Está en la página 1de 5

Epílogo

—¡ M aldita sea, Bella! ¿Por qué has tardado tanto en llamarme? No puedo
confiar un momento en que vayas a cuidar de ti misma. Te juro que si…
—Edward.
—¡Qué!
—Estoy bien, de verdad.
—Lo que no entiendo es por qué te has quedado en el trabajo hasta tarde
sabiendo que ibas a estar sola. Podía haberte pasado cualquier cosa y no enterarse
nadie.
—Pero no ha pasado nada.
—¡Qué quieres decir con que no ha pasado nada!
—De acuerdo, a lo mejor no tendría que haberme quedado tanto rato. Pero el
médico me aseguró que todo iba bien. ¿Cómo iba yo a saber que se me adelantaría?
Edward procuró concentrarse en la conducción y no en la mujer sentada
pacíficamente a su lado. ¡Qué cruz de mujer!, pensó. Si el corazón no le fallaba, sería
la tensión lo que algún día le iba a dar un buen susto.
—Bella, lo único que sé de ti, la única cosa con la que puedo contar del todo, es
el hecho de que siempre actúas antes de pensar las cosas. ¿Por qué iba a esperar que
hicieras algo tan desacostumbrado como razonar las cosas, sopesar las posibles
consecuencias, sólo porque vas a tener un niño?
—No hay razón para enfadarse, Edward. De verdad.
—No me irás a decir que las mujeres embarazadas trabajan constantemente y
que eso no supone ningún problema.
—No he tenido ningún problema.
—Pero yo nunca sospeché que te abandonarías en un sitio tan vulnerable.
Bella suspiró.
—Lo sé. Me alegro de que el vigilante respondiera enseguida a mi llamada —
sonrió—. ¿Lo ves? No estaba sola del todo.
—¿Y si te hubieras caído?
—No me caí. Sólo que no esperaba que las primeras contracciones fueran tan
intensas.
—¿Cada cuánto tiempo se producen ahora?
—¿Quién lleva la cuenta? Son bastante frecuentes, de eso estoy segura.
Edward le cogió la mano.
—No tendríamos que habernos embarcado en esto.
Bella miró hacia el techo.
—A buenas horas…
—Eres demasiado pequeña.
—El doctor dijo que el bebé también es pequeño.
—Tú dijiste que no estabas preparada para tener hijos.
Bella lo miró disgustada.
—¡Eso fue hace cinco años, Edward, en nuestra luna de miel! Pueden pasar
muchas cosas en cinco años.
—Supongo que sí.
—Hemos hecho montones de viajes, tú has publicado tu primera novela y has
estrenado otra obra en Broadway.
—Y tú eres jefa del departamento de investigación y desarrollo en Merrimac —
añadió Edward.
Bella sonrió.
—Sí, y estoy muy satisfecha.
—Pero el niño va a cambiar mucho nuestras vidas.
—Edward, no sé cómo decírtelo, cariño, pero esta clase de conversación debería
tenerse antes de que se produzca el embarazo, y no mientras uno lleva a su mujer
deprisa y corriendo al hospital cuando ya ha roto aguas.
—Lo sé —gruñó Edward.
Bella le dio una palmadita en la mano.
—Todo va a salir bien, ya lo verás.
Nada más llegar al recinto del hospital, Edward fue a la entrada de
emergencias.
—Edward, esto no es una emergencia. Anda, ve a la puerta principal. Sólo
tenemos que informar de que he llegado.
—¿Te acordaste de llamar al médico?
Bella sonrió. Si no confiaba en que pensara las cosas antes de hacerlas, ¿por qué
pensaba que habría llamado al doctor?
—Ya he hablado con él —contestó pacientemente—. Todo saldrá bien. Ya estará
en la planta cuando suba.
Edward encontró un hueco y aparcó el coche. Ya había abierto la puerta de
Bella antes de que ella se hubiera podido quitar el cinturón de seguridad. La cogió en
brazos sin más y se encaminó a la entrada del hospital.
—Bájame, Edward. Peso demasiado para que me lleves en brazos.
Edward la miró asombrado.
—¡Que pesas demasiado! Supongo que estás bromeando. Ni con el niño
alcanzas el peso de la gente normal.
Pobre Edward. Nunca lo había visto tan nervioso. Ninguna crisis, ningún
peligro había logrado inmutarlo antes, y Bella no podía entender por qué algo tan
simple como un parto le hacía perder su famosa sangre fría.
Y sin embargo, tendría que haberlo imaginado. Por la forma en que había
reaccionado al saber de su embarazo, por ejemplo.
Estaban en París entonces, Bella se había despertado una mañana con unas
náuseas terribles. Edward la encontró inclinada sobre el retrete. Después de
humedecer un paño y lavarle la cara, Edward se arrodilló junto a ella.
—¿Qué ocurre, cariño? ¿Demasiada comida anoche? ¿Habrás cogido alguna
infección?
Bella le dijo sin más lo que sospechaba.
—Creo que estoy embarazada.
Se tambaleó un poco al incorporarse y se miró la cara pálida en el espejo. Luego
miró a Edward, que estaba todavía más blanco que ella.
—¿Embarazada?
Bella volvió a la cama, limitándose a asentir. Edward se sentó junto a ella.
—¿Estás segura?
Bella lo miró. Estaba tan impresionado que le dio pena.
—No, no del todo. Pero son todos los síntomas, sobretodo los vómitos.
Cogió la manó de Edward y se la puso en la mejilla.
—No es tan sorprendente, Edward. No hemos puesto ningún medio desde que
salimos de casa. Creí que querías tener hijos.
—Y quiero tenerlos. Pero no había pensado en cómo iba a afectarte a ti.
—No te preocupes por eso. Mañana estaré bien.
Edward la estrechó en sus brazos.
—¡Oh, Bella! Yo quiero salvarte del dolor, y sin embargo soy responsable de
causarte todavía más.
Meses después Bella recordó sus palabras y casi gimió. Sabía que no podría
disimular por más tiempo la intensidad de las contracciones delante de Edward. El
personal del hospital no había perdido un solo minuto en llevarla a la cama. Bella
quería echar a Edward de allí, pero no se atrevía ni a intentarlo. Edward había
insistido en ir a las clases de preparación para el parto con ella. Pero Bella no sabía si
podría soportar la reacción de Edward al ver su sufrimiento.
—Edward…
—¿Sí, cariño? —contestó enseguida, cogiéndole la mano.
—Me preguntaba si podrías hacerme un favor.
—Cualquier cosa. No tienes más que pedírmelo.
—¿Te importaría llamar a mi madre y decirle que estamos aquí?
—¿Ahora? —preguntó Edward con desconfianza.
—Querrá venir.
—Pero había pensado llamarlos después.
—De verdad, preferiría saber… —Bella hizo una pausa para recuperar el aliento
—. Que están en camino.
A regañadientes, Edward la dejó y Bella rezó para que no encontrara un
teléfono libre enseguida.
—Tranquila, lo está haciendo muy bien, señora Cullen, muy bien —le dijo una
de las enfermeras.
—No quiero que mi marido me vea sufrir —dijo ella al cabo de un rato.
—Querida, nadie podrá impedir que su marido quiera estar cerca de usted. Así
que más vale que se vaya haciendo a la idea.
Bella perdió la noción de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Estaba
demasiado ocupada concentrándose en las operaciones de su cuerpo. De pronto
Edward apareció junto a ella, animándola con palabras cariñosas.
¿Por qué se habría preocupado por él? Edward siempre había estado cuando lo
necesitaba. Y siempre estaría…
—¿Quiere coger a su hija, señor Cullen? —le preguntó una de las enfermeras a
Edward algún rato después.
Habían lavado la carita enrojecida de la pequeña y la habían envuelto en una
manta rosa.
Edward la cogió con exquisito cuidado, todavía impresionado por el milagro
que acababa de presenciar. Bella estaba en la cama muy quieta, con los ojos cerrados,
mientras el médico continuaba asistiéndola. Edward miró el pequeño trozo de
humanidad envuelto en la manta y sintió tanto amor por él que no pudo contener sus
sentimientos por más tiempo. Pero ignoró las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
Era su hija. Pequeñita, como su madre. Algunos mechones de pelo cobrizo
salían de su cabecita. Pestañeaba constantemente, como si hasta la tenue luz de la
sala fuera demasiado brillante para ella. Cuando al fin los abrió, vio a Bella
mirándolo una vez más. Su amor se hacía más intenso por momentos.
—¿Es bonita? —preguntó Bella con un hilo de voz.
—Preciosa —logró contestar Edward—. Como su madre. Además, es Virgo
como tú.
Dejó a la niña en los brazos de Bella, que sonrió al oír el comentario.
—Nunca había pensado que si lo hacía todo bien en esta vida sería bendecido
con dos réplicas de ti.
Bella sonrió débilmente.
—¿Eso significa que no estás harto de ser mi guardián y protector? ¿Quieres
que haya otra más?
Edward carraspeó.
—Siempre. No lo olvides nunca.

Fin

También podría gustarte