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EL FILÓSOFO Y EL

TUERTO.
Por Jaime Bayly.
Un año después de que Fidel Castro capturase a tiros el
poder en Cuba, dos jóvenes de diecisiete años, todavía
menores de edad, Montalván, apodado El Filósofo, y
Benítez, alias El Tuerto, fueron capturados por la policía
política del régimen, acusados de distribuir panfletos
anticomunistas, sometidos a una charada de juicio sumario
y encarcelados en una prisión para menores en las afueras
de La Habana.

Montalván, El Filósofo, ya se había casado a tan temprana


edad. Benítez, El Tuerto, era su mejor amigo desde los
tiempos del colegio. Montalván era un joven dotado de
una poderosa curiosidad intelectual, una mente inquisitiva
y brillante. Por eso le decían El Filósofo. Benítez era muy
listo para las cosas del dinero, un negociante avispado,
pero había nacido lastrado para el raro oficio de pensar. Le
decían El Tuerto porque, cuando jugaban al béisbol, jamás
le daba a le pelota.

El Filósofo comprendió que debía escapar de la cárcel


antes de que cumpliese dieciocho años y fuese trasladado
a una prisión más estricta, en la que probablemente sería
fusilado. Gracias a su esposa, quien le deslizó a hurtadillas
algunos dólares, le compró a otro preso una segueta de
unos veinticinco centímetros y se propuso serrar los
barrotes de la ventana de su celda, con la ayuda de El
Tuerto. Acordaron escapar un sábado a medianoche,
cuando la vigilancia se hacía laxa y los guardianes bebían
licor. El Filósofo y El Tuerto serraron los barrotes hasta
que les sangraron las manos y escaparon una noche de
luna llena. Unos kilómetros más allá, los esperaba, en un
auto prestado, la esposa de El Filósofo, quien los condujo a
una embajada, donde pidieron asilo. Meses más tarde, El
Filósofo y El Tuerto, con salvoconductos expedidos por la
embajada, llegaron a Miami. El Filósofo se reunió con su
familia. El Tuerto tuvo una epifanía: se quedaría en Miami,
se dedicaría a vender joyas y se haría rico. El Filósofo se
mudó con su familia a Madrid.

Con dinero prestado por su familia, El Tuerto abrió una


joyería en Miami. El Filósofo se instaló en Madrid con su
familia, ganó una beca para estudiar en una universidad de
prestigio y, al tiempo que descollaba como estudiante y
luego asistente de cátedra, ejerció diversos oficios
alimenticios en la propia universidad: chofer de los
profesores renombrados, lavaplatos y mesero de la
cafetería, empleado de la biblioteca. Este último oficio, el
de bibliotecario, le permitía leer mientras trabajaba. En
unos años, El Tuerto comenzó a prosperar. El Filósofo
comprendió que su felicidad se hallaba cifrada en los
libros.

Tan pronto como se graduó, El Filósofo fue contratado


como profesor titular de la universidad donde había
estudiado. Era un profesor brillante y jovial, sabio y ameno,
memorioso y divertido. Sus alumnos lo querían tanto que
al final de cada clase lo aplaudían y, cuando cumplían años,
lo invitaban a la fiesta. El Filósofo era un hombre bueno,
generoso, extranjero a la vileza, la ruindad y la perfidia.

Años después, El Filósofo tomó una decisión audaz: pidió


un préstamo a su suegra libanesa y fundó una imprenta
con el propósito de editar los libros de textos académicos
que su universidad compraba. Guiado por su esposa, El
Filósofo vio esa gran oportunidad: editar los libros que su
universidad compraba y vendérselos a un precio mejor que
el de la editorial que poseía el monopolio del negocio.
Gracias a su don de gentes, persuadió a los directores de
su universidad para que le comprasen a su editorial, y no a
la competencia. Al mismo tiempo que ganaban dinero, El
Filósofo y su esposa hacían una contribución a la cultura.

Con el paso de los años, El Tuerto se convirtió en uno de


los joyeros más exitosos de Miami y El Filósofo pasó a ser
editor de libros para varias universidades de España. El
Tuerto no solo vendía joyas: también las compraba, a
precios de corsario, a señoronas caídas en desgracia.
Además, expandió su negocio: fundó una financiera que
recibía los ahorros de sus principales clientes,
prometiéndoles un rendimiento anual, en dólares, que
oscilaba entre ocho y doce por ciento.

El Filósofo se propuso convertirse en un escritor a tiempo


completo. Después de décadas de ejercer como profesor,
renunció a la universidad y anunció que vendería la
editorial y el edificio donde funcionaba la imprenta. Un día
cualquiera, unos emisarios del Vaticano se presentaron en
la editorial y le dijeron que deseaban comprar el edificio y
la imprenta, para editar libros religiosos. El Filósofo era
ateo y, sin embargo, pensó que era un milagro que los
curas aceptasen pagarle lo que pedía. Semanas después,
vendió su edificio y su imprenta al Vaticano y depositó los
diez millones de euros en un banco español.

Entonces El Tuerto se ofreció a cuidarle y multiplicarle ese


dinero, pagándole una tasa de diez por ciento anual. El
Filósofo caviló, meditó, dudó. Al final, decidió,
contrariando a su esposa, confiarle el dinero, los diez
millones, el patrimonio de toda su vida, a El Tuerto
Benítez, el favorito de los ricos de Miami, el hacedor de la
lluvia, el que invertía sagazmente y multiplicaba los
dineros de sus clientes.

Durante cuatro años, El Tuerto cumplió con transferir a la


cuenta de El Filósofo un millón de euros redondos cada
año, por concepto de intereses. Era tanto dinero que a El
Filósofo no le alcanzaba el tiempo para gastarlo. Viajaba a
menudo, se hospedaba en los mejores hoteles, se daba
una vida regia, desahogada. A la vez, escribía sin desmayar.
Publicó tres novelas maravillosas, tres obras maestras, que
fueron éxito de crítica y de ventas. Se convirtió en un
escritor consagrado, respetado por los grandes maestros.

Hasta que, de pronto, El Tuerto desapareció.

No contestaba llamadas. No respondía correos. Nadie


sabía dónde estaba. Sus clientes, que le habían con- fiado
fortunas, lo denunciaron a la policía. El Tuerto había
pasado a la clandestinidad con más de trescientos millones
de dólares de sus clientes. Durante años, les había pagado
intereses para cimentar su buena reputación y conseguir
nuevos aportantes. Ahora había fugado con el botín,
estafando a sus amigos de toda la vida, incluyendo a El
Filósofo, que se hundió en una depresión cuando
comprendió que El Tuerto lo había embaucado.

Ahora El Filósofo se encontraba arruinado, triste, sin ganas


de escribir. No podía creer que su amigo lo hubiese
traicionado. Estaba quebrado.

Hasta que llegó el coronavirus. Una mañana, El Filósofo


amaneció con fiebre, tosiendo. Su esposa lo llevó al
hospital. Tenía el coronavirus. Como El Filósofo, ya con
setenta y tantos años, se ahogaba y tenía grandes
dificultades en respirar, lo condujeron a la unidad de
cuidados intensivos.

Fue entonces cuando El Filósofo vio aparecer, como salido


de una niebla espesa, como un zombi inanimado, a El
Tuerto, sentado en una silla de ruedas. El Filósofo pensó
en darle una trompada, pero, como buen intelectual, dudó,
reflexionó y se abstuvo. El Tuerto le sonrió a su amigo de
siempre, pero este le devolvió una mirada inamistosa,
severa. El médico les dijo que debía conectarlos a sendos
ventiladores, para facilitarles la respiración. Primero
conectó a El Tuerto, que no podía caminar ni hablar y
estaba gordo, hinchado, demacrado. Luego entubó a El
Filósofo. El destino había obrado tan improbable reunión
entre los dos viejos amigos. Cuando el médico y las
enfermeras se retiraron, El Tuerto se hundió en un sueño
profundo, con una respiración cavernosa, pedregosa,
como una ballena varada en la orilla, boqueando. Entonces
El Filósofo se puso de pie, pensó en desconectarlo, pero se
detuvo, no lo hizo, no pudo hacerlo. Sesenta años después,
los dos amigos volvían a estar en una cárcel, ese
malhadado hospital de Madrid, de la que, por desdicha, ya
no podrían escapar. Al día siguiente, El Tuerto estaba
muerto. Desde su cama, El Filósofo lo vio morir.

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