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Andrei Tarkovski: 'Andrei Rublev'
"Pues no tengo a nadie más que tú. Veo al mundo con tus ojos. Con tus oídos escucho. Con tu
corazón..." - Andrei Rublev
A principios de los años sesenta, ganar el León de Oro era mucho más de lo que es ahora. Y
aún más en la Unión Soviética. Pese a ello, Tarkovski no consiguió todo el margen que habría
necesitado para filmar con total comodidad y garantías un ambicioso acercamiento a una de
las figuras artísticas más relevantes de la historia de la pintura rusa. Poco se podía imaginar
Andrei, quizá, que los problemas y los enfrentamientos que el rodaje y el estreno de 'Andrei
Rublev' ('Andrey Rublyov', 1966) le provocarían con el aparato represor soviético marcarían
para siempre su vida y su carrera, para bien o para mal, mientras le convertirían en toda una
leyenda maldita a los ojos de buena parte de la crítica y la cinefilia europea. Pero no
adelantemos acontecimientos. La segunda película de Tarkovski es, con total seguridad, uno
de sus trabajos más apasionantes y redondos, un filme en verdad único que se aleja mucho de
una crónica al uso sobre un artista, erigiéndose en un relato de pinceladas impresionistas e
impredecibles.
Tortuoso, lúcido, poderoso, convulso filme, imaginado y elaborado sin la menor concesión al
espectador más ávido de entretenimiento o para el que le resulte imprescindible la emoción
más trivial, con el que Tarkovski por fin se convierte en el director ruso más importante de su
generación (lo que no conllevará necesariamente, como veremos, un reconocimiento de sus
contemporáneos) y en un maestro del endiablado oficio de hacer películas, sobre todo cuando
son películas que aspiran a ser algo más que un producto de masas. Tarkovski luchó con ella
por situarse a la altura de un pintor renacentista, de un escritor clásico o de un músico
barroco, porque para él, si el cine quiere ser arte, ha de demostrar que lo es desde su misma
concepción, y siempre de espaldas a la aceptación popular. No caben, pues, paños calientes ni
lugares comunes, géneros ni caminos fáciles. Tan solo caben unas convicciones artísticas
profundas, y llevarlas hasta sus últimas consecuencias. El que pueda.
Como en la mayoría de películas del cineasta ruso, la historia que nos cuenta es, en esencia,
sorprendentemente sencilla, aunque cada una de las partes de esa sencillez se ramifique hacia
cuestiones morales, humanas o estéticas muy complejas. Por otra parte, la identificación del
Andrei director con el Andrei pintor (también es interesante que compartan nombre) es casi
absoluta, salvando las distancias, y el dibujo que el director nos hace de su personaje central
es menos importante que los trazos conque nos narra el mundo en que vive y sufre. Rublev
jamás se explica a sí mismo (como ningún otro personaje tarkovskiano, por otra parte), y
Tarkovski prefiere que los contornos de su personalidad y de su alma queden definidos
más por todo lo externo a él que por todo lo interno. Su forma de acercarse a Rublev no se
parece en nada, o en casi nada, a lo que estamos acostumbrados en cine, y quizá por ello la
película está dividida en capítulos al estilo de una gran novela, y la estructura por tanto queda
tan troceada. 'Bufón', 'Teófanes, el griego', 'Celebración', 'Día del Juicio', 'Atraco', 'Silencio' y
'La campana' son los siete capítulos que, más el extraño prólogo y el epílogo conforman el
viaje iniciático de Rublev.
Pero esta estructura no solamente responde a la clásica formulación del viaje iniciático,
también a la del eterno retorno al propio círculo, ya que Rublev vive una peripecia física casi
opuesta a su peripecia espiritual. Mientras va siendo cada vez más reconocido, siendo
aceptado como discípulo por Teófanes, el griego, y llegando a pintar importantes palacios,
duda cada vez más de si mismo y, lo que es más importante, llega a perder la fe en el ser
humano, pues es testigo de innumerables atrocidades. Una cosa es ser un pintor recluido en
una celda y otra muy distinta es ver mundo al fin, y darse cuenta de lo imperfecto del
hombre y, quizá, de Dios. Para Tarkovski, Rublev es interesante precisamente por eso: por la
conexión entre el artista y la época que le ha tocado vivir, por la imposibilidad de crear en un
ambiente ideal, y porque quizá el arte más trascendente e inmortal nace del conflicto entre el
hombre y su destino. Las existencialistas conversaciones entre Teófanes y Andrei, o con el
mismo Cirilo, o consigo mismo en un silencio devastador, son muy expresivas en este sentido.
Con esta película, Andrei hacía, al mismo tiempo, arte y crítica de arte, una declaración de
intenciones. La elección de este material para llevar a cabo una película no es de ningún
modo, como ya imaginará el lector, casual. Sin embargo el director estaba más preocupado
por la necesidad del arte o por las razones morales de una obra de arte, que por establecer una
parábola con la Rusia de su tiempo, o por crear una serie de símbolos con los que criticar los
estamentos de la Unión Soviética. A él lo que le interesaba era lo ruso, nada más. ¿Y qué
puede haber más ruso que uno de los artistas rusos más prominentes, y una de las épocas más
convulsas de su historia, y un estudio de la cultura en la que él nació? Su amor por lo ruso es
patente en esta película desde la primera imagen. Si Rublev llevó a cabo los más
importantes iconos religiosos de su tiempo, Tarkovski pintó con la luz de la cámara una época
y un carácter profundamente rusos.
Aunque finalmente Tarkovski pudo rodar quizá un setenta y cinco por ciento de lo que tenía
planeado, debido sobre todo a los recortes presupuestarios que sufrió su producción, lo cierto
es que el conjunto resulta admirablemente sólido, sin la menor caída de ritmo. Puede que
Tarkovski fuera pequeñito y delgado, pero la impresión que uno tiene al ver su 'Andrei
Rublev', al percibir su absoluto control sobre los más nimios detalles, al observar la energía
desplegada en secuencias con cientos de extras y efectos de cámara, al constatar que siendo
una película tan compleja él la filma como si respirase, la impresión, como digo, es que detrás
de la cámara estaba sentado un coloso de un ímpetu inquebrantable, ajeno por completo al
desaliento y al cansancio. Ya la secuencia del globo, que abre la película, confirma su gusto
por lo onírico y lo abstracto, mientras que el bloque del bufón se adentra en lo costumbrista, y
el de Teófanes en lo discursivo, y el de la fiesta en lo macabro, y así sigue y sigue subiendo y
es increíble que en ningún momento el director pierda el control de lo que está contando.
Porque su puesta en escena es capaz de convocar una tensión psicológica muy enigmática,
que surge de una experta dirección de actores y de una mirada insustituible, en la que cada
momento captado es el más importante de la película. Los impresionantes exteriores, y los
cuidados interiores, fotografiados con gran talento una vez más por el operador Vadim
Yusov, así como la misma historia de Rublev, no son más que una excusa para que Tarkovski
exponga su filosofía sobre la existencia humana. Y es una puesta en escena muy bella no
solamente por su perfección técnica, sobre todo por la verdad que emana de sus conclusiones
y de cada una de las secuencias. Ni una sola nota falsa. Nada falta y nada sobra. La cámara,
increíblemente fluida, es como el ojo nervioso de Tarkovski, que sigue a los personajes, o se
detiene en un objeto, pero casi siempre en grandes tomas en la que se siente el tiempo pasar, y
que quizá por ello algunas de ellas resulten aburridas o excesivas para algunos espectadores.
Diálogos muy largos, o silencios muy prolongados, que llenan un espacio anímico creado por
la escenografía y la cámara, como una vasija que se va llenando de agua.
Anatoli Solonitsin lleva a cabo un papel muy complicado, pues su Rublev es un carácter sin
apenas evolución visible, más allá de la desesperación del ataque fratricida y el silencio que
eso provoca. Pero es muy maleable en manos de Tarkovski, y cada gesto o cada respuesta
están muy medidos. El resto del reparto está igualmente perfecto, con actores en estado de
gracia, como Ivan Lapikov, que clava al envidioso Cirilo, Nikolai Grinko, que borda a
Danil, y sobre todo un imponente Yuriy Nazarov, que da vida a los dos príncipes mellizos.
Gracias a un reparto tan cuidado, Tarkovski se ve capaz de afrontar secuencias inimaginables
para otro director:
Impacto y Conclusión