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Aventurando

Por Marbell Martínez Quiroga - 4 de abril de 2020

—Alisté todo por la noche, pero, ¿qué era todo? Unos tres chiros en una caja de

cartón, porque cuando eso qué cuentos de maletas. A la una de la madrugada

pasaba el bus que iba de la vereda al pueblo.

—¿A la una de la madrugada? — Exclamé con sorpresa.

—Sí, a esa hora siempre pasaba.

—Y, ¿la carretera quedaba cerca de la casa?

—Sí, era como decir de aquí a la esquina. ¡Ay Dios mío, yo esa noche no dormí!

¡Qué iba a dormir! Me la pasé fue llorando toda la noche y pensando si irme o no.

Estaba muy asustada. Me puse a imaginar a dónde iba a llegar. Pero me animé

porque yo allá no iba a hacer nada. Mi destino era cocinar y trabajar sin sueldo.

Mis papás no nos apoyaban para salir de allá, para irnos a un lugar mejor.

Siempre metidos allá en la montaña en una escasez, entonces tocaba así: volarse.

Una vecina, Elvira, era la única que sabía que yo me iba a ir. Ella me animaba a

salirme de la casa pero lo hacía con doble intención, creo yo.

—¿Pero usted sabía que iba a llegar a Bogotá? — Le pregunté pensando en la

incertidumbre tan desesperante que habría sentido yo en esa situación.

—¡No! ¡Quéj! ¡Yo ni idea, yo no tenía destino!

—Y ¿Cuántos años tenía?

—18. O sea, eso fue hace ya 50 años. Yo ese día quería decirle a una amiga que

me iba a volar, pero no fui capaz porque yo pensé «si le cuento ella no me deja

ir». Entonces sólo le vendí la gallina que llevaba. 25 pesos me dio —nos reímos al

pensar sobre el tamaño del capital de mi tía—.


Salí a la carretera antesitos de la una. Ahí me encontré con un niño, Eusebio, hijo

de Elvira. Nos subimos al bus. Yo no sabía por qué Elvira mandaba al niño

conmigo, pero después caí en cuenta que tal vez era para que otro hijo de ella,

uno mayor, me recibiera en el pueblo. O sea, yo creo que la vecina me animaba,

pero con la intención de que el hijo mayor hiciera vida conmigo. Eusebio me

dejaría con su hermano —me sentí una vez más decepcionada al confirmar lo

predecible del destino de una mujer.

¡Ay Dios mío! Yo lloré todo el camino, pensaba en mis papás y mis hermanos, en

ellos cuando se despertaran y no me vieran y ¡sin haber dejado ninguna razón!

Cuando llegué al pueblo temprano en la mañana me senté en un barranco a llorar

agachada de la vergüenza y la tristeza. Miraba a veces a la gente pasar. Estaba

yo ahí, esperando a ver qué pasaba. Aventurando. ¡Ay, yo sí es que fui muy

valiente, yo no sé cómo!

Después de estar como media hora ahí se me apareció el ángel de la guarda, digo

yo, porque fue un milagro. Pasó por ahí una china loca cantando, haciendo bulla y

me miró. Me dijo «¿usted qué hace?». Yo como pude le respondí con voz

temblorosa «estoy buscando trabajo». A ella se le iluminó la cara y dijo «¡pues yo

estoy buscando una muchacha para un trabajo en Bogotá! Mire acá tengo la plata

para los pasajes. Tocaría irnos ya».

¡Ay y yo me vine con esa muchacha!... ¡Yo sin saber ni quién sería! Lloré y lloré

todo el camino. Fui muy arriesgada. A veces me vuelven los nervios… —me

estremecí al imaginar sus nervios y recordar las situaciones en las que yo me he

sentido así.
Cuando el niño con el que venía me vio subirme a la flota con destino a Bogotá me

llamaba gritándome. Estaba confundido. Menos mal el hermano no llegó rápido a

donde estábamos si no, tal vez me habría ido con él —¡uff, menos mal! — le dije

imaginando con rabia el caso contrario.

La muchacha y yo llegamos a Bogotá a media tarde. Había un tumulto de gente

que parecía ser una manifestación de Rojas Pinilla. No entendía qué pasaba,

estaba paralizada. Me costaba caminar y no paraba de llorar. La muchacha me

llevaba a empujones y se lamentaba diciendo «Ay, yo me encarté con esta loca».

La primera noche nos tocó ir a quedarnos en la casa del hermano. Cogimos un

bus y nos bajamos en una cafetería, pero, ¡la muchacha no recordaba dónde era

la casa! Me dejó con las dos cajitas de cartón, la de ella y la mía, ahí en la

panadería. Pensé que no volvería. Mientras esperaba la señora de la cafetería me

preguntó qué me pasaba. Yo le dije casi sin poder hablar por un llanto profundo

«es que me volé de la casa, llegué hoy y voy a trabajar». Estábamos ambas

preocupadas porque ya habían pasado algunas horas desde que la muchacha se

había ido entonces me dijo que me daría trabajo en caso de que no regresara. Dijo

que las de mi región éramos muy buenas trabajadoras.

Por fin llegó después de un rato. La señora de la cafetería la interrogó y luego nos

fuimos. Me dijo que yo tenía que dormir debajo de la cama y que no podía hacer

ningún ruido, ni toser porque el hermano era muy bravo. Menos mal yo ya estaba

acostumbrada a dormir en el piso pero pensar en dormir debajo de la cama y sin

poder hacer ruido me dio mucha tristeza y miedo. Ya al otro día me dieron una

aguapanela y me pusieron a envolver caramelos mientras nos íbamos para la

casa donde iba a trabajar.


Y gracias a dios llegué a donde unas viejitas que me trataron muy bien. Digo yo

que ellas me salvaron la vida. Sí, me acogieron y me tuvieron mucha paciencia.

Cuando llegamos a la casa la muchacha entró y le dijo a doña Julieta que ya había

traído la nueva empleada pero que tenía un problema. «¡Ay no! ¿Y ahora qué?»,

pensé preocupada. Me miré por todo lado a ver qué problema tenía. «¿Un

problema? ¿Cuál?», preguntó la señora. «Sí, que viste muy cortico». «Ah, no,

tráigala que ahora le acomodamos ropita», respondió.

Cuando entré estaban todos sentados en redondo. Eran cinco muchachos, unas

niñas y dos señoras. Yo lloraba todo el tiempo. Ellos me dieron la bienvenida y la

señora Julieta me dijo «tranquila que acá va a estar bien, cualquier cosa me la

dice a mí, nadie tiene porqué molestarla y si uno de estos muchachos le llega a

decir o a hacer algo de una vez me lo dice».

Me mostraron mi cuarto, me dieron ropa y me enseñaron a hacer los oficios. Duré

más de seis meses llorando y como a mí me gustaba tanto la ranchera conseguí

un radio y me encerraba todas las tardes a llorar y a escuchar rancheras. Un día

Doña Julieta me preguntó qué me pasaba y fue cuando por fin le hablé de mi

familia y le dije que me había volado de la casa. Le dije también que quería saber

sobre mis papás y mis hermanos y que ellos supieran dónde estaba yo y que

estaba bien.

Envié una carta a la vereda con ayuda de doña Julieta y a los 15 días me llegó la

respuesta. Fue lindo. Me contaron que mi papá había ido a buscarme a los

pueblos cercanos de la vereda. Sentí un alivio grande por saber cómo estaban y

me di cuenta que sí estaban preocupados por mí. Seguimos enviándonos cartas.


También regresé después de un año a pasar vacaciones, pero luego me devolví

para Bogotá. Ya no me amañé en la casa.

Duré tres años trabajando allá con las viejitas. Por eso digo que esa muchacha era

un ángel y que si no hubiera sido por esas señoras yo no sé qué me habría

pasado. Yo estoy y estaré siempre agradecida con esas viejitas por haberme

recibido.

—Tía, ¿usted sabe cuál es la viejita que me recibió a mí cuando me vine para

Bogotá? — le pregunté con la voz entrecortada recordándome a mis 16 años por

primera vez en Bogotá, llena de terror, lista para iniciar la universidad— Usted.

—Ay mija, no se ponga a llorar porque resultamos llorando las dos.

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