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CONTRA LA FRAGILIDAD EMOCIONAL

Todos hemos oído alguna vez la frase «sufrir estoicamente», pero quizá no todos sabemos lo
que esto quiere decir. El sufrimiento que no es infringido de manera voluntaria es doloroso. La
vida nos tiene dispuestos momentos de amargura y desconsuelo para los que hay que estar
preparados. De igual modo tenemos que pertrechar a nuestros seres queridos lo mejor que
podamos. Porque educar en la felicidad y en la alegría parece tarea sencilla (aunque si
queremos tomarnos en serio el proyecto de una buena vida la cosa se complica bastante), y
recibir buenas noticias o vivir experiencias placenteras, aparentemente no necesita mucha
preparación. Sin embargo, aleccionarnos para los posibles reveses que la vida nos pone por
delante tiene algo más de enjundia, de trabajo, de preparación. Porque no llegaremos a
desarrollar una vida equilibrada, y por lo tanto plena, si no sabemos cómo enfrentarnos a la
cuestión del dolor.

Por suerte, con los avances en medicina, el dolor físico parece superado o controlado en parte.
Las personas que como yo tenemos poca tolerancia al dolor físico, contamos con una pléyade
de química que ayuda a sobrellevar bien la mayoría de las dolencias. Además sabemos que el
dolor físico suele ser temporal, por lo que la angustia en torno al mismo es bastante más
relajada.

Pero el que nos preocupa es el dolor emocional, el dolor mental, el que a veces se convierte en
una suerte de miedo irracional, o de obstáculo que parece insalvable porque no sabemos
cómo afrontarlo, y tampoco cuánto tiempo durará. Cada vez estamos peor preparados para
afrontar este tipo de sufrimiento. Solo tenemos que ver la cantidad de investigaciones, libros,
artículos, programas de televisión, innovaciones en el plano educativo… que se están llevando
a cabo en lo referente a la educación de las emociones.

Nunca se ha hablado tanto, nunca se ha conocido tan a fondo el mecanismo de


funcionamiento de las emociones, y sin embargo somos incapaces de entenderlas en nosotros
mismos. Estamos prestando mucha atención a las emociones y nos estamos dejando llevar,
manipular y controlar por las mismas en lugar de ser nosotros quienes las controlamos. Las
emociones empiezan a dominar al ser humano y no viceversa. Estamos en un periodo de
fragilidad emocional que nos mantiene ocupados en el plano sentimental.

¿Pero por qué tanta insistencia en educarnos emocionalmente? Creo que existe algo de
neofilia en este supuesto, es decir, algo de dejarse llevar por la novedad. Las emociones se han
puesto de moda y las terapias emocionales aparecen

a diestro y siniestro como la panacea para todos los problemas. Se está imponiendo una
educación centrada en terapias emocionales porque lo racional requiere esfuerzo y lo
emocional es más liviano.

En la sociedad hipermoderna las personas demandan soluciones rápidas, sencillas, que


conlleven poco esfuerzo, de modo que el pensamiento crítico, la capacidad de analizar o la
necesidad de «pararse a pensar» no tienen fácil venta. Insistimos en educar las emociones,
pero siempre desde el agrado. La consecuencia inmediata es la falta educativa de las
emociones más negativas, como la frustración, la ira, la impotencia, el tedio… Queremos
experimentar siempre emociones positivas y censuramos todas las demás, las rechazamos, las
rehuimos. El error de estos modelos educativos se manifiesta cuando los malos momentos
florecen, cuando la pesadumbre y la consternación hacen acto de presencia.

Otras veces, sin embargo, sufrimos más de lo necesario, me atrevería a decir que sufrimos
muchas veces de manera innecesaria. En muchas ocasiones somos nosotros los propios
culpables de nuestro sufrimiento, y lo hacemos porque, a su debido tiempo, no nos educaron a
«saber sufrir» y, a medida que crecemos, la vida saca su arsenal de malos momentos sin que
estemos preparados para combatirlos. Sufrimos porque no sabemos afrontar la vida con el
equilibrio adecuado a la hora de medir la intensidad de los problemas que «creemos» tener.
Padecemos esa especie de «potenciatitis», es decir, potenciamos, aumentamos, exageramos
los problemas, los categorizamos, los inflamos, los hacemos importantes y terminamos
abrumados por la dimensión que les hemos conferido.

¿Pero por qué este auge de lo emocional? Nuestros abuelos, incluso nuestros padres, no se
preocupaban tanto por el tema emocional. Su mundo era más duro a nivel de comodidades,
sus opciones eran muy limitadas y su contacto con el exterior se reducía a lo cercano, a lo
próximo, en definitivas cuentas, a lo real. Tenían por costumbre aceptar, en la medida de las
posibilidades, la sociedad en la que les había tocado vivir, y dentro de sus capacidades y de la
realidad de su estatus social, buscaban la felicidad. El trabajo era un medio para ganar dinero,
y la dicha solía atesorarse al margen de la economía, en la franja personal de la vida, separada
del materialismo. Por una parte, la aceptación de esta realidad tenía un halo de tristeza porque
cercenaba la capacidad de soñar con cambiar radicalmente la situación, pero por otra parte, se
partía de una realidad y se vivía conforme a ella, buscando una felicidad sencilla, teniendo una
vida emocional más transparente que la actual.

Este imperio del cuidado emocional que aumenta, pone especial acento en el tema educativo.
La pedagogía actual está haciendo hincapié en «educar las

emociones», como si esto no se hubiese hecho nunca. Antes las emociones eran un
complemento más, algo que acompañaba a unos deberes, unos contenidos, un aprendizaje de
la disciplina, unas exigencias determinadas…, y ahora las emociones (pero solo las positivas y
agradables) son el eje central desde el que pivotan todos los demás factores.

Estamos siendo testigos de un momento de explosión de nuevas metodologías pedagógicas,


como los trabajos por proyectos, en los que el niño, partiendo de los temas en los que se
siente a gusto, con los que se identifica, comience a trabajar. Desde los nuevos púlpitos
educativos, se pregona que la educación sin emoción positiva no es buena, y no paran de
inventarse estrategias educativas docentes donde el infante siempre se encuentre cómodo con
la situación que se le propone a cada momento.

Estamos cayendo en lo que se denomina un «paidocentrismo», es decir, el niño es el centro de


todo, todo gira en torno a él y, lo que es peor, en torno a su felicidad y satisfacción. Educamos,
desde la más temprana edad, en insertar y cuidar las emociones positivas las 24 horas del día.
Hay que estar contentos mientras estudiamos, mientras aprendemos, hay que estar felices
también en el trabajo, sentir que nos apasiona lo que hacemos en cada instante, en cada
momento. Pero si solo podemos o debemos aprender, o enseñar, con el refuerzo y el amparo
de emociones positivas, estamos manipulando la idea de una vida real, donde, como hemos
estado analizando, existen muchos factores imponderables que nos provocarán desazón,
desánimo, dolor, decepción, angustia, ansiedades y alguna que otra depresión. Es decir,
olvidamos educar también para el sufrimiento.

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