ber usarla, y la mejor manera de aprovechar la fuerza
de mi testimonio como padre es ejercitar la libertad del hijo para gestar su autonomía. Cuanto más las hijas y los hijos vayan convirtiéndose en “seres para sí”, más capaces serán de reinventar a sus padres en lugar de li- mitarse a copiarlos o, a veces, furiosa y desdeñosamente negarlos. Lo que me interesa no es que mis hijos y mis hijas nos imiten como padre y madre, sino que, reflexionando sobre nuestros pasos, den sentido a su presencia en el mundo. Dejarles ver la coherencia entre lo que digo y lo que hago, entre el sueño del que hablo y mi prácti- ca, entre la fe que profeso y las acciones en las que me involucro es la manera auténtica de educarlos, educán- dome a la par de ellos y ellas, con una orientación ética y democrática. En realidad, ¿cómo puedo “invitar” a mis hijos e hijas a respetar mi fe religiosa si, diciéndome cristiano y si- guiendo los rituales de la iglesia, discrimino a los negros, pago mal a la cocinera y la trato con distancia? Por otro lado, ¿cómo puedo conciliar mi discurso a favor de la democracia con los procedimientos antes mencionados? ¿Cómo puedo convencer a mis hijos de que respeto su derecho a manifestarse, si demuestro malestar ante el análisis crítico de uno de ellos que, aún niño, ensaya legítimamente su libertad de expresión? ¿Qué ejemplo de seriedad doy a los niños si cuando suena el teléfono pido a quien atiende que, si es para mí, diga que no estoy? Pero este empeño en favor de la coherencia, de la rectitud, no puede derivar, en lo más mínimo, en po- siciones fariseas. Debemos buscar la pureza, humilde- mente y con esfuerzo, nunca dejándonos envolver en prácticas puritanas o asumiendo actitudes de este tipo. Moral, sí; moralismo, no.