Está en la página 1de 2

EN LA ALDEA

De morenos muros surge una aldea, un campo.

Un pastor se pudre sobre una piedra antigua.

Encierra azules animales la linde contigua

del bosque que desfronda silente como un lampo.

Frentes morenas de aldeanos. Tarde de vigilia,

campanas. Es cosa bella la costumbre piadosa,

de Cristo la cabeza negra en rama espinosa,

la fresca estancia que la muerte reconcilia.

Cuán pálidas las madres. La hora azul destella

sobre cristal y arca, de su sentido confiada;

Una blanca cabeza se inclina, de años cargada,

sobre el nieto que bebe leche y las estrellas.

El pobre que en espíritu solitario murió,

céreo va subiendo sobre un viejo sendero.

El manzanal se hunde ahora inmóvil y huero

en el color de su fruto que negro se pudrió.

De seca paja el techo aún, se comba, vencido,

sobre el sueño de la vaca. La ciega sirvienta

aparece en el patio. Un agua lamenta.

un cráneo de caballo mira un portón podrido.

El idiota de oscuro sentido a una palabra

de amor, que en el negro matorral fenece

donde ése, sutil perfil de sueño, aparece.


La tarde un sonido en el húmedo azul labra.

Ramas raídas por el viento la ventana golpean.

En el vientre de la aldeana crece un dolor demente.

Negra nieve por sus brazos resbala lentamente;

sobre su frente lechuzas de ojos de oro revolotean.

Miran los muros desnudos de grises ensuciados

lo freso oscuro. En lecho de fiebre se enfría

el cuerpo embarazado que fresca luna espía.

Delante de su cuarto yace un perro reventado.

Tres hombres entran por el portal lúgubremente

Con guadañas que se han quebrado en la besana.

El viento rojo de la tarde vibra en la ventana;

De allí un ángel negro ha aparecido silente.

También podría gustarte