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IV. LA ESENCIA HUMANA


1. La sindéresis: ápice de la esencia

El término sindéresis procede del griego synteréo, que significa observar, vigilar atentamente, y también
conservar. Para Tomás de Aquino equivale a razón natural1. Es un hábito cognoscitivo con el que todos
nacemos (innato), algo así como una luz natural por la que el ser humano conoce de manera natural y habitual la
naturaleza humana y los fines que le son propios.

Por eso, Francisco Molina, al recoger las averiguaciones que Tomás de Aquino ha hecho sobre la sindéresis
sostiene que “una constante en Tomás de Aquino consiste en señalar que la sindéresis contiene los primeros principios
de la ley natural. Y por tanto, a ella le corresponde remurmurar (advertir, protestar, quejarse, levantar clamor, hacerse
eco; obsérvese que el prefijo re- viene a destacar lo que ya el verbo murmurare significa por sí mismo), de cuanto se
oponga a esta ley natural”2.

Los principios universales de la ley natural pertenecen a la sindéresis porque en ella residen como en su
lugar propio3. La razón práctica se encargará de extraerlos llevándolos a su aplicación práctica.

Para Tomás de Aquino la sindéresis ilumina tanto a la razón superior como a la inferior; está sobre toda la
razón4. La relación podría entenderse, según el Aquinate, a modo de silogismo. La sindéresis administra la
proposición llamada mayor, y el resto (la inferior) lo pone la razón superior, y la conclusión pertenece a la
conciencia. Y pone un ejemplo: la sindéresis propone “todo mal ha de ser evitado”; la razón superior dice, por
ejemplo: el adulterio es malo; la inferior entiende que es malo por injusto, por deshonesto; y la conclusión es
que el adulterio debe ser evitado, por lo que con-ciencia significa que su acto es acompañado de la ciencia
universal y de la particular”5. En este sentido se entiende que según Tomás de Aquino, se llama conciencia al
dictamen de la razón que aplica la ley natural contenida en la sindéresis a lo que se ha de hacer 6.

Por su parte, Polo sostiene que la sindéresis –como los primeros principios– recibe su luz del acto de ser
personal del cual depende. Precisamente, por mirar al acto de ser no puede errar y por ello mismo es una luz
habitual que ilumina completamente la naturaleza y esencia humana bajo una sólo recomendación: la de hacer
el bien, la de crecer irrestrictamente. Este planteamiento alude a la famosa distinción entre esencia y acto de ser
(essentia-esse). Este último, que en el caso del hombre es la persona, engarza a la esencia humana, que es
potencial, para activarla. Ese ‘mirar’ de la persona hacia la esencia es lo que se llama ‘yo’, que a su vez se
desdobla en ver-yo, cuando activa a la razón, querer-yo, cuando activa a la voluntad. En este sentido afirma: “la
persona considerada hacia la esencia, es decir en tanto que la esencia depende de ella, se designa como yo. El yo
es una dualidad: por una parte ver-yo7; por otra parte querer-yo”8.

1
Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co y ad 1.
2
MOLINA, F., La sindéresis, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria, n. 82, Pamplona, 1999, 16
3
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 3, ad 4.
4
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 39, q. 3, a. 1, ad 2.
5
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.
6
TOMÁS DE AQUINO, In II Sent., dis. 24, q. 2, a. 4.
7
El intellectus ut co-actus en cuanto que repercute en los actos intelectuales inferiores a él, se llama ver. Con otras palabras, hacia abajo la persona ve (yo); hacia
arriba es transparencia. Vinculado al yo, el ver no significa nada distinto de él, en virtud de su carácter iluminante. Por eso es acertado llamar a la luz iluminante
continuación de la transparencia hacia abajo. Según el planteamiento que propongo, el intellectus ut co-actus es un trascendental personal y, por consiguiente, no es un
principio ni principia, pues la persona se distingue del ser principial. Sin embargo, no es inconveniente hablar de luz iluminante, si se entiende como ver-yo inferior al
intellectus ut co-actus.
8
POLO, L., Antropología trascendental. La persona humana. Eunsa, Pamplona, 1999, 177.
1
El yo, como veremos, no es la persona, sino algo así como la apertura natural de la persona hacia su
esencia y naturaleza humana. Es como si uno saliera al pasillo y se quedara en la puerta viendo, como con una
luz, todo lo que tiene a su disposición. De ahí que salga la famosa ley, que en el plano natural es el principio
ético fundamental: ¡Haz el bien!, es decir: ¡lleva esta dotación natural, con todas tus potencias y facultades, a su
desarrollo y perfeccionamiento! Por ello la sindéresis está considerada como el ápice, el punto más alto de la
esencia. Con ella se ve la importancia y finalidad tanto de la inteligencia como de la voluntad. Tomás de
Aquino sostiene que la sindéresis no se pierde nunca, por más corrompida que se encuentre una persona. Es
entendible, si perdiera esa luz perdería su alma humana, dejaría de ser hombre. Pero lo más esperanzador es
que, si no se pierde nunca, esa luz por más pequeña y débil que se encuentre, siempre cabe la esperanza de que
una persona se decante por el bien.

2. La inteligencia humana

La inteligencia tiene como fin alcanzar la verdad. Por esto nos detendremos un poco en el encuentro con
la verdad. En realidad, el encuentro con la verdad es personal. Consideramos importante intentar explicar el
encuentro con la verdad, porque a partir de él algo se puede barruntar respecto de la naturaleza e importancia de
la inteligencia, ya que ésta tiene como fin la posesión de la verdad. La verdad se define como la adecuación del
intelecto con la realidad conocida.

En general, el encuentro con la verdad es clave, porque está en la línea de la dimensión personal del ser
humano. Por ello constituye un gran acontecimiento. Cuando un ser humano se ha encontrado con la verdad le
acaece en cierto modo una revelación personal cuya respuesta es un cierto compromiso con la verdad
descubierta, de manera que el hombre despliega sus mejores energías en profundizar en ella y en darla a
conocer.

Los seres humanos estamos hechos para el conocimiento de la verdad, y cuando la encontramos, cuando
la descubrimos, aquel acontecimiento marca nuestras vidas. De pronto, uno se percata de que hasta ese
momento su vida había transcurrido sin esa luz, sin esos horizontes, y que gracias a aquello que se nos ha
aparecido como verdadero, nuestra vida se abre a nuevas dimensiones, anteriormente desconocidas.

A veces sucede que si la verdad alcanzada es de muy alto nivel, uno se pregunta cómo es que pudo vivir
todo el tiempo transcurrido sin conocerla. La verdad le cambia a uno la vida, le hace ver que puede vivir de
modo diferente, y entonces se le hace inolvidable. Precisamente la verdad se expresa con el término griego
aletheia (de a, que significa ‘sin’, lethos que denota ‘olvido’). Estamos hechos para la verdad y cuando tenemos
la suerte de encontrarla aquella se hace inolvidable.

Sin embargo, hay muchas maneras de encontrarse con la verdad. Es más, la verdad se puede encontrar no
sólo en la filosofía (aunque a ésta le corresponda en sentido propio). También uno se puede encontrar con la
verdad en otras ciencias, en las matemáticas, en la economía, en la medicina, etc.; también en el arte, en la
música, y además, se puede encontrar la verdad en otra persona.

Por poner algunos ejemplos, se puede decir que hay quien encuentra la verdad en las matemáticas. En
efecto, cuando un alumno de educación básica se encuentra con la geometría, puede descubrir que si los
problemas están bien planteados, se acierta con su resolución, y que esos resultados son necesariamente así. La
necesidad de la verdad se hace patente, y entonces uno dice ¡es verdad!, esto ‘sale así y sólo así’, y a partir de
entonces se anima a seguir con las matemáticas, a enfrentarse con gozo a los problemas intentando
solucionarlos. También se puede encontrar la verdad en la música. Si uno llega a ‘entender’ una pieza musical,
a captar su melodía, la armonía de la composición y su significado, el gozo surge de inmediato, y entonces uno
trata de seguir escuchando las demás composiciones tratando de encontrar su melodía, su armonía, de entender
las disposiciones de las notas musicales, el significado de la composición, etc. Otra manera de encontrar la
verdad es en la biología, y entonces uno se dedica a la cuidadosa observación de los diferentes seres vivos, de
su organización ¡tan complicada!, pero a la vez tan coherente, pues no hay nada en un ser vivo que esté de
balde, todo es perfectamente funcional en un ser vivo, desde una ameba, un embrión de pollo, una ballena, hasta
la maravilla del cuerpo humano. El gozo de este conocimiento lo saben bien los biólogos y los médicos, quienes
pueden dedicarse horas y horas a estudiar el conocimiento de aquellas operaciones del viviente.
2
Un modo especial de encontrarse con la verdad es cuando alguien se encuentra con el sentido personal de
otra persona, si uno la conoce y la ‘entiende’. Cuando uno se encuentra con la verdad de la otra persona, ésta se
nos presenta de modo resplandeciente, y así uno se adhiere a esa verdad, e incluso surge el compromiso con
ella. Puede darse entonces un cambio en la propia vida, la novedad de la otra persona ilumina a partir de ese
momento nuestra vida. De esto saben mucho los verdaderos enamorados, y se ha expresado desde siempre a
través de muchos versos y canciones: “Antes de Ti no hay antes… no hay nada que merezca la pena
recordarse”, o como dice una conocida canción peruana: “Mi vida ha comenzado cuando llegaste Tú”. A partir
de ese momento la presencia de aquella persona es punto de referencia imprescindible, con una novedad que
transforma la existencia. Hasta entonces no se sabía lo que era vivir, o se tenía una vida muy pobre, oscura,
apagada, sin ilusión; a raíz de ese gozoso encuentro la vida se vuelve consistente, extraordinariamente
apasionante.

En cualquiera de los encuentros con la verdad esa realidad se le aparece al sujeto de modo
resplandeciente, y queda comprometido con la tarea que aquella verdad comporta, a la cual no se duda en
dedicar parte importante de nuestro tiempo, de nuestras energías, de nuestros afanes. Normalmente aquella
verdad que se ha encontrado invita a un mayor descubrimiento. Así se pueden ir viendo uno a uno los posibles
encuentros con la verdad, y todos tienen esa característica de descubrimiento esplendoroso de la realidad y de
compromiso en la tarea de progresar en esa verdad.

Actualmente, es necesario descubrir la verdad, hacer la experiencia de buscarla, de encontrarla y de


comprometerse con ella. Estamos muy necesitados de ella en todos los niveles, y su carencia tiene
consecuencias nefastas en todos los ámbitos de la vida humana. Sin embargo, el encuentro con la verdad no es
fácil, sino que alcanzarla conlleva esfuerzo. Por eso, si un ser humano está instalado en el hedonismo, si tiene el
placer como único valor rector de su vida, es muy difícil que se encuentre con ella o que la pueda reconocer.

La realidad es una gran cantera para descubrir, para obtener cotas elevadas de verdad. El descubrimiento
de la verdad supone una actitud previa: la admiración, el deshabituamiento, la actitud humilde, algo ingenua e
insatisfecha, de quien se pone en camino hacia el encuentro de la verdad, sabiendo interrogarse sobre la
realidad. Esto supone la actitud de ir por la vida tratando de descubrir la realidad, de aprender de todo y de
todos, lo cual requiere la capacidad de preguntarse hasta por lo más evidente, pugnando por penetrar en las
entrañas mismas de la realidad.

Los intentos para hacerse con la verdad han sido muchos. La historia de la filosofía es una apasionante
aventura en este sentido. Históricamente, ese itinerario en pos de la verdad tiene unos claros comienzos con los
filósofos griegos, hacia el s. V. a. C. Cuando Heráclito y Parménides se plantean el conocimiento de la realidad,
empiezan por tratar de responderse a esa pregunta precisamente: ¿Qué es la realidad? ¿Todo es un continuo
devenir, todo cambia?, o ¿existe algo permanente? Si todo cambia, si la realidad es un flujo en constante
movimiento, ¿qué esperanzas hay de conocer realmente? Si vamos a la realidad para tratar de hacernos con ella
y se nos escapa, como el agua entre los dedos, si es imposible asirla, poseerla, sólo queda la desesperanza.

Parménides, abre un resquicio a la esperanza, sostiene que el ser es permanente, que la realidad no
cambia; con lo cual cabe la posibilidad de que la inteligencia humana se mida con aquello. Las averiguaciones
parmenídeas son insuficientes, pero son una primera detección de lo permanente, lo cual es importante, porque
cuando el ser humano se pone en contacto con lo estable, cuando se para a pensar, ese detenerse ante algo
verdadero le proporciona un encuentro con lo necesario, con aquello que no puede ser de otra manera. Por otra
parte, el ser humano tiene grandes deseos de permanencia, se resiste a disolverse en la fugacidad de los
instantes, y aunque está instalado en la temporalidad, se resiste a disolverse en ella. Por ello, si el hombre se
encuentra con lo permanente, encuentra respuesta a una exigencia propiamente humana.

Por la razón precedente, si el hombre nunca se encontrara con la verdad, si la realidad fuera
contradictoria, si fuese incognoscible, entonces iría como sin norte, a cualquier parte, sin puntos de referencia
seguros, permanentes; sólo le quedaría entregarse al caos, a la solicitud de los instantes sin contar con la luz
orientadora de la verdad. En general, todas las grandes averiguaciones que se han hecho en filosofía, han
surgido de esa búsqueda apasionante de la verdad. Obviamente, no podemos ahora dedicarnos a exponer cada
una de ellas. Sólo nos hemos referido a los comienzos de la filosofía y ahora recordaremos a título de ejemplo el
método socrático, pero en realidad la historia de la filosofía es un bellísimo testimonio de los afanes del ser
humano para descubrir la verdad.
3
En ese mismo sendero van los esfuerzos de Sócrates y de su famoso método socrático, que tiene vigencia
todavía en nuestros días, ya que ese método es usado por algunos grandes maestros de la hora presente. Como
sabemos, Sócrates no escribió nada, fue un testimonio viviente del amor a la verdad, hasta refrendarlo con su
muerte. El testimonio socrático fue recogido por uno de sus jóvenes discípulos: Platón, quien a través de sus
Diálogos muestra la actividad magisterial de Sócrates. Según uno de esos escritos suyos, el de la Apología de
Sócrates, se cuenta como habiéndose consultado al Oráculo de Delfos acerca de quién era el más sabio, éste
contestó que era Sócrates. Comunicada esta declaración a Sócrates, éste quedó muy extrañado, porque él
consideraba que no sabía apenas nada, y que más bien era un buscador de la verdad.

Para constatar el acierto del Oráculo, se dedicó a interrogar a quienes en la polis pasaban por sabios. Así
se dirigió a los poetas a preguntarles sobre su oficio; igualmente a los artesanos, a los políticos; el resultado fue
que ninguno de ellos sabía qué era la verdad, por lo cual Sócrates concluyó que quienes pasaban por sabios
creían que sabían cuando en realidad eran ignorantes; en cambio él sabía que no sabía, por lo cual ya sabía algo,
mientras que los otros, además de ignorantes, no sabían que lo eran, por lo cual, evidentemente, Sócrates era el
más sabio, ya que era consciente de su ignorancia y buscaba afanosamente la verdad.

Precisamente la conciencia de la propia ignorancia es el primer paso del método socrático. Se le llama la
‘docta ignorancia’ y se expresa con el conocido “Sólo sé que no sé”. Es necesario partir de esta conciencia, pues
de lo contrario, si creemos que sabemos, no moveremos un pie para dirigirnos en pos de la verdad. No es difícil
imaginarse las preguntas que haría Sócrates, las cuales irían encaminadas al conocimiento esencial de la
realidad. Quizá Sócrates le preguntara al poeta: “No me diga versos, no me recite poemas, dígame lo que es la
poesía”; o al artesano: “No me muestre sus obras de artesanía; dígame ¿qué es el arte?”; al político: “No me
diga las leyes ni cómo debe organizarse la ciudad, dígame qué es la ley y qué es la ciudad”. A sus discípulos, a
los alumnos, seguramente les diría: “Ustedes que se dicen amigos, díganme qué es la amistad”, “Ustedes que
quieren ser libres, díganme lo que es la libertad”, “Ustedes que pretenden ser auténticos, díganme qué es la
verdad”, “Ustedes que valoran la generosidad, díganme qué es. Si no saben responder, ¿de qué hablan?”.

De aquí se puede ver la importancia que tiene el arte de la pregunta. Saber preguntar y preguntarse es
asunto clave. Por eso los resabidos no logran progresar en la verdad; quienes creen que ya se han contestado
todas las preguntas no obtienen las verdaderas respuestas. Los asaltos a la verdad requieren de una audacia que
surge precisamente de ese encararse valientemente con la realidad, del afán de descubrirla. Sólo así se abre paso
el proceso de investigación, el estudio profundo. En este caso se puede hablar, con palabras del Papa Juan Pablo
II, el “explorador que no se rinde”. Ese proceso de exploración y descubrimiento es lo que Sócrates llamó
mayéutica, que significa dar la luz en la inteligencia. Como es sabido, esa palabra la tomó Sócrates del oficio de
su madre, quien ayudaba a dar a luz a las señoras. En el fondo, se trata del ejercicio del intelecto, que es como
una luz, que alumbra e ilumina la realidad, para conocerla.
En definitiva, la verdad es vital para el ser humano, el cual no puede renunciar a ella; hacerlo equivaldría
a renunciar precisamente a lo que le es propio, a lo que le corresponde, ya que por tener inteligencia el ser
humano puede medirse verdaderamente con la realidad; puede, gracias a su inteligencia, encontrarse con
aquello que es necesario, permanente. Cuando el ser humano no se ha encontrado con la verdad, le ocurre una
desgracia inmensa; sería hacer dejación de su propio ser, no vivir como persona humana. Una vida así no es
propiamente vida, no tendría discursividad, ni continuidad, sería como una gran oscuridad, estaría a merced de
cualquier instancia irracional interior o exteriormente.

La inteligencia es el gran recurso –aunque no el único– de los seres humanos. Es lo distintivo respecto de
otros seres vivientes. Aristóteles define al hombre como un animal que posee logos. Esta tenencia humana, la de
su actividad intelectual, es superior a las tenencias corpóreas o materiales, que se pueden adscribir al ámbito
corpóreo y material. También es superior a las que se pueden poseer en el conocimiento sensible. Inteligencia
sólo posee el hombre, y es gracias a ella que el ser humano puede alcanzar niveles muy altos de posesión.

Podemos empezar por distinguir la inteligencia como facultad del acto que la pone en ejercicio. La
primera es considerada como potencia, en cuanto tal tiene la posibilidad de pasar a acto, de actualizarse. En la
tradición aristotélica se encuentra una metáfora muy bella a la que hemos hecho mención en el capítulo anterior,
la metáfora del hombre despierto y del hombre dormido. El hombre dormido representa al hombre que tiene la
posibilidad de ejercer actos intelectuales pero que nos los ejerce; en cambio, el hombre despierto se corresponde
con aquel que ejerce actos cognoscitivos del más alto nivel como son los intelectuales. El hombre no está
4
siempre despierto en este sentido, pero una vez que estrena la inteligencia, le son entregadas grandes cotas de
verdad. Así se pueden ir conociendo dimensiones de la realidad hasta entonces insospechadas y se puede iniciar
la andadura intelectual con más o con menos intensidad.

¿Qué es lo que hace que la inteligencia como facultad se actualice? Según la filosofía clásica, esto corre a
cargo del intelecto agente. Este intelecto, cuyo descubrimiento es de Aristóteles, es el que actualiza a la facultad
como potencia, incide, actúa en ella, precisamente actualizándola. Dentro del planteamiento aristotélico el
entendimiento agente es el acto que actualiza la inteligencia. Agente es precisamente el que hace, el que opera,
el que actúa. ¿Qué «hace» el intelecto agente? En la abstracción lo que hace el intelecto agente es iluminar la
imagen sensible, el fantasma dado por la sensibilidad interior, y al iluminarlo abstrae la forma inteligible. Por
esto se le ha representado como una luz, pero se trata de una luz que no es física, ya que el intelecto agente no
es nada material. Esta luz está también sugerida en el significado etimológico de la palabra ‘intellectus’ (de
intus legere: leer dentro).

¿Qué es lo que abstrae el intelecto agente? precisamente una forma inteligible. Esto es glorioso. La luz
del intelecto permite una lectura, un conocimiento muy superior al que puede tener el conocimiento sensible, el
cual sólo conoce formas concretas particulares. El animal jamás podrá acceder a objetos inteligibles, no puede
tener noticia de formas abstractas; no tiene inteligencia y carece de intelecto agente; por tanto, se queda pegado
a las formas sensibles que son sólo formas singulares, constreñidas a lo concreto. En cambio, el ser humano
puede habérselas con formas que no están limitadas a lo concreto y singular. Si un animal se diera cuenta de la
reducción de su ámbito cognoscitivo, no lo podría soportar; lo que ocurre es que para darse cuenta de eso se
precisa de la inteligencia, y por eso el animal vive ‘feliz’.
Se puede alegar que el animal se entretiene con las imágenes que le proveen los sentidos externos y los
internos como la imaginación, la memoria, etc., que puede relacionar, asociar esas imágenes, etc., lo cual puede
ser entretenido. Sin embargo, es tremendamente limitado, reducido, comparado con el despliegue de la
actividad intelectual del ser humano, ya que el animal es incapaz de detenerse a pensar. Además, sólo capta las
cosas en cuanto relacionadas con sus tendencias. El intelecto humano hace más extensivo y profundo el
conocimiento. Ya no se trata de que conozca lo concreto, por ejemplo, sólo ‘esta’ agua que está en ‘este’ vaso,
sino que conozca lo que es el agua, sus propiedades de manera universal. El ser humano puede tener conceptos
abstractos que tienen una dimensión permanente y universal.

El animal no llega al nivel humano. Aunque a veces se ha querido ver inteligencia en los animales, los
que defienden esta hipótesis han terminado desengañando a sus entusiastas seguidores. Es conocida la
experiencia en la que se puso a un chimpancé en una balsa con un cubo lleno de agua con la que se le adiestró
de manera que pudiera apagar el fuego que le impedía llegar a alcanzar su alimento y el chimpancé aprendió a
hacerlo, haciendo uso de la imaginación, que, como ya vimos, tiene entre sus actos un tipo de relación
asociativa, en este caso de relación condicional, al estilo de «Si esto, entonces aquello» uniendo
representativamente un antecedente y un consecuente, pero que en este caso son muy concretos. Por medio de
esta operación, se asocia el hecho de arrojar el agua sobre el fuego con el hecho de apagarlo, y entonces es
accesible hacerse con la comida.

Sin embargo, la imaginación y la consiguiente memoria son facultades sensibles, no son la inteligencia.
Esto quedó demostrado cuando se puso al chimpancé en las mismas condiciones excepto que no se puso agua
en el cubo, sino que sólo contaba con el agua que tenía alrededor; en ese caso no pudo apagar el fuego y se
quedó sin comida. Un ser inteligente hubiera captado «lo que es» el agua, en todos los casos, hubiera podido
abstraer unas propiedades universales y, entonces, ese conocimiento se hubiera extendido más allá del agua de
«este cubo» y las hubiera reconocido también en el agua que le rodeaba; por tanto, habría acudido a esa agua
para apagar el fuego y obtener su alimento.

Sin embargo, la operación de abstraer, la conceptualización, la obtención de formas universales le está


vedada al animal, el cual se mueve sólo con imágenes muy concretas y no puede llegar nunca a reconocer el
unum in multis, la universalidad de la forma en la realidad. También por esta razón, se ha llegado a afirmar que
un hombre es tanto más inteligente cuanto más cosas ve con menos; es lo que se llama también «el golpe de
vista». En general, la misma razón práctica, aún cuando tiene que ver con lo concreto, requiere iluminar las
diferentes situaciones particulares desde unos principios universales. Incluso la técnica se nutre de la ciencia y
en ese sentido avanza; de lo contrario estaríamos todavía dándole vueltas a los mismos tornillos.
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Sin inteligencia la vida humana quedaría desasistida. La sensación no tiene el alcance de los actos
intelectuales. Como hemos señalado, la misma vida práctica sólo se dirige bien desde la vida teórica. Aunque la
verdad no tiene sustituto útil, sí se puede decir que ayuda mucho en la tarea de dirigir la vida personal y la vida
en sociedad. Esta exigencia sólo la tienen las personas humanas, no los animales. Si comparamos al ser humano
con un animal, podemos ver que aquel puede «hacerse más» con la realidad, ya que, por una parte, el animal
sólo conoce aspectos sensibles de la realidad, en cambio, el ser humano puede alcanzar lo permanente. Las
operaciones intelectuales tienen mayor alcance que las meramente sensibles. Para que este alcance se vislumbre
un poco podemos ver en una primera instancia que el ser humano, mediante sus operaciones básicas, puede
captar lo que las cosas son (simple aprehensión), puede conocer que es lo que es (juicio), y puede razonar, y,
además, puede ejercer actos intelectuales superiores a las simples operaciones.

Por otra parte, de acuerdo con la filosofía clásica, la inteligencia es capaz de conocerse a sí misma, a las
cosas singulares de modo reflexivo y a las realidades espirituales de modo analógico. En esto también se
diferencia el hombre del animal, que sólo cuenta con los sentidos para conocer, pero ningún sentido puede
conocer su propio acto. En cambio, el hombre, por medio de su intelecto, es capaz de ejercer actos intelectuales
que son superiores a las simples operaciones, puede tener un conocimiento habitual, ya que es capaz de iluminar
las propias operaciones intelectuales.

De lo que llevamos considerando se puede vislumbrar la naturaleza y la excelencia de la inteligencia, que


no es una exageración, aunque lo que más nos llame la atención sea el conocimiento sensible. Según
Aristóteles, el intelecto es lo que de divino tiene el hombre. La inteligencia puede operar, es el acto de conocer.
Cuando uno emplea su inteligencia, cuando ésta pasa a acto, ya no tenemos pasividad sino precisamente
actividad.

En el conocimiento, el acto de conocer y el objeto conocido son uno en acto. De ahí que el objeto
conocido sólo se da en el acto de conocerlo: sin éste no hay objeto conocido ni antes ni después. Además, el
objeto no se da de suyo (si se diera de suyo no haría falta la operación). El conocimiento no es una intuición, en
la que el sujeto no hace nada sino sólo contemplar como un espectador. Lo conocido no se impone, ya que la
cosa extra-mentem es real, pero no es, de suyo, actualmente conocida. Lo inteligible no se da, por decirlo de
alguna manera, gratuitamente; se precisa de la operación, de manera que lo inteligible sólo es tal una vez que se
ha ejercido el acto de conocer. La realidad es cognoscible, pero no lo es de suyo, se precisa del acto de conocer.

La inmanencia del acto de conocer se refiere a que en él se consigue el objeto conocido, inmediatamente.
La acción transitiva es muy diferente de la acción inmanente. Aquella sale fuera de sí, el fin que pretende
alcanzar está fuera de la actividad transitiva, por ejemplo, la actividad constructiva. Si el conocer fuera
transitivo y no inmanente, entonces construiría su objeto, de modo semejante a como se construye una casa. El
acto cognoscitivo no construye su objeto poco a poco, sino que éste se le da inmediatamente, con la operación.

Así pues, la actividad del acto cognoscitivo es diferente a la de la acción transitiva que «construye» su
objeto. Es el propio acto de conocer el que adquiere inmediatamente el objeto conocido, de acuerdo al alcance
del tipo de acto intelectual que haya realizado, pero se trata del propio acto intelectual. Aquí la arbitrariedad del
sujeto que quiere construir su objeto, no tiene nada que hacer, es un estorbo. Meter al sujeto para que constituya
al objeto conocido es un error y trae una secuela grande de errores.

El acto de conocer es activo, con una actividad peculiar, inmanente. Al ejercer tal acto, se da una
simultaneidad entre el acto de conocer y su objeto conocido. Esta simultaneidad no se da en el movimiento
transitivo, del cual se diferencia el acto cognoscitivo. El ejemplo típico de movimiento transitivo es el que se
produce en la edificación de una casa. Cuando se edifica, no se tiene lo edificado, y cuando se tiene lo
edificado, no se edifica. En cambio, en el acto de conocer no hay que esperar a que después de algún tiempo se
posea lo conocido, sino que éste se da en el mismo instante que se ejerce el acto de conocer. Se conoce
formando y se forma conociendo, decían los clásicos. Al ejercer el acto no hay que esperar a terminar de
«construir» el objeto, para entender, sino que en el mismo acto en que se aprehende la forma se entiende, y al
revés: sólo se entiende cuando captamos la forma, de manera inmediata.

Por otra parte, el ser humano no puede agotar toda la verdad en solo acto cognoscitivo, pues necesita
ejercer múltiples actos cognoscitivos, cada uno de los cuales le va proporcionando más conocimiento. El
acercamiento a la verdad es progresivo, pero esto no quiere decir que el sujeto constituya arbitrariamente sus
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objetos; lo que sí pone de manifiesto es que en los actos cognoscitivos hay una pluralidad, una diferenciación y
una justa jerarquía, ya que con unos actos se conoce más y con otros menos; delimitar el alcance de nuestros
actos cognoscitivos nos curaría de las pretensiones del relativismo. Esto es importante tenerlo en cuenta, pues
de lo contrario no se entiende la verdad, y constituye además el error en que incurren muchos de los filósofos
modernos. El conocimiento no es una carrera sin aliento en que el objeto conocido sólo se obtiene al final.
Evidentemente, uno tiene que ejercer muchos actos cognoscitivos, pero con cada uno de ellos podemos poseer
el respectivo objeto conocido.

De manera que no se trata de una actividad como la de construir una casa, que mientras se construye no
se obtiene la casa, la cual se obtiene al final cuando se deja de construir. No se trata de que al ejercer un acto
uno no conozca y tenga que esperar otros actos para conocer; si esto fuera así, el acto de conocer no sería tal,
pues nos dejaría en la ignorancia o en la perplejidad hasta que se llegase a pensar el todo.

Es necesario tener en cuenta este principio, ya que a veces se considera que el objeto conocido «es
construido» por el sujeto cognoscente. No hay tal «construcción». La voluntad humana puede «construir» como
quiera una casa, suponiendo que tiene todos los recursos necesarios, pero no puede intervenir en el acto de
conocer. La voluntad puede influir en la facultad pero no en el acto de conocer en cuanto tal. Así pues, la
inteligencia no puede ser violentada arbitrariamente por la voluntad de un sujeto, porque entonces no conocería
realmente, no ejercería el acto de conocer.

a. El acto de conocer posee un objeto intencional

Como hemos visto, mediante el acto de conocer poseemos el objeto conocido, esta posesión es
inmanente, inmaterial, inmediata. No es una posesión que se da «al final» del conocimiento. Se podría decir
que, al conocer, en cierta manera, uno «se hace» el objeto conocido. Esta posesión es intrínseca, se da en el
mismo acto de conocer.

El conocimiento es activo, no es tendencial o desiderativo (eros), anhelo de conocer. El anhelo no es una


posesión, sino un deseo de un objeto futuro. En cambio, como antes señalamos, el acto de conocer es posesión
inmediata, en presente. El objeto conocido no se da después de larga espera, no hay un tiempo que se requiera
«mientras» se está «construyendo» el objeto anhelado. Cuando se ejerce el acto de conocimiento se posee
inmediatamente el objeto conocido, es decir, junto con el acto se da su objeto. Aristóteles sostenía que al ver se
tiene lo visto, al entender se tiene lo entendido. Ese tener es la posesión.

Por otra parte, el objeto conocido poseído es intencional. La partícula «in» puede tener dos significados:
in de estar (dentro), y también: in en sentido direccional. En este sentido se puede decir que la in-tentio significa
que se ha llegado ya al objeto conocido, o que lo conocido está en el conocer. Por ello la intencionalidad es
considerada «desde» el objeto conocido. De otro modo: en el conocer, lo remitente o intencional es lo conocido,
no el acto de conocerlo.

La intencionalidad es una remitencia, un camino interiormente transitado. Se forma entendiendo y se


entiende formando. La intencionalidad es un remitir de lo formado en el acto cognoscitivo a la forma en la
realidad. Cuando conocemos a través de los sentidos externos, formamos una ‘especie impresa’ que, digámoslo
así, es una forma cuya «cartulina» es el órgano de la facultad (como vimos al hablar del conocimiento sensible,
éste tiene una base orgánica), pero esa forma conocida por el acto de sentir es asimismo intencional.

El objeto conocido es pues una ‘intentio’. Un símbolo de la intencionalidad es la de una fotografía


separada de la cartulina. Sin embargo, para entender la intencionalidad, es preciso no cosificarla. El objeto
conocido no es una cosa; es la forma inteligida en la que no hay un detrás y un delante cósico, sino que es un
«desde»; el objeto conocido remite, de manera que no se ve sino según el objeto, intencionalmente. Por otra
parte, tener en cuenta este principio ayuda a no caer en el idealismo, ya que el objeto conocido es intencional,
no es real como lo está la realidad fuera de nosotros mismos.

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b. Se da una jerarquía entre los actos cognoscitivos

Se podría decir que la realidad «se entrega» según el tipo de acto cognoscitivo realizado: «Tanta
operación de conocer, tanto de conocido». Si uno ejerce un acto de conocimiento de poco nivel, el conocimiento
de la realidad se limita a ese nivel. Si uno ejerce un acto cognoscitivo de mucha intensidad, de más alto nivel, lo
obtenido es superior, es un conocimiento más profundo de la realidad.

Metafóricamente hablando cabe decir que el acto de conocer es como una llave con la que se abre la
puerta (inteligencia) que nos hace accesible la posesión de la realidad. No hacemos nada en la realidad, no la
violentamos, no construimos el objeto conocido, ni la verdad, a nuestro capricho o según nuestro deseo, sino
que la realidad está ahí fuera de nosotros, con toda su riqueza; en todo caso lo que hacemos es descubrirla, pero
no la construimos.

Las operaciones cognoscitivas no son todas iguales. Con unas se conoce más que con otras. Unos actos
son más intensos o tienen mayor alcance que otros. Con la abstracción intelectual se conoce más que con la
vista, y con ésta se conoce más que con el oído. Según el profesor Leonardo Polo, en el caso del conocimiento
humano las ventajas de la jerarquía son también netas. Es más ventajoso que en un hombre su inteligencia sea
más alta que su imaginación, y que su imaginación sea más alta que la simple sensación. Si la sensación fuese
igual que la inteligencia, ésta sobraría.
Insistimos que el ser humano no conoce con una sola operación cognoscitiva, sino que cada vez se puede
profundizar más, explicitar lo abstraído, juzgar, razonar, etc. Nos hemos referido en el apartado anterior a que el
objeto conocido, intencional, se da según el tipo de operación ejercida. Pero hay muchos actos cognoscitivos, e
incluso por encima de las operaciones intelectuales están los hábitos intelectuales, que son actos superiores a las
operaciones, ya que, en definitiva, la objetividad es aspectual, no agota la realidad.

El criterio de diferenciación de las operaciones es jerárquico. No es sólo que la inteligencia se extienda a


más cosas que la sensibilidad, sino que va más al fondo: conoce más, pero el «más» del conocimiento no es
cuantitativo. El crecimiento se produce por la perfección del acto. Tal perfección no va en detrimento de la
distinción, porque el acto no se reparte.

La mayor perfección de la inteligencia no le quita nada a la perfección de la vista. La vista no puede


decirle a la inteligencia: «Tú eres más y por eso me ofendes». La inteligencia le diría a la vista: «si tú no eres
menos, no eres vista». Cada una con su alcance, aunque estableciendo diferenciaciones y jerarquía. Así, es
posible contestarle al relativista, que sostiene que cada uno tiene “su verdad”, y ayudarle a darse cuenta que lo
que ocurre es que “su verdad” está constituida por tal y tal tipo de actos cognoscitivos y que con ésos sólo le
alcanza para captar tales aspectos de la realidad, pero que hay otros tipos de actos cognoscitivos con los que es
posible obtener más niveles de verdad, de manera que si se anima a realizarlos puede llegar a tener “más”
verdad.

Lo que sucede es que, a menudo, el relativismo es cómplice de la superficialidad. Lo que nos pasa es que
no nos atrevemos a pensar, a profundizar, y nos quedamos sólo al nivel del conocimiento sensible, y
‘funcionamos’ sólo con meras representaciones de la realidad. La verdad, como hemos dicho, no es una dama
fácil, sino que conserva su legítimo derecho a ser conquistada por el ejercicio de actos intelectuales de mayor
jerarquía.

Por otra parte, ayudar a aclararse en este sentido es de gran provecho. A veces, uno puede decirle a un
alumno, “dime lo que estás pensando”, y si nos dice “estoy pensando tal hecho, o tales personas, o lo que haré
al regresar a casa”, hay que decirle que eso no es pensar, que está sólo con imágenes, con representaciones, que
está ejerciendo unas operaciones distintas a las propias de la inteligencia, que tiene todo el derecho a hacerlo,
pero que eso no es pensar.
Es preciso entender la superioridad del conocimiento intelectual sobre el meramente sensible, lo cual no
quiere decir denigrar a éste último, ni tampoco que no éste no sea importante, porque lo es (como lo hemos
considerado en el capítulo anterior al tratar sobre la mirada humana, la imaginación, la cogitativa). Sin embargo,
con la misma insistencia hay que decir que tal conocer no basta, porque está limitado por su propio alcance. Se
precisa ir a más y progresar en la posesión de la verdad.
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La abstracción es una operación intelectual por la cual se articula el conocimiento sensible con el
intelectual. Esta operación fue formulada primero por Aristóteles y reafirmada luego por Tomás de Aquino,
pero ha sido olvidada por la mayoría de los filósofos modernos. Para formularla, se precisa partir de que es
posible obtener formas inteligibles a partir de las imágenes obtenidas de la realidad.

Si no se acepta que ésta es cognoscible intelectualmente, y si no se cuenta con que la inteligencia tiene
esa capacidad de iluminar las imágenes presentadas por la sensibilidad interna, entonces no es posible formular
el acto de abstraer. Con la abstracción se conoce la quidditas o naturaleza de la realidad, se abstrae una forma
inteligible, aunque todavía en esta operación no se afirme ni se niegue nada de ella.

Según la sentencia clásica «nada es conocido por la inteligencia si antes no ha pasado por los sentidos»;
por tanto, la abstracción se hace a partir de una primera fase del conocimiento humano que es sensible. En esa
primera fase, en la que intervienen los sentidos, especialmente los internos, se capta una imagen sensible,
llamada también fantasma, la cual es concreta, singular y tiene caracteres relacionados con lo material.

¿Cómo se pasa de lo sensible y concreto a lo intelectual y abstracto? Según Aristóteles la inteligencia es


una facultad que pasa a acto mediante el intelecto agente. La noción de intelecto agente tiene como señalamos
al comienzo, un lugar central en la formulación de la abstracción por Aristóteles. El intelecto agente es, como
decíamos, el que hace (agens: agente; agere: hacer) inteligibles las imágenes. El intelecto agente es el que va a
«desparticularizar» la imagen sensible, obtenida en el conocimiento sensible, abstrayendo de ella su forma
inteligible que es necesaria, permanente. ¿Cómo hace esto el intelecto agente? Iluminando la forma sensible. El
conocimiento, según Aristóteles es, tal como señalamos anteriormente, un acto que obtiene su fin con sólo
ejercerse. Al conocer se tiene lo conocido, inmediatamente, sin treguas. Por eso, el Estagirita llamó al
conocimiento: práxis teléia: un acto (praxis) que en su propio ejercicio obtiene su fin (telos). Uno no conoce y
en un segundo momento se le entrega la forma conocida, sino que ésta ya es poseída en el acto de conocer.

Por ello, una vez que mediante el conocimiento sensible se posee la imagen sensible, ésta es
«desparticularizada» por la acción del intelecto agente que actúa sobre ella, iluminándola. Por medio de su luz
del intelecto agente puede «leer», conocer. El resultado de esa operación iluminante es la forma inteligible
abstracta, que se obtiene inmediatamente, con la operación de abstraer. En esta operación, el intelecto va más
allá del conocimiento sensible, ya que capta la forma de alcance universal. La realidad tiene la posibilidad de
ser conocida intelectualmente, de manera que conoce formando y formando conoce. Sin embargo, con esta
operación no se agota el conocimiento, se precisa avanzar. Cuando se obtiene una forma inteligible abstracta no
se posee una verdad absolutamente. La verdad no se adquiere de una vez, con un solo acto, sino que el saber es
incrementable. Uno puede ejercer un acto intelectual y hacerse con la forma inteligible, pero aún así no ha
agotado el conocimiento de la realidad. Tomás de Aquino, solía decir que ‘hay más realidad en una mosca que
en la cabeza de todos los filósofos’, lo cual significa que la realidad tiene una riqueza muy grande y que nuestro
conocimiento de ella nunca es exhaustivo, nunca la agota por completo, siempre se pueden ejercer más y
mejores actos.

Además, de acuerdo con la propuesta del filósofo Leonardo Polo, el conocimiento humano no sólo es
operativo sino habitual. El hábito es un acto intelectual que, a diferencia de la operación, no conoce objetos sino
que conoce la operación. Así, podemos ejercer un acto cognoscitivo como es la abstracción, pero también
podemos realizar un acto por el que se conozca la operación de abstraer, con lo cual tenemos el hábito
abstractivo, que es superior a la simple operación de abstraer, ya que la conoce; se trata de un acto que conoce
el acto de abstraer, no la forma inteligible. Esto constituye un avance importante en el conocimiento.

A partir del hábito abstractivo es posible considerar al abstracto de dos maneras: se puede «devolver» el
abstracto a la realidad, comparándolo con ella, y entonces se habla de abstracción total, y se puede considerar al
abstracto según su misma condición de abstracto, para lograr formar ideas cada vez más generales que engloben
diversos abstractos, y en este caso se trata de la abstracción formal. Si se prosigue conociendo a partir de la
abstracción formal se obtienen nociones como la definición (el género, la diferencia específica, etc.), y se
realizan operaciones como, la atribución lógica, el raciocinio lógico, etc. En esta vía se encuentran ciencias
como la lógica. La generalización es aquí una operación muy importante, ya que cada vez se busca formar ideas
más generales, pero esto supone una abstracción formal cada vez más compleja. En esa línea se puede proseguir
indefinidamente y, sin embargo, no es posible encontrar por ahí las causas (de nivel racional) de la realidad
física. Siguiendo esta vía tampoco se pueden conocer las realidades espirituales, tales como la de Dios, por
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ejemplo. Si un físico-matemático quiere encontrarse con Dios a través de generalizaciones es muy difícil que lo
conozca. Evidentemente, Dios es más que una simple generalización.

La misma realidad física, aún cuando sea de mucha utilidad estudiarla matemáticamente, no se puede
reducirla a sólo esa consideración. Por la vía de la abstracción formal no se conoce la realidad física. Para
lograrlo se precisa de la vía racional, que sigue a la abstracción total, la cual va la realidad física tal como ésta
es, a su esencia, y no se queda en sus formas accidentales. En esta vía se encuentran ciencias como la física
racional, la biología, etc. A través de los actos intelectuales correspondientes se puede conocer la esencia del
universo. Para conocer la realidad física en este nivel, se precisa acudir al conocimiento de sus causas: 1)
material y formal en el caso de las ‘sustancias naturadas’, 2) la material, formal y eficiente en el caso de las
‘naturalezas’ y seres vivos, 3) la material, formal, eficiente y final, para acceder a la ‘esencia’ del universo. Esa
indagación supone ejercer otras operaciones racionales superiores: conceptualizar, juzgar y fundamentar. Por
medio de esta vía racional se va profundizando en lo que el abstracto guarda implícitamente.

Al conceptualizar se puede conocer la materia y la forma y desde aquí se puede ver la extensión universal
del concepto. El universal es el “uno” de la forma en los “muchos” que son los individuos de la realidad. Así se
puede conocer la idea de mesa en las muchas mesas que existen, en la mesa que tengo delante, y en otras
muchas más.

Siendo importante el conceptualizar, se puede proseguir, viendo la semejanza entre lo concebido y lo real,
y entonces se precisa de un acto posterior: el juicio, por medio del cual se puede ver una relación básica: la de la
sustancia con los accidentes, pero atendiendo a lo real, de modo que sólo se une y separa lo que está unido o
separado en la realidad. Como ésta es temporal, entonces se recupera el tiempo, así se puede decir: la vaca
come, o puede decir: la vaca comió. Por otra parte, es preciso diferenciar el plano lógico del propiamente
racional, porque hay juicios lógicos como ‘todo A incluye todo B’, y reales como ‘el perro corre’.

Se puede tratar de ver la relación de los movimientos que se conocen en los actos de juzgar. Tales
movimientos son de las sustancias naturales. Si se ve su relación, se puede conocer el orden del universo, la
causa final. Según Aristóteles, la ‘epagogé’ es el conocimiento que pone en marcha la investigación partiendo
de un dato relevante, al cual se le sigue «la pista», advirtiendo sus relaciones con otros datos pertinentes e
igualmente relevantes, con lo cual se va consiguiendo un saber sistémico, abierto siempre a nuevos
descubrimientos de la realidad, que contribuyen a incrementar el conocimiento racional.

Además, es claro que el juicio de la vía racional no es el juicio de la vía de la abstracción formal, no es el
juicio lógico; sin embargo, no tienen por qué ser opuestos, son sólo distintos de manera que se pueden
complementar. Así por ejemplo, a menudo podemos recurrir a la deducción lógica, podemos ir de los
enunciados generales a las conclusiones particulares. Aunque el conocimiento lógico no baste para conocer la
esencia del universo, menos la de la naturaleza y esencia del ser humano, sin embargo, es de gran ayuda en el
conocimiento intelectual. Así, por ejemplo, los profesores que tenemos alumnos adolescentes, solemos decir
que si ya conseguimos que los alumnos establezcan bien la famosa ‘regla de tres’ en sus razonamientos, o con
que sólo sepan razonar lógicamente, nos ponemos contentos. Parece una broma, pero no lo es.

El razonamiento lógico básico de “Si A es igual a B, y B es igual a C, entonces A es igual a C”, parece
fácil de hacer, pero los hechos nos dicen que actualmente los alumnos encuentran gran dificultad para ejercerlo.
Evidentemente, no trataremos ahora de cuestiones de desarrollo intelectual en los alumnos, pero el hecho
anotado nos advierte que las operaciones lógicas no son nada despreciables, aunque no lleguen a la profundidad
que nos da la prosecución racional, la cual nos lleva al conocimiento de las esencias de la realidad.

Al ejercerse el acto de juzgar racional se pone uno en condiciones de adquirir el conocimiento de las
causas: material, formal, eficiente y final. De esta manera no se conocen objetos pensados, ideas, sino las causas
de la realidad física; no es un conocimiento que posea objeto intencional, ya que ninguna de las causas es un
objeto pensado, sino principios reales.

Por otra parte, todo juicio lógico tiene que confrontarse con la realidad; es lo que hace posible distinguir
un juicio verdadero de un juicio falso. Así por ejemplo, si decimos el hombre es insectívoro, estamos haciendo
un juicio falso, no en el sentido lógico, sino en sentido real, porque realmente los seres humanos no nos
alimentamos de insectos.
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A través del conceptualizar y del juzgar racional se pueden conocer las sustancias, las naturalezas y hasta
la esencia del universo; sin embargo, todavía se puede tratar de hacer su fundamentación racional. Además, la
esencia del universo se puede conocer operativamente; pero no así el acto de ser del universo, el cual, por
ejemplo, no se puede captar por abstracción, ya que del acto de ser no tenemos una imagen a partir de la cual
abstraer. El acto cognoscitivo por el que conoce el acto de ser del universo no es objetivo, es habitual. Se trata
del hábito de los primeros principios, porque los actos de ser son primeros principios. No podemos detenernos
ahora en el hábito de los primeros principios, pero sí lo dejamos indicado, ya que conocer el ser del universo
físico es de gran importancia en antropología, porque ayuda a una diferenciación del ser personal con el ser del
universo.

A pesar de que el ser humano puede realizar muchos actos para hacerse con la verdad, sin embargo,
actualmente estamos pasando por una crisis de la razón, que se ha ido acentuando cada vez más. Hoy, hemos
desistido del afán de conocer la verdad, pero así los problemas presentes no sólo no se solucionan, sino que se
hacen cada vez más inabarcables. Lo que sucede es que no nos atrevemos a pensar intensa y profundamente.

Como acabamos de ver, la realidad sólo se entrega si realizamos los actos de conocimiento
correspondientes, capaces de medirse con ella, y esos actos de conocimiento son muchos, no bastan sólo las
meras representaciones, ni los planteamientos reductivos. Se precisa de planteamientos potentes, capaces de
integrar el saber humano, especialmente los diferentes niveles de conocimiento que se dan en las diferentes
ciencias. Sólo este esfuerzo de integración nos llevará a superar la crisis actual. De lo contrario, seguirán
haciéndose más hondos el escepticismo, el relativismo, etc. El escepticismo es una corriente epistemológica que
viene desde tiempos antiguos y que niega la posibilidad de alcanzar la verdad. Debido a que considera que nada
se puede afirmar con certeza, sostiene que más vale refugiarse en una «epojé» o abstención del juicio. En rigor,
el escéptico tendría que callarse, pues no puede pretender que la afirmación que defiende pueda ser verdadera si
de antemano niega la posibilidad de alcanzar la verdad.

Sin embargo, no hay sólo un escepticismo estricto, sino que hay distintos modos de ser escépticos, y los
argumentos son también muy variados. Estos se pueden centrar básicamente en algo que es evidente: las
contradicciones de los filósofos y la diversidad de las opiniones humanas. Sin embargo, esto no puede ser
motivo de escándalo, ya que se puede ver que, a pesar de tales diferencias, las personas pueden llegar a un
acuerdo en algunos principios fundamentales sobre la realidad y, asimismo, se pueden integrar los diversos
actos cognoscitivos. Ni siquiera la experiencia de los errores particulares puede llevar que uno desista de buscar
la verdad. El error sólo es posible si existe la verdad. En definitiva, los escépticos alegan la relatividad del
conocimiento. Sin embargo, se puede recordar que, si bien cada persona puede aproximarse más o menos a la
realidad, ésta no cambia por ello, ni tampoco su posibilidad de ser conocida cada vez mejor, como ya hemos
visto anteriormente.
El que haya operaciones racionales con las que se conozca más que otras, no puede producir desconcierto,
sino al contrario, un gran optimismo. Con unas operaciones se conoce más que con otras, lo que se obtienen son
objetos diferentes en cada acto de conocer; sin embargo, el conocimiento siempre está referido a la realidad.

Por su parte, las corrientes materialistas y empiristas han hecho muchos estragos en lo que se refiere al
conocimiento de la verdad, precisamente porque caen en un reduccionismo, pues tienen una concepción parcial
del conocimiento, y dejan de lado la abstracción y, en general, la distinción y jerarquía entre los actos de
conocimiento. Reducen el conocimiento al nivel meramente sensible, de manera que consideran que sólo es
verdad lo captado por los sentidos. Entonces, todo conocimiento sería sensación, y toda sensación radicalmente
contingente, relativa y, por consiguiente, incierta. Frente a la corriente relativista se puede argüir de diferentes
maneras, especialmente si, como ya hemos visto, se explica sus confusiones a través de la jerarquía de cada uno
de los actos de conocimiento; pero en definitiva, se puede recordar que si se acepta que es verdadero lo que a
cada uno le parece verdadero, con esto se niega su propio postulado, ya que su contrario sería también
verdadero. El relativismo tiene varias modalidades. Estas corrientes gnoseológicas todavía tienen vigencia y se
expresan en los conocidos versos:
“Nada es verdad,
nada es mentira,
Todo es del color

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del cristal con que se mira”.

Pero, además de que la única operación cognoscitiva no es el mirar, tenemos que recordar que si cada uno
tiene «su verdad», distinta y hasta contradictoria, hemos destrozado la posibilidad de alcanzarla. En definitiva,
lo que no se puede hacer es reducir todo el conocer a un solo tipo de acto sensorial. Como sabemos, el
conocimiento no se reduce a mirar, ni la realidad al color, ni el acto de conocer necesita de ningún cristal.

Lo funesto de todos esos planteamientos es que impiden alcanzar la verdad. La comunicación se hace
entonces imposible, ya que cada uno se aísla en su «propia verdad». Este aislamiento acompaña al hombre que
se aventura en estos caminos, ya desde su inicio. Así, por ejemplo, con el nominalismo tardomedieval, y ya
antes con la sofística, empieza el ser humano a experimentar esta soledad. Si, como sostiene el nominalismo, las
palabras son «vacías», si no tienen una referencia segura a la realidad, hay que quedarse sólo con lo singular,
con lo individual, con los simples hechos que son lo más mostrenco de la realidad; lo que se puede obtener ahí
son datos aspectuales de la realidad, pero si ésta es sólo aspectual, nos hemos introducido en un conocimiento
bastante limitado.

Sin verdad no hay comunicación, ni es posible el diálogo humano. Sólo hay comunicación verdadera en
términos de verdad; de lo contrario, cada uno se queda encerrado, aislado, en su propio parecer.

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