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TEXTOS
Es innegable el beneficio que han traído consigo las redes sociales, en el aspecto
de la enorme facilidad que aportan para la comunicación intercontinental y el
traslado en tiempo real de la información. Pero en los últimos años han traído
desordenes y hasta riesgos para los usuarios y para quienes los rodean. Por
principio, las nuevas generaciones, cada vez más obesas, no logran despegarse
del asiento frente al monitor de su computadora, otros no despegan sus dedos de
sus celulares y blackberrys, perdiendo no solo tiempo de interacción real con
humanos tangibles, especialmente sus familiares, sino también postergando sus
tareas y estudios por preferir seguir obsesivamente la menor tontería que
aparezca en alguna de esas redes sociales, llegando en la mayoría de los casos a
caer en la compulsión y obsesión, entonces se habla ya de adicción a las redes
sociales. Esta enfermedad aumenta enormemente, y miles de personas pierden
no solo materias escolares, algunas el año escolar por completo e incluso el
trabajo, cuando desatienden en su totalidad sus deberes por atender cualquier
novedad en las redes, aunque sea algo totalmente absurdo.
Por otra parte, también aumentan los casos de jóvenes agredidos por otros
usuarios, quienes los acosan y suben fotos o videos humillantes de sus incautas
víctimas, quienes las más de las veces, dan información privada a cualquiera que
quiera interactuar con ellas, sin pensarlo antes, y solo se enteran del video o foto,
cuando otro conocido les manda la información. Es entonces que se dan cuenta
de su error, pero demasiado tarde: su imagen está dañada y es casi imposible de
borrar del Internet. Por eso es mejor usar las redes sociales, solo para lo que
fueron hechas, pero cuidando no caer en la adicción ni descuidar los estudios.
Pueden ser muy entretenidas, pero al final, existe el mundo real, y para sobrevivir
en él se necesitan conocimientos reales, fuera de la realidad virtual.
Es imposible pasar una hora (otros un minuto) sin controlar dónde está tal, por
dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha escrito, cómo sigue tal otra, con quién
está tal cual. Todo se va convirtiendo en mensajes breves e instantáneos. Mis
amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen a revisar sus
correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está conmigo. No,
su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en realidad
tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una naranja, y a
nadie le dan la fruta entera. No son ellos completos los que me están haciendo
una visita o teniendo una conversación seria. ¿Cómo pueden chatear y chuparse
una concha al mismo tiempo?
Cada vez noto más, cuando me llaman, que en vista de que estoy mirando al
mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del todo
presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están
diciendo. Cada vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una
atención distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No
hay concentración, no hay secuencias, hay saltos. Estamos rodeados por mareas
de autistas hiperactivos y dispersos.
Ya no hay quien crea que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la
calle hablándole al viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono
inalámbrico y un audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las
nubes: todos están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores
conectados al i-pod, no dejan de chatear o de mandarse sms. Antes había casos,
cuando el avión aterrizaba, de unos pocos adictos que corrían a fumarse un
cigarrillo; ahora nadie parece adicto porque todos lo somos: lo primero que
hacemos cuando el avión toca tierra es prender el teléfono. Y hasta hay idiotas
que gritan en la cabina: “Recuerde que esto que le estoy diciendo es muy delicado
y muy confidencial”, pero lo esparcen a los cuatro vientos.
Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder tiempo
mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de tráfico. No hay
tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje,
para recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las
ocurrencias, para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que
se oyó o que se nos ocurrió, en suma, para aclarar las ideas.
Me atormenta la vida el hecho de pasar el día entero frente a una pantalla (ya
muchas menos horas del día las paso frente a las páginas de un libro o frente a la
contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o una montaña)
salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay quienes dicen que si el
cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende. Todos
parecemos muchachos con déficit de atención: saltando de una cosa a otra,
saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las patas ya no se da un
codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.
Un joven no se pule él solo, haciendo lo que le dé la gana. Pero hay algo peor a
que se manden solos, y es mandarlos mal.
Un estudiante del colegio Marco Fidel Suárez de Bogotá murió por consumir una
mezcla de sustancias enervantes y varios más resultaron intoxicados. Hubo
escándalo y las autoridades distritales y nacionales se rasgaron las vestiduras,
como si desconocieran en qué pasos andan los adolescentes de hoy: inhalan
hastaFrutiño.
Sin embargo, si bien ese decreto llevó a que se perdiera la exigencia académica,
la autoridad se había perdido antes, con la Constitución de 1991 y el cacareado
“libre desarrollo de la personalidad”. A partir de entonces se les arrebató toda la
autoridad a los docentes y hasta a los mismos padres de familia, trastrocando los
paradigmas de autoridad en un abrir y cerrar de ojos. Se llegó a que los
estudiantes no solo desobedecen olímpicamente a sus maestros, sino que incluso
los agreden sin recibir castigo alguno, algo impensable hace apenas un cuarto de
siglo. Y los padres dejaron de ser aliados de los docentes en la formación de sus
hijos para convertirse en alcahuetes que también suelen maltratar a los
profesores.