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Biblioteca Básica de Literatura
Prólogos
Dirección General de Cultura y Educación (DGCyE)
Subsecretaría de Educación
Presentación ..................................................................................................... 5
Prólogos / Presentación
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El lector rabioso
Guillermo Saccomanno
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de un símbolo: el maldito, el poeta maldito. Baudelaire, el poeta que
escribió: “Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano”. Hay una verdad
en este verso. Y a Arlt, lector de Baudelaire, no se le escapa que no hay
azar ni inocencia en la elección del libro robado. Está informando algo
de nosotros mismos. Algo de ustedes que leen este relato, algo que en-
juicia al pibe en un barrio de calles de tierra que yo era cuando leí por
primera vez “El juguete rabioso” y al escritor que hoy escribe sobre ese
libro. Ese algo es la hipocresía que desnuda. Una hipocresía de la que
no se salvan ni los lectores ni los escritores. Porque los escritores, aun
cuando se desgarran, son hipócritas. Exhibir llagas puede ser también
una ostentación de sensibilidad. Que conste, no me animo a tirar la
primera piedra. Fiel a Baudelaire, si un efecto logra Arlt, seamos o no
escritores, es justamente ése: desenmascarar nuestra hipocresía. Que no
cambió desde entonces hasta ahora.
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¿Qué se “amoneda” en esta escena? La trascendencia, de acuerdo. Pero
también una distinción social. La relación entre escritura y dinero está
ahí, subterránea, acechando.
Cuando leí por primera vez “El juguete rabioso” no tenía aún en claro
si yo sería escritor, pero sí que el arte podía ser venganza. Venganza en
la medida que el arte tiene capacidad para la denuncia. Pero la condi-
ción para la denuncia, en un sujeto de clase media, es la traición. En
principio, a la propia clase. El ser escritor ya lo volvía a uno un diferente
en esa calle de tierra donde más de un pibe comía, además de las eses,
pan con aceite y cebolla como almuerzo y cena. Yo estaba dispuesto a
no ser como ellos. Descubrí pronto que se aprende a escribir imitando,
que la imitación tiene mucho de robo, y que el robo, en una sociedad
regida por la injusticia (pensemos ya a los ricos como ladrones), el robo,
digo, es otra vía de ascenso social tan clandestina como puede serlo la
literatura. Porque la literatura, como el robo, se practica en una soledad
clandestina. Del triunfo uno va a enterarse por los diarios. Pero cuando
el robo o la publicación adquieren estado público, el autor ya está en
otra parte y busca desentenderse de lo que hizo. Ese pibe pensaba de
este modo. Tal vez, me dirán, al escritor que soy ahora, conmoviéndose
piadosamente por el que fue, le gusta pensar que aquel pibe ya era, en
potencia, el hombre que escribe esta línea. Intento explicarme y sé que
una explicación, a esta altura, suena a coartada. Sin embargo, me digo,
ese pibe, si no fabulaba ser este que soy, le pasaba raspando. De lo que
estoy seguro, ese pibe no habría estado del todo conforme conmigo. Me
siento hipócrita. Si ahora, ahora mismo, escribiera: “Perdoname, pibe”,
¿a quién estaría pidiéndole perdón?
Quizá conviene que me detenga y vuelva atrás para pensar algunos su-
brayados que fui haciendo mientras volvía a leer por enésima vez esta
novela. El zapatero andaluz que inicia a Silvio en los afanes de la litera-
tura bandoleresca es cojo. Tiene “una cojera extraña”. Es decir, es rengo
como el Rengo, quien le propondrá el primer golpe serio cuando Silvio
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ya es un hombre. Cuando la madre le anuncia a Silvio que debe trabajar,
le muestra un botín descalabrado de su hermana Lila. “Mirá qué boti-
nes”, le dice. “Lila para no gastar en libros tiene que ir todos los días a la
biblioteca. ¿Qué querés que haga, hijo?”. Corresponde acá señalar lo que
conecta el aprendizaje de una literatura del delito con la renguera, la
renguera con lo que se entiende por andar derecho por la vida, aceptar
la humillación, caminar del lado de la ley con un botín gastado, o vio-
larla, robar, como Silvio robó una biblioteca. El botín, como significante,
para Silvio no es una herramienta sino poesía: “Sí, el dinero adquirido a
fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresio-
naba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en
las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era dinero vil
y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos,
sino dinero agilísimo, una esfera con dos piernas de gnomo y barba de
enano, un dinero truhanesco, y bailarín, cuyo aroma como el vino gene-
roso arrastraba a divinas francachelas”.
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tanto el cuestionamiento del capitalismo como la rabia del excluido. Su
estrategia de ascenso social no se piensa desde adentro del sistema sino
desde los márgenes: el robo, la invención, el arte. Una estrategia fallida
de inserción antes que de cuestionamiento.
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Uno de los conflictos que me plantea esta nueva lectura de Arlt es evi-
tar la autocomplacencia, no tanto con el que fui sino con el que ahora
soy, o creo ser. La memoria es tramposa, recorta, y así como la marea
abandona en la playa caracoles rotos, fragmentos, nos devuelve a través
de esos fósiles astillados la imagen de una vida pretérita que subya-
ce en una profundidad imposible ya de bucear. Una forma común de
la autocomplacencia, siempre tentadora y a mano, es hacer literatura
con el dolor. Nada ni nadie nos devolverá la ilusión perdida. Pero, ¿y
la literatura? La literatura, como escribí hace un rato, tampoco. “¡Oh,
ironía!”, reflexiona Silvio mientras es humillado en su primer trabajo en
una librería de saldos. “¡Y yo era el que había soñado en ser un bandido
grande como Rocambole y un poeta genial como Baudelaire!” El dinero
es cosa de patrones. Y la poesía un privilegio de los ricos. A Silvio el
corazón se le empequeñece “de envidia y de congoja”. Al caminar “por
calles solitarias, discretamente iluminadas, con plátanos vigorosos al
borde de las aceras, elevados edificios de fachadas hermosas y vitrales
cubiertos de amplios cortinados”, Silvio pasa junto a un balcón ilumina-
do. “Un adolescente y una niña conversaban en la penumbra; de la sala
anaranjada partía la melodía de un piano: “Pensé que yo nunca sería
como ellos… nunca viviría en una casa hermosa y tendría una novia de
la aristocracia”. Lo que Silvio desea es pegar un braguetazo, casarse con
una niña bien. El resentimiento, la envidia, la frustración.
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Silvio? ¿Por qué no propiciar entonces la analogía entre el mercado del
libro y la feria donde se venden embutidos y nabos, lo que se presta
aquí a una serie de asociaciones que bien pueden conectarnos, en la
actualidad, con la literatura del presente en la feria que la industria
librera hace en la Sociedad Rural? Y volviendo: ¿qué clase de experiencia
“amoneda” Silvio como dependiente? Una experiencia de clase.
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además de pasada de moda, abominable por su extremismo sentimen-
tal? ¿Acaso Arlt no merodeaba, a través de situaciones de humillación
permanente, el melodrama? Golpebajismo, se le puede reprochar. ¿Y con
eso? A Arlt se le criticaba una preparación intelectual hecha a los porra-
zos y una prosa en la que los horrores ortográficos fluían con la misma
celeridad que las construcciones sintácticas chapuceras. Pero, ¿y si con-
venimos que esta fue una elección, el sello Arlt, inimitable? Incompren-
dido en su tiempo, nadie se acuerda hoy de los escritores que pululaban
con una famita por los círculos literarios, las revistas y los suplementos
culturales. Quienes escribimos hoy, cualquiera, inclusive yo, escribimos
mejor que Arlt. Pero nadie es tan genial como él. Porque nadie radio-
grafió y comprendió esa materia difusa que la burguesía denomina “la
condición humana” y que no siempre se distingue por su pureza, ese
absoluto que persiguen los fracasados personajes arltianos.
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delación del rengo. Las dos son desquites. La que no será menor es el
alcahuetear. Ser hombre, parece decirnos Arlt, es aceptar traicionarse.
En el alcahuetear hay una caída y ascesis: “A veces me parece que tengo
un alma tan grande como la iglesia de Flores”, dice Silvio. Su traición
es una experiencia límite, una experiencia interior que viene a poner
en entredicho las normas que enarbola una sociedad hipócrita: lealtad,
coraje, nobleza. Estas normas corresponden a la ideología del ingeniero
que iba a ser robado, dueño de una caja de fierro, respetable y digno.
Silvio las viola. Y al hacerlo, se pierde. Ir contra las normas, perderse,
alcanzar un punto de no retorno, lo libera. Ya no pertenece a ese mundo
de los imperativos bienpensantes.
Si el arrabal, las ferias y los mataderos con sus corrales y sus lúmpe-
nes son el territorio que Silvio sueña abandonar, la pureza lo espera en
otra parte. Desde Echeverría Y Sarmiento la contradicción que tensaba
nuestra literatura era civilización/barbarie. Arlt viene a barajar y dar de
nuevo desde su percepción de la ciudad que es La Cabeza de Goliat. La
pureza, si existe, está fuera de los límites de la ciudad y de sus márgenes.
Habrá que buscarla en el sur. Tras buchonearlo al rengo, Silvio acude al
ingeniero que iba a ser víctima del robo. A modo de recompensa le pide
viajar al sur, al Neuquén. Arlt inaugura así, además de nuestra moderna
literatura urbana, también una serie que continuarán, entre otras na-
rraciones, “Sobre héroes y tumbas”, con Martín, el joven héroe, aban-
donando la ciudad hacia el sur, la Patagonia como tierra de redención.
Pero esta es otra historia.
Sin renegar del instinto, vuelvo a abrir esta novela. Pero no terminé aún
de responder la pregunta anterior: ¿qué diferenciaba la escritura de Arlt
de las traducciones españolizantes de las novelas que apasionaban a mi
padre? Creo encontrar una explicación. Complementaria, si se quiere. Lo
que me había pegado a pesar de la similitud de las prosas de aquellos
escritores y Arlt era, advierto ahora, que Arlt me hablaba en un idioma
conocido. El lector que se había formado en la biblioteca de su padre,
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aunque ahora buscara otras interpretaciones del mundo, reparaba que
Arlt, aunque en superficie replicara la lengua de esas traducciones, tenía
otra voz. Una que me era familiar. Quien me hablaba me conocía. La
novela comienza cuando Silvio tiene catorce años, la edad que yo debía
dejar atrás. Los afanes me sonaban a afanos. Lo bandoleresco me remi-
tía a historias de ladrones con trabuco que mi abuela gallega me había
contado en sus noches de insomnio. El zapatero podía ser el remendón
de la vuelta en una época donde el calzado debía durar y su mediasuela
se recomponía una y otra vez. El comercio sugería ya el valor del dinero.
El zaguán podía ser uno de los tantos del barrio, una penumbra en la
que las parejas escondían su franeleo. La fantasía de hacerse ladrón,
la mitología construida por entonces en torno de algunos pistoleros
cuando estaban frescas en la memoria popular tanto las andanzas de,
entre otros, Bairoleto como la del Pibe Cabeza. Los zapatos se asocia-
ban inequívocamente al patear la calle y a mí, dentro de unos meses,
me tocaría patearla como mandadero. En un solo párrafo Arlt había
encontrado las palabras precisas para que su narración generase en mí,
además de una identificación profunda, un gesto solidario, una palmada
en el hombro. Arlt me hablaba a mí. Y me decía que la rabia, contra lo
que pudieran opinar padres y maestros, vecinos y policías, no era, no es,
un sentimiento del que uno deba avergonzarse.
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Borges, el milagro de la concentración
Martín Kohan
En este sentido, un objeto como el aleph podría verse como una especie
de clave para la poética de Borges. Porque el aleph, ese punto único
en el que todos los sucesos de todas las épocas pueden verse al mismo
tiempo, es un milagro de concentración. El que posa su mirada en ese
objeto es capaz de verlo todo, y de verlo todo a la vez. Por algo Borges
le dio ese nombre a un cuento, y más allá del cuento a un libro. El ale-
ph permite deshacerse de las reglas del espacio (la extensión) y de las
reglas del tiempo (la sucesividad), para hacer que todas las cosas (todos
los hechos, todos los seres) puedan cobrar existencia y percibirse en un
descomunal aquí y ahora: todo eso en un solo punto, que es el aleph, y
todo eso en un solo instante, el instante de la contemplación.
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Para Borges se empobrece el todo en su desarrollo: si se despliega, si
dura, si se extiende, se envilece, pierde interés. Es famosa su ironía sobre
el gran mapa del Imperio: un mapa perfectamente escrupuloso que pu-
diese reproducir la superficie del Imperio en cada detalle, que pudiese
no omitir nada y dar cuenta de cada rincón, acabaría midiendo de tal
manera exactamente lo mismo que el Imperio, y sería por lo tanto com-
pletamente inútil en tanto que mapa: recorrerlo implicaría el mismo
esfuerzo y el mismo tiempo que recorrer el propio Imperio. El sentido de
una representación consiste en cambio en comprimir, condensar, resu-
mir, abstraer, concentrar, sin tener que renunciar por eso a un principio
de totalidad, que pasa a ser por eso mismo un efecto de totalidad: dar
la impresión de que existe un todo.
Así ocurre con tantos cuentos de Borges. Los que integran el volumen
Ficciones aparecieron en dos series: “El jardín de los senderos que se bi-
furcan”, en 1941, y “Artificios”, en 1944. Hasta entonces Borges se había
hecho notar fundamentalmente por sus libros de poesía, de influencia
ultraísta y marcada disposición orillera o suburbana, y por sus libros de
ensayo, que indagaban diversos tópicos del nacionalismo (el tango, el tru-
co, la gauchesca, la tradición) con una lucidez de la que a menudo el
nacionalismo carece. Borges había proporcionado también una colección
de textos muy geniales y algo extraños, que contaban diversas vidas de
diversos personajes, como si esas vidas y esos personajes no pudiesen no
haber existido de verdad. La llamó Historia universal de la infamia.
“El jardín de los senderos que se bifurcan” insinúa, por la idea de bifur-
cación justamente, una nueva forma de totalidad: la totalidad de lo que
prolifera, un todo vertiginoso de líneas de fuga. Ese jardín, que vence
al espacio, acaba venciendo también al tiempo, por lo menos a cierta
concepción estable del tiempo que lo aprieta en la fatal sucesividad de
lo lineal. Porque la bifurcación de los senderos de este jardín es también
bifurcación de tiempos, de tiempos que se multiplican en paralelo y
pueden empezar a existir todos ellos a la vez. De tal manera desaparece
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la poderosa limitación que impone que, cada vez que ocurre una cosa,
todas las otras que son sus alternativas deban por fuerza dejar de ocu-
rrir. La bifurcación alcanza así su verdad, que es la de la proliferación,
y favorece en definitiva un tipo de totalidad más poderosa y más rica,
una totalidad que hace de la otra, la común, la consabida, la que se
queda con lo que pasa pero renuncia a todo lo que podría pasar, apenas
una mueca de un verdadero todo, un supuesto todo que es apenas una
parte, siempre una parte.
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filosófica de sus ficciones no cobran su sentido sin la mediación de ese
concepto: existen porque hay artificio, existen por el artificio y para el
artificio, porque sirven a la literatura, porque le sirven a Borges para ha-
cer literatura. Y la literatura a su entender es ante todo juego de formas,
ficción de lenguajes, artificio. Borges no pone a la literatura al servicio
de la filosofía, de la erudición, de la trascendencia; Borges procede justo
al revés: se vale de la filosofía, se vale de la retórica de la erudición (la
erudición en su versión reducida, compactada: la enciclopedia), se vale
de la gravedad en superficie de las presuntas trascendencias, para nutrir
sus artificios, para motivar su literatura.
Suponer que la lectura de Borges es simple resulta tan falaz como supo-
ner que es inaccesible. Lo más ajustado parece ser advertir la exigente
calidad de su literatura, sin sucumbir por eso a ese efecto disuasorio que
hizo de Borges por tanto tiempo el autor que había que admirar pero
no se podía leer (un autor del todo genial, pero demasiado difícil). Los
cuentos de Ficciones muestran bien, ya desde esos títulos que los repar-
ten en dos grupos, el propósito de forjar mundos, pero no para restable-
cer su existencia como mundo real (como pretendería el realismo) sino
para agregarlos a la realidad con la potencia de los artificios.
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ojos del lector. Las combinaciones del azar en “La lotería de Babilonia”
no sólo son infinitas, sino que crean un infinito; como crean un infinito
las combinatorias posibles de las letras en los libros de “La biblioteca de
Babel”. El juego inquietante entre el soñador y lo soñado de “Las ruinas
circulares” funda también su propia secuencia ilimitada, porque cada
realidad del que sueña es soñada a su vez por otro desde otra realidad.
Y tampoco hay límite para las bifurcaciones de “El jardín de los senderos
que se bifurcan”.
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Que el uno y el otro se oponen pero son el mismo es la idea narrativa
que sostiene “Tema del traidor del héroe”. Y que es mejor convertirse en
otro, convertir en otro al yo, para poder así contar, es el fundamento
narrativo de “La forma de la espada”. Es la misma verdad que se descu-
bre en el duelo: que ese otro al final soy yo. O que no existe otra posi-
bilidad para el yo, si quiere narrar, que convertirse para eso en otro. Esa
verdad, no sé si de la condición humana, no sé si de la vida misma, es sí
una verdad de la literatura, y una prueba más de la maestría de Borges.
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Bestiario antirrealista
Noé Jitrik
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siderado uno de los más relevantes escritores argentinos y su obra una
de las más significativas en los doscientos años de literatura, junto a
Borges y Bioy Casares entre los contemporáneos, infaltable en cualquier
canon que se estableció y aun que se quiera establecer. La misma suerte
corrió en gran medida en el ámbito mayor de la literatura latinoameri-
cana así como en Europa, donde fue traducido y algunos de sus relatos
pasaron al cine de la mano de grandes realizadores.
Los cuentos (Bestiario, Final de juego, Las armas secretas, Todos los
fuegos el fuego, Queremos tanto a Glenda, Octaedro) son considerados
expresiones perfectas de las condiciones que debe satisfacer este tipo
de textos, por no llamar “género” a lo que se conoce como “cuentos”, y,
en ese sentido, se sitúa con facilidad a Cortázar en una línea que va de
Lugones a Borges pasando por la obra de otros reconocidos maestros,
como Payró y Quiroga. Las llamadas novelas, en cambio, con ser ricas en
ideas y personajes –muy reconocibles y algunos muy perdurables, como
la siempre invocada “Maga”- no tendrían la redondez, en su propio pro-
pósito y campo, que tienen los cuentos en el suyo. El tercer tipo de tex-
tos, por su lado, por ser de una estructura más suelta, que se juega en lo
argumental muchas veces paródico, es apreciado por sus originales ocu-
rrencias más que porque respondan a determinado código o género.
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aunque, sin duda, no incluyen los tópicos característicos de ese modo;
no hay fantasmas ni aparecidos en ellos, no hay efectos de terror, no
hay ultratumbas ni seres extraños venidos de otras partes o salidos de
sueños tenebrosos, y la extrañeza que se desprende de ciertas situacio-
nes sólo tiene que ver con lo que se oculta en los hechos más normales
y hasta triviales, en las amenazas que pueden provenir de los “otros”,
en el deterioro de las relaciones, en los secretos que se han tratado de
guardar y que se desprenden de su encierro para desconcertar a los
desprevenidos o ingenuos.
Tal vez se pueda ver en esa peculiaridad rastros del surrealismo, poética
que preconiza la posibilidad de descubrir y poner de relieve lo siniestro
que está en todas las cosas y situaciones; esa atribución no sería arbitra-
ria pues Cortázar simpatizó con ese movimiento y en especial con una
de sus prolongaciones, la curiosa tendencia conocida como “patafísica”,
que tuvo cierta presencia en la Argentina antes de su partida, aunque
no parece haber sido un militante de las ocurrencias de Alfred Jarry, su
propiciador y teórico.
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asumiendo los cambios de temperatura y los normaliza, es como si co-
mer bombones rellenos de insectos fuera algo normal y corriente o es-
cuchar ruidos de gente que se desplaza y ocupa la casa que es de uno
fuera aceptable o comprensible, o asfixiarse con un pulóver sucediera
por mero apresuramiento o error de cálculo, y que todo eso, al producir
un efecto no deseado, respondiera a un lógica “otra” que pone en evi-
dencia las limitaciones de la lógica corriente que, después de todo, se
apoya en verosimilitudes.
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palpita una inminencia, ya se está en otra dimensión para entrar en la
cual hay un puente tendido sobre un flujo verbal calmo, controlado por
una sintaxis luminosamente armoniosa, sin ruidos, sin estridencias, sin
nada, más que esa respiración, que aclarar.
Pero se trata del arte del cuento y de un cuentista que los produce: se
diría que la instancia de este tipo de estructura es esencialmente ver-
tiginosa y perturbadora a causa de la necesaria proliferación temática
que la justifica, por oposición a la novela que supone un desarrollo de
un tema único; los cuentos, cada uno, también lo hacen, o sea que desa-
rrollan un tema único pero ese tema queda encerrado y el nuevo cuento
busca otro y así siguiendo, no sería artístico que un tema se reiterara y
que todos los cuentos de un cuentista desarrollaran el mismo. Se diría
que los cuentistas están asediados por la diversidad lo cual descansa
sobre una disposición particular, una suerte de “disparo” de la escritura,
una respuesta rápida en la cual el cuentista se juega.
El buen cuentista es, por lo tanto, el escritor que responde a plurales re-
querimientos temáticos, les da curso y los resuelve con precisión e iden-
tidad, urgido asimismo por la eficacia o sea la obtención de un efecto
que puede ser igualmente muy variado, desee la satisfacción por un
final feliz hasta un sacudimiento emocional pasando por la sorpresa que
neutraliza expectativas y muchas otras posibilidades. Podemos registras
esas posibilidades en los cuentos de Cortázar y en particular en Bestia-
rio: cada unidad es muy diferente pero todas poseen una definición y,
sin embargo, seguramente hay algo común a todas, no sólo ineludibles
e inevitables rasgos de estilo sino un fondo, un núcleo que motiva y
sostiene una imaginaria búsqueda de algo remoto y perdido.
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es una casa que, al mismo tiempo, porque es un recinto de dolor, es un
enemigo (interno). Luego, es el enemigo el que expulsa lo cual determi-
na que lo que se relata de diverso modo es un expulsión respecto de un
interior de doble naturaleza y, por otra, que la expulsión es el motor de
todos los cuentos: alguien vomita conejitos, los ocupantes del ómnibus
expulsan a la pareja, la novia de los bombones expulsa a los pretendien-
tes –una Penélope que no espera a Ulises-, los misteriosos ocupantes de
la casa a los hermanos.
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lo que ese texto o conjunto “dice” sino también una manera o peculia-
ridad de su conformación y aun, y por fin, un valor, como culminación
de todo el movimiento; correlativamente, y en este punto, si de eso se
trata se podría llegar a sostener que tal valor explica la posición de ese
texto o ese conjunto en ese conjunto mayor llamado literatura. Y sigue
y aumenta el riesgo: de ahí las comparaciones, las posiciones, los alinea-
mientos y, como conclusión, el canon entendido como punto de llegada,
la indiscutida consagración lo cual, en consecuencia, frenaría una lógica
y natural actitud crítica que es la que, en definitiva, permitiría completar
y perfeccionar el acto de lectura y rendir el homenaje que corresponde a
un escritor que no sólo urde historias en soledad y lo hace bien sino que,
por añadidura, enriquece a quien se acerca a sus textos.
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La escritura de Zama
Federico Jeanmaire
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lograr sus objetivos, están muy acotados. Deben ser muy precisos, quiero
decir, no pueden fallar. Y eso ocurre porque, finalmente, en esos casos
la escritura funciona como el soporte necesario para comunicar algún
asunto específico.
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Diego de Zama está solo y olvidado por el mundo en la gobernación de
la Asunción del Paraguay colonial.
Espera. Espera a que le llegue el traslado hacia algún sitio más acorde
con sus títulos y con sus ambiciones personales: Santiago de Chile o
Buenos Aires. Pero ese traslado no llega. Nunca llega. Y el hombre in-
tentará vivir, mientras tanto.
¿Qué es la vida? Esa parece ser la delicada pregunta que instala en la ca-
beza del lector la novela de Di Benedetto. Una pregunta que nos atañe a
todos y cada uno de los seres humanos. Una pregunta que, como tantas
otras, no tiene respuesta o, lo que es casi lo mismo, tiene demasiadas.
Por eso, quizá, exista algo llamado literatura.
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a elegir contar. Y su manera de escribir la falta de interés se manifiesta
en la ausencia de referencias a ese pasado. Interesa lo que acontece, el
momento, la vana ilusión del tiempo que vendrá o de la otra vida que le
aguarda al protagonista una vez que llegue, por fin, aquel traslado tan
ansiado. Sólo le importa, a Zama, narrar la existencia o, mejor, el mien-
tras tanto. Esa a veces absurda, siempre única, manera que tenemos de
ser en el mundo.
Las cosas ocurren y él está ahí para escribirlas tal como ocurren. Obser-
var a una mujer, que desnuda toma un baño, o intentar aprovecharse de
la fragilidad de otra a partir de cierto saber que tiene sobre ella. Dejar
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que exilien injustamente, y por su entera culpa, a Ventura Prieto o ima-
ginar las casi infinitas posibilidades amatorias del oficial Bermúdez. Ir a
una reunión social o dejar de ir. Salir a caminar por calles que no llevan a
ningún sitio o quedarse encerrado en su habitación. Ilusionarse, cada vez
que puede, con su próxima partida o desilusionarse, ante el menor indicio
en contrario, porque esa partida jamás va a terminar por suceder.
Las cosas ocurren, entonces, porque Diego está ahí para escribirlas. Si él
no está, las cosas dejan de ocurrir. Y la escritura, también. Sobrevendrá,
entonces, un punto final y el blanco de la hoja.
1794. Después del blanco, el inicio del nuevo capítulo no planteará una
imagen brutal, como en 1790, sino una idea metafísica. La idea de un
dios que está solo y aburrido, mientras otros dioses lo acechan y ni si-
quiera el hombre, su más lograda creación, puede devolverle la mirada.
Dios está tan solo como cualquier hombre. Como el mismísimo narrador,
por ejemplo. O dicho de otra manera: el cadáver del mono parece haber
sucumbido por completo, en 1794, a los embates del río. Ahora Diego de
Zama convive con Emilia. Y ya casi no se ilusiona con su pronta partida
del Paraguay. Quiso ser padre en algún momento no escrito, durante
el blanco que ha dejado el texto, y ahora su hijo sobrevive poco menos
que como un animal en medio de la pobreza extrema. La mujer, harta de
su incapacidad para hacerse de algún dinero, finalmente lo echará del
rancho. Irrumpirá, entonces, la singular figura de Manuel Fernández.
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espectrales, casi todas femeninas. Y poco más. Muy poco más. Hasta que
sobrevenga el próximo punto final y el próximo blanco.
Los blancos.
Antes del final, quisiera referirme a los blancos de Zama. A los múltiples
espacios no escritos de la novela, quiero decir.
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publicados, al igual que la novela de Di Benedetto, en la Argentina de
la década del cincuenta del siglo veinte, nos encontraríamos con textos
cargados o incluso sobrecargados de palabras, sin lugar y sin tiempo
para el punto y aparte. Textos muy preocupados por la economía, que
entendían a la página como una geografía a conquistar, a llenar de
sentido a partir de la acumulación. El blanco, entonces, era leído como
un verdadero desperdicio. Evidentemente, Di Benedetto no pensaba lo
mismo que muchos de sus contemporáneos. Le gustaba cortar los párra-
fos, estampar un punto y aparte cada vez que se le ocurría, sin atender
demasiado a la corrección de la sintaxis ni a la valoración literaria que
esa suerte de despilfarro de significación podía provocar en el mundo
literario de aquellos tiempos. Decisiones personales acerca de la lengua.
O, dicho con otras palabras, un estilo. Eso único que hace que nos resul-
te tan fácil reconocer a simple vista cualquiera de sus libros.
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estén preparados para entenderlos. Diego, entonces, le responderá con
alguna frialdad que, seguramente, también dentro de ciento cincuenta
años habrá restricciones y censuras. Otras, distintas a las actuales, pero las
habrá. La frialdad de sus dichos, se parece demasiado a un saber: ciento
cincuenta años es el tiempo exacto que media entre la historia narrada y
la fecha de su publicación. Y algo más, todavía. Unas pocas páginas des-
pués, Diego le preguntará a Manuel por sus escritos y este le contará que
se los ha regalado a un viejo que andaba de paso por Asunción y que se
quejaba por no tener nada para leer. Pero Manuel, no nos olvidemos, será
también quien se apropie de la vida de Diego: comenzará por ocupar su
escritorio, continuará casándose con Emilia y terminará por adoptar a su
hijo y darle su apellido. Se apropiará de su vida así como cualquier escri-
tor acostumbra apropiarse de la vida de sus personajes. La escritura será,
además, aquel asunto escondido que precipite el desenlace.
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Martín Fierro
Mario Goloboff
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tro y anfitrión (Avelino Costas) se levantó, y en vez del speach regla-
mentario, leyó, con entonación vibrante, una composición en verso que
me estaba especialmente dedicada, y que él llevaba impresa en una hoja
suelta. Yo la conservé por mucho tiempo porque era especialmente ha-
lagadora, aún cuando ya entonces la reconocía excesiva. Pero más que
todo me impresionó desfavorablemente el hecho a que voy a referirme
y que constituyó el motivo por el cual tiene valor el presente recuerdo
como referencia de un raro fenómeno de carácter psicológico.
“Yo era ya, lo que fui desde el principio en que leí Martín Fierro, un ad-
mirador del poema y un defensor de los valores poéticos en los cenáculos
literarios de la Capital, donde aquella obra estaba descalificada. Recuerdo
que en las tertulias literarias en casa de Rafael Obligado, que fueron por
mucho tiempo un centro activo de vida intelectual, discutimos mucho el
tema. Y lo hacíamos con calor y vehemencia: yo afirmaba mi convicción
de que se trataba de una obra poética vigorosa, destinada a vida perdura-
ble, y mis contradictores sostenían que eso no era arte ni literatura” (1).
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Así, el autor del poema nacional por antonomasia, el de nuestra Eneida,
el de nuestra Chanson de Roland, el de nuestro Cantar del mio Cid, el
de nuestro Kravelich Marko, el de nuestro Huckleberry Finn, termina sus
días poco menos que despreciado por sus contemporáneos intelectuales
y escritores y, sobre todo, desconociendo él mismo que les ha entregado,
a ellos y a todos sus compatriotas, presentes, futuros, una obra mayor.
41
contiendas domésticas, en esta ocasión en Entre Ríos y en la derrota de
Ñaembé por parte de los seguidores de López Jordán frente a las tropas
nacionales. Allí, “a casa da rua Rivadavia Correa 262” (a pocos metros de
la casa de Don Pedro García, comerciante español al que visitaban, “si-
tuada à rua Rivadávia Correa esquina com a rua Uruguai”, y cuya esposa
Belmira dirá muchos años después: “Era poeta e recitava versos de sua
lavra”), allí fueron apareciendo las voces de sus connacionales, y él fue
dejándolas hablar, cantar, contar, y también inventándolas, a su modo.
42
Recordar esto y decir que José Hernández buscó y dio con su propia voz,
su tono, su escritura, es una misma cosa. Fue de los mayores hallazgos,
junto con el de encontrar o, mejor dicho, el de permitir que la materia
hallara y torneara su forma. En este caso, un largo canto de siete mil
cuarenta y dos versos, con cuarenta y dos personajes, en el que se cuen-
ta la vida de los campesinos gauchos en lo que se llamaba “la frontera”
(es decir, el frente militar en la lucha contra el indio nativo), la vida en la
toldería de los mismos indios (donde los temores inconscientes del poeta
asoman, oscuros, desconcertantes, casi demenciales) y, una vez en La
vuelta…, la vida en los alrededores de Buenos Aires. Sobre el final, una
payada construida en los límites de la literatura y de lo verosímil, saca
definitivamente al poema de la realidad supuestamente reflejada en él
y le insufla dimensiones metafísicas.
43
dieran su familia y sus pocos bienes a la primera trapisonda policial,
o desmanes semejantes que, justo es recordarlo, llegarían hasta bien
entrado el siglo XX.
Pero, ciertamente, no sólo por ello (ya que otros discursos sociales se
habían encargado, bien o mal, de hacerlo, aquí y en otros lugares de
América) tuvo eco el poema, y crecimiento y permanencia hasta hoy.
Sino porque en la elaboración del mismo concurrieron, en la cabeza
de su autor, la literatura clásica y la romántica, la española desde los
orígenes y la gauchesca desde los primeros tiempos (esta última, para
indicarle, a la par que lo que tenía qué hacer, casi, especialmente, lo que
no tenía qué hacer: más que burlarse, condolerse; más que hacer reír,
hacer sentir y pensar). Y, naturalmente, lo que Hernández supo escribir
y construir con todo aquello.
44
es asimismo la que más contacto con la voz y el canto establece: la
versificación. A partir de una visión general binaria de la realidad y de
una poética metafórica de lo parecido y lo diferente, en la versificación
sobresalen el uso casi uniforme de la rima imperfecta, el empleo del
octosílabo como el metro natural de nuestra lengua hablada y, singu-
larmente, la célebre sextina hernandiana. Que algunos atribuyen a un
mero corte de la décima de la Edad Media y del teatro del Siglo de Oro
(en particular, de La vida es sueño, de Calderón de la Barca), y otros
a elementos de la lengua y el verso, junto a diversas manifestaciones
culturales, de Rio Grande do Sul.
45
te de monopólicos manipuladores de cerebros y voluntades, aparecen
también, insólitamente, citas de estos versos en alguna inauguración
oficial de la Sociedad Rural.
¿Qué hace allí el Martín Fierro, un poema escrito para denunciar la per-
secución del gaucho sin tierra, llevado a la guerra y la miseria por la
fuerza, por los patrones y la policía, condenado a defenderse como un
delincuente, despojado de su mujer y de sus hijos, de su solar y de todos
los bienes materiales de este mundo? Justamente, a raíz de ello, el poe-
ma fue vapuleado y despreciado, y su autor desconocido y ninguneado
como escritor de segunda categoría y, aunque muy popular, escribiente
de “cosas del gauchaje”.
46
luego se dedicó a la trata de esclavos en África, olvidándose para siem-
pre de la literatura y del mundo. Sin suponer ni imaginar que sus versos
de justicia y dignidad iban a andar de boca en boca por generaciones de
jóvenes, de adultos y de viejos, acompañándolos en trabajos y en horas,
José Hernández terminó sus días en la oscuridad.
Notas
2) Raúl Dorra, “El libro y el rancho. Lecturas del Martín Fierro”, en Historia crí-
tica de la literatura argentina (dirigida por Noé Jitrik) volumen 2 (dirigido por
Julio Schwartzman), Buenos Aires, Emecé, 2003, p. 253.
5) Cf.: José Hernández, Martín Fierro, Edición crítica de Élida Lois y Ángel Núñez.
Coordinadores. Colección Archivos nº 51, ALLCA XX, Madrid, 2001.
47
Mansilla, el futuro de los ranqueles
Esteban López Brusa
49
como autor intelectual del proyecto –o acaso como autor intelectual de
su propio protagonismo- el Coronel Mansilla reúne sus pertrechos y con
una escolta de unos pocos hombres se interna Tierra Adentro, esta vez
con la anuencia de su jefe el General José Arredondo, con el propósito
de respaldar los términos pautados previamente con los indios. Se diría
que su propio cuerpo, su presencia expuesta en un ámbito hostil para
cualquier cristiano oficiaba de garantía. Y quizás haya sido así en el
teatro secreto de su voluntad.
50
políticos que su autor había probablemente sospechado cuando se largó
por iniciativa propia a las tolderías –y a su futuro.
51
muerto; y si mañana pueden matarnos a todos nos matarán”), que en
la construcción oportuna de una experiencia sustancialmente distinta
a la que sobrevendría diez años más tarde con la masacre que llevó a
cabo Julio A. Roca en la Campaña del Desierto. Nos importa poco como
lectores que el gritón inestable de Mansilla apoyara años más tarde las
políticas de Roca y respaldara su Presidencia, e incluso que desde la
Cámara de Diputados se pronunciara en contra de lo pactado en tierras
indígenas, sencillamente porque su libro es mucho más que eso, pone
ante nosotros una experiencia inédita con un arte singular, interna a un
hombre en un mundo peligroso y ajeno que los suyos propios despre-
ciaban. A veces la obra traiciona al autor y recupera en él a una persona
más compleja.
52
hechos en su libreta (¡Su memoria no lo necesitaría!). Y resulta maravi-
lloso cómo consigue esa sensación de inmediatez mientras se escalonan
los acontecimientos, su maestría para encontrar oxígeno en el aire. La
excursión, no obstante, ha sucedido. ¿Qué elementos baraja o se le im-
ponen al autor de las cartas, con qué cuenta? Consigo mismo antes que
nada, o con lo que quiere de sí mismo. Valentía para afrontar los riesgos
y confianza en sus fuerzas como rasgo de carácter primario, en la me-
dida en que se posiciona como proyección de su voluntad; convicciones
–es cierto que la palabra asociada al coronel Mansilla pierde peso espe-
cífico- o en todo caso la retórica de esas mismas convicciones frente a
la problemática indígena, porque se trata de que la civilización integre
de una buena vez por todas a sus indios, les enseñe a trabajar la tierra,
los eduque y cristianice, les demuestre su clemencia, si al fin y al cabo
“somos todos argentinos”; talento descriptivo y una capacidad analí-
tica –y de entendimiento, de comprensión- que carretea con gracia y
lucidez por entre personajes y situaciones, sazonada a menudo por una
erudición un poco a la bartola, poetas y pensadores occidentales según
la ocasión, en el modelo cita de autoridades de la época; y asimismo una
gran aptitud física de miliciano para adaptarse a las condiciones que le
imponen las circunstancias. Nunca abandona estas propiedades porque
son las suyas, lo hace ver carta a carta.
53
claro cómo hacerse personaje de acuerdo con las circunstancias. ¿Sobre
la marcha, o en esa instancia útil y cómplice que era la escritura? Por
curioso que resulte, es bastante acendrada la imagen personal que cul-
tiva aun en los esporádicos pasajes de teatralidad manifiesta, con un
humor siempre exterior a sí mismo y un sarcasmo a cuentagotas. Da la
impresión de cuidarse el coronel, de transmitir una imagen que subraye
menos la locura de un loco que la de un osado bastante cuerdo. Qui-
jotesco a lo Quijano, ¿lo ataban los deberes patrios, la moral del solda-
do, el interés por exponerse arrojado y finalmente serio, confiable? Los
exabruptos no rozan su tarea en Tierra Adentro. El hombre que escribirá
años más tarde las Causeries del jueves no hace lugar todavía a la caus-
ticidad que se agenciara luego para siempre, y sus puntos de ataque se
generalizan sistemáticamente en el plano de las fallas de la civilización,
nada más oportuno para pensarse entre indígenas. ¿Autocrítica como
embajador del mundo desarrollado, delegación de responsabilidades en
el anonimato de las abstracciones? Está en territorio ajeno y se adapta a
lo propio del lugar y del momento. Se ayuda de esa reticencia hacia los
antagonismos, no le caben, se le deshacen en la boca mientras contesta
“¿Federal? No, ¿Salvaje? No”, ni qué decir cuando la antinomia sería
civilización-barbarie: resbala allí sin hacer pie, no le sale. Por lo demás
no ignora los contrastes, pero está lejos de que se le articulen con luz
propia. Los pensamientos de Mansilla menos que confrontar opuestos
los indiferencian y alternan, como el paso a paso de una tracción san-
guínea, de un trote.
54
rante la Guerra del Paraguay. Aunque nunca con buenos dividendos, al
menos en el área de su interés.
55
yo que piensa); así como postulados de alcance nacional que vienen a
añorar una patria diferente (sujeto político y de deseo); se ve mejor un
texto cuando incluye asimismo citas en idiomas extranjeros (la clase);
como el desdoblamiento del yo en diálogos imaginarios (teatralidad,
representación); y más que nada un tono ameno y dialógico que agili-
za la narración y cuya mayor virtud tal vez radique en el beneficio de
frescura, concisión y ritmo que logra a través de párrafos breves, de dos
y tres renglones u oraciones sueltas, a los cuales dosifica con las muy
meticulosas parrafadas largas (yo a caballo de su propia respiración, ga-
lope y trote según las categorías que recomienda para el lector). Parece
mentira cuán contemporáneo resulta el texto final, como si la escenifi-
cación fuese solo eso: un paraje de la historia argentina atravesado por
una sensibilidad con rasgos de nuestro tiempo –el efecto de la buena
literatura. Acaso un tercer plano desplazado –la intención era políti-
ca- de la serie pergeñada por el autor: experiencia, escritura, futuro
–artístico, hay que decirlo.
56
muy interesado Mansilla en sujetarse a otra consigna al desarrollar sus
historias, como si el efecto buscado sobreviniese a partir de esa libertad
ceñida y azarosa de su pluma. Desbocado, lúcido, intrépido, egocéntrico,
vital, así se lo ha caracterizado a Lucio V. Mansilla. Una rara avis con
una literatura a su medida.
57
Una escritora, una isla
Esther Cross
En las reuniones siempre hay una persona tímida. Habla tan poco que
no se la ve. No es sólo una invitada. Es un testigo. El silencio la hace
casi invisible y entonces puede meterse en todos lados sin que nadie se
dé cuenta. Los otros hacen preguntas pero ella observa al que pregunta
y al que responde porque sabe que mirar con atención es hacer una
pregunta importante.
Los cuentos de La furia fueron escritos por una de esas personas, una es-
critora que era una isla de carácter. Fue la hermana menor de Victoria
Ocampo. Fue la mujer de Bioy Casares y fue amiga de Borges y otras
celebridades literarias de su tiempo. De bajo perfil y pocas palabras,
Silvina Ocampo pudo ver más que muchos de ellos. Desde su escondite
–que fue su punto de vista- vio a las personas y a las relaciones entre
ellas. Lo que vio y lo que entendió de las personas está en estos cuentos.
Que el libro se llame La furia no es algo casual.
Al leer, somos algo más que invitados al mundo que nos muestra el escritor.
Somos sus testigos. Entramos en la versión de la vida que el escritor fue
armando en sus historias. Nos hacemos preguntas casi sin darnos cuenta,
como al llegar a un lugar desconocido. ¿En qué mundo ingresamos al abrir
este libro? ¿Qué puntos de contacto tiene ese mundo con el nuestro? ¿Qué
lectura de la vida nos propone la persona que escribe? ¿Qué opinamos
sobre eso? ¿De qué está hablando? ¿Cómo es este libro?
Para empezar, este libro de cuentos está solo en la reunión de los libros
de su época. No se parece a ninguno. Está bastante solo, también, en
59
la reunión de todos los libros, a lo mejor porque habla de un mundo
que pocos quieren ver (al ver algo tenemos que admitir, por lo menos,
su existencia: está ahí, lo vemos). El mundo de La furia se parece al
mundo normal, de todos los días. Es, de hecho, ese mundo que todos
conocemos, pero la escritora enfoca algunos detalles con su lupa y esos
detalles revelan que el mundo de todos los días, nuestro mundo familiar
y de siempre, es también un mundo cruel. Muestra las historias se-
cretas que contiene. Revela que ese mundo, civilizado y social, encierra
acciones brutales, como esas familias que ocultan a la pariente loca e
incendiaria en un desván con llave. La vida de los cuentos de La furia
es cruel.
60
móviles son enigmáticos –quién puede entender, después de todo, la
cabeza de un perverso, qué es lo que quiere, qué es lo que encuentra en
cada caso especial. Por otro lado, el perverso se ocupa de que su víctima
guarde, por miedo o por vergüenza, el secreto de la perversión.
61
grandes y a los grandes como si fueran chicos. Puede quejarse de las
preocupaciones que le implican sus esclavos y a veces hasta de su ingra-
titud. Puede convencer a una víctima de que merece lo que le pasa.
La perversión llega todavía más lejos. Nunca está conforme y busca su-
perarse todo el tiempo. Lo consigue. El perverso es diestro en el de-
porte de los desvíos y por eso es impredecible. Toma entre las manos
las formas de las buenas costumbres, la cáscara vacía de los modales y
la corrección, y las llena con sus propias intenciones. La ética, para el
perverso, es solamente un gesto y él es un buen imitador. Pero no puede
engañar a la escritora que lo mira, al mismo tiempo tranquila y asom-
brada. Nadie como Silvina Ocampo para contar en dos renglones cómo
funciona el mecanismo.
Cacho dijo que sabía no sólo preparar sino encender una fogata. Él
tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego.
Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos
fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los
había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. La idea de
Cacho es cruel, no hay duda. Quemar viva a la niñera. Lo que respon-
de el narrador es perverso. Cuando dice yo protesté, nos anticipamos a
pensar que va a retar a Cacho por tener una idea tan cruel. Pero lo que
le parece mal, en cambio, es que el plan de Cacho sea una desubica-
ción. Mejor matar a las madres, ¡los fósforos de lujo son para ellas! Los
buenos caminos pueden llevarnos a los peores lugares. Encima termina-
mos por darnos cuenta de que todos podemos ser perversos.
Muchas veces pienso que los demás tienen razón, aunque no la ten-
gan, dice un personaje. Es algo típico de las personas atrapadas en una
situación perversa. Suena, por lo menos, familiar. Es la señal del radar
que detecta la perversión. Ese radar es la angustia. En este libro, esa
angustia se ve aunque no contagia al lector –resultaría insoportable y
lo que quieren los escritores, siempre, es que el lector siga leyendo.
62
En estas historias los personajes son seres desvalidos (chicos, mujeres,
hombres perdidamente enamorados de mujeres que no les correspon-
den). En Voz en el teléfono, el narrador cuenta: Nicolás Simonetti era
el cocinero: yo lo quería con locura. Me amenazaba, en broma, con un
enorme cuchillo lustroso. ¿Qué podemos decir de esos juegos donde un
poderoso (el grande) amenaza en broma a un débil (un chico) con un
arma mortal? La perversión reconoce a los débiles y a ellos se dedica. Le
gustan los chicos porque sabe que en ellos puede dejar una marca: no
hay niño desdichado que después sea feliz. Su error es olvidar que esas
presas inofensivas pueden cobrar la fuerza casi desmedida de la furia. La
fuerza poco aconsejable pero imbatible del desquite.
63
penitencia ella puede hacer de las suyas? La furia reemplaza al dolor.
En La oración, un chico asesina a otro. Los vecinos marchan al cemen-
terio con el cajón en un cortejo que recorre el barrio de la víctima y
su asesino. La narradora se da cuenta de que la gente, más que llorar
a la víctima, maldice al victimario. En cada puerta se detenían para
gritar insultos a Claudio Herrera, para que la gente se enterase del cri-
men que había cometido. Estaban tan exaltados que parecían felices.
¿Cómo puede ser?, nos preguntamos. La respuesta llega sola, cuando
vemos un entierro parecido por televisión. Vemos lo que veíamos antes
desde otra perspectiva.
64
sus alumnas, que se llamaba Alejandrina, acababa de morirse en un
accidente, mientras iba en colectivo a visitar a su novio –tenía quince
años- después de salir del colegio. Yo también tenía quince y pensé todo
el día en esa chica que no conocía y en su profesora de dibujo, que aún
no había leído. Días después del terrible accidente, mi padre me mostró
una poesía que Silvina Ocampo había publicado en un diario. Se llama-
ba Le hablo a Alejandrina, y decía:
Alejandrina, tu sabiduría
Ese conocimiento tan profundo
Prenatal no sería de este mundo:
Con él te fuiste donde muere el día.
65
entrevistas que dio, en su forma de su ser, en sus libros. La furia, dicen,
es el más importante. Lo indudable es que es un gran libro. Nos damos
cuenta porque después de leerlo el mundo no vuelve a ser el mismo.
Contamos con otra forma de leer lo que nos pasa. La vida gana una
nueva dimensión. Hay gente que hace cosas terribles, liebres con perso-
nalidad y lugares vacíos que conservan la historia de la gente que vivió
en ellos. La vida parece diferente. Podemos verla desde otra perspecti-
va. También miramos con otra cara a los tímidos. Sabemos que muchas
veces nos darán una sorpresa, que están mirando y también escuchan,
que son los testigos que pueden contar. Son los que encuentran la llave
que abre el desván donde hace tiempo que guardan a los raros de la
familia –que se parecen a todos nosotros. Abren la puerta sin que nadie
se dé cuenta y nos dejan salir.
Lecturas recomendadas:
Astutti, Adriana, “Andares clancos” “Fábulas del menor en Osvaldo Lam-
borghini, J.C. Onetti, Ruben Darío, J.L. Borges, Silvina Ocampo y Manuel
Puig”, Beatriz Viterbo Editora, Ensayos Críticos, 2001, Rosario, Argentina.
Plante, Alicia, “La furia, de Silvina Ocampo”, Página 12, jueves 8 de fe-
brero del 2007.
66
La vida de los otros
Alan Pauls
Nidia y Luci son dos devotas del chisme. Dos “especialistas en esa carro-
ña trivial que podríamos llamar “la vida de los otros”. Oscilan siempre
entre dos polos, el escepticismo y la compulsión. Saben, por un lado, que
Silvia es “otra persona”, que su vida tiene una lógica propia, distinta de
la que rige la vida de ellas, y que por lo tanto, tabicada por diferencias
de edad, experiencia y cultura —como las paredes tabican el espacio del
edificio que comparten—, difícilmente podría serles transparente, y difí-
67
cilmente autorizaría la inflación de hipótesis, inferencias y conclusiones
que movilizan alrededor de ella. Pero el chisme es un vicio, y de los más
serios. Como dos posesas, Nidia y Luci no paran de rastrear la vida de
la vecina. Le muerden los talones, palpitan sus avatares, desmenuzan e
interpretan cada una de sus peripecias con la impertinencia de una au-
toridad no autorizada, versión bastarda de la autoridad profesional con
la que Silvia, que es psicoanalista, descifra en su consultorio, a puertas
cerradas, los monólogos de sus pacientes. Silvia es diferente, sí, pero
esa evidencia, lejos de arredrarlas, no hace sino exasperar el interés, la
avidez, la fruición casi adolescente con que Nidia y Luci monitorean día
y noche una vida que, empeñada en transcurrir sin ellas, aunque muy
cerca de ellas, cada vez parece necesitarlas más.
68
El deseo de ver y de verse en otra escena, el impulso mimético, la voluntad
de proyectar, identificarse, idealizarse en una pantalla poblada de formas
y sombras, la necesidad imperiosa de usar y atravesar el relato de una ex-
periencia ajena para poder hablar de sí, para articular una verdad personal
que de otro modo quedaría hundida en el silencio: todas las pulsiones que
en las novelas de Puig solían alimentarse y saciarse con las mitologías
del cine de Hollywood, los géneros populares, el archivo sentimental del
bolero o el melodrama, ahora se abalanzan sobre un objeto banal, tan
austero, frágil y vulnerable que hace temblar: la vida desnuda. Es la vida
del otro —en este caso de la otra, Silvia— la que es ahora al mismo tiempo
el espectáculo que se ofrece y la pantalla blanca donde se despliega, una
ficción a consumir y un libreto proyectivo, un objeto de glosa y la materia
prima de una autobiografía (o de dos).
69
No es la primera vez que la industria del secreto conecta en Puig el
chisme con el psicoanálisis. Abundan en su obra esos sabuesos del in-
consciente que se ganan la vida gracias al contacto con lo inconfesa-
ble: pulsiones, deseos, fantasías, rituales privados, deudas, traiciones…
Es raro que sean “buenos” analistas. Por lo general son poco confiables,
tienden a la impostura, la extravagancia o la manipulación y a menu-
do están demasiado atormentados por sus propios dramas para lidiar
con un mínimo de idoneidad con los de sus pacientes. Oscilan entre el
fraude, la psicopatía y la “ruptura del encuadre”, como se estigmatiza-
ba hace algunas décadas, usando un léxico cinematográfico que Puig
no hubiera desaprobado, cualquier infracción al protocolo del “buen”
análisis. En El beso de la mujer araña, por ejemplo, el psicoanalista, que
Puig exhuma de un viejo film clase B de Hollywood (La mujer pantera),
deja de lado toda etiqueta y para “curarla” besuquea medio de prepo a
su paciente más díscola, Irena, que lo ha consultado porque teme que
besar a su novio la convertirá en pantera. El psicoanalista de The Buenos
Aires Affair —quizás inspirado en el cura de Mi secreto me condena de
Hitchcock— amenaza con violar la ley del secreto profesional y contar a
la policía el crimen que un paciente temperamental, o apenas mitóma-
no, le ha revelado durante las sesiones. En una de las ficciones delirantes
de Pubis angelical —uno de los ensueños que la quimioterapia induce
en Ana, la protagonista—, un joven guionista, atormentado por la con-
ducta distante de su amada, le propone que consulte con su propio
psicoanalista. Para él sería una solución perfecta: “Ya no tendríamos
secretos el uno para el otro”. Para ella es sólo una trampa: el plan se-
creto de su amado, piensa, es “ponerla en manos del enemigo, obligarla
a revelar todos sus secretos a pretendidos médicos”. El último avatar de
esta familia de fanáticos del saber y el secreto es Silvia, la triste heroína
de Cae la noche tropical que, sacada de quicio por la pasión, ametralla
con todo el arsenal del “análisis salvaje” al candidato histérico que la
vuelve loca y, amparándose en una discutible lógica de medios y fines,
revela secretos a terceros y traiciona la confianza que depositaron en su
investidura profesional.
70
Pobres víctimas o manipuladores inescrupulosos, de esos charlatanes está
hecha la literatura de Puig. De ellos, que, en contacto con ese fondo de los
fondos donde fermentan todos los secretos humanos, hacen siempre lo
que no debieran: salirse de los marcos, romper reglas, arrogarse el derecho
de exportar su saber y aplicarlo sobre todas las cosas. De ellos y también
de los ecos espurios del saber psicoanalítico que desencadena el arte de la
“deformación profesional”: versiones salvajes, vulgares, vulgarizadas, que
circulan en las páginas de una revista para mujeres o una conversación
de peluquería y difunden los tics de la disciplina al mismo tiempo que
la degradan. Como cualquier discurso institucional, el psicoanálisis sólo
entra y activa las ficciones de Puig una vez que está fuera de lugar, de-
portado de su territorio y sus funciones específicas, cuando algo —llámese
desliz, enfermedad, maquinación, o esa vocación siempre inapropiada que
tienen los secretos profesionales, que no toleran “quedarse entre cuatro
paredes”— lo arranca de su espacio de circulación reconocido, lo sustrae
a los interlocutores autorizados para manipularlo, lo desvía de la teoría
que lo funda y los usos legítimos a los que está destinado. Así como está
llena de amateurs —gente que improvisa destrezas menores y alardea con
sus talentos de entrecasa—, la literatura de Puig está llena de especialistas
fallados y profesionales que pierden el rumbo, gran gremio de abusadores
que nunca brillan tanto como cuando se apartan del camino correcto
trazado por sus disciplinas.
71
Onetti o darle la razón, basta con olvidar cómo escribe Puig (si “tiene esti-
lo”, si sus libros son “personales”) y pensar en cambio qué es lo que hace. Y
lo que hace —lo que hizo siempre, desde su primera novela, La traición de
Rita Hayworth— fue poner en tela de juicio y atentar contra la idea de la
intimidad como refugio, guarida, espacio privado, tesoro interior. Hay en
Puig una especie de pulsión hacker que lo fuerza a robar constraseñas, in-
miscuirse, interceptar información confidencial, violar archivos secretos,
volver público lo privado. Puig es el gran desenmascarador, el que niega
la sombra. No hay secreto en sus libros que no tenga los días contados; no
hay libro suyo que no cuente la historia de cómo se divulga un secreto.
Narrar, para Puig, es enfrentar el problema de una doble vida, una doble
ley, un doble mundo. El novelista es el go-between, el que pone en con-
tacto las dos caras de todas las cosas, el que lo da vuelta todo como un
guante: saca a flote los pensamientos que se esconden en la conversación,
revela el contenido de cartas no enviadas o destruidas, desnuda los gestos,
las expresiones, las muecas sintomáticas que las palabras dejan fuera de
cuadro y que deciden el verdadero sentido de lo que se dice.
72
Esta prodigiosa adicción al otro que atraviesa Cae la noche tropical es
uno de los grandes leitmotivs de la obra de Puig. Es la misma manía inte-
resada, instrumental, implacable, que afecta a la mayoría de las “parejas”
que están en el centro de sus novelas: el homosexual y el guerrillero en
El beso de la mujer araña, la enferma y el militante en Pubis angelical,
la artista ingenua de vanguardia y el crítico de arte en The Buenos Aires
Affair, el anciano traumatizado y el izquierdista sin esperanzas en Maldi-
ción eterna a quien lea estas páginas. Se quiere, se necesita, se pide todo
del otro, pero la razón es menos la voluntad de averiguar o desentrañar
que la urgencia de alimentarse, reanimarse, volver a la vida. Los héroes y
las heroínas de Puig no son fisgones; son vampiros. Cuando Puig empezó
a escribir El beso de la mujer araña, la película que Molina le contaba a
Valentín al principio de la novela no era La mujer pantera sino el Drácula
de Bela Lugosi. En Maldición eterna, Larry, contratado para sacar a pasear
dos veces por semana a un hombre que un trauma ha postrado en una
silla de ruedas, se lo dice con todas las letras: “Usted es como un vampiro.
Se alimenta de la vida de los demás. Trate de imaginarse cómo se siente
la víctima mientras la van vaciando de a poco”. La indiscreción, la intro-
misión, la invasión del otro, la alcahuetería y el chisme son movimientos
de una economía interpersonal que es menos moral o epistemológica que
gástrica, alimenticia, metabólica. Frágiles y dependientes, necesitadas y
huérfanas, Luci y Nidia —como todos los héroes y las heroínas de Puig—
son con todo mucho más fuertes de lo que parecen. ¿Por qué? Porque son
criaturas de un reino extraño y equívoco, un reino que ama la cercanía, la
inmediatez y el contacto como nada en el mundo, un reino que no figura
en el horizonte del saber psicológico o psicoanalítico sino en el de las
ciencias naturales: el reino de los parásitos.
73
parias más o menos conspicuos, Puig explora en Cae la noche tropical
un tipo de outsider con el que la ficción contemporánea rara vez acepta
rozarse: los viejos. Octogenarias y ociosas, Nidia y Luci se pasan la mitad
de la novela quietas, juntas, adheridas a Silvia, de cuya vida extraen la
savia que necesitan para seguir despertándose al día siguiente. Viven
de Silvia; o mejor: la viven. Llevan una vida casi exclusivamente verbal,
donde las palabras han reemplazado a la acción y mantienen en equi-
librio un sistema doméstico-parasitario a la altura de sus necesidades.
Puig no esconde el costado triste de ese modo de vida vicario, su ava-
ricia ensimismada, su endogamia y su aislamiento. Sin embargo, si al
terminar la novela Nidia y Luci no son una pareja de burócratas que
administran el plasma ajeno sino dos chicas verdaderamente audaces,
dos heroínas a la altura de La vieja dama indigna de Brecht, es porque
lo que cuenta Cae la noche tropical no es cómo hacen las viejas pará-
sitas para sobrevivir sino cómo engordan, cómo recuperan color y se
reaniman, cómo se inventan una vida nueva, cómo transforman todo lo
que han expropiado de los otros en una forma de vitalidad desconocida,
abierta al mundo, quizá no siempre feliz, a menudo insatisfactoria o
peligrosa, pero signada por una intensidad, una energía y un espíritu
emancipatorio que doscientas páginas atrás parecían inimaginables.
74
El entenado
Juan José Becerra
Lo que “incitó” a Juan José Saer a escribir El entenado –se trata de una
intimidad revelada por él mismo– fue “el deseo de construir un relato
cuyo protagonista fuese no un individuo, sino un personaje colectivo”.
Pero el deseo formal, fiel a los saltos típicos de la ruta que lo arrastra
hacia los hechos, se fue desviando en dirección a la realidad de la obra.
Finalmente el personaje colectivo, que abunda en el libro y cuyas vidas
y costumbres pueden reducirse al nombre genérico de “los indios”, fue
eclipsado por los recuerdos del narrador que evoca su origen mítico
sesenta años más tarde, para que vivan en su memoria por primera vez.
Prólogos / El entenado
75
orfandad me empujó a los puertos”), ha decidido hacerse una memoria
para apropiarse de un pasado que no sabe muy bien en qué consiste y
recuerda la noche en la que los nativos lo apresan y lo arrojan al interior
de una choza, donde hallará una identidad nueva:
76
han navegado los empleados de la Conquista, escrita en el mapa que
más tarde fue la realidad infernal de un continente desconocido y luego
una experiencia evocada con un delay tal vez ligado al pudor narrativo
(el pudor de quien no busca a la literatura sino que espera su llegada).
Prólogos / El entenado
77
Saer es el novelista que narra las cosas que se van sobre o contra las co-
sas que permanecen. Ese punto de vista insobornable, del que obtiene su
máximo relieve estético y filosófico, logra extenderse retrospectivamen-
te en El entenado, donde excepto el padre Quesada, mencionado unas
pocas veces, ni las cosas que se van, ni las que quedan, tienen nombres
propios. Allí, la naturaleza -todos sus elementos vagos y sus individuali-
dades- son partes integradas y anónimas de una vida común.
Ese espacio de olvido entre los sucesos y la memoria -dos fuerzas ima-
ginarias que reúne la ficción- es anunciado por el narrador de Saer en
la segunda página para revelar, menos que un pensamiento, los detalles
de una percepción que sabe distinguir el campo de los acontecimientos
de aquel otro en el que son recuperados por la escritura:
78
y las pruebas de su atraso, sino hacia la prehistoria del espacio casi ex-
cluyente donde transcurren sus ficciones.
Prólogos / El entenado
79
que le dan a la realidad aludida un estatus de composición complejísi-
ma, organizada por diversas materias y cuyos acontecimientos suceden
simultáneamente en varias escalas, que hay que descomponer para que
pueda entenderse. Para que esto ocurra no hay que emular la realidad,
ni rendirse automáticamente a sus señales ordinarias, ni reconstruirla en
imágenes planas sino, simplemente, detenerse en ella:
Pero si en la obra de Saer hay otro agente omnipresente, que con dere-
cho insiste en hacerse oír y –en la medida de lo posible– entender, ese
agente es el tiempo en todas sus variantes. A esa variedad, singular en
cada una de sus partes, como lo son los tiempos del hecho, el recuerdo,
80
el sueño, la contemplación y el pensamiento -y de sus combinaciones
razonadas o espontáneas-, Saer le agrega en El entenado el tiempo de
la escritura que, por supuesto, responde a la lógica de la ficción pero
nunca para negar la verdad de su experiencia artificial.
Prólogos / El entenado
81
siste en absorber el comportamiento profundo y hasta invisible de todas
las escalas del universo, y escarbar en su oscuridad para extraer muestras
de sus rincones recónditos. Son paisajes simultáneos que a simple vista
no parecen asociados, pero que sin dudas forman la materia dinámica
y escurridiza que llamamos realidad. Todos juntos, más en espesor que
en sucesión -todo el tiempo como una masa compacta que se acomoda
sobre el espacio-, forman el universo de Juan José Saer, ese litoral desde
el que se puede ver una infinidad de cosas fluyendo siempre en la misma
dirección, aunque cada cual conforme a su propia velocidad.
Es, sin dudas, una objeción frontal a los patrones de la novela histórica
de la época, apoyada (tal vez aplastada) contra un conjunto de elemen-
tos precisos que reducen el arte de narrar a una relación de servidumbre
con la Historia o, peor aún, con la historiografía, y promueven todavía
hoy una ficción amparada en un verosímil del dato geográfico, crono-
lógico y biográfico, y en la acumulación de materia ya existente -en los
manuales de historia- de las que las novelas podrían brotar sin siquiera
pensar en destinarle una forma, eso que Saer buscó y encontró para que
lo que llamamos literatura no deje de ser un arte.
82
Sarmiento, escritor
Ricardo Piglia
I
Hablar de Sarmiento escritor es hablar de la imposibilidad de ser un
escritor en la Argentina del siglo XIX. Primer problema: hay que ver en
esa imposibilidad el estado de una literatura que no tiene autonomía: la
política invade todo, no hay espacio, las prácticas están mezcladas, no se
puede ser solamente un escritor. Segunda cuestión: esa imposibilidad ha
sido la condición [de una escritura incomparable] de una obra incompa-
rable. Sarmiento pudo escribir algunos de los mejores textos de nuestra
literatura porque ser escritor era imposible. Sus grandes obras (y en
primer lugar el Facundo) expresan en su forma esta paradoja central.
83
y dos volúmenes de sus Obras Completas. (Hay una escena donde Sar-
miento narra el fin: “En la noche fui a Palermo, tomé papel de la mesa
de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos
de Chile, con esta fecha, Palermo de San Benito febrero 4 de 1852”.
Momento decisivo, gesto simbólico, la escritura ha llegado al lugar del
poder: a partir de ahí casi no habrá espacio, ni separación, ni lugar para
la literatura.(1)
Durante el siglo XIX los escritores argentinos parecen vivir una doble rea-
lidad; hay un revés secreto en su vida pública: son ministros, embajadores,
diputados, pero no pueden ser escritores. (“Yo estoy bien, relativamente
bien, pero sólo estaré feliz cuando me dedique a escribir novelas”, le dice
Eduardo Wilde a Miguel Cané.) La literatura argentina del siglo XIX podría
ser una metáfora del infierno para un escritor como Flaubert.
84
privada de Flaubert a su amante es el manifiesto de la literatura con-
temporánea.) Se condensa un proceso histórico: Marx y Flaubert son los
primeros que hablan de la oposición entre arte y capitalismo. El carácter
improductivo de la literatura es antagónico de la razón burguesa: la
conciencia artística de Flaubert es un caso extremo de esa oposición.
Hacer un libro sobre nada, un libro que no sirve para nada, que escape
al registro de la utilidad burguesa: la máxima autonomía del arte es a la
vez el momento más agudo de su rechazo de la sociedad. A la inversa, en
enero de 1852, Sarmiento busca en la eficacia y en la utilidad el sentido
de la escritura: en Campaña en el Ejército Grande discute con Urquiza
(que no lo escucha, que no lo reconoce, que casi no le contesta, que lo
intimida con su perro Purvis) y trata inútilmente de convencerlo de la
importancia y del poder social de la palabra escrita. La Campaña narra
ese conflicto y en el fondo es un debate explícito (una campaña) sobre
la función y la utilidad de la escritura.
La asimetría entre Sarmiento y Flaubert (que son los dos escritores que
mejor escriben su lengua en ese tiempo) resume los problemas de la
no–sincronía y del desajuste respecto de la cultura contemporánea que
definen a nuestra literatura desde su origen. El lugar lateral y desierto
de la literatura argentina(2) (ajena a la herencia colonial y a las tradicio-
nes prehispánicas, europeizada desde los márgenes) se manifiesta como
escisión y doble temporalidad. Todo parece a la vez contemporáneo e
inactual. Las primeras lecturas del Salón Literario (1837) intentan defi-
nir una estrategia que permita anular esa distancia y hacer presente la
cultura. La tradición cultural dominante en la Argentina (hasta Borges)
está definida por la tensión entre el anacronismo y la utopía (obviamen-
te Borges ha sabido explorar al máximo la combinación de lo anacrónico
y lo utópico para construir sus ficciones y su teoría de la lectura. En el
fondo esa combinación es la materia de “Pierre Menard”). La pregunta
básica es siempre ¿dónde está el presente? o mejor ¿cómo estar en el
presente? Y esa pregunta es un tema central en la obra de Sarmiento.
85
En el origen de la literatura nacional esa no–sincronía aparece sobre
todo en los problemas de la autonomía y de la función de la literatura.
Cuando en la literatura europea se ha logrado una separación institu-
cionalizada de las prácticas y de las categorías literarias, en la literatura
argentina esas cuestiones sólo existen en la conciencia de los escritores
y en su voluntad de fundar una literatura nacional. Podríamos decir que
en la Argentina hay una doble historia del lugar de la literatura.
Esa doble relación (con la práctica política y con las literaturas extran-
jeras) define de un modo propio la autonomización de la literatura y su
función. La definición de lo que significa ser un escritor se juega en ese
doble vínculo. “Hay que tener un ojo puesto en la inteligencia francesa
y el otro ojo clavado en las entrañas de la patria”: la consigna de Eche-
verría sintetiza ese doble proceso. La mirada estrábica es la verdadera
tradición nacional: la literatura argentina se constituye en esa doble
visión, en esa relación de diferencia y de alianza con otras prácticas y
86
otras lenguas y otras tradiciones. Un ojo es el aleph, el universo mismo;
el otro ojo ve la sombra de los bárbaros el destino sudamericano. La
mirada estrábica es a–sincrónica: un ojo mira el pasado, el otro ojo está
puesto en lo que vendrá.
II
Ese lugar indeciso determina un aspecto incierto de la obra de Sarmien-
to: el uso desplazado de la ficción. El mismo define así, en Recuerdos de
Provincia, su entrada en la escritura: “Con La pirámide por primera vez
las fantásticas ficciones de la imaginación me sirvieron para encubrir la
indignación de mi corazón”. La pregunta por supuesto es ¿cuáles fueron
las otras si esa fue la primera?
87
tienen en agitación los espíritus y que hacen de París una sociedad pue-
ril, oyendo con la boca abierta a esa multitud de contadores de cuentos
para entretener a los niños, Dumas, Balzac, Sue”.
88
a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de des-
cifrar el jeroglífico que, se decía, contener desahogos innobles, insultos
y amenazas. Oída la traducción y bien, dijeron, ¿qué significa esto?”
89
afirma en el uso de otra lengua que marca la diferencia (“¿Qué significa
esto?” se preguntan los bárbaros), en Echeverría la violencia está en pri-
mer plano y el lenguaje del relato queda atrapado, como el cuerpo , por
el enfrentamiento. El texto reproduce a nivel lexical la confrontación,
y se escinde entre la lengua alta, engolada, culta y casi ilegible para
nosotros hoy, una lengua de traducción podríamos decir del letrado
unitario y el lenguaje oral, popular y bajo de los orilleros federales. Y lo
paradójico es que todo el valor de El matadero está en la vitalidad de
esa lengua popular que ha traicionado los presupuestos y la ideología
explícita de Echeverría que buscaba reproducir en el estilo el juicio de
valor que suponía el choque entre el hombre refinado y los bárbaros
incultos. La textura del relato ha invertido esa oposición y lo más vivo
de El matadero es ese registro oral donde se hace presente en nuestra
literatura por primera vez (fuera de la gauchesca) el lenguaje popular.
Pero hay una diferencia clave entre esos dos textos iniciales que me
interesa especialmente señalar porque en un sentido sintetiza el tema
de esta conferencia.
90
Mientras el comienzo del Facundo es propuesto como un relato verda-
dero y tiene la forma de la autobiografía, El matadero es una ficción y
porque es una ficción puede hacer entrar el mundo de los bárbaros y
darles un lugar y hacerlos hablar.
91
universo duplicado y en lucha pero a la vez lo construye. La complejidad
del libro deriva del intento de mantener unidos los dos campos. Se puede
decir que Sarmiento inventa una forma para no quebrar esa conexión. Lo
que el texto une es la diferencia pura. No se trata sólo de una cuestión te-
mática, la escritura reproduce la escisión (y construye la unidad). La forma
de la civilización y la forma de la barbarie se representan de modo dis-
tinto. Al sistema de citas, referencias culturales, traducciones, epígrafes,
marcas de la lectura extranjera que sostienen la palabra de la civilización,
se le oponen las fuentes orales, los testimonios y los relatos, los rastros
de la experiencia vivida que reproducen y hacen hablar al mundo de la
barbarie. (“Lo he oído en una fiesta de indios...”. “Un hombre letrado me
ha suministrado muchos de los hechos que llevo referidos”. “Le he oído
yo mismo los horribles pormenores”. “Más tarde he obtenido la narración
circunstanciada de un testigo presencial”.) Son dos formas de la verdad,
dos sistemas de pruebas que reproducen la estructura del libro y duplican
su temática. La tensión entre lo escrito y lo oral, entre la cultura y la ex-
periencia, entre leer y oír reproducen una diferencia básica. La civilización
y la barbarie son citadas de modo distinto: el que escribe el Facundo tiene
acceso a las dos versiones y puede traducirlas. Ese doble movimiento está
representado en la primera página del libro: el escritor está en la frontera,
entre dos lenguas, entre la cita europea y las marcas en el cuerpo y ese es
el lugar de la enunciación.
92
Por eso a Sarmiento le interesa el modo en que Fenimore Cooper ha
sabido ficcionalizar el cruce entre dos realidades. “El único romancista
que haya logrado hacerse un nombre europeo es Fenimore Cooper y eso
porque transportó la escena de sus descripciones al límite entre la vida
bárbara y la civilizada”.
93
figurada (y no sólo discursiva) del sentido. Producir la experiencia de la
significación; cerrar la interpretación en una imagen antes que en una
idea. La experiencia novelística de la realidad escindida es el nudo de la
forma literaria del Facundo.
No leemos el Facundo como una novela (que no es) sino como un uso
político del género. (Facundo es una proto–novela, una máquina de no-
velar, el museo de la novela futura. En este sentido funda una tradición.)
La discusión con el género está implícita en el libro. Facundo se escribe
antes de la consolidación de la novela en la Argentina y antes de la
constitución del estado nacional. El libro está en relación con esas dos
formas futuras. Discute al mismo tiempo las condiciones que debe tener
el estado (capítulo XV) y las posibilidades de la novela americana por
venir (capítulo II). Por una lado el Facundo es un germen del estado (en
el sentido en que Levi–Strauss decía que el totemismo era un germen
del estado) y por otro lado es el germen de la novela argentina. Tiene
algo de profético y de utópico y produce el efecto de un espejismo: en
el vacío del desierto se vislumbra como real lo que se espera ver. El libro
está construido entre la novela y el estado: los anticipa y los anuncia y
se coloca entre esas dos formas antagónicas. Facundo no es Amalia de
Mármol, ni es las Bases de Alberdi: está hecho de la misma materia pero
transformada y en el origen y como cruza o como forma doble.
94
a que el libro no obedece a las normas de verdad que postula. Al mismo
tiempo todos reconocen en ese desajuste el fundamento de su eficacia
literaria. (Recién cuando el libro se canoniza porque triunfa su ideología
se resuelve ese debate.)
95
sujeto de la verdad. De entrada está la experiencia vivida, la violencia, la
cultura europea; el que dice yo afirma su derecho a la palabra: va a ha-
blar por eso, pero también va a hablar de eso, y la forma autobiográfica
es la garantía de la verdad.
96
a la apropiación, a la libertad ficcional, a la necesidad política. Pero el
fundamento de la forma que vemos aquí en miniatura reside también en
el uso figurado de la verdad: Sarmiento sintetiza una red abstracta de
sentido en una experiencia que se representa en una imagen (imborrable).
De ese modo construye el escenario imaginario para escribir la verdad.
Quiero decir Sarmiento sabe construir la escena dramática que condense
las líneas abstractas de una interpretación. No importa si esa construcción
es verdadera o falsa, como la ficción es al mismo tiempo verdadera y falsa;
como la ficción busca producir una experiencia de la verdad.
III
Sarmiento funda la literatura nacional porque encuentra una solución
de compromiso que atiende al mismo tiempo a la libertad de la escritura
y a las necesidades de la eficacia política. El atraso y la falta de auto-
nomía de la literatura argentina del siglo XIX dificulta la constitución
institucionalizada de los géneros y hace inciertos sus límites. Sarmien-
to explota como nadie la posibilidad de esa inmadurez de las formas.
Construido con todas las lecturas y todos los libros Facundo es un libro
único, que no se parece a ningún otro. Su característica básica es la
yuxtaposición y la mezcla de géneros fragmentados: a la vez el ensayo,
el periodismo, la correspondencia privada, la crónica histórica, la auto-
biografía. (La eficacia práctica del libro depende de ese uso de los gé-
neros.) Sarmiento usa los géneros como distintas maneras de enunciar
la verdad: cada género tiene su sistema de pruebas, su legitimidad, su
modo de hacer creer. Los géneros son posiciones de enunciación que ga-
rantizan los criterios de verdad. En este sentido hay una relación directa
entre el uso fragmentario de los géneros y el efecto de verdad (clave de
la eficacia política)(8).
97
que un género predomine sobre los otros y hace posible la expansión y
la proliferación de la escritura de Sarmiento. La situación formal básica
que unifica los registros múltiples en Facundo es ficcional.
98
modifica. En Mi defensa es la patria la que “se hunde bajo mis pies,
se me evapora, se me convierte en un espectro horrible”. En Facundo
“la sombra terrible” es el espectro del muerto que encierra todos los
enigmas de la barbarie. En Campaña en el Ejército Grande el lugar del
enigma y del monstruo lo ocupa el General Urquiza (¡y su perro Purvis!).
Mejor sería decir: la Campaña es uno de los grandes libros de Sarmiento
porque esa forma dramática de la confrontación directa con el otro
enigmático que no oye, que monologa, cuyas razones profundas hay
que imaginar, funciona como un molde para representar una situación
histórica concreta. (Urquiza asiste a esa figuración con cierta indiferen-
cia irónica pero capta sin duda el exceso de la actuación de Sarmiento y
la sobrecarga paranoica. “Le debo a Urquiza haberme endilgado el título
de loco” le escribe Sarmiento a Mary Mann en 1868.) En la Campaña el
carácter figurado del sentido domina una vez más sobre la significación
puramente discursiva.
El motor secreto de esa lucha imaginaria y personal con la figura del otro puro
es por supuesto Juan Manuel de Rosas. La imagen del espectro y sus meta-
morfosis es el modo que tiene Sarmiento de representar su diálogo imposible
con Rosas. Sarmiento es un gran escritor porque ese diálogo con Rosas, en sus
textos, está siempre desplazado y ficcionalizado y es indirecto y está mediado.
Sarmiento nunca escribe un libro sobre Rosas, pero no hace otra cosa que
escribir sobre Rosas: la gran decisión fue elegir a Quiroga como tema de un
libro (sobre Rosas). Ese desplazamiento es clave porque construye una figura
de disputa entre Sarmiento y Rosas. Del mismo modo que Rosas politiza la
lengua y la usa para construir una rígida simbólica federal que condensa las
líneas de su interpretación; en la otra trinchera, Sarmiento construirá un es-
cenario y usará el fantasma de Quiroga para construir también él una simbó-
lica que condense en una serie de imágenes y de consignas el otro sentido de
la historia. “Una ruidosa querella ha estallado entre Rosas, héroe del desierto
y Sarmiento miembro de la Universidad de Chile. Es una lucha de titanes a lo
que parece”, escribe Sarmiento (y como siempre el uso del discurso indirecto
y la tercera persona es una marca sutil de la ficcionalidad). La escritura de
99
Sarmiento construye la ilusión de una lucha de igual a igual (y esa igualdad es
lo que Urquiza no quiere reconocer).
Para que esa confrontación y ese diálogo sea posible no sólo hace falta
que el otro se haga presente en la escritura como el adversario ideal,
sino que también es preciso construir al sujeto que escribe como la
personificación de la civilización y de la verdad. El que marcha en la
Campaña en el Ejército Grande es un ejemplo perfecto de ese trabajo
de figuración: Sarmiento se presenta a sí mismo bajo la forma del em-
blema y de la alegoría. Esa compleja construcción de un sujeto capaz de
dialogar personalmente con la historia argentina recorre su obra. “Todo
se personifica en el mundo” escribe en Recuerdos (“Rosas es la personifi-
cación de la barbarie”.) La personificación de sí mismo como ejemplo de
la civilización es el otro gran momento de la escritura de Sarmiento.
100
La figuración (inesperada) de su identidad es una forma tan importante
de construcción literaria en Sarmiento como la figuración de la tradi-
ción enemiga encarnada en el otro como espectro. Se vislumbran ahí
los rastros novelísticos de su escritura: como en el folletín, el juego de
falsas identidades, de nombres cambiados, de aparecidos y tradiciones
muertas y golpes de escena es el modo básico de representación de la
verdad de la historia. Pero en Sarmiento el héroe es el que escribe: como
los grandes protagonistas del género él es el único que puede pasar de
un mundo a otro, el único que conoce realmente las leyes que permiten
entrar en esa realidad enigmática.
Hay que decir que el que escribe esa cita en el comienzo de Facundo ya
hace un tiempo que escribe y trabaja para hacerse un nombre de escritor.
Sus comienzos están marcados por el anonimato y el nombre fingido: en el
origen Sarmiento se llama a sí mismo “el incógnito”, “el desconocido” y le
escribe a Alberdi con el pseudónimo de García Román para enviarle unos
poemas. Estamos en 1838. “Aunque no tengo el honor de conocerlo, el brillo
del nombre literario que le ha merecido las bellas producciones con que
101
su poética pluma honra a la república alientan la timidez de un joven que
quiere ocultar su nombre a someter a la indulgente e ilustrada crítica de
usted la adjunta composición”. Así empieza la historia de su relación con la
literatura y el final está en Las ciento y una. Estamos en 1852 y Sarmiento
se ha hecho un nombre y ahora discute de igual a igual con Alberdi. (Y el
camino épico que lleva de ser nadie a ser un escritor es uno de los grandes
Bildungroman de nuestra literatura. “Yo era escritor”, dice en Recuerdos de
Provincia. “Cuántas vocaciones erradas había ensayado antes de encontrar
aquella que tenía afinidad química, diré así con mi esencia”.)(9)
102
Podemos imaginar ese discurso como el gran texto de Sarmiento es-
critor: el último texto, su despedida de la lengua. A veces pienso que
los escritores argentinos escribimos, también, para tratar de rescatar y
reconstruir ese texto perdido.
Ricardo Piglia
Notas
*. PHILIP RIEFF: “A Last World. The Impossible Culture: Wilde as a Modern Pro-
phet.” en Salmagundi n.58-59 (Fall 1982-Winner 1983) 406-26.
2: “De los libros de usted ni noticias (le escribe Andrés Bello a Fray Servando Te-
resa de Mier en carta del 15 de noviembre de 1821). El diablo sólo pudo haberle
metido a usted en la cabeza la idea de enviar ejemplares de su obra (cualquiera
fuera) a Buenos Aires que de todos los países de América es sin duda el más ig-
norante y donde menos se lee”. Esa pobreza cultural y esa debilidad son, al revés
de lo que puede pensarse la condición del llamado europeismo de la literatura
argentina. En uno de los primeros testimonios sobre la cultura en el Río de la
Plata el viajero francés Daireux (citado por Juan Agustín García en La ciudad
indiana) señala: “Toda la juventud penetrada de la insuficiencia de su educación
procura suplirla buscando ávidamente instrucción en los libros extranjeros. Se
ven pocos jóvenes que no aprendan, con el único auxilio de diccionario, a tra-
ducir el francés y el inglés, haciendo toda clase de esfuerzos para aprender el
primero de estos dos idiomas de preferencia”.
103
1972. El análisis del proceso de ruralización de las bases del poder, de las rela-
ciones entre masas populares, disciplina y ejército, de la relación entre Rosas y
la Revolución de Mayo es un extraordinario desarrollo del contenido central del
Facundo. En este sentido Revolución y guerra es el mejor libro que se ha escrito
sobre el Facundo. Uno de los pocos casos donde el comentario desplazado de un
clásico está a la altura de ese clásico. El otro ejemplo es Muerte y transfigura-
ción de Martin Fierro de Ezequiel Martínez Estrada. Desde luego Tulio Halperin
Donghi ha escrito además algunos textos ejemplares sobre Sarmiento (en espe-
cial su prólogo a Campaña en el Ejercito Grande)
4: Esta hipótesis formulada por Lukács en 1920 está implícita y ha sido retomada,
discutida o ampliada en casi todas las teorías posteriores sobre el género. Cfr. Walter
Benjamin, “Leskov o el narrador” y “Experiencia y pobreza” en Iluminaciones. Madrid,
Taurus, 1974 y también “Crisi del romanzo” en Avanguardia e Rivoluzione. Saggi su
letteratura Torino, Einaudi, 1973 y la carta a G. Scholem sobre Kafka del 12 de junio de
1938, en Lettere 1913-1940. Torino, Einaudi 1978. Mikahil Bakhtine, “Epica y novela”
en Esthetique et théorie du roman. París, Gallimard, 1978. C. Lévi–Strauss sobre mito
y novela en Mythologiques. III. L´Origine des meniers de table. París, Plo, 1978. René
Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque. París, Grasset, 1961. Para una
síntesis de la relación entre la tradición metafísica de la realidad duplicada y los orí-
genes de la novela: Cfr. Ian Watt, The Rises of the Novel, Londres, Chatto and Windus,
1957, Capítulo 1. Aunque no se dedica directamente a la definición del género, Ernest
Bloch en El principio esperanza (Madrid, Taurus, 1976) tiene en cuenta a la novela
como la forma utópica de resolución del mundo escindido.
104
por decir cosas raras: El matadero, la mulata en intimidad con la niña; el cigarro
en la boca de la señora mayor, etc., etc. La República Argentina no es charca
de sangre...” En fecha más tardía (julio de 1850) y también en carta a Alberdi
Echeverría se refiere a los errores y las exageraciones de Sarmiento en su lucha
contra Rosas. (“Sarmiento camina a lo loco...”)
8: Los dos problemas son uno solo. La cuestión se podría sintetizar con la expre-
sión: No hay libro como éste. Por un lado está implícita una pregunta sobre ¿Qué
clase de libro es éste? (“poema, panfleto, historia”). Por otro lado supone la certeza
de que no hay libro igual (“Vale más que un batallón de coraceros mandado por
un jefe arrojado”). La clave por supuesto es la relación entre las dos cuestiones:
en el cruce se juega a la vez la problemática de la doble autonomía y el lugar de
Sarmiento escritor. En una fecha tan tardía como 1876 (OC, t. XXII), en un discurso
sobre los ferrocarriles, dice Sarmiento: En medio del silencio y del terror rosista “
se oyó del otro lado de los Andes una voz y viose hacia Chile como una luz que
señalaba otro camino que aquel que no podía abrir la espada , un panfleto, un
romance, un libro, llámesele como se quiera, aparición en las prensas de Chile”.
La incertidumbre genérica del libro es la condición de su eficacia. Pero la falta de
autonomía y las urgencias de la función práctica son la condición de esa incerti-
dumbre genérica y de sus usos ambiguos de la verdad y de la ficción.
10:“Lee un discurso escrito, según se dice por Avellaneda, a causa de que sus minis-
tros, salvo Velez, habian juzgado el suyo como ´impresentable´” (Manuel Galvez.
Vida de Sarmiento, en Biografias completas. BsAs, Emece, 1962 tomo II pag 929.
105
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