo mismo para sufrir lo adverso según tu voluntad. Estos desean cumplir
por todos los medios lo que creen más grato al Señor: en la introversión y en la
extraversión, en la intención y en las obras. Fieles como la sombra que sigue siempre el
movimiento del cuerpo. Así lo expresa el alma enamorada: «A su sombra apetecida
estoy sentada y su fruto me es dulce al paladar» (Cant 2,3). Dios es la luz. La
humanidad de Cristo, el cuerpo que causa la sombra. Su profunda vida de perfección
es la sombra. Debajo de ella debemos sentarnos, lo que equivale a decir tratar de
imitarle. Entonces los frutos espirituales serán abundantes y dulces, porque Dios
ilumina tales hombres y les regala abundantes dones espirituales y conocimientos
ocultos. No les deja a oscuras la noche de la adversidad y del abandono, en que
aprendieron a realizar cosas grandes y sufrir las arduas. A esto habla David: «La
misma tiniebla no es tenebrosa para ti y la noche es luminosa como el día» (Sal 139,12).
Que quiere decir: las adversidades no oscurecerán en ti la luz de la gracia. La noche
de la adversidad iluminará en ti como el día de la prosperidad y gracia sensible.
Encuentran paz espiritual y provecho en la adversidad. A su debido tiempo reciben las
ilustraciones divinas y dones espirituales, con que enriquecen la memoria de
admirables y ocultas cosas que les suceden. El entendimiento se esclarece y la
voluntad se inflama con el ardor del amor divino.

Pero como toda abundancia es peligrosa para incautos, ocurre que abusan en parte de
los dones tan frecuentemente recibidos. Sutilísima y oculta ignorancia los ofusca y se
complacen en los regalos más de lo que conviene. Casi inconscientemente se les apega
el corazón a los dones de Dios. Esto proviene de que no se entregan del todo a
recobrar la gracia que necesitan. Por eso no advierten si disfrutan incautamente de
los dones ofrecidos. Mientras no mortifiquen este desorden afectivo, no podrán
escalar el alcázar de la perfección.
- 131 -

Abnegación parcial

El octavo grado es propio de aquellos que se entregan puramente al divino beneplácito,


sea cual fuere la voluntad de Dios sobre ellos en el tiempo o en la eternidad. Nada
guardan como propio. Ni la mínima afición a las criaturas o regalos de Dios. Si son
ricos, tienen el corazón tan desprendido como si nada poseyeran. Asimismo con los
dones especiales de Dios. Tan ociosos y libres están al poseerlos como si no los
tuvieran. Jamás se precian o vanaglorian de ello. Dios los visita ordinariamente más
que a otros, con grandes y secretos regalos. Les son reveladas muchas cosas en
formas, imágenes y semejanzas, porque se han hecho muy próximos a Dios. También es
verdad que algunos imperfectos reciben revelaciones del mismo modo que éstos, con
peligro para sus almas, si no procuran mostrarse agradecidos con gran diligencia,
aprovechando en la virtud y mortificación. Sin embargo, a los hombres de este grado
se les oculta comúnmente la supraesencial revelación, que es recibida sin imágenes,
sobre toda imagen y semejanza, en la más secreta morada del alma, en oscuridad
profundísima sobre toda ponderación.

De ella ya se ha tratado antes y a ella se refiere David cuando dice: «Tú eres, Yahvé,
mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas» (Sal 17,29). Que equivale a decir: Con
tu noticia espiritual ilumina mi entender, Señor. Ilumina también mis tinieblas, a las
cuales he sido elevado con la esencial contemplación de tu rostro. Pero esta
contemplación no les es concedida por el hecho de recibir revelaciones y dones de
Dios, para que les parezca siempre faltarles algo, aunque tengan los dones y
revelaciones.

Lo piden a Dios, si bien que no les es necesario para salvarse ni progresar en la virtud.
También en cuanto a las revelaciones y dones que reciben no querrían carecer de ellas
tan voluntariamente como las desean. Esto implica una propiedad oculta que es tenida
por defecto a los ojos de Dios. Deberían estar tan oscuros y libres en sus corazones
como si no los hubieran recibido. Admiren en esto solamente la gran clemencia, para
darle gracias, alabarle y honrarle de que se haya dignado otorgar sus dones a los viles
e indignos pecadores. Consiguientemente deben ponerse por completo en manos de
Dios, cuanto más estar preparados a carecer de dones y revelaciones. Incluso a
permanecer en total abandono y adversidad. La vida perfecta no consiste en dones y
revelaciones propiamente, antes bien son regalos con que Dios manifiesta su gran
bondad y atrae a muchos, espiritualmente débiles, para seguir una vida perfecta.

Sirva lo dicho para ponderar lo que importa que toda propiedad esté mortificada en
quienes desean llegar sin perder tiempo a la vida contemplativa supraesencial.

Transformarse en Dios
- 132 -

Consiguen llegar al grado noveno aquellos que, con sus vigorosos ejercicios y activos
deseos de ascender por amor de Dios, consumieron su carne y sangre y la médula de su
cuerpo. No parece les quedan fuerzas sino en la medida que la vivacidad del espíritu
puede suministrárselas. Su sangre se ha lavado al calor del amor divino. Ellos no lo han
advertido, quizá, por el fervor ardiente que desbordan. Domina y da fuerzas para
actuar sobre la misma naturaleza. Estos son los carísimos y ocultos hijos de Dios,
sobre quienes Él infunde la plenitud de sus dones y gracias. Alguna vez los eleva a la
contemplación de su esencia divina, según aquí vamos hablando. Están ya tan
mortificados que no buscan los dones por su gusto. Han desechado la propia utilidad y
todo deleite. Se glorían solamente en el perfecto seguimiento de la cruz de Nuestro
Señor Jesucristo, deseando más la desolación, el desprecio y sufrimientos que
cualquier consuelo y exaltación. Han puesto su fundamento y consuelo en la sola fe,
informada de caridad desnuda. Con ella desean soportar toda adversidad, sin apoyo del
consuelo divino, como San Pablo dijo después de haber visto esencialmente a Dios: «En
cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo» (Gal 6,14).

Causas de la abnegación perfecta

A tan alto grado llegan estas almas por dos razones. La primera, porque desean seguir
la humanidad de Cristo en todas las cosas y conformarse a ella plenamente en la
privación de todo consuelo y en el sufrimiento de la desolación corporal y espiritual,
diciendo con Cristo: «Por ti sufro el insulto, y la vergüenza cubre mi semblante» (Sal
68,8).

La segunda razón es porque están fundados en tanta humildad que se consideran


realmente dignos de ser despreciados por todos. Con propia estimación se ponen por
los suelos en el conocimiento y amor, deseando que todos los injurien de cualquier
modo. Que Dios los ponga en cualquier tribulación, aflicción, ansiedad, desolación, para
seguir a Jesús en todas las cosas, hasta la más despreciable y penosa muerte de cruz.
Tales personas han aprendido a gloriarse únicamente en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo. Notemos, sin embargo, que ellos nunca se oponen por negligencia o incuria
a recibir visitas divinas, comunicaciones, actuaciones interiores e iluminaciones
espirituales. Antes bien, en cuanto pueden y alcanzan a comprender, se ofrecen como
instrumento vivo y valioso para todo lo que el Espíritu Santo quiera obrar en ellos. No
quieren en modo alguno ser ingratos a la gracia de Dios, conforme habló de ellos David:
«Se sacian de la abundancia de tu casa, en el torrente de tus delicias los abrevas»
(Sal 36.9).

En todo tiempo deben buscar lo más abyecto y miserable, lo que carece de todo
consuelo humano, en cuanto se refiere al hombre exterior. En cuanto al hombre
interior, deben sobre todo desear pura caridad, desnuda de consolación sensible,
- 133 -

circundada o adornada de toda desolación y presura de corazón. Que siempre estén


dispuestos a sufrir aun cosas mayores por amor de Dios, recordando constantemente
aquella inexpresable angustia y desolación de espíritu de Nuestro Señor, cuando sudó
sangre en la oración, por ser excesivo su dolor (Lc 22,44). Allí luchaba en desnudo
amor, sin auxilio alguno o refrigerio de consuelo espiritual, y triunfó magníficamente
en aquel horrible combate del espíritu y la naturaleza. Así redimió a los hombres y los
enseñó a esforzarse en su seguimiento por la misma vía, porque en esto consiste el
fundamento de toda perfección.

TRATADO SEGUNDO:

ORNATO DE LA CONTEMPLACIÓN SUPRAESENCIAL

CAPÍTULO LXI

Seis puntos en que se contiene el ornato de la vida contemplativa supraesencial

Prosigamos brevemente en lo que se refiere al ornato de esta vida contemplativa.


Santo Tomás, al tratar de la visión de la esencia divina, advierte cómo la felicidad de
todas las cosas consiste en conseguir el fin para el que fueron destinadas.

La felicidad del alma

El entendimiento creado tiene como fin el lumen inteligible increado, es decir, la


esencia divina. La suprema perfección del lumen intelectual creado de nuestro espíritu
es el estar unido con Dios en la contemplación esencial y su gozo. Entonces Dios y el
alma son una sola cosa en cierto modo, como la forma y su materia o el alma y el
cuerpo. Pero no puede la forma unirse a alguna materia, a no ser que la materia esté
dispuesta para ello según la exigencia de la forma, teniendo así capacidad de recibirla.
Por ejemplo, el cuerpo humano no se une al alma si antes no tiene la disposición
conveniente para ella. Igualmente nuestro espíritu. No puede unirse esencialmente con
Dios en el gozo de la gloria, si previamente no se dispone para ello.

«Lumen gloriae»

La disposición en nuestro entendimiento o espíritu es el lumen gloriae con que se


perfeccionan las potencias espirituales para contemplar y gozar a Dios en su esencia.
Por eso, aunque todos los bienaventurados vean la esencia divina y gocen de la vida
eterna, hay diferencias según la disposición individual. La naturaleza humana es
- 134 -

incapaz de disponerse por sí misma y sólo lo tendrá mediante el lumen gloriae, que
conforma el alma con Dios. El que reciba más lumen gloriae contemplará a Dios con
mayor perfección. El lumen gloriae está en proporción al grado de caridad pura que
tenga el alma. Se recomienda la vida contemplativa como la parte mejor, porque la
constante contemplación del Amado y la frecuencia, pura y delectable fruición de la
cosa amada, encienden poderosamente el acto de amar. El amor aumenta el deseo
humano y capacita al espíritu para recibir más perfectamente el lumen gloriae
conforme a la capacidad individual en la vida eterna. En esta vida temporal es
inaccesible a los mortales.

Nadie piense que puede llegar a la supraesencial contemplación con la propia ciencia,
por mucha que fuere, o sutileza de ingenio, o cualquier otro ejercicio, aunque fuese
muy meritorio. Tan sólo aquel a quien Dios con su profunda largueza quiere unir a sí
por su espíritu y con el lumen gloriae. Podrá, por tanto, contemplar a Dios
esencialmente el que sea iluminado por El. Pocos lo alcanzarán debido a su ineptitud,
porque no se esfuerzan en disponerse y adornarse haciendo lo que está de su parte.
Por lo demás, no es en plenitud de gloria como se muestra aquí la esencia divina. Nadie
podrá entender plenamente lo que vamos a decir, aunque disfrute de altos
conocimientos y tenga sutil y perspicaz ingenio, porque lo que humanamente se puede
entender o enseñar a este respecto está lejos de toda experiencia. Cierto que este
lumen gloriae no es accesible a todos los mortales, pero debemos siempre hacer de
nuestra parte lo posible para no ser ingratos y procurar hallarnos debidamente
adornados en la presencia de Dios, según nuestra capacidad. Dios agregará lo que
falte, si halla la disposición necesaria.

Corazón puro y elevado

La disposición y ornato requieren seis cosas por parte del hombre, para contemplar
fruitiva y esencialmente a Dios. Lo primero es tener una verdadera y tranquila paz con
Dios y consigo mismo. El que la haya recibido necesita amar al Señor en grado tal que,
por su divina honra y amor, sea capaz de renunciar a todas las cosas que antes
acostumbró amar y usar desordenadamente. Es necesario que, con amor cordial y vivo
ánimo, eleve a Dios todas sus potencias. Que, sobre toda multiplicidad e indisposición
del corazón, viva en desnudez y simplicidad de alma, donde se consuma la ley del amor.
De este modo deberá continuamente esforzarse en tener su ánimo interno elevado con
pura intención, porque esto más que ninguna otra cosa coloca el corazón del hombre en
cierta, deliciosa y tranquila paz.

Silencio interior

Lo segundo es el silencio interior, o sea, despojar las potencias intelectivas de toda


imaginación, formas y semejanzas, que no representan al Amado. Necesita la mente
- 135 -

estar desnuda y ociosa de toda consideración exterior, si el hombre desea vivamente


poseer a Dios. Esto resulta fácil para aquellos que aman a Dios únicamente y todas las
cosas en El. El puro y descolorido amor hace al espíritu simple y ocioso de todas las
cosas y levanta al hombre sobre sí mismo hasta Dios.

La firme unión

Lo tercero es una amorosa adhesión y fijación en Dios, de donde brota el mismo gozo.
Quien se adhiere a Dios por amor puro, no buscando la propia utilidad, goza
verdaderamente de El por gracia y gloria. Esta es la adhesión gratuita y fecunda, que
nos une al Amado con tal vínculo de caridad que en adelante nos resulta imposible
apegamos a las cosas creadas. No deseamos complacer a nadie ni nadie puede
satisfacernos. Nos lleva a esta adhesión el toque de que antes hemos hablado.

Descanso en Dios

Lo cuarto es la quietud del que ama en el Amado. El Amado es vencido por el que ama y
es poseído en el puro y esencial amor. El Amado se deja llevar en amor hacia el que
ama. Ambos quedan en paz.

Dormición licuescente

Lo quinto es la dormición feliz en que el espíritu se consume y sale de sí sin saber


adónde ni cómo. Fluye a la abisal profundidad del amor divino, olvidándose de pensar
distintamente en Dios y en cualquier otra criatura. Sólo está en el amor que gusta o
siente, por el cual es poseído con una simple y desnuda ociosidad de todas las cosas.
Como se expanden el aceite que cae en el paño y el agua en el vino, así el espíritu se
dilata en cierta inmensidad, para hacer cabida al Amado, haciéndose una longitud,
sublimidad y profundidad con Él. Este amor no tiene medida.

Oscuridad transformante

Lo sexto es una contemplación oscura, que la razón no puede comprender ni investigar


a fondo. El espíritu está muerto y vive para Dios, porque se ha hecho, sin distinción,
una sola cosa con El. Dios es su paz, descanso y gozo. En esta unión está su continuo
expirar y transformarse en Dios sobre toda operación y deseo. Cuando el hombre
sintiere en si estos seis principios dichos, le será tan expedito y fácil contemplar y
gozar en su introversión como respirar en la vida natural. Queda así adornado para la
vida contemplativa supraesencial, porque se ha convertido en vivo y voluntario
instrumento con el que puede obrar lo que quiere, como y cuando quiere. No se
atribuye el hombre la eficacia de esta obra. Por eso permanece voluntario y expedito
para hacer cualquier cosa que Dios mande. Vigoroso y fuerte para tolerar lo que Dios
permita. Preparado para todo.
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CAPÍTULO LXII

Ejercicio con que tienden a Dios los más sencillos

Por lo demás, convendrá tener en cuenta algunos principios, en orden a caminar


constantemente hacia la secreta cámara de Dios, y a disponerse a recibir el lumen
gloriae, haciendo, claro es, lo que está de su parte. Ante todo, con auténtica humildad
debe estimarse más vil que todos los hombres, supeditarse de corazón a cualquier
criatura y renunciar y morir sinceramente a toda propiedad. Por consiguiente, debe
someterse y seguir el divino beneplácito en todas las cosas, como la sombra sigue el
movimiento del cuerpo, para que Dios, sin impedimento alguno, haga su obra tanto en la
adversidad como en la prosperidad. Después levantará sus potencias superiores y
especialmente la voluntad con afectos penetrativos hasta forzar los canceles del
alcázar divino. Allí permanecerá el alma acostada y confiadamente, como a la puerta
del amigo, perseverando con la importuna llamada de los deseos, hasta que se le
permita entrar y, desfalleciendo a sí misma, sea felizmente actuada por el Espíritu
Santo. De otro modo, no es posible llegar a la contemplación supraesencial, a no ser
que desnudamente sea actuada por el Espíritu de Dios. Las fuerzas con que opera el
alma son simples lacayos, que la conducen a la cámara suprema del Rey Cuando el alma
hubiere sido levantada con todas sus fuerzas a lo más alto, sobre todo lo creado, y
abrazada suavemente por el Amado, todas las potencias quedarán sosegadas. Cesa
toda actividad. El alma se siente invadida por el Espíritu Santo y felizmente actuada
de mil modos. Siente entonces en la voluntad el toque divino, como fuente viva que
corre con ríos de eterna suavidad. La inteligencia recibe verdades divinas con
deslumbrantes iluminaciones intelectuales del sol eterno. La mem9ria siente la pureza
y desnudez de toda imagen y es invitada y atraída al abrazo inefable de la eminente y
supraesencial unión con Dios. Estas son las tres puertas que la misma Santísima
Trinidad abre al alma amorosa para contemplar y conocer en parte el infinito tesoro
de Dios.

Con esto damos por terminado el ornato de esta vida.

TRATADO TERCERO:

PROVECHO DE LA CONTEMPLACIÓN SUPRAESENCIAL

CAPÍTULO LXIII

Operación del Espíritu Santo en la consurrección supraesencial


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Vamos, por fin, a tratar de la consurrección de esta vida o estado, aunque todo
lenguaje es impropio de tan maravillosa realidad. Efectivamente, sobrepasa nuestro
entendimiento por la incomprensible y noble sutileza con que somos atraídos por la
Santísima Trinidad y los innumerables modos de su operación en el alma, según los
planes amorosos de Dios y nuestra preparación.

Discreción de las operaciones divinas en el alma

Las operaciones de la Santísima Trinidad son comunes a las divinas personas. Son, por
tanto, inseparables. Pero in divinis se apropia a cada una de las divinas personas su
operación distinta en las tres facultades superiores del alma. El Espíritu Santo, con su
atracción, actúa en la voluntad o potencia amativa superior. Entonces el alma se hace
apta para contemplar a Dios esencialmente.

Operación del Espíritu Santo en el alma

El Espíritu Santo está más próximo a nosotros en cuanto lazo de unión trinitario, pues
procede del Padre y del Hijo. La voluntad es atraída primero y después el
entendimiento y la memoria.

Esta consurrección o ascensión está figurada por Moisés, cuando Dios le llamó a subir
al Monte Sinaí (Ex 19,3). Moisés veía a Dios de lejos con todos los hijos de Israel. La
cara de la gloria de Dios sobre el Monte Sinaí era como fuego que arde en la presencia
de los hijos de Israel. Estos son figura de los que salieron de la vida secular para el
desierto de la penitencia. Le mandó Dios que se retirase del pueblo común y subiese un
poco al pie de la montaña con Nadab, Abihú y los setenta y dos ancianos,
colaboradores en el gobierno del pueblo (Ex 24,1). Entonces vio Moisés, a los pies del
Señor, cierta obra en color, como si estuviera hecha de piedra de zafiro, o como el
cielo cuando está sereno. Con la subida se significa la actuación interna y atracción del
alma por el Espíritu Santo. Como allí se producían grandes truenos, relámpagos y
terremotos antes de que Moisés fuese llamado a subir, así el Espíritu Santo produce
en el alma impetuosas llamas de fuego con los consiguientes sufrimientos corporales.
Llega entonces el espíritu de Dios, deslizante arroyo de agua viva, supradulce fuente
en que el amoroso espíritu es bautizado e inmergido, y se levanta infaliblemente a un
íntimo abrazo del amor divino. Allí aprende los ejercicios del amor secreto: la mutua
contemplación y aspiración, la mutua familiaridad y abrazo, el mutuo deleite y gusto, a
placer y complacer, a derretirse en amor y volar hacia el Amado.

Dios es fuego

Éstos contemplan a Dios como fuego ardiente. Sienten la bondad divina como un abisal
e incomprensible ardor del amor eterno, que les infunde y consolida inmutablemente
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una inefable dulzura y divina sensación en el amor fruitivo. Se derriten en Dios, que es
fuego de amor de infinita grandeza, y cada uno de los bienaventurados y amantes
espíritus es como un carbón encendido que Dios enardece totalmente con su fuego. Los
espíritus bienaventurados, en unión con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, forman
este fuego inmenso, donde se confunden por amor las divinas personas en la unidad de
esencia, en un infinito abismo de simple bienaventuranza. No se distinguen el Padre ni
el Hijo ni el Espíritu Santo, ni hay criatura alguna. Sólo una simple esencia, la
simplicísima Trinidad, donde todas las criaturas son absorbidas en la supraesencia.
Todo gozo se consuma y perfecciona en la bienaventuranza esencial.

Luz centelleante sobre el espíritu

Cuando el hombre introvertido aprendió libremente, puramente, total y eficazmente a


sumergirse en el inmenso y divino amor, para dejarse absorber por él, centellea la faz
del amor divino, cierta luz intelectual, repentina y momentánea, como un relámpago
que parte del cielo y se posa en el espíritu. Ampliamente se expande con pujante y
admirable impulso en amoroso pugilato entre el espíritu divino y el humano.
Sobrepasando todo conflicto, ambos se abrazan deliciosamente en puro y gozoso amor.

El espejo

Pongamos un ejemplo de uso corriente, para ilustrar a los más sencillos. Coge un espejo
cóncavo, llamado lupa.

Ponlo frente al sol cuando luce con fuerza. Toma luego un papel bañado en azufre y
tenlo a dos palmos del cristal en el eje de reflexión procedente del espejo. Deténlo
allí inmóvil, por espacio de un Miserere. Notarás cómo arde por el punto de reflexión.
Esto acontece espiritualmente cuando nos introvertimos y levantamos nuestra alma
hacia Dios, purificada ya de todos los pecados, con gran deseo, amor ardiente y devota
reverencia. Resplandece entonces la claridad de la gracia divina contra el espejo del
alma. Allí es tan eficazmente actuada por el amor eterno que la mente o ápice
nobilísimo del alma es encendida por el amor, iluminada con una simple y clara noticia
sobre todas las potencias intelectuales. El espíritu humano se derrumbará, cayendo en
el amor eterno, muriendo a si mismo y viviendo para Dios. Hecho un solo amor con el
amor eterno, nada siente sino el amor. Se hace libre y ocioso con todos los ejercicios y
actos de amor de modo que no se siente a sí mismo, se ignora. Ninguna criatura le
impresiona, ni aun Dios mismo es preocupación al estar en El ocupado. Sólo el amor que
gusta y siente, el mismo amor que le posee felizmente en desnuda y simple ociosidad.

CAPÍTULO LXIV

Operación del Hijo en el entendimiento


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En segundo lugar, el Hijo actúa con su atracción en la facultad del entendimiento. Esta
operación fue significada en Moisés, cuando lo llamaba el Señor por segunda vez para
subir más arriba en el Monte (Ex 24,2). Josué, puesto en pie, dijo a los demás que le
esperasen allí, y él subió a lo alto del Monte. Esperaron Moisés y Josué la llamada del
Señor. Luego, Josué quedó en el valle, mientras Moisés subió a las tinieblas, donde
permaneció seis días él solo, antes de ser nuevamente llamado por Dios (Éx 24,2).

Especulación

Este ascenso significa la espiritual acción y atracción del entendimiento, atribuida al


Hijo. Se llama propiamente especulación, que quiere decir ver en espejo. El espíritu
humano se ha transformado ya en su vivo espejo espiritual, con el cual Dios forma el
espíritu de verdad. Dios mismo habita en él por la plenitud de su gracia. Se manifestó
también Dios en aquel espejo vivo, no como es en su esencia, sino con imágenes
relevantes y muy nobles. Iluminado y elevado el entendimiento, sin ningún error,
reconoce claramente con imágenes intelectuales todas las cosas que pudo oir acerca
de Dios, de la fe y de toda verdad secreta. Cómo Dios es la majestad suma, la verdad,
la bondad, la sabiduría, la misericordia, la justicia y el amor. Después, cómo se hace la
distinción de personas y que cada una de ellas es Dios omnipotente. Conoce también la
unidad de la naturaleza divina en la Santísima Trinidad y la Trinidad en la unidad de la
naturaleza y que cada una de las personas es Dios en la unidad de esencia.

Conoce, además, que hay fecundidad en la naturaleza divina y simple ociosidad en su


esencia. El entendimiento, así sublimado y clarificado por el espíritu de la verdad, ve a
Dios en el propio espejo de tantas maneras, formas e imágenes como se pueda pensar
o desear ver. Sin embargo, el entendimiento elevado busca siempre ver qué es Dios en
sí mismo. La imagen esencial de Dios es propuesta al entendimiento elevado y
clarificado. No puede comprenderla o contemplarla por la inmensa claridad con que el
ojo intelectual es deslumbrado y se oscurece. Esta es propiamente la oscuridad o
sombra, bajo la cual el alma se gloría de estar sentada, cuando dice: «A su sombra
apetecida estoy sentada» (Cant 2,3).

Amar sin entender

Hasta aquí anduvo Josué con Moisés, es decir, el entendimiento con la voluntad; pero
ahora tiene que detenerse el entendimiento y avanzar sola la voluntad. Se requiere
más unión que contemplación.

El alma se introduce en la claridad incomprensible, en que el entendimiento elevado se


oscurece como se deslumbra el ojo ante la excesiva claridad del sol. Recibe entonces
un ojo simple, abierto en la voluntad, que intuye con simple mirada en claridad divina
todo lo que Dios es.
- 140 -

Resulta imposible explicar lo que pasa entonces por el espíritu humano y lo que éste
conoce. Ni él lo sabe con claridad después que vuelve en sí. El ojo intelectual a veces
sigue al ojo simple, y desea conocer e investigar, a la misma luz, qué es-y quién es Dios.
Pero es necesario que allí desfallezca toda inteligencia y consideración. El ojo simple
guía simplemente la voluntad atraída por Dios, sin que la mente advierta su salida.
Sucede esto tantas veces cuantas el sol de justicia atrae hacia si nuestra simple
mirada, hacia su inmensa claridad. Allí contemplamos a Dios y todas sus criaturas sin
diferenciar ni consideración particular, con simple mirada en divina claridad.

CAPÍTULO LXV

Operación del Padre en la memoria

El Padre celestial actúa con su atracción en la memoria. Esta operación quedó


significada por Moisés, cuando no se contentó con estar sentado en tiniebla, sino que,
llamado por el Señor el día séptimo, se le acercó y habló con El familiarmente «como
habla un hombre con su amigo». Oraba diciendo: «Déjame ver, por favor, tu gloria»
(Éx 33,11.13.18). Y el Señor respondió: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad»,
pero no mi verdadera esencia. «Porque no puede yerme el hombre y seguir viviendo»,
sino que «verás mis espaldas», es decir, te mostraré una noticia imperfecta (Ex 33,18-
23). Moisés consiguió luego contemplar a Dios en su esencia.

Atracción del Padre

La operación interna y atracción espirituales que nuestro espíritu recibe del Padre
celestial están figuradas aquí. Cuando nos adherimos a nuestro liberal y generoso
Padre suplicando perseverante espíritu, El hace descender a lo intimo de nuestro
desnudo y elevado pensamiento una clara luz intelectual, que excede todo entender y
consideración natural. Esta luz no es Dios, sino un medio clarificado entre Dios y el
espíritu amante. Lo más noble que existe entre todas las cosas creadas por Dios. Con
ello la naturaleza se ennoblece y perfecciona (Sab 7). Nuestro simple y desnudo
pensamiento es un ejemplo vivo en que refulge esa luz, exigiendo de nosotros
conformidad y unión con Dios. Por lo demás, esta luz se llama candor de la luz eterna y
requiere un espejo sin mancha de cualquier otra imagen. Se llama también espíritu del
Padre, en el cual Dios sencillamente se manifiesta sin distinción de personas, tan sólo
en la desnudez de su naturaleza y sustancia. Pero no se manifiesta tal cual es en su
inefable gloria. Se comunica a cada uno según el modo de luz conferida, con lo cual el
ojo del mismo espíritu se hace claro y apto. Esta luz da a los espíritus contemplativos
verdadera convicción de que ven a Dios, en cuanto se le puede ver en la presente vida.

Contemplación propiamente
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Y esto se llama propiamente contemplación: ver a Dios simple e indistintamente de


manera que el ojo del pensamiento desnudo no reciba ninguna otra imagen. Sólo e
íntegramente la imagen divina. La reconoce al punto de recibirla, porque por la
presencia de esta imagen el espejo se clarifica y dispone a contemplarla.

Sabor de la divina imagen

Esta imagen de Dios da inmensa claridad. Es tan profundamente sabrosa a nuestro


espíritu que, profundizándolo más, lo sumerge esencialmente en aquella claridad y lo
hace una sola cosa con su inmensa luz, muerto para sí, viviendo en la misma luz. Recibe
entonces esta luz divina sin ningún objeto intermedio y se hace vidente en la luz
deiforme. El alma se esclarece en la luz de gloria con que contemplamos a Dios
esencialmente. Y puesto que esta luz se renueva sin interrupción en lo más recóndito,
también nuestra alma se regenera gloriosamente en eterna novedad. Allí el espíritu
glorificado posee sin medida todas las delicias, riquezas, conocimientos, y todo lo
deseable. Más aún: las cosas admirables, reservadas en el infinito tesoro de esta
inmensa gloria, sobrepasan muy por encima el entender de todas las criaturas, que no
son atraídas por el lumen gloriae al conocimiento fruitivo de Dios.

Sería gran presunción querer escribir sobre estas cosas, porque, aunque alguien
tuviese visión esencial como San Pablo, no lo podría expresar. Nada se le puede
comparar.

He hecho lo posible para presentar el camino que lleva a la vida contemplativa


supraesencial. Pero qué sea lo que el alma recibe cuando entre allí lo dejo para que lo
piensen aquellos que lo conocen experimentalmente y que, con San Pablo, han merecido
ser arrebatados hasta el tercer cielo (2 Cor 12).

Amor inaccesible

Tal estado señala el noveno grado en la escala del amor. Se llama amor inaccesible,
porque guía al hombre hasta la luz donde sólo Dios mora, siempre que hacemos lo
posible por disponemos a ello. Es tan vehemente el ímpetu de este amor, que quienes lo
hayan experimentado una vez quedan fácilmente extasiados en Dios. Andan
embriagados constantemente con el sabor de la dulzura de este bien incomparable.
Las potencias externas e inferiores, mediante esta divina embriaguez, son atraídas a
las superiores y éstas a su origen, el ápice de la mente. De ahí se levanta nuestro
espíritu hacia el espíritu de Dios y se consume en El. Puede volar al abismo infinito
donde siempre se renueva y regenera felizmente. El Padre celestial puede decirle: «Tú
eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2,7).
- 142 -

Concédanoslo oir en este tiempo y en el futuro la amable majestad, sabiduría y bondad


del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

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