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Intruso

Eric frank Russell


Design for a great day (or The ultimate invader), © 1953 by Love Romances Publishing Company Inc.
(Planet, Enero de 1953). Traducción de ? en nueva dimensión 44.

Capítulo 1
La pequeña nave, abollada y renegrida, yacía en la llanura enfriando sus tubos e
ignorando la guardia armada que la había rodeado a una distancia prudencial. Un
gran sol azulado ardía encima, iluminando los bordes de unas nubes planas,
parecidas a galletas, con resplandores de brillante púrpura. Había dos pequeñas
lunas resplandeciendo como pálidos espectros, muy bajas hacia el este, y una
tercera se hundía en el horizonte al oeste.
Hacia el norte se encontraba la gran ciudad amurallada de la cual había surgido la
guardia con airada prisa. Era un achatado y obscuro conglomerado de edificios de
granito gris, desprovisto de altas torres, que se aferraba fuertemente a la tierra. Un
lugar nada bello y estrictamente utilitario, adecuado para las masas de humildes que
vivían bajo un cruel poder.
A considerable altura sobre la ciudad de granito, volaba su patrulla aérea, un cierto
número de puntos pequeños, casi invisibles, que tejían una red de vapores de
escape. Los puntos mostraban la irritada inquietud de una bandada de mosquitos a
los que se ha molestado, pues sus pilotos tenían claro e incómodo conocimiento del
extraño invasor que se encontraba en la llanura. Lo cierto es que lo hubieran
interceptado, de haber sido esto posible, pero no lo era. ¿Cómo puede uno bloquear
la trayectoria de un objeto inesperado que se mueve a una velocidad tal que su
vuelo queda registrado como un simple parpadeo en una pantalla algunos segundos
después de que el móvil ya ha pasado?
Sobre el terreno, las tropas mantenían una cuidadosa vigilancia, y esperaban la
llegada de alguien al que se le permitiese la iniciativa que a ellos les estaba negada.
Todos tenían cuatro piernas y dos brazos, o cuatro brazos y dos piernas, según la
necesidad del momento. Es decir, que el par delantero de los miembros inferiores
podía ser utilizado como pies o manos, como hacen los babuinos. La vida superior
no lo es simplemente gracias a su cerebro; es igualmente esencial la destreza
manual. Los quasicuadrúpedos de aquel mundo tenían una dosis apenas adecuada
de lo primero, compensado por un exceso de lo segundo.
Aunque no les tocaba a ellos decidir qué acción tomar contra aquel objeto de
aspecto tan penoso llegado de lo desconocido, sentían mucha curiosidad a su
respecto, y no poca aprensión. Gran parte de su interés se debía al hecho de que la
nave no era de ningún tipo identificable, a pesar de que podían reconocer los
setenta modelos comunes en la entera galaxia. Su recelo estaba creado por la
misma displicencia de la llegada del visitante. Había atravesado como una bala
superrápida la pantalla detectora que envolvía todo el planeta, tratado con desdén a
las patrullas subestratosféricas, y descendido visiblemente frente a la ciudad.
Algo drástico debía hacerse al respecto; éste era un punto en el que todos estaban
de acuerdo. Pero las tácticas correctas serían decididas por la autoridad, y no por
los subalternos. El tomar una decisión en un sentido u otro era una grave tarea que
ninguno de ellos se atrevía a llevar a cabo. Así que seguían en las cavidades y tras
las rocas, y se rascaban y aguantaban sus armas, gimiendo porque los jefazos de la
ciudad se despertasen y llegasen a la carrera.
De una manera muy similar a la forma en que las defensas planetarias habían sido
anuladas por la simple presentación de un hecho consumado, los guardas fueron
confrontados con un acontecimiento con el que ninguno de los presentes estaba
cualificado para enfrentarse. Sin dar a los lejanos y lentos personajes tiempo pa ra
decidirse y entrar en acción, se abrió la compuerta cíe la nave, y un ser salió por
ella.
Como ejemplar vivo no familiar, no era ni grande ni temible. Un bípedo con dos
brazos, un rostro sonrosado y ropas muy ajustadas, que no era más alto que
ninguno de los que le contemplaban, y no pesaba más que una tercera parte de lo
que ellos. Un ser peculiar, pero nada aterrador. De hecho, parecía blando. Uno
podía saltar sobre él a cuatro patas y aplastarlo.
Sin embargo, uno no podía despreciarlo totalmente. Había aspectos que hacían que
uno se lo pensara mejor y reflexionase. En primer lugar, no llevaba armas visibles; y,
además, lo hacía con la sutil seguridad de alguien que tiene motivos para
contemplar las armas como una carga inútil. En segundo lugar, caminaba
alegremente alrededor de la nave, con las manos en los bolsillos, inspeccionando el
ennegrecido casco como si aquel aterrizaje no fuese más que una aburrida visita a
unos parientes poco alegres. La mayor parte del tiempo daba la espalda a la línea
de tropas, magníficamente indiferente hacia el hecho de que alguien podía decidirse
a hacerlo volar.
Aparentemente satisfecho con su examen del navío, se dio repentinamente la vuelta
y caminó en línea recta hacia los ocultos vigilantes. La compuerta de la nave
permanecía totalmente abierta, en una forma que sugería o bien un descuido
criminal, o bien una confianza suprema, más probablemente esto último.
Completamente en paz en un mundo en plena guerra, se dirigió directamente hacia
una sección de guardias, haciendo que la necesidad de tomar una iniciativa fuera
más y más apremiante, consiguiendo que sudasen de ansiedad y creando un tal
pánico que hasta se olvidaron de rascarse.
Rodeando una roca, se encontró frente a frente con Yadiz, un soldado vulgar,
momentáneamente paralizado por la pura falta de una orden de ir hacia adelante, ir
hacia atrás, pegarle un tiro al alienígena, pegarse un tiro a sí mismo, o hacer algo.
Miró con aire casual a Yadiz, como si formas de vida diferentes con aspectos muy
distintos fueran tan comunes como las arenas del mar. Yadiz se sintió tan azarado
por su propia futilidad, que se pasó el arma de mano a mano varias veces.
–No creo que sea muy pesada –comentó el alienígena, con completa y sorprendente
naturalidad. Ojeó el arma, y dio un bufido.
Yadiz dejó caer el arma, que al instante se disparó con un estruendo ensordecedor,
y un trozo de roca se hizo fragmentos, y algo gimió con tono agudo hacia el cielo. El
alienígena se volvió y siguió con sus ojos el zumbido, hasta que finalmente se
apagó.
Luego, le dijo a Yadiz:
–¿No le parece bastante tonto lo que acaba de hacer?
No era necesaria una respuesta. Esta era la conclusión a la que Yadiz había llegado
más o menos un segundo antes del disparo. Tomó el arma con una mano-pie, la
pasó a una verdadera mano, vio que estaba boca abajo, la puso hacia arriba, se hizo
un lío con la correa, tuvo que dar la vuelta al arma para soltarse el brazo, y al fin la
volvió a colocar bien.
Parecía necesaria alguna especie de reacción, pero, aunque en ello le fuera la vida,
Yadiz no podía imaginar una que le fuera totalmente satisfactoria. Enmudecido, se
quedó quieto, aferrando su arma por el cañón y con el brazo extendido, como uno
que inadvertidamente ha agarrado una serpiente venenosa por el cuello y no se
atreve a dejarla ir. En todos sus años como soldado, y eran muchos, no podía
recordar una sola ocasión en la que la posesión de su arma le hubiera representado
un tal handicap. Estaba aún buscando en vano una forma verbal en que salvar su
autorespeto, cuando otro soldado llegó para interrumpir el silencio.
Jadeando por la prisa, el recién llegado se quedó mirando con la boca abierta al
bípedo y le dijo a Yadiz:
–¿Quién te dio órdenes de disparar?
–¿Y a usted qué le importa? –pregunto el bípedo, fríamente desaprobador–. Es su
arma, ¿no?
Esta intervención dejó helado al recién llegado. Nunca hubiera esperado que otra
forma de vida hablase con la fluidez de un nativo, y mucho menos que tratase el
asunto del despilfarro de munición bajo el ángulo de la propiedad privada. La idea de
que un soldado pudiera tener derecho de propiedad sobre su arma era algo que
nunca se le había ocurrido, y ahora que había captado tal pensamiento, no sabía
qué hacer con él. Miró su propia arma, como si acabase de aparecer
milagrosamente en su mano, y se la pasó a la otra mano, como para asegurarse de
su realidad y solidez.
–Tenga cuidado –advirtió el bípedo.
Hizo una seña hacia Yadiz–. Así es corno a él se le disparó.
Volviéndose hacia Yadiz, el alienígena dijo con un tono calmoso y realista:
–Lléveme ante Markhamwit.
Yadiz no pudo estar seguro de sí realmente dejó caer de nuevo el arma o si esta
saltó por su propia voluntad de sus manos. De cualquier forma, esta vez no se
disparó.
Capítulo 2
Se encontraron con los jefazos a un tercio del camino hacia la ciudad. Había todo un
camión surtido que iba desde el rango de dos a cinco cometas. Rebotando en el
camino sobre sus orugas flexibles, el vehículo se detuvo ante ellos, y un par de
docenas de rostros atisbaron al alienígena. Un individuo panzón luchó por salir de su
asiento junto al conductor y se enfrentó a la desigual pareja. Llevaba un sol de metal
rojo y cuatro cometas plateados brillando sobre su ames.
Le espetó a Yadiz:
–¿Quién le dijo que desertase de su puesto en la línea de vigilancia y viniese hacia
aquí?
–Yo –informó el alienígena, airado.
El oficial dio un salto como sí le hubiesen pinchado con una aguja. Lo contempló
calculadoramente de arriba a abajo, y dijo:
–No esperaba que pudiera usted hablar nuestro idioma.
–Estoy perfectamente capacitado para hablarlo –aseguró el bípedo–. Y también para
leerlo. De hecho, sin querer por ello parecer engreído, me agradaría mencionar que
también puedo escribirlo.
–Quizá tenga razón –aceptó el oficial, dispuesto a conceder un par de nimias
aptitudes a aquel ser tan manifiestamente extraño. Le dedicó otra cuidadosa mira-
da–. No puedo decir que esté familiarizado con su tipo de vida.
–Lo cual no me sorprende –dijo el alienígena–. Mucha gente no tiene jamás la
oportunidad de familiarizarse con nosotros.
El color del otro se obscureció. Con muestras de irritación, le informó:
–No sé quién es usted o lo que es, pero está arrestado.
–Señor –intervino el anonadado Yadiz–. Desea...
–¿Le ha dicho alguien que hable? –inquirió el oficial, quemándolo con la mirada.
–No, señor, es simplemente que...
–¡Cállese!
Yadiz tragó saliva con fuerza, tomando la expresión aprensiva de alguien a quien
irrazonablemente se le niega el derecho a señalar que el barril está lleno de pólvora
y que acaban de encender la mecha.
–¿Por qué estoy arrestado? –inquirió el alienígena, sin preocuparse en lo más
mínimo.
–Porque yo lo digo –replicó el oficial.
–¿Realmente? ¿Tratan así a todos los recién llegados?
–En este momento, sí. Quizá lo sepa, o quizá no, pero en la actualidad este siste ma
está en guerra con el sistema de Nilea. No corremos riesgo alguno.
–Nosotros tampoco –indicó el bípedo, enigmáticamente.
–¿Qué es lo que quiere decir con eso?
–Lo mismo que usted. Que jugamos sobre seguro.
–¡Ah! –el otro se lamió satisfecho los labios–. Así que usted es lo que sospeché
desde el principio, es decir, un aliado que los nileanos han obtenido en algún
diminuto sistema al que nosotros hemos pasado por alto.
–Sus sospechas no tienen fundamento –dijo el alienígena–. No obstante, prefiero
explicárselo a alguien situado más alto.
–Ya lo creo que lo hará –prometió el oficial–. Y más le valdrá que su explicación sea
satisfactoria.
No le gustó la suave sonrisa que obtuvo como réplica. Sugería irresistiblemente que
alguien estaba mostrándose dogmático, y que otro alguien sabía mejor cómo
estaban las cosas. Y no tenía ninguna dificultad en identificar los respectivos
álguienes. La demostración de tranquila confianza, aparentemente sin base, del
alienígena, le desquiciaba mucho más de lo que se atrevía a demostrar,
especialmente con un guarda estúpido al lado y con un camión de jefazos
observándole.
Hubiera sido estupendo poder atribuir la sangre fría del dos patas a la habitual
imbecilidad de otra forma de vida demasiado estúpida como para saber cuando
corre peligro su cuello. Había muchos seres así: aparentemente bravos, porque les
resultaba imposible darse cuenta de cuándo estaban en peligro, aunque estuviesen
hundidos en él. Muchos de los grados inferiores de sus propias fuerzas tenían ese
tipo de arrojo. No obstante, no podía apartar la intranquilizadora sensación de que
aquel caso era diferente. El alienígena tenía un aspecto demasiado alerta, unos ojos
demasiado vivos, para pensar en el como en una vaca camino del matadero.
Otro camión, más pequeño, llegó por el camino. Haciendo un gesto para que se
detuviera, escogió a cuatro oficiales de dos cometas para que actuasen como
escolta, y los hizo entrar en el nuevo vehículo junto con el bípedo, que lo hizo sin
comentario ni protesta.
A través de la ventanilla, les dijo a los oficiales:
–Les hago personalmente responsables de la llegada de este ser al centro de
interrogatorios. Digan allí que yo he ido a la nave para averiguar si hay alguno más
en ella.
Se quedó al borde del camino contemplando al camión que invertía su dirección y
rodaba rápidamente hacia la ciudad. Luego, subió a su propio vehículo, que partió
inmediatamente hacia el origen de todo aquel problema.
Sin instrucciones de dirigirse hacia la ciudad, volver a la nave, ponerse cabeza
abajo, o hacer cualquier otra cosa, Yadiz se apoyó sobre su arma y esperó
pacientemente a que pasase alguien cualificado para darle órdenes.
El centro de interrogatorios consideró que la llegada del alienígena era menos
sensacional que la entrada en el zoo de un munkster joppelano de cinco orejas. Su
enorme plantilla tenía datos procedentes de toda una galaxia, y en dicha información
se contenía la descripción de cuatrocientas formas de vida distintas y diferenciadas,
unas cuantas de las cuales eran tan fantásticas que el material a su respecto era
más deductivo que demostrativo. En lo que a ellos se refería, aquel ejemplar elevaba
el archivo a cuatrocientas una. En otro siglo más, quizá fueran cuatrocientas
veintiuna o cincuenta y una. El listar las formas inferiores era un asunto puramente
rutinario.
Las entrevistas eran, de igual manera, un asunto de rutina establecida. Habían
creado una técnica standard que incluía preguntas que debían ser respondidas,
impresos que tenían que ser rellenados, conclusiones que debían ser hechas. Sus
formas de tratar a los recalcitrantes eran, sin embargo, mucho más flexibles;
abarcaban varios métodos alternos y un mínimo de imaginación. Algunas formas de
vida respondían con agradable rapidez a métodos de persuasión que otras formas
de vida ni siquiera sentían. La única dificultad que podían tener con aquel espécimen
era el tener que pensar una forma totalmente nueva en que hacerle entrar en razón.
Así que lo enviaron ante un escritorio, dándole una silla que tenía cuatro brazos y
era quince centímetros demasiado alta, y un aburrido burócrata se sentó frente a él.
Este aceptó por anticipado que el sujeto pudiera hablar ya la lengua local o
comunicarse en alguna otra manera comprensible. Nadie era enviado a aquel lugar
hasta que se le había educado lo suficiente como para que diera las respuestas
necesarias.
Poniendo en marcha una pequeña grabadora en el escritorio, el entrevistador
comenzó diciendo:
–¿Cuál es su número, nombre, código, cifra u otra identificación verbal?
–James Lawson.
–¿Sexo, si es que lo tiene?
–Varón.
–¿Edad?
–Ninguna.
–Vamos –dijo el entrevistador, olfateando problemas inmediatos–. Debe tener usted
una edad.
–¿Es obligatorio?
–Todo el mundo tiene una edad.
–¿Es eso cierto?
–Mire –insistió el entrevistador, con mucha paciencia–. Nadie puede no tener edad.
–¿Lo cree usted así?
Abandonó, murmurando:
–De todas maneras, no tiene importancia. Sus unidades temporales no tienen
importancia hasta que obtengamos sus datos planetarios. –Ojeando su hoja de
interrogatorio, prosiguió–: ¿Propósito de su visita? –alzó los ojos mientras esperaba
la habitual respuesta aburrida, tal como «exploración normal». Repitió–: ¿Propósito
de su visita?
–Ver a Markhamwit –respondió James Lawson.
El entrevistador aulló:
–¿Cómo? –apagó la grabadora, y jadeó durante un rato. Cuando recuperó la voz,
fue para preguntar–: ¿Quiere decir que ha venido usted especialmente para ver al
Gran Señor Markhamwit?
–Sí.
–¿Tiene concertada una entrevista? –preguntó dubitativo.
–No.
Eso fue el colmo. Recuperándose con enorme rapidez, el entrevistador se tomó
agresivamente oficioso y gruñó:
–El Gran Señor Markhamwit no ve a nadie sin una cita previa.
–Entonces, sea tan amable de concertarme una.
–Veré lo que puede hacerse –prometió el otro, sin tener intención de hacer nada.
Conectando de nuevo la grabadora, prosiguió con la siguiente pregunta–:
¿Graduación?
–Ninguna.
–Escúcheme bien...
–¡He dicho que ninguna! –repitió Lawson.
–Ya le he oído. Lo dejaremos pasar. Es un punto secundario que puede ser aclarado
más tarde –con aquel comentario, ligeramente siniestro, pasó a la siguiente
pregunta–: ¿Lugar de origen?
–La Unión Solar.
De nuevo sonó el conmutador, cuando el poco afortunado instrumento de
sobremesa fue parado una vez más. Inclinándose hacia atrás, el entrevistador se
frotó la frente. Un burócrata que pasaba lo miró, y se detuvo.
–¿Tienes problemas, Dilmur?
–¿Problemas? –hizo eco amargamente. Gimió, señalando hacia su impreso de
interrogatorios–. ¡Qué día! ¡Una cosa después de la otra! ¡Y ahora eso!
–¿Que pasa?
Apuntó un dedo acusador hacia Lawson.
–Primero pretende no tener edad. Luego da como motivo de su llegada el
entrevistarse con el Gran Señor sin solicitarlo previamente –su suspiro fue profundo
y muy sentido–. Y finalmente, para terminar de arreglarlo, asegura que viene de la
Unión Solar.
–¡Hum! Otro chalado teológico –diagnosticó el recién llegado–. No pierdas el tiempo
con él. Pásaselo a los terapistas mentales– y, lanzando al sujeto de la conversación
una gélida mirada de reproche, continuó su camino.
–¿Oyó eso? –el entrevistador palpó, buscando el conmutador de la grabadora para
proseguir con el interrogatorio–. Bien, ¿seguimos con esto de una forma razonable y
sensata, o debemos recurrir a otros métodos, menos agradables, para descubrir la
verdad?
–La forma en que lo dice implica que soy un mentiroso –dijo Lawson, sin mostrarse
resentido.
–No exactamente. Quizá sea usted un mentiroso deliberado pero bastante estúpido,
cuyos engaños no le van a producir ningún beneficio. Tal vez únicamente tenga un
raro sentido del humor. O quizá sea usted completamente sincero, porque está
equivocado. Ya nos hemos enfrentado con anterioridad con visionarios. Hay gentes
de todo tipo en este universo.
–Incluidos los solares.
–Los solares son un mito –declaró el entrevistador, con la certidumbre de alguien
que recita un hecho establecido desde hace mucho.
–Los mitos no existen; son únicamente grandes distorsiones de verdades medio
olvidadas.
–¿Así que sigue insistiendo que es usted un solar?
–Ciertamente.
El otro apartó el magnetófono, y se alzó de su asiento.
–Entonces, no puedo proseguir con usted –hizo un gesto llamando a varios
ayudantes, y señaló a su víctima–. Llévenlo a Kasine.

Capítulo 3
El individuo llamado Kasine sufría de desarreglos glandulares que lo habían
convertido en enormemente obeso. Era simplemente una gran bolsa de grasa
únicamente interrumpida por un par de ojos muy hundidos pero brillantemente
centelleantes.
Esos instrumentos ópticos contemplaron a Lawson de una manera muy similar a la
forma en que un gato mira a un ratón acorralado. Completada la inspección, pu so en
marcha su grabadora, escuchando la cinta de lo que había sucedido durante la
entrevista previa.
Luego, sonó una profunda y reverberante carcajada en su enorme tripa, y comentó:
–¡Jo, jo, un solar! ¡Y además, le faltan un par de brazos! ¿Se los dejó en algún
lugar? –inclinándose hacia adelante con manifiesto esfuerzo, se lamió sus gruesos
labios y añadió–: En menudo lío se iba a encontrar si también perdiese esos otros
dos.
Lawson lanzó un resoplido desdeñoso.
–Para ser un supuesto terapista mental, encuentro que hace mucho que usted
mismo debería haberse sometido a tratamiento.
Esto no generó la furia que podría haber originado en otro. Kasine simplemente
siseó divertido, y pareció bastante satisfecho de sí mismo.
–Así que cree que soy un sádico, ¿eh?
–Solamente en el instante en que hizo esa observación. Otros momentos, otras
motivaciones.
–¡Ah! –sonrió Kasine–. Cada vez que abre la boca, me dice algo útil.
–No dudo que le pueda servir –opinó Lawson.
–Y me parece –prosiguió Kasine, rehusando dejarse llevar–, que no es usted ningún
idiota.
–¿Debería serlo?
–¡Sí! Todo solar es un imbécil –rumió un momento, y prosiguió–. El último que
tuvimos aquí era un octópodo multitentaculado de Quamis. Las autoridades de su
planeta lo buscaban por crear un pánico con su predicción del fin del mundo. Su
ilusión de ser un solar era lo bastante fuerte como para hacer que los crédulos lo
aceptasen. Pero aquí no somos ningunos estúpidos octópodos. Al final, lo curamos.
–¿Cómo?
Kasine pensó de nuevo, y le informó:
–Si no recuerdo mal, le hicimos tragar una píldora de sodio y luego una jarra de
agua. Tras lo cual renegó de sus estupideces con mucho estrépito y griterío.
Confesó su origen puramente quamístico poco antes de que estallasen sus entrañas
–agitó la cabeza con una pena altanera–. Desgraciadamente, murió. Y además, muy
ruidosamente.
–Apuesto a que usted disfrutó de cada instante de eso –comentó Lawson.
–No estaba aquí. Me repugnan las porquerías.
–Cuando le toque a usted, será peor –observó Lawson, contemplando su enorme
cuerpo.
–¿Así estamos? Bueno, pues déjeme decirle... –se detuvo cuando un pequeño gong
sonó en las profundidades de su escritorio. Palpando bajo el borde del mismo, sacó
un pequeño auricular conectado a un cable, se lo metió en un oído, y escuchó. Al
cabo de un rato, lo volvió a su sitio y miró al otro–: Dos oficiales tra taron de entrar en
su nave.
–Eso fue una estupidez.
–Ahora están echados en el suelo, junto a ella, completamente paralizados –dijo
pesadamente Kasine.
–¿Qué le había dicho? –comentó Lawson, remachándolo.
Golpeando con una gruesa mano sobre el escritorio, Kasine preguntó con voz
potente:
–¿Qué es lo que lo ha causado?
–Como todos los de su especie, eran alérgicos al ácido fórmico –le informó
Lawson–. Ese es un hecho del que me aseguré por anticipado –se encogió des -
cuidadamente de hombros–: una inyección de amoníaco diluido los curará, y nunca
mientras vivan tendrán ya reuma.
–No quiero tecnicismos abstrusos –ladró Kasine–. Quiero saber qué es lo que lo
causó.
–Quizá fuera Freddy –dijo Lawson, poco interesado–. O tal vez Lou. O posiblemente
Buzbuz.
–¿Buzbuz? –los ojos de Kasine surgieron un poco de sus grasientas profundidades.
Siseó un poco antes de decir–: El mensaje dice que ambos fueron picados en la
nuca por algo diminuto, de color naranja, y con alas. ¿Qué era?
–Un solar.
Comenzando a perder el autocontrol, Kasine gritó aún más:
–Si es usted un solar, que no lo es, ese otro ser no puede serlo también.
–¿Por qué no?
–Porque es totalmente diferente a usted. No se le parece en lo más mínimo.
–Me temo que se equivoca en eso.
–¿En qué se le parece?
–En que es inteligente –Lawson examinó al otro, como si le resultase tan curioso
como un elefante con trompas a ambos extremos–. Permítame que le informe que la
inteligencia no tiene nada que vez con la forma, volumen o tamaño.
–¿Llama inteligente a picarle a alguien en la nuca? –preguntó Kasine, inquisitivo.
–Sí, dadas las circunstancias. Además, el efecto resultante es inofensivo y
fácilmente curable. Eso es más de lo que se puede decir de unas tripas que hayan
estallado.
–Ya arreglaremos este asunto –Kasine estaba abiertamente irritado.
–No será fácil. Por ejemplo, tenemos a Buzbuz: aunque es pequeño hasta para ser
un abejorro de Calixto, puede derribar seis caballos de una tirada antes de que
tenga que posarse en algún lugar para generar más ácido.
–¿Abejorro? –el entrecejo de Kasine trató de arrugarse a pesar de las gruesas
capas de sebo–. ¿Caballos?
–Olvídelo –le aconsejó Lawson–. No conoce nada de eso.
–Quizá no, pero sé una cosa: no les gustará cuando llenemos la nave con un gas
letal.
–Se partirán de risa. Y no les aconsejo que conviertan en inhabitable mi nave.
–¿No?
–No. Porque los que ya están fuera tendrán que quedarse allí, y la mayor parte de
los otros escaparán por mucho que traten ustedes de impedirlo. Después de esto, no
tendrán otra alternativa que afincarse aquí. Y a mi no me gustaría eso si fuera uno
de ustedes. Realmente, no me gustaría nada.
–¿No le gustaría?
–No, si fuera uno de ustedes, aunque por fortuna no lo soy. Un mundo se convierte
muy pronto en realmente inconfortable cuando hay que compartirlo con enemigos
difíciles de atrapar y que se multiplican por millares.
Kasine se estremeció e inquirió con cierta aprensión:
–¿Quiere decir que realmente se quedarían aquí y procrearían con gran rapidez?
–¿Qué otra cosa espera que hagan una vez les hayan quitado su santuario?
¿Tirarse a un precipicio simplemente para complacerles a ustedes? Ya le he dicho
que son inteligentes. Sobrevivirán, aunque para ello tengan que paralizar a todos los
de su especie para siempre.
El gong sonó de nuevo. Colocándose el auricular, Kasine escuchó, resopló, y lo
depositó de un manotazo en su lugar. Durante un corto espacio de tiempo se quedó
refunfuñando tras el escritorio. Cuando habló, fue con ira:
–Dos más –dijo–. Aplanados.
Mostrando una débil sonrisa, Lawson sugirió:
–¿Por qué no dejan tranquila mi nave y me llevan a ver a Markhamwit?
–Métase esto en la cabeza –replicó Kasine–: Si todos y cada uno de los chalados
que deciden aterrizar en este planeta pudieran ir directamente a ver al Gran Señor,
ya haría tiempo que tendríamos problemas. Hubieran asesinado al Gran Señor en
más de diez ocasiones.
–¡Pues sí que debe de ser popular!
–Es usted un impertinente. No parece darse cuenta de lo peligrosa que es su propia
situación –inclinándose hacia adelante con un gruñido de incomodidad, Kasine
redujo el volumen de su voz, ante su propio asombro–. Fuera de esta puerta, se
hallan aquellos que únicamente tienen potestad de hacer preguntas. Aquí, dentro de
esta habitación, las cosas son distintas. Aquí, yo tomo decisiones.
–Pues sí que le cuesta tiempo –dijo Lawson, sin impresionarse.
Ignorándolo, el otro prosiguió:
–Yo puedo decidir si lo que dice usted es verdad o no. Si creo que es usted un
mentiroso, puedo decidir si vale la pena o no emplear unos métodos menos suaves
para obtener la verdad. Y si pienso que ni siquiera vale la pena lograr la verdad en
su caso, puedo decidir cuándo, cómo y dónde eliminarlo –se detuvo un poco, para
dar un énfasis adicional–. Todo esto significa que puedo ordenar su muerte
inmediata.
–El hecho de que pueda equivocarse, no creo que sea algo sobre lo que fanfa -
rronear –le replicó Lawson.
No creo que el eliminarlo a usted definitivamente fuera un error –le devolvió el golpe
Kasine–. Esos seres de su nave son impotentes en lo que se refiere a esta
habitación. ¿Qué es lo que me puede impedir que lo mande destruir a usted?
–Nada.
–¡Ah! –Algo sorprendido por esta clara admisión, el grueso rostro se mostró
satisfecho–. ¿Acepta usted que no puede hacer nada para salvarse?
–En cierta manera sí, y en cierta manera no.
–¿Lo que quiere decir?
–Que puede hacer que me maten, si así lo desea. Será un pequeño triunfo para
usted, si es que le gustan esas cosas –los ojos de Lawson se alzaron y se clavaron
en los del otro–. Y lo mejor sería entonces que disfrutase de su triunfo lo más
posible, pues no le duraría mucho tiempo.
–¿No?
–El placer dura un instante, sus consecuencias son lamentadas siempre. Tras el
festín viene la indigestión.
–¿Ah, sí? ¿Y quién iba a acabar con mi placer?
–La Unión Solar.
–¡Otra vez con la misma! –Kasine se frotó cansadamente la frente–. La Unión Solar.
Ya estoy harto de oír esto. Me he enfrentado más de cuarenta veces con supuestos
solares que resultan ser todos maníacos escapados o expulsados de algún planeta
no muy lejano. Pero tengo que reconocer una cosa: es usted el más tranquilo y
seguro de sí mismo de todos ellos. Sospecho que va a ser bastante difícil el
devolverle el buen sentido. Quizá tengamos que crear una técnica totalmente nueva
para lograrlo con usted.
–Vaya problema –exclamó Lawson, con simpatía.
–Por consiguiente... –Kasine se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró
apresuradamente un oficial de cinco cometas.
–Mensaje del Gran Señor –anunció el recién llegado. Lanzó una mirada inquieta a
Lawson antes de proseguir–. Sea cual sea la conclusión a la que pueda haber usted
llegado, tiene que mantener intacto y sin que sufra el menor daño a este extranjero.
–Eso es quitarme las cosas de las manos –gruñó Kasine–. ¿No puedo al menos
conocer el motivo?
Dudando un momento, el oficial respondió:
–No se me dijo que debiera ocultárselo.
–Entonces, ¿cuál es?
–Este ejemplar de vida exterior debe ser mantenido en una condición adecuada para
hablar. Acaban de llegar informes del departamento de defensa y de otros lugares.
Deseamos saber cómo se deslizó su nave entre la pantalla detectora planetaria,
cómo logró pasar a través de las patrullas aéreas. Queremos saber por qué su nave
se diferencia de todos los tipos conocidos de la galaxia, de dónde viene, y que es lo
que le proporciona una velocidad tan tremenda. En especial, debemos averiguar las
capacidades y potencial militar de quienes construyeron esa nave.
Kasine parpadeó ante el recital. Cada una de aquellas preguntas, pensó, era como
un arma cargada capaz de dispararse. La mente, tras sus gruesas facciones,
funcionaba a todo ritmo. Y, a pesar de su aspecto, no dejaba de poseer una cierta
agilidad mental. Y una cosa que siempre había podido hacer muy bien era olisquear
el aroma del peligro.
Palabras y frases pasaron por su cerebro calculador: la pantalla detectora, origen,
tipo de nave, una velocidad tremenda, abejorro, el más tranquilo y seguro de sí
mismo. Sus brillantes y hundidos ojos examinaron de nuevo a Lawson. A la luz de lo
que le había dicho el oficial, ahora podía ver con más claridad cuál era el rasgo que
interiormente le había preocupado más de aquel extraño bípedo. Era una
certidumbre bastante anonadadora!
Se sintió impulsado a correr un riesgo.
Si no surgía efectos, la pérdida no sería demasiado grave.
Y si lo lograba, obtendría una reputación de gran perspicacia.
Con gran lentitud, Kasine dijo:
–Creo que puedo contestar esas preguntas, al menos en parte. Este ser afirma ser
un solar. ¡Considero que es posible, aunque remotamente, que lo sea!
–¡Que sea un solar! –el oficial tartamudeó un poco, y retrocedió hacia la puerta–. El
Gran Señor tiene que saber esto. Le comunicaré en seguida su conclusión.
–No es una conclusión –advirtió Kasine, apresurándose a prevenirse contra
cualquier responsabilidad futura–. No es más que una modesta opinión.
Contempló cómo el otro salía. Estaba comenzando ya a preguntarse si había
adoptado la táctica correcta, o si habría alguna otra jugada que no hubiera atisbado,
pero que fuera más segura.
Su mirada se volvió hacia el sujeto de sus pensamientos. Y éste le dijo
confortadoramente:
–Acaba de salvar su grueso cuello.

Capítulo 4
Markhamwit examinó los datos por cuarta vez, apartó los papeles, y caminó inquieto
arriba y abajo de la sala.
–No me gusta este incidente. Me produce muchas sospechas. Quizá seamos
víctimas de una trampa nileana.
–Es posible, señor –estuvo de acuerdo el ministro Ganne.
–Supongamos que han inventado un tipo totalmente nuevo de nave, que suponen
invencible. El paso más obvio es hacerle una prueba lo más concluyente posible.
Deben probarla antes de fabricarla en gran número. Si puede penetrar nuestras
defensas, aterrizar, y escapar de nuevo, es un éxito.
–Ya lo creo, señor –Ganne había edificado su rango actual sobre unos cimientos de
constante asentimiento.
–Pero todo quedaría al descubierto si llegase con una tripulación nileana a bordo –
prosiguió Markhamwit con aire agrio –. Así que buscan y obtienen una forma no
nileana de vida con que aliarse. Y un miembro de la misma viene aquí, ocultándose
tras un mito –se golpeó un par de manos, y luego el otro par–. Todo esto cae dentro
de los límites de lo probable. No obstante, como piensa Kasine, la historia de ese
extranjero podría ser verídica.
Ganne lo dudaba, pero evitó decirlo. De vez en cuando, la posibilidad entre un mi llón
surgía para confundir a todos aquellos que habían negado de plano la existencia de
los solares.
–Comunícame con Zigstrom –decidió de pronto Markhamwit. Cuando se logró la
conexión, se colocó el auricular y habló por el estrecho micrófono–. Zigstrom,
tenemos muchos expertos en el Mito Solar. He oído que hay uno o dos que creen
que tiene una base real. ¿Cuál es el principal de ellos?
Escuchó un poco, y gruñó:
–No eludas la cuestión. Quiero su nombre. No tiene nada que temer. –Siguió una
pausa–. ¿Alemph? Búscalo. Tiene que venir aquí sin perder tiempo.
En su momento, llegó el experto deseado, sudoroso por la prisa, descompuesto e
incómodo. Entró dubitativo en la sala, inclinándose profundamente a cada dos
pasos.
–Oh, mi Señor, si Zigstrom os ha dado la impresión de que soy uno de los líde res de
esos estúpidos cultos, debo aseguraros que...
–No tiembles tanto –le cortó Markhamwit–. Quiero utilizar tu mente, y no sacarte las
tripas. –Tomando una silla, se acomodó en ella, descansando los cuatro brazos en
los cuatro apoyabrazos de la misma, y fijó unos ojos autoritarios en el experto–.
Crees que el Mito Solar es algo más que una leyenda de las fronteras. Quiero saber
por qué.
–La historia tiene aspectos repetitivos demasiado importantes para ser una simple
coincidencia –le dijo Alemph–, y hay otras cuestiones posteriores que conside ro
significativas.
–No tengo más que un conocimiento sumario de ese cuento –dijo Markhamwit–.
Dada mi posición, no tengo ni tiempo ni deseos de estudiar el folklore de los bordes
de nuestra galaxia. Sé más explícito. Te he mandado traer aquí para que hables, no
para que sufras.
Alemph recobró algo de su valor:
–En un extremo de nuestra galaxia existen ocho sistemas solares habitados que se
hallan bastante juntos y dispuestos en semicírculo. Tienen un total de treinta y nueve
planetas. En el centro del hipotético círculo que trazan, se halla un noveno sistema
con siete planetas inhabitables, desprovistos de cualquier vida superior a la animal.
–Eso ya lo sé –comentó Markhamwit–. Prosigue.
–Los ocho sistemas habitados no han desarrollado jamás los viajes espaciales. Sin
embargo, cuando los visitamos por primera vez, encontramos que sabían muchas
cosas acerca de cada uno de ellos que eran imposibles de conocer por simples
observaciones astronómicas, y tenían una extraña historia con la que explicar este
conocimiento. Decían que en algún tiempo no especificado del remoto pasado,
recibieron repetidas visitas de las naves de los elmones, una forma de vida que
ocupaba ese noveno sistema, ahora desierto. Los ocho creían que los elmones
pensaban dominarlos al cabo de un tiempo por un despiadado uso de sus superiores
técnicas. Iban a ser invadidos, y no podían hacer nada por impedirlo.
–Pero no lo fueron –observó Markhamwit.
–No, mi Señor. Es en ese momento cuando empieza realmente el mito. En los ocho
sistemas se cuenta la misma historia. Y esto es algo importante que debe
recordarse. Por eso digo que me parece demasiada coincidencia.
–Adelante –ordenó el Gran Señor, mostrándose algo impaciente.
Continuando apresuradamente, Alemph dijo:
–En aquel tiempo, un extraño navío emergió del tremendo vacío que se halla entre
nuestra galaxia y la más cercana, aterrizando en el sistema de los elmones, dado
que eran la raza más altamente desarrollada de aquella área. Llevaba una
tripulación de dos pequeños bípedos. Afirmaron haber realizado la aparentemente
imposible hazaña de cruzar el vacío. Se llamaban a sí mismos solares. Solo había
una prueba que corroborase su extraordinaria afirmación: su navío desarrollaba una
velocidad tan tremenda que en vuelo no podía ni ser visto ni detectado.
–¿Y entonces?
–Los elmones eran por naturaleza incurablemente brutales y ambiciosos. Asesinaron
a los solares y despedazaron su nave buscando descubrir su secreto. Fracasaron
absolutamente. Muchos, muchos años después, un segundo navío solar surgió del
tremendo vacío. Venía en búsqueda del primero, y pronto sufrió su mismo destino.
Una vez más, el secreto permaneció inviolado.
–Eso puedo aceptarlo –dijo Markhamwit–. Las técnicas alienígenas son muy
elusivas cuando uno no puede ni siquiera imaginarse la base sobre la que se
fundamentan. Vaya, si los nileanos han estado tratando... –cambió de idea, y no
prosiguió, espetando–: Continúa con tu historia.
–Por lo que ocurrió después, parece que esta segunda nave tenía algún sistema de
enviar una señal de aviso, pues, muchos años después, una tercera nave, mucho
más grande, apareció pero sin aterrizar. Simplemente orbitó alrededor de cada
planeta de Elmone dejando caer millares de mensajes que decían que, en lo que se
refiere a la muerte, es mejor darla que recibirla. Quizá también bañó cada pla neta
con un rayo desconocido, o lo envolvió momentáneamente en algún campo de
fuerza que no podemos concebir, o dejó caer diminutas bacterias con los mensajes.
Nadie lo sabe. El navío desapareció en el obscuro abismo del que había venido, y,
hasta hoy, no existen sino especulaciones acerca de cuál fue la causa de lo que
siguió.
–¿Y qué es lo que Siguió?
–Inmediatamente, nada. Los elmones hicieron un centenar de chistes soeces acerca
de los mensajes, que pronto fueron conocidos por los otros ochos sistemas. Y
prosiguieron con sus preparativos para esclavizar a sus vecinos. Un año después,
notaron el golpe, o tal vez sería mejor decir que comenzaron a notarlo: Se dieron
cuenta de que sus mujeres no tenían hijos. Diez años más tarde, estaban frenéticos.
En cincuenta años, su número era escaso y se hallaban absolutamente
desesperados. En un centenar de años habían desaparecido para siempre del
universo conocido. Los solares no habían matado a nadie, no habían herido a nadie,
no habían derramado una sola gota de sangre. Se habían contentado con negar la
existencia a los que aún no habían nacido. Los elmones habían sido eliminados con
una firmeza igual a la suya, pero sin su brutalidad. Ya no existen. No hay ni un solo
elmón en nuestra galaxia o en ninguna otra parte del universo.
–Un cuento de miedo muy adecuado para los numerosos charlatanes que han
tratado de explotarlo –dijo Markhamwit–. Siempre existen crédulos. Pero yo no me
dejo convencer fácilmente por los cuentos de hace muchos siglos. ¿Es esa toda la
evidencia de que dispones?
–Ruego que me excuse, mi Señor –suplicó Alemph–. Pero también están los siete
planetas habitados pero desiertos. Y en los otros ocho sistemas, que permanecieron
desconectados entre sí hasta que nosotros llegamos, se cuenta la misma historia. Y,
finalmente, están esos continuos rumores.
–¿Qué rumores?
–De pequeños navíos totalmente inatrapables, operados por bípedos, que
ocasionalmente visitan los sistemas más pequeños y los planetas más solitarios de
nuestra galaxia.
–¡Bah! –Markhamwit hizo un gesto de desprecio –. Recibimos uno de esos informes
cada cien días. Nuestras naves los han investigado a menudo, y no han hallado
nada. Los solitarios y los aislados se inventan cualquier incidente atractivo para
conseguir compañía. Y probablemente los nileanos se inventan también unos
cuantos, esperando atraer a nuestra naves de sus puntos de guarnición. Nosotros
mismos destruimos su acorazado Narsan cuando fue a Dhurg a investigar una
historia que hicimos que llegase a sus estúpidas orejas.
–Quizá sea así, mi Señor –habiendo llegado hasta tan lejos, no se iba a amilanar–.
Pero permítame señalarle que por muy bien que conozcamos nuestra propia galaxia,
no sabemos nada de las otras.
Markhamwit miró al ministro Ganne.
–¿Consideras posible que sea cruzado el abismo intergaláctico?
–Parece increíble, mi Señor –dijo Ganne, tremendamente ansioso de no definirse–.
Pero no siendo un experto en astronomía, no me creo cualificado para emitir una
opinión.
–Una característica evasiva de un politiquillo –resopló Markhamwit. Utilizando de
nuevo su auricular y micrófono, llamó al Comandante de Sector Yielm, y le
preguntó–: Dejando aparte el aspecto práctico, ¿crees teóricamente posible que
alguien llegue a nosotros desde la galaxia más cercana? –Hubo un silencio mientras
escuchaba, y luego dijo–: ¿Por qué no? –Escuchó de nuevo, cortó y se vol vió a los
otros–: La razón que da es que nadie vive durante diez mil años.
–¿Cómo lo sabe, mi Señor? –le pregunto Alemph.

Media docena de guardias condujeron a James Lawson ante la augusta presencia.


Se quedaron formados en una hilera rígida e inexpresiva junto a la puerta, mientras
él entraba en la sala.
Su caminar desde la entrada hasta el centro de la habitación fue imperturbable.
Nada en su aspecto indicaba la menor preocupación por estar muy lejos de su hogar
y entre una especie de vida diferente a la suya. Por el contrario, se comportaba con
tanta displicencia como si diese un paseo para ir a comprar un kilo de patatas fritas.
Indicando una silla, Markhamwit se pasó la mayor parte de un minuto sopesando al
visitante, y luego aireó su escepticismo.
–¿Así que eres un solar?
–Lo soy.
–¿Y vienes de otra galaxia?
–Así es.
Markhamwit lanzó una mirada que indicaba ahora-fíjate-en-esto a su ministro Ganne
antes de preguntar:
–¿Y no es extraño que puedas hablar tan bien nuestro idioma?
–No si consideras que fui elegido por esta misma razón –replicó Lawson.
–¿Elegido? ¿ Por quién?
–Por la Unión, claro.
–¿Y con qué propósito? –insistió Markhamwit.
–Para venir aquí y hablar contigo.
–¿Acerca de qué?
–De esta guerra que tenéis con los nileanos.
–¡Lo sabía! –cruzando sus brazos superiores, Markhamwit pareció muy satisfecho
consigo mismo–. Sabía que los nileanos intentarían esto más pronto o más tarde –
su carcajada fue seca–. Son unos verdaderos aficionados en sus tretas. Lo mejor
que podrían haber hecho por ti era pensar en un artilugio protector más efectivo que
un simple mito.
–Me interesan muy poco los artilugios protectores –dijo Lawson descuidadamente–.
Tanto los de ellos como los vuestros.
Markhamwit frunció el entrecejo.
–¿Y por qué?
–Porque soy un solar.
–¿Realmente? –mostró sus dientes, delgados, blancos y puntiagudos–. En este
caso, nuestra guerra con Niela no es asunto que te incumba.
–Estoy de acuerdo. La contemplamos con una espléndida indiferencia.
–Entonces, ¿por qué has venido a hablar de ella?
–Porque objetamos a una de sus consecuencias.
–¿A cuál te refieres? –inquirió Markhamwit, tan sólo un poco curioso.
–Ambos bandos están cruzando el espacio con navíos armados y buscando pelea.
–¿Y qué?
–El espacio es libre –dijo Lawson–. No pertenece a nadie. Por muchos dere chos que
un planeta o sistema tenga sobre sus territorios planetarios, el vacío entre los
mundos es propiedad común.
–¿Y eso quién lo dice? –inquirió Markhamwit enseñando los dientes.
–Nosotros.
–¿De verdad? –anonadado por la misma temeridad del extraño, el Gran Señor invitó
a que siguiese mostrándola al preguntar–: ¿Y por qué creen los solares que pueden
dictar la ley?
–Solo tenemos una razón –le dijo Lawson. Sus ojos se tornaron un tanto gélidos–.
Tenemos el poder de hacerla respetar.
El otro se echó hacia atrás, miró al ministro Ganne, y encontró que éste se hallaba
examinando ensimismadamente el techo.
–La ley que hemos establecido y que pretendemos mantener –prosiguió Lawson– es
que todo navío espacial debe tener el derecho a viajar entre los mundos sin ser
obstaculizado. Lo que suceda cuando aterrice es algo que no nos preocupa, a
menos que sea uno de los nuestros –hizo una pausa, aún con los ojos glaciales, y
añadió:–: Pues en este caso, nos concierne mucho.
A Markhamwit no le gustó esto. No le gustó lo más mínimo. Tenía todo el aire de una
abierta amenaza, y su instinto natural era reaccionar con una contraamenaza. Pero
la entrevista con Alemph seguía aún fresca en su mente, y no podía eliminar de sus
pensamientos ciertas frases que aparecían una y otra vez como una advertencia:
«Diez años más tarde, estaban frenéticos. En cincuenta años, su número era escaso
y se hallaban absolutamente desesperados. En un centenar de años habían
desaparecido para siempre...»
Se preguntó si en aquel mismo momento el navío en que había llegado aquel bípedo
estaba dispuesto a emitir o irradiar una energía invisible e imparable pensada para
producir el mismo resultado. Era un pensamiento horrible. Como método para
enfrentarse con formas de vida incurablemente antagónicas, era realmente perfecto,
por lo permanente. Recordaba la asombrosa técnica de la misma naturaleza, que
nunca dudaba en exterminar un error biológico.
Uno tendía a pensar que aquel bípedo estaba diciendo necedades. Esta tendencia
nacía de la esperanza de que todo no era más que un tremendo farol que podía ser
descubierto. Y uno podía hacerlo fácilmente desconectando la cabeza del bípedo y
haciendo pedazos su nave.
Como se decía que habían hecho los elmones.
¿Qué elmones? ¡Jamás existieron!
¿Y si no fuera un farol?

Capítulo 5
Por mucho que le molestara admitirlo Incluso a sí mismo, la situación se había
convertido, inesperadamente, en muy difícil. De hecho, si realmente era una sutil
trampa nileana, estaba llegando al punto de resultar bastante molesta.
Una nave había llegado a aquel mundo, el centro de gobierno de un poderoso
sistema en guerra. Basándose en una antigua fábula y en la labia de su piloto,
aseguraba tener la posibilidad de esterilizar a todo el planeta. Por consiguiente, una
de dos: o era una falsa alarma, o una verdadera bomba. Y la única forma en la cual
estar seguro de su verdadera naturaleza era dar un martillazo a su detonador para
tratar de que estallase.
¿Se atrevería?
Tratando de ganar tiempo, Markhamwit señaló:
–La guerra es un asunto entre dos bandos. Nuestras naves no son las únicas que
patrullan el espacio.
–Ya lo sabemos –le informó Lawson–. También están siendo advertidos los ni-
leanos.
–¿Quieres decir que tenéis otra nave allí?
–Sí. –Lawson mostró una débil sonrisa–. Los nileanos se encuentran con el mismo
problema, e indudablemente tienen que enfrentarse con la negra sospecha de que
es otra de vuestras trampas.
El Gran Señor se irguió. Le producía una maliciosa satisfacción el pensar que el
enemigo estaba en un lío, y que le echaba a él las culpas del mismo. Luego,
repentinamente, su mente apercibió una forma en que comprobar, al menos
parcialmente, la verdad de las afirmaciones del otro. Se volvió hacia Ganne:
–Ese mundo neutral, Vaile, tiene aún contacto con ambos bandos. Envíale una
llamada. Pregúntale si en Nilea hay un navío que dice ser de origen solar.
Ganne salió. No podía esperarse una respuesta antes de la noche, pero, no
obstante, volvió al cabo de unos momentos.
Tembloroso y con muchos nervios, informó:
–Los operadores dicen que Vaile llamó hace poco. Se nos hizo una pregunta similar
en nombre de los nileanos.
–¡Ah! –Markhamwit se encontró, sin quererlo, llevado a tomar el mismo punto de
vista que Alemph acerca de aquel asunto. Probablemente, el folklore podía estar
fundamentado en hechos. En realidad, era más posible que tuviera una base
verídica que no. Los efectos que duran mucho tiempo deben tener una causa
importante.
Entonces, justo cuando estaba llegando a la conclusión de que los solares existían
realmente, se le ocurrió la idea de que si aquella era una hábil treta imaginada por
los nileanos, era lógico que apoyasen a su enviado de todas las maneras posibles.
La llamada a través de Vaile podía ser únicamente un subterfugio cuidadosamente
planeado para dar verosimilitud a su engaño. Si era así, esto significaba que su
primera idea era correcta: o sea, que el Mito Solar eran puras estupideces.
Estos dos aspectos, violentamente opuestos, del asunto, le ponían en un aprieto.
Su irritación creció porque uno que está acostumbrado a tomar decisiones rápidas y
definitivas no puede soportar el hallarse sumergido en un dilema. Y él estaba
sumergido hasta la coronilla.
Obviamente molesto, le gruñó a Lawson:
–El derecho de viajar sin ser molestado alcanza a nuestros navíos tanto como a los
de cualquiera.
–No protege a ningún buque de guerra que tiene instrucciones de interceptar,
interrogar, registrar o detener cualquier espacionave que considere sospechosa –
declaró el otro–. Los violadores de la ley no tienen derecho a pedir la protección de
la misma.
–¿Puedes decirme cómo llevar a cabo una guerra entre los sistemas sin enviar
naves armadas a través del espacio? –preguntó Markhamwit, amargamente sarcás-
tico.
Lawson hizo un gesto de indiferencia con la mano.
–No nos importa en lo más mínimo ese problema. Eso es cosa vuestra.
–No es posible hacerlo –gritó Markhamwit.
–Es realmente triste –comentó Lawson, rezumando falsa simpatía–, pues crea un
monstruoso estado de no guerra.
–¿Estás tratando de hacerte el gracioso?
–¿Te parece graciosa la paz?
–La guerra es un asunto serio –aulló Markhamwit, tratando de mantenerse en
calma–. No puede finalizarse con un simple gesto de la mano.
–Esto debería ser tenido muy en cuenta por aquellos que tan despreocupadamente
la inician –afirmó Lawson, nada preocupado por la ira del Gran Señor.
–Los nileanos la empezaron.
–Ellos dicen que fuisteis vosotros.
–Son unos incorregibles mentirosos.
–Esa es también su opinión de vosotros.
Con una expresión amenazadora en el rostro, Markhamwit preguntó:
–¿Y tú los crees?
–Nosotros nunca creemos las opiniones.
–Estás evadiendo mi pregunta. Alguien tiene que estar mintiendo. ¿Quién crees que
es?
–No hemos estudiado las raíces de vuestra disputa. No es nuestro problema. Así
que sin datos en que basarnos, sólo podemos establecer una hipótesis.
–Entonces, adelante, di algo hipotético –invitó Markhamwit. Se lamió
expectantemente los labios.
–Probablemente ambos bandos tengan poco amor a la verdad –opinó Lawson, sin
preocuparle la actitud del otro –. Es lo acostumbrado. Cuando se inicia una guerra,
proliferan los mentirosos. Y esta situación dura durante todo el conflicto. Después
del mismo, los mentirosos que han vencido ahorcan a los mentirosos derrotados.
Si este punto de vista hubiera sido partidista, Markhamwit lo hubiera recibido con la
furia adecuada. Pero al no serlo, resultaba desconcertante. Resbaladizo. Uno no
podía aferrarlo con firmeza.
Así que cambió su ángulo de ataque, preguntando:
–Supongamos que rechazo vuestra ley y hago que te fusilen. ¿Qué pasaría
entonces?
–Que lo lamentarías.
–No hay nada que confirme tus palabras.
–Si quieres pruebas, ya sabes cómo conseguirlas –le indicó Lawson.
Era un punto muerto sobre el que el Gran Señor reflexionó con un máximo de
disgusto. Por primera vez estaba dándose cuenta de que, mostrándose realmente
atrevido, un ser podía desafiar a todo un mundo. Tenía muchas posibilidades en las
que jamás había pensado previamente. Se podía haber utilizado de manera
ingeniosa, para gran dolor del enemigo... siempre que no fuera el enemigo quien
hubiera pensado en ello y ahora lo estuviera usando contra él.
Decidió que éste era el verdadero intríngulis del asunto. De alguna manera, en algún
modo, tenía que averiguar si los nileanos tenían que ver con aquello. Si así era, se
esforzarían absolutamente para ocultarlo. Si no, estarían muy bien dispuestos a
mostrarle que compartían sus problemas.
Pero cabía preguntarse de nuevo hasta qué punto llegaba su habilidad. ¿Sería igual
a su capacidad perceptiva? ¿Acaso no podrían estar dispuestos a ocultar la verdad
tras la pantalla de humo de una cooperación patéticamente ansiosa?
Si aquella nueva nave era en realidad un producto secreto de Nilea, resultaba claro
que quienes habían construido una podían construir muy bien otra. Igualmente, el
hipotético mundo aliado que había suministrado el señuelo bípedo más algunas
criaturas aladas y con aguijón, podía suministrar un segundo equipo de
pseudosolares.
Así que en aquel mismo instante otro falso navío extragaláctico con su tripulación
podía estar posado en territorio nileano, esperando la inspección de una comisión
propia o de algún mundo neutral; todo preparado para convencerle de que lo falso
era cierto, y por consiguiente persuadirle de que retirase todas sus naves de guerra
del espacio. Esto le daría al enemigo campo libre durante bastante tiempo como
para permitirle alcanzar la victoria. El y su raza sabrían únicamente que les habían
tomado el pelo cuando ya fuera muy tarde. Y la única migaja de consuelo que podía
hallar era el pensamiento de que, si todo aquello no era un desvergonzado engaño,
si aquel asunto de los solares era genuino y cierto, entonces también los nileanos
estarían siendo atormentados por aquel mismo proceso de raciocinio. En aquel
mismo instante podían estar estudiando con terrible preocupación el asunto que a él
le causaba tales quebraderos de cabeza, preguntándose si la nave que se hallaba
en el planeta enemigo no sería un truco adicional nacido de la ilimitada astucia del
Gran Señor.
Esta visión de los problemas nileanos le sirvió para tranquilizarle lo bastante el
hígado como para permitirle preguntar:
–¿En qué forma esperas que muestre mi aceptación de esa ley que has procla-
mado?
–Ordenando el inmediato regreso de todos los navíos armados a sus bases
planetarias.
–¡Menudo servicio que nos van a hacer durmiendo en sus bases!
–No estoy de acuerdo. Aún se hallarán en estado de combatir y dispuestos a
oponerse a cualquier ataque. No negamos a nadie el derecho a la autodefensa.
–Pues eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora mismo –declaró
Markhamwit–. Defendiéndonos.
–Los nileanos dicen lo mismo.
–Ya te he dicho que son unos mentirosos decididos e incorregibles.
–Ya sé, ya sé –Lawson apartó el tema, como si ya estuviera muy visto–. En lo que a
nosotros respecta, podéis cubrir cada uno de vuestros planetas con una sombrilla de
naves de guerra dispuesta a aniquilar al primer atacante. Pero, si luchan, ha de ser
en defensa de su territorio. No deben ir a donde les plazca y llevar la guerra a otros
lugares.
–Pero...
–Por otra parte –prosiguió Lawson–, podéis tener un millón de navíos viajando
libremente por el espacio, si así deseáis. Su número, rutas o destinos no deben
importarle a nadie, ni siquiera a nosotros. No presentaremos objeciones mientras
todos y cada uno de ellos sean pacíficas naves comerciales llevando a cabo
negocios legales, sin interferir en modo alguno con los navíos de otros pueblos.
–¿No presentaréis objeciones? –hizo eco Markhamwit, con su paciencia de nuevo
agotada por la altanera autoconfianza del otro–. ¡Es realmente benevolente por
vuestra parte!
Lawson lo contempló con frialdad.
–Los fuertes pueden permitirse ser benévolos.
–¿Estás insinuando que no somos fuertes?
–El ser razonable es un ser fuerte. El ser irracional es un ser débil.
Golpeando uno de los apoyabrazos con su puño, Markhamwit exclamó:
–¡Puedo ser muchas cosas, pero hay una cosa que no soy, y es irracional!
–Eso aún tiene que ser visto –indicó significativamente Lawson.
–¡Y lo será! No he llegado a ser el dirigente de un gran sistema por pura casualidad.
Mi pueblo no está dispuesto a dejarse gobernar por un líder cuya única cualificación
sea su imbecilidad. Si tengo tiempo para pensar y cuento con el apoyo leal de mis
súbditos, puedo enfrentarme con esta situación o cualquier otra que pueda surgir.
–Eso espero –contestó Lawson con tono amable–. Por vuestro propio bien.
Markhamwit se inclinó hacia adelante, mostrando una vez más sus dientes y
hablando lentamente:
–Pero, sea cual sea la decisión que tome y las consecuencias que se deriven de
ella, el cuello que corre peligro no es el mío, ¡sino el tuyo! –se irguió, e hizo un gesto
despectivo de despedida–. Daré mi respuesta por la mañana. Hasta entonces,
preocúpate mucho por ti mismo.
–Un solar muy preocupado por su destino –le informó Lawson con la mano en la
puerta –se parecería bastante a uno de tus cabellos que estuviese preocupado
porque iba a caerse. –Abriendo la puerta, miró con dureza al Gran Señor y añadió–:
El cabello cae, se pierde y desaparece en el polvo, pero el cuerpo permanece.
–¿Lo que quiere decir...?
–Que no estás tratando conmigo como individuo. Estás tratando con mi especie.

Capítulo 6
La guardia se puso alerta y acompañó a Lawson al centro de interrogatorios,
dejándolo en el punto exacto en donde lo habían recogido. Tras cruzar la puerta, la
cerró tras de sí, ocultándose así a su vista. De forma tranquila, caminó junto a los
escritorios desde los que los examinadores lo contemplaban con aire incierto tras
sus eternos montones de impresos. Había llegado hasta la puerta principal antes de
que nadie tuviese el valor de oponerse a su camino.
Un oficial de tres cometas que llegaba le cortó el paso y le pregunto:
–¿Adónde va?
–Regreso a mi nave.
El otro mostró una vaga sorpresa.
–¿Ha visto al Gran Señor?
–Naturalmente. Acabo de dejarlo. –Luego, con aire confidencial–: Tuvimos una
conversación muy interesante. Desea consultarme de nuevo a primera hora de la
mañana.
–¿Realmente? –ante los ojos del oficial creció de forma tremenda la importancia de
Lawson. No tardó ni un instante en concebir un simple razonamiento lógico: el
cuidarse del huésped de Markhamwit sería complacer al Gran Señor mismo. Así
que, con loable oportunismo, dijo: –Conseguiré un camión, y le llevaré hasta allí.
–Eso es muy amable por su parte –le aseguró Lawson, mirando al tres cometas
como si fuera de seis.
Esto dio más premura a la actividad del otro. El camión llegó a toda velocidad, y
partió de nuevo antes de que Ganne, Kasine o cualquier otro pudieran intervenir
para inquirir acerca de la corrección de dejar que el bípedo campara por sus
respetos. A gran velocidad, su conductor se inclinó a mostrarse hablador:
–El Gran Señor es una persona realmente excepcional –dijo, esperando que esto
fuera repetido a su favor a la mañana siguiente. En privado, pensaba que
Markhamwit era un zorrino pomposo–. Es realmente afortunado el que contemos
con un tal líder en estos tiempos de prueba.
–Podrían tener uno peor –aceptó Lawson.
–Recuerdo que en cierta ocasión... –se interrumpió, detuvo abruptamente el
vehículo, y resopló hacia un lado de la carretera. Con voz rasposa, preguntó al
nuevo objeto de su atención–: ¿Quién te dio órdenes de que estuvieras aquí?
–Nadie –admitió tristemente Yadiz.
–Entonces, ¿por qué estás aquí?
–No puede estar en otra parte –indicó Lawson.
El oficial parpadeó, estudió el parabrisas en completo silencio durante un rato, y
luego volvió su rostro hacia su pasajero.
–¿Por qué no?
–Porque resulta que donde está es aquí. Obviamente, no puede estar donde no está
–Lawson buscó la confirmación de Yadiz–: ¿No es cierto?
Algo reventó, pues el otro abandonó rápidamente toda discusión, abrió la puerta del
camión con un tremendo estrépito, y le rugió a Yadiz:
–¡Entra, so alelado!
Yadiz entró, llevando su arma como si fuera a morderle. El camión siguió hacia
adelante. Durante el resto del viaje, su conductor permaneció acurrucado sobre el
volante, mordiéndose el labio inferior y sin decir palabra. De vez en cuando,
enarcaba las cejas por la tensión de su pensamiento mientras hacía vanos intentos
de resolver lo irresoluble.
En el círculo de guardias, el obeso individuo que había enviado al principio de todo
al recién llegado al centro de interrogatorios, contempló cómo el camión se detenía
bruscamente, y de él surgía el trío. Se adelantó con el ceño fruncido.
–¿Así que lo han dejado suelto?
–Sí –dijo el conductor, pues así lo creía.
–¿A quién vio?
–Al mismo Gran Señor.
El otro dio un respingo, miró a Lawson con azarado respeto, y quitó algo de
autoridad de su tono:
–¿No dijeron que hay que hacer con esas cuatro bajas que hemos tenido?
–No lo mencionaron –respondió el conductor–. Quizá...
Lawson intervino:
–Yo me ocuparé de ellos. ¿Dónde están?
–Allí –indicó una depresión a su izquierda–. No podíamos moverlos sin ins-
trucciones.
–No hubiera importado. De todas maneras se hubieran recuperado para esa misma
hora de mañana.
–Entonces, ¿no están muertos?
–En lo más mínimo –le aseguró Lawson–. Les daré una inyección de algo que los
pondrá como nuevos en un abrir y cerrar de ojos.
Se dirigió hacia la nave. El conductor subió hoscamente a su camión, y se diri gió de
nuevo hacia la ciudad.
El ser encaramado en el borde del pequeño portillo de observación de la sala de
mandos tenía el tamaño de uno de los puños de Lawson. Las abejas terrestres,
extintas hacía mucho, hubieran pensado que se trataba de un gigante entre los de
su especie. Las modernas representantes de Calixto hubieran contemplado a la
variedad terrestre como pigmeos salvajes, si es que hubiera existido el concepto de
calixtianismo o terraqueidad o cualquier otro tipo de provincialismo planetario.
Pero en aquel estadio tan avanzado del desarrollo de un entero sistema solar, había
dejado de existir una aguda división por origen, forma o especie. El dato, que en otro
tiempo era considerado como esencial en aquel ambiente, había sido dejado de lado
y ya no entraba en los cálculos de nadie. El bípedo no tenía ninguna preconcepción
mental ocasionada por su forma bípeda; el insecto no estaba obsesionado por su
condición de tal. Se consideraban simplemente lo que eran, o sea solares, y además
dos aspectos de una colosal entidad que tenía un millar de facetas en otros lugares.
En realidad, la estrecha relación existente entre formas de vida muy diferentes en
forma y tamaño, pero que compartían una titánica unicidad de psique, se había
desarrollado hasta el punto en que podían establecer una comunicación mental en
una forma que no era exactamente telepática. Era el «verdadero pensamiento», la
comunión natural entre las partes de un enorme todo.
Así que Lawson no tuvo dificultad alguna en conversar con un ser que no tenía un
sentido auditivo adecuadamente sintonizado a la gama de vibraciones de su voz, ni
lengua con la que hablar. La comunicación resultaba más fácil que cualquiera
entablada vocalmente, era clara y exacta, y no dejaba lugar a las trampas
lingüísticas o semánticas, ni necesitaba explicar el significado de lo que se quería
decir.
Se dejó caer en el asiento del piloto, contempló meditativo a través del portillo y
opinó:
–No estoy muy seguro de que sean razonables –
–No importa –comentó el otro–. El final será el mismo.
–Es cierto, Buzbuz, pero la irracionalidad representa pérdida de tiempo y problemas.
–El tiempo no tiene límite; los problemas son otra forma en que llamar a la diversión
–declaró Buzbuz, mostrándose profundo. Empleó sus patas traseras para limpiarse
la parte de atrás de su abdomen.
Lawson no dijo nada. Su atención se centró en una curiosa imagen tridimensional
colgada de una pared. Mostraba a cuatro bípedos, uno de los cuales era un enano
moreno, y también a un perro que usaba gafas de sol, a seis enormes abejas, un
pájaro parecido a un halcón, un monstruo con colmillos que se parecía vagamente a
un elefante de estrechas orejas, otras cosa similar a un cangrejo con manos de
largos dedos en lugar de pinzas, tres entes peculiarmente informes cuyas
radiaciones habían velado parte del negativo, y finalmente un ser arácnido
vistosamente adornado con un sombrero de plumas.
El grupo, característicamente solar, se estaba enfrentando a la lente con las
actitudes rígidas y formales favoritas en una era pasada, y estaba esperando tan
obviamente que saliera el pajarito que, inconscientemente, resultaba cómico. Le
encantaba aquella imagen por este elemento de ridículo, y también porque existía un
inmenso significado en la divertida similaridad de poses entre seres tan
manifiestamente inconscientes de sus diferencias. Era una imagen de la unidad que
es fuerza; la unidad surgida en un puñado de planetas y un par de puñados de
satélites que orbitaban alrededor de un sol común.
Otra mente de abeja que incidía tan profundamente como si fuera parte de la suya
propia retransmitió desde algún lugar fuera de la nave, diciendo:
–¿Quieres que volvamos?
–No hay prisa.
–Volamos por ahí, mucho más allá de la ciudad –prosiguió–. Nos hemos mostrado al
alcance de algunos de ellos. Nos han largado manotazos sin pensárselo. ¡Y no se
andaban con bromas! –Una pausa, seguida por–: Tienen un miedo instintivo a lo
desconocido. Su tiempo de reacción es más o menos de un décimo de segundo. Su
elección de reacción es de la que sea más rápida en lugar de la más efectiva.
Mentalidades de grado ocho, a las que les falta una unidad que no sea la que se les
impone desde arriba.
–Lo sé –Lawson se agitó en su asiento cuando sonó un pesado martilleo en el casco
de la nave, cerca de la compuerta de aire–. No obstante, no os vayáis muy le jos.
Quizá tengáis que volver a toda prisa.
Yendo a la compuerta, se quedó en el borde de la misma y miró hacia abajo, a un
oficial de cinco cometas. El visitante tenía un aspecto de ira templada por su
aprensión. Sus ojos no dejaban de vigilar el área por encima de su cabeza, al tiem po
que trataban de mirar por entre las piernas del bípedo si algo iba a saltar a atacarle.
–Se supone que no debería estar usted aquí –le informó a Lawson.
–¿No? ¿Por qué?
–Nadie le dio permiso para regresar.
–No necesito permiso –le dijo Lawson.
–No podía regresar sin él –le contradijo el otro.
Mostrando una expresión de supuesto asombro, Lawson exclamó:
–Entonces, ¿cómo infiernos llegué aquí?
–No lo sé. Alguien se equivocó. Pero ése no es problema mío.
–Bien, entonces, ¿cuál es su problema? –inquirió Lawson.
–Acabo de recibir un mensaje de la ciudad ordenándome que compruebe si usted se
halla realmente aquí, porque, si es así, no debiera estar. Debería hallarse en el
centro de interrogatorios.
–¿Haciendo que?
–Esperando su decisión final.
–Pero si no van a tomar ninguna –dijo Lawson, con devastadora certidumbre–.
Somos nosotros quienes tomaremos las decisiones finales.
Al otro no le gustó cómo sonaba esto. Resopló, vigiló el cielo, y mantuvo un ojo
preocupado sobre lo poco que podía ver del interior de la nave.
–Se me han dado instrucciones para que lo envíe inmediatamente a la ciudad.
–¿Quién se las ha dado?
–El Cuartel General Militar.
–Pues dígales que no iré antes de mañana por la mañana.
–Tiene que ir ahora mismo –insistió el oficial.
–De acuerdo. Invite a sus superiores del Cuartel General a que vengan a buscarme.
–No pueden hacerlo.
–¡Eso ya lo sé! –aceptó Lawson, con gran énfasis.
Esto aún le gustó menos a su visitante, que dijo:
–Si no va voluntariamente, será llevado por la fuerza.
–Inténtelo.
–Mis tropas recibirán órdenes de atacar.
–Eso no me preocupa. Vaya a empujarlos. Las órdenes son órdenes, ¿no?
–Sí, pero...
–Y –continuó firmemente Lawson– son los que dan las órdenes y no quienes
cumplen las órdenes los que son culpados, ¿no es así?
–¿Culpados por qué? –inquirió el oficial, muy preocupado.
–¡Ya lo averiguará!
El otro lo rumió un poco. Decidió que lo que averiguaría era algo que nadie sabía
aún, pero a él le parecía que sería algo realmente poco agradable. La actitud del
bípedo parecía ser una garantía de eso.
–Creo que entraré de nuevo en contacto con ellos y les diré que rehúsa abandonar
la nave, pidiéndoles nuevas instrucciones –decidió con aire acobardado.
–Así me gusta –le apoyó Lawson, mostrándose muy de acuerdo–. Usted mire por si
mismo, o si no nadie lo hará por usted.
Capítulo 7
El Gran Señor Markhamwit paseaba arriba y abajo por la sala en la forma inquieta
de alguien que está agobiado por un problema irresoluble. De vez en cuando, daba
una tremenda palmada a su arnés, signo claro de que estaba ejercitando
considerablemente su mente y de que su hígado se resentía de la tensión.
–Bien –le espetó al ministro Ganne–, ¿has sido tú capaz de encontrar una for ma
satisfactoria en que salir de este lío?
–No, mi Señor –admitió avergonzado Ganne.
–Indudablemente, te fuiste a dormir y descansaste tranquilamente toda la noche sin
pensar más en ello, ¿no?
–En realidad... no... yo...
–No me mientas. Me doy perfecta cuenta de que tengo que hacerlo todo yo –yendo
a su escritorio, empleó el auricular y el micrófono, preguntando–: ¿Se ha puesto ya
en marcha el bípedo? –Recibida la respuesta, volvió a su pasear–. Al menos,
condesciende a venir a verme. Llegará en media unidad de tiempo.
–Rehusó regresar ayer –señaló Ganne, tratando la desobediencia como algo
completamente fuera de toda experiencia previa–. Recibió todas las amenazas con
absoluto desdén, y, prácticamente, nos invitó a que atacásemos su nave.
–Lo sé, lo sé –Markhamwit lo cortó con un irritado gesto de la mano–. Si está
echándose un farol, debe decirse en su honor que sabe mantener muy bien el tipo.
Esa es la verdadera fuente de todos los problemas.
–¿Cómo es eso, mi Señor?
–Mira, somos una raza poderosa, tanto que después de que hayamos derrotado a
los nileanos seremos los dueños absolutos de toda nuestra galaxia. Tenemos
grandes recursos, y sabemos cómo aprovecharlos. Tenemos un gran talento
científico. Poseemos espacionaves y formidables armas de guerra. En todos los
aspectos, hemos conquistado los elementos, y los utilizamos para nuestros
designios. Eso nos hace fuertes, ¿no es así?
–Sí, me señor; muy fuertes.
–Pero también nos convierte en débiles –gruñó Markhamwit–. Este problema que
nos ha caído encima prueba que somos débiles en un aspecto, es decir, que nos
hemos acostumbrado tanto a tratar con cosas concretas, que no sabemos cómo
enfrentarnos con lo intangible. A las naves enemigas oponemos naves mejores, a
sus cañones, cañones más grandes. Pero nos sentimos inmediatamente acorralados
si un adversario abandona todo método reconocido de lucha y recurre a lo que quizá
no sea más que una prueba absoluta y sin paralelo de atrevimiento.
–Pero debe de haber alguna forma positiva en que corroborar la verdad y...
–Se me ocurren cincuenta maneras
–Markhamwit cesó en su pasear, y miró a Ganne como si éste fuera personalmente
responsable de su problema–. Y lo bueno del asunto es que ninguna de ellas sirve
en realidad.
–¿No, mi Señor?
–¡No! Podríamos comprobar si los solares existen en realidad en la siguiente
galaxia, en el caso de que nuestras naves pudieran ir allí. Pero no pueden. Y, según
Yielm, tampoco puede hacerlo ninguna otra nave. Podríamos ponernos en contacto
directo con los nileanos, detener la guerra, y preparar una acción conjunta contra los
intrusos solares, pero si el asunto es una trampa nileana, seguirían engañándonos
hasta que estuviéramos totalmente hundidos. O podríamos agarrar a ese bípedo,
atarlo a una mesa de operaciones, y sacarle la verdad con un bisturí.
–Esa sería la forma mejor –aventuró Ganne, no viendo nada en contra de la misma.
–Indudablemente, si su relato es un simple farol. Pero, ¿y si no lo es?
–¡Ah! –dijo Ganne, notando una comezón y rascándose salvajemente la piel.
–La’ posición en que nos encontramos es fantástica –declaró Markhamwit–. Ese ser
de solo dos brazos llega aquí sin ningún arma identificable como tal. Ni un cañón, ni
una bomba, ni un lanzarrayos. Por lo que sabemos, quizá no lleve ni un arco y
flechas en su nave. Su especie no ha matado a nadie, no ha herido a nadie, no ha
derramado una gota de sangre ni ahora ni en el pasado, y sin embargo dice tener
unos poderes con los que no nos atrevemos a enfrentarnos.
–¿Supone que ya estamos esterilizados, y por consiguiente condenados, como los
elmones? –preguntó Ganne, claramente inquieto.
–No, evidentemente no. Si hubiera hecho tal cosa, hubiera despegado por la noche,
porque ya no habría motivo en seguir tratando con nosotros.
–Si, eso es cierto –Ganne se sintió muy descansado, sin saber por qué.
–De todos modos –continuó Markhamwit– no ha dicho nada en absoluto acerca de
tratarnos de ese modo. Únicamente conocemos esas cosas por la leyenda, como
parte del Mito Solar. La única amenaza que ha hecho es que, si lo destruimos,
entonces tendremos que enfrentarnos con esos seres alados que se quedarán aquí,
y que procrearán más rápidamente que nosotros, y que además, aunque de alguna
manera lográsemos destruirlos también a ellos, todavía deberíamos enfrentarnos
con cualquier cosa que la Unión pudiera decidir emplear contra nosotros más tarde.
No puedo imaginarme la verdadera naturaleza de esta particular amenaza, excepto
que no sería nada ortodoxa.
–Sus métodos pueden representar las formas normales de lucha en su propia
galaxia –señaló Ganne–. Quizá nunca llegasen a inventar los cañones y explosivos.
–O quizá los abandonaron hace millones de años en favor de técnicas menos
costosas y más efectivas –Markhamwit lanzó una mirada impaciente al contador de
tiempo que zumbaba en la pared–. Engaño o no, he aprendido una valiosa lección
de este incidente: he aprendido que la táctica es más importante que los
instrumentos, que el ingenio es mejor que los proyectiles. Si hubiéramos usado un
poco más nuestro cerebro, podríamos haber persuadido a los nileanos de que aca-
basen consigo mismos, y nos hubieran evitado muchas preocupaciones. Lo único
que se necesitaba era un método totalmente original.
–Sí, mi Señor –aceptó Ganne, rogando en su interior que no se le ordenase sugerir
uno o dos métodos originales.
–Lo que quiero saber –prosiguió amargamente Markhamwit–, y debo saber, es si los
nileanos pensaron primero en ello y ahora están tratando de lograr que acabemos
con nosotros mismos. Así que, cuando llegue ese supuesto solar, voy a...
Cesó cuando sonó un golpe, se abrió la puerta, y el capitán de la guardia apa reció,
inclinándose profundamente.
–Mi señor, el alienígena está aquí.
–Hazlo pasar.
Dejándose caer sonoramente sobre un sillón, Markhamwit tamborileó con inquietos
dedos sobre los cuatro apoyabrazos, mientras miraba irritado hacia la puerta.
Entrando tranquilamente, Lawson se sentó, sonrió a la, pareja que le esperaba, y
preguntó:
–Bien, ¿llega la civilización a estos lugares, o no?
Esto molestó al Gran Señor, pero, ignorando la pregunta, controló su enfado y dijo
con voz fuerte:
–Ayer regresaste a tu nave en contra de mis deseos.
–Hoy tus naves siguen entrometiéndose en las rutas espaciales en contra de los
nuestros –Lawson lanzó un suspiro de resignación–. Si los deseos fueran peces,
nunca nos faltaría comida.
–Pareces olvidarte –le informó Markhamwit– de que en esta parte del cosmos son
mis deseos los que deben cumplirse, y no los tuyos.
–Pero tú te acabas de quejar de que los tuyos eran ignorados –señaló Lawson,
pretendiendo estar sorprendido.
Markhamwit se lamió sus aguzados dientes.
–No sucederá de nuevo. Ciertos individuos cometieron el error de dejarte ir sin
oponerse, sin hacer preguntas. Pagarán eso. Tenemos una forma en que tratar a los
estúpidos.
–¡También nosotros!
–Eso es algo que necesita ser probado. Y tú vas a suministrarme la prueba –su voz
tenía una nota autoritaria–. Y, lo que es más, vas a suministrármela en la forma en
que yo te ordene, para mi completa satisfacción.
–¿Cómo? –inquirió Lawson –
–Trayendo al Alto Mando nileano aquí para discutir este asunto cara a cara.
–No vendrán.
–Imaginaba que dirías esto. Estaba tan seguro, que podría haber respondido por ti –
Markhamwit se mostró satisfecho por su propia astucia–. Lo que ocurre es que ellos
han pensado en una atrevida trampa. Pero ahora que se les pide que la apoyen en
persona, arriesgando sus preciosos pellejos, piensan que eso es demasiado. Que
eso es llevar las cosas demasiado lejos. Así que no están dispuestos –lanzó una
mirada al ministro Ganne–. ¿Qué te había dicho?
–No veo cómo los nileanos o cualquier otro pueda apoyar un truco que no existe –
sugirió con voz suave Lawson
–Podrían aparecer ante mí para argumentar sobre el problema. En lo que a mi
respecta, resultaría convincente.
–¡Exactamente!
Markhamwit frunció el entrecejo.
–¿Qué quieres decir con esto?
–Si fuera un truco que se hubieran inventado, ¿por qué no iban a llevarlo hasta el fin,
aunque tuvieran que arriesgar unas cuantas vidas para ello? La guerra ha
comenzado y, de todas maneras, tendrán bajas. Si pueden encontrar voluntarios
para una misión peligrosa, los podrían hallar para esa.
–¿Y?
–Pero no van a arriesgar una sola vida en algo que sospechan que es una trampa
tuya. No hay nada que ganar en ello.
–No es una trampa mía. Tú lo sabes.
–Pero los nileanos no –señaló Lawson.
–Dices que tenéis otra nave en su mundo. ¿Acaso no está allí para persuadirlos?
–Te estás haciendo un lío.
–¿Sí? –Markhamwit se aferraba con todas sus fuerzas a los brazos de su sillón. Ya
casi había soportado a aquel bípedo todo lo que podía–. ¿Cómo es eso?
–La nave está allí únicamente para decirles a los nileanos que dejen de interferir en
las comunicaciones espaciales, o de lo contrario... No estamos interesados en
vuestras reuniones, discusiones o guerras. Podéis daros besitos y ser amigos, o
luchar hasta mataros, eso no nos importará a nosotros en lo más mínimo. Lo único
que nos interesa es que el espacio continúe libre, preferiblemente si se logra a
través de negociación y acuerdos mutuos. Si no, compulsivamente.
–¿Compulsivamente?. –estalló Markhamwit–. Me gustaría saber exactamente
cuánto poder posee en realidad tu especie. Quizá no sea más que unos nervios de
acero y unas lenguas sutiles.
–Quizá –admitió Lawson, irritantemente indiferente.
–Te diré algo que no sabes –Markhamwit se inclinó hacia adelante, mirándolo
fijamente–. Nuestra primera, segunda, tercera y cuarta flotas de batalla se han
dispersado. Las he retirado temporalmente de la guerra. Es un riesgo, pero vale la
pena.
–Eso no altera la situación si siguen correteando por aquí, allí o cualquier lugar.
–Por el contrario, pueden alterar la situación de manera muy considerable si
tenemos algo de suerte –le contradijo Markhamwit, estudiándolo atentamente–. Han
sido enviadas en una colosal exploración. Tengo en este momento un total de
diecisiete mil navíos explorando todos los sectores cósmicos recientemente in-
vestigados o colonizados por los nileanos. ¿Te imaginas lo que están buscando?
–Supongo que sí.
–Están buscando un pequeño, poco importante y hasta ahora desconocido planeta
poblado por bípedos de piel sonrosada, con caras muy duras y lenguas
parlanchinas. Si lo encuentran... –movió un brazo en un amplio y expresivo arco–
exterminarán toda la vida en él, acabando al mismo tiempo con el Mito Solar.
–Qué lindo.
–Y también nos ocuparemos de forma conveniente de ti. Y solucionaremos el
problema de los nileanos de una vez por todas.
–Vaya –exclamó meditabundo Lawson–. ¿Esperas realmente que vayamos a estar
tranquilamente sentados mientras tu juegas a buscar la aguja en el pajar?
Desconcertado por enésima vez por la aparente indiferencia del otro, Markhamwit se
echó hacia atrás sin replicar. Por un momento jugueteó con la idea de que quizá los
nileanos fueran infinitamente más ingeniosos de lo que habla supuesto al principio y
le estuviesen tomando el pelo equipando su nave con robots a control remoto. Esto
explicaría la poco natural impasibilidad del bípedo. Si no fuera nada más que un
instrumento terminal de algún complicado dispositivo electrónico operado desde
lejos por la ciencia nileana, resultaría clara su actitud: una máquina parlante no tiene
emociones.
Pero aquello no era posible. Hacia meses, antes de que hubiese comenzado la
guerra, un mensaje radiado hasta el borde más cercano del ridículo imperio de Nilea
tenía que ser retransmitido de planeta a planeta, de sistema a sistema, y tardaba
bastante tiempo en llegar allí, y el mismo para recibir la respuesta. Estaba
completamente fuera de las posibilidades de cualquier ciencia, real o imaginada, el
controlar de tal manera a un autómata que respondiera a una conversación sin
ningún lapso de tiempo debido a la distancia en años luz.
Lawson, decidió inquieto, tenía algo de robot, pero definidamente no lo era. Más bien
era una forma de vida que poseía una individualidad real, más un extraño algo
imposible de describir. Una criatura a la que se le había adicionado una cantidad o
cualidad desconocida que, por consiguiente, la diferenciaba de cualquier otra cosa
con la que se hubiera encontrado antes.
Emergiendo de sus meditaciones, gruño:
–Tendrás que permanecer sentado porque no tienes otra elección. He ordenado que
seas detenido hasta que tome otra decisión.
–Eso no responde a mi pregunta –indicó Lawson.
–¿Por qué no?
–Te he preguntado si esperabas realmente que fuéramos a estar tranquilamente
sentados. Lo que vayas a hacer con esta porción no puede tener efecto alguno
sobre el resto.
–Esta porción –hizo eco Markhamwit, con el aire de alguien que no está seguro de sí
ha oído bien–. Te tengo a ti entero.
Apretó un botón de su escritorio.
Lawson se puso en pie cuando entraron los guardias, sonrió débilmente, y dijo:
–Te contaré una fábula acerca del futuro: érase una vez un idiota que recogió un
grano de arena de una montaña, lo apretó en su puño, y dijo: «¡Mirad, tengo una
montaña!»
–¡Lleváoslo! –aulló Markhamwit a la escolta–. Mantenedlo entre rejas hasta que
desee verlo de nuevo.
Viéndolos irse y cerrar la puerta, resopló un poco.
–El crear problemas complicados a los demás es un juego al que pueden jugar dos.
En esta existencia, uno tiene que usar su cabeza.
–Indudablemente, mi Señor –corroboro el ministro Ganne, admirándolo como era su
deber.

Capítulo 8
James Lawson estudió cuidadosamente su celda. Amplia y bastante confortable, con
una cama de extraña forma, una gruesa colchoneta repleta de paja, la inevitable silla
de cuatro brazos; y una larga y estrecha mesa. En el centro de la misma se hallaba
una enorme cesta repleta de fruta, y también algunos objetos marrones que
parecían pasteles de harina integral.
Se sintió tan divertido por la visión de aquella comida como antes por la seca
cortesía con la que la guardia le había llevado allí. Evidentemente, Markhamwit
había sido específico en sus instrucciones: metedlo en chirona. No le hagáis daño,
no dejéis que pase hambre, pero metedlo en chirona.
Markhamwit quería nadar y guardar la ropa. El Gran Señor estaba procurando
comportarse amablemente, buscando asegurarse contra cualquier cosa que pudiera
caerle encima mientras, al mismo tiempo, mantenía a su víctima donde deseaba,
hasta estar totalmente satisfecho acerca de que nada podía o iba a pasar.
Había una pequeña ventana con barrotes a unos seis metros de altura, más para
ventilación que para dar luz. La única otra abertura era la gran reja que cerraba la
puerta. Un vigilante estaba sentado sobre un taburete, al otro lado de los barrotes,
leyendo con aire aburrido un estrecho pero grueso pergamino enrollado que iba
desenrollando lentamente a medida que su mirada seguía los caracteres.
Haciendo equilibrios en la silla y colocando sus tacones sobre el extremo de la
cama, Lawson miró su nave. Le resultaba tan fácil como mirar las desnudas paredes
de la celda. Lo único que era necesario era reajustar su mente y mirar a través de
ojos situados en otro lugar. Esto puede hacerse, y en realidad es algo muy natural,
cuando la mente tras los otros ojos es, en, todo, parte de la propia.
Obtuvo una imagen múltiple, porque estaba mirando a través de unos ojos
facetados, pero ya estaba acostumbrado a esto. El encontrarse y conocer a seres de
distinta forma no es nada comparado con la experiencia de compartir dichas formas,
sobre todo de aquellas que empleaban órganos más extraños que los ojos.
La nave estaba descansando exactamente donde la había dejado. Su compuerta
seguía abierta de par en par, pero nadie entraba por ella ni lo intentaba. Los
centinelas mantenían su anillo de vigilancia, observando el navío en la aburrida
manera de alguien que ya está harto de algo.
Mientras estudiaba la escena, los ojos que se movían rápidamente miraron ha cia
abajo, y cayeron en picado hacia un oficial que se hizo enorme por la gran
proximidad. El oficial lanzó un loco mandoble a los ojos con una espada corta que se
curvaba en dos sentidos como si fuera una hoz doble. Lawson parpadeó
involuntariamente, pues le pareció como si fuera un golpe dirigido a su propia
cabeza. Se le puso el cuello rígido mientras la brillante hoja silbaba a través del
espacio que hubiera ocupado su garganta de hallarse allí en persona.
–Algún día, Lou – pensó –, te haré una cosa así. Te transmitiré una terrible pesadilla.
La mente de abeja le respondió:
–¿Has mirado alguna vez a través de alguien que está atado a tierra, tratando de
escapar al peligro con sus piernas, por no poseer alas? ¡Eso si que es una pesadilla!
–Una pausa, mientras lo que podía ver a través de la óptica de la abeja le mostra ba
que estaba subiendo hacia el cielo–. ¿Quieres salir ya?
–No tengo prisa –le contestó Lawson. Saliendo del interior de aquel individuo,
realineó su mente y dejó que saltara hacia afuera, muy hacia afuera. También esto
era relativamente fácil. La velocidad de la luz es lenta, un mero arrastrarse, cuando
se compara con el contacto casi instantáneo entre los componentes mentales de un
todo psíquico. El pensamiento es energía, la luz es energía, la materia es energía;
pero la más poderosa de todas es el pensamiento.
Algún día, aquella multimente tan avanzada lograría probar una tesis establecida
hacía mucho: que la energía, la luz: y la materia eran creaciones del
superpensamiento. Y ya estaban acercándose mucho a esto; uno o quizá dos pasos
hacia adelante, y finalmente habrían establecido el dominio de la mente sobre la
materia usando la primera para crear la segunda según sus necesidades.
Así que no hubo pausa de tiempo para alcanzar el mundo central de Nilea, ni
tampoco lo hubiera habido de excesiva duración si se hubiera lanzado a través de la
galaxia y cruzado el golfo que la separaba de la más próxima. Simplemente, pensó
en su objetivo y se halló allí, mirando a través de unos ojos exactamente iguales a
los suyos al interior de una nave absolutamente idéntica a la suya excepto en un
aspecto: que no albergaba a grandes abejas.
La tripulación de aquella otra nave consistía en un bípedo llamado Edward Reeder y
cuatro de aquellas entidades informes y nebulosas que habían velado la fotografía
tridimensional. Se trataba de un cuarteto de rheanos, procedentes de la luna del
planeta con anillo. Aunque únicamente eran rheanos de nombre. De hecho, eran
solares desde hacía mucho.
Las abejas de Calixto no servirían de mucho para enfrentarse a los nileanos, que se
hubieran mostrado dispuestos a invitarías a que los picasen profundamente por el
puro placer de la intoxicación resultante. Su peculiar metabolismo les permitía
emborracharse con cualquier ácido que no fuera el fluorhídrico, y aún aquel líquido
corrosivo era contemplado como un substituto líquido del hatchis.
Pero los nileanos tenían una visión de alta radiación, que percibía una banda del
espectro que caía muy dentro del ultravioleta, y uno tenía que tener una visión de
baja radiación para ver con claridad a un rheano. En lo que se refería a las formas
de vida locales, aquel navío solar estaba tripulado por un bípedo impertinente y
varios cuasifantasmas. Como la mayor parte de los seres que sufren de limitaciones
ópticas, los nileanos sospechaban, no apreciaban... y en realidad temían a los seres
vivos que nunca eran más que apenas visibles.
Esta podría haber sido también la actitud de otros solares hacia unos seres
específicos de la luna del planeta con el anillo, de no ser por una cosa: que lo que no
puede ser examinado visualmente puede ser apreciado y comprendido
mentalmente. La mente colectiva rheana era una parte tan íntima de la mentalidad
masiva solar como cualquier otra. Los bípedos y las abejas tenían unos hermanos
fantasmas.
Reeder estaba pensando en él:
–Acabo de regresar de la tercera entrevista sucesiva con el Mando de Guerra, que
está dominado por un grandullón peludo llamado Glastrom. Está totalmente
obsesionado por la idea de que tu Markhamwit está tratando de engañarle.
–Aquí hay una reacción similar. Me han puesto entre rejas mientras Markhamwit
espera que el destino intervenga en su favor.
–Casi intentaron hacer lo mismo conmigo –le informó la mente de Reeder,
mostrando un extraño desinterés acerca de si el otro estaba sufriendo o no durante
su encarcelamiento–. Lo que más les hizo dudar es el problema de qué hacer con el
resto de nosotros –su mirada se posó por un momento en el nebuloso e informe
cuarteto que se hallaba cerca–. Los chicos dieron una pequeña demostración de lo
que puede hacerse cuando uno juega con fuego. Apagaron la luz y cortaron la
energía de la ciudad una y otra vez mientras los centinelas estrábicos disparaban
contra la luna más pequeña. A los nileanos no les gustó nada.
–Tampoco se puede decir que aprecien demasiado a nuestra gente por aquí –
Lawson hizo una pausa, pensativo, y luego prosiguió–: Una desconfianza crónica de
ambos bandos impide que acepten nuestras demandas, y parece que esto puede
seguir hasta el fin de los tiempos. Markhamwit tiene un verdadero lío mental, y la
única solución que se le ocurre es tratar de ganar tiempo.
–Lo mismo sucede con Glastrom y su Mando de Guerra.
–Limitad su tiempo –intervinieron cuatro lacónicas pero penetrantes formas mentales
de los informes.
–Limitad su tiempo –apoyaron simultáneamente varias mentes de abeja desde algún
punto mucho más cercano.
–Dadles una unidad de tiempo –confirmó un pequeño y variado número de
entidades desparramadas por la galaxia.
–Dadles una unidad de tiempo –decidió una enorme mentalidad compuesta, muy
lejos, al otro lado del abismo.
–Lo mejor será advertírselo en seguida –los ojos de Reeder mostraron que se dirigía
hacia la abierta compuerta. En su menté no había pensamiento alguno acerca del
peligro personal que pudiera surgir de su ultimátum. Era tan atemporal como aquello
de lo que formaba parte, y tan inmortal porque, completo o destruido, era parte de
algo que nunca podría morir. Como Lawson, era un hombre más otros hombres más
otras criaturas. El primero podría desaparecer en la nada eterna, pero las cantidades
añadidas permanecían por siempre, siempre, siempre.
Por las mismas razones, Lawson emprendió la misma acción, de una forma muy
similar. La intangible conexión de su haz de pensamientos se cortó, regresando de
aquellos lejanos lugares y viendo ahora a través de unos ojos que eran los suyos.
Quitando los tacones de sobre la cama, se alzó, bostezó, se estiró, y fue hacia los
barrotes.
–Tengo que hablar en seguida con Markhamwit.
Bajando el pergamino, el guardián mostró la expresión desilusionada de alguien que
siempre busca la paz y que invariablemente la busca en vano.
–El Gran Señor mandará a buscarle cuando lo crea oportuno –informó–. Mientras
tanto, puede descansar y dormir.
–No duermo.
–Todo el mundo duerme en algún momento –afirmó el guardián, inconscientemente
dogmático–. Es necesario.
–Hable por usted mismo –le indicó Lawson–. Nunca he dormido en toda mi vida, y
no pienso empezar ahora.
–Hasta el Gran Señor duerme –mencionó el guardián, con el aire de alguien que
está dando una prueba incontrovertible.
–¡No me diga! –dijo Lawson.
El otro se quedó mirándolo con la boca abierta, olisqueando como si buscase el
aroma de un insulto no muy claro.
–Mis órdenes son vigilarle hasta que el Gran Señor desee verle de nuevo.
–Bueno, entonces pregúntele si lo desea.
–No me atrevo.
–De acuerdo. Pídaselo a alguien que se atreva.
–Llamaré al capitán de la guardia –decidió el otro, con repentina prisa.
Se fue por el pasadizo y regresó al. poco tiempo, con un espécimen mayor y más
hosco, que echó una mirada asesina al prisionero y le preguntó:
–Entonces, ¿qué son todas esas tonterías?
Mirándole con exagerada incredulidad, Lawson dijo:
–¿Se atreve realmente a definir los asuntos personales del Gran Señor como
tonterías?
La pomposidad del capitán desapareció como silba el gas de un globo pinchado.
Pareció disminuir de tamaño, y su rostro palideció. El guardián se apartó de él como
alguien que tiene miedo de ser contaminado por una abierta sedición.
–No quería dar a entender eso.
–Realmente lo espero, por su bien –declaró Lawson, mostrando una gran piedad.
Recuperándose con un esfuerzo, el capitán preguntó:
–¿De qué quiere hablar con el Gran Señor?
–Se lo diré cuando me muestre su certificado.
–¿Certificado? –el capitán no se aclaraba–. ¿Qué certificado?
–El documento que prueba que ha sido nombrado usted censor de las
conversaciones del Gran Señor.
–Iré a consultar al comandante de la guarnición –dijo apresuradamente el capitán.
Se alejó con la expresión dolorida de alguien que ha pisado mierda y tiene que
encontrar algún sitio donde limpiarse. El guardia volvió a sentarse en el taburete,
echó una mirada hosca hacia Lawson, y mató un piojo.
–Le concederé un centenar de milésimas –indicó Lawson–. Si no vuelve para
entonces, voy a salir.
El guardián se puso en pie, con una mano en la pistola, y su rostro mostró alarma.
–No puede hacer eso.
–¿Por qué no?
–Está encerrado.
–Ja –dijo Lawson, como si algo le hiciera gracia.
–Además, aquí estoy yo.
–Eso es realmente desafortunado para usted –dijo con simpatía Lawson–. O bien
me mata, o no. Si no lo hace, me iré, y Markhamwit estará muy molesto. Si lo hace
estaré muerto, y él furioso –agitó lentamente la cabeza–. Tsk, tsk. No me gustaría
cambiarme por usted.
Mientras su alarma crecía hasta un punto casi insoportable, el guardia trató de vigilar
al mismo tiempo la puerta de barrotes y el final del pasadizo. Su descanso fue sin
límites cuando reapareció el capitán y le ordenó abrir el cerrojo.
–El comandante transmitió su petición –dijo el oficial a Lawson–. Se le permiti rá
hablar con el ministro Ganne. El resto depende de él.
Abriendo camino, con el guardia detrás del prisionero, lo condujo a una pequeña
oficina, señalándole un auricular y un micrófono. Tomándolos, Lawson se acercó el
auricular al oído, pues era demasiado grande para podérselo introducir según la
costumbre local. Al mismo tiempo, su mente lanzó una llamada muda hacia su
navío:
–Este momento es tan bueno como cualquier otro.
Luego escuchó con el auricular, y oyó a Ganne diciendo:
–Lo que quiere decirle al Gran Señor puede decírmelo a mí.
–Pásele la noticia de que le quedan siete octavos de una unidad de tiempo –sugirió
Lawson–. Aquí han malgastado el otro octavo.
Por el rabillo del ojo, notó cómo el capitán, que estaba escuchando, mostraba una
tremenda irritación. Alzó la mirada, y observó que la puerta y dos ventanas estaban
entreabiertas. Lou, Buzbuz y los otros no tendrían problemas, ningún problema.
–¿Que tiene siete octavos de una unidad de tiempo? –hizo eco Ganne, alzando algo
su voz–. ¿ Para qué?
–Para emitir sus órdenes de llamada.
–¿Llamada?
Lawson le dijo con cansada paciencia:
–Está usted perdiendo momentos valiosos al repetir el final de cada frase. Sabe muy
bien a qué me refiero. Estaba allí todo el tiempo, escuchando nuestra conversación.
Y no es duro de oído, ¿verdad?
–No soportaré ninguna impertinencia de su parte –estalló Ganne–. Quiero saber
exactamente lo que quiere decir con eso de que el Gran Señor tiene siete octavos
de una unidad de tiempo.
–Ahora diría que más bien tiene trece dieciseisavos. Tendrá que actuar antes de que
expire este plazo.
–¿Sí? –resopló Ganne–. Bien, ¿y si no lo hace?
–Actuaremos nosotros.
–Eso suena muy bien. No se halla usted en posición de... –su voz se interrumpió
cuando otra sonó autoritaria a su espalda. De una forma más débil, pudo oírle
decir–: Sí, mi Señor. Es el bípedo, mi Señor.
También tras él, en la pequeña oficina, Lawson podía oír otra cosa: un suave
zumbido que se acercaba, se acercaba más, a través de la puerta, a través de la
ventana. Se oyeron exclamaciones de la pareja, algunos sonidos de saltos y
manotazos, dos débiles gemidos, dos sordos golpes y silencio.
Markhamwit surgió por la línea, hablando en tono seco:
–Si esperas precipitar la decisión con un nuevo farol, te equivocas de cabo a rabo. –
Luego, con una amenaza adicional–: Han comenzado a llegar informes –de mi flota.
Más pronto o más tarde recibiré el que estoy esperando. Entonces, me ocuparé de ti
en forma drástica.
–Ahora te quedan aproximadamente tres cuartos de una unidad de tiempo –le
respondió Lawson–. Al final de este período, tomaremos la iniciativa, haciendo lo
que creamos mejor. No será drástica, porque ni vertemos sangre ni quitamos vidas.
De todas maneras, será efectiva.
–¿Lo será? –Markhamwit emitió una carcajada sardónica–. En este caso, haré parte
de lo que me pides. En otras palabras, emprenderé una acción en el momento
exacto que has indicado. Pero será la acción que crea más adecuada a las
circunstancias.
–El tiempo corre –indicó Lawson. El zumbido había abandonado la habitación, pero
podía aún ser oído débilmente en alguna parte de afuera. Podía ver las suelas de un
par de botas yaciendo cerca de sus pies.
–No puedes ir a tu nave, ni tampoco comunicarte con ella –prosiguió Markhamwit,
muy complacido con la situación–. Y, en exactamente tres cuartos de una unidad de
tiempo, ya no habrá nave a la que puedas regresar. La patrulla aérea la hará polvo
mientras se encuentra allí, un objetivo inmóvil que no puede ser fallado.
–¿Tú crees?
–El aparato de esterilización, si es que existe, será vaporizado con ella antes de que
pueda ser puesto en acción. Cualesquiera seres voladores que queden por los
alrededores serán eliminados uno tras otro, a medida que se presente la
oportunidad. Y como parece que crees oportuno acabar inmediatamente con este
asunto, estoy dispuesto a correr el riesgo de enfrentarme con cualquier cosa que
pueda hacer la Unión Solar –y finalmente, con sarcasmo–: sí es que existe una
Unión Solar, y si puede hacer algo por lo que valga la pena preocuparse.
Debió de lanzar el micrófono y el auricular, pues su voz se oyó menos claramente
mientras le decía a Ganne:
–Ponme en comunicación con Yelm. Voy a mostrarles a esos nileanos que las
trampas son un mal substituto para las bombas y las balas.
Dejando caer su propio aparato de comunicación, Lawson se dio la vuelta y pasó por
encima de dos cuerpos incapacitados de hacer otra cosa que maldecirle con los
ojos. Saliendo al exterior, se encontró en un gran patio.
Lo cruzó diagonalmente bajo la mirada directa de media docena de guardias que
patrullaban sobre el paredón. La única razón por la que lo contemplaban era la
curiosidad, el interesante espectáculo de una forma de vida no catalogada entre las
muchas con las que estaban familiarizados Fue su manifiesta confianza lo que les
engañó, su indudable aire de tener todo el derecho a ir adonde estaba yendo. Nadie
pensó en interrogarle, ni por un momento se le ocurrió la idea de que pudiera estar
escapando.
De hecho, uno de ellos llegó a ayudarle haciendo funcionar la palanca que abría el
portalón, lo cual ocasionó que pasase el resto de su vida maldiciendo el día en que
se permitió ser engañado por las apariencias. Para no ser menos, otro silbó a un
camión que pasaba, que se detuvo para recoger el fugitivo. Y también el conductor
del mismo halló luego razones por las que deplorar este transporte.
–¿Puede llevarme a esa nave que hay en la llanura? –le dijo Lawson al conductor.
–No voy tan lejos.
–Es un asunto de tremenda importancia. Acabo de hablar acerca de ello con el
ministro Ganne.
–Oh, ¿y qué dijo?
–Me pasó al Gran Señor, que me dijo que apenas si me quedaba poco más de
media unidad de tiempo que perder.
–El Gran Señor –exhaló el otro, con la adecuada reverencia. Aceleró, e hizo que el
camión saltase hacia adelante–. Le llevaré allí con tiempo de sobras.
No hubo necesidad de abrirse camino a través del anillo de guardias: ya no existía.
Las tropas habían sido retiradas a una distancia segura, reunidas en una masa
compacta, y estaban apoyadas sobre sus armas como un auditorio que espera un
espectáculo poco usual. Un par de oficiales saltaron y gesticularon mientras el
camión llegaba junto a la nave, pero estaba muy lejos, mucho más allá de la
distancia necesaria para ser oídos, y el camionero no se enteró.
–¡Gracias! –Lawson saltó de la cabina–. Un favor merece otro, así que le diré que lo
mejor es que salga de aquí aún más deprisa de lo que ha venido.
El otro parpadeó.
–¿Por qué?
–Porque en aproximadamente un quinto de unidad de tiempo, caerá aquí mismo un
racimo de bombas. Podrá escapar con tiempo suficiente siempre que no se quede
ahí sentado con la boca abierta.
Aunque asombrado e incrédulo, el conductor vio claramente que aquél era un mal
momento para inquirir más sobre el asunto. Haciendo caso del consejo ofrecido,
salió a escape, con su vehículo tambaleándose por la pura velocidad.
Lawson entró por la compuerta y la cerró tras de sí. No se preocupó por inquirir si
toda su tripulación, estaba a bordo. Sabía que estaba, en la misma forma en que
ellos habían sabido de su próxima llegada y deseos de despegar.
Dejándose caer sobre el asiento del piloto, manejó los controles contemplando
pensativamente el cronómetro de la nave. Tenía exactamente setenta y dos
milésimas para librarse del gran bang. Así que movió una fracción un pequeño
control, y partió en estampida.
El vacío creado por la partida de la nave absorbió la mayor parte de las gorras de los
soldados. Muy por encima, la patrulla aérea planeó y giró, dispuso sus cohetes, y
buscó en vano su objetivo.

Capítulo 9
El mundo era un vagabundo, un planeta arrancado a su sol por alguna catástrofe
muy lejana en el tremendo pasado. En un tiempo igualmente distante en el futuro,
sería capturado por alguna otra estrella, y o bien se uniría a una nueva familia, o
bien sería destruido. Mientras tanto, viajaba sin rumbo a través del espacio, huérfano
de una catástrofe pasada.
Ni era frío, ni estaba obscuro. Los fuegos internos lo mantenían caliente. Las eternas
estrellas lo iluminaban con una pálida y etérea luz. Poseía pequeñas flores de tonos
pastel y delgados y delicados árboles que hundían sus raíces hacia el calor y
dirigían sus copas hacia las estrellas. También tenía vida racional, aunque no de su
propia creación.
Había catorce naves en aquella esfera no cartografiada. Once eran solares. Una era
nileana. Dos pertenecían al Gran Señor Markhamwit. Las naves solares estaban
agrupadas juntas en un suave valle de un hemisferio. El resto se hallaba en el lado
opuesto del planeta, los nileanos separados de sus enemigos por un par de
centenares de kilómetros, cada combatiente desconocedor de la existencia del otro.
La situación de aquellos dos grupos era curiosa. Cada una de sus tres naves había
detectado la esfera errante en momentos separados entre sí por varios días, y
habían aterrizado con la esperanza de descubrir bípedos o, al menos, lograr alguna
clave de su paradero. Rápidamente, cada tripulación había sufrido un ataque de una
aberración mental que bordeaba la locura, que había hecho estallar la armería,
averiado irremediablemente la nave y, por consiguiente, se habían visto convertidos
en náufragos. Cada tripulación permanecía ahora estupefacta por su propia idiotez,
y totalmente convencida de que no existía ninguna otra astronave en un billón de
kilómetros.
El secreto de este estado de cosas residía en dos de los once navíos solares. Estos
tenían a bordo un cierto número de hombres-araña, arácnidos casi humanos de un
lugar desconocido en la galaxia, un húmedo y cálido mundo llamado Venus.
Resultaba que este mundo orbitaba alrededor de una estrella igualmente
desconocida denominada Sol. Lo que significaba que los hombres-araña eran
solares al igual que los bípedos, las abejas y los semi-invisibles seres nebulosos.
Desde el punto de vista puramente militar, no había nada temible en los hombres-
araña. No eran nada marciales, no sabían nada de las armas, y esto no les
importaba lo más mínimo. Estaban especialmente desprovistos de toda habilidad
técnica, y contemplaban incluso un destornillador como un artefacto complicado,
capaz de acabar con su paciencia. Exteriormente, su rasgo más visible era una
afición incurable a llevar los sombreros con plumas más incongruentes que los
sombrereros de Venus podían imaginar. En algunos aspectos eran los más infantiles
de la familia solar. Pero en uno eran los más temibles, pues tenían mentes
refractantes.
Con la facilidad absoluta de aquellos que poseen un talento natural, cualquier
hombre-araña podía concentrar la gran mentalidad masiva solar, proyectándola y
enfocándola donde fuera necesario. El punto de ignición de una inmensa lupa no
sería nada comparado con el efecto causado cuando una mente no solar se
convertía en el punto focal del cerebro de un hombre-araña que lo desease. El
resultado era un dominio mental temporal pero, absoluto.
Tenía que ser temporal. La ética solar negaba el derecho de dominar en forma
permanente a cualquier mente, pues eso representaría una esclavitud del espíritu.
De no haber sido por esto, cualquier par de hombres-araña podría haber obligado a
señores de la guerra antagonistas a «entrar en razón» en un simple par de
milésimas. Pero un acuerdo mentalmente impuesto no vale nada si desaparece en el
momento en que deja de tener efecto su causa. El objetivo final debía ser persuadir
a Markhamwit y Glastrom a que cooperasen por motivos de conveniencia y para
siempre. La misma ética insistía en que, si era posible, este objetivo fuera alcanzado
sin derramamiento de fluidos vitales o, de lo contrario, que costase únicamente tales
fluidos a los poderosos.
Nadie sabía mejor que los solares que las guerras no son originadas, declaradas o
luchadas voluntariamente por las naciones, poblaciones planetarias o especies,
pues éstas están formadas en general de gentes normales y ordinarias que lo único
que desean es que los dejen en paz. Los verdaderos culpables son las mino rías
borrachas de poder y los maníacos que por el terror u otro medio han cohercionado
al resto. Estos tenían que ser los que suministrasen la sangre, si es que tenía que
ser derramada alguna.
Lawson, Reeder y el resto conocían la forma de operar de la mente masiva solar tan
bien como conocían la suya propia, pues, en parte, la constituían. Eran
copropietarios de una propiedad intelectual común. Por consiguiente, no era
necesario el suministrar órdenes detalladas para que hiciesen lo necesario. Las
decisiones les llegaban idénticamente de la misma manera, como si las hubiesen
tomado únicamente ellos. –
Como otros habían hallado para su desdicha, y lo seguirían haciendo en el futuro,
los solares tenían la inmensa ventaja de ser capaces de presentar una batalla
altamente organizada sin necesidad de un complicado sistema de señales y
comunicaciones. En lo que a los solares se refería, la falta de unos artefactos
técnicos tan anticuados era el no poseer algo susceptible de error, algo que podía
fallar. En su historia no habría una equivocada carga de la brigada ligera.
La nave de Lawson era una de las once reunidas. La de Reeder otra. Siete más
habían llegado de puntos más solitarios de la galaxia con el mismo propósito: tener
una cita con las dos que quedaban para añadir algunos hombres-araña a sus
tripulaciones. Si el enemigo hubiera sido de diferente naturaleza, quizá hubieran sido
reforzadas por un ser vivo distinto, tal vez por seres elefantinos de Europa, u
obscuros enanos de Marte. Los instrumentos físicos eran elegidos para adecuarse a
la tarea específica, y los maniquíes de sombrero de Venus irían muy bien para
aquella.
Dos de ellos, de tez gris y cuerpo muy peludo, con seis patas y ojos facetados,
entraron a bordo de la nave de Lawson, olisquearon suspicazmente a través de
órganos que no eran narices, y se miraron el uno al otro.
–Huelo insectos –anunció el que iba adornado con una toquilla púrpura, alrededor de
la cual se enrollaba una pluma desmelenada.
–Esta lata necesita que la desinfecten –estuvo de acuerdo el otro, que llevaba un fez
rojo brillante con una larga y delgada pluma escarlata surgiendo vertical de su parte
superior.
–Si lo preferís –ofreció Lawson–, podéis ir a la nave de Reeder.
–¿Cómo, con esa manada de fantasmones? –se echó hacia un lado la toquilla–.
Prefiero soportar a los insectos.
–Yo también –aceptó el del fez rojo.
–Es muy amable por vuestra parte –resopló la forma mental de Buzbuz, apareciendo
repentinamente. Planeó saliendo de la sala de navegación hacia el pasadizo, una
bola naranja de alas centellantes–. Creo que podremos conseguir... –se interrumpió
al divisar a los recién llegados. Lanzó un alarido mental de agonía, y revoloteó en
círculos–. ¡Oh, miradlos! ¡Pero miradlos!
–¿Qué es lo que pasa? –preguntó agresivamente el que llevaba la toquilla púrpura, y
cuyo nombre aquel año era Nfam. El siguiente año sería Nfim. Y el otro Nfom.
–Esos sombreros ridículos –se quejó Buzbuz, estremeciéndose visiblemente–. En
especial esa cosa roja.
El propietario del fez, cuyo nombre actual era Jlath, se irguió indignado.
–Pues te haré saber que se trata de una creación original del famoso Oroni, y que...
Frunciendo el entrecejo hacia todos, Lawson interrumpió:
–Cuando todos vosotros, monstruosidades, hayáis terminado de intercambiar
cumplidos, quizá estéis dispuestos para el despegue. El hecho de que estemos
ingrávidos no quiere decir que podáis bloquear el pasillo.
Cerró de un portazo la compuerta, la aseguró, fue hacia la cabina de pilotaje, y
movió la palanqueta.
Eso dejó diez naves. La de Reeder partió poco después. Después las otras, una tras
otra. Y eso no dejó más que tres cilindros destrozados y tres tripulaciones
pensativas incapaces de hacer otra cosa que maldecir su propia e inexplicable lo-
cura.

Capítulo 10
El primer contacto fue con uno de los cruceros de batalla pesados del Gran Se ñor,
un largo cilindro negro bien armado con cañones de grueso calibre y torpedos a
control remoto. Estaba dirigiéndose a toda velocidad hacia Kalambar, un sol blanco
azulado con un pequeño sistema de planetas ubicado en el borde de lo que los
nileanos consideraban como su espera de influencia. Los que se hallaban a su
bordo tenían en mente la idea de que el sistema de Kalambar se suponía habitable,
pero que se sabía bien poco más de él. Por consiguiente, era un posible lugar de
ocultamiento de los aliados de Nilea, ya fueran de dos patas o alados.
Lawson sabia de la existencia y objetivo de aquel crucero mucho antes de que se
hiciese lo bastante grande como para obscurecer una parte visible del campo
estrellado, y aún antes de que los detectores comenzasen a cliquetear para señalar
la presencia de algo metálico, que se movía deprisa y emitía calor. La conocía,
simplemente, porque la pareja de exóticos sombreros sondeaba hacia adelante
como un par de canales de una supermente lejana, y no tenía dificultad para captar
los pensamientos del grupo de enemigos o para determinar la dirección, trayectoria y
distancia de la fuente de los mismos. Todo lo que tenía que hacer era llevar la nave
a donde le indicaban, sabiendo con precisos detalles lo que hallaría cuando llegase
allí.
Aun a las tremendas velocidades que eran comunes únicamente en la otra galaxia,
llevó tiempo el llegar al punto de encuentro. Pero lo alcanzaron en su momento,
aparecieron en el campo estrellado con tal prontitud que se hallaron navegando a
idéntica velocidad y en un curso paralelo al de la otra nave antes de que el sistema
de alarma de ésta tuviera tiempo de dar aviso.
Para cuando las campanas comenzaron su clamor, ya era demasiado tarde. Con
notable unanimidad, la tripulación había concebido varias extrañas nociones, aunque
les resultaba imposible detectar la extrañeza de las mismas, simplemente porque
todos pensaban igual. Primero, la alarma iba a sonar, y aquello sería la se ñal para
entrar en acción. Segundo, era una pura pérdida de un precioso tiempo de vida el
andar por el espacio vacío cuando uno podía vivir realmente sobre una buena y
sólida superficie planetaria. Tercero, había un refugio aconsejable brillando a través
de la obscuridad cuatro puntos a estribor, y mucho más cerca de Kalambar. Cuarto,
el dejar la nave totalmente fuera de acción después de aterrizar sería la forma más
segura de lograr un largo período de descanso y relajamiento.
Esas ideas iban en contra de su condicionamiento militar, eran totalmente opuestas
al deber y a la disciplina, pero acordes a sus instintos internos, a sus de seos
secretos, y además venían impuestas por un poder de sugestión demasiado grande
como para que pudiera ser resistido.
Así que el sistema de alarma operó correctamente, y el crucero de batalla giró
inmediatamente cuatro puntos a estribor. Con la nave solar siguiéndole, sin que se
dieran cuenta, corrió directamente hacia el sistema adyacente, aterrizó en un mundo
propiedad de los primitivos, neutrales y azarados dirkins, que se sintieron muy
tranquilizados cuando un enorme bang señaló la destrucción de la nave, y su
tripulación se dedicó a corretear por los alrededores como turistas. La única cosa
que los dirkins no pudieron comprender fue el porqué aquel grupo de aparentes
drogados se sintió repentinamente sumido en vanos remordimientos, que
coincidieron con la desaparición de aquella segunda nave del cielo.
En breve, otros veintisiete navíos más siguieron el mismo camino, girando en ruta,
dejándose caer en la esfera habitable más cercana, y saliéndose de la guerra por
sabotaje. Diecisiete de ellas pertenecían al Gran Señor Markhamwit; diez a los
nileanos. Ni una resistió. Ni una disparó un cañón, lanzó un torpedo, o siquiera
emprendió acción evasiva. Los productos de la ciencia son penosamente inefectivos
cuando se encuentran repentinamente enfrentados con el arma definitiva, es decir:
la superioridad del cerebro sobre todas las cosas materiales.
Sin embargo, el ingenio de los primitivos intentó dar un buen golpe a lo ultramoderno
cuando Lawson llegó junto a la nave número veintinueve. La forma en que ésta fue
descubierta previno de que había algo anormal en ella. Los detectores la divisaron
mientras Jlath y Nfam estaban tanteando mentalmente en la obscuridad y no
lograban evidencia alguna de que hubiese nada tan cerca. La razón: los hombres-
araña estaban buscando formas mentales enemigas, y en aquel navío no se
producía un solo pensamiento.
Orbitando alrededor de una luna secundaria, el diseño y marcas del navío misterioso
mostraban que era un buque de guerra auxiliar o mercante armado de origen
nileano. Un viejo y maltratado cohete que hacía mucho debería haber sido
desguazado, parecía haber sido adecuado para nuevos servicios mientras durase la
guerra. Tenía un cañón mediano en su proa, tubos lanzatorpedos fijos a babor y
estribor, y únicamente podía apuntar sus proyectiles tomando laboriosamente
posición con respecto a su objetivo. Un objeto digno de lástima, apenas si válido
para otra cosa que tareas de escolta en viajes cortos en un sector tranquilo, por lo
que apenas si parecía valer la pena el molestarse en llevarlo a tierra.
Pero Lawson y su tripulación se sentían curiosos a su respecto. Un navío espacial
viejo pero bastante intacto, totalmente desprovisto de cualquier evidencia de
mentalidades pensantes, era un fenómeno bastante raro. Podía significar varias
cosas inusitadas, todas ellas valiosas de descubrir. Por muy remoto que pareciese el
que alguien pudiera desarrollar una pantalla que no pudieran penetrar los hombres-
araña en su búsqueda de formas mentales que acechasen tras ella, no podía
descartarse tal posibilidad teórica. Nada es total y definitivamente imposible.
Por otra parte, había una posibilidad entre un millón de que el navío fuera tri pulado
por una forma de vida no pensante, puramente reactiva y robótica, aliada de los
nileanos. O, más plausiblemente, que una de las naves de guerra de Markhamwit
estuviera empleando una nueva arma capaz de aniquilar a las tripulaciones sin
siquiera arañar sus navíos, y que aquel navío en particular hubiera sido una de sus
víctimas. O, por último, aunque fuera lo más improbable, que hubiera sido
abandonado por su tripulación, pero cuidadosamente estacionado en una órbita
estable por alguna razón conocida únicamente a sus desertores.
Mientras la nave solar flotaba hacia el punto indicado por sus detectores, Nfam y
Jlath se apresuraron a sondear la luna cercana buscando cualquier mente que
poseyese el secreto del silencioso objetivo. No había tiempo. Giraron muy alto por
encima de la nave, grabando automáticamente su tipo, naturaleza y señales, y a la
siguiente respiración comenzó a girar en una amplia curva que la llevaría de nuevo a
dar otra ojeada. No fue posible hacerlo.
Diseñados para enfrentarse con objetos que se movían considerablemente más
lentos, los instrumentos a bordo del silencioso carguero registraron la presencia de
otro navío un poco demasiado tarde. En menos de una milésima, los tubos de vacío
centellearon, los relés se cerraron, y el mercante estalló. Fue una explosión vivida y
violenta, garantizada para inutilizar y posiblemente destruir cualquier nave de guerra
que se acercase a distancia de observación. Fracasó únicamente en su intento
debido a que el supuesto receptor del golpe ya se hallaba mucho más lejos que los
fragmentos lanzados, que eran muchos.
–Una trampa –dijo Lawson–. Nos hubieran arreado un buen trompazo si nuestra
máxima velocidad se limitase al reptar que los tipos locales consideran como natural.
–Si –respondió una mente de abeja desde algún punto cercano a la cola–. Y ¿acaso
te avisaron de ello ese par de locos portasombreros? ¿Los oíste aullar: «¡No te
acerques! ¡Oh, por favor, no te acerques!», y los sentiste tirarte de la manga?
–Me parece –le comentó Nfam a Jlath– que detecto la aguda y rasposa voz de los
celos, el amargo gemir de una forma de vida inferior incapaz e imposibilitada de
autoadornarse.
–No lo necesitamos –replicó el critico.– No tenemos necesidad de utilizar creaciones
artificiales como forma de dar un falso colorido a unas pálidas e insípidas
personalidades. Nosotros...
–No tenemos manos –le interrumpió Nfam.
–Y luchan con el culo –añadió Jlath, para rematarlo.
–Escucha un momento, alimento de ranas, nosotros...
–¡Silencio! –rugió Lawson, con repentina violencia.
Se callaron. La nave siguió lanzada hacia adelante, en busca de su presa número
treinta.
El siguiente encuentro originó una orgía que sirvió para ilustrar la superioridad de la
eficiencia de la mente-masa en comparación con los métodos artificiales de
comunicación y coordinación. Muy lejos al otro lado de la rueda de luz que formaba
la galaxia, un solar llamado Ellis perseguía a una multitud de formas pensantes
belicosas descubiertas por sus hombres-araña, y descubrió dos flotas que se
reunían para presentar batalla. La noticia fue transmitida en todas direcciones en el
mismo momento en que capturaba un superacorazado que se dirigía lentamente
hacia el lugar y lo plantaba en un lugar en el que se quedaría quieto.
Inmediatamente, Lawson alteró su trayectoria y aceleró su navío hasta una ve-
locidad indetectable. Había un largo camino que recorrer, según estimaban en
aquella galaxia las distancias, pero era un viaje relativamente corto desde el punto
de vista solar. Invisible e insospechado, el navío pasó junto a una multitud de mun-
dos, la mayor parte de los cuales eran inhabitables, estériles, desiertos.
En un momento dado, la mente sondeadora de Nfam encontró un convoy de diez
navíos apelotonados que se dirigían hacia el sistema de una binaria, detectando que
se trataba de comerciantes neutrales que esperaban llegar a puerto sin la
interferencia de uno u otro beligerante. Más allá, cerca de los soles gemelos, un par
de destructores ligeros de Markhamwit colgaban en el espacio, dispuestos a detener
y registrar el convoy, buscando todo aquello que se les antojase declarar transporte
ilegal o materiales estratégicos de guerra. El navío solar redujo rápidamente su
velocidad, acosó a los dos lobos hasta llevarlos a una jaula conveniente, y corrió de
nuevo hacia adelante. El convoy continuó su camino sin conocer la obstrucción que
tan efectivamente había sido retirada de su paso.
Para cuando Lawson llegó al lugar del pretendido conflicto, éste ya había perdido
algo de su orden, y se estaba disolviendo hacia un eventual caos. Una fuerza
nileana de varios centenares de navíos se había dispuesto en un enorme hemisferio
que protegía un apelotonado grupo de siete sistemas solares que no valían un
pimiento. Los comandantes de la flota de Markhamwit razonaron, por consiguiente,
que tal fuerza sólo sería reunida para defender un sector vital a la economía de
guerra del enemigo, y que, por tanto, aquellos siete sistemas debían ser captu rados
y mantenidos a cualquier costo. Que era exactamente lo que los nileanos querían
que pensasen, pues, siendo ligeramente inferiores en fuerzas, sabían el valor que
tenía el apartar la atención de los puntos genuinamente críticos, ofreciéndole al
enemigo una presa atractiva, pero sin valor, en algún otro lugar. De forma que
ambos bandos emitieron frenéticas órdenes de un lado para otro, tratando de
prepararse a morir en los cielos de aquello que ninguno de los dos podía usar. El
problema era que los preparativos se negaron a funcionar como debieran, según los
reglamentos.
Las tácticas establecidas de la guerra espacial parecían estar desestableciéndose.
Los métodos ortodoxos de enfrentarse al enemigo no estaban produciendo los
resultados ortodoxos. Los movimientos bien conocidos de colocar las fuerzas ligeras
aquí y las fuerzas pesadas allá, una punta de lanza así y una pantalla defensiva asá,
una poderosa reserva en ese lugar y una fuerza de exploración en este otro lugar,
estaban convirtiéndolo todo en un tremendo lío. El asombro entre los comandantes
de ambos bandos se parecía al de un experto que halla que ciertos experi mento
produce los mismos resultados novecientas noventa y nueve veces, pero no la
milésima.
La introducción de un factor nuevo y aún no identificado era la causa de todo
aquello. La pausa de tiempo en sus sistemas de transmisión de comunicaciones,
con mensajes codificados enviados de emisora repetidora a emisora repetidora, era
tan grande, que nadie en aquel sector sabía lo sucedido a los arrogantes visitantes a
sus mundos nativos, ni que los solares habían pasado del argumento a la acción.
Cierto que algunas naves debían haber llegado ya a aquella área, y se suponía que
había sido perdidas, pero aquello era inevitable. En tiempo de guerra cabe suponer
que habrá bajas, y no se iba a ganar nada investigando el destino de los
desaparecidos o tratando de averiguar la causa de su desaparición.
Estas nociones estaban tan profundamente grabadas, que durante algún tiempo
ambos bandos permanecieron ciegamente inconscientes de lo que estaba pasando
justo frente a sus narices. Y las emociones de los comandantes antagónicos
siguieron siendo de extrema irritación en lugar de verdadera alarma. Dentro de sus
mentes militares, el condicionamiento pasaba por lógica, y afirmaba que estaba a
punto de producirse una lucha, y que cualquier lucha se lleva a cabo entre dos
bandos sin nadie más presente, excepto quizá uno o dos simples mirones. Tal
seudo-razonamiento impidió automáticamente el darse cuenta con la debida rapidez
de la intervención de un tercer bando. ¿Quién había oído hablar de un combate a
tres? Mutuamente desconcertados, ambos beligerantes pospusieron sus ataques
mientras continuaban intentando prepararse, bailoteando mientras como un par de
boxeadores, antes ansiosos, que temporalmente son distraídos de su objetivo
original ante la repentina aparición de numerosas hormigas en sus pantalones.
Y las hormigas los mantenían ocupados. La nave de Lawson se zambulló, sin ser
vista ni detectada, justo en el centro del hemisferio nileano, atrapó tres naves que se
apresuraban bajo órdenes de patrullar cierto planeta, y las hizo descender para
siempre en él. En lo que se refería al nileano que daba órdenes, tres de sus navíos
habían comenzado a moverse de acuerdo con sus indicaciones, había estado
señalando de forma continua su trayectoria, y luego habían desaparecido como si se
los hubiese arrancado de la creación. Envió una nave exploradora ligera a descubrir
lo que había pasado. Esta radió mensajes hasta llegar a distancia visual del punto
indicado, y entonces quedó en silencio. Envió otra. El mismo resultado. Era como
dejar caer monedas por un desagüe. Las dejó caer, informó del misterio al cuartel
general de la batalla, y buscó bajo el arnés de su espalda un persistente mordisqueo
que lo había estado irritando durante todo el día.
La causa de todas aquellas desdichas hubiera sido identificada con mayor facilidad y
rapidez si alguna de las tripulaciones hubiera sido capaz de transmitir un aviso de
que estaba a punto de caer bajo el dominio mental de los ocupantes de un extraño
navío de origen desconocido. Pero ninguna de ellas logró darse cuenta de lo que iba
a pasar. Ninguna supo lo que había pasado hasta que la causa se hubo ido a otra
parte, la influencia se hubo apartado, y se encontró sobre terreno sólido
contemplando anonadada un navío convertido en pura chatarra.
Era como arrebatarles los caramelos a los ocupantes de un jardín de infancia,
exceptuando que siempre existía un elemento de peligro debido a la aparición de
circunstancias fortuitas que nadie podía anticipar. Ellis, su nave y su tripulación,
cesaron de existir en un brillante destello de luz cuando picaron sobre lo que parecía
ser una flotilla nileana que se movía a baja velocidad hacia el borde del hemisferio, y
descubrieron una milésima demasiado tarde que era un crucero pesado guiando
bajo control remoto un grupo de trampas no tripuladas.
Cada solar de aquella tremenda área supo de aquel contragolpe en el instante en
que tuvo lugar. Todo el mundo lo notó como el repentino cese de una vida que había
sido una pequeña parte de la de uno mismo. Era como la completa desaparición en
la mente de uno de un pensamiento favorito y mantenido durante mucho tiempo.
Nadie se lamentó. Nadie sintió pena. No se sentían inclinados hacia tales
sentimentalismos porque la pesadumbre jamás puede eliminar lo que la origina.
Algunos cabellos habían caído de un inmenso cuerpo, pero éste seguía con vida.
Media unidad de tiempo más tarde, James Lawson y su tripulación obtuvieron una
dulce venganza, no por este motivo, sino simplemente como táctica. Lo hicie ron
utilizando oportunamente el sistema de organización del enemigo que, como
muchas estructuras dotadas de gran fuerza, tenía puntos de gran debilidad. Si se
funden hombre y materiales en una tremenda máquina, se les convierte en algo
capaz de un tremendo desmoronamiento en el momento en que se retira el tornillo o
tuerca adecuados.
Un formidable escuadrón de batalla nileano, de ciento cuarenta navíos de diversos
tipos, estaba surgiendo del hemisferio en una gran trayectoria curva, que,
eventualmente, lo colocaría algo detrás del ala extrema de la flota de Markhamwit.
Este era el movimiento, totalmente ortodoxo, de tratar de colocar una fuerza
flanqueadora lo bastante poderosa para poner en peligro cualquier fuerte ataque
contra el centro. Si las naves exploradoras de Markhamwit divisaban esta amenaza,
su flota tendría que dedicar un contingente capaz de enfrentarse y derrotar a los
atacantes. Todo era muy fácil para aquellos que permanecían en los cuarteles
generales, planeando y contraplaneando, dirigiendo navíos aquí y allí, operando las
grandes máquinas guerreras.
Y justo porque las máquinas son máquinas, Lawson no tuvo dificultades en quitar
una tuerca esencial. Se apoderó de todo un escuadrón, por completo. Lo único
necesario fue que Nfam y Jlath dominasen mentalmente a quienes se hallaban a
bordo de la nave almirante que mandaba al resto. ¡Una sola nave! Las otras hicieron
exactamente lo que les ordenaba el buque esclavizado, moviéndose a través del
espacio como una manada de borregos.
El gran escuadrón giró hacia una nueva trayectoria, a toda velocidad, porque así lo
ordenaba la nave almirante. Ignoraron a la nave solar que ahora se divisaba
claramente en medio de ellas, porque la almirante aceptaba sin pregunta alguna su
presencia. Y se abalanzaron hacia su lejano mundo nativo tan deprisa como podían
volar, porque así se lo mandaba su Jefe.
Lawson permaneció con ellos hasta el punto medio de la trayectoria, y, mucho
después de que los hubo abandonado, continuaron su curso, sin intentar regresar. El
Jefe no iba a admitir ante toda una flota que había sido afectado por una confusión
mental, y que no podía recordar el haber recibido o transmitido una orden de
dirigirse hacia su planeta nativo. Obviamente, debía de haber recibido tales
instrucciones, pues de lo contrario, ¿por qué se hallaban allí, dirigiéndose hacia
donde se dirigían? Era mejor seguir tal cual, y ocultar el hecho de que estaba sujeto
a espasmos de embobamiento. Y así siguieron, ciento cuarenta navíos arrancados a
la pelea.
Al poco tiempo, la nave de Reeder realizó una tarea similar con las del Gran Señor.
Una fuerza de reserva de ochenta y ocho naves, principalmente cruceros pesados,
se abalanzó de vuelta a casa con sus aparatos de señales cerrados de acuerdo con
las órdenes de su propio Comandante en Jefe. Rápidamente informados de esta
partida no autorizada, los altos mandos del cuartel general de batalla lanzaron
espumarajos, movieron palancas, giraron controles y apretaron botones, llenando el
éter de contraórdenes, amenazas y sangrientas advertencias, mientras la reserva
continuaba alejándose entre las estrellas con todos los receptores cerrados y nin gún
oído amotinado a la escucha.
Las bombas y las balas sirven de bien poco sin una inteligencia que las dirija.
Quítese la inteligencia, aunque sea por poco tiempo, y todos los artefactos bélicos
de una gran potencia se convierten en pura basura. El ataque solar era
irresistiblemente formidable porque estaba concentrado en la misma raíz de toda
acción, en la misma fuerza motivadora de todos los instrumentos, fueran grandes o
pequeños. La lógica solar argumentaba que un artefacto bélico más una mente es
un arma, mientras que un artefacto bélico sin mente es un simple artefacto, por muy
inherentemente eficaz que sea.
Las naves-trampa nileanas no eran ninguna excepción, ni ninguna otra arma robot,
pues en realidad eran armas de acción retardada de las que se habían apartado las
mentes ocultándose en el espacio y el tiempo. Las mentes que habían originado
cada una de estas trampas eran difícil de trazar, y por esto se había producido el
accidente sufrido por Ellis y su tripulación. Pero, a la larga, estaban siendo
eliminadas cuando nave tras nave fueron hechas aterrizar, y los escuadrones,
flotillas y convoyes partieron para algún otro lugar, mientras el caos amenazaba con
convertirse en total. Prueba de esto fue que el estremecido alto mando nileano
cometió en dos ocasiones serios errores al trasladar naves que hicieron saltar sus
propias trampas, añadiendo así una macabra nota a la general confusión.
Para la quinceava unidad de tiempo, los solares tenían una imponente serie de
estadísticas que considerar: catorce naves destruidas por accidente, incluida una de
las suyas. Ochocientos cincuenta y un navíos clavados en varios planetas y satélites
inhabitables. Mil doscientas sesenta y seis tripulaciones mentalmente engañadas
dirigidas a toda velocidad hacia otros lugares, principalmente al hogar. Creciente
evidencia de una desmoralización en los cuarteles generales de batalla de ambos
beligerantes. Ciertamente, el abusar durante tanto tiempo de los neutrales más
débiles estaba siendo pagado ahora, en su totalidad, y con interés compuesto.
Aquello era bastante para convencer a mentes testarudas de que un mito puede ser
algo muy real cuando es arrancado del pasado y dejado caer en el presente.
Los solares conferenciaron entre si mismos y a través del abismo galáctico mientras
sus naves continuaban relampagueando de aquí a allá. Si se tomaba bajo control
mental los cuarteles generales de batalla opuestos, toda aquella formación guerrera
podría ser diseminada por los cielos con unas simples órdenes impuestas. Pero no
les agradaba llevar el asunto tan lejos. Esto parecería demasiado una demostración
de dictadura cuasi olímpica sobre todas las criaturas superiores.
La idea básica solar era crear un respeto para una ley esencial, creándolo para
aquellos que la respaldaban. El pasarse de la raya en tal tarea equivaldría a
establecer un terror hacia sí mismo por toda la galaxia. No podía evitarse el causar
miedo aquí y allí cuando se enfrentaban con mentes menos desarrolladas inclina das
a creer en supersticiones, pero se mostraban muy ansiosos por no fomentar un
temor inerradicable como substituto de una sabia tolerancia. Como estaban tratando
de manejar dos tipos de mentes alienígenas, era un asunto delicado el juzgar
exactamente hasta qué punto debían llegar con el fin de lograr el resultado deseado,
evitando aquello. ¿Cuántas veces debe remojarse la cabeza de un bautizando para
salvarlo, sin producirle una neumonía?
Por consentimiento mutuo, prosiguieron su acción durante otra unidad de tiempo, al
final de la cual los movimientos de los navíos aún controlados por las jerarquías
militares mostraban que las fuerzas nileanas estaban tratando de reagruparse para
pasar a la retirada. Su respuesta a eso fue cesar todo golpe contra los nileanos y
concentrarse exclusivamente en la igualmente confusa pero más terca armada de
Markhamwit. Aunque más lentos en tomar una decisión, los comandantes del Gran
Señor fueron de actuación más rápida cuando llegaron a la misma. A su tiempo,
vieron sin dificultad que aquella era una fecha poco propicia para lograr una victoria,
y que lo mejor seria reservarse para otra ocasión. Lo que equivale a decir que
salieron corriendo con el rabo entre las piernas.
–¡Basta!
Saltó de mente a mente, y Lawson dijo con aprobación:
–Buen trabajo, chicos.
–Nuestro trabajo, invariablemente, es de primera categoría –aseguró Nfam.
Quitándose su toquilla, sopló un imaginario polvo de la misma, alisó su pluma, y se
la colocó en un ángulo fanfarrón–. Me he ganado un nuevo sombrero.
–Ya que estás en ello, cómprate también una nueva cabeza –le indicó la forma
mental de Buzbuz desde su lugar de residencia, cercano a la quilla.
–La envidia vulgar es característica de los infantiloides –comentó Jlath, agitando su
tez hasta que serpenteó la pluma–. Hace mucho que me intriga un fenómeno que
algún día debería ser investigado.
–¿Y cuál es? –le urgió Nfam.
–Que cuanto más cercano se está al Sol mayor es la inteligencia. Cuanto más
lejano, menor.
Buzbuz le esperó en respuesta:
–Deja que te diga, so araña, que más allá del anillo de asteroides...
–¡Callaos! –aulló Lawson, plantando una baza por los bípedos en aquel intento de
arrogarse la superioridad.
Y se callaron, no porque les impusiese respeto, ni porque lo considerasen mejor o
peor que ellos mismos, sino únicamente porque era notorio que su especie de dos
patas podía argumentar hasta que se le cayese la cola a un caimán, mientras al
tiempo lograba crear serias dudas acerca de los antepasados del mismo. Si la mente
masiva solar tenía un compartimiento especial reservado para las demostraciones
de habilidad oratoria embellecidas por agudezas, éste, sin duda alguna, estaba
localizado en un lugar llamado Tierra.
Así que se quedaron en paz mientras él aceleraba y se dirigía al planeta errante, en
el que dos naves estaban ya esperando para recoger a los diversos hombres-araña
y llevarlos más cerca del hogar. No había necesidad alguna de consultar mapas
estelares y trazar la muy errática trayectoria de la esfera vagabunda. Podría haberla
perseguido a través de media galaxia y llegado justamente hasta ella con los ojos
cerrados. Lo único que se necesitaba era seguir directamente el chorro de
pensamiento que emanaba del par de navíos solares que esperaba allí.
Era así de sencillo.

Capítulo 11
El proceso subsiguiente fue retrasado.
Detenido con deliberación y malicia. El burdo sistema de comunicaciones de las
formas de vida en lucha había sido de gran utilidad para los solares, pero ahora
debía darse el bastante tiempo para que esos mismos sistemas suministrasen datos
a Markhamwit y Glastrom. No servia que Lawson y Reeder les llevasen
personalmente las noticias. No les hubieran creído hasta que no llegase clara
confirmación.
Y, después de que los señores de la guerra se hubiesen hecho una clara idea de los
acontecimientos recientes, se les debía dar más tiempo para que la digiriesen por
completo. Dado que, por naturaleza, los nileanos eran algo más impulsivos y un
poco menos testarudos que sus oponentes, era posible que fueran los primeros en
acordar que no es provechoso el tratar de adueñarse de las propiedades comunes,
tales como el espacio libre entre los mundos.
Markhamwit sería el último en ceder. Tendría un atormentado período de tiempo en
el que enfrentaría la pérdida de prestigio con la creciente montaña de hechos
desagradables. Debía tener tiempo para llegar por sí mismo a la conclusión de que
es mejor abandonar una obsesión autocrática que acabar colgado de una soga de
cáñamo. Y siendo lo que era, un miembro prominente de su propia especie, no se
haría ninguna ilusión acerca del destino de alguien que insiste en llevar a su pueblo
a una derrota total.
Un par de días antes de que los nileanos llegasen a un estado de madurez mental,
Reeder atravesó la pantalla de defensa de su mundo metropolitano, dejó caer un
paquete en los jardines del palacio de Glastrom, y regresó a toda prisa al eterno
campo estelar antes de que los guardias o la patrulla aérea pudiesen darse cuenta
realmente de lo que había pasado.
Diez unidades de tiempo después, según el lapso de tiempo superior
cuidadosamente estimado dado el carácter más reluctante de Markhamwit, Lawson
lanzó un paquete similar, que le dio en la coronilla al grueso Kasine mientras
caminaba por el área exterior del centro de interrogatorios. El coscorrón en la
cabeza de aquel individuo no fue intencional. Nadie podía ir a tal velocidad y lograr
una precisión semejante en un lanzamiento. Fue absolutamente accidental. Pero,
hasta el fin de sus días, Kasine creería lo contrario.
Poniéndose en pie tambaleante, Kasine lanzó algunas palabras bien escogidas al
cielo, llevó el paquete hacia el interior del edificio, se lo entregó al capitán de la
guardia, quien se lo dio al comandante de la guarnición, quien se lo dio al jefe del
servicio de inteligencia. Este jerarca recordó inmediatamente el fin de un predecesor
que, sin pensárselo dos veces, había abierto un paquete enviado por alguien que no
era precisamente un amigo. Así que, en el plazo más corto posible, se lo pasó al
ministro Ganne que, con igual rapidez, se lo entregó al destinatario: el Gran Señor
Markhamwit, encontrando una excusa para salir en seguida de la habitación.
Contemplando el regalo no deseado con bastante animosidad, Markhmwit tomó su
auricular y micrófono y llamó al jefe del Servicio de Inteligencia, ordenándole que le
suministrase un guerrero no imprescindible para que viniera a abrir el paquete,
sacando el cuerpo por la ventana. El jefe del Servicio de Inteligencia se lo dijo al
comandante de la guarnición, que se lo dijo al capitán de la guardia, que a su vez
llevó a empujones a un leal débil mental de baja graduación y ninguna importancia.
Realizada la tarea sin horribles resultados, Markhamwit se encontró frente a un
grueso fajo de cartas estelares. Extendiéndolas sobre su escritorio, las hojeó airado.
Todas ellas llevaban anotaciones señalando claramente ciertos mundos y satélites.
En el reverso de cada una había una lista de las naves embarrancadas en cada una
de esas esferas, y una estimación aproximada del tiempo que podría sobrevivir cada
una de las tripulaciones sin ayuda.
Cuanto más estudiaba aquella colección, más indignado se sentía. Según aquellos
datos, aproximadamente la quinta parte del total de sus fuerzas había sido puesta
fuera de combate. Un quinto de sus navíos de guerra eran chatarra desparramada a
través de los años luz. Asumiendo que sería buscar más problemas el emplear
naves armadas, sería preciso utilizar totalmente su flota mercante no armada para
rescatar y traer de vuelta a las tripulaciones que languidecían en un par de
centenares de mundos. Y, si no intentaba salvarlas, habría muchos problemas en su
planeta.
No lo sabia, pero le quedaban otras veinte unidades de tiempo para pensar bien en
todo aquello.
Al final de aquel período, Lawson regresó.
La segunda llegada fue exactamente igual a la primera. En un momento la llanura
estaba vacía, con la ciudad hosca y gris hacia el norte, el sol azul ardiendo encima, y
la más pequeña de las tres lunas poniéndose hacia el este. Al siguiente momento, la
nave estaba allí, con una delgada estela de polvo posándose tras su cola, como
para demostrar que había habido un movimiento, aunque no hubiera sido visto.
Por encima, la patrulla aérea trazaba círculos y planeaba como antes. Esta vez
había algún riesgo de que bombardeasen sin esperar órdenes. Una burla causa
mayor furia cuando es repetida, y a veces se convierte en algo imposible de
soportar.
«¡Si un hombre te toma el pelo en una ocasión, es culpa suya; pero si lo hace otra
vez, es culpa tuya!»
Pero de nuevo el comportamiento del visitante solar fue el de alguien totalmente
inconsciente de la existencia de tales peligros, o al menos completamente
indiferente. Permanecía en la llanura, como un maravilloso objetivo. La patrulla no
dejó caer nada, pero aulló la noticia hacia el principal centro de comunicaciones de
la ciudad.
La consecuencia fue que un par de camiones de tropas corrieron a la llanura aún
antes de que Lawson emergiera por la compuerta. Salió inspirando profundamente,
disfrutando del aire fresco y de la sensación de tener tierra sólida bajo sus pies.
Varias formas aladas zumbaron extasiadas, saliendo de la nave, volando hacia el
cielo, se persiguieron unas a otras, y dieron la versión de las abejas de la llegada a
tierra de un grupo de marinos.
Sin hacer caso de los recién llegados de la ciudad, las mentes de las abejas
intercambiaron pensamiento dirigidos principalmente hacia el bípedo. Lamentaban
su falta de alas. Dudaban de la sabiduría de la naturaleza al dar vida inteligente a un
ser provisto únicamente de un par de inadecuadas patas. ¡Ah, qué pena!
En lo que a Lawson y a su tripulación se refería, los camiones que se acercaban a
ellos contenían una compañía armada de débiles mentales sin forma ni figura
particulares. Y Markhamwit mismo se hubiera sentido anonadado de saber que, para
ellos, su propio status no era más que el del matón musculoso número uno.
Los camiones se detuvieron, y las tropas saltaron de ellos. Aunque Lawson no lo
sabía, su actitud y expresión había sido perfectamente duplicada en el amanecer de
la historia por un caballero llamado Casey, que usaba gorra y chapa. Era el policía
de la esquina que contemplaba cómo los chicos salían de una escuela. La lección
aprendida era la misma ahora que entonces, y produjo los mismos resultados: los
indisciplinados miembros de la multitud habían tenido que aprender a respetar a
Casey.
Y, desde luego, lo habían aprendido; esto resultó evidente por su siguiente acción.
No hubo ningún hostil intento de rodear la nave, con armas cargadas y dispuestas.
En lugar de ello, formaron en dos filas, separadas una de otra como si fue ran una
guardia de honor. Un oficial de tres cometas se adelantó, saludando
ceremoniosamente.
–Excelencia, ¿ha vuelto usted para entrevistarse con el Gran Señor?
–Así es –Lawson parpadeó, y lo observó cuidadosamente–. ¿A qué viene eso de
«excelencia»? No tengo ningún título.
–Es usted el comandante de la nave –dijo el otro, haciendo una seña hacia el navío.
–Soy su piloto –le corrigió Lawson–. Nadie la manda.
Con un toque de desesperación, el oficial acabó aquella desconcertante charla
haciendo una seña hacia un camión:
–Por aquí, excelencia.
Sonriendo para sí mismo, Lawson subió a la cabina, y fue conducido hacia la ciudad.
Permaneció en silencio durante el viaje. El oficial hizo lo mismo, notando en su
interior que aquel era uno de esos días en los que uno puede hablar más de lo que
conviene a la propia seguridad.
El Gran Señor Markhamwit estaba sentado en su sillón, con sus cuatro brazos
apoyados negligentemente sobre los dos pares de apoyabrazos, con sus facciones
tranquilas y compuestas. Hacía muchos días había vivido en un colérico y frenético
estado de actividad mientras trataba de organizar una guerra que rehusaba
concretarse. Unos pocos días antes se había hallado en un estado de ciega furia,
paseando por la habitación, martilleando la mesa, escupiendo maldiciones y
amenazas como un volcán escupe lava. Unas pocas unidades de tiempo antes, se
había iniciado una reacción mientras contemplaba una enorme masa de frustrantes
datos coronados por los mapas estelares que le habían dado en la cabeza a Kasine.
Ahora, estaba resignado y fatalista. Era la calma que sigue a la tormenta. Casi
estaba maduro para razonar.
Cabía esperar esto. Las tácticas solares no dan una importancia primordial a la
pregunta de qué debe hacerse para lograr un determinado fin. Tenía una
importancia igual, y ocasionalmente mayor, el determinar con exactitud cuándo
debía iniciarse la acción, el tiempo que debía ser mantenida, y cuándo tenía que ser
terminada. Las palabras cómo y qué no predominaban sobre la palabra cuándo en el
pensamiento solar.
Las circunstancias habían sido radicalmente alteradas cuando Lawson entró en la
habitación para su tercera entrevista. Su comportamiento era el mismo de antes,
pero ahora Markhamwit y Ganne lo estudiaban con una curiosidad recelosa en lugar
de con belicosa irritación.
Sentándose, Lawson cruzó las piernas y le sonrió al Gran Señor como uno lo haría a
un niño desobediente después de una pelea familiar.
–¿Y bien?
Markhamwit dijo lenta y pausadamente
–He entrado en contacto directo con Glastrom. Estamos haciendo regresar a todas
las naves.
–Eso es ser sensato. Y es una pena que haya tenido que ser obtenido con el pre cio
de que muchas tripulaciones languidezcan en mundos solitarios.
–Hemos acordado cooperar para traerlos de vuelta a casa. Los nileanos recogerán y
nos entregarán a todos los nuestros que hallen. Y nosotros haremos lo mismo por
ellos.
–Es mucho mejor que el andaros cortando los cuellos, ¿no crees?
Markhamwit le replicó:
–Dijiste que esto no te importaba.
–Y no nos importa. Sólo creemos adecuado intervenir cuando resultan dañados los
espectadores inocentes.
Lawson comenzó a levantarse como si, llegado a este punto, su tarea hubiese
finalizado, dado que se habían logrado los objetivos solares. Sin sentirse intimidado
por ello, Markhamwit habló apresuradamente:
–Antes de que te vayas, me gustaría que me respondieras a tres preguntas.
–¿Cuáles son?
–¿Realmente vienes de otra galaxia que no es ésta?
–Ciertamente.
Frunciendo el ceño ante algún pensamiento secreto, Markhamwit prosiguió:
–¿Habéis esterilizado algún mundo que nos pertenezca a nosotros o a los nileanos?
–¿Esterilizado? –Lawson pareció sorprendido.
–Como se dice que hicisteis con los elmones.
–¡Oh, aquello! –lo apartó como alguien que nunca hubiera pensado en el asunto–.
Te refieres a un incidente ocurrido hace mucho, mucho tiempo. En aquellos días
usábamos armas. Ahora ya las hemos superado. No hacemos daño a nadie.
–Lamento no estar de acuerdo –Markhamwit señaló los mapas estelares
amontonados en un rincón de su escritorio–. Según vosotros mismos indicáis, ocho
de mis naves han sido destruidas, con todas sus tripulaciones.
–Más cinco navíos nileanos, y uno de los nuestros –añadió Lawson–. Todo ello
debido a accidentes sobre los que no teníamos control. Por ejemplo, dos de tus
cruceros chocaron entre sí. Nuestra presencia no tuvo nada que ver con ello.
Aceptando esto sin disputa, Markhamwit se inclinó hacia adelante e hizo su última
pregunta:
–Habéis establecido una ley conforme la cual el espacio interplanetario debe ser
totalmente libre para todos. La hemos aceptado. Nos hemos echado atrás. Creo que
eso nos hace merecedores de conocer por qué estáis tan interesados en la ética
espacial de una galaxia que no es la vuestra.
Poniéndose en pie, Lawson lo miró cara a cara.
–Tras esta pregunta acecha el acuerdo que acabas de hacer con Glastrom; es decir,
que habéis dejado correr vuestras diferencias frente al peligro común que llega del
exterior. Habéis acordado secretamente aceptar la ley común hasta el momento en
que hayáis desarrollado naves tan buenas o mejores que las nuestras. Entonces,
cuando os creáis bastante fuertes, uniréis vuestras fuerzas para colocarnos en el
lugar que creáis apropiado para nosotros.
–Eso no responde a mi pregunta– señaló Markhamwit, sin molestarse en afirmar o
negar aquella acusación.
–La respuesta es algo que no lograrás comprender.
–Deja que yo sea el que lo decida.
–Bueno, es así –explicó Lawson–. Los solares no tenemos una forma o una figura.
Somos una multiespecie destinada al fin a perder su identidad en un conjunto aún
mayor y más amplio. Somos el inicio de una asociación de mentes destinada a
conquistar la materia universal. El uso libre y sin trabas del espacio es una
necesidad básica para tal logro.
–¿Por qué?
–Porque las siguientes contribuciones a una supermente que abarque el cosmos
llegarán de esta galaxia. Por eso vuestros planes resultan ridículos.
–¿Ridículos? –El Gran Señor estaba anonadado.
–No has tenido en cuenta la cuestión del tiempo. Y el tiempo es lo más importante.
–¿Qué es lo que quieres decir?
–Que para cuando vosotros o los nileanos hayáis creado unas tecnologías lo
bastante adelantadas como para remotamente lograr presentarnos pelea, tanto
vosotros como ellos estaréis más que dispuestos a ser asimilados.
–No comprendo.
Lawson fue hacia la puerta.
–Algún día, tanto vosotros como los nileanos seréis partes inseparables una de la
otra. Y, como nosotros, componentes de un todo superior. Llegaréis a ello bastante
tarde, pero, de cualquier forma, llegaréis. Mientras tanto, no dejaremos que los que
vayan por delante sean frenados por los retrasados. Cada uno llegará a ello en su
momento adecuado, sin ser retenido por unos vecinos poco adelantados.
Sonrió, y luego se fue.
–Mi Señor, ¿entendisteis lo que quería decir? –preguntó el ministro Ganne.
–Tengo una ligera idea –Markhamwit estaba pensativo–. Hablaba de
acontecimientos que no sucederán hasta cinco, diez o veinte mil años después de
que nosotros estemos muertos.
–¿Cómo sabía nuestro acuerdo con Glastrom?
–No lo sabía, porque nadie podía haberlo dicho. Hizo una suposición astuta, y, como
nosotros bien sabemos, acertó de pleno –Markhamwit rumió un poco, y añadió–:
Eso hace que me pregunte lo acertada que será su predicción a largo plazo.
–¿Cuál, mi Señor?
–El que para cuando seamos lo bastante potentes como para atrevemos a intentar
derrotar lo que él llama su multiespecie, ya será demasiado tarde, pues formaremos
parte de esa misma multiespecie.
–No puedo imaginármelo –admitió Ganne.
–Yo no puedo imaginar a la gente cruzando el abismo intergaláctico. Ni tampoco lo
puede Yelm o ninguno de nuestros expertos –dijo Markhamwit–. Como tampoco
puedo imaginar que alguien pueda llevar a cabo con éxito una gran guerra sin utilizar
armas –su tono se hizo algo dolorido cuando terminó–: Y eso viene a confirmar una
de sus afirmaciones, que es la que más me molesta: el que nuestros cerebros aún
no son adecuados. Nuestras imaginaciones son limitadas.
–Sí, mi Señor. Lo son –acordó Ganne.
–Habla por ti mismo –le recriminó Markhamwit–. Yo puedo utilizar un poco la mía,
aunque los demás no lo logréis. Voy a ir a ver a Glastrom en persona. Quizá
podamos operar juntos, y, utilizando la persuasión en lugar de la fuerza, podamos
organizar la galaxia para que se convierta en demasiado fuerte, grande y unida, para
ser absorbida por cualquier zoo del exterior. Vale la pena intentarlo –se detuvo,
contempló a Ganne y le pregunto–: ¿Por qué pones la expresión de un skouniss
bilioso?
–Me habéis recordado algo que él dijo –le explicó a desgana Ganne–. Afirmó:
«Algún día, tanto vosotros como los nileanos seréis partes inseparables una de la
otra, y, como nosotros, componentes de un todo superior». Si vais a ver a Glastrom,
eso significará que vamos exactamente en esa dirección... ¡desde este mismo
momento!
Markhamwit se desplomó sobre su sillón, mordiéndose por turno las uñas de las
cuatro manos. Odiaba tener que aceptarlo, pero Ganne tenía razón. La única forma
satisfactoria de tratar de ganar terreno a los solares era seguir el mismo sendero
cooperativo hacia el mismo fin comunitario que, sin embargo, no podía quedar
limitado a una simple galaxia. Y el no intentarlo era aceptar la derrota y hundirse en
la negra obscuridad que, al fin, los cubriría para siempre, convirtiéndoles como los
elmones en un nombre, un recuerdo, un rumor.
Sólo había dos caminos que seguir: hacia adelante o hacia atrás. Hacia adelante, en
dirección a lo inevitable. O hacia atrás, en dirección a lo inevitable. Y tenía que ser
hacia adelante.
Lawson regresó hacia la nave sabiendo que su tripulación estaba ya a bordo y
ansiosa por partir. Bajando del camión, dio las gracias al conductor, caminó hacia la
compuerta, y se detuvo ya cerca de ella, examinando cuidadosamente al centinela
apostado junto a la misma.
–Creo que ya nos conocemos –dijo con simpatía.
Yadiz rehusó picar el anzuelo. Aferró firmemente su arma, ignoró la voz, y también
un par de comezones persistentes. Había decidido que uno aprende por experiencia,
y que, cuando uno se halla frente a un solar, lo más seguro es hacerse la estatua.
–Oh, bien, si quieres tomártelo así –Lawson se alzó de hombros, subió a la
compuerta, miró hacia abajo desde el borde de la misma, y aconsejo–: Vamos a
despegar. Habrá algo de succión. Si no quieres contemplar el mundo desde lo alto,
será mejor que te protejas detrás de aquellas rocas.
Pensándoselo bien, Yadiz decidió aceptar la sugerencia. Marchó hacia el punto
señalado, aún sin decir nada.
Lawson se sentó en el asiento del piloto, manejando la manecilla. Allá muy lejos, al
borde de la galaxia, perdidas en el gran brochazo de polvo de estrellas, había un par
de formas de vida que estaban desarrollando un espíritu de afinidad. Cerca de ellas
había una tercera, más numerosa, arrogante, y dispuesta a llenar el vacío de poder
dejado por Glastrom y Markhamwit. A lo lejos, entre las estrellas, todo estaba
dispuesto para su interferencia. Tenía que hacerse algo al respecto. Alguien se iba a
ganar unos azotes. Movió la palanca.

Edición electrónica de diaspar


Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

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