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La fe en los milagros y los milagros de la fe

Diácono Orlando Fernández Guerra

Los relatos evangélicos ilustran toda la gama de actitudes que es posible asumir frente a los
milagros de Jesús. Algunos de sus contemporáneos solo buscaban el prodigio y eran insensibles al
signo, por eso le dicen: “Cuando uno quiere hacerse conocer, no actúa en secreto; ya que tú haces
estas cosas, manifiéstate al mundo” (Jn 7,4). Pero Jesús les contesta: “Mi tiempo no ha llegado
todavía, mientras que para ustedes cualquier tiempo es bueno” (Jn 7,6). Y es que ellos no le seguían
por haber visto sus señales sino “… por haber comido pan hasta saciarse” (Jn 6,26).
Otros, aunque veían sus prodigios, se rehusaban a comprender su verdadero sentido
atribuyendo el milagro a otras fuentes: “… iban diciendo que tenía dentro a Belcebú y que expulsaba
a los demonios con poder del jefe de los demonios” (Mc 3,22). Los había también que se
beneficiaban de la acción de Dios, pero eran incapaces de llegar a un encuentro personal con Jesús:
“¿No han quedado limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien vuelva
para agradecérselo a Dios excepto este extranjero?” (Lc 17,17-18). Finalmente, algunos descubren el
sentido profundo del hecho milagroso y reconocen a Jesús como el Enviado de Dios: “¿Quién es
Señor, para que crea en él? Jesús le dijo, lo has visto, es el que está hablando contigo. Respondió:
Creo, Señor. Y se postró ante él” (Jn 9,35-38). Haciendo profesión de fe sitúan al milagro en su
verdadero contexto salvífico. Ciertamente, la fe precede siempre al milagro en la Biblia.
Se puede ilustrar esta verdad con muchos ejemplos. En el relato de la curación del hijo del
funcionario real el evangelista nos dice: “Se fio el hombre de las palabras que le dijo Jesús y se puso
en camino” (Jn 4,50). Y antes de la reanimación de Lázaro, le dice a su hermana: “El que cree en mí,
aunque muera vivirá... ¿Crees?”. Y ella contestó: “… Sí, Señor, yo creo” (Jn 11,25-26). Jesús cura al
paralítico después de haber comprobado su fe: “Viendo Jesús la fe que tenía, le dice al paralítico:
Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2,5). En los casos de la hemorroisa y del ciego de Jericó,
Jesús usa las mismas palabras: “Tu fe te ha curado” (Mc 5,34; 10,52).
El Maestro se niega a llamar la atención de la gente con portentos espectaculares (Mt 4,5-7;
Lc 4,9-12). Por eso, cuando los fariseos reclaman, como condición para creer en él, una señal del
cielo, Jesús les responde con una rotunda negativa: “¿Por qué esta generación pide un signo? Yo les
aseguro: no se dará a esta generación ningún signo” (Mc 8,11). Él no espera que la fe surja como
resultado del milagro, sino que la requiere como condición para efectuar el milagro: “¿Tienen fe en
que puedo hacer eso?” (Mt 9,28-30), les preguntó a los dos ciegos que le seguían; y a su respuesta
afirmativa les dice: “Que suceda como ustedes han creído” (Mt 9,29). Y es que el milagro, en su pura
materialidad de hecho extraordinario, suele ser ambiguo incapacitándolo para suscitar la fe. Los
prodigios de los magos y hechiceros paganos provocaban admiración, asombro o temor, pero no fe.
Los milagros, en cuanto signos del Reino, cumplen una función reveladora de la gloria del Hijo
de Dios (Jn 2,11; 4,54; 12,18). “Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: Este es,
verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo” (Jn 6,14). Y en cuanto obras, constituyen el
testimonio del Padre en favor del Hijo que es su enviado: “Nada puedo hacer por mí mismo… lo que
yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió” (Jn 5,30). “Las obras que hago en
nombre de mi Padre dan testimonio de mí” (Jn 10,25). El libro de los Hechos también nos pone de
relieve esta función demostrativa cuando el apóstol Pedro nos dice: “el hombre a quien Dios acreditó
por medio de los milagros, prodigios y signos que todos conocen… Dios lo resucitó librándolo de las
angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hch 2,22-24).
Las curaciones, las comidas con los pecadores, el perdón de los pecados y los otros signos de
misericordia, testimoniaban que el Reino de Dios llegaba como gracia santificante. Y que debía ser
acogido a la vez, como don gratuito y como compromiso personal. El compromiso al que se alude
aquí es el de la fe como condición de realización. Entenderlos como prodigios portentosos, o como
fenómenos extraordinarios que reclamaban la fe, los separarían del verdadero contexto humano y
salvífico en el que adquieren su pleno significado. Los milagros de Jesús suponen la fe, no la crean.
Por esta razón la fe en que Él podía hacer milagros era la condición para que se produjeran los
milagros de la fe que los evangelistas nos testimonian.

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