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La bicicleta suena en una canción en inglés y como el sonido al llegar un wasapath mis tímpanos

sólo miran los colores de la cámara. No es posible reflejarse en la reja, ni en la malla de gallinero
con la que la cubriremos buscando que no se escape la bestia que duerme entre la lavadora y el
estanque de agua que hay en el patio de nuestra casa.

Se escuchan, sí, el pasar de la locomoción colectiva. Más allá existe un lomo de toro que los más
aventureros llaman la rampla hacía el cerro San Juan.

Es tan linda la luna que se levanta tras los cerros, lástima que los cables de la conexión pública
dibujen grietas en la fotografía. Un borrador, eso es lo que busco, una gotas que puedan cargar a
la cámara de algún software de edición de la realidad, y caminar la ruta diaria desdibujando el
mundo a mi antojo. Soy un niño esta vez, uno que escarba un agujero en la cancha del barrio,
escondido tras las bancas, hurgando entre latas y colillas de cigarro, un poco más allá en un lugar
donde nadie lo pueda ver mientras prepara con sus manos un pequeño agujero, en él, y con
mucho cuidado, el niño que soy deposita un par caramelos en el agujero, pone sobre ellos un
trozo vidrio encontrado, exactamente el poto de un botellón de vino, la concavidad del vidrio
forma un pequeño domo que protege los caramelos, con sus manos ya sucias, el niño rodea el
vidrio de tierra y piedrecillas (ay, las piedrecillas); luego con sumo cuidado espolvorea tierra sobre
el vidrio para cubrirlo mientras el mundo se buguea en ese reloj de arena que va desde su puño al
bunker de caramelos.

Días después, vuelvo, la cancha está vacía, nuevas botellas han venido a cooperar con la
ornamentación. Hay olor a perro muerto, pero nada se ve. Tengo el pelo enmarañado. En las
rodillas luzco una mancha oscura, piñén dice mi madre, me quiere pasar un calcetín. El bunker ha
sido asaltado, no hay caramelos. Miro para un lado, para el otro. No hay cerro San Juan, loro de
toro, cables del alumbrado público. Nadie grita gol, nunca ha revotado una pelota. Sólo un viento
tibio y el sonido de una canción en inglés y una bicicleta que frena para dar paso a los ladridos de
la bestia tan querida que vive en el patio de nuestra casa.
Mi madre me bañó, el calcetín no fue doloroso, al rato me dormí y al despertar, bajo mi
almohada, aparecieron tres caramelos y un masticable que no conocieron más bunker que yo
mismo.

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