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Identidades

En éste lugar me siento como en mi niñez. Algo me recuerda a la primera escuela a la que fui.
También era un edificio rodeado de pinedas, alejado del ruido y la polución de la ciudad. De
hecho se parece tanto que hay días en los que me confundo, y me pregunto si no he vuelto
repentinamente a mi antigua escuela. No, deben ser mis impulsos melancólicos los que me
provocan tales ilusiones. Allí todo era más fácil. Yo era más fácil y más ingenuo. Pero no hay que
darle muchas vueltas; al fin y al cabo, esto es una residencia de estudiantes, y todos los centros
educativos deben parecerse entre ellos.
No sé por qué, pero muchas veces me encuentro subiendo y bajando por las escaleras, como
ahora. Subo y bajo, sin sentido ni meta. Hasta que me doy cuenta. Es como un bofetón de
conciencia que me devuelve a la realidad. ¿Qué estoy haciendo? Entonces siento una tremenda
vergüenza por los que me han visto subir y bajar como un chalado. Me parece que se trata de
algún tipo de sonambulismo. Pero lo curioso es que nunca nadie me ha comentado nada al
respecto. Cierto es también que no tengo muchos amigos aquí, y creo que no estoy solo en eso.
Todos parecen esquivarse entre ellos. Están tan preocupados por los exámenes, por las notas, por
las becas, que no se dan cuenta ni de con quién se cruzan. Pero la verdad es que a mi cada día me
resulta más fastidioso todo esto de estudiar y preocuparme por la opinión de un docto que evalúa
mis esfuerzos con un número. ¡Ay! Me he dado cuenta de nuevo que estaba subiendo las
escaleras, y ahora me he golpeado el dedo pequeño del pie con un peldaño. Duele, duele. Voy a la
enfermería. Llego hasta allí cojeando un poco; me siento ridículo, pero como ya he dicho nadie
parece darse cuenta de nada.
Buenas tardes doctora, me he lastimado el pie, le digo. Pero ella parece muy ocupada en algo.
Sus movimientos son frenéticos y nerviosos. Abre armarios con desesperación, buscando no se
qué. Tira materiales al suelo hasta que encuentra las jeringuillas. Rellena una con un líquido
verde, y justo en ese momento entran por la puerta dos enfermeros que traen una camilla. ¡Es el
director Séneca! No tiene un aspecto muy prometedor. La doctora le clava la jeringuilla en el
esternón sin pensarlo. El director se revuelve hacia arriba y lanza un sonido agudo, como el de un
cerdo que precede su propia muerte. Luego se queda inconsciente. ¿Qué le ha ocurrido? Me dicen
que ha cogido un virus y que tenemos que llevarlo al hospital en la ciudad. Yo me ofrezco a
hacerlo. De repente he sentido mucho miedo por el viejo. Ellos me dicen que tenga cuidado con
él, y se van. ¡Vaya sanitarios! Deben estar preocupados por si les contagia. Yo ya hace tiempo
que vencí la hipocondría. Me doy cuenta de que justo a mi lado hay una mochila de excursionista.
Es perfecta. La cojo y voy hasta la camilla del viejo director. A pesar de su aspecto agónico
admiro sus rasgos que siempre me han parecido vigorosos y llenos de poder. Siempre he querido
ser como ese hombre. Si me preguntaran el ideal del viejo, diría que es él. Lo pongo en posición
lateral y doblo sus piernas hasta su pecho. Con esa postura de feto será más fácil transportarle. Lo
coloco cuidadosamente dentro de mi mochila, cierro las cremalleras y me la pongo a la espalda.
No pesa mucho, es soportable.
En el metro me hago un lío. Hacía años que no lo usaba. Un maldito laberinto de líneas,
números y colores. Línea tres, me dicen. Pero no la encuentro. Línea verde, me dicen. Ahora sí.
Pero resulta que al llegar tengo que hacer enlace con la línea azul. No veo el azul por ninguna
parte. La azul es la cinco, me dicen. Pero si quieres ir al hospital tienes que coger antes la
amarilla y después cambiar a la azul. Lo único amarillo es mi piel, sofocada y sudorosa. Un rato
después entiendo que para coger la línea amarilla, que es la cuarta, tengo que cruzar un pasadizo
que conecta dos estaciones. Es interminable, y la gente se acumula en las escaleras. Finalmente
llego a la línea cuatro, o amarilla. ¿Por qué demonios tenían que diseñarlo con números y
colores? Uno de los dos bastaría. Cojo el tren y me doy cuenta de que no para en la estación que
yo quiero. Da igual, iré a otro hospital. Llego a la estación y por poco me quedo dentro del tren,
pues salía tanta gente que si no era a empujones allí te quedabas. Con todo el revuelo me he
olvidado un poco de Séneca. Me preocupa que entre los empujones lo hayan roto. Me pongo a un
rincón, la gente pasa a toda prisa y casi me aplastan contra la pared. Cuando ya ha pasado todo el
mundo y el estruendo ensordecedor del tren se desvanece, abro la mochila con cuidado. El viejo
está bien, durmiendo. Me lo pongo de nuevo a la espalda y subo por las escaleras mecánicas.
Aire fresco. Aunque no mucho, pues estoy en pleno centro industrial. Los estímulos no me
dejan pensar con claridad durante unos instantes. Luego me doy cuenta de que allí hay pocos
hospitales. Emprendo la marcha, pero solo encuentro farmacias. Cada vez que veo una cruz tengo
la esperanza de que sea un centro sanitario, pero siempre son farmacias. Pregunto a los
viandantes pero nadie parece entender mi idioma. Todos responden en chino, ruso o francés. Uno
de ellos, de aspecto asiático, me señala un hotel. No, señor —le digo—, necesito un hospital. Pero
él insiste y hasta me coge del brazo, creo que me quiere acompañar al hotel. Me deshago de él
con un reflejo que me sorprende hasta mi mismo. Él empieza a vociferar y luego se tira al suelo,
parece que está representando lo cómodo que se está en una habitación de ese hotel. ¡Que
empeño! Debe trabajar como publicista.
Camino y me recorro todas las calles de ese barrio abarrotado de anchas calles y camiones que
casi me atropellan. Crece mi desespero y justo antes de desfallecer veo un gran hospital. Voy
hacia allí, como si de un oasis se tratara, y al llegar a la puerta el vigilante me detiene el paso.
¿Qué quiere?, pregunta. Servicios médicos, le digo. Pero el vigilante, con expresión dura e
impasible responde que si no tengo dinero no puedo entrar. No, dinero no tengo. Intento dialogar
con él pero veo que es inútil, pues cada vez se pone más agresivo. Además le huele el aliento.
Pues me voy. Pienso que quizás no era tan mala idea lo del chino. Empiezo a buscar un hotel,
pero todos me parecen indecentes. ¿Y si voy a ese que él me quería vender? No, esta demasiado
lejos. Voy subiendo por una avenida y en una esquina veo un edificio precioso. Por las ventanas
se despliegan cortinas y doseles granates, recubiertos de brillantes dorados. «Hotel Palace». Las
enormes letras se elevan en la parte superior de la fachada. Sí, aquí sí. Me acerco y veo también a
un vigilante, pero éste me sonríe y me abre la puerta con galantería.
Desde dentro el edificio parece uno de esos salones del siglo dieciocho. Butacas de piel,
lámparas de araña, candelabros y espejos dorados. Me veo reflejado en uno de ellos y pienso que
desentono con el lugar. Pero al mirar alrededor me doy cuenta de que la poca gente que hay por
allí no son tampoco muy distinguidos. Se percibe algo demasiado hosco en éste lugar; un aroma y
una energía rancia. Me dirijo directo a la recepción. Hay dos hombres, vestidos y apañados de tal
forma que, al contrario que yo, entonan perfectamente con el espacio, incluso parecen ser de una
época anterior. Éstos, como si ya me estuvieran esperando, se me quedan mirando y asienten con
la cabeza. Yo me acerco y les digo: Ave, honorables señores, les saluda un humilde peregrino que
viene a pedir auxilio. Vaya —pienso entonces— quizás me he excedido en el lenguaje arcaico,

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me parece que eso era saludo de romanos. Ellos, sin embargo, parecen tomárselo bien y me
responden en el mismo tono: Qué deseas, oh peregrino, dínoslo rápido pues no tenemos todo el
día. Yo: un muerto llevo en la mochila, y busco servicios médicos para él. Ellos: si muerto está,
para que quieres servicios médicos. Yo, contrariado: disculpen, ¿he dicho muerto? No, solo está
inconsciente; un desconocido mal ha invadido su cuerpo. Ellos: de males desconocidos no
entendemos, y tampoco los queremos cerca. Yo, perdiendo la paciencia: díganme donde está el
médico. Ellos, que también parecen perderla: guárdese de darnos órdenes. Yo, dando un golpe en
la mesa: ¡joder! Ellos, de pronto asustados: en la planta cien. Está en la planta cien.
Cuando termino con ese teatrillo absurdo me pregunto como voy a llegar tan arriba, y un poco
más allá veo un ascensor. Me acerco y veo que es muy pequeño, hecho de madera, decorado con
cenefas. La puerta se abre justo cuando llego. Dentro hay un hombre; le cubre la cara un cabello
oscuro y denso que se le cae hasta unos hombros encorvados. Espero a que salga pero parece que
quiere quedarse. Entro, cierro las puertas y veo que las paredes del ascensor están repletas de
botones desordenados. Encuentro el número cien después de unos minutos. Lo pulso y el
ascensor se pone en marcha. El hombre no dice nada ni se mueve. Cuando lo miro de reojo siento
entre miedo y pena; su expresión encubierta denota una mueca de asco. Qué ofuscado, pienso.
Los pisos pasan muy lentamente. Ya llevamos unos minutos y solo estamos en el seis. Empiezo a
sentirme claustrofóbico e impaciente por llegar. Además tengo la sensación de que el hombre
quiere hacerme daño. Por surte, antes de que entre en pánico, llegamos al piso treinta y el hombre
se baja allí, sin decir palabra. Yo sigo subiendo. Veo pasar los rellanos. Todos son iguales, con
una alfombra roja en el suelo y farolillos de aceite colgados de la pared. Cada vez estoy más
arriba. ¿Qué pasaría si ahora cayera? Este ascensor es una carraca. ¡Carraca!, digo en voz alta. Y
justo entonces se empiezan a oír chirridos y el ascensor se tambalea un poco. Me sujeto a la barra
que hay en la pared; un sudor frío me cae por la sien. Cada vez hace movimientos más bruscos y
yo pienso que ése es mi final. Después de un zarandeo terrible el ascensor se detiene en el piso
sesenta. Entonces siento total pavor. Espero la caída libre con los ojos cerrados, pero no sucede.
Los abro y veo un cartel colgado en la puerta metálica que dice: No se recomienda seguir con el
ascensor a partir de éste punto. La mecánica es muy antigua y está en mal estado. Abro la puerta
con cuidado y siento un vértigo brutal al mirar abajo. Veo un vacío insondable. Es un precipicio
de sesenta pisos. Enfrente mío hay una cuerda colgada del techo y más allá una especie de rellano
con unas escaleras. Con un arrebato de valentía me lanzo al vacío y ese instante lo percibo
curiosamente como uno de los más felices de mi vida. Solo dura un segundo, pero la cantidad de
recuerdos, emociones y pensamientos que me sobrevienen, son de una calidad y alegría como
nunca antes. No hay miedo ni decepción. Me veo de niño; recuerdo mi primera escuela, las
pinedas, mis amigos, mis primeros amores. Veo a mi madre tendiendo la ropa, bañándome,
cantándome nanas antes de ir a dormir. Siento la quietud y la inocencia que me embargaban
entonces. Pienso en todas las tartas de chocolate que me comí, en todos los parques de
atracciones que visité con mi padre. Y en ese momento, en el que me veo cayendo por la caída
libre, me doy cuenta de que ahora también estoy cayendo al vacío, y antes de caer del todo me
agarro a la cuerda. Por suerte me agarro bien, y con un poco de zarandeo llego al rellano.
Siento la ilusión de haber sobrevivido. Pero dura poco. Dejo la mochila en el suelo y me siento
con la espalda pegada a la pared. Analizo por primera vez la situación y me doy cuenta de que allí
no encontraré ningún médico ni podré curar a Séneca. Me han engañado. Me siento desesperado,
pero pienso que ya es demasiado tarde para volver. Miro a mi alrededor y veo una extraña
decoración con piezas de fruta colgadas en las paredes y desplegándose de algún lugar arriba.
Subiendo las escaleras, un poco más arriba, hay una puerta. Debe ser la planta sesenta y uno,

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imagino. Me levanto con cautela y empiezo a subir las escaleras, muy pegado a la pared y sin
mirar abajo. Sin embargo, en algún momento se me escapa la mirada y el terror me paraliza. Me
pongo a gatas. Así me siento más seguro. Sigo subiendo muy lentamente y poniendo mucho peso
en las manos y los pies, como si estuviesen enganchados al suelo. Parezco un reptil asustado.
Llego a la puerta y estiro el brazo para agarrar el pomo. Lo hago girar y la puerta se abre. Me
meto dentro sin mirar atrás y cierro la puerta. Justo entonces me doy cuenta de que me he dejado
la mochila abajo, pero de alguna forma sé que no podré volver a por ella. Intento girar el pomo de
la puerta y, evidentemente, no se mueve. Hay una oscuridad casi total en el lugar. Tan solo
distingo formas tenues y un pasadizo que avanza. Empiezo a caminar por allí. Abro puertas a
derecha e izquierda, con cámaras que también están oscuras y en las que no distingo lo que hay
dentro. No sé por qué, pero empiezo a correr. El pasadizo se bifurca a la izquierda. Sigo abriendo
puertas, pero no hay luz. Se bifurca a la derecha e intuyo que debe llegar a su final. Al cabo de
unos metros algo me cierra el paso. Es otra puerta. La abro y veo una figura que se acerca. ¿Será
el médico?, me pregunto. Distingo un cuerpo corpulento, unas manos grandes y antes de ver su
rostro me dice con una voz tranquila: te estaba esperando.
Yo no sé si quiere ayudarme o hacerme daño. Él es yo. ¿Y quién soy yo?

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