las cartas pedagógicas debían precaverse de presentar ciertos rasgos. Resguardarse de la arrogancia que inti- mida y obstruye la comunicación, de la suficiencia que prohíbe al propio suficiente reconocer su insuficiencia, de la certeza demasiado cierta del acierto, del elitismo teoricista lleno de negativas y mala voluntad contra la práctica o del “basismo” negador de la teoría, del sim- plismo reaccionario y soberbio fundado en la subesti- mación del otro –el otro no es capaz de entenderme–. Así, en lugar de buscar la simplicidad para presentar el tema que me interesa, lo trato en forma casi desdeñosa. Por otra parte, protegidas del simplismo, de la arro- gancia del cientificismo, las cartas deberían transparen- tar la seriedad y la seguridad con las que se escribieron, la apertura al diálogo y el placer de la convivencia con el diferente. Lo que quiero proponer es lo siguiente: que, en el proceso de la experiencia de la lectura de las cartas, el lector o la lectora vayan percibiendo que la posibilidad del diálogo con su autor se encuentra im- plícita en ellas, en la forma curiosa en que él mismo las escribe, abierto a la objeción y a la crítica. Es más, es posible que el lector o la lectora nunca vayan a tener un encuentro personal con el autor. Lo fundamental es, entonces, que la legitimidad y la aceptación de posi- ciones diferentes frente al mundo queden claras. Una aceptación respetuosa. Más allá del tema que debatan estas cartas, deben estar “empapadas” de fuertes convicciones, ya sean explícitas o sugeridas. Por ejemplo, deben reflejar la convicción de que la superación de las injusticias que demanda la transformación de las estructuras inequi- tativas de la sociedad implica el ejercicio articulado de imaginar un mundo menos vergonzoso, menos cruel. Imaginar un mundo con el que soñamos, un