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CAPÍTULO 2

La oración: el latido
del reavivamiento

L
os adolescentes tienen una manera de sorprendernos con pregun-
tas incisivas. Las que me hizo Juan realmente me sorprendieron.
“Pastor, ¿cuánto tiempo duran sus oraciones? Quiero decir, ¿cuán-
tas horas por día pasa usted con Dios?”
Me pregunto si Juan juzgaría mi espiritualidad por la cantidad de tiem-
po que pasaba orando. Pero mi joven amigo realmente me hacía una pre-
gunta mucho más profunda que la del tiempo. Estaba preguntando:
“¿Cómo puedo conocer a Dios? ¿Cómo puedo experimentar su presencia y
poder en mi vida? ¿Cómo puedo tener una relación significativa con él?”
La Biblia presenta a un Dios que desea conocernos más de lo que noso-
tros anhelamos conocerlo a él. Su corazón ansia tener una relación con sus
hijos perdidos. Cuando nos arrodillamos en oración, estamos arrodillán-
donos delante del Dios omnisciente del universo, pero también nos arrodi-
llamos delante de aquel que anhela gozar del compañerismo de nuestra
presencia.
Elena de White lo dice de esta manera: “Orar es el acto de abrir nuestro
corazón a Dios como a un amigo. No es que se necesite esto para que Dios
sepa lo que somos, sino a fin de capacitarnos para recibirlo. La oración no
baja a Dios hasta nosotros, antes bien nos eleva a él” (El camino a Cristo, p.
92). Esta declaración tiene dos puntos especialmente importantes acerca de
la oración. Primero, no es un asunto de registrar cuánto tiempo estamos
orando. Es un asunto de una relación con un amigo, y los amigos pasan
tiempo juntos porque están contentos de estar el uno con el otro. Habiendo
dicho esto, sin embargo, debemos admitir que la consistencia en nuestra
vida de oración es sumamente importante. Es difícil mantener una relación
estrecha con alguien con quien raramente pasamos tiempo juntos. Jesús
revistió su vida con oración (ver, por ejemplo, Marcos 1:35; Lucas 5:16). Pa-

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só tiempo con su Padre.
¿Cuánto tiempo oro? Yo no evalúo mi vida de oración por la cantidad
de minutos u horas que paso orando. Lo evalúo o mido por la manera en
que afecta mi relación con Dios. Mi meta es entrar a la presencia de Dios
cada día. El tiempo que paso en mis devociones varía. La pregunta crítica
no es: “¿Cuánto tiempo pasé orando hoy?”, sino: “¿He tenido comunión
con Dios hoy?” El reavivamiento trata de conocer a Dios. Trata de tener
una relación significativa con él mediante la oración, el estudio de la Biblia
y la testificación. Sin oración ferviente y sincera no puede haber reaviva-
miento.
Alfred Lord Tennyson estaba en lo cierto cuando dijo: “Más cosas se lo-
gran con la oración de lo que este mundo sueña”. Los grandes reaviva-
mientos de los cuales nos habla la Escritura fueron concebidos mediante la
oración. El Antiguo Testamento registra oraciones en las que Moisés, Da-
vid y Daniel rogaron poder de lo alto al Todopoderoso. La vida de oración
de Jesús revela su constante dependencia de su Padre celestial. Los evan-
gelios indican que cuando él estaba de rodillas y solo con el Padre recibía
mayor poder. Y aun una lectura superficial del libro de los Hechos revela
que los creyentes del Nuevo Testamento creían que podían penetrar en los
cielos sobre sus rodillas, procurando el derramamiento del Espíritu Santo.
Más cerca de nuestro tiempo, Elena de White escribió acerca de la fer-
viente intercesión que ocurrió cuando se encontró con otros pioneros ad-
ventistas para buscar la verdad. “En nuestras reuniones importantes”, es-
cribió, “estos hombres se reunían y buscaban la verdad como a tesoros es-
condidos. Me encontré con ellos, y estudiamos y oramos fervientemente;
porque sentíamos que debíamos aprender la verdad de Dios. A menudo
permanecíamos juntos hasta tarde en la noche, y a veces durante toda la
noche, orando por luz, y estudiando la Palabra. Al ayunar y orar, vino so-
bre nosotros gran poder” (Manuscript Releases, tomo 3, p. 207). Estos fieles
hombres de Dios reconocían que podían conocer a Cristo y su verdad y vi-
vir los principios de su reino solamente cuando dependían absolutamente
de Dios.

Un reconocimiento de nuestra necesidad


La oración es un reconocimiento de nuestra necesidad. Por medio de la
oración abrimos nuestros corazones para recibir las bendiciones del Cielo.
No es la renuencia de parte de Dios lo que refrena el derramamiento de su
Espíritu Santo sobre nosotros. Lo que estorba su liberación es nuestra falta
de preparación para recibir el don celestial. En nuestros momentos de ora-
ción, el Espíritu Santo nos convence de actitudes y acciones que impiden

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su poderoso derramamiento en nosotros. Cuando oramos, nuestros cora-
zones están abiertos a todo lo que Dios quiere hacer por sus hijos.
El predicador del siglo XIX Leonard Ravenhill lo dijo de este modo: “El
verdadero reavivamiento cambia el clima moral de una región o una na-
ción. Sin excepción, todos los reavivamientos verdaderos del pasado co-
menzaron después de años de intercesión agonizante, que sacude la Tierra,
que roba del infierno y es enviada por el Cielo”.
R. A. Torrey fue un poderoso predicador de reavivamiento a fines del
siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Realizó reuniones de reavi-
vamiento en Gran Bretaña entre 1903 y 1905, y en los Estados Unidos en
1906 y 1907. Lamentando lo ocupados que estaban los cristianos, declaró:
“Estamos demasiado ocupados para orar, por ello estamos demasiado
ocupados para tener poder. Tenemos mucha actividades, pero realizamos
poco; muchos servicios, pero pocas conversiones, mucha maquinaria pero
pocos resultados”.
La oración fue la base de las hazañas de fe registradas en el libro de He-
chos. Los discípulos se reunieron durante diez días, en los cuales buscaron
fervientemente la promesa del Espíritu Santo (Hechos 1:14). Y entonces
tres mil conversos se unieron a ellos, y “perseveraban en la doctrina de los
apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan, y en
las oraciones” (Hechos 2:42).
La iglesia temprana eligió diáconos de modo que los apóstoles pudie-
ran persistir “en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hechos 6:4).
Cuando Pedro oró, Dios abrió un camino para que la iglesia primitiva al-
canzara a los gentiles. Y cuando la iglesia entera intercedió, él fue mi-
lagrosamente liberado de la prisión (ver Hechos 10 y 12).
La experiencia de los discípulos con la oración en el aposento alto los
lanzó a una vida de oración que continuó durante todo el ministerio de los
creyentes como lo registra el libro de Hechos. Por medio de la oración,
desarrollaron corazones confiados. Por medio de la oración, aprendieron a
depender del Todopoderoso. Por medio de la oración, reconocieron sus
debilidades y buscaron fortaleza. Por medio de la oración, admitieron su
ignorancia y procuraron la sabiduría de Dios. Por medio de la oración, los
discípulos reconocieron sus limitaciones y clamaron a Dios por el poder
suficiente para todo. Lo ocurrido en el día de Pentecostés fue el resultado
de la intercesión sincera.
El libro de los Hechos describe a los creyentes como llenos de poder de
lo alto. El Espíritu Santo fue derramado de una manera singular. Los cora-
zones eran tocados. Las vidas cambiaban. El evangelio penetraba en los
lugares más difíciles, y decenas de miles de personas se convirtieron. He-
chos capítulo 2 dice que tres mil fueron añadidos a la iglesia (vers. 41); He-

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chos 4:4 registra que creyeron cinco mil hombres; y si añadimos las muje-
res y los niños, el número ciertamente debe haber estado entre quince y
veinte mil. Aun muchos de los dirigentes religiosos que no habían acepta-
do abiertamente a Jesús durante su vida terrenal “obedecían a la fe” (He-
chos 6:7).
La historia de este crecimiento fenomenal sigue en Hechos 9, donde
leemos que las iglesias “por toda Judea, Galilea y Samaria” iban “cre-
ciendo en número” (versículo 31, NVI). Y entonces, como Jesús había di-
cho, el evangelio que comenzó en la Tierra Santa comenzó a traspasar lími-
tes culturales y geográficos mayores. Hechos 8 nos cuenta la historia del
bautismo del tesorero de Etiopía, y en un informe más extenso, Hechos 10
y 11 nos presenta la conversión del centurión romano Cornelio y su fami-
lia, y el impacto que tuvo sobre la iglesia naciente.
Así, Hechos nos cuenta la historia del crecimiento de la iglesia. El pri-
mer capítulo registra que después de la ascensión de Jesús unos treinta
años de comenzado el siglo I d.C., unos ciento veinte creyentes se reu-
nieron en el aposento alto (versículo 15). Los mejores cálculos son que para
el fin del primer siglo, unos setenta años más tarde, había por lo menos un
millón de cristianos en el Imperio Romano. Es un crecimiento notable se-
gún cualquier norma.

Con corazones abiertos


Por medio de la oración, abrimos nuestros corazones a todo lo que Jesús
tiene para nosotros. Desnudamos nuestras almas para recibir la plenitud
de su poder. Una de las principales características de las relaciones salu-
dables es la comunicación: las personas que se interesan unas por otras
quieren hablar entre sí. Eso también es cierto de nuestra relación con Dios:
si nos interesamos en Dios y creemos que él se interesa en nosotros, desea-
remos comunicarnos con él así como lo haríamos con cualquier otro amigo
cercano o compañero. El aposento alto fue un lugar de comunión con Dios,
un lugar donde los discípulos oraron individualmente y en conjunto en la
oración corporativa. Ellos “se reunían para presentar sus pedidos al Padre
en el nombre de Jesús. Sabían que tenían un Representante en el Cielo, un
Abogado ante el trono de Dios. Con solemne temor reverente se postraron
en oración, repitiendo las palabras impregnadas de seguridad: ‘Todo cuan-
to pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis
pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cum-
plido’ Juan 16:23, 24” (Los hechos de los apóstoles, p. 28).
Tenemos el mismo Representante en el Cielo como lo tuvieron los pri-
meros discípulos. Él nos invita, como a ellos, a llevar nuestras cargas a él.

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Tenemos el mismo Amigo ubicado en el trono de Dios. Nos insta, como lo
hizo a quienes lo sirvieron hace dos mil años, a presentar los deseos de
nuestros corazones a él. También nosotros podemos reclamar sus prome-
sas. También nosotros podemos extender la mano de nuestra fe cada vez
más alto. También nosotros podemos pedirle que nos otorgue el más pre-
cioso don del Cielo, el Espíritu Santo.
Vivimos en una hora especial de la historia humana. Todo el cielo nos
invita a aferramos de las promesas del Todopoderoso. Dios ansia hacer al-
go especial por su iglesia ahora. Nos invita a buscarlo con todos nuestros
corazones para recibir el poder de su Espíritu Santo en la lluvia tardía que
nos capacitará para terminar la obra que nos comisionó hacer. Las prome-
sas de nuestro Señor son tan ciertas hoy como lo fueron hace dos mil años.
Si cumplimos las condiciones, él responderá desde el cielo. Él se ha com-
prometido a darnos lo que debemos tener para llevar adelante esa tarea.
Cuando nos arrodillamos delante de él cada mañana, podemos reclamar
su promesa de que nos dará el poder refrescante y renovador de su Espíri-
tu.
Aquí hay otra promesa alentadora que podemos reclamar por fe al orar:
“Mañana tras mañana, cuando los heraldos del evangelio se arrodillan de-
lante del Señor y renuevan sus votos de consagración, él les concede la
presencia de su Espíritu con su poder vivificante y santificador. Y al salir
para dedicarse a los deberes diarios, tienen la seguridad de que el agente
invisible del Espíritu Santo los capacita para ser colaboradores de Dios”
(Los hechos de los apóstoles, pp. 46, 47).
La oración hace una diferencia. Por medio de la oración entramos en
comunión con Jesús y somos llenos de su Santo Espíritu. La vida de Jesús,
su ejemplo, revela la necesidad de vivir nuestras vidas en comunión conti-
nua con Dios. Aprendemos de su vida de oración lo que realmente signifi-
ca conocer a Dios.

La vida de oración de Jesús


Jesús es nuestro gran modelo de intercesión. Regularmente se apartaba
a lugares tranquilos donde podía orar. Oraba pidiendo fuerzas para afron-
tar los desafíos del día. Rogaba a su Padre pidiendo fuerzas para vencer las
tentaciones de Satanás. El Evangelio de Marcos menciona una de esas se-
siones matinales de Jesús: “Levantándose muy de mañana, siendo aún
muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35).
Si Jesús, el divino Hijo de Dios, pensó que necesitaba orar, ¿cuánto más ne-
cesitamos nosotros obtener lo que la oración suministra?
Nuestro Señor reconoció que la fortaleza espiritual viene por medio de

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la oración. Lucas escribió: “Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba”
(Lucas 5:16). Jesús no oraba solo ocasionalmente, meramente cuando sur-
gía una necesidad o problema. La oración era parte vital de su vida. Era la
clave para mantenerse conectado con el Padre. Era la esencia de una espiri-
tualidad vibrante. La vida de oración de Jesús le daba valor y fortaleza pa-
ra afrontar la tentación. Salía de esas sesiones de oración refrescado espiri-
tualmente y con un compromiso renovado de hacer la voluntad del Padre.
Al describir uno de esos momentos de oración, Lucas nota que mientras
“oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y res-
plandeciente” (Lucas 9:29), Jesús irradiaba la fuerza que proviene de mo-
mentos pasados en la presencia de Dios mediante la oración. Si Jesús, el
divino Hijo de Dios, consideraba que el tiempo en la presencia de su Padre
era esencial para vencer las fieras tentaciones de Satanás, ¡solo podemos
imaginar cuánto mayor es nuestra necesidad!
Jesús nunca se consideró demasiado ocupado como para orar. Nunca
pensó que su agenda estaba tan llena que no tenía tiempo para tener co-
munión con su Padre. Nunca sintió que tenía tanto que hacer que debía en-
trar en ella corriendo y luego salir de la presencia de su Padre.
Jesús salía de los momentos íntimos pasados con Dios reavivado espi-
ritualmente. Estaba lleno de poder porque se tomaba tiempo para orar.
“Cristo estaba continuamente recibiendo del Padre para poder comu-
nicarlo a nosotros. ‘Las palabras que oís’, dijo, ‘no son mías, sino del Padre
que me envió’. ‘El Hijo del hombre vino para servir, no para ser servido’.
Vivió, pensó y oró, no para sí mismo, sino para otros. De las horas pasadas
con Dios salía mañana tras mañana, para llevar la luz del Cielo a los hom-
bres. Diariamente recibía un nuevo bautismo del Espíritu Santo. En las
tempranas horas de un nuevo día el Señor lo despertaba de su sueño, y su
alma y sus labios eran ungidos con gracia, para que pudiera impartirla a
otros” (Review and Herald, 11 de agosto de 1910).
El Evangelio de Marcos nos da algunas otras percepciones importantes
de la vida de oración de Jesús. “Levantándose muy de mañana, siendo aún
muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Marcos 1:35).
Hay dos cosas específicas que notar en este pasaje. Jesús tenía un tiempo
para orar, y un lugar para orar. No dejaba su vida de oración al azar.
La mayoría de nosotros tenemos una hora para comer. ¿Tenemos una
hora regular para pasar con Dios? ¿Un tiempo en el que no permites que
nada te disturbe? ¿Y tienes un lugar donde puedes orar sin ser molestado?
¿Un lugar donde puedes estar solo con Dios?
La Escritura también indica que Jesús a veces oraba en voz alta. Mateo
dice que cuando estaba rogando al Padre pidiendo una manera de evitar el
Calvario, “se postró sobre su rostro, orando y diciendo...” (Mateo 26:39; la

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cursiva fue añadida; cf. versículos 42, 44). Y Hebreos dice que en Getsema-
ní, Jesús ofreció “ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le po-
día librar de la muerte” (Hebreos 5:7; la cursiva fue añadida). Orar en voz
alta concentra nuestros pensamientos y nos ayuda a evitar que nuestras
mentes se distraigan. Por esto Elena de White nos aconseja a aprender “a
orar en voz alta cuando únicamente Dios puede oíros” (Nuestra elevada vo-
cación, p. 132).
No me entiendan mal. Ciertamente hay ocasiones cuando es apropiado
orar en forma silenciosa. A menudo elevo pedidos silenciosos a Dios. Pero
si anhelas una comunión más cercana con Jesús, encuentra un lugar tran-
quilo y derrama tu corazón a él en voz alta.
Cuando oras en voz alta, Jesús se acercará, y todos los ángeles malos
huirán (ver Consejos para la iglesia, p. 582).

Orar juntos
Aunque a veces Jesús oraba solo, había muchas ocasiones cuando ani-
mó a sus discípulos más cercanos a orar con él. (Ver, por ejemplo, Lucas
9:18.) Pedro, Santiago y Juan acompañaron a Jesús al monte de la Transfi-
guración (Mateo 17:1, 2). Y cuando Jesús oró en Getsemaní, los instó a orar
con él (Mateo 26:36, 37, 40, 41; Lucas 22:39-46).
Cuando las personas oran juntas, reciben un poder extraordinario. Jesús
instó a sus discípulos a orar juntos teniendo sus corazones en armonía. Los
amonestó: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuer-
do en la Tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por
mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:19, 20).
La palabra griega traducida “de acuerdo” aquí significa “en completo
acuerdo”. Esta palabra se usaba acerca de diversas voces que se unían en
una sinfonía de canto. Cuando estamos unidos en oración, con corazones
en completo acuerdo, nuestras voces llegan a ser un coro de alabanza que
testifica del poder del evangelio. Esta melodía alegre trae gozo al corazón
de Jesús. Cuando nos unimos en oración, la sólida fe de un miembro com-
pensa la pobreza de otro, la fuerza de uno ayuda a la debilidad de otro, la
mansedumbre de uno equilibra la agresividad de otro, y el poder de uno
ayuda a la fragilidad de otro. Cuando están unidos en oración, los miem-
bros comparten los gozos y las tristezas comunes, las fortalezas y las debi-
lidades, las alegrías y las tristezas.
Cristo promete dos cosas específicas a aquellos que están unidos en
oración. Primero, les promete que cuando nos acercamos a él unidos en
oración con corazones que solo desean su gloria, él responderá. Cuando

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vamos juntos en oración, buscando su voluntad, anhelando conocerlo me-
jor, y pidiendo el derramamiento de su Espíritu sobre nosotros y sobre
aquellos por quienes oramos, él contestará poderosamente. Se realizarán
milagros más allá de nuestra comprensión.
Segundo, Cristo promete que cuando nos acercamos a él con corazones
unidos y en su nombre, él estará en nuestro medio. Esto implica no solo
que la gente que está orando se unirá unos con otros, sino que estarán uni-
dos con Cristo. Estos creyentes que oran están buscando más de su amor;
ansían sentir su presencia; y desean que él sea glorificado por lo que están
pidiendo. Los discípulos de Cristo que oran tienen el gozo de saber que él
está realmente presente con ellos.
Dios respeta nuestra libertad de elección. Aunque obra misericordio-
samente en nuestras vidas aun antes que nos acerquemos a él en oración,
cuando oramos, le damos permiso a nuestro Creador todopoderoso, Re-
dentor amante, y venidero Rey Jesucristo para usarnos para glorificar su
nombre de toda manera que él lo desee.

Material facilitado por RECURSOS ESCUELA SABATICA ©


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