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Semana Santa 2020 Domingo de Ramos de la Pasión del Señor Pbro.

Gerardo Hernández

Domingo de Ramos de la Pasión del Señor


Hemos llegado ya en nuestro camino de Cuaresma, que este año ha sido marcado por la
presencia del COVID-19 en nuestro país, al Domingo de Ramos. Este Domingo es el
pórtico que nos conduce al centro de nuestra fe cristiana: la Semana Santa. Puerta de acceso
por la que hay que pasar para seguir avanzando hacia la meta: la Pascua de Jesús y en ella,
vivir nuestra Pascua. En este domingo, día del Señor, el centro es el triunfo real de Cristo,
manifestado en su entrada solemne pero humilde a Jerusalén, donde el pueblo lo aclama
con gritos de alegría y felicidad y lo reconoce como su Rey. Pero, también en este día
somos testigos del anuncio de la Pasión, camino que conduce al triunfo definitivo de la
Resurrección.
En suma, el Domingo de Ramos nos presenta a Jesús como Rey que triunfa y vence, pero
no a base de un poder aplastante, sino del poder del amor que es entrega de la vida; por eso
nuestro Rey tiene que pasar por la Pasión y la Cruz, hasta derramar la última gota de
sangre, para así obtener el triunfo total: la Resurrección.
El Domingo de Ramos tiene un doble aspecto. En circunstancias normales inicia con una
procesión para conmemorar la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén. Este momento tiene
un marcado carácter festivo, de ahí las palmas, los ramos verdes y las exclamaciones de
alegría, dicho sea de paso, las palmas y ramos, si bien están benditos, no son amuletos ni
tienen poder curativo, no son objetos de superstición. Si se conservan, que es algo bueno, es
porque representan para nosotros el testimonio de la fe en Cristo, Rey mesiánico, y en su
victoria pascual.
El segundo momento es que, en este día, después de haber conmemorado la entrada de
Jesús en Jerusalén, la liturgia nos centra en la Pasión del Señor, ejemplo de una vida
entregada y puesta en hacer la voluntad del Padre. Para nosotros, los bautizados de este
tiempo, la Pasión se vuelve el modelo y paradigma de nuestra vida, a ejemplo de la de
Jesús, también nuestra existencia debe ser vivida desde el signo de la entrega total de lo que
somos al Padre. Una entrega absoluta y confiada y que no rehúye ni se echa atrás cuando en
su horizonte de vida se vislumbra la Pasión, sino que con determinación se dirige hacia ella,
no para enfrentarla, sino para abrazarla y fundirse entrando en ella, pues de vivir el dolor de
la Pasión sigue la alegría de la Resurrección.
Las lecturas de la Misa nos lo recuerdan claramente: Isaías pone delante de nosotros una
profecía que se hace realidad en Jesús, él es quién como discípulo del Señor, oye sus
palabras, no opone resistencia ni se ha echado para atrás porque confía en que el Señor le
ayudará y lo rescatará, aún del mismo abismo de la muerte. El salmo es aquel grito que
Jesús, estando en el trono de la Cruz, in extremis eleva al Padre: Dios mío, Dios mío, ¿Por
qué me has abandonado? Grito que no se pierde en el mutismo de Dios, sino que, de forma
dramática, se enlaza al silencio de Dios; un silencio tremendo pero revelador del amor del
Padre por el Hijo. Es el silencio amante del Padre que contempla al Hijo que confiado se
abandona en sus manos, sabiendo que él, como Creador y Padre de todo, tiene la última
palabra, Palabra de Vida pronunciada para la eternidad. El Evangelio es el recuerdo de la
Pasión, tomada de San Mateo. Acompañamos a nuestro Rey que es clavado en la Cruz,
Semana Santa 2020 Domingo de Ramos de la Pasión del Señor Pbro. Gerardo Hernández

trono desde donde habrá de reinar para la eternidad. La Pasión no es la derrota de la luz
ante la oscuridad ni el triunfo del mal; es la estocada final y letal a la muerte, pero para
poder asestarla era necesario aceptar ser herido de muerte por ella, sólo así se le podría
aniquilar. Por eso aclamamos a Jesús con las palabras de Pablo en su carta a los filipenses:
Jesucristo, Señor, para gloria de Dios Padre, y gloria nuestra.
Jesús es nuestro Rey, un Rey que cuelga de la Cruz. Un Rey que no huye de ella. Siempre
nos lo ha señalado así. Los Evangelios son muy claro en ello, él nunca nos ha prometido
“honores y triunfos”; nuestro Rey nunca nos ha engañado, él siempre nos advirtió y señaló,
con total claridad, que el camino a la victoria definitiva era ese: tomar la Cruz, negarse a
uno mismo y seguirlo (Mt 16, 24). Y a este Jesús, que es nuestro Rey, no basta con
contemplarlo en maravillosas obras de arte o en bonitas imágenes que compartimos por
diversos medios. No, no basta.
Él sigue viniendo y por eso es necesario saber descubrirlo presente en muchos hermanos y
hermanas que, al igual que él, sufren y padecen a causa de un trabajo que los esclaviza, de
una enfermedad que los margina y vulnera; o son víctimas de dramas familiares que los
obligan a abandonar la seguridad del hogar en busca de protección; hay que saber ver a
Jesús Rey que necesita de nosotros en el prójimo que padece a causa de la violencia e
inseguridad; Jesús se hace presente en aquellos hombres y mujeres que son desplazados de
sus comunidades, que son engañados, pisoteados y humillados en su dignidad a causa de su
condición de género, posición social o creencias o, bien en aquellos que son descartados a
causa de su edad, color de piel o apariencia física o habilidades atléticas. Jesús está en ellos,
en cada uno de ellos y en su rostro desfigurado, en su voz rota pide ser reconocido, pide que
se le ame.
No, no es otro Jesús. Es el mismo que entró en Jerusalén en medio de un ondear de ramos
de palmas y olivos, entre gritos que lo aclaman como Rey. Es el mismo Jesús que fue
clavado en la cruz y que murió en ella, entre dos ladrones. No, no tenemos otro Señor y
Rey fuera de él: Jesús, Rey humilde, de justica, de paz, de misericordia y perdón ¡Ven a
reinar en nuestro corazón!

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