Está en la página 1de 207

1

2
Créditos
MODERADORA Y TRADUCTORA
Nelly Vanessa y Mona

CORRECTORAS
Dubi
Gerald
3 Maye
Kath
Caronin84
Maria_clio88
Nanis

REVISIÓN FINAL
Nanis

DISEÑO
Aria
Sinopsis
i nombre es Madame X.
Soy la mejor en lo que hago.
Y harías bien en seguir mis reglas...

Contratada para transformar a los incultos e ineptos hijos de los ricos y poderosos, en
hombres seguros y decisivos. Madame X es una maestra en el arte del control. Con una simple
mirada puede reducirte a nada, o hacerte sentir como un rey.
Pero solo hay un hombre que puede reclamar su cuerpo y su alma.
Deshecha una y otra vez por su exquisito dominio, X ansía y teme su deseo en la misma
medida. Y mientras que desea un camino diferente, X nunca ha conocido nada ni a nadie
4 más, hasta ahora...
1
stás precioso, hoy. Tus ojos son marrones hundidos y oscuros, con una pátina
de calor que estoy descubriendo, que esconde un turbulento océano de
inteligencia, astucia y crueldad. Eres joven, hoy. Ni siquiera tienes
veinticinco años, creo. Tu juventud muestra tu incapacidad para permanecer sentado en mi
prístino sofá de cuero blanco, la forma en que cruzas tus piernas grises, enfundadas en
Armani, son largas, con tobillos delgados, y luego se extienden hacia fuera frente a ti. La
forma en que alcanzas tu Rolex de pulsera en tu muñeca y delicadamente eliges un hilo suelto
invisible en tu camiseta negra de cuello V. La forma en que acaricias tu rodilla con dedos
fuertes, pero frágiles en apariencia, luego tocas tu mandíbula y buscas en el bolsillo de tu
cadera por tu elegante Smartphone, que no está allí, porque quitar ese dispositivo es una parte
integral del programa de entrenamiento. Y sin duda necesitas entrenamiento.
Tu nombre es Jonathan, hoy. No Jon, ni John, o Johnny, sino Jonathan. Muy sutilmente
acentúas la primera sílaba, Jonathan. Es lindo, ese pequeño acento en la primera sílaba de tu
5 nombre tan genérico. Jonathan. Como si quisieras asegurarte de que escucharé antes de decir
el resto, como queriendo decir “presta atención a lo que soy”. Eres tan joven, Jonathan. Eres
sólo unos pocos años más joven que yo, pero la edad es mucho más que la cantidad de veces
que uno gira alrededor del sol. Tu edad se muestra a través de tu incapacidad para el silencio,
está en tus ojos, esos ojos marrones en capas, la forma en que me miras con lujuria, cálculo,
maravilla y ni un poco de miedo.
Eres como el resto de ustedes, oh, cómo odio la falta de una conjugación en plural en
el idioma inglés, otros idiomas son mucho más precisos, eficaces y elegantes. Déjame
intentarlo de nuevo: Tú (singular, Jonathan) te pareces mucho a todo el resto de ustedes
(plural, la multitud de hombres, chicos que han ido y venido antes que tú en singular,
Jonathan).
Tú, Jonathan, me miras con ese miedo lujurioso de hambre voraz necesitada,
preguntándote cómo me puedes poseer, cómo puedes circunnavegar las reglas que nos unen
en este contrato, cómo puedes conseguir que me vaya contigo y sea tuya. Cómo puedes
conseguir aflojar mi top o doblarme un poco para poder tener una mejor visión de mi blusa,
cómo puedes tenerme de cualquier manera en absoluto. Pero igual que todos los demás, no
puedes. Nada de eso.
No soy para ti.
Pertenezco solamente a un hombre, y no comparte. No lo que deseas de mí, al menos.
Y tú, Jonathan, y ustedes, en plural, no son dignos de pensar siquiera en su nombre. Ni
siquiera podrías empezar a comprender la sofisticación, el refinamiento, la cultura, el
encanto, la elegancia, el poder fácil y la dominación natural que posee el hombre.
Simplemente no puedes hacerlo.
Él es el sol que pasa a través del horizonte, y es las luciérnagas revoloteando de aquí
para allá en la noche, cada uno de ustedes es el pensamiento de su pequeña luz brillando más,
sin darse cuenta de lo pequeños e insignificantes que realmente son.
Estamos sentados en el sofá en este momento, sorbiendo té Harney & Sons Earl Grey,
y estoy notando tu postura y tu brazo mientras te relajas, el ángulo de tu muñeca mientras
bebes, el barrido de tu cuello y el movimiento de tus ojos. Veo todo eso, observo cada detalle,
y me adjudico todo, hago recuentos mentales y preparo la lección. Por ahora, sin embargo,
bebo, y trato de dejarte guiar nuestra conversación.
Eres un conversador pésimo, Jonathan. Hablas de deportes, como un chico bebedor
común en cuclillas con una cerveza en el taburete de la barra. Como si pudiera posiblemente
pasar un solo momento pensando en tales cosas. Pero te dejo hablar sobre algún jugador,
asiento y digo: Umm-hmmm, con todas las pausas adecuadas, y mis ojos brillan como si me
importara una sola mierda. Debido a que necesitas esta lección, Jonathan. Voy a dejar que
hables sobre ese fútbol tuyo y pretender prestar atención y vas a seguir y seguir y a perder el
tiempo y te dejaré continuar, y te quedarás sin palabras, o tal vez incluso a fin de cuentas
simplemente te siga la corriente, y te destripe como a un pez.
Me aburres, así que no seré suave sobre ello, Jonathan.
—... Y él anota números como nadie, ¿sabes? Como si, fuera sólo una puta bestia en el
campo, nadie lo puede tocar, no una vez que tiene el balón. Cada juego soy como, soy como
6 el que dice dale el puto balón maldito idiota, simplemente dale de comer el balón, es todo lo
que tienes que hacer. Obviamente, lo elegí para mi liga de fútbol de fantasía, y me hará ganar
un montón de dinero... —Gesticulas con las manos, las haces rodar en círculos, sigues, sigues
y sigues, hasta que estoy teniendo que obligarme a escuchar cada palabra como si fueran
pepitas de sonido sin sustancia.
Termino mi té.
Vierto otra taza y bebo la mitad de eso, y no has terminado la primera, ya que todavía
estás hablando, y es simplemente interminable.
Finalmente, no puedo soportarlo más.
Pongo mi taza de té en el platillo con un ruido fuerte, intencional, y te sorprendes en el
silencio. Dejo que la ausencia de ruido fluya a través de mí por un momento, bañándome en
el silencio, dejo que mis pensamientos se recojan, y dejo que veas mi disgusto. Sudas, te
mueves de lugar incómodamente sobre el cuero, y no alcanzas a encontrarte con mi mirada.
Sabes que cometiste un error.
—Madame X, lo siento, yo…
—Es más que suficiente, Jonathan —digo de la forma en que tú haces, acentuando la
primera sílaba, para mostrarte lo tonto que suena—. Perdiste casi treinta minutos de mi
tiempo. Recuérdame, Jonathan, ¿cuánto le cuestan por hora nuestras sesiones a tu padre?
—Yo, um...
Te veo con maquinillas de afeitar en mi mirada.
—¿Sí? Habla, habla claramente, y no trates de quitar palabras ruidosas de relleno.
—Mil dólares por hora, Madame X.
—Correcto. Mil dólares estadounidenses por hora. Y habiendo desperdiciado treinta
minutos balbuceando de fútbol, ¿cuánto perdiste?
—Quinientos dólares.
—Correcto. Por lo menos puedes manejar las matemáticas simples. —Tomo un sorbo
de mi té, reuniendo mi ira en una bola concentrada en mi núcleo—. Ilumíname, Jonathan,
por qué pensaste que tal basura ridícula valdría mi tiempo.
—Yo, um…
Pongo mi taza hacia abajo con estrépito una vez más, y te encojes. Me pongo de pie,
alisando mi vestido por encima de mis caderas y no pierdo el rastro de tus ojos sobre mí
mientras lo hago y me traslado a la puerta.
—Terminamos aquí, señor Cartwright.
—No, Madame X, lo siento, lo haré mejor, le prometo…
—No creo que lo hagas, porque no creo que puedas mejorar, Sr. Cartwright. Ni siquiera
puedes dejar de decir “um” e “igual que” y usas vulgaridades. Por no hablar de perder el
tiempo juntos hablando de fútbol.
—Estaba haciendo conversación, Madame X.
—No, Jonathan, no la hacías. No estabas hablándome a mí, estabas hablando conmigo.
7 Estabas vomitando excremento de tu boca, por el mero hecho de oírte hablar a ti mismo. Tal
vez entre tus... amigos, tal basura podría considerarse conversación. Soy una dama. No soy
tu amigo. No soy una puta de cabeza hueca que puede ser deslumbrada por tus dientes
blancos, tu cabello y pantalones caros hechos a medida. No me importa lo mucho que tu
padre sea digno, Sr. Cartwright. Ni siquiera remotamente. Así que si deseas continuar estas
sesiones, vas a tener que mejorar, y con bastante rapidez. No tengo tiempo que perder, ni
paciencia para tratar con cosas sin sentido.
—Lo siento, Madame X.
Te miro. Estás lloriqueando, y arrastrándote. Actuando como un niño. Cuando hablas
llenas tus frases de malas palabras y sin embargo no dices nada de valor. Y cuando dejo salir
tus defectos, te disculpas como un niño atrapado con las manos en la masa.
Sólo me miras, sentado hacia adelante con tus muñecas en las rodillas, con tus dedos
doblándose, dando arañazos y arrancando sin descanso. No tienes ninguna dignidad, ninguna
postura, ninguna elegancia. Tienes todo el encanto de un tocón de árbol.
Mi trabajo contigo será una verdadera prueba para mis habilidades. Me encuentro
enojada mientras te regaño. Enojada contigo, por ser un idiota simiesco. Enfadada con... él,
por hacerme perder mi tiempo en un torpe, tartamudeo, maldiciendo al hombre, chico como
tú, porque tú, Jonathan, eres todo lo que representa lo peor de mi clientela. Estoy aburrida de
ti, y estoy enojada, cociéndome a fuego lento con un desprecio apenas velado, y Jonathan,
eso no augura nada bueno para ti.
—Siéntate derecho. Mantén las manos quietas. Inclínate hacia atrás en el sofá y relájate.
Tu lenguaje corporal debe transmitir confianza y control, señor Cartwright. Debes verte a
gusto en todo momento.
—Estoy a gusto —argumentas.
No me molesto en responder, sólo recorro la habitación hacia ti y me detengo, así estoy
de pie casi entre tus rodillas. Mantengo mis ojos en los tuyos, dejando que todo el peso de mi
comportamiento y entrenamiento me lleven hacia ti, mostrando mi completa y total
indiferencia hacia ti. No eres nadie. Eres un chico. Un hermoso chico malcriado. Y dejo que
todo se muestre en mi mirada mientras veo hacia ti.
Te mueves una vez más incómodo, transfiriendo tu peso de una nalga a otra. Miras
hacia otro lado primero, y trazas el pliegue de tus pantalones con un dedo.
Y yo simplemente me quedo de pie enfrente a ti, mirándote en silencio.
Te rompes.
—¿Qué? ¿Qué desea, Madame X?
—Y es por eso que estás aquí. No deberías tener que preguntar. Deberías saberlo. Mejor
aún, deberías decirme lo que quiero. Ese sería un comienzo.
—¿Qué haría falta para que estés interesada en mí? —preguntas en tono de sonrisa
tonta, a pesar de que puedo decir que quisiste que el sonido fuera seductor. O algo.
Me río y me aparto.
8 —Oh, Jonathan. Nunca podría ser. No es posible que me intereses. En lo más mínimo.
Te falta... bien, es simplemente demasiado para enumerar. Es por eso que estás aquí.
Oigo que te pones de pie, y espero a que hagas tu movimiento. Te deslizas detrás de
mí, y sí, eres alto, y sí, has pasado suficiente tiempo en el gimnasio para tener un físico bien
esculpido. Sin embargo, sin el dominio y la incidencia… no eres nada. Pones tus manos en
mi cintura, me vuelves en mi lugar, y te dejo.
—¿Por qué estoy aquí, Madame X?
—No deberías tener que preguntar eso, Jonathan.
—¿Por qué sigue diciendo mi nombre de esa manera?
—Es cómo lo dices.
—Suena ridículo.
—Y tú también.
Subiendo tus cejas, miro la calidez que vi una vez mientras se aleja. Bien. Quiero un
corte en tu fachada, quiero llegar a tu verdadera naturaleza.
—No lo hago —insiste.
Sonrío, y es una cruel sonrisa divertida.
—Si quieres discutir, busca a tu hermana. O únete a un equipo de debate de la
secundaria. Discutir debe estar debajo de ti.
—¿Por qué estoy aquí, Madame X? —preguntas de nuevo, y todavía tienes las manos
en mi cintura, pero no haces nada con eso.
El que permita que me toques es la moneda, y sin embargo, no puedes gastarla.
—¿Realmente no lo sabes?
Te encoges.
—Realmente no.
—¿Quién soy?
—Eres Madame X.
—¿Y qué significa eso, qué piensas?
Parpadeas, y echas un vistazo a la derecha.
—Eres... proporcionas un servicio. —Simplemente te quedas mirando con una ceja
levantada. Te aclaras la garganta y tartamudeas—. Bueno, yo… um.
—Si dices “um” una vez más, estaré disgustada. —Mi voz es fría, pero dejo que
continúes tocándome, sólo para ver lo que vas a hacer.
—No quiero decirlo.
—Cobarde. —Dejo la palabra caer de mis labios como una piedra.
Me sueltas, caminando unos pasos lejos, te ruborizas y das marcha atrás.
—Eres como una... una prostituta. O una escolta. Pero no.
9 Dejo que las maquinillas de afeitar salgan de mi mirada a medida que giras para ver mi
reacción. Acecho hacia ti, con mis caderas meciéndose con seducción adicional, con los
labios curvados con desprecio.
—¿Oh, en serio? ¿Te parece?
—Bueno, no exactamente, pero...
—¿Crees que esto es sobre sexo? —Me alejo un poco de ti. Las puntas de mis pechos
casi tocan tu camiseta, pero no lo hacen—. ¿Qué te dio esa impresión, Sr. Cartwright?
Te sonrojas, y luego te pones pálido.
—Bueno, es decir, tu nombre es Madame X. Como una... una Madame. ¿Y mil dólares
por hora? Quiero decir, vamos.
—¿Y qué hay en mí que dice prostituta, señor Cartwright? —Levanto la barbilla y
mantengo mi mirada fija en la suya.
—Nada... Quiero decir... —Haces una pausa y dejas que el silencio cuelgue, te cuelgas
a ti mismo en tu silencio.
Un minuto de silencio es insoportable en la mayoría de las circunstancias; para ti, es
una tortura.
—¿Leíste el contrato, señor Cartwright? —Arqueo una ceja.
Te encoges con despreocupación.
—Realmente no.
—Y sin embargo, ¿esperas heredar la empresa de tu padre? —Niego—. Patético.
Te estás indignando. Tus gestos son como telégrafos, fosas de nariz abiertas, ojos
entrecerrados, doblando los dedos en puños.
—Me estoy cansando de esto. No voy a pagar mil dólares por hora para ser insultado.
—No me estás pagando nada, sino tu padre. Y espero que no se canse de ello. Tal vez
encuentres la fortaleza interna para detener mis insultos.
Me aparto de ti y recupero nuestro contrato. Es corto y redactado en lenguaje sencillo,
pero férreo. Lo firmaste, y yo también, igual que tu padre. Sé la redacción de memoria, y sé
que tu padre lo leyó, pero tú eres simplemente demasiado lento y demasiado intitulado para
molestarte.
Con el contrato en una mano, uso mi otra para presionarte. La palma de mi mano golpea
el centro de tu pecho, y estás tan sorprendido que caes hacia atrás y te sientas duro en el sofá.
Estás sorprendido y quieto. Pongo un pie en la oscura brillante madera de teca africana entre
mis pies, colocando el estilete de mi negro Louboutin en tu pecho, apretando con fuerza
suficiente para causarte molestia.
—Presta atención, Jonathan. En primer lugar, y más importante, nunca firmes nada sin
leerlo, cada párrafo y subtítulo, cada línea de letra pequeña. Se podría pensar que tu padre te
habría enseñado esto para ahora. —Si abres la boca para protestar, pondré mi talón en tu
pecho y te cerraré los dientes de un golpe—. Voy a leer esto para ti, Jonathan, y vas a
10 escuchar. Es muy sencillo, en realidad.
Me inclino, y tus ojos se abren mientras intensifico el dolor. Y aun así, tus ojos
revolotean a la curva de mi pantorrilla que va profundo en el vestido de Valentino que se me
ha subido hasta justo debajo de la rodilla.
—Presta atención, tonto. Mantén tus ojos en los míos, no en mis piernas. —Me muevo
para que pueda escuchar—. Al firmar este documento, los firmantes convienen en las
siguientes estipulaciones que se refieren tanto al contratista, que en lo sucesivo se llamará,
Madame X, como en el cliente, Jonathan Edwards Cartwright III. Artículo número uno: Ni
Madame X ni el cliente, en ninguna forma se pondrán a discutir con nadie el presente contrato
o los servicios prestados, ni las estipulaciones o condiciones contenidas en el presente
documento.
»Artículo número dos: La remuneración a Madame X se llevará a cabo a través de
transferencia bancaria electrónica desde las cuentas de Jonathan Edward Cartwright II a las
cuentas de Servicios Indigo, LLC, los términos no se añadirán, mejorarán, ni cambiarán, ni
de ninguna forma se modificarán por nadie, ni Madame X, ni el cliente. Artículo número tres:
Los servicios prestados por Madame X, actuando como subcontratista de Servicios Indigo,
no incluirá actos sexuales de ningún tipo, ya sean actos orales, manuales, o de penetración, y
tales actos no interferirán, ni serán solicitados o exigidos por Madame X en nombre de
Servicios Indigo o por Jonathan Cartwright Edward III, ni por ningún cliente del
representante.
»Artículo número cuatro: Los detalles de este contrato que se refieren a los servicios
educativos proporcionados permanecerán bajo la autoridad solo de Madame X, y no pueden
ser desafiados, retados, o protestados por el cliente o sus representantes, y de ninguna manera
se tratará de alterar o desafiar el programa educativo y los métodos utilizados deberán dar
lugar a la resolución del contrato, lo que resultará en un cargo por cancelación equivalente al
total de horas facturables del programa estimados y proporcionados por la investigación,
además de una cuota de cargo de treinta y cinco por ciento del total. Artículo número cinco:
El folleto y programa educativo proporcionado en la investigación es una licencia, con
derechos de autor, y un documento de propiedad legalmente protegido. El folleto y su
contenido no podrán ser copiados, distribuidos, o de cualquier manera comunicados a
ninguna persona que no se cite en el presente contrato. El incumplimiento de este artículo
dará lugar a la terminación inmediata del contrato, lo que resultará en todas las tarifas de
terminación correspondiente, así como todas las acciones necesarias para sancionar la
infracción de derechos de autor.
Hago una pausa y miro hacia ti y veo que has estado escuchando, y que también deseas
haber leído el contrato y, probablemente, el folleto.
—¿Está bien, Jonathan? ¿Alguna pregunta?
Tu cabeza se sacude.
—No. No. Veo que fue un error no leer el contrato. Lo siento, Madame X. Espero no
haberte insultado.
Sonrío con generosidad y retiro el pie de tu pecho. Te frotas el punto de dolor con una
palma, y estoy consternada al ver que tu mano tiembla mientras lo haces.

11 —¿Leíste el folleto, Jonathan?


Sacudes tu cabeza de nuevo.
—No, no, no lo hice.
—Deja de perder palabras. Di lo que quieres decir, y sólo eso.
—Está bien.
—No “está bien”, Jonathan. “Sí, Madame X”. —Es una prueba, si realmente me
obedeces, respondiendo con tanta sumisión llorona, entonces habrás fallado en la prueba, y
habrás fallado miserablemente.
Tus ojos se estrechan y tomas una respiración profunda.
—Estás jugando conmigo.
Te sonrío, y es mi sonrisa de hoja de afeitar, mi sonrisa depredadora. Te alejas de mí
mientras me apoyo, y tus ojos van a mi escote.
—Tus ojos en los míos, Jonathan. —Chasqueo mis dedos—. No me mires así. No te lo
has ganado.
—¿No me lo he ganado? —Hay esperanza en tu voz.
Muchacho patético.
Pongo mis manos sobre el respaldo del sofá, a ambos lados de tu cabeza. Mi cara está
a centímetros de la tuya, y puedo oler el aliento pútrido, y puedo decir que no te molestaste
en cepillarte los dientes esta mañana. Ni siquiera sé por dónde empezar contigo, cómo puedo
empezar a salvar tu personalidad titulada, en mal estado, perezosa, pasiva. Miro hacia abajo
hasta que ves hacia otro lado y tratas de enterrarte en los cojines del sofá.
Cuando sé que vas a escuchar, me enderezo y me quedo con mi columna rígida y cabeza
alta, mirando tanto en sentido literal como figurado de mi nariz a ti.
—No me están pagando para ser agradable contigo, Jonathan, así que no voy a serlo.
Me están pagando para enseñarte cómo ser un hombre. Cómo sentarte, pararte, hablar, comer,
beber y pensar, no como sólo algún rico y perezoso pequeño bastardo, sino el heredero de
una empresa multimillonaria. No te daría la hora del día si no fuera así, Jonathan. No te
miraría dos veces. Ni siquiera me molestaría en sonreírte si te viera en un bar, o en la calle.
Exudas incompetencia. Toda tu actitud de apoyo dice que no das una sola mierda por cómo
te perciben.
—¿Pensé que no tenía que importarme? —preguntas.
—Incorrecto. Siempre tienes que tener en cuenta la forma en que eres percibido.
Viéndote como si estuvieras tan seguro de ti mismo, como si las opiniones de los transeúntes
no te importaran, y eso es lo que estás buscando: el aspecto de seguridad en ti mismo, la
apariencia de despreocupación y la arrogancia suficiente para ser atractivo. —Hago un gesto
con un dedo, moviéndolo hacia arriba y hacia abajo para indicarte completo―. ¿En este
momento, Jonathan? Apestas. Tu respiración es rancia, y te pusiste demasiada colonia cara,
de baja calidad. Lo que por sí mismo es un desvío. Ninguna mujer alguna vez querrá estar en
torno a un hombre que ni siquiera puede recordar cepillarse los dientes antes de encontrarse
con ella. Y eso es sólo mi impresión olfativa. Eres deferente y sumiso, sin embargo,
12 totalmente arrogante. No te molestaste en leer un contrato que firmaste, por lo que ni siquiera
sabes cuáles son los acuerdos. Eso me dice que eres irremediablemente vago y totalmente
incompetente. No tienes ninguna influencia, ninguna presencia. No tengo ningún deseo de
pasar otro momento en tu compañía, no en absoluto. Me has aburrido hablando de fútbol, de
todas las cosas. En una palabra, Jonathan Cartwright, eres patético. Hemos terminado aquí.
Señalo la puerta, y él se pone de pie, visiblemente enojado ahora.
—No me puedes hablar así.
—Ciertamente puedo hacerlo. No te necesito. Tengo una lista en espera de dos años de
clientes. No los busco. Tu padre me buscó, porque está desesperado. Tu padre, ahora... él
tiene presencia. Cuando tu padre entra en una habitación, la gente lo nota. Cuando habla, la
gente escucha. Y sí, eso es debido en parte al hecho de que es uno de los hombres más ricos
del país. Pero, ¿cómo crees que ganó su riqueza? ¿Sentándose por ahí y viendo fútbol? ¿Por
inercia de los faldones de su padre? ¡No! Exigió que sus compañeros lo notaran, y lo hicieron.
Exige la atención y respeto simplemente por el mérito de quién es. Tú... no. No. —Giro del
pomo de la puerta y tiro de la puerta abriéndola, hago un gesto hacia el vestíbulo y al ascensor
más allá—. Vete, Jonathan, y no te molestes en volver a menos que puedas aprender de
higiene básica, por lo menos, o cómo hacer una conversación interesante.
Me miras, la ira, la vergüenza, y el dolor se muestran en tus ojos. Odias ser comparado
con tu padre, por supuesto, pero sólo porque sabes que ese tipo de comparaciones te
encuentran profundamente deficiente.
Cierro la puerta detrás de ti, y cuando escucho la puerta corredera del ascensor abrirse
y cerrarse, una vez más, sólo entonces me dejo caer contra la puerta, calmo mis nervios y
respiro. Acabo de insultar al hijo de uno de los hombres más poderosos del mundo.
Pero entonces, ese es mi trabajo.
•••
Un golpe en la puerta, el sonido silencioso de las bisagras, luego el calor y la dureza
detrás de mí, un débil pero intoxicante indicio de colonia, y el crujido del cuero. Las manos
en mi cintura, labios en mi cuello, aliento en mi piel.
No me atrevo a tensarme, no me atrevo a jalar un fuerte soplo de miedo, tampoco me
atrevo a alejarme.
Fuertes, duras, y ásperas manos me retuercen en su lugar, su dedo índice toca mi
barbilla, levanta mi cara, y se mueve hacia mi mirada. No puedo respirar, no me atrevo, no
se me ha dado permiso.
—Estás más bella que nunca, X. —Una voz profunda, suave, culta, como el ronroneo
de un motor bien afinado.
—Gracias, Caleb. —Mi propia voz es tranquila, cuidadosa, mis palabras elegidas y
precisas.
—Escocés. —La orden es un murmullo, apenas audible.
Sé cómo se prepara: un vaso de cristal tallado, un solo cubo de hielo, líquido espeso de
13 color ámbar a un centímetro de la parte superior. Le ofrezco el vaso y espero, manteniendo
los ojos bajos, las manos detrás de la espalda.
—Fuiste demasiado dura con Jonathan.
—Tengo que discrepar con respeto.
—Su padre espera resultados.
Me enfada, y no pasa desapercibido.
—¿Alguna vez he fallado en producir resultados?
—Lo despediste después de menos de una hora.
—No estaba listo. Necesitaba que le mostraran sus defectos. Tiene que entender lo
mucho que tiene que aprender.
—Tal vez tengas razón. —Tintinea el hielo y deja el vaso vacío, poniéndolo a un lado,
obligándome a permanecer en mi lugar, obligándome a seguir respirando y a recordarme que
debo obedecer—. Sin embargo, no he venido aquí para hablar de Jonathan Cartwright.
—Supongo que no. —No debería haber dicho eso. Lamento eso tan pronto como las
palabras salen.
Mis huesos de la muñeca raspan juntas bajo un apretón de trituración. Duros ojos
oscuros encuentran los míos, perforándome. Aterradores.
—¿Supones que no?
Debería pedir perdón, pero lo pienso mejor. Levanto la barbilla y encuentro esos fríos,
crueles e inteligentes ojos oscuros.
—Sabes que voy a cumplir el contrato. Eso es todo lo que quería decir.
—No, eso no es todo lo que quisiste decir. —Una mano pasa por su cabello negro
desordenado ingeniosamente—. Dime lo que realmente quisiste decir, X.
Trago.
—Estás aquí por lo que siempre quieres cuando me visitas.
—¿Qué es? —Un dedo caliente toca mi esternón, deslizándose al valle de mi escote—
. Dime lo que quiero.
—A mí —susurro, para que ni siquiera las paredes puedan oír.
—Todo muy cierto. —Mi piel se quema mientras un fuerte dedo con su cuidada uña
traza una línea de corte hasta mi hombro—. Pruebas mi paciencia, a veces.
Me quedo inmóvil, sin respirar siquiera. Susurros de aliento atraviesan mi cuello, van
calientes a mi nuca, y dedos juegan con la cremallera de mi vestido.
—Lo sé —le digo.
Y entonces, justo cuando esperaba sentir el correr de la cremallera por mi espalda, el
calor del cuerpo se aleja y ahora el aliento caliente mezclado con toques de whisky se ha ido,
y la siguiente palabra llega a mi alma:
—Desnúdate.
14 Mi lengua raspa sobre mis labios secos, y mis pulmones se contraen, en protesta por
mi incapacidad para respirar. Mis manos tiemblan. Sé lo que espera de mí, y no puedo, no
me atrevo a resistirme, o a reclamar. Y... parte de mí no quiere. Pero deseo... Deseo la libertad
de elegir lo que quiero.
He dudado mucho tiempo.
—X. Dije… desnúdate. —La cremallera se desliza hacia abajo entre mis omóplatos—
. Muéstrame tu piel.
Estirándose a mi espalda, me baja la cremallera a su lugar de anidación en la base de
mi columna. Duras manos insistentes me ayudan a sacar las mangas de los hombros, por mis
brazos, y luego el vestido está flotando en el suelo a mis pies. Esa es toda la ayuda que
obtengo. Sé por experiencia que tengo que hacer una demostración de lo que viene después.
Giro la cabeza y veo la piel bronceada, la barba de dos días en una poderosa mandíbula
refinada, pómulos afilados, firmes, labios delgados, ojos negros como vacíos, que gotean
deseo. Mi cabello es una cortina sobre un hombro. Alzo una rodilla por lo que mis dedos de
los pies descalzos, ahora tocan la madera reluciente, encojo los hombros, mi mirada muestra
mi vulnerabilidad. Con una respiración profunda, me desabrocho el sujetador, dejando caer
la prenda.
Busco mi ropa interior.
—No, déjatelas. Permíteme.
Dejo que mis dedos rocen mis muslos, esperando. Mi ropa interior se desliza hacia
abajo lentamente, y donde tocan los dedos, también lo hacen labios, calientes y húmedos,
tocando mi piel, y no puedo retroceder, no puedo alejarme o expresar lo mucho que deseo
estar sola, tener incluso una vez el derecho a querer algo más.
Pero no tengo ese derecho.
Las manos arden sobre mi piel descubierta y encienden mi deseo en contra de mi
voluntad. Conozco muy bien el calor de ese toque, los fuegos del clímax, los momentos de
resplandor cuando los ojos oscuros y poderosos adormecen las manos que me calman y se
me permite bajar la guardia. Me quedo quieta, con las rodillas temblando, mientras los labios
recorren y se deslizan sobre mi piel temblorosa. Mis muslos se abren, y rayos caen con el
toque de una lengua en mi piel resbaladiza.
Suspiro, pero una sola mirada me silencia.
—No respires, no hables, no hagas un sonido. —Siento el susurro en mi cadera, siento
las vibraciones en mis huesos, y asiento en señal de asentimiento—. No te vengas hasta que
te lo diga.
No tengo más remedio que ponerme de pie y aceptar en silencio el asalto a mis sentidos:
cabello suave contra mi vientre, barba en mis muslos, manos tomando mi trasero, la furia
florece dentro de mí. Tengo que aguantarme, mantenerlo abajo, morderme la lengua para
silenciar los gemidos, hacer puños de mis manos a los lados, porque no se me ha dado
permiso para tocar.

15 —Bien. Déjate ir ahora, X. Dame tu voz. —Un dedo me perfora, se dobla, encuentra
mi necesidad, la libera, y pierdo mi voz, dejando que quejidos y gemidos se me escapen—.
Bien, muy bien. Tan hermosa, tan atractiva. Ahora muéstrame tu habitación.
Dirijo el camino a mi habitación, empujando la puerta para revelar la colcha blanca,
esponjosas almohadas negras, todo escondido y dispuesto, según sea necesario. Me tumbo,
dejando de lado las almohadas, y espero. Ojos recorren mi cuerpo desnudo, examinándome,
evaluándome.
—Creo que un extra de veinte minutos en el gimnasio te haría bien. —Esas críticas se
entregan clínicamente, queriendo recordarme mi lugar—. Muévete hacia abajo, sólo un poco.
Escondo el brinco de mi estómago, el dolor en mi corazón, la quemadura en los ojos.
La oculto, la entierro, porque no está permitido. Parpadeo, inclinando la cabeza.
—Por supuesto, Caleb.
—Estás preciosa, X. No me hagas cometer un error.
—Lo sé. Gracias.
—Es sólo que nuestros clientes esperan perfección. —Una ceja levantada indica que
debería terminar el comunicado.
—Y tú también.
—Exactamente. Y tú, X, sabes que puedes entregarlo. Eres perfecta, o casi, por lo
menos.
Una sonrisa ahora, ardiente y brillante y cegadora, insoportablemente bella, destinada
a calmar. Un dedo toca mis labios y luego traza sus lugares preferidos en mi anatomía: labios,
garganta, senos, caderas.
—Date la vuelta.
Me pongo sobre mi estómago.
—De rodillas.
Pongo mis rodillas debajo de mi estómago.
—Dame tus manos.
Llego a mi espalda con ambas manos, y mis muñecas son tomadas con una gran brutal
y poderosa mano. Mis omóplatos se tocan entre sí mientras mis brazos se juntan, y mi cara
se presiona contra el colchón. Trago duro, tratando de respirar.
Oh, el dolor, el latido feroz mientras soy penetrada. Soy movida hacia adelante, mis
hombros punzan y el agarre en mis muñecas me sostiene en mi lugar.
No tengo más remedio que sentir el resplandor creciente, dejar que se empuje a través
de mí y me deje sin aliento, y me dan ganas de llorar, quiero llorar.
Pero no lo hago.
Aún no.
Me dejo venir cuando me dice que lo haga.
16 —Vente para mí, X.
Y entonces se acabó. Soy volteada para tumbarme sobre la espalda, jadeando, y
susurros me bañan.
—Tan bueno, X. Tan hermoso. —Un dedo va a mi barbilla, levantando mi mirada—.
¿Disfrutaste eso?
—Sí. —No es una mentira. No del todo, por lo menos.
Físicamente, soy sacudida por el temblor. Físicamente, réplicas todavía me agarran, el
toque me hace temblar y estoy sin aliento. Físicamente, sí, me gustó mucho. No puedo evitar
disfrutar de ello.
Todavía... hay un espacio dentro de mí, un profundo pozo donde las verdades ni
siquiera se atreven a pensar en vivir escondidas y siempre enterradas. Allá abajo, en donde
residen esas verdades, sé que anhelo... la absolución, la libertad, una respiración tomada en
la intimidad, una palabra hablada sin motivo ulterior.
Pero no puedo evitar que esos pensamientos broten. No puedo, y no lo hago. Soy una
maestra del autocontrol, después de todo. Puedo mantener a raya el orgasmo de forma
indefinida. Podría seguir sin respirar hasta que se me diga que respire o desmayarme. Podría
permanecer sentada sin moverme durante horas, hasta que se me dijera que me moviera. Sé
que puedo hacer esas cosas, porque las he hecho. Aprendí un control total del más áspero en
las escuelas.
Así que es un juego de niños para mi cuerpo plegarse bajo la apariencia de la intimidad
en un cuerpo duro, tenso y musculoso hasta un timbre en los pantalones desechados exigiendo
atención.
—Tengo que contestar esto. —Una pausa, un soplo, un toque de dedo en una pantalla
de celular—. Habla Caleb. Sí. Sí. Claro, dame veinte minutos. Por supuesto. No, no lo dejes
entrar hasta que llegue allí.
Un beso en mi sien, un dedo trazando mi cuerpo desde los hombros hasta la cadera a
los pies.
—Tengo que irme.
—Está bien. —No pregunto cuánto debo esperar su regreso, porque no quiero saberlo,
y porque no obtendré una respuesta.
—¿Me extrañarás?
—Por supuesto. —Esa es una mentira, y los dos lo sabemos.
—Bueno. Tu próximo cliente llegará en dos horas, por lo que tendrás tiempo de
ducharte, vestirte y prepararte. Su nombre es William Colin Drake, y es el heredero de una
empresa de desarrollo de tecnología que vale cincuenta mil millones. Los términos y
condiciones habituales son aplicables. El archivo de William llegará de la forma habitual.
—¿Debo esperar tantos problemas con William como con Jonathan?
Un destello de sonrisa, divertida.
17 —No, debería pensar que no. William es un animal tan diferente, por lo que he
observado. —Una pausa, y una mirada especulativa hacia mí—. Pero, ¿X?
—¿Sí, Caleb?
—Ten cuidado con William. Tiene una racha mala.
—Gracias por la advertencia.
—Tiene que aprender a controlarse, por lo que tendrás que sacárselo y hacerlo
consciente de ello. Pero ten cuidado.
Extraer su racha mala. Meter una serpiente, empujar a un oso dormido. Con riesgo de
un accidente. No será la primera vez, ni la última. Espero no necesitar atención médica como
hice la última vez. Eso no está cubierto en el contrato, por supuesto, pero se entiende: Nunca,
nunca dañar la propiedad de Caleb Indigo, simplemente no es un negocio inteligente.
Cuando la puerta se cierra detrás de un amplio, traje nuevo, me baño y me quito el olor
a sexo. Me froto duro, más de lo necesario y peleo contra la ebullición de emociones
prohibidas. Cuando mi piel está en carne viva, me obligo a salir de la ducha y a vestirme,
maquillarme, re-hago la cama, y preparo el té.
Y luego me siento en el sofá y respiro, serenándome, empujando hacia abajo la
vulnerabilidad, alejando el miedo y el deseo. Una vez más, soy Madame X.
•••
Doy una sola vista, momentánea al pequeño punto oscuro en el techo, escondido en un
rincón, y mis ojos me traicionan. Me imagino que veo un punto rojo dentro de las negras
profundidades de la cámara, y creo que puedo ver todo el camino a lo largo del rastro de
electrones a través del monitor y de las caras en el otro lado.
Me lo imagino, pero eso es todo lo que puedo hacer.
Hay un golpe decisivo en la puerta, y me levanto, exhalo lentamente, levanto la barbilla,
aliso mi vestido por encima de mis caderas, y muevo los pies en el zapato, respira, deja que
el momento persista.
Y luego abro la puerta, y te doy la bienvenida.
Eres guapo, pero no bello. Te mantienes con dignidad, y tu mirada de arrogancia te
traiciona. Y sí, mientras me encuentro con tu estrecha mirada gris, veo la fealdad, una
propensión a la crueldad, a la maldad.
—Veo que no exageraron lo atractiva que es.
Ignoro tu observación, y te hago un gesto a mi sofá.
—William, Bienvenido. Gracias por venir. Toma asiento por favor. ¿Te gustaría algo
de té?
Tu mirada se mueve.
—Un escocés sería mejor. —Y luego te hundes en el sofá, cruzas el tobillo sobre la
rodilla, y esperas a ser servido, y tus ojos me siguen con avidez. Te entrego el vaso, tres cubos
de hielo, un dedo de whisky—. Leí el contrato, y tengo que decir que no era lo que estaba
esperando. Tampoco tú.
18 Te entrego el contrato, lo lees una vez, después lo firmas, y yo también.
—¿Qué esperabas, William?
—Bueno, ciertamente no esperaba el punto tres, eso es seguro. Lo firmé, así que voy a
cumplir con las reglas, pero estoy decepcionado, Madame X. Me encantaría sacarte de ese
vestido. —Tus ojos me examinan, se toman su tiempo catalogándome y criticando mi cuerpo.
—Estoy segura de que lo harías, William.
—Llámame Will, por favor. —Disfrutas de la elegancia casual.
—Está bien entonces, Will. Dime, ¿qué es lo que esperas de nuestras sesiones juntos?
—Tengo una pregunta mejor. —Te inclinas hacia adelante, levantando el contrato
como si fueras a romperlo—. ¿Qué te parece si alejamos este cachorro y llegamos a las cosas
buenas? Siempre podemos firmarlo de nuevo más tarde.
Todavía tengo que tener un ligero olor a sexo, a pesar de que lo fregué sin piedad. Tus
orificios nasales se abren e inhalas, te inclinas más cerca, dejando que tu hombro toque el
mío. Tomo el contrato de ti, suavemente pero con firmeza, lo pongo sobre la mesa de café, y
lo alejo.
—No lo creo, William. —Me levanto, tomando el vaso de ti. No protestas, pero tus
ojos se endurecen—. Lo firmaste, estás obligado legalmente por ahora. Si no deseas
continuar, es posible hacer una petición para que el contrato sea absuelto. Si no es así,
entonces debo insistir en que mantengas ese tipo de comentarios para ti mismo, ya que no
son ni permitidos, ni deseados.
Te pones de pie, y estás justo enfrente de mí. Tus ojos son duros, en el fondo, y hacen
remolinos con un veneno muy potente.
—Oh, creo que mientes, Madame X. Creo que eres deseada. Pero... firmé el contrato,
y soy un hombre de palabra. —Tomas tu asiento en el sofá y cruzas los tobillos y me
sonríes—. Entonces. Enséñame. Estoy listo para aprender.
Me alejo de ese algo de verdad en tus palabras, respiro lentamente, y luego me volteo
a ti, con mi mirada afilada sobre ti, dejo que el silencio se expanda. Tú no te mueves, pero
empiezas a mostrar señales de malestar.
—Dime, William. ¿Cuál es tu más profundo, más oscuro secreto?
Dejas de respirar el silencio, esta vez, y tus ojos me perforan, y me queman.
—No estoy seguro de qué es realmente lo que quieres saber, Madame X.
—Oh, pero lo haces, William. No te lo habría preguntado si no lo hicieras. —Doy dos
pasos más cerca de ti—. No crees poder sorprenderme, ¿verdad?
Tragas, parpadeas, y luego dejas que una sonrisa doble tus labios.
—Bien, Pero tú lo pediste. Y... esto está cubierto por el contrato, ¿no? ¿No puedes
hablar de esto con nadie?
—No puedo, y no lo haré. —No le digo acerca de las cámaras o los micrófonos.
—Me gusta... áspero —dices— Y me gusta... sin permiso. —Me ves, como para
evaluar el efecto de sus palabras.
19 Asiento.
—Continúa.
Y sigues, con detalles cada vez más gráficos.
Nunca he estado tan contenta del tercer punto como lo estoy ahora.
2
espierto bruscamente; no estoy sola.
Colonia cara, sólo una pizca en el aire. Hay otros olores en capas
debajo de la colonia, pero son demasiado débiles para que los identifique.
Mi habitación está oscura, así que no hay nada que ver, excepto sombras
dentro de las sombras. El ruido de mi máquina calla, el sonido relajante y suave de las olas
en una orilla.
Dormir es casi imposible para mí, por los sueños.
—Caleb. —Mantengo mi voz baja y estable.
No hay respuesta. No necesito ninguna, sin embargo. Esperaré. Me incorporo, tirando
de la sábana sobre mi pecho, las meto debajo de mis brazos. La sábana plana, un recuento de
miles de hilos, más suaves que el algodón egipcio, es mi único escudo, y es delgado y débil
en el mejor.
20 Clic. Ligera luz de color ámbar cae sobre mí, bañando la habitación en un tenue
resplandor. Allí, en el sillón Luis XIV en la esquina al lado de mi cama, al lado de la ventana
de piso a techo con su cortina negra. Adaptados pantalones negros, de un traje. Camisa
blanca, gemelos con insertos de diamantes de dos quilates. El cuello está desabrochado. Sólo
un botón, sólo el de arriba; la concesión a la hora tardía es impactante en su inusual
indiferencia. Sin corbata. La veo doblada, el extremo más delgado cuelga fuera de un bolsillo
interior de su chaqueta, que se monta sobre la parte posterior de la silla.
Los ojos oscuros fijos en mí. Sin parpadear. Perforando. Constante, frío, ilegible.
Todavía... hay algo. ¿Cautela? Algo que no puedo comprender.
—Baja la sábana.
Ah. Un ligero insulto.
Suelto la sábana, dejo que caiga alrededor de mi cintura. Mis pezones se endurecen por
el frío, bajo el control de esa mirada oscura.
—Patéalas.
Doblo mis rodillas, levanto la pierna, alejo la sábana con el dedo del pie. Ropa interior
de seda roja, corte de bikini. Puedo mantener mi nivel de mirada, mi respiración, incluso, sin
hacer nada para traicionar el martilleo de mi corazón, el apretón en mi vientre.
—¿A quién le perteneces, X?
—A ti, Caleb—. Es la única respuesta. La única respuesta que ha habido siempre.
—¿Qué quiero, X?
—A mí.
Un botón, dos, tres, y luego la camisa se une al saco a juego, perfectamente doblado en
la parte posterior de la silla. Zapatos, a un lado. Calcetines doblados, escondidos en un zapato.
Pantalones, al lado. La cremallera, bajada tan lentamente. Una tortura de momento, de
esperar el zzzzzzhrip. A la espera de que el delgado elástico de algodón, negro de los bóxers
encuentre su lugar de descanso encima de los pantalones, doblados en tres partes como en
los grandes almacenes-precisos, sobre el cojín.
No miro hacia otro lado. Sigo cada movimiento, y mantengo mi expresión neutral. El
cuerpo revelado es un estudio de belleza masculina clásica. Una escultura de perfección
tallada en carne. Los músculos tonificados, con cuidado y exquisitamente diseñados. Un
puñado de vello oscuro en el pecho, un rastro de vientre plano a la gruesa erección. Es un
cuerpo diseñado para generar deseo en el espectador. Y lo hace. Oh, sí, lo hace. No soy
inmune.
La cama se hunde. Largos y gruesos dedos, con uñas perfectamente cuidadas pasan a
través de mi cabello negro y grueso, que está suelto sobre mis hombros en ese momento.
Nunca está suelto, a menos que esté en la cama. De lo contrario, estaría agarrado en un moño
o una trenza ordenada clavada en un chongo. Nunca hacia abajo. La curva del cuello y
garganta de una mujer son tan exóticos y eróticos como sus pechos, cuando se muestran
correctamente; esa había sido una lección temprana. Un tirón de la mano, y mi garganta está
desnuda, mi cabeza a un lado. Esta rugosidad es inesperada. Reprimo una exclamación de
21 sorpresa. Sin miedo. No puedo, no debo temer. Ni siquiera me atrevo a permitirme sentir, y
mucho menos a dejar que se muestre.
Los labios, muerden y besan mi garganta. Húmeda, lenta, muy ligeramente. Esos
labios, en mi mejilla. Agrio alcohol en el aliento- sobre mí. Los dedos se adentran, excavan,
perforan. No estoy lista, pero eso no importa. No ahora, no en este momento. Tal vez nunca.
Incomodidad momentánea, y luego un dedo encuentra mi paquete más sensible de nervios,
los recorre, y siento la humedad lubricarme, filtrándose a través de mis partes íntimas. Un
jadeo, entonces. Un gruñido masculino, tan poco habitual como el cuello desabrochado y la
intoxicada visita nocturna.
Una lengua, a través de mi pezón. Dureza empujando mi suavidad. Penetración. Una,
dos veces, labios en mi mejilla, barbilla, garganta, esternón. Soy presionada en el colchón
pesadamente, una mano en mi cadera, una esbelta cintura presionando mis muslos. Comienzo
a preguntarme, en el fondo de mi mente, cuánto tiempo va a durar, este encuentro cara a cara.
No mucho.
Las manos en mis caderas, me dan vuelta sobre mi estómago. Atraen mis caderas, las
rodillas debajo de mí. Una mano en puño toma mi cabello, la otra en mi cadera. Caliente,
dura presencia detrás de mí, con los dedos buscando, encontrándome húmeda y lista, guiando
el miembro grueso y desnudo a mí.
Largo, lento, sin prisas. No es exactamente áspero, sino descuidado. No con la habitual
eficiencia y ritmo magistral. No, este es un ritmo lento, perezoso al principio y luego crece y
crece y crece. No puedo resistir la eclosión dentro de mí, la presión de un palpitante clímax
inminente a través de mí. No me atrevo a liberarlo, sin embargo, por lo que aprieto el puño,
aprieto los ojos y me concentro en contenerlo, en limitarlo.
El ritmo se convierte en un castigo, entonces. Más cerca de áspero como siempre ha
sido. Pero aun así, incluso en la intoxicación, exquisitamente magistral. Este organismo fue
creado para tener sexo. Diseñado para poseer, para complacer, para dominar. Y yo soy, todas
esas cosas.
Si lo quiero, o no.
—Ahora, X. Vente para mí, ahora mismo. Dame tu voz —un murmullo ronco, grave y
fuerte.
Finalmente me dejo llevar con un gemido jadeante desde la base de mi garganta, el
clímax se quema a través de mí.
Cuando termina, me permite caer hacia adelante. Ausencia detrás de mí. Grifo abierto.
Me da un codazo en la espalda, me entrega una toallita húmeda tibia.
—Límpiate.
Obedezco, y le devuelvo la tela, ruedo sobre mi lado, y dejo que mis ojos se cierren.
Que mis emociones se mezclen, caigan, dejo que la somnolencia post-orgásmica me tome.
Dejo que la profunda, poderosa corriente de resaca de mis pensamientos y temores más
íntimos y deseos me haga girar y me desoriente, muy por debajo de la tumultuosa superficie
del mar que es la conciencia.
•••
22 Sangre. Sirenas. Pérdida. Confusión. La lluvia en la oscuridad, un rayo en la negrura,
un palpitante trueno en la distancia. Llanto. Soledad.
—X-despierta. Despierta. Estás soñando de nuevo. —Las manos en mi cintura, labios
en mi oído, un susurro reconfortante.
Me levanto, sollozando. Cabello en mi frente, enredos de sudor manchado. Hebras en
mi boca. Mi espalda está húmeda por el sudor. Mis brazos tiemblan. Mi corazón está
martillando.
—Sshh. Cállate. Estás bien ahora.
Niego. No estoy bien. Con los ojos cerrados, lucho por respirar, no puedo ver nada más
que fragmentos de la pesadilla:
La sangre, carmesí y gruesa, y los remolinos mezclados con la lluvia en una acera. Un
par de ojos, abiertos, vacíos y ciegos. Extremidades dobladas en ángulos antinaturales. Una
punzada de rayos, repentina y brillante, iluminando la noche por espacio de un latido. Una
sensación de horror que todo lo consume, de terror, el tipo de pérdida que roba el aliento y te
chupa hasta el tuétano tus huesos.
Sollozos. Tormento, sacudidas, incapaz de hablar. Trato de empujarlo abajo, de ganar
control, pero no puedo. Sólo puedo sollozar y jadear y temblar, estremecerme y llorar. Me
duelen los pulmones. No puedo respirar, no puedo pensar, sólo puedo ver la sangre, la sangre,
escarlata y gruesa como jarabe, arterial, sangre goteando y mezclándose con la lluvia.
—X. Respira. Respira, ¿de acuerdo? Mírame. Mira mis ojos. —Busco los ojos oscuros,
los encuentro extrañamente cálidos, preocupados.
—No-puedo-respirar. —Suspiro.
Jalada contra un pecho firme, suave. El latido debajo de mi oreja. Me tenso; confort
como este es ajeno. Todavía no puedo respirar, ni parpadear. Paralizada por el miedo, con el
veneno de las pesadillas en mi sangre.
—¿Cómo es que nos conocimos, X?
—Tú me-s-s-salvaste.
—Así es. ¿De qué te salvé?
—De él. De él. —Siento una presencia de mi sueño, una malevolencia, una sed de
sangre escarlata.
—Te encontré en la acera, desangrándote. Habías sido gravemente herida. Golpeada
casi hasta morir. Embestida hasta quedar casi irreconocible. Te tomé en mis brazos y te llevé
al hospital. Te habías arrastrado, sola, muriendo... hasta aquí. A dos kilómetros, casi. Piensan
que sabías dónde estaba el hospital, y que estuviste tratando de llegar allí. Pero casi no lo
lograste.
—Tú me llevaste al hospital. —Al recitar las palabras, empiezo a encontrar aliento.
—Eso es correcto. —Una pausa, un soplo―. Te traje, y ellos no me dejaron volver
contigo, porque no tenías identificación y estabas inconsciente. Simplemente no podía dejarte
23 sola, sin saber lo que había sucedido. Sin saber si ibas a estar bien. Así que me dejaron estar
en la sala de emergencia mientras trabajaban en ti.
—Esperaste durante seis horas. Morí en la mesa, pero me trajeron de vuelta. —Conozco
esas palabras, esa historia. Es la única historia que tengo.
—Tu cabeza había sido gravemente dañada. De tus muchas lesiones, tu lesión craneal
era la más preocupante, me dijeron. Nunca podrías recuperar la conciencia, me dijeron. Y si
lo hacías, no podrías recordar nada. O algunas cosas pero no otras. O todo. O podías quedar
paralizada, o tener un ataque. Con el daño en tu cerebro, no había manera de saberlo hasta
que despertaras.
—Y casi no despierto.
—Tuve que irme con el tiempo, pero volví al día siguiente, para ver cómo estabas.
—Y al siguiente, y al siguiente. —Conozco todos los momentos, todas las pausas,
dónde están mis líneas. Puedo respirar. Puedo hacer trabajar mis pulmones: inflarlos,
desinflarlos; inhalar, exhalar. Doblar los dedos, parpadear, me centro en los dedos doblados
de mi pie. Ejercicios familiares.
—La policía encontró la escena del crimen en la que habías sido atacada. Fue un
asesinato. Tenías familia, pero fueron asesinados. Y habías sido testigo de ello. Viste todo.
Apenas sobreviviste.
—Y él sigue ahí afuera.
—A la espera de que muestres tu rostro. Esperando asegurarse de que no puedas decirle
a nadie nunca lo que sabes.
—Pero no sé nada. No puedo recordar nada. —Eso era cierto. Esa es una parte del
ritual, pero es cierta.
—Lo sé, y tú sabes eso. Pero él no. El asesino está ahí afuera, y sabe que sobreviviste,
y sabe que lo viste todo.
—Me protegerás. —Otra verdad.
Una de muy pocas. Estoy protegida. Me proveen. Soy mantenida a salvo.
Cautiva.
—Te protegeré. Tienes que confiar en mí, X. Voy a mantenerte a salvo, pero tienes que
confiar en mí.
—Confío en ti, Caleb. —Esas cuatro palabras, tengo que morderlas. A veces, no creo
en ellas; otras veces, lo hago. Esta noche es la primera.
Es como comer una naranja, tratando de separar las semillas de la carne y escupiendo
las semillas solamente. No es verdad, pero tampoco es una mentira. Confiar, pero algo
amargo también, algo falta.
—Bien. ―Los dedos en mi cabello negro y grueso. Recorriéndolo. Caricias―. Duerme
ahora.
Clic. La oscuridad ahora, una manta jalada sobre mí, la máquina de ruido calmándome
24 el choque suave de las olas en la imaginaria orilla. Dejo que el sonido de las olas me lleve
lejos, como flotando en una marea.
A lo lejos, oigo la puerta abrirse, cerrarse.
Estoy sola.
3
a luz del amanecer trae consigo la vergüenza. Soy débil. Fui débil. Las
pesadillas, minan mi fuerza. Volviéndome en esta criatura, en esta suave,
toda vulnerable y sin armadura. Escasa de oxígeno, hambrienta de luz, con
hambre de contacto para recordarme que los sueños son solamente ficción, para recordarme
que estoy segura, me vuelvo hacia el único consuelo que puedo encontrar.
El ritual.
Las palabras.
La historia.
Pero a la luz del día, duchada y vestida, con el cabello trenzado y retorcido en un nudo
en la parte posterior de la cabeza, con el maquillaje aplicado con cuidado, los pies enfundados
en costosos tacones, vestida con la armadura, no soy esa gatita maullando, y la desprecio. Si
pudiera hundir mis garras en esa versión de mí misma, la trituraría sin piedad, desgarrándola
25 en pedazos. Sacudiéndola hasta que sus dientes rechinen, dándole el sabor del veneno verbal
que utilizo para mantener a los chicos ricos errantes en línea. Le diría que una dama no
muestra miedo. Una dama no llora delante de nadie. Una dama no muestra jamás debilidad.
Barbilla arriba, diría. Espalda recta. Encuentra tu dignidad, póntela como una armadura.
Hago esas cosas. Busco en mí la emoción. Giro la espalda al espejo en mi vestidor,
lejos de la tentación de examinar las cicatrices en mi vientre, mis brazos, mi hombro, debajo
de las raíces de mi cabello en el lado izquierdo de mi cráneo, a medio camino entre la parte
superior de mi oreja y la corona de mi cabeza. No hay cicatrices. No hay recuerdos de un
pasado perdido. No hay debilidad, ni pesadillas, ni necesidad de comodidad.
Soy X.
Es un poco más allá las cinco de la mañana. Preparo un desayuno de claras de huevo
de granja, tostadas de trigo molido a mano, con un fino toque de mantequilla orgánica.
Abriendo una rebanada de toronja, cubro la mitad con una envoltura de plástico y la devuelvo
a la nevera, poniéndole algunos fragmentos de Truvia a cada trozo de la toronja. Té negro,
sin azúcar ni leche. Suplementos vitamínicos orgánicos.
Más tarde, entre los clientes, pasaré una hora en la máquina de remo, y después una
hora para hacer yoga. Entonces habrá almuerzo: una ensalada de espinacas frescas cultivadas
orgánicamente, nueces, arándanos secos, bizcochos de queso azul, un chorrito de vinagreta,
un plato de fruta fresca cortada y mezclada, una botella de agua destilada y desionizada. O,
alternativamente, un batido, verde, amargo, y saludable.
Un extra de veinte minutos en el gimnasio, me habían dicho. Recortar la comida, eso
significaba. La instrucción de dieta y ejercicio había venido con el paquete que recibía todas
las mañanas, un gran sobre de papel debajo de la puerta, que contenía los expedientes de mis
clientes para el día y los contratos correspondientes.
El tiempo correcto, siempre hay un par de minutos después del desayuno y antes de mi
primer cliente del día. Termino el desayuno a las 5:45 a. m. Y mi primer cliente llega a las
6:15 a. m.; la primera ranura está reservada para el más difícil de los clientes, los más
necesitados de una lección discordante. Si no puedes llegar temprano, no pasas el curso, y se
te cobrará la tarifa de terminación y de queja.
En los treinta minutos conmigo misma, antes de que llegue William Drake, estoy en la
ventana de la sala de estar, con la mirada fija en las bulliciosas calles de abajo. Ese es mi
pasatiempo favorito, ver a la gente escurrirse aquí y allá, hablando por sus celulares, con sus
periódicos metidos debajo de los brazos, en trajes de negocios, vestidos delgados de
hendidura en la espalda y piernas con calcetines al tobillo. Imagino sus historias.
Ese hombre, allí, en traje carbón sólo un poco demasiado flojo alrededor de la cintura,
con las hombreras un poco demasiado gruesas, pantalones un poco largos en el talón. Medio
calvo, un punto desnudo en la parte posterior de su cabeza. Hablando por celular, su mano
haciendo un gesto frenético, con rabia, el índice apuñala el aire. Rojo de la cara. Es un hombre
de negocios peleando, luchando contra la corriente en un negocio feroz. De acciones, tal vez.
En leyes. Derecho Corporativo. Siempre está detrás, apenas lográndolo. Una esposa, un hijo
pequeño. Es mayor que su esposa por varios años, y su hijo está empezando la escuela. Es lo
26 suficientemente mayor para cuidar de un hijo en la parte superior contra pelear para lograr
que la empresa sea una tarea rutinaria. Su esposa se casó con él porque creía que su fortuna
mejoraría, una promoción que la pondría en un lugar más fácil, y porque necesitaba una
tarjeta verde, tal vez. Hay afecto, pero no verdadero amor. Él está demasiado ocupado para
el amor, demasiado ocupado trabajando sesenta u ochenta horas a la semana, tratando de
ganar para el exorbitante alquiler de la ciudad de Nueva York. Viven en el Bronx, tal vez,
para poder estar más cerca de su familia, porque ella necesita ayuda. Probablemente está
trabajando en un empleo mientras su hijo va a la escuela, escondiendo dinero a espaldas de
su marido, porque está perdiendo la fe en su capacidad para cuidar de ellos. Ganando
suficiente como para poder salir y mantener a su hijo si llega al peor de los casos.
Es una distracción agradable, centrarse en las vidas de ficción, normales de gente al
azar. Me permite preguntarme con seguridad cómo es la vida allí, para ellos. Con seguridad,
porque, ¿preguntarme qué tal sería la vida por ahí para mí? Eso es peligroso. Una amenaza
para mi salud mental, que depende de un cuidadoso acto de equilibrio.
Escucho el débil sonido del ascensor que llega. Echo un vistazo al reloj de pared estilo
veneciano: 06:10 a. m.; cinco minutos antes. Pero por un minuto o dos no hay ninguna
llamada a la puerta. Me muevo a través del cuarto, manteniendo los clics de mis tacones tan
silenciosos como me es posible, y me quedo de pie junto a la puerta, escuchando.
—Sí, casi estoy allí —dices, tu voz baja—. Puto, odio estas citas tan malditamente
temprano. No, mi padre me hace ir. Algún tipo de estúpido entrenamiento corporativo,
básicamente. Para hacerme un mejor líder, chorradas por el estilo. Poner mi trasero en la fila.
No, hombre, no es así. Realmente no puedo dar detalles. No, de verdad, no estoy autorizado
a hablar de ello. Firmé un contrato, y si arruino esto mi papá me va a cortar totalmente.
Después de lo sucedido con esa zorra de Yasmin, realmente estoy en la cuerda floja con él,
así que tengo que seguir la línea de mierda... ¿O qué? O básicamente, sacará el cargo de
presidente de la carta y girará todo el poder a la junta, lo que significa que no voy a recibir
nada cuando se retire. Tiene los documentos elaborados. Me los mostró. No, hombre,
putamente los vi, ¿de acuerdo? Fue después de haber obtenido que el juez me dejara en
libertad bajo fianza. Tuvo que pagar un montón de dinero para mantener todo callado. Le
pagó a Yasmin como medio millón para mantener su gorda boca cerrada acerca de lo
sucedido. ¿Mi plan? Mi plan es ir junto con este programa de entrenamiento, mantener a mi
padre feliz, jugar el juego.
»Tengo amigos en el interior, en la mesa, ciertos miembros que no están conformes
con el lugar donde papá ha estado llevando la empresa. Si puedo jalar las cuerdas un año o
dos, es probable que pueda trabajar un poco de magia detrás de escena, robar todo el
espectáculo de mierda del puto viejo, y me refiero a tirar un real golpe de estado. Y tan pronto
como tenga mis manos en la empresa... hombre, estará arreglado. Tengo planes... No, no
puedo hacerlo esta noche. Tengo... otros planes.... No, dejé ir a esa perra, era una gritona.
Esta es nueva. Está toda envuelta como un pequeño dulce de regalo. No lleva absolutamente
nada, excepto las esposas, y ni siquiera la amordacé. No, idiota, no puedes ayudar. La última
vez que te permití ayudar, lo llevaste demasiado malditamente lejos, y tuve que pagarle a la
puta para evitar que gritara sobre lo que el estúpido de ti le hizo. Te lo he dicho, hay un arte
en ello. Oye, amigo, voy a llegar tarde, me tengo que ir. La perra que dirige este espectáculo
no se anda jodiendo, te puedo decir eso de forma gratuita. De todos modos, de verdad, me
27 tengo que ir. Y ¿Brady? Permanece como el infierno lejos de mi casa, ¿de acuerdo? Lo digo
en serio. Te voy a matar si realmente vas a algún lugar cerca de ella. Muy bien, adiós.
Mi corazón golpea mientras doy un par de pasos rápidos de la puerta, cambiando mi
expresión a neutra.
Respiraciones profundas. Atención. Ponte la armadura. Sin grietas. Dura. Fría. Suave.
Inexpugnable. Imagínate garras en lugar de uñas. Ojos de víbora. Hielo.
Toc. Toc.
Echo un vistazo al reloj: 6:17 a.m. Una última respiración profunda, soltada a través de
labios fruncidos. Doblando la perilla, abro la puerta.
—Señor Drake. —Una ceja arqueada—. Llegas tarde.
Levantas el brazo, extiendes la muñeca, enseñas tu extravagante reloj Blancpain.
Detesto ese movimiento: el brazo se eleva, moviendo la muñeca hacia adelante. Es ostentoso,
vano. ¿Y ese reloj? Fácilmente de trescientos mil dólares. Piel de cocodrilo, oro de dieciocho
quilates, caro cristal de zafiro... todos los adornos de lujo de los ricos inseguros. No estoy
impresionada.
—Por, dos minutos, X —Pasas más allá de mí, y huelo tu colonia. Te tuviste que bañar
en ella porque hueles tan densamente a ella—. Está bien, hombre. No es gran cosa. Dos
minutos, lo que sea. Estoy aquí.
Me quedo de pie junto a la puerta, con las manos a los lados, con la cabeza alta, mirando
de mi nariz a ti.
—No, señor Drake. No es lo que sea. —Hago un gesto a la puerta—. Te puedes ir.
Hemos terminado aquí.
Tienes la decencia de parecer, al menos, un poco preocupado.
—X, vamos. Se trata de dos minutos. ¿A quién carajos le importan dos minutitos?
Estaba hablando por teléfono.
Lo sé, lo oí.
—Me importan los dos minutos, señor Drake. En un minuto, treinta segundos, un solo
momento. Tarde es tarde. Debe llamar a esta puerta a las seis catorce. La puntualidad es un
rasgo clave del éxito, señor Drake.
—Mi padre llega tarde a las reuniones del consejo todo el tiempo —señalas, sin
moverte de tu posición de tres pasos en mi apartamento.
Levanto una ceja.
—Tu padre es el accionista fundador, director ejecutivo, de una de las corporaciones
más poderosas de la Tierra. Tiene el poder, lo que le concede el privilegio de llegar tarde, de
aparecer siempre que lo desee, porque ejerce control. Tú no manejas nada, William. Recibes
un subsidio. Te toleran. Tu suerte en la vida es hacer lo que te dicen, mostrar hasta donde te
digan que lo hagas, cuando te digan que aparezcas, y ni una sola milésima de segundo
después. Tu padre es uno de los más grandes, malos tiburones en el océano, y tú eres solo un
pez. Adiós, William. Tal vez la próxima semana pienses dos veces antes de gruñir en tu móvil
afuera de mi puerta, perdiendo mi tiempo, que necesito recodarte, es infinitamente más
28 valioso que el tuyo alguna vez será.
En un momento cruzas los tres pasos entre nosotros. Tu mano está en mi garganta,
cortando mi suministro de aire. Dejando moretones, sin duda. Estás nariz a nariz conmigo,
tus ojos irradian furia, pánico y odio.
—¿Qué oíste, puta?
Parpadeo, obligándome a mantener la calma. Mis pies apenas tocan el suelo, mis
zapatos de tacón alto cayeron de mis pies. No puedo respirar. Las estrellas parpadean y brillan
en mis ojos. No peleo, no busco tus brazos ni muñecas. Fijo la mirada en ti. Asegurándome
de que estás sosteniendo mi mirada. Y luego, deliberadamente, dejo que mi mirada vaya
hacia arriba, hacia la esquina del techo, donde se oculta la cámara. Tus ojos siguen los míos,
y aunque no puedes ver, ya que está demasiado bien escondida, mi sentido es claro. Levanto
la barbilla, arqueando una ceja.
Me sueltas. Yo tomo una respiración profunda, obligándome a hacerlo tan lentamente,
para enderezar las rodillas y permanecer en posición vertical, de pie. El instinto me hace
querer derrumbarme al suelo, jadeando, frotando mi garganta. Pero no lo hago. La dignidad
es mi armadura.
Ding.
Las puertas del ascensor se abren, y te ves pálido. Mi puerta está todavía abierta.
Retrocedes un paso, dos, tres. Mueves la cabeza. Cuatro enormes hombres acechan a través
de la puerta, vestidos con trajes idénticos negros, camisas blancas y corbatas negras delgadas,
con auriculares en la oreja derecha, que se añaden a los cables de sus cuellos.
—Venga con nosotros, por favor, señor Drake —habla uno de ellos, pero sus labios
apenas se mueven por lo que podría haber venido de cualquiera de ellos.
Se expresó cortésmente, por supuesto, porque eres heredero de una empresa
multimillonaria. Pero entonces, pusiste tus manos sobre mí, y Caleb no tolera eso. De ningún
modo. De nadie. Si no fueras una pieza tan patética, desagradable de escoria, casi te
compadecería. Conozco a estos hombres, y no sienten piedad.
Pero entonces, yo tampoco.
Hinchas el pecho. Doblas los labios en una mueca burlona.
—Vete a la mierda. No me puedes decir una mierda de lo que tengo que hacer. —Pasas
más allá de mí.
Das quizás cuatro pasos completos, que te llevarán fuera de mi casa y al pasillo. Incluso
das vuelta a la esquina. Gran error, William. No hay cámaras ahí. Uno de los guardias se
mueve como una llamativa cobra, más rápido de lo pensado. Un solo golpe, un golpe
perforador con fuerza, a tu hígado. Caes como un saco de harina, gimiendo, retorciéndote.
—Len —le digo. Uno de los guardias vuelve la cabeza sobre el grueso cuello, me mira.
Me inclino hacia él, moviendo mi dedo.
Se mueve para estar delante de mí con las manos cruzadas a la espalda.
—¿Señorita?
—Lo oí hablar por teléfono con un amigo. Oí algunas... piezas desagradables de
29 información. —Apunto hacia el techo—. ¿Sus micrófonos son suficientemente poderosos
como para haberlos captado?
La cara de Len permanece impasible.
—No sé de lo que está…
—No insultes mi inteligencia, Len.
Una pausa.
—Voy a comprobar las cintas, señorita. —Len mira hacia ti—. Es un pedazo de mierda.
—Es un depredador, Len. Un torcido enfermo. Tiene a una mujer cautiva en alguna
parte, y le hará algo terrible, si no se lo ha hecho.
—¡Maldita perra! —Te levantas del suelo—. No puedes probar una mierda.
Uno de los guardias pone un zapato grande de vestir, pulido hasta brillar, en tu garganta.
—No le hables a Madame X de esa manera, muchacho.
—Mi padre les quitará a todos sus trabajos —amenazas.
Len se ríe.
—Hay gente en este mundo mucho más peligrosa que tu padre, niño. Nuestro
empleador hace a tu papá parecer un pequeño gatito triste.
Echas un vistazo hacia mí, curioso ahora.
—¿X? No eres más que una puta.
El zapato aprieta, y te ahogas. Len da zancadas hacia ti, se arrodilla al lado.
—Chico, no tienes ni idea de lo que estás hablando. ¿Mis amigos y yo? Sólo somos
peones en el tablero de ajedrez. ¿X? Es la reina. ¿Y tú? Ni siquiera estás en el tablero. ¿Tu
precioso papá? Podría clasificar tan alto como un caballero. Tal vez. —Len mete la mano en
el bolsillo de su chaqueta, sacando una copia del contrato—. ¿Y esto? Este es un documento
legal, firmado por ti y tu papá. Hay todo un montón de letra pequeña en esta cosa, hijo. ¿Sabes
lo que dice la letra pequeña? Dice que mis amigos y yo vamos a pisar tu pequeño cuerpo
endeble, y luego nos mostrarás tu pequeño cuarto de juegos, y luego te vamos a arrastrar a la
comisaría de policía más cercana. Y entonces... nuestro empleador va a demandar a tu padre
por cada dólar y cada acción que valga, y no hay nada que puedas hacer para detenernos.
¿Me entiendes... hijo?
Tiemblas. Quieres alardear, deseas fanfarronear. Nunca te has visto acosado o
amenazado antes. Dudo que alguna vez incluso hayas sentido dolor. Un pequeño lirio blanco.
Pero los ojos de Len, son una sombra de color gris acero que trae a la mente las hojas de
afeitar y el bronce del cañón. No son solo ojos fríos, el hielo es frío, el invierno es frío. ¿Los
ojos de Len? Son fríos y vacíos. Fríos como el espacio profundo. Cero grados centígrados.
No son sin vida, debido a que exudan amenaza, como los de un leopardo al acecho de su
presa. Sostienen una variedad de verdades que gotean escarlatas.
Len me mira.
—Podemos manejar las cosas desde aquí, señorita.
Lo tomo como la señal que es y vuelvo dentro. Cierro la puerta. Pero no puedo resistir
30 quedarme de pie oyendo en la puerta. Hay sonidos que hacen que me gire el intestino. Golpes,
bofetadas, crujidos. Los sonidos se vuelven gradualmente... mojados.
Me estremezco, y me empujo lejos de la puerta.
Eventualmente suena el ascensor, y una vez más estoy sola. Cuarenta y siete minutos
hasta mi próximo cliente.
Agitando las manos, hago una taza de té. Earl Grey, con un toque de leche. En el
momento en que estoy dándole el sorbo final, el ascensor suena de nuevo, y la puerta se abre.
La figura que acecha a través de mi puerta no es un cliente.
•••
La furia más oscura llena los nublados ojos. Los párpados están estrechos hasta
convertirse en rendijas.
El pecho se hincha y aplasta, los dedos cerrados en puños.
—¿Estás bien, X? —La voz como un trueno, ruidosa en el horizonte.
Me encojo de hombros.
—Fue... desagradable, pero voy a estar bien. —Mi voz es firme, pero rasposa de ser
estrangulada.
Las manos en mis hombros, me sostienen suavemente pero con firmeza en mi lugar.
Ojos buscan en mi cara, analizando. Movimiento rápido hacia abajo a mi garganta.
—Te lastimó.
Toco mi garganta donde William me agarró. La carne no está tierna. Me giro con
cuidado del control sobre mis hombros, volviéndome hacia el espejo en la pared sobre una
pequeña mesa auxiliar decorativa. Mi piel está oscura, del color del caramelo, tal vez incluso
un tono o dos más oscuro. No me avergüenzo fácilmente, pero hay hematomas de huellas de
tamaño de dedos en mi garganta. Mis ojos están enrojecidos. Mi voz es ronca, rasposa.
La presencia detrás de mí, caliente y enorme y enojada.
—Ese pequeño imbécil tiene suerte de que Len llegara a él antes que yo.
Eso me hace temblar, porque estoy bastante segura que William nunca volverá a ser
tan bonito como fue una vez. Tampoco tan... saludable.
—Estoy bien.
—Me costó dinero. No podrás trabajar el resto del día, por lo menos. Tal vez más. No
podrás ver a los clientes con contusiones en la garganta.
Parece mucho de lo que preocuparse. Aparto un nudo de amargura.
—¿Len comprobó las cintas? —pregunto.
—¿Por qué te importa?
—Escuché lo que le dijo a su amigo. Debe ser detenido.
—Un informe ha sido presentado. La policía está investigando. —No es una respuesta,
pero entonces sé mejor que esperar una confirmación de las cámaras y los micrófonos.
31 Sé que están ahí, pero nadie absolutamente lo confirma. Es una especie de secreto,
como si no se supusiera que sé que cada movimiento que hago, cada palabra de mi boca es
observada y escuchada. Es para mi propia protección, me doy cuenta de eso. Los
acontecimientos de hoy demuestran eso. Pero la mayoría de los días, la absoluta falta de
rejillas de privacidad, tiene un gran peso.
—Podré trabajar mañana —le digo.
—El doctor Horowitz vendrá el día de hoy para ver cómo estás. Tómalo con calma
durante el resto del día. —Una nariz en mi cabello, cerca de mi oído. Inspiración, espiración,
lenta y deliberada, cada vez con tan leve titubeo en la exhalación―. Me alegro de que estés
bien, X. Nadie va a poner sus manos sobre ti nunca más. Los clientes serán examinados aún
más a fondo a partir de ahora. Eso no debería haber sucedido. Si te hubiera lastimado en
serio, no sé lo que habría hecho.
—Hubieras entrenado a una nueva Madame X, probablemente —le digo, imprudente,
Necia y estúpidamente.
—Nunca habrá otra Madame X. No hay nadie como tú. Eres especial. —Esa voz, esas
palabras, bajas, temblorosas con potente emoción, no sé cómo absorberlas, cómo reaccionar
ante ellas—. Eres mía, X.
—Lo sé, Caleb. —Apenas puedo hablar, no me atrevo a verme en el espejo, no me
atrevo a ser testigo de dicha vulnerabilidad, tal pasión extraña y ajena.
Los dedos, sólo las puntas, las almohadillas, acarician mi mejilla. Trazan hacia arriba
de mi pómulo. Finalmente tengo que mirar el espejo, ver el cabello oscuro desde la cabeza y
hasta lo hombros sobre mí. Ojos casi negros, fijándome en el reflejo. Yemas de dedos, se
arrastran por el lado de mi cuello. Mano, doblándose, estirándose alrededor de mi garganta,
encajando los dedos uno por uno en los moretones, pero con suavidad, con ternura, sin apenas
hacer contacto.
—Nunca más.
—Lo sé —susurro, porque me duele decirlo, y porque de alguna manera no me atrevo
a decir nada más fuerte.
Veo el cuadro vivo, congelado en el cristal del espejo: traje gris con mangas, delgado,
a la medida, moldeado en un grueso brazo. Saco desabrochado, nudo de corbata apenas
visible por encima de mi hombro derecho, un triángulo perfecto de seda carmesí contra el
blanco impecable. Oscuros, potentes ojos en los míos, una mano agarrando mi garganta.
Posesiva, reclamando, pero de alguna manera suave. Una promesa, no una amenaza.
Todavía... todavía una advertencia. Mía, dice la mano en mi garganta.
Una profunda inhalación repentina, y luego estoy sola en el espejo, viendo una espalda
ancha y amplia con hombros que retroceden.
Cuando las puerta se cierra, por fin puedo dejar que la respiración que he estado
sosteniendo salga corriendo, puedo desplomarme, agitada, con las manos en las rodillas.
Saliendo de mis zapatos de tacón de color rojo brillante Jimmy Choo, los dejo en el espejo,
uno en posición vertical, el otro de punta sobre su lado.
32 Jalo un aliento, lo dejo escapar. Otro. Moviendo la mano, los dedos se doblan en un
puño, un vano intento para que dejen de temblar. Un sollozo rasga fuera de mí. Lo reprimo.
Otro, más fuerte. No puedo, no puedo. Si cedo, esa puerta se abrirá de nuevo y voy a sucumbir
a la necesidad de comodidad. Y yo, en guerra con mis seres dispares, necesito comodidad
física, esa seguridad carnal... también la aborrezco. La odio. La injurio. Siento una profunda
necesidad secreta de ducharme y fregar el recuerdo de eso de mi piel tan pronto como la
puerta se cierra detrás de la espalda ancha y musculosa.
Sin embargo, lo necesito. No puedo pelear contra la reacción de mi cuerpo con tal,
primacía primitiva, masculina, sensual, sexual.
Agarro una almohada del sofá, cruzo los brazos sobre ella, entierro mi cara en la tela
áspera, y me dejo llorar. La cámara está detrás de mí, sólo me verá sentada en el sofá;
finalmente, proceso los acontecimientos de la mañana. Sólo me verá participar en una
reacción normal y natural a un traumatismo.
Niego todo, temblando tanto que mis articulaciones me duelen, llorando sobre la
almohada. Sola, puedo quitarme la armadura.
No es hasta que casi lloré que me golpea, esa fue la primera vez en la historia reciente
que su visita llegó y se fue, y yo permanecí totalmente vestida todo el tiempo. Una anomalía.
Dejando que mis lágrimas se sequen, encuentro aliento, encuentro mi equilibrio. Pongo
a un lado la almohada. Me pongo de pie, agito las manos y tiro de mi cabello. No más
debilidad. Ni siquiera sola.
Echo un vistazo al reloj, las 7:48 a. m. ¿Qué voy a hacer con el resto del día? Nunca he
tenido un día entero para mí misma. Debe ser un lujo, un regalo precioso.
No lo es.
¿Un día entero, sola con mis pensamientos?
Estoy aterrada.
El silencio respira la verdad, la soledad engendra la introspección.

33
4
res una mujer. No me esperaba eso. El expediente aparece con tu nombre de
George E. Tompkins. Veintiuno, uno setenta de estatura, hija única y heredera
de la fortuna más importante de un barón del petróleo de Texas. George
Tompkins. Ninguna fotografía. Me esperaba un chico de Texas, todo vibrante y con una gran
hebilla brillante en el cinturón y rayados, Tony Lamas.
9 a. m. debido a que Caleb canceló mis primeras citas del día para poder dormir un
poco más tarde... y aplicar corrector adicional sobre las airadas contusiones negras, verdes y
amarillas en mi garganta.
8:58 a. m. Ding... Toc toc.
—¿Madame X?
Una dama nunca es atrapada sin palabras. Así que parpadeo, convoco mi sonrisa, y
hago pasar a la chica alta y delgada de Texas a mi apartamento. Sin habla, pero con la gracia
34 esperada.
Eres alta y delgada... Con pechos prominentes que no pueden estar muy ocultos, incluso
detrás de una camisa blanca y holgada de botones. Una corbata bolo real. Sí, rayados, Tony
Lamas. Y sí, un cinturón de hebilla brillante más grande que mis dos puños juntos.
Impresionantes ojos verdes, cabello rubio oscuro en algún lugar entre claro y color marrón,
costosamente cortado y de diseño... corto, a un lado, se separa limpiamente. Un corte de
cabello masculino, no un corte pixie, sino un verdadero estilo masculino. No hay pendientes,
ni pulseras, no hay ningún anillo, ni collar. Sin toque de feminidad en absoluto, a excepción
de los pechos, que me imagino que son simplemente demasiado grandes para ocultarlos, por
lo que no te molestas.
Das zancadas más allá de mí, con la espalda erguida y rígida, un alarde de tu caminar,
del dominio pavoneo que es una extraña mezcla de masculino y femenino. Te paras en torno
a mi casa, La Noche Estrellada de Van Gogh está en la pared, el retrato de Sargent que es mi
homónimo, en otro. El sofá de cuero blanco, suelos de madera oscura, techos altos, vigas de
apoyo que cruzan los techos de la misma madera de teca africana importada del piso. El
estante incorporado de piso a techo de más teca africana, apila tres lugares profundos de
libros. Ficción de todos los tipos, biografías, traducciones de los clásicos antiguos, novelas
literarias actuales, thrillers, de terror, crimen verdadero, romances indios-publicados, no
ficción sobre temas tan poderosos como biología, física, psicología, historia, antropología...
He leído casi todo. Es mi único pasatiempo, mi única forma de entretenimiento. Pasas un
largo rato en silencio, hojeando mi colección de libros.
—Debe leer mucho —dices. Tu voz puede ser masculina o femenina. Lo
suficientemente alta como para ser de una mujer, lo suficientemente baja como para pasar
como una alta voz masculina.
—Lo hago.
Me miras. No te basta con ver, no sólo ves, sino que examinas. La inteligencia brilla
en tus ojos verdes vivos. La curiosidad, los nervios, la confianza, el desafío. Ojos complejos.
Sé lo que ves cuando me miras: un metro setenta con los pies descalzos, grueso cabello
largo, negro, recto, cuervo, brillante, colgando hasta la mitad de mi brazo cuando está suelto,
que es rara vez.
Mi constitución incluye curvas, caderas en forma de campana y rollizas, pero estoy en
forma, tonificada, atlética, ágil, mi dieta es rigurosa, mi régimen de ejercicio vigoroso e
implacable, ojos negros que me han dicho parecen ver demasiado y dan demasiado poco,
pómulos salientes, labios gruesos, mentón, cara delicada clásica en forma de corazón. Soy
exótica. Podría ser española, o de Oriente Medio. Incluso de las islas de Hawái o de Filipinas.
Soy hermosa. Extraordinariamente hermosa, mis facciones poseen el tipo de simetría
y perfección que sólo se presenta una vez en una generación. Exquisita. Asombrosa.
Sé cómo me veo.
Soporto tu escrutinio, sin retroceder, sin apartar la mirada.
Otra lección aprendida al principio: establecer la autoridad en cualquier situación,
esperar a que pase el silencio, forzar a la otra persona a hablar primero.
35 Concedes.
—Soy George.
—Buenos días, George. Bienvenida. ¿Te apetece un té?
—¿Tiene café?
Niego.
—No, lo siento. No tomo café.
—Estoy bien, entonces. Realmente no me importa mucho el té. —Deambulas por la
sala de estar, miras por la ventana desde una distancia lo suficientemente lejos por lo que
sospecho que le tienes miedo a las alturas. Sí, te estremeces de forma sutil y te alejas,
encogiéndote de hombros, incómoda. Te mueves al Van Gogh—. ¿Es un original?
Me río, pero contesto amablemente.
—No, desafortunadamente. El original se encuentra en el Museo de Arte Moderno.
Esta es una reproducción, pero una excelente.
Te mueves al retrato de Madame X. Ése capta tu interés por unos momentos.
—Este es interesante.
No comento. No hablo de ese retrato, o de su adecuación a mi nombre. No hablo de mí
misma en absoluto.
Finalmente, te das la vuelta y tomas asiento en el sofá, extiendes tus largas piernas y
las cruzas en el tobillo, lanzando un brazo sobre el respaldo del sofá. Yo me acomodo en el
sillón esquinado al sofá, igual al de mi dormitorio. Las rodillas juntas, las piernas en ángulo
a un lado, debajo de los tobillos cruzados, mis Jimmy Choo rojos mostrándose. Esa es una
estratagema, mostrar mis zapatos. Para ver si te fijas en ellos, si los notas. No lo haces.
Es hora de tomar esta cita por la piel.
—No eres lo que estaba esperando... señorita Tompkins.
Un ceño fruncido, entonces. Doblez del labio superior, comisuras de la boca vueltas
hacia abajo. Disgustada, burlona.
—Mi nombre de George.
—Explícate.
—¿Explicar mi nombre? —Pareces verdaderamente desconcertada, luego enojada—.
Usted primero.
Ja. Muy bien parada. Punto, Tompkins.
—Me nombraron por la pintura. —Señalo el Sargent.
—Y yo fui llamada así por el estado.
—¿Tu nombre es Georgia, entonces?
Me das una mirada dura, los ojos duros como el jade.
36 —La última persona que me llamó Georgia terminó necesitando implantes dentales.
Sonrío.
—Anotado.
Otro largo, incómodo silencio.
—Entonces. ¿Cómo funciona ese pequeño programa suyo, Madame X? —Una pausa—
. ¿Y realmente tengo que llamarla Madame X todo el maldito tiempo? Es un bocado
cojonudo.
—Simplemente “X” está bien, si lo prefieres. —Dejo alguna dureza entrar en mi
mirada. No miras hacia otro lado, pero puedo ver que requiere esfuerzo. Tienes columna—.
Voy a confesar, George, que tu caso puede requerir alguna... modificación de mis métodos
habituales.
—¿Por qué? ¿Porque tengo senos y soy una idiota?
Mis labios se adelgazan con tu vulgaridad.
—Sí, George. Debido a que eres mujer. Mis métodos están dirigidos a hombres, y mis
clientes son, exclusivamente, al menos hasta hoy hombres. O mejor dicho, chicos con la
esperanza de convertirse en hombres
—¿Qué es lo que hace, entonces? Papá fue bastante vago. Me dijo que tenía que venir
a Nueva York y verla, hacer lo que me dijera, y no me tenía que gustar, pero no podía cagarla.
—¿Eso es todo lo que te dijo?
—Básicamente.
Muerdo el interior de mi boca y miro por la ventana, preguntando, pensando.
—Tu padre pudo haber estado confundido acerca de la naturaleza de mis servicios, en
este caso.
Te inclinas hacia delante, jalando los pies juntos, los codos en las rodillas.
—¿Cuáles son sus servicios?
—Considéralo... entrenamiento de etiqueta, más o menos. Modales. Comportamiento.
Conducta. Apariencia, forma de hablar, la primera impresión.
—Así que enseña a los pequeños ricos traseros cómo ser menos idiotas.
Parpadeo y tengo que contener la risa. Realmente eres divertida.
—En esencia, sí. Pero hay más que eso. La conducta juega un gran papel. Es la tarjeta
de presentación. Cómo te percibe el sexo opuesto. Cómo te afirmas a ti misma, incluso de
forma pasiva.
—¿Cómo se supone que te afirmas pasivamente a ti misma? —preguntas.
—El lenguaje corporal, los silencios estratégicos, la postura, el contacto visual.
Te pones de pie, das un paso al otro lado de la habitación, te quedas de pie delante del
sofá mirando por encima de mí, y luego de repente te sientas de nuevo.
—¿Y cómo usted, una mujer, califica para enseñarles a los chicos cómo ser más
37 hombres? —Inclinas la cabeza—. Quiero decir, eso es realmente, ¿no es así? La mayoría de
los tipos en estos días, sobre todo los ricos que nacen con una cuchara de plata y toda esa
mierda, sólo son cobardes, ¿verdad? No hay un alfa entre ellos. Todos son vanidoso, absortos
en sí mismos, arrogantes, grandes consumidores simplemente engreídos, aduladores,
engreídos, prepotentes. Sin encanto o sin ligar a una chica en la cama sin importar lo mucho
que lo intenten, por lo que dependen de sus fajos de billetes y autos de lujo para hacer el
trabajo por ellos.
—Capto una sensación de amargura, George —digo, sin expresión.
Te ríes, tus ojos brillan, tu cabeza se echa hacia atrás, una verdadera risa de vientre. Te
aflojas.
—Se podría decir así. Me he visto obligada a pasar de puntillas alrededor de idiotas
como esos toda mi vida. Papá tenía la idea de que encajaría con los ricos de élite, ya que
tenemos el mismo tipo de dinero. Excepto, que no somos como ellos. Él es un ranchero, un
vaquero de la vieja escuela de Texas en el extremo de nada, que acaba de pasar a tropezar en
el negocio del petróleo. Me refiero a tropezar, también. Jugando la carta de despido con su
viejo una mano doble de ellos. Tienes mucha suerte, y ganaste el título de propiedad de un
terreno que acaba de pasar a tener pozos de petróleo. Bing-Bang-boom, algunas buenas
inversiones y todo un infierno de suerte más tarde, estábamos hundidos. Pero pensaste que
podrías comprar tu salida de ser obrero, lo que significaba meter tu trasero en trajes de
etiqueta, y a mí en vestidos con volantes, y vamos a veladas-bailes de lujo. El problema que
hay, es que puedes sacar al rústico del campo, pero no puedes sacar el campo del rústico. Así
que nos quedamos fuera. Los chicos de la alta sociedad, me huelen puta realmente rápido.
Sabían que no era el tipo de chica al que estaban acostumbrados. Sabían que había... algo
malo en mí. Y tenía el cabello largo y rizado y luego, también, vestidos femeninos. Pero
todavía lo sabían.
—¿Sabían qué, George?
Me miras.
—No juegue, X.
—Usted tampoco. —Te miro de nuevo.
Levantas un hombro en imitación de despido lacónico.
—Sabían que soy una tortillera.
—¿Disculpa?
—Me escuchó.
—Di lo que quieres decir, George, y no seas vulgar al respecto. Esa es la primera
lección.
—Lo que sea. —Suspiras—. Se dieron cuenta que soy lesbiana. ¿Es lo suficientemente
claro para usted? Se podría decir que soy una verdadera devoradora de la alfombra azul de
Dykesville, lesbiana.
Pongo los ojos en blanco.
—Haces chistes a tu propia costa, George. Es impropio.
38 —¿Quién vendrá? —Doblas una esquina de tus labios por tu propia broma.
Yo endurezco mis ojos.
—George.
—Está bien, está bien. —Levantas las manos con las palmas hacia fuera—. Sé lo que
es impropio. Y sí, hago bromas a mi costa.
—Y no sólo por tu propia cuenta, sino de las otras personas que también han optado tu
estilo de vida.
Tus ojos arden, y me doy cuenta que cometí un error. Tus labios se doblan, tu barbilla
sube.
—Muestre cuánto putamente sabe.
—Mis disculpas, George, lo que debería haber dicho era…
—No es una opción, perra remilgada. ¿Cree que elegí esto? ¿Cree que escogí ser gay?
¿Una chica gay de Lubbock, Texas? ¿De verdad? ¿Una chica de campo gay de uno de los
estados menos tolerantes del maldito país?
Dejé escapar un aliento, lentamente. No sonreí, exactamente, pero dejo que mis ojos
muestren mi contrición.
—Lo siento, George. No es una opción, y lo sé. Simplemente me equivoqué.
—¿Sabe lo que fue, para mí? —preguntas. Niego—. No, por supuesto que no. No lo
sabe. Nunca salí, no directamente, ¿sabe? Pero ellos lo sabían, incluso antes de que dejara de
jugar a disfrazarme para papá. Lo sabían, y hablaron. Me gustaba ir a las fiestas y a los
encuentros en el club de campo, y todo eso, y me llegaron. Cómo en, ¿qué diablos? ¿Por qué?
Sabían que era gay, pero aun así, ¿se les ocurrió abordarme? Uno de ellos, me arrinconó en
el baño de damas después de una fiesta una noche, y, trató de forzar su cosa en mí. Iba a
penetrarme directo, dijo. Bueno, fue un gatito, y me criaron para tratar con bueyes y romper
caballos. Digamos que no le fue tan bien.
—¿Lo disuadiste de sus esfuerzos para forzarte a la heterosexualidad, entiendo?
—Puse su trasero en una hamburguesa, es lo que hice. Le rompí los dientes, y quiero
decir literalmente. También pisoteé sus bolas tan duro que le troné uno de sus frutos secos.
Y también quiero decir eso, literalmente.
Me estremezco.
—Efectivo, supongo.
Sonríes.
—Sí, me dieron un verdadero camarote ancho después de eso. —La sonrisa se
desvanece—. Papá y yo tuvimos una charla, después de eso. Supongo que tenía una sensación
de que algo era diferente en mí, pero tenía la esperanza de que conociera a la persona correcta
y me olvidara de ello. Como si fuera una fase o algo así. Todavía medio espera eso incluso
ahora, creo. Que diga de pronto, “¡Vaya! ¡Supongo que no me gustan las vaginas después de
todo! ¡Traigan los penes!”.
No puedo evitar otra risita.
39 —George, sé seria.
—Lo digo en serio. Eso es lo que piensa, en la parte posterior de su cabeza. Sin
embargo, no va a suceder. Le dije a papá, después de convertir al Violadorcito Enderezador
en el Hada de los Dientes de una Tuerca, le dije que no iba a jugar con él más. No era una
chica normal, y había terminado con fingir. No habría podido manejar que sólo fuera al grano
y le dijera que era gay. Hubiera tenido un ataque al corazón. Así que sólo... le dije que no
jugaría más, y lo captó. Dejé de usar vestidos, me corté el cabello, empecé a ir por George
en lugar de Georgia. Pero fui más feliz después de eso, y él lo sabía. Empecé a mostrar interés
en su negocio, en la empresa. Soy todo lo que tiene, ya que mamá murió años atrás. Y él no
es tan joven. Quería que me hiciera cargo de él, y mientras estuviera jugando a ser la chica
buena hetero, no tendría nada de eso. Ahora que estoy más o menos fuera del armario, estoy
dispuesta a ayudarlo con el negocio.
—Entonces, ¿qué haces aquí, George?
Te encoges y mueves la cabeza.
—No tengo ni idea. De verdad pensé que era como un entrenamiento de sensibilidad
corporativa, o algo por el estilo. Como bajar lo marimacha cuando estoy cerca de los peces
gordos.
Dejé escapar un suspiro, me puse de pie, camino lejos de ti, más allá de ti a la ventana,
mirando hacia fuera a los transeúntes trece pisos más abajo.
—Voy a ser franca contigo, George. No sé lo que puedo hacer por ti. Supongo que
depende de lo que quieras. Normalmente, no le doy un solo pensamiento a lo que quieren
mis sujetos. En realidad no son mis clientes, en el corazón, ves. Sus padres lo son. Me pagan
los padres de éstos, como los llamaste, pequeños engreídos, arrogantes... tarados. Nunca juro.
Nunca. Pero algo me ha torcido en una forma que no reconozco. Los padres me pagan para
entrenar a los hijos a presentarse en un paquete más agradable al paladar. No soy hacedora
de milagros. No puedo obligar a un tigre a cambiar sus rayas, lo que significa que no puedo
cambiar la naturaleza básica de los hijos de mis clientes. Pero puedo ayudarlos a aprender a
disimularlo, supongo. Es una falta de honradez, pero me pagan muy bien por participar.
—Pero no soy su cliente promedio.
—No eres una... idiota. —La palabra tiene un sabor extraño en mis labios. Pero no
desagradable. Me pregunto si voy a escuchar acerca de ella en otro momento. Me vuelvo
hacia ti—. Y no estoy segura de lo que estoy destinada a enseñarte. A diferencia del resto de
mi clientela, no tienes que ocultar tu verdadera naturaleza.
Pareces aturdida.
—¿Usted… usted no lo haría? ¿Por qué diablos no?
Me encojo de hombros.
—Hay una refrescante calidad en tu marca de bruta honestidad, George. Y no pareces...
titulada.
—Porque no lo soy. Papá y yo venimos de la nada. Crecí en una maldita choza de dos
habitaciones de ciento diez años de edad, en cerca de quinientos acres. Crecí también
montando monturas más grandes que yo, conduciendo camiones viejos destartalados más
40 viejos que yo, usando ropa que no me quedaba, comiendo frijoles, arroz y carnes algunas
veces. Teníamos acres, muchos caballos y cabezas de ganado, pero en realidad eso no se
traducía en ingresos en efectivo del todo. Recuerdo esa vida, X. Recuerdo tener casi nada, y
sé que no hice nada para ganar lo que nos dieron. Papá tuvo suerte, sí, pero se rompió el
trasero para convertir ese pequeño golpe de suerte en lo que es hoy. Por lo que no. No soy
titulada.
—Y eso te diferencia, George. Por un margen bastante grande.
—Tengo un gran margen para ti, nena. —Sonríes con satisfacción, y me das un guiño.
Supongo que la conversación se estaba volviendo un poco demasiado personal para ti.
—Volvamos a la cuestión que nos ocupa, entonces. ¿Qué se supone que haré contigo?
—No tengo ni idea. Todos de lo que sé es que papá no va a estar satisfecho si regreso
a Texas sin haber terminado esto. Le prometí que lo haría, así que voy a hacerlo. Me permite
ser quien soy y no digo nada al respecto. No pregunta nada cuando digo que tengo una cita,
siempre y cuando guarde mis cosas en la lista de lesionados. Y no admite a nadie en la oficina
o quién hace negocios hablando mierda sobre mí tampoco. Veta ofertas porque alguien tiene
un caso de labios flojos sobre la rara hija de Mike Tompkins. Así que supongo que le debo
algo a cambio.
—No estoy segura de cual…
—Sólo finja que soy un hombre, X. Haga lo que hace como si sólo fuera el chico idiota
de otro cliente.
—Pero no eres un hombre, ni un idiota. Y ese es el tipo a quien van dirigidos mis
métodos.
—Sólo... finja, ¿de acuerdo? Haga lo que hace, de la forma en que normalmente lo
hace.
Doy unos pasos hacia ti, empujando mis sentimientos hacia abajo, y pongo mi manto
de fría hostilidad sobre mis facciones.
—Lo que normalmente hago es cortar la falsedad, la pretensión y la actitud. Si esto va
a funcionar, entonces no puedes interrogarme.
—¿Falsedad? ¿De qué demonios está hablando, X?
—Lo primero es lo primero. Siéntate derecha. Deja de encorvarte. Y basta con el
entrañable acento tejano. Es demasiado.
—¿Qué hay de malo en mi forma de hablar?
—Es burgués, y te hace aparecer sin educación. Si los hombres de negocios y las
mujeres van a tomarte en serio, debes presentarte como competente, educada y suave. Un
poco de acento es aceptable, y tal vez incluso te dé una ligera ventaja, pero el lenguaje grosero
y la forma casi ininteligible en la que hablas te identifica como nada más que una encorvada,
desaliñada, campirana con falta de boca en la selva virgen. —Ignoro el destello de ira en tus
ojos. ¿Quieres jugar? Muy bien entonces. Vamos a jugar—. La apariencia como algo más
que simplemente el collar azul se ocupa en la promulgación de una serie de cambios en tu
naturaleza esencial, Georgia. No se trata de la ropa que usas o el auto que conduces, o la casa
41 en la que vives. Cualquier persona puede encontrar una bolsa de dinero y comprar cosas más
agradables. Se trata de aprender a comportarte con dignidad y sofisticación.
—¿Piensa que sueno como un patán? —Suenas casi dolida, George.
—Lo hago. —Me esfuerzo para arrastrar las palabras, con acento, para sacar mis sílabas
y torcerlas, así como de llevar a los extremos mis palabras— Todos suenan así. — Sale como:
Sueeeeeenan asíiiiiiii.
—Tengo noticias para ti, señorita. —Te pones de pie, empujando el sofá con
violencia—. Nunca sonaré toda elegante como tú.
—Claramente. Pero, ¿algo que se aproxime a la gramática correcta es demasiado pedir?
Caminas, pasas una mano por tu cabello.
—No voy a sonar nunca como tú. —Sale plano, sin acento, pero sin vida.
—Mantén el acento, pero erradica la pobre gramática.
—Eso no es… no será fácil.
Asiento.
—Mejor. Todavía suenas como a ti misma, pero más... aceptable en situaciones
formales. —Agito una mano al departamento—. Situaciones como esta, por ejemplo. Esto se
supone que es un escenario formal de cliente/proveedor de servicios. No somos amigas,
Georgia. Somos socias de negocios. Y perdí la cuenta de cuántas veces has utilizado la
palabra M por sí sola.
—Te lo dije, mi nombre es George.
—Para tus amigos, tal vez. Para tus citas. En casa o en el bar. Sin embargo, ¿en la sala
de juntas? Tu nombre es Georgia. —Mi tono no deja lugar a discusión—. Sé Georgia.
Simplificará las cosas de manera exponencial en situaciones profesionales.
—Estás pidiendo mucho, X.
—Los empresarios se confunden mucho fácilmente, Georgia. Entienden números y
dinero, estados de cuenta, evaluaciones de inventarios. No comprenden a una mujer de
negocios llamada George. Pasarán toda la reunión tratando de averiguar qué pensar, cómo
hablar contigo. ¿Eres hombre? ¿Mujer? No lo sabrán. Y eso puede obstaculizar en el asunto
de la reunión.
—Por lo que debo volver a pretender ser una mujer perra remilgada.
Niego.
—No, Georgia. Sólo... preséntales algo que se aproxime remotamente a lo familiar para
ellos. Usa un traje de negocios. Incluso un traje de hombre, si lo prefieres. Pero que lo adapten
a ti... correctamente. No tienes que acentuar tu anatomía femenina, pero tampoco intentes
ocultarla. ¿A menos que vayas por el aspecto de transgénero?
Frunces el ceño.
—No. Todavía soy mujer, pero... No soy una chica muy femenina. No llevo vestidos.
No arreglo mi cabello para la comida ni uso maquillaje ni tacones. Me gusta la ropa de
hombre.
42 —¿Te atas los pechos? —pregunto.
—No.
—¿Podrías hacerlo?
—Probablemente no —dudas—. Lo probé, un par de veces. Lo odié.
Hago una pausa, acomodando mis pensamientos.
—Tienes que encontrar un término medio, entonces. No tienes que mitigar tu sentido
de ti misma. Eso no es lo que te pido. Pero si deseas que los hombres del mundo de los
negocios te acepten incluso un poco, tienes que darles un poco de respeto a cómo son las
cosas para ellos. Es injusto, tal vez, pero es la realidad. Hay mujeres en posiciones de poder.
Directoras generales, directoras financieras, presidentas. Pero sigue siendo un mundo de
hombres, Georgia. Y si deseas jugar en él, sobre todo en los niveles superiores, entonces
tendrás que seguir el juego.
—No. No lo quiero. Soy lo que soy, y pueden tomarlo o dejarlo. No voy a cambiar lo
que soy sólo por un grupo de viejos sacos de bolas colgantes de duro cerviz.
Mis ojos se cierran lentamente.
—Georgia. No estoy pidiéndote que…
—Sí, ¡lo haces! —Das varios pasos fuertes hacia mí, tu dura mirada en mí—. Cambiar
la forma de hablar, vestir diferente. Ser diferente.
—¿Dijiste que querías hacer esto? Bien... esto es lo que hago, Georgia. Quito la
pretensión. Corto la mierda. Lo cual, en este caso, es la forma confusa en la que te presentas.
¿Estás tratando de ser un hombre? Parece como de esa manera, pero no del todo. Y en la sala
de juntas, en las reuniones de negocios serás olvidada en favor de preguntarse lo que se
supone que pensarán que eres. Mi sugerencia es presentarte como... andrógina, supongo que
se podría decir. Un traje masculino, sin demandar la energía de una mujer. Un costoso traje
a medida, pero adaptado para dar cabida a tu busto y caderas. Delgados, zapatos elegantes.
Un reloj en cuero oscuro con un perfil elegante. Deja que tu cabello crezca un poco y agárralo
hacia atrás de tu cara.
—Así que quieres que me vista como un hombre metrosexual, básicamente.
—Si ese es el término que deseas utilizar, entonces sí, seguro. Es un aspecto que podría
ir en cualquier dirección. El punto es, que es profesional. Un aspecto acorde con el
representante jefe de Tompkins Petroleum. Vestir de la forma en que deseas en tu propio
tiempo. Habla de qué deseas, de hacer lo que quieres. Tu vida personal es tuya. Pero cuando
realices negocios, cuando estés contra reloj, por así decirlo, retrátate a ti misma como un
hombre de negocios. Y usa la construcción de género neutra intencionalmente.
Posas el brazo del sofá.
—¿No van a preguntar si soy hombre o mujer?
—Sí. Pero si utilizas la gramática correctamente, no maldices ni usas expresiones
crudas o vulgares, te vistes profesionalmente, y si demuestras que conoces el negocio, la
demanda debe ser respetada y tomada en serio, esas preguntas de tu sexo, finalmente, dejarán
43 de ser tan importantes. Aún susurrarán detrás de tu espalda, por supuesto, pero si demandas
con tu apariencia y tu comportamiento, van a estar obligados a tratarte como a una igual
cuando se trate de negocios.
—¿Qué pasa con situaciones menos formales, donde un traje no es apropiado?
Me encojo de hombros.
—Pantalones a medida, una camisa polo con botones a medida, en un tamaño que se
ajuste perfectamente.
Te ves incómoda.
—El problema es que cuando me pongo eso ajustado, mis senos se muestran.
Le doy una mirada firme.
—¿Y?
—Por lo tanto, no me gusta. Se ven. Me hace sentir como toda esa chica en vestidos de
nuevo.
—Entonces déjalos mirarte fijamente. Si te molesta tanto, entonces oblígalos, o hazte
una reducción. El uso de ropa holgada es un intento vano... Ni siquiera realmente las ocultas
o disfrazas, pero ni siquiera sé cuál es el propósito de la camisa holgada, para ser honesta. —
Hago un gesto a su camisa y luego hago una pausa antes de empezar de nuevo—. Cualquiera
que sea el caso, dice que no estás segura acerca de lo que eres o lo que quieres. Georgia, mi
punto es, posees tu sexualidad, ¿sí? Eres una lesbiana. Muy bien, muy bien. Pero no posees
tu cuerpo. Tienes que decidir si te sientes cómoda con tu cuerpo, con el hecho de que eres,
evidentemente, una mujer. Y una bien dotada para el caso. No estoy diciendo que te vistas
como mujer. Pero no ocultes lo que pareces. Eso sólo confunde la cuestión y te hace parecer
insegura.
Un largo silencio. Y luego.
—Soy insegura.
—Y eso se nota.
—Entonces no los oculto, pero no los destaco. Sólo... ¿las dejo estar ahí?
—O haz algo sobre el hecho de que no te sientes cómoda con ellos.
—No es tan simple.
—Estoy segura que no lo es. Estoy destilando un tema absurdamente complicado.
—Que no es… que no es exactamente justo para mí.
—No me pagan para ser justa. Me pagan para obtener resultados. No soy quien debe
hacer estas cosas, así que tengo el lujo de decir cosas que son, claramente, más fáciles decirlas
que hacerlas.
Me muevo para reposar a unos centímetros de distancia de donde todavía se alza con
una cadera en el brazo del sofá, con un pie en el suelo.
—Confianza, Georgia. Es lo que les digo a mis clientes con mayor frecuencia. Todo el
mundo se siente atraído por la confianza. Se trata de suficiente arrogancia y desvergüenza
para parecer distante, pero accesible. Preocupación por tu tarjeta de presentación, que te
44 importe cómo te ves, asegurarte de que siempre tengas el mejor aspecto, que te comportes
irreprochablemente, hablar con autoridad, sin embargo, parecer como si no te importara lo
que otros piensan de ti. La confianza es atractiva. Es cierto que no es arrogancia.
—¿Y tú, X? ¿A qué te sientes atraída? —De repente, el aire es denso y tenso, y soy
atrapada con la guardia baja.
Doy un paso hacia atrás.
—Esto no se trata de mí.
—¿No? Si tengo éxito en tu pequeño juego, entonces ¿no deberías verte afectada por
ello? —Me sigues, y ahora estás en mi espacio.
La mirada fija en mí. Viéndome. Evaluándome.
Estamos a una pierna de altura que en realidad sería dos centímetros más baja que yo,
pero en esas botas con el grueso tacón, somos iguales. Sin embargo, de alguna manera te las
arreglas para mirar hacia abajo a mí. Tu presencia de alguna forma capta la energía masculina
de la dominación, el calor, la dureza. Estás cerca, demasiado cerca, cara a cara conmigo, con
los ojos verdes ardiendo, viendo. Tus manos van a mi cintura, tomándome. Tirando de mí en
tu contra. Pechos chocan contra pechos. Caderas contra caderas. Sin embargo, a pesar del
olor de tu excitación en el aire, en mi nariz, no hay una gruesa cresta entre nosotros, ni
engrosamiento físico de deseo. Es desconcertante. Desorientador. Exudas necesidad
masculina. Tienes hambre. Tus manos se clavan en mis caderas, y tus ojos van abajo a mi
escote, y tus labios se mueven hacia arriba en una sonrisa agradecida.
Estoy respirando con fuerza. Con falta de aire. Arrastrando profundas bocanadas de
oxígeno, inflamando mi pecho dentro de mi vestido, y lo notas. Tus caderas giran. Algo en
mí suelta chispas, destellos. Calor. La extraña mezcla de tu suavidad y dureza es atractiva y
desconcertante. Los huesos de tu cadera son duros contra los míos, sin embargo, hay
suavidad, también, y cuando giras de nuevo, siento la chispa, una vez más, cuando tu frente
frota contra el mío.
Todavía estoy quieta, tensa, rígida. Congelada. No sé qué hacer. ¿Qué esté pasando?
¿Qué estoy sintiendo? ¿Qué estás haciendo?
¿Qué estoy haciendo, dejando que esto suceda?
Pongo distancia, tropiezo hacia atrás.
—Este... ese no es el caso, George… Georgia.
Sonríes. Te pavoneas y sigues mi retiro.
—No es tan absurdo, ¿lo es, X?
—Firmaste un contrato, Georgia. —Recuerdo a las dos, y de alguna manera lo sabes.
—No es así de simple para ninguna de nosotras, nena. Lo sentiste. Me sentiste.
—El contrato, Georgia.
Te burlas.
—Al diablo el contrato, X. Tú y tu altiva vagina me desean, X. Me hueles, y no te
gusta. Te complico la mierda, ¿verdad? —Se pone de pie pecho a pecho conmigo otra vez.
45 Mis pezones me delatan, poniéndose duros―. Sé que lo sientes. ¿Estás húmeda, X? ¿Toda
resbaladiza para mí? ¿Sabes lo bien que la lesbiana te puede hacer sentir? Sé lo que te gusta,
porque me gusta, también. De la misma manera. Ningún chico nunca podrá lamer tu vagina
tan bien como yo. Sé exactamente cómo hacerte retorcer, hacer que lo desees, lo quieras y lo
añores, y no te lo daré hasta que sea demasiado maldito mucho para tomar. Lo sé, lo sé X…
¿Quieres una probada? ¿Ponerte un poco sucia? ¿Ser un poco mala?
¿Cómo pasó esto? ¿De dónde viene esto? En un momento estábamos hablando de ti,
de tu apariencia, todo estaba correcto y en control y por lo menos un poco familiar. Y
entonces, de repente, sin venir a cuento, esto. Tú, en mi espacio, en mi cabeza, debajo de mi
piel.
Hay un brillo en tus ojos. Alguna cosa... inteligente y maliciosa. Sabes exactamente lo
que estás haciendo.
Estás metiéndote conmigo.
Y no me gusta. Ni un poco.
—Basta. —Me quedo de pie, mi columna de acero, con navajas en mi mirada—.
Nuestra hora terminó.
Sonríes, una lenta, sabedora curva de tus labios.
—De acuerdo entonces. Si tú lo dices.
No tengo ni idea de cuánto tiempo ha pasado. No me importa. Interrumpes mi visión
del mundo, George. Haces que parezca estrecha, de alguna manera.
Mi visión del mundo es estrecha. Mi visión del mundo se compone de 3.565 metros
cuadrados. Tres dormitorios, un baño y una cocina de planta abierta, extensa y sala de estar.
Ventanas de piso a techo que dan al corazón de Manhattan. Esa es mi visión del mundo.
Eso es todo mi mundo.
Y en él, esta repentina seducción... perturba todo lo que conozco.
Yo, luchando por equilibrio, por calma y respirando, empujándome más allá de ti. Abro
la puerta con demasiada fuerza. Espero, con mis ojos mirándote, pero sin verte.
Te pavoneas a la puerta, los tacones de tus botas hacen clic, y dejan que estés cara a
cara conmigo una vez más. Demasiado cerca, una vez más.
—¿Suficientemente segura para ti ahora, X?
Tomaste el control de esto, de alguna manera, robaste mi agarre en lo que hago y lo
que soy y lo que quiero. Te miro, fingiendo calma. Tú sonríes con satisfacción, sabiendo que
es una mentira. Te empujas más cerca, hasta que nuestros cuerpos están al ras, te inclinas, y
creo que me vas a besar. En su lugar, lames la punta de mi nariz. Mi labio superior. Sonríes
afectada.
—Nos vemos la próxima semana, X. Piensa en lo que dije. Lo que te ofrecí. No estaba
bromeando, sabes. Te sacaré de aquí, te mostraré un buen momento que no olvidarás jamás,
puedo malditamente garantizártelo, cariño.
—Adiós, Georgia.
46 —Llámame George. No estamos en una sala de juntas, ¿verdad? Estamos más allá de
los trámites, diría yo. Sentí tus líneas de contacto ponerse duras, olí tu vagina mojada. Nos
hace amigas, diría yo.
Doy un paso hacia atrás, agitada, y cierro la puerta en tu cara.
5
a noche. Los clientes se terminaron por el día. Tomó cada gramo de mis
habilidades para recomponerme lo suficiente para poder lidiar con el resto
de clientes del día. Sin embargo, después que se van y estoy sola, todavía
estoy conmocionada por lo que sucedió. Nadie se mete en mi espacio. Nadie me afecta. Nadie
me toca.
Nadie excepto…
Ding.
—X. ¿Dónde estás? —La voz, un bajo estruendo enojado.
—Estoy aquí dentro —digo—. En mi biblioteca.
La llamo una biblioteca. En realidad, sólo es un dormitorio forrado de piso a techo y
de pared a pared con estantes llenos de libros. Una de las esquinas está abierta, un sillón Luis
XIV, una lámpara y una mesita se encuentran en el triángulo del espacio abierto. En el centro
47 de la habitación hay una caja de cristal con mis preciados libros, copias firmadas y primeras
ediciones de libros de Hemingway, Faulkner, Joyce y Woolf, una copia de Un Tranvía
Llamado Deseo firmada por Tennessee Williams, e incluso una iluminada traducción de La
Odisea del siglo cuarto.
Preciadas posesiones; regalos.
Recordatorios.
La puerta de mi biblioteca se llena, oscurecida. Ojos oscuros tan llenos de furia como
para ser salvajes. Las manos apretadas en puños y liberándose al ritmo de latidos de corazón.
Dejo La señorita Smila y su especial percepción de la nieve boca abajo sobre mi muslo.
Pretendo una calma que no siento; tal enojo es inusual y peligroso. No sé qué esperar.
Cinco largos pasos, poderosas piernas comiéndose el espacio en un caminar
depredador, una mano rápida arrebata mi libro y lo lanza a través de la habitación, su lomo
golpeando ruidosamente contra un estante, las páginas revoloteando, un golpe suave cuando
golpea la alfombra. No tengo tiempo para reaccionar, no hay tiempo siquiera para respirar.
Una mano brutalmente poderosa agarra mi muñeca y tira de mí para levantarme. Se apodera
de mi garganta. Dedos en mi tráquea, gentiles como el beso de un amante, aun así, temblando
con furia contenida.
Aliento sobre mis labios y nariz, limpio de tinte alcohólico. La sobriedad hace que esta
furia sea aún más aterradora.
—Georgia Tompkins ha sido retirada del mercado y enviada de regreso a Texas. No la
verás de nuevo.
—Está bien. —Sale de mí como un susurro, penitente. Cuidadoso.
Labios se mueven contra los míos, voz zumbando en un gruñido como un terremoto
sentido desde cientos de kilómetros de distancia.
—¿Qué demonios fue eso, X?
Trago fuerte.
—No lo sé.
—Respóndeme, maldita sea. —Dedos se aprietan en señal de advertencia.
—Lo hice. No sé lo que sucedió, Caleb. Me tomó por sorpresa. Yo-yo no supe cómo
reaccionar.
—Fue inaceptable. Tuve que obligar a Michael Tompkins y a su loca perra de hija a
firmar aún más acuerdos de confidencialidad, para que tu irregularidad no sea filtrada hacia
el resto de mi clientela. —Me estremezco con su insulto cruel y vulgar, tan casualmente
arrojado. Me siento ofendida por Georgia, de alguna manera, aunque no debería, y no me
atrevo a dejar que se muestre—. Trabajas para mí, X. Recuerda eso. Estos son mis clientes.
Mis socios de negocio. Tú me representas. Y cuando actúas de esa manera, cuando te
permites ser tocada... se refleja en mí.
—Lo siento, Caleb.
—¿Lo sientes? ¿Dejas que una lesbiana te toque? ¿Casi te bese? ¿Dejaste que te hable
de esa manera? Y tú… —Un temblor en esa avalancha-gruñido de voz—, lucías como si te
48 afectara. Como si te gustara.
—No, Caleb. Sólo estaba…
—¿Lo hizo, X? ¿Te gustó la forma en que ella te tocó? ¿Te gustó la forma en que se
sintió? ¿Es mejor que la forma que me siento yo? ¿La forma en que yo te toco? —Manos en
mi cintura, donde estaban las de ella. Labios, rozando los míos. Una lengua, tocando mi nariz,
mi labio superior. Reflejando. Burlándose.
—No...
—No, ¿qué?
—No, Caleb. —Esa es la correcta respuesta esperada. Sé eso. Pero tengo miedo, y estoy
agitada, e incapaz de respirar, así que lo olvidó.
—No. Ella no se siente mejor que yo, ¿cierto?
—No, Caleb.
Soy volteada, dándome un violento empujón. Me tambaleo y me detengo contra el
cristal de la vitrina. Un pie golpea contra el interior de mi tobillo, separando mi pie. Otro,
para el otro lado. Ahora mis pies están más abiertos que mis hombros. Caderas contra mi
trasero. Reflejo en el cristal: mi rostro, oscura piel sonrojada, asustada, sin embargo, mi boca
se abre en una mueca, ojos entrecerrados, labios húmedos, fosas nasales ensanchadas, y
detrás de mi rostro uno más grande, piel pálida, cabello oscuro, ojos oscuros. Cincelados
rasgos esculpidos tan hermoso que duele.
Labios en la concha de mi oreja.
—¿Te humedeciste por ella, X?
Sacudo mi cabeza.
—No, Caleb —miento.
—¿Tus pezones se endurecieron por ella, X?
—No, Caleb —miento.
Estoy usando un vestido línea A gris paloma, único en su clase, diseñado y elaborado
para mis medidas por un prominente estudiante de modas estudiando aquí en la ciudad de
Nueva York. No tiene precio, es único, y una de mis prendas favoritas.
Manos rasgan la tela en mis hombros a cada lado de la cremallera en mi espalda. Un
fuerte tirón, y el vestido es desgarrado, ondeando hacia el suelo a mis pies. No respiro, no
hablo, no me muevo. No me atrevo.
Sujetador desenganchado, correas echadas a un lado. Manos toman mis pechos,
levantándolos para descansar sobre el frío vidrio. Empuje en mi columna para inclinarme
hacia adelante hasta que mis pechos ahora están aplastados contra el vidrio, aplastados
planos. Bragas son tiradas hacia abajo, rudamente.
—Caleb…
—Por favor fóllame, Caleb. — Esto en un brusco tono áspero—. Dilo, X.
Gimo.
—P-por favor…
49 —No puedo escucharte.
Oigo un cierre siendo bajado, siento carne contra mi carne, una rígida erección caliente
anidada entre los globos de mi trasero. Manos en los pliegues de mis caderas. Manos recorren
mi columna, espalda, acariciando en círculos suaves. Manos se adentran en mi cintura,
hundiéndose entre mis muslos. Tocándome.
—He sentido tus pezones ponerse duros, olido tu coño mojándose. Hacernos amigos,
diría yo. —Las palabras son susurradas en mi oído, emparejadas con un toque rítmico,
creando un sonido de succión húmeda entre mis muslos—. Estás húmeda por mí, ¿cierto, X?
—Sí —gimoteo.
—Tus pezones están duros por mí, ¿cierto, X?
—Sí —susurro.
La erección se desliza, provoca.
—Ella no te puede dar esto, ¿cierto?
—No. —Trago fuerte, odiando que mi cuerpo quiera esto a pesar del terror en mi
estómago, a pesar del nudo palpitando con confusión en mi garganta.
—Entonces dilo. —Un momento de silencio mientras dedos se mueven, llevándome
hasta el borde—. Dilo, X.
—Por favor, por favor fóllame, Caleb —susurro, y soy recompensada con una
repentina y lenta penetración.
Me siento abusada. Maltratada. Manipulada. Me siento sucia.
Sin embargo, quiero esto.
¿Por qué?
¿POR QUÉ?
¿Qué está mal conmigo? Mis pezones estaban duros por George, estaba mojada por
ella. Sin embargo, estoy incluso más dura y más mojada ahora.
Y no tenía miedo de George.
Una estocada, otra, una lenta y metódica follada. Puño en mi cabello, presionando mi
rostro hacia el cristal.
No veo ningún reflejo ahora, sólo mis libros: Por Quien Doblan Las Campanas,
Mientras Agonizo, Los Muertos, Una Habitación Propia.
Empujes, largos y lentos. Sonidos húmedos. Sudor en mi espalda. Carne golpeando.
Mi aliento, en jadeos, gimotea. Sé cómo sueno: sueno erótica. Gimo y gruño, jadeo y suspiro.
Mi voz me traiciona. No puedo negar que estoy afectada, que tal habilidad carnal, tal
ferocidad sexual, tal poder primario consumado e incesante energía me tiene calentándome
y retorciéndome y detonando, que estoy hecha una cosa indefensa, hecha esclava de esto. De
la sensación de ser propiedad, de ser utilizada así. En estos momentos no soy yo, y odio y
necesito esto en igual medida.
Me vengo, violentamente, y me odio por ello.
50 Labios en la concha de mi oreja mientras estoy inclinada sobre el cristal, el borde
cortando en mi vientre, jadeando para respirar, al borde de las lágrimas.
—¿A quién le perteneces, X? —Cada palabra es enunciada con cuidado, con precisión.
—Te pertenezco a ti, Caleb. —Es la cruda verdad, sin embargo, puede que la sienta.
—¿De quién es este cuerpo? —Una bofetada en mi trasero, agudo, pero no
precisamente doloroso.
—Tuyo —murmuro, justo por encima de un susurro.
Soy jalada para enderezarme, una amplia palma dura toma la parte de atrás de mi
cuello. Ojos se acercan a mí, perforándome, oscuros y todavía furiosos, pero ahora llenos de
reflejos y fracciones de otras emociones desconocidas. Dedos se adentran entre mis piernas.
Deslizando, frotando, recogiendo semilla aún caliente, recién derramada. Toca mi lengua. La
pruebo, almizcle, concentrado, salado, mi propia esencia femenina tejida alrededor de la
masculina.
—Ese soy yo, dentro de ti. ¿Nos probaste?
Asiento. No puedo hablar.
Dedos pellizcan mi pezón, duro.
—Tu sexualidad pertenece a mí, X. Nadie más puede incluso hacer tanto como
jodidamente olerte, ¿me entiendes? Eres. Mía. —El pellizco no cede, el dolor es agudo
haciéndome temblar, haciendo que alguna parte de mí se retuerza y giré y lo necesite. Odio,
odio, odio mi cuerpo por reaccionar de ese modo—. ¿Lo entiendes, X?
—Sí.
El pellizco se vuelve más fuerte, sin embargo, lo suficientemente fuerte para hacerme
gimotear.
—Sí, ¿qué?
—¡Sí, Caleb! —jadeo.
Dedos liberan mi pezón, y mis rodillas se aflojan con alivio. No puedo evitar caer.
Brazos me atrapan, levantándome con facilidad. Me llevan a mi habitación, acomodándome
con exquisita gentileza. Demasiado gentil. La ternura duele y confunde peor que el dolor,
peor que las demandas de propiedad, me estresa más que el dominio sexual.
—Duerme. —Es una orden.
¿Y yo...?
Obedezco.

Me despierto abruptamente, desorientada. Mis persianas están abiertas, dejando entrar


51 la luz de la luna y el brillo deslumbrante de innumerables ventanas de la línea del horizonte.
Me estiro hacia mi mesita de noche para alcanzar el mando a distancia para bajar la cortina
oscura.
El mando a distancia se ha ido. Mi máquina de ruido se ha ido.
Mi corazón se hunde.
Me pongo de pie, todavía desnuda, y me muevo hacia la ventana. Busco. La cortina
oscura todavía está allí, instalada encima de la ventana. Pero sin el mando a distancia, no hay
manera de bajarla.
Las lágrimas pinchan mis ojos. Este es mi castigo, entonces. Sin las cortinas y el ruido,
¿cómo voy a dormir?
No lo haré, o no bien.
Lucho contra la debilidad. Acostándome, me cubro con la manta, la tiro por encima de
mi cabeza, intento dormir. Pero después de unos pocos momentos siento como si me
estuviera sofocando, asfixiando por mis propias calientes respiraciones recicladas. Tiro la
manta lejos. Miro fijamente hacia al techo.
Ahora estoy despierta.
Frustrada y enojada, pateó la manta para apartarla, rodando fuera de la cama, camino
hacia mi cuarto de baño adjunto. Abro la ducha, tan caliente como puedo. Entrando, silbo
ante el calor hirviendo. No bajo la temperatura, sin embargo. Me tallo. Sin piedad, me tallo.
Hasta que mi piel está roja y casi con sangre, me tallo. Cada centímetro de mí, como si
pudiera alejar todo, no sólo la sensación de esas manos duras, brutales, sin embargo, a veces
tiernas, sino también para alejar cualquier enfermedad dentro de mí que me haga reaccionar
a eso, la necesidad de su toque, sea cual sea el veneno que me ha invadido con una necesidad
de dominación sexual.
Si pudiera hacerme sangrar, lo haría.
En un momento de locura, tomo la maquinilla de afeitar desechable que utilizo para
afeitarme las piernas y otras partes. Coloco la cuchilla en la parte superior de mi antebrazo.
Arrastro la navaja hacia los lados, y siento el pinchazo, mientras corta mi piel. Impresionada
por el repentino dolor, dejo caer la navaja y observo la sangre acumularse carmesí en mi
brazo, escurriéndose, yéndose por el desagüe de la ducha. Estoy fascinada por el
derramamiento de mi propia sangre, observándola mientras corre.
Pero no intento cortarme de nuevo. No tengo el valor de buscar esa forma de escape.
Soy demasiado cobarde. Todavía deseo vivir.
Y entonces, sin previo aviso, me desplomo en el suelo de la ducha y sollozo, el agua
de la ducha cayendo caliente sobre mí, y soy atormentada por sollozos, sollozos, sollozos.
Mis puños golpean mi cráneo. Mis dedos se clavan en mis ojos, en mi cabello.
—Joder. —Sale de mis dientes apretados—. ¡JODER! —lo chillo, finalmente, pero la
palabra emerge como un gemido sin palabras, e incluso es amortiguado por el sonido de la
ducha.
Aunque se siente bien maldecir.
52 Encuentro suficiente fuerza para ponerme de pie, cerrar la ducha, secarme, y vestirme
con una camiseta y bragas.
Busco consuelo, camino lentamente hacia mi biblioteca con los pies desnudos, los
dedos de los pies hechos pasas. Tal vez algunas horas con Smilla me calmarán.
La puerta está cerrada.
Lo intento de nuevo. La agito. La sacudo. Estrello mis puños contra la madera.
Otro castigo.
Me giro en mi lugar y descanso mi espalda contra la puerta, luchando con aún más
lágrimas. Y mientras me apoyo contra la puerta, mis ojos se dirigen a través de la habitación
hacia la estantería restante.
Que ha sida vaciada de todos los libros.
Excepto uno, un título nuevo.
Obediencia a la autoridad: una Visión Experimental por Stanley Milgram.
6
na semana sin libros es una eternidad. No tengo ni televisión, ni radio. No
hay visitantes, ni amigos, excepto mis clientes. Sin visitas nocturnas,
tampoco; una ausencia larga y evidente. Me estoy volviendo loca. Después
que mis clientes se van por el día, me paseo. Camino por el perímetro de mi mundo, pared a
pared a pared, ventana a ventana, esquina a esquina. No murmuro para mí misma, pero toma
una considerable restricción. Por la noche, no duermo. Doy vueltas y giros, miro fijamente
hacia el techo. Al final, siempre me encuentro ante la ventana, frente apoyada contra el cristal,
brazos cruzados debajo de mis pechos, manos tomando mis codos, observando. Acechando.
Observo el tráfico de pie, como es mi costumbre.
La veo, ¿allí abajo? Una mujer joven, aún no tiene treinta años. Menos que eso, incluso,
tal vez. Es difícil saberlo desde esta distancia. Es tarde en la noche, pasada la medianoche,
está vestida con un poderoso traje de negocios. Falda lápiz apretada, azul marino.
Coincidente chaqueta doblada y colocada sobre un antebrazo. Blusa blanca, sin sentido, lisa,
53 aunque hecha a la medida. Aunque tres botones están desabrochados, revelando un poco de
demasiado escote para que vaya a alguna parte, excepto a casa o al bar. Un bolso marrón
cuelga de un hombro, delgado y pequeño, la correa casi invisible. Tacones de cuña oscuros,
ya sean azul marino o gris oscuro. Cabello en un moño arreglado. Sin embargo, la forma en
que camina cuenta una historia. Rápidamente, las piernas se deslizan con determinación a
pesar de los estrechos confines de su falda hasta la rodilla. Muy rápidamente. Y su rostro,
enterrado en su celular. El acomodo de sus hombros. Está molesta por algo. Llega a la
esquina, se detiene en la intersección, y mete su teléfono en su bolso. Endereza sus hombros.
Respira profundamente. Mueve su cabeza como armándose con indiferencia, coraje.
Incluso desde aquí, puedo ver la pantalla de su teléfono iluminarse en su bolso abierto.
Desde esta distancia no es más que una pequeña luz blanca. Vacilante saca su teléfono, lee
el mensaje. Lo apaga y lo mete en su bolso de nuevo, sin enviar una respuesta. Pero en lugar
de caminar hacia adelante cuando la luz cambia, permanece en la intersección, esperando
algo.
Un costoso y elegante sedán negro se detiene a su lado en la intersección, acercándose
a ella. Incluso se detiene con ella. La puerta trasera del pasajero es abierta. Ella sacude su
cabeza. Camina hacia atrás. Mi corazón late. Ella está gesticulando enojadamente, dedo
levantado, apuntando. Está gritando, claramente. Retrocede un paso más. Otro. La puerta
trasera del lado del conductor se abre de golpe, y un hombre alto sale desde dentro. Mi
corazón salta varios latidos. Ese cabello, oscuro, despeinado ingeniosamente. Esas zancadas
confiadas, arrogantes, depredadoras. Esos hombros.
No es posible.
Sin embargo, mis ojos me dicen que lo es.
La mujer retrocede, casi fuera de mi campo de visión. Está sacudiendo su cabeza.
Hablando, sacudiendo la cabeza de nuevo. Levanta sus manos con las palmas hacia fuera,
como para protegerse de un ataque, pero puedo decir, que debería estar lo suficientemente
cerca como para hablar con ella, para decirle que es en vano. Esas poderosas y enormes
manos arremeten con la rapidez de una llamativa serpiente. Agarran sus hombros. Tiran de
ella, cuerpo a cuerpo. Veo esos delgados y expresivos labios moviéndose, diciendo algo. Ella
sacude su cabeza, pero no se aparta. ¿Por qué no se está alejando?
Porque está siendo besada, completa y furiosamente, un beso exigente. Incluso desde
aquí, puedo ver sus rodillas volverse débiles. Todo lo que la mantiene de pie son esas manos
brutales, agarrando su trasero y manteniéndola presionada con fuerza contra ese firme pecho
tenso. Las manos de ella se aprietan, agarrando su cabello, poseyendo.
¿A ella se le permite tocar?
¿Un beso?
Esos labios no me besan.
Mis manos no llegan a tocar.
¿Qué es esta furia dentro de mí? ¿Este disgusto? ¿Este miedo? ¿Esta confusión? No
soy más que una posesión. Sé eso. No quiero ser besada. No por esos labios. No quiero tocar,
no ese cuerpo.
Sé que esa es la verdad, a pesar de las semillas de duda.
54 Ella, claramente, tiene reglas diferentes de las mías.
Sin embargo, igual de clara es la dominación, el conocimiento magistral de la anatomía
femenina y la excitación, y cómo manipular hasta que la propiedad es completa. Sé eso
demasiado bien. Ella es sometida, ahí en la acera. Camina hacia atrás hasta que su trasero
choca contra la puerta frontal del pasajero del auto. Se derrite. Se rinde. La acera no está
vacía; esto es Nueva York, y nunca duerme. Nadie está solo en la calle. Sin embargo, la
escena contra la puerta del auto es privada, erótica. Sobre un amplio hombro puedo ver su
boca, abierta. Manos cavan debajo de la cintura de su falda. Conozco ese toque. La
excitación, la inevitabilidad del clímax.
Allí mismo, en la calle.
La veo venirse. Se queda laxa, sostenida una vez más, o quieta. Un momento pasa. Y
entonces se queda sola, recostada contra la puerta del auto, falda torcida fuera de lugar,
cabello liberándose del moño, blusa arrugada y doblada. Bolso olvidado, colgando de un
codo. La puerta posterior del lado del conductor es cerrada detrás de esa figura alta y
poderosa. Ella duda. Endereza su falda. Ajusta su blusa. Pone la correa de su bolso sobre su
hombro. Acomoda su cabello.
Toma una respiración profunda.
Se aleja.
¡Bien!
¡Corre!
Sigue, chica. No seas seducida, no seas hechizada.
Tres pasos, lo logra. Y entonces, como la mujer de Lot, se vuelve para mirar hacia atrás.
A diferencia de la mujer de Lot, sin embargo, no se convierte en sal. Pero está igualmente
condenada, por todo eso. Su mirada se fija en la puerta trasera del pasajero aún abierta. No
se puede resistir. Casi puedo oírlo, los cantos de sirena de un dios carnal haciéndole señas
para que se acerque, atrayéndola dentro, cerca y más cerca de unas fauces oscuras,
hambrientas, y despiadadas.
Más cerca, más cerca.
Y luego, la tonta, se agacha, se dobla y se desliza dentro del auto. Veo una mano
estirarse, sacarla de balance por lo que cae hacia adelante, piernas arqueadas, falda abierta y
mostrando demasiada pierna, levantándose, dejando al descubierto una escasa tanga negra.
Ella tira, luchando por enderezarse, y la mano se mueve hacia abajo para romper contra su
trasero. Ella se congela, y la mano permanece, acunando su trasero. Otra mano y el brazo
largo enfundado en traje se unen a ella, se estira, agarra la manija de la puerta.
Miro, hipnotizada, mientras un rostro que conozco demasiado bien aparece de entre las
sombras del interior, oscuros ojos levantándose, elevándose, encontrándose con los míos.
Labios no llegan a sonreír, porque los dioses no hacen muecas, ni sonríen. Pero hay un
fantasma de algo así como diversión o satisfacción en esas hermosas y feroces facciones
masculinas.
Un momento, entonces, cuando no puedo apartar la mirada, viendo y siendo vista.

55 ¿Todo fue para mi beneficio?


¿Orquestado para probar un punto?
Me aparto, con el estómago dando bandazos. Podría vomitar, pero no lo hago.

—Madame X. ¿Cómo estás hoy? —Su voz es suave y educada al entrar, tomando
asiento en el sofá.
—Estoy bien, Jonathan —miento—. ¿Y tú?
—Bien, supongo. —Te encoges de hombros, pero tu voz delata una vacilación
infinitesimal.
—¿Supones? —pregunto.
Has recorrido un largo camino desde nuestra primera reunión. Uno de mis mejores
trabajos, eso eres.
—No es nada. —Ondeas una mano, echando un vistazo hacia mi biblioteca, todavía
vacía, excepto por ese título que no me atrevo a quitar. Aunque tampoco lo leo; mi pequeño
acto de rebelión—. ¿A dónde se han ido todos tus libros?
Busco una mentira adecuada. No puedo pensar en nada. No esperaba que te dieras
cuenta o te importara. Me encojo de hombros. Digo la primera cosa que se me viene a la
mente.
—Los reemplazarán.
Te levantas. Caminas hacia la estantería, tomas el libro, examinas el título. Silencio, y
luego, mientras lees unas pocas páginas.
—Eso es jodido, X.
—¿Haber reemplazados mis libros?
Sacudes tu cabeza, levantando el libro con un gesto.
—No. Esto.
No lo he leído, no sé nada al respecto. No puedo traicionar mi ignorancia, sin embargo.
—¿Por qué dices eso, Jonathan?
Te encoges de hombros.
—Este libro. Es un experimento social. Hay un profesor y un estudiante. El maestro
hace preguntas, y si hay una respuesta equivocada el maestro impacta al estudiante con una
máquina de descarga eléctrica. O algo así.
56 —¿Supiste eso de lo poco que acabas de leer?
Me sonríes.
—Oh, no. Tomé una clase de psicología en la universidad, y estudiamos este libro. Fue
hace un tiempo, así que no me acuerdo mucho acerca de él, pero recuerdo incluso entonces
pensar lo jodido que era el experimento. Los resultados, sin embargo, se me quedaron
grabados. La obediencia es una construcción social. Así es la autoridad de una persona sobre
otra. Es... algo con lo que estamos de acuerdo, que nos permitimos seguir, incluso si es
perjudicial para nuestro bienestar. Estamos de acuerdo en darle a alguien la autoridad sobre
nosotros. O, a la inversa, tomamos el poder, la autoridad, o lo que sea, y la usamos, incluso
si va en contra de nuestra moral de alguna manera. Está mal. Muestra cuán dependientes
somos de las construcciones sociales, a pesar que, por lo general, ni siquiera nos damos
cuenta de lo que está sucediendo, de lo que estamos haciendo.
—Pero, ¿no son construcciones sociales como esa las que componen la estructura de
la sociedad?
Asientes.
—Sí, seguro. Pero cuando te das cuenta de ello, aunque sea brevemente, pueden
meterse con tu cabeza. Terminé cuestionando todo después que estudiamos ese libro. Cada
interacción, la miraba como si fuera algo nuevo. Como cuando se dice una palabra tantas
veces que pierde su significado, ¿sabes?
—Saciedad semántica —digo.
—Sí, eso. Con el tiempo volví a la normalidad, dejado de pensar en cosas tan
objetivamente. Pero durante semanas, fue jodidamente raro. Te das cuenta de los pequeños
acuerdos tácitos que hacemos sin darnos cuenta, ¿sabes?
Sacudo mi cabeza. Lo sigo intelectualmente, pero ¿en la práctica? No. Mi experiencia
es más... limitada.
—Vamos a suponer que no lo sé, Jonathan. ¿Qué quieres decir?
—Bueno, en términos de obediencia y autoridad... le damos a la gente autoridad sobre
nosotros. ¿Por qué te dejo darme órdenes? ¿Por qué vuelvo aquí semana tras semana, con las
cosas que me dices, te dejo decirme que decir y cómo actuar y cómo vestirme, cuando no sé
nada sobre ti? No somos amigos, no estamos involucrados como en una relación,
personalmente ni siquiera te pago. Sin embargo, aquí estoy. ¿Por qué?
—Por tu padre.
—Exactamente. Pero odio a mi padre. Realmente lo hago, X. Entonces, ¿por qué estoy
aquí?
—Porque él tiene el control sobre algo que deseas.
—Correcto. Exactamente. Dinero. El futuro de la compañía. Sacrifiqué mi infancia por
su compañía. Mi padre sacrificó mi infancia por la compañía. Él nunca estaba en casa, y
cuando estaba, estaba en su oficina, trabajando. Siempre se esperó que sobresaliera, que fuera
el mejor. Que obtuviera las calificaciones para poder ir a la escuela del Ivy League, así poder
conseguir el título que le dijera que me había ganado el derecho a heredar la compañía. Así
57 que hice todo eso, y sin embargo no conseguí... tomar el control. O incluso comenzar cerca
de la cima. No, tengo que empezar desde abajo, como un aprendiz. Seguro, lo entiendo.
Trabajo por ello, aprendo el negocio desde abajo. Seguro. Estupendo. Pero fui a trabajar con
él cada fin de semana, X. Cada jodido fin de semana. No jugué con mis amigos, no jugué
deportes o videojuego, ni fui al parque o a montar mi bicicleta. Fui a la oficina con él y lo vi
trabajar. “Todo será tuyo algún día, Jonathan” había dicho. “Así que presta atención”. Presté
atención. Conozco cada contacto, cada cuenta. Lo sé todo. Estoy listo. Pero él sigue
resistiéndose. Hace que sea imposible para mí moverme hacia arriba. Promueve a otros
chicos por encima de mí cuando por todos los estándares objetivos soy el más calificado, hijo
del presidente de la compañía o no. Me hace venir aquí y hacer esto contigo, porque al parecer
tampoco no soy lo suficientemente hombre. Lo cual, obviamente, significa dejar que alguna
jefa perra engreída me dé órdenes y me insulte. —Me miras, encogiéndote—. Lo siento. Sólo
estoy…
—Está bien, Jonathan. Lo dejaré ir, por esta vez. Y, además, soy un poco perra, pero
entonces, me pagan por serlo, ¿cierto?
Ignoras por completo el hecho que he hablado.
—Pero el punto es, lo hago porque todavía guardo la esperanza que seré lo
suficientemente bueno. Le doy el poder sobre mí, porque quiero lo que tiene. Quiero lo que
es mío. —Agachas tu cabeza, brevemente, y luego me miras, tus ojos tal vez un poco
demasiado agudos, un poco demasiado sabedores—. Sin embargo, todos tenemos una
motivación para dejar que los demás nos controlen, ¿cierto?
—Vaya, Jonathan... Casi no te reconozco, ahora mismo. Tal introspección no es
característica en ti. —Debo mantener la conversación centrada en ti.
En mis circunstancias actuales, no me atrevo a permitir que esta línea de discusión se
centre en mí. Eso sería... muy malo.
—Soy un millonario idiota, X. Lo entiendo. Soy dueño de eso, y no voy a disculparme
por ello. Me dieron todo lo que siempre quise, y algo más. Excepto que ahora que he hecho
todo lo que se me pidió para tomar mi lugar a su lado en la gestión de la compañía, ahora...
todavía no soy lo suficientemente bueno. No era lo suficientemente bueno para que quisiera
pasar tiempo conmigo cuando niño, así que fui a trabajar con él, esperando que me notaría.
Nunca lo hizo. Creo que nunca lo hará. Pero todavía le doy autoridad sobre mí.
—¿De dónde viene todo esto, Jonathan? —Contra toda razón, me encuentro pensando
que sólo tal vez podría haber una persona decente debajo de la piel del millonario idiota.
Te encoges de hombros.
—Me dijo que, si hacía esto, venía aquí y dejaba que me enseñaras o lo que sea, me
haría junior, vicepresidente de operaciones junior. Entonces aquí estoy. Lo estoy intentando.
—En realidad lo haces. Y estás haciendo un buen progreso, también. De hecho,
estamos sosteniendo una conversación que vale la pena, y eso es una mejora de hecho.
—Sí, bueno. El desagradable viejo despreciable acaba de darle a Eric Benson esa
posición, a pesar que se comprometió a dármela a mí. Todavía tenemos, qué, ¿tres semanas
más de esto? Y se la dio al jodido Eric Benson. Benson es una jodida herramienta. Un imbécil
58 servil de maldito idiota. Nunca tiene ideas propias, sólo le sigue la corriente a los demás y
besa traseros y destella esa estúpida sonrisa suya como una baratija estúpida. Un estúpido de
mierda.
No sé qué decir ante esto. No es mi trabajo ser tu confidente, tu confesora, tu hombro
para llorar, o tu amiga para compadecerme. Es mi trabajo hacerte menos imbécil.
—¿Cuándo es suficiente suficiente, Jonathan?
Me miras con ojos miserables.
—¿Qué?
—¿Cuánto es suficiente? ¿Hasta cuándo te inclinarás ante el molino de viento?
Gimes de frustración, te inclinas hacia atrás, y pasas tus manos por tu cabello.
—Gah. Suficiente con las jodidas adivinanzas, X.
—No es un acertijo, es una alusión. Es de Don Quijote.
—Sé quién mierda es Don Quijote, X. Fui al maldito Yale, sabes.
Sé eso, y no fui a Yale, o a ningún otro lugar. Aunque no digo eso. No necesitas mi
superioridad en este momento. Necesitas un empujón en la dirección correcta.
—Si sabes quién es Don Quijote, entonces ¿qué piensas que es lo que estoy tratando
de decirte?
Frunces el ceño hacia mí, y puedo verte pensando.
—Dejar de inclinarme ante los molinos de viento.
—¿Qué pensaba Don Quijote que eran los molinos de viento? —pregunto.
—Gigantes.
—Correcto. Pero, ¿qué cuál crees que era su mayor defecto?
—Pensar que los molinos de viento eran gigantes.
—Incorrecto. Pensar que podría matarlos, incluso si esos molinos de viento hubieran
sido verdaderos gigantes. Habría sido aplastado como un mosquito.
—Y piensas que no solamente estoy inclinándome ante los molinos de viento, sino
contra un gigante que no puedo matar en primer lugar.
Me quedo callada. Debes resolver algunas cosas por ti mismo.
—Sin embargo, ¿qué no estoy haciendo bien? Qué me pasa que no puedo
simplemente… sólo…
—Jonathan —regaño.
—¿Qué?
—Deja de quejarte y piensa.
Me miras, pero, para tu crédito, no arremetes contra mí. En cambio, te levantas y
caminas hacia la ventana. Mi ventana, aquella en la que me paro y veo a los transeúntes tan
por debajo e imagino historias para ellos.
59 —Cuando tenía tres años —dices, cortando una figura regia en la ventana, una mano
en tu bolsillo, la otra apoyada contra el cristal, cabeza agachada, voz tranquila—, hice un
dibujo. No recuerdo de qué. Tenía tres años, por lo que probablemente era un montón de
garabatos, ¿cierto? Pero tenía tres años, y quería hacer un dibujo y dárselo a mi papá. Así
que se lo di, y recuerdo estar emocionado porque me había mirado, porque había mirado mi
dibujo. ¿Y sabes lo que hizo? Lo tomó, lo miró, me miró a mí, y no sonrió, ni me dijo lo
bueno que era. Me dijo: “No está mal, Jonathan, pero puedes hacerlo mejor. Inténtalo de
nuevo”. —Dejas salir un largo suspiro—. Tenía malditos tres años. Y esa fue... esa fue la
primera vez. Volví a mi pequeño escritorio con mis pequeños lápices de colores, y recuerdo
dibujar otra imagen. Estar orgulloso de ella. Querer dársela y que me dijera que estaba muy
bien, que le encantaba. Sólo que se fue, había regresado al trabajo. Y la primera imagen que
había dibujado estaba en la basura. No enrollada ni nada, simplemente... Recuerdo haberlo
visto empujarla hacia abajo en el bote de basura con los sobres rasgados y un pañuelo de
papel y otros desperdicios. Esa fue la primera vez que recuerdo haberme sentido no lo
suficientemente bueno. Y he pasado cada maldito día desde entonces tratando de lograr que
vea mis malditas imágenes y me diga lo bonitas que son. Veintitrés años.
Me siento de lado en la silla, una pierna cruzada sobre la otra, mirándote en la ventana.
Espero que hables de nuevo, y pasa un largo tiempo de silencio antes que lo hagas.
—Él es el gigante. No un molino de viento, sino un verdadero gigante. Y no tengo
ninguna esperanza de matarlo, ¿cierto? Entonces, ¿por qué estoy tratando? Eso es lo que estás
preguntando, ¿cierto? ¿Por qué molestarse?
—No, no por qué molestarse. Esa es la pregunta equivocada.
Me pongo de pie, caminando cuidadosamente hacia ti, mis sandalias color nude de
tacón alto de Gucci Ursula hacen clic-clic-clic-clic en el suelo. Estoy a la distancia de toque,
lo suficientemente cerca como para oler tu colonia, que es tenue, débil, y atractiva. Lo
suficientemente cerca como para darme cuenta de lo alto que eres realmente, y que puedo
haber hecho mi trabajo un poco demasiado bien contigo.
—Entonces, ¿cuál es la pregunta correcta, X? —Te vuelves, medio brincando. No
retrocedes, ni finges notar tu mirada fluyendo sobre mí.
—¿Hacía qué deberías inclinarte? Esa es la pregunta. Todos nos enfrentamos a algo,
cargamos algo. ¿Cierto? Pero tenemos que elegir qué gigantes intentamos matar.
Hipócrita, yo. No hay ninguna opción para mí. Se ha hecho en mi nombre, y eso en sí
mismo es un gigante que no puedo matar. Pero esto no es sobre mí. Y debo parecer sabia.
Asientes, comprendiendo. Tus ojos están puestos en mí. Sostengo tu mirada y espero.
Una mirada hacia el reloj me dice la hora que es, pero entonces ya sé eso, puedo sentirlo.
Puedo sentir el paso del tiempo. Mi vida se mide en incrementos de una hora, y, por lo tanto,
estoy en sintonía con la sensación del paso de una hora, acostumbrada a la lenta caricia de
cada minuto, el resbaladizo paso de cada cuarto de hora deslizándose sobre mí. Ha pasado
una hora, aunque todavía estás aquí. Mirándome como si me vieras por primera vez.
—X…
Retrocedo.
—Elige tu gigante, Jonathan.
60 Me sigues paso a paso.
—Creo que tal vez empezaré a ir por Jon. —Tus ojos, marrón y ricamente texturizados
en arcos de luz y tonos más oscuros, se fijan en los míos. No me estás mirando de reojo, o
viéndome fijamente; peor, me estás observando.
—Jon, entonces. —Me encuentro con tu mirada, y debo concentrarme intensamente en
mantener erguida la pared de la neutralidad entre nosotros—. Elige tu gigante, Jon. Inclínate
sabiamente.
Un paso. Ni siquiera un paso, más un desliz de un mocasín puntiagudo de cuero
italiano, y ni una sola hoja de papel suelta cabría entre mi cuerpo y el tuyo, y aunque no nos
tocamos, esto es un ilícito momento robado. Tú no, no puedes, comprender el riesgo que
tomas. El riesgo que yo tomo.
—¿Qué pasa si decido inclinarme ante este molino de viento, X? —preguntas eso con
tu intención telegrafiada en el susurro de tu voz, en la forma que tus manos se contraen a tus
costados, como si picaran por tomarme por la cintura o el rostro.
Mantengo mi mirada y mi voz calmada, neutral; las principales amenazas se entregan
mejor en voz baja.
—Están los gigantes, Jonathan, y luego están los titanes.
Clic... ding.
Doy un suspiro de alivio...
¿O es una delgadamente velada decepción?

61
7
o espere el golpe en la puerta. Son las 7:30 p.m., del sábado. He imaginado
decenas de historias de ficción para ahora. Es todo lo que tengo que hacer.
Cuando el golpe viene, toc-toc-toc-toc, cuatro firmes pero educados
golpes; salto, parpadeo, y me quedo mirando la puerta como esperando que estallase en
llamas, o cobre vida. Recuperando la compostura, aliso la falda sobre mis caderas, acomodo
mis facciones en una máscara en blanco, y abro la puerta.
—Len. Buenas noches. ¿Hay algún problema?
La cara ancha de Len, desgastada por el tiempo parece tallada en granito y expresa la
misma medida de emoción.
—Buenas noches, Madame X. —Una bolsa de ropa negra cuelga sobre un brazo—.
Esto es para usted.
Tomo la bolsa.
62 —¿Por qué? Quiero decir, ¿para qué es?
—Se reunirá con el señor Indigo para cenar esta noche.
Parpadeo. Trago.
—¿Reunirme con él para cenar? ¿Dónde?
—En al piso de arriba. En Rhapsody.
—¿En Rhapsody?
Un encogimiento de hombros.
—Es un restaurante, cerca de la parte superior del edificio.
—¿Y me uniré a él allí? ¿Para cenar?
—Sí, señora.
—¿En público?
Otro encogimiento de hombros.
—No lo sé, señora. —En un simple movimiento de muñeca, revela un grueso reloj
cronógrafo de cuero negro—. El señor Indigo la espera en una hora. —Len entra, cierra la
puerta y se queda de espaldas a ella—. Esperaré aquí, Madame X. Mejor vaya a prepararse.
Me estremezco por completo. No sé lo que es esto, lo que está sucediendo. Nunca me
reúno con el “señor Indigo” para cenar. Ceno aquí. Sola. Siempre. Así no es como son las
cosas. Está fuera de la norma, no forma parte del patrón. La urdimbre y la trama de mi vida
es una danza cuidadosa, coreografiada con precisión. Las aberraciones me dejan sin aliento,
oprimen mi pecho, mis ojos parpadean con demasiada rapidez. Las aberraciones no son
bienvenidas.
Cena en Rhapsody con el señor Indigo. No sé lo que esto significa; es semánticamente
nulo.
Me baño, a pesar de que ya estoy limpia. Me depilo, me aplico loción. Lencería, encaje
negro, bikini francés y sujetador de media copa, Agente Provocateur. El vestido es magnífico.
De color rojo profundo, cuello alto alrededor de mi garganta, con los brazos desnudos, abierto
por el lado izquierdo cerca de la cadera, espalda descubierta, la asimetría de la firma Vauthier.
Una pieza de alta costura, probablemente. Elegante, atractivo, espectacular. El vestido es un
comunicado por sí mismo, por lo que opto por simples sandalias de tacón alto negras.
Maquillaje ligero, un toque alrededor de los ojos, color en los labios, rubor en las mejillas.
Con el corazón martilleando, paso a la sala de estar, lista en cuarenta minutos. Algo me
dice que no sería bueno mantener al señor Indigo esperando.
—Muy encantador, Madame X —dice Len, pero se siente como una formalidad, parte
de la farsa.
—Gracias.
Un asentimiento, un codo ofrecido. Mis pulmones se congelan y mi corazón está en mi
garganta mientras tomo el brazo de Len, lo sigo al vestíbulo más allá de mi puerta: alfombra
gruesa de color marfil, paredes de pizarra, pinturas abstractas, una mesa con un jarrón de
flores. Un corto pasillo que conduce a una escalera de emergencia: Precaución, salida de
63 emergencia solamente, la alarma sonará. Las puertas del ascensor son de cromo pulido,
como un espejo brillante. Una ventana cerca de la salida de emergencia muestra el horizonte
de Manhattan, la dorada noche de verano recubriendo la luz solar sobre el cristal.
El vestíbulo más allá de mi departamento es más pequeño de lo que pensaba que sería.
Un ojo de la cerradura donde el botón de llamada estaría, una llave en un anillo del
bolsillo de Len insertada y girada, retirada, y las puertas se abren inmediatamente. No hay
botones, sólo otra cerradura con cuatro grados para girarse a: G, 13, Rhap, PH; Len inserta
la llave y la tuerce al marcador Rhapsody y luego estamos en movimiento. Sólo que no hay
sensación de movimiento, no hay subida o bajada en mi estómago. Un breve silencio, sin
música de espera, y luego las puertas se abren con un ding apagado.
Mis expectativas se desvanecen. Destrozadas.
No hay charla silenciosa de un buen establecimiento en pleno apogeo de la noche. No
hay tintineo de cubiertos en los platos. No hay risas.
Ni una sola persona a la vista.
Ni un mesero, ni un cliente, ni un solo jefe de cocina.
Todo el restaurante está vacío.
Doy un paso hacia adelante, e inmediatamente las puertas se cierran entre Len y yo,
dejándome sola. Siento que mi corazón gira, martillando aún más rápido. Mi ritmo cardíaco
está sin duda en un riesgo médico, en este momento. Mesa tras mesa, vacía. Y dos, cuatro,
seis copas, todas las mesas redondas cubiertas de tela blanca con sillas ocultas, servilletas
dobladas en elaboradas formas de origami, cubiertos colocados sólo a ambos lados de los
platos, copas de vino en la esquina superior derecha. Ni una sola luz en el restaurante está
encendida, bañándome en sombras doradas de la caída del crepúsculo proyectándose en los
paneles de quince metros de altura de vidrio que rodean todo el perímetro del restaurante,
que ocupa todo el piso del edificio. La cocina se encuentra en el centro, abierta, por lo que
los comensales de tres lados pueden ver a los chefs preparando la comida, y las mesas del
otro lado, tienen una visión de las ventanas y de la línea del horizonte. El ascensor frente al
cual todavía estoy de pie es uno de los cuatro que forma la pared trasera de la cocina, y hay
una placa por encima de “mi” ascensor que proclama que es un ascensor privado, sin acceso
público, en lugar de un botón de llamada, hay una cerradura.
Mil preguntas están burbujeando en mi cerebro. Claramente, mi apartamento es sólo
uno de muchos en este edificio. Sin embargo, el vestíbulo más allá de mi departamento ofrece
acceso sólo al ascensor y a la escalera de emergencia. Los metros cuadrados del apartamento,
sin embargo, no son suficientes para ocupar todo el piso trece. ¿Por qué un ascensor privado
que no llega más que a cuatro lugares, y requiere una llave de acceso? ¿Cada uno de mis
clientes tendrá llave? ¿O hay un asistente de ascensor?
¿Por qué el restaurante está vacío?
¿Qué se supone que haga?
Suena un violín, acordes altos y bajos salen suavemente de mi izquierda. Un chelo se
une a él. Después, una viola, y otro violín.
Sigo la música alrededor de la cocina y descubro una visión impresionante: una sola
mesa para dos personas cubierta de blanco, organizada para dos personas, una botella de vino
64 blanco en hielo en un cubo de mármol en un soporte junto a la mesa, y media docena de las
mesas han sido quitadas para despejar un amplio espacio a su alrededor, con gruesas velas
blancas en soportes de negro hierro forjado de dos metros de alto se encuentran formando un
perímetro. El cuarteto de cuerda está en las sombras a unos diez metros de distancia, dos
jóvenes y dos mujeres, de esmóquines negros y modestos vestidos negros.
En las sombras más allá del círculo de velas destaca una sombra más oscura. Alto,
elegante, poderoso. Casualmente con las manos metidas en los bolsillos del pantalón gris
carbón. Sin corbata, el botón superior abierto para revelar un trozo de carne. El saco a juego,
con el botón central suelto. Un pañuelo carmesí doblado en un triángulo perfecto en el
bolsillo de la chaqueta. Grueso cabello negro peinado hacia atrás y hacia un lado, una sola
hebra floja como para cubrir una sien. Ese fantasma de diversión en los delgados labios.
Miro la sacudida de la nuez de Adán.
—X. Gracias por unirte a mí. —Esa voz, como cantos derrumbándose en la pared de
un cañón.
No tenía una opción, ¿verdad? Pero, por supuesto, esas palabras permanecen alojadas
en mi garganta, al lado de mi corazón y respiración. Pasos cuidadosos en tacones altos a lo
largo de la habitación. Llegan a detenerse junto a la mesa. Miro las piernas largas dar unos
pocos pasos cortos, y estoy viendo hacia una fuerte mandíbula bien afeitada, y brillantes ojos
oscuros.
—Caleb —susurro.
—Bienvenida a Rhapsody.
—¿Alquilaste todo el restaurante? —pregunté.
—No tanto rentar más que sólo les ordené que lo cerraran por la noche.
—¿Eres el dueño, entonces?
Una extraña sonrisa amplia.
—Soy el propietario del edificio, y de todo en él.
—Oh.
El movimiento de un dedo, haciendo un gesto hacia mi silla.
—Siéntate por favor.
Me siento, juntando las manos en el regazo.
—Caleb, si puedo preguntar…
—No puedes. —Unos dedos fuertes levantan un cuchillo de mantequilla, tocando la
copa suavemente, el cristal suena con fuerza en el silencio—. Vamos a hacer que traigan la
comida y luego discutiremos las cosas.
—Muy bien. —Agacho la cabeza. Centrándome en respirar, en reducir mí ritmo
cardíaco.
Siento más que veo u oigo la presencia de otra persona. Alzo la mirada, un hombre de
edad indeterminada se encuentra al lado de la mesa. Podía tener treinta y cinco años, podría
tener cincuenta. Las arrugas en las comisuras de sus ojos y boca, los ojos pequeños e
65 inteligentes, cabello castaño claro, con entradas.
—Señor, madame. ¿Les importaría ver un menú?
—No, Gerald, está bien. Vamos a empezar con la sopa du jour, seguida de la ensalada
de la casa. Sin cebolla en la mía. Filete mignon para mí, término medio. Dile a Jean-Luc que
sólo lo volteé una vez. No muy crudo. Para la señorita, comerá salmón. Verduras y puré de
patatas para los dos.
Al parecer, comeré salmón. Hubiera preferido el filete mignon también, pero no se me
había dado una preferencia y no me atreví a protestar. Esto era anormal en extremo, y no
estaba para que se me quitara alguna otra cosa.
—Muy bien, señor. —Gerald levanta la botella de vino blanco—. ¿Debo presentarle
esto, señor?
—No, lo escogí yo mismo, después de todo. Marcos debería haber dejado una botella
para nosotros también. Que abran esa para que respire, y que la sirvan con los entrantes.
—Muy bien, señor. ¿Habrá algo más que pueda hacer por usted en este momento?
—Sí. Haz que el cuarteto toque la suite en sol mayor en lugar de si menor.
—Por supuesto señor. Gracias. —Gerald se inclina, profundamente.
Después, se aleja y va entre las mesas, le susurra al que toca la viola, quien levanta una
mano, y los otros tres dejan sus instrumentos sonar en el silencio. Una breve reunión de
cabezas, y luego comienzan de nuevo, una melodía diferente esta vez. Volviendo, Gerald
descorcha el vino con una ceremonia elaborada y vierte una medida en cada una de las copas,
dándome la mía primero.
No debería estar nerviosa por tomar una bebida, pero lo estoy. Bebo té y agua,
exclusivamente. No tengo ningún recuerdo de beber cualquier cosa excepto té y agua.
¿Cómo será el vino, me pregunto?
Son las cosas pequeñas; centrarse en la menor para evitar hiperventilar acerca de lo
importante.
Miro, imito: el dedo índice, el dedo medio y el pulgar en la parte media del tallo, levanto
con cuidado. Tomo el más pequeño de los sorbos. Humedezco mis labios con el líquido frío.
Lamo mis labios. La sorpresa ondula sobre mí. El sabor es... algo que no he experimentado
jamás. No del todo dulce, no es amargo, sino un poco de ambas cosas. Un sabor explosivo
estallando en mi lengua.
Los ojos oscuros me miran con cuidado, siguiendo cada movimiento, desde mi lengua
mientras la corro a lo largo de mis labios una vez más. Me mira mientras tomo otro trago, un
trago real, esta vez. Un pequeño sorbo. Enrollándolo alrededor de la boca, frío en mi lengua,
un estallido de sabor, una sensación de hormigueo, chispeante. Ligero, afrutado.
Es tan bueno que podría llorar. Lo mejor que he probado en mi vida.
—¿Te gusta? —Esa profunda y retumbante voz, seguida de un sorbo largo, la copa
dejada de nuevo en la mesa, con un ajuste de precisión.
—Sí —le digo, evitando la ansiedad en mi voz—. Es muy bueno.
66 —Pensé que podría gustarte. Es un Pinot Grigio. Nada demasiado lujoso, pero irá muy
bien con la sopa y la ensalada.
Obviamente, no sé nada de esto. Combinaciones de vinos, Pinot Grigio, cuartetos de
cuerdas... este es un mundo extraño en el que soy inmersa de repente e inexplicablemente.
—Pinot Grigio. —Asiento—. Es delicioso.
Una arruga alrededor de los ojos, el ascenso de una de las esquinas de sus labios.
—No te acostumbres demasiado a ello, X; no quieres desarrollar hábitos caros o
insalubres. Esta trata de una ocasión especial, después de todo.
—¿Lo es? —No tengo idea de qué ocasión podría ser.
Gerald aparece, entonces, con una bandeja redonda negra. Dos amplios cuencos, bajos
con superficies blancas de porcelana, que contienen una sopa roja de algún tipo.
—La sopa du jour es un gazpacho andaluz cremoso, preparada usando los elementos
tradicionales de pepino, pimiento y cebolla. Pan fresco, hecho en casa se utiliza para espesar
la sopa, y está adornado con un popurrí de las verduras anteriormente mencionadas en cubos.
El chef Jean-Luc confía en que no hay gazpacho andaluz tan bueno en este lado del Océano
Atlántico. —Gerald gira mi plato un cuarto de vuelta, presentando la cuchara de sopa con un
gesto grandioso y una inclinación no tan profunda, como la ofrecida a mi acompañante...
anfitrión... amante... guardián....
—Muy bien, Gerald. Gracias. —Alguna seña indefinible en esa voz contiene una
advertencia: Piérdete, si sabes lo que es bueno para ti.
Gerald se va en un abrir y cerrar de ojos, desapareciendo en las sombras.
Meto la cuchara en el líquido rojo, levantándolo delicadamente a mi boca preparada
para el calor, sin saber el sabor que estoy a punto de encontrar con mi lengua.
—¡Oh!, está frío —digo, sorprendida.
—Es un gazpacho. —Eso, divertido, no es condescendiente—. Es una sopa fría. La
andaluz se servía originalmente después de la comida, pero aquí en Estados Unidos con
mayor frecuencia se sirve antes, en la tradición inglesa y estadounidense.
—Sopa fría. Parece... al contrario —digo, y luego pongo otra cucharada en mi boca.
—Tal vez sea así, en teoría —viene la respuesta, entre bocado y bocado—. En la
práctica, sin embargo, es bastante buena. Debidamente preparada, por lo menos, y Jean-Luc
es uno de los mejores chefs del mundo.
A pesar de la sorpresa de la sopa fría, es deliciosa, cremosa y llena de sabor maduro de
verduras frescas. La tomo con un sorbo de vino, y aunque tengo una vaga idea de que el vino
blanco se supone que debe ir con comida del mismo color, el ligero, sabor afrutado del vino
en efecto compensa el gazpacho en un agradable contraste. Ninguno de los dos habla,
mientras terminamos la sopa, y Gerald aparece mientras estoy raspando la última mancha de
color rojo del tazón. Él toma el recipiente y lo reemplaza con una ensalada, hace lo mismo
en el otro lado de la mesa.
67 —Continuando con el tema español, la ensalada de esta noche es una simple mezcla de
pepinos, cebollas y tomates, ligeramente aromatizados con vinagre de vino tinto y aceite de
oliva. —Una vez más, Gerald hace girar el plato delante de mí, inclinándose, presentando la
brillante ensalada de colores, ingeniosamente dispuestos en formas geométricas.
El vino va aún mejor con la ensalada, sintiendo cada bocado explotar en mi lengua, el
hormigueo del vino y lo centelleante.
Más largos momentos de silencio, mientras comemos la ensalada. Mi copa de vino está
vacía por unos quince segundos en total cuando Gerald aparece una vez más de las sombras
y la rellena.
—Prescinde de la formalidad, Gerald, y sirve el resto de la botella. —La orden viene
reservada y no se puede negar, tan firme y segura que es la voz.
Autoridad total. Una expectativa de obediencia absoluta, incluso en un asunto tan
sencillo como es verter una copa grande de vino, al parecer, formalmente aceptable.
—Como quiera, señor. —Gerald sirve el vino en mi copa primero, girando la botella
para evitar el borboteo.
Alternando entre las dos copas, Gerald hace que cada uno de nosotros tenga
exactamente la misma cantidad, hasta las últimas gotas. Precisión extraordinaria, realizada
con familiaridad.
La ensalada está terminada. El cuarteto deja un momento de silencio, y después
comienzan de nuevo, un unísono practicado. Tomo un sorbo de mi vino, saboreando cada
gota. Al final, sin embargo, no puedo contenerme más.
—Caleb, dijiste que era una ocasión especial, pero debo confesar, que no tengo ni
idea…
—Silencio y disfruta de la experiencia. Soy consciente de tu ignorancia, y te iluminaré
en mi propio momento. Por ahora, bebe tu vino. Escucha la música. Escogí este cuarteto de
entre los estudiantes más prometedores de Juilliard. Cada uno de los músicos es uno de los
mejores del mundo en su respectivo instrumento.
No me esperaba esa respuesta. Me recuesto, brincando ligeramente, descansando un
brazo sobre el respaldo de la silla. Intentando parecer a gusto, cómoda. Cuánto tiempo pasa,
no puedo decirlo. Minutos, tal vez. Diez o quince. Lucho con la inquietud. Cruzo las piernas,
las descruzo. Miro las ventanas, deseando poder ponerme de pie y ver hacia abajo, ver a la
gente, examinar la ciudad desde cada ángulo nuevo, ver nuevas porciones de la línea del
horizonte. Conozco la vista desde cada una de mis ventanas, así como conozco la visión de
mis propias manos. Una nueva perspectiva sería algo para disfrutar.
Eventualmente Gerald aparece con una botella ya descorchada de vino. La botella es
roja oscura, casi opaca, y no tiene ninguna etiqueta. Vierte un dedo en una copa limpia,
demasiado poco para beber de verdad. Miro con fascinación un ritual claramente familiar
para los dos hombres, el remolino de la pequeña cantidad de líquido alrededor de la parte
inferior de la copa; inhalada por la nariz, la copa inclinada en ángulo. Un sorbo, entonces.
68 Una lamida de labios, un movimiento alrededor de la boca. Un movimiento de cabeza. Sin
embargo, en lugar de llenar el vaso, Gerald llena primero el mío. Una extraña ceremonia, eso
es. Presentarlo al hombre para comprobación y aprobación, pero servirle a la mujer primero.
Inexplicable para mí.
—Es de la finca en Mallorca, ¿sí, Gerald?
Gerald asiente, dejando la botella con gran cuidado.
—Correcto, señor. Embotellado y enviado aquí para sus reservas exclusivas. Una de
mil botellas disponibles, creo, a pesar de que Marcos sería el mejor para preguntarle números
precisos. —Un gesto a las sombras—. ¿Lo llamo, señor?
Un movimiento de cabeza.
—No, está bien. Sólo tiene un toque un poco más picante que la botella anterior, es
todo.
—Creo, señor, que esta botella es la primera de un nuevo lote recién llegado.
—Ah. Eso lo explica.
Gerald asiente, arqueándose.
—Creo que el segundo plato está listo, señor.
Un movimiento de mano, en despedida.
Estoy confundida. Abrumada. ¿Propiedades en Mallorca? ¿Reservas exclusivas de mil
botellas de vino sin etiqueta? ¿Todo un edificio en el corazón de Manhattan?
—¿Dónde está Mallorca, Caleb?
—Es una isla en el mar Mediterráneo propiedad de España. Yo, o más bien mi familia,
es dueña de una viña allí, entre otros lugares.
¿Familia? Es difícil pensar en este hombre teniendo familia. ¿Hermanas, hermanos?
¿Padres?
Gerald aparece con un plato grande en cada mano. Salmón, rosado, naranja, rodeado
de verduras a la parrilla; coliflor, brócoli, zanahorias, coles y judías verdes, gruesas, puré de
patatas coronadas por toque de mantequilla fundida.
Todavía tengo que probar el vino, que es de color rubí, la sombra de sangre recién
derramada. Pongo el vaso en mi nariz e inhalo; el olor es terroso, maduro, picante, poderoso.
Trato un sorbo. Tengo que reprimir las ganas de toser, de escupirlo. Trago, acomodo mis
facciones a una máscara en blanco. No me gusta esto, en absoluto. Seco, rodando sobre mi
lengua con una docena de matices de sabor decadente.
—¿No te gusta tanto el vino, por lo que veo?
Niego.
—Es... tan diferente.
—¿Diferente bueno, o diferente malo?
Estoy en un terreno peligroso y desconocido. Me encojo de hombros.
—No como el Pinot Grigio.
69 Un ruido en la parte posterior de tu garganta. Una risa, tal vez. Si no lo supiera mejor.
—No te gusta. Puedes decirlo así, si ese es el caso.
Deslizo recatadamente la copa lejos de mí a uno o dos centímetros.
—Preferiría un poco de agua con hielo, creo.
—¿Más del Pinot, tal vez? —Mi copa es jalada más cerca del otro lado de la mesa.
Me encojo de hombros, tratando de no parecer demasiado ansiosa.
—Eso sería maravilloso, Caleb. Gracias.
Un solo dedo levantado de la mesa, un giro de cabeza. Gestos sutiles, hechos con el
conocimiento de que van a ser notados. Aparece Gerald, arqueándose cerca.
—¿Señor?
—La señorita no encuentra adecuado el rojo para su paladar, me temo. Va a tomar más
del Pinot Grigio. Voy a terminar esto solo, supongo. No tiene sentido desperdiciarlo.
—Inmediatamente, señor. —Gerald se va a las sombras y lo hace por sólo unos
momentos antes de regresar con un solo vaso de vino blanco.
Esperaba más del ritual de descorche y me encuentro un poco decepcionada de no verlo
de nuevo. Tan extraño, tan precioso, como el vals de un gastrónomo. No importa. Bebo el
vino y disfruto de él. Lo siento en mi sangre, zumbando con gusto en mi cráneo.
El salmón, por supuesto, es muy bueno. Ligero, sabroso, agradable.
Nada se dice en el curso de la comida. El único sonido es el cuarteto tocando
suavemente desde las sombras, el tintineo de los tenedores. Por fin, ambos platos son llevados
lejos, y sigo el ejemplo cubriendo lo que no termino con mi servilleta. Gerald se lleva los
platos, se desvanece y reaparece con dos platos más, cada uno de los cuales contiene un único
recipiente pequeño, en el que se muestra... No sé qué es.
—El chef Jean-Luc ofrece Flan de Almendra, un postre tradicional español señor y
madame, para terminar la noche.
—Gracias, Gerald. Eso sería todo.
—Por supuesto señor. Y puedo decir simplemente que fue un placer extraordinario
servirle esta noche. —Gerald se inclina profundamente y luego se aleja.
El flan resulta estar en algún lugar entre pudín y la tarta, con una corteza crujiente de
almendras. Lo como poco a poco, saboreándolo, obligándome a ser recatada, una dama, y no
consumirlo como quisiera, como si se me permitiera tal comportamiento bárbaro.
A pesar de todo, mi cerebro está zumbando. Una sola pregunta, me quema: ¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué?
No me atrevo a preguntar.
Al tiempo, por fin, no hay nada que comer, y sólo el último centímetro de vino
permanece en mi copa. Mi rojo fue reclamado desde hace mucho tiempo, y la botella
terminada. Realmente no sé cómo tanto grueso, picante vino se puede beber con tanta rapidez.
—X. —La voz zumba en mi cabeza. En mis huesos. Es un pequeño sonido flojo—.
70 Has sido muy paciente esta noche.
Sólo puedo encogerme de hombros.
—Ha sido una noche agradable, Caleb. Gracias.
—He decidido que hoy es tu cumpleaños.
No tengo ningún pensamiento en mi cabeza, ninguna capacidad de pensamiento
racional. El pronunciamiento me ha dejado totalmente desquiciada.
—¿Q-qué?
—Dado que no sabemos nada de ti antes de nuestro... encuentro, decidí; con bastante
retraso, debo reconocer; que necesitas un cumpleaños. —Un encogimiento de hombros
fácil—. Hoy dos de julio. El punto medio exacto del año en el calendario.
Trato de respirar. De invocar palabras. Pensamientos. Emociones.
—Yo…. eh. ¿Hoy es mi cumpleaños?
—Lo es ahora. Feliz cumpleaños, X.
—¿Cuántos años cumplo? —no puedo evitar preguntar.
—Los médicos, en ese día, presumieron, con un alto grado de exactitud, me dijeron
que tenías diecinueve o veinte años. Eso fue hace seis años, así que voy a decir que hoy es tu
cumpleaños veintiséis.
Seis años. Veintiséis.
Pedazos del rompecabezas revolotean y flotan y vuelan. El gazpacho andaluz. El vino
tinto español. La ensalada de pepino español. Flan español.
—Andaluz... Caleb, ¿es un lugar en España?
Una expresión de curiosidad.
—De Andalucía, sí.
—¿Averiguaste algo de mí? ¿Es de lo que se trata esto? —No puedo evitar la pregunta.
No se puede expresar de alguna manera más respetuosa y cortésmente. La curiosidad
se dispara en mí. La esperanza, también, pero sólo una chispa, un frágil, fácilmente
extinguido, punto de luz.
Una pausa, una vacilación. Lengua deslizándose sobre labios, el rodar de un hombro,
el movimiento en la silla.
—Sí. Un poco de algo, por lo menos. Hice que analizaran tu ADN.
—¿En serio? —Parpadeo, respiro, preguntándome si es normal que se sienta como si
de alguna manera me hubieran abierto, a la mitad, un poco de privacidad invadida.
—Sí. Cuando dormías, la última vez que te visité, tomé un pedazo de tu cabello de tu
cepillo, y limpié el interior de tu mejilla. Duermes como los muertos, para empezar, y
estabas... muy cansada. Apenas te moviste. —Un destello de autosatisfacción en sus ojos, no
del todo una sonrisa—. Mis científicos pudieron rastrear ciertos marcadores en tu ADN y
determinar con un sorprendente grado de exactitud dónde se originó tu herencia étnica.
71 Estoy sin aliento por la anticipación, esa frase, que se produce en la ficción con bastante
frecuencia. Pero, en realidad, no es una sensación del todo agradable.
—¿Qué…?, ejem. —Tengo que empezar de nuevo—. ¿Qué descubrieron tus
científicos?
Una mano, uñas cuidadas, cutículas recortadas, grandes, potentes y elegantes, se
mueven a la mesa.
—¿No puedes adivinarlo?
—¿España? —sugiero.
—Precisamente. Son tipos inteligentes, los genetistas. Todavía están trabajando,
comparando los marcadores y todo lo que sea que hacen, tratando de reducirlo, de obtener
resultados más específicos. Me dicen que con el tiempo podrían decirme una región
específica de España, cosas por el estilo. Pero por ahora, todo lo que sabemos es... que tú,
Madame X, eres española—. Esos ojos, oscuros, expresivos, con fuerza, con hambre, me
recorren—. Te ves así, también. He pensado durante mucho tiempo que podrías ser de allí.
Mi belleza española.
Compañeros inteligentes. Genetistas en la nómina. Mis científicos. ¿Quién tiene
científicos como trabajadores?
—Habría hecho que Jean-Luc preparara un plato español tradicional para nosotros,
pero pensé que podría ser un poco exagerado. La comida española también es muy rica, y no
estás acostumbrada a dicha comida. No me gustaría sobrecargar tu sistema digestivo, así
como tus emociones en una sola noche, sabes.
—Sí, ya veo. —Mi cerebro suministra palabras que suenan pertinentes en el momento
esperado, pero en verdad estaba entumecida, mareada, girando, y defendiéndome de lo que
parecía ser un ataque de ansiedad.
—¿Necesitas un momento, X?
Asiento.
—Tómate un momento, entonces.
Me puse de pie y me alejé aliviada de la mesa, fuera de la pista de velas, lejos de la
enorme y abrumadora presencia. Lejos de la música. Profundamente en las sombras, hacia la
ventana. La noche hace mucho tiempo que ha caído sobre la ciudad, por lo que ahora la luz
proviene de un sinnúmero de cuadros amarillos y blancos en filas horizontales y verticales
ordenados en todo el horizonte, de las farolas de las calles mucho más abajo, luces traseras
de color rojo que salen y faros blancos.
Soy española.
Hice que analizaran tu ADN. Tal frase tan sencilla, tan fácil de decir.
¿Qué significa para mí, saber que soy de origen español?
Nada; todo.
Mis ojos pinchan, pican. Me duelen los pulmones y estoy mareada, y me doy cuenta
72 que he estado aguantando la respiración. Parpadeo y respiro. ¿Tal desgarradora emoción
sobre qué? ¿Saber de dónde vinieron mis antepasados anónimos y desconocidos? Debilidad.
He decidido que hoy será tu cumpleaños.
Otro hecho que se siente lleno de significado y completamente carente de este a la
misma vez ¿Un cumpleaños?
Una chica con el cabello oscuro pasa, docenas de pisos más abajo, en el lado opuesto
de la calle, de la mano de su madre. Está demasiado lejos para poder ver más. Ellos conocen
sus orígenes. Su familia. Su pasado. La mano de una madre a la cual aferrarse. Una hija a la
que cantarle canciones dulces. Tal vez un padre, un marido esperando por ellas.
—¿X? —Una sola letra, pronunciada en un murmullo que sería un susurro para
cualquier persona con una voz más pequeña.
—Caleb. —Una confirmación es todo lo que puedo manejar.
—¿Estás bien?
Me encojo de hombros.
—Supongo.
—Lo que significa no, creo. —La palma de una mano calienta mi cintura, justo por
encima de la curva de mi cadera—. ¿Qué pasa?
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? —Una confusión verdadera.
—¿Por qué analizaste mi ADN? ¿Por qué? ¿Dime? ¿Por qué me das un cumpleaños
aleatorio? ¿Por qué me traes aquí a cenar? ¿Por qué ahora?
—Se suponía que fuera…
—¿Vas a darme un nombre español ahora, también?
Un silencio cargado de tensión. Interrumpí, hablé imprudentemente. En una novela
negra oscura y temeraria, alguien podría decir, que hombres han muerto por menos, y con el
hombre detrás de mí, eso sólo podría ser verdad. Parece posible; miro hacia abajo la mano
en mi cintura. Se ve capaz de la violencia, de la entrega de la muerte.
—Tu nombre es Madame X. —Un áspero gruñido en mi oído—. ¿No te acuerdas?
—Por supuesto que sí. —Cuando uno posee sólo seis años de recuerdos, cada uno es
cristalino.
—Te traje al MOMA, el día en que saliste del hospital. Todo el museo a tu disposición,
y pasaste todo el tiempo delante de dos pinturas.
—Van Gogh, Starry Night —le digo.
—Y la de John Singer Sargent Retrato de Madame X. —Otra mano en mí, más abajo,
bajo el hueso de la cadera, donde se convierte en muslo. Tirando de mí hacia atrás, contra un
pecho duro—. No sabía cómo llamarte. Intenté todo nombre que se me ocurrió, y tú sólo
sacudías la cabeza. No hablabas. No podías hacerlo realmente, supongo. Tenía que llevarte
en esa silla de ruedas, ¿recuerdas? No habías vuelto a aprender a caminar todavía. Pero me
señalaste la pintura, la de Sargent. Así que me detuve, y sólo lo miraste y lo miraste.
73 —Fue la expresión de su cara. Se ve en blanco, en un primer momento. Está de perfil,
por lo que se podría pensar que podría ser difícil saber lo que está pensando. Pero si se mira
de cerca, se puede ver algo allí. Debajo de la superficie, tal vez. Y en la curva de su brazo.
Se muestra muy fuerte. Ella es tan delicada, pero... ese brazo, el que toca la mesa, es... fuerte.
Y me sentía débil, tan indefensa. Así que, ¿ver a una mujer de aspecto tan delicado con algo
parecido a la fuerza? Eso solo... me habló, de alguna manera. Me aseguró. Me dijo que tal
vez podría ser fuerte, también.
—Y lo eres.
—A veces.
—Cuando tienes que serlo.
—Ahora no.
—¿Por qué? —Aliento, mezclado con vino, de los labios a mi oreja.
—Es demasiado para procesar. No sé qué pensar, Caleb.
—Ya lo sabrás. —Los dientes en el lóbulo de mi oreja. Me estremezco, inclino la
cabeza hacia atrás, cierro los ojos y odio mi debilidad, mi reacción química involuntaria—.
Ven. Una sorpresa más para ti, de vuelta en tu habitación.
No estaba del todo segura de que tuviera espacio dentro de mí para más sorpresas, pero
me permití ser conducida lejos de la ventana con la vista fascinante de la ciudad. Al ascensor.
Una llave, sacada de un bolsillo del pantalón, insertada, girada al 13. Descenso, momentos
de silencio absoluto en el que mi latido es sin duda audible.
A medida que soy guiada a mi sala de estar, la primera cosa que noto es que mis libros
han sido reemplazados en la estantería. Mi corazón salta con esperanza, me vuelvo y veo que
mi biblioteca está abierta una vez más. Se me permite salir del brazo fuerte, pasear a mi
biblioteca. Paso las manos sobre los lomos de mis queridos amigos, estos libros. Mi mirada
se posa sobre este título: La Fragua de Dios; Wool; I Know Why the Caged Bird Sings; Lolita;
Breath, Eyes, Memory; Breve historia del tiempo; Influence: Science and Practice; American
Gods... mis ojos ven en todas partes, un libro que me ha enseñado algo muy valioso. Podría
llorar de alegría por tener mi biblioteca de nuevo.
Me giro, dejando mostrar una lágrima: emocionada con agradecimiento.
—Gracias, Caleb.
De alguna manera la distancia entre el centro de la puerta y la habitación ha sido
atravesada de forma invisible, en silencio, y un pulgar roza la humedad en mi mejilla.
—Creo que aprendiste la lección ahora, ¿verdad?
—Sí, Caleb.
Respiraciones profundas en ráfagas, hinchando ese gran pecho poderoso, ojos que
recorren mi figura, ansiosos, hambrientos y con admiración.
—Mi belleza española. Mi X. —Hay una nota en esas palabras, en la entrega de ellas...
debe ser el vino, el alcohol dejando a un lado algo de la pared de granito que cubren
74 cualquiera que sea las emociones que se agitan tras esos ojos, que siempre me han parecido
el equivalente ocular de Homero “mares de vino oscuro”.
—Caleb. —¿Qué más puedo decir? No hay nada.
—Mira en la vitrina. —Las palabras tienen un hilo de satisfacción. Hay un nuevo tomo
en la caja: Suave es la noche. F. Scott Fitzgerald—. Es una primera edición firmada, la
versión original de 1934 con escenas retrospectivas.
Hay guantes blancos en la caja, por supuesto. Abro la caja, tomo los guantes, retiro el
libro con la respiración temblorosa y las manos firmes. La inscripción, en la propia mano de
Fitzgerald: De uno al que le gustaría poder estar en 1917, en los 20’s, en esa enrevesada,
enlazada escritura, el nombre más adelante, la floritura de la F, los descendentes de doble
barra de la doble T en Scott, el largo bucle y la precipitación para fusionarse con la segunda
F con la que comienza Fitzgerald.
—Caleb, es... es increíble. Muchas gracias.
—Es tu cumpleaños, después de todo, los cumpleaños requieren regalos.
—Es un regalo maravilloso, Caleb. Lo atesoraré. —Miro hacia arriba y veo que el
tiempo para admirar mi regalo ha terminado, por ahora.
Es tiempo de mostrar mi aprecio.
Hay cosas que no se pueden apresurar.
Esta noche, la insaciabilidad viene en la forma de mi cuerpo siendo lentamente
desenvuelto, centímetro a centímetro. El vestido desabrochado, bajado para desnudar mi
lencería; fosas nasales abiertas, ojos con párpados caídos y manos estiradas; probando mi
“belleza española” y entonces la ropa interior se va, dejada a un lado.
Desnuda, espero.
—Desnúdame, X.
Revelar el cuerpo es como descubrir una escultura de Miguel Ángel. Un estudio de
perfección masculina hecha en implacable mármol. Cada ángulo tallado con un cincel
profundamente penetrante. Mis manos trabajan y mis ojos devoran. Mi corazón se resiste,
gira, late como un martillo sobre un yunque. Mi cuerpo, sin embargo. Dios, mi cuerpo. Sabe
algo metafísico que mi corazón y entendimiento cerebral no saben: Caleb Indigo fue creado
por un artista con el propósito expreso de deslumbrar a una mujer.
En concreto, en este momento, a esta mujer.
Y odio mi cuerpo por eso. Me digo que tengo que recordar la forma de las cosas. Que
esto se espera de mí. Es necesario. Exigido. Yo debo; mi voluntad no entra en esta ecuación.
¿Y mi cuerpo? Tiene una respuesta: no me importan los requisitos... todo lo que sé es
un deseo singular: TÓCAME.
Tócame.
Tócame.
75 Mi cuerpo dice eso, igual que el cuerpo que ahora he dejado al descubierto.
Así que obedezco. Obedezco a mi cuerpo y a la orden tácita dentro de las dos palabras
tan recientemente habladas:
—Desnúdame.
Tócame, implica la orden.
Así que toco.
Traigo a la vida la erección tan grande y perfecta como el resto. Bueno, ya estaba
completamente viva y lista; simplemente le di la atención que estaba pidiendo al estar de pie
tan alta y gruesa y recta.
Manos van a mis hombros, con suavidad y me empujan implacablemente sobre mis
rodillas. Echo mis ojos hacia arriba y obedezco. Boca amplia, saborear carne. Los labios se
curvan con los dientes para envainar, manos hundiéndose a un ritmo lento. Mira ahora.
Respiraciones rápidas que se vuelven entrecortadas, manos tomando mi cabello, una voz que
emite gemidos guturales. Sabor ahumado, esencia filtrándose.
—Suficiente. Jesús, X. —Una maldición, más rara aún que una sonrisa.
De repente, estoy en el aire, llevada a mi habitación y arrojada bruscamente sobre la
cama. Me apresuro hacia atrás, haciendo a un lado almohadas, pero soy demasiado lenta. Un
labio curvado en una mueca, ojos salvajes, manos estirándose y agarrando mis caderas.
Tirándome con fuerza, y mi corazón salta un kilómetro desde mi pecho hasta mi garganta
mientras caderas hacen cuña en mis muslos. ¿Cara a cara?
No me atrevo a pensar, no me atrevo a esperar. Respiro, me aferro a los amplios
hombros... exhalo bruscamente mientras soy penetrada.
Movimiento, cara a cara.
No puedo respirar.
Esta es una noche de primeras veces, parece.
Me atrevo a mover las caderas al ritmo de nuestro sexo, me atrevo a mantener los ojos
abiertos y a ver. Hay agitación. Deseo. Conflicto. Necesidad caliente. Demanda. Fuego.
Urgencia.
¿Y también en mí?
Me asusto al analizar y enumerar mis propias emociones. Para ello debo abrir la caja
de Pandora, y no me atrevo.
Movimiento desesperado ahora. Ojos en los míos. Inquebrantable, franqueza
penetrante. Hay un mundo en esos orbes oscuros, toda una galaxia que un simple mortal
como yo no puedo entender.
Cerca.
Tan cerca.
El aliento me deja. Ninguno de los dos apartamos la mirada.
Oh Dios.
76 Las manos agarran y aprietan, sujetan, tiran y hacen moretones.
—Mierda. ¡Mierda! —Y luego ausencia total. Todo arrancado, el calor, la presencia,
la respiración, el cuerpo.
El momento es eviscerado.
—¿Caleb? ¿Hice algo mal?
Ese enorme cuerpo se sitúa en la ventana, la silueta de la sexualidad erótica masculina
en una sombra, los hombros inclinados, la cabeza agachada, las manos anchas y altas en el
bastidor, caderas estrechas, nalgas firmes, apretadas, redondeadas y tensas, piernas como
pilares griegos. Hombros agitados.
—Aquí, X. —Una orden, pronunciada tan bajo como para ser casi inaudible.
La oigo, sin embargo, porque estoy dolorosamente en sintonía con cada susurro, con
cada respiración.
Me levanto, moviéndome tentativamente a la ventana. Toco un hombro con dedos
temblorosos.
—¿Estás bien? ¿Fui yo?
—Cállate. Párate en la ventana. —Tan inesperadamente duro. Casi enojado.
¿Conmigo?
No me atrevo a preguntar de nuevo. Ese tono no permite ningún argumento.
Estoy en la ventana, temblando. Giro la cabeza, miro sobre mi hombro. Oh. Ese rostro,
ensombrecido ahora, pero no las sombras de la luz ausente, más que las sombras de emoción
velada, facciones suavizadas en piedra insensible. Sólo los labios ligeramente fruncidos y
apretados traicionan la agitación interna.
Me estremezco por el frío, los escalofríos erizan mi piel.
Un pie separa los míos, y luego brazo como una boa constrictora van alrededor de mi
pecho, apretándome el seno, otro alrededor de mi cintura para agarrar mi cadera. Detrás de
mí, doblado de las rodillas, un momento para adaptar esa gruesa erección caliente en mi
apertura, y luego un fuerte empujón hacia arriba, hacia el interior. Jadeo, un suspiro gritado
de sorpresa y dolor. Tan duro, tan repentino, tan rudo.
Sin gentileza aquí, sin ternura. Nada del erotismo de hace sólo unos momentos. Esto
es lo que siempre he conocido. Empujes rudos, un uso fuerte. Gruñidos en mi oído.
Me paro en posición vertical recta y me aferro a los brazos agarrándome, resbaladizos
con sudor y tensos por el músculo. Embestidas salvajes y enloquecidas por detrás, hacia
arriba y hacia abajo, las piernas dobladas amplias y muy separadas.
Finalmente, cuando pienso que sin duda el momento del clímax debe estar cerca, me
encuentro empujada hacia adelante por lo que estoy doblada por la cintura, con el cabello en
un puño por lo que mi cabeza se mueve bruscamente hacia atrás, una mano agarra mi pliegue
de la cadera con fuerza como para dejar moretones.
Golpe, golpe, golpe.
77 Gimo, grito, y entonces…
—¡Caleb!
Despacio ahora. Todavía igual de brusco, fuerte y salvaje, pero lento.
Pronunciar ese nombre, fue una súplica. Una protesta. Todo lo que podía manejar.
Siento la liberación, el chorro caliente.
Las manos me liberan, de repente, y caigo hacia adelante, chocando con la ventana. Al
abrir los ojos, miro por la ventana y veo al otro lado de la calle, una torre de oficinas negra
en la noche, todas las ventanas oscuras, salvo una, la ventana frente a la mía propia. Una
figura en la luz, observando.
Qué espectáculo.
Manos, suaves ahora, me levantan, me acunan y me ponen en mi cama. Lucho con las
lágrimas. Me duele. Me duele mi corazón, mi alma. ¿Qué hice para merecer sexo tan áspero
y desconsiderado? No hubo reciprocidad en eso. No hubo preocupación por mi placer.
Me dejo adormecer, escapar al sueño.
Sin embargo, un sonido zumba en mi oído, deslizándose a través de la cortina de la
inconsciencia. Una voz.
—Lo siento, X. Eres mía y sólo mía. No puedes saberlo. Me gustaría que pudieras, pero
no puedes saberlo. No puedes saberlo, o tú…no. Eres mía. Y no comparto.
Palabras sin sentido. Sé que me posee; es un error que no cometeré de nuevo.
¿Una disculpa?
Los dioses no ofrecen disculpas.

78
8
ecesito una cita para un evento, X. —Echas
un vistazo a mi lado.
—Pídeselo a un amigo. —Pretendo
estar ocupada mezclando leche en mi té, así
no tengo que mirarte.
—Ninguno de mis amigos son adecuados.
—Pídeselo a una de tus muchas novias, entonces.
Te ríes.
—No tengo ninguna novia X.
Es mi turno de reír.
—Ja. Las puedo oler en ti, Jonathan.
79 —Hay chicas, pero no son novias.
—Así que realmente eres un playboy por excelencia —es dicho con un toque de humor,
y un borde de verdad.
—Culpable de los cargos. Pero, de nuevo, ninguna es adecuada. No son lo
suficientemente elegantes para este evento.
—¿Cuál es el evento? —No debería preguntar, porque sé a dónde vas con esto, y no es
posible.
—Es una recaudación de fondos, un evento de caridad. Pero es de clase muy alta.
Solamente con invitación, diez grandes la entrada, y eso es sólo para entrar. Hay una lista de
invitados que es como los premios de la Academia. No puedo poner a ninguna vieja amiga
en un pequeño vestido cachondo, como hago siempre para estas cosas. Necesito a alguien
con presencia y clase.
—Jonathan, sé lo que estás…
—Te necesito, X.
—No estoy disponible.
Frunces el ceño.
—Ni siquiera sabes cuándo es.
—No importa cuándo sea. —Mi té está muy bien agitado en este momento, pero aun
así, tintineo mi cuchara contra la porcelana.
—Te pagaré las tarifas normales por tu tiempo, por supuesto.
Miro hacia arriba bruscamente, con los ojos brillantes.
—No soy una escolta, Jonathan Cartwright.
—¡Eso no es lo que quise decir! Lo juro, yo sólo... Sé que no eres… Quiero decir, no
sería, como, una cita-cita. Sería parte de mi entrenamiento. Ver cómo lo hago. Una prueba.
Muy bien recuperado. Escondo una sonrisa.
—Ya veo. Muy inteligente. Pero todavía no es una posibilidad, me temo.
De repente, estás en el sofá junto a mí en lugar de estar de pie casualmente en la
ventana, que se ha convertido en tu hábito. Demasiado cerca. Tu colonia me hace cosquillas
en la nariz. Echo un vistazo a ambos lados, veo tu reloj Cartier, una cosa gruesa cuadrada
plateada con una correa de cuero negro, masculino y elegante.
—¿Por qué no, X?
Cruzo mis piernas, rodilla sobre rodilla, bebo mi té. No te miro.
—No... no has terminado. Es imposible. No para mí. No contigo. Ni con nadie.
—¿Por qué, X? —Tu mano se aventura a lo largo del respaldo del sofá.
Me congelo, pidiendo en silencio que no hagas eso, que no pongas tu brazo alrededor
de mí. No lo hagas, Jonathan. Por mí, y por ti, no lo hagas. Has llegado a agradarme, a pesar
de todo, y no quiero ver que te pase nada.
80 —Jesús, X. Eres la mujer más quisquillosa que he conocido. Ni siquiera estoy
tocándote y estás toda tensa.
—No soy quisquillosa.
Sorbes.
—De acuerdo, nena. Lo que tú digas. —Tu tono está plagado de sarcasmo.
Te miro fijamente.
—¿Nena?
Levantas las manos en señal de rendición.
—Lo siento, lo siento. Pero eres un poco... distante.
Me pongo de pie, con la taza de té vacía en la mano. Ni siquiera soy consciente de
haber terminado de tomar el té, sin embargo, la taza está vacía. Me muevo a la cocina,
enjuago la taza, poniéndola boca abajo en el escurridor. Te percibo, a un metro de distancia.
—Si soy quisquillosa o distante, tal vez sea por una razón. —Me comprimo en el área
más pequeña posible contra el fregadero mientras invades mi espacio—. Es una advertencia,
Jonathan. Una a la que harías bien en prestarle atención.
—Manos fuera, ¿eh?
Dejo escapar una respiración a medida que retrocedes.
—Sí. Fuera manos.
—¿Propiedad de Servicios Indigo? —Tu voz es afilada.
Recupero el aliento y miro hacia arriba. De repente, pareces ver más profundamente la
verdad de las cosas de lo que había asumido que eras capaz.
—No, Jonathan. Sólo... no...
Sin embargo, lo haces.
—¿Eres una ermitaña, X? Es decir, nunca he visto que incluso pases por el umbral de
este departamento.
—Jonathan. Detente.
Te alejas, fuera de la cocina. Miras a tu alrededor.
—Quiero decir, maldición, X. No veo un televisor, o una radio, o un ordenador. Ni
siquiera veo un maldito sacapuntas. Al igual que no veo un solo aparato eléctrico, a excepción
de la maldita nevera y la tostadora. ¿Y la cosa con el ascensor? ¿El operador del elevador
que da miedo-como-el-infierno, y que parece guardaespaldas? ¿O es un guardián de una
prisión? ¿Tienes teléfono? Mierda, ¿incluso teléfono fijo? ¿Tienes algún contacto con el
mundo exterior, en cualquier caso en-algún-maldito-momento? —Te detienes detrás del sofá.
Cruzo la habitación y me acerco a ti, con hojas de afeitar en mi mirada, el hielo irradia
de mí.
—Creo que es hora de que te vayas, señor Cartwright.
—¿Por qué? ¿Porque estoy haciendo preguntas que no se te permite responder?
Sí, exactamente. Sin embargo, no lo digo. Dios, no. Eso sería desastroso. Solo te miro
81 y, para tu crédito, no miras hacia otro lado. Solo me regresas la mirada, posiblemente viendo
más de lo que estoy destinada a permitirte ver.
Metes la mano en tu bolsillo trasero y sacas una caja plateada y delgada, presionas un
botón y la caja se abre, revelando tarjetas de presentación. Deslizas una tarjeta, cierras la
caja, la metes de nuevo en el bolsillo de tu pantalón. Un paso arrastrando los pies, y me estás
arrinconando, con la mirada fija en mí. La tarjeta entre el pulgar y el índice, se desliza en la
V de mi escote sin tocar mi piel.
El papel de la tarjeta asoma en mi carne. Tus ojos son demasiado sabedores. Demasiado
perceptivos. ¿Cuándo dejaste de ser un niño mimado, y te convertiste en un hombre seguro
de sí mismo? No irritas mi carne, no incitas el pánico o me dejas sin aliento, pero eso no es
culpa tuya.
Hay gigantes, en el que veo te estás convirtiendo, con el tiempo, y luego están los
titanes. Y a pesar que encontraste el equilibrio, descubriste el fuego en tu vientre y cómo
aprovecharlo, no eres un titán.
Pero tu proximidad me enerva, no obstante.
—Adiós, Madame X. sinceramente, puedo decir que sin ti, nunca hubiera tenido el
valor de alcanzar mi potencial. Así que... gracias.
Levantas la mano, a un pelo de distancia de la línea de mi mandíbula. Tu cara está a
cinco centímetros de la mía. Creo, por un momento aterrador, que estás a punto de besarme.
No puedo respirar; mi corazón no late. No parpadeo. Me tienes atrapada contra el respaldo
del sofá, y no me atrevo a ponerte las manos encima para moverte. Eso sería el equivalente
a encender una cerilla en una habitación llena de dinamita; hay pocas posibilidades de que
una chispa errante encuentre un fusible, pero el riesgo es demasiado grande.
Retrocedes, un paso. Dos. Un soplo, una sola elevación de tu pecho, tu barbilla sube.
Y entonces ahí está, esa sonrisa despreocupada, sabedora, con un poco de burla, de niño
maduro, con humor, con picardía. Te das la vuelta, giras la perilla, abres la puerta de un tirón,
y te vas.
Cuando la puerta se cierra con un clic, retiro tu tarjeta de visita de mi escote y la
examino.

JON CARTWHRIGHT
Propietario, Cartwright Business Services, LLC
Tel: (212) 555-4321
E-mail: jecartwright@cbs.com

Comenzaste tu propio negocio. Estoy extraordinariamente orgullosa de ti.


Cuando la puerta se abre repentinamente, no miro hacia arriba, suponiendo que tal vez
se te olvidó algo.
No eres tú.
82 —Bueno, bueno, bueno —dice una voz profunda leonina—. Parece que nuestro
pequeño Jonathan ha crecido.
•••
—Caleb. —Echo un vistazo bruscamente y doy un paso hacia atrás, sorprendida—. Sí.
Parece que lo hizo. —Extiendo la tarjeta de presentación, fingiendo casual desinterés. No
creo que se trate de una farsa creíble, sin embargo.
Ojos oscuros revisan la tarjeta.
—Bien por él. Tiene el potencial para estar bien, creo. Tal vez Servicios Indigo le
ofrezca un contrato.
Me quedo callada. Los asuntos de negocios no están dentro de mi esfera de
conocimiento o de influencia.
Silenciosas zancadas de pantera atraviesan la habitación, te sientas, relajándote con
regia elegancia en el sillón Luis XIV. Examinas la tarjeta de Jonathan. Especulas.
—Detuviste sus preguntas y avances muy hábilmente, por cierto. Bien hecho.
—Es inofensivo.
—No, no lo es. Me temo que ahí estás equivocada. No es inofensivo en absoluto. —La
tarjeta es volteada, girada, volteada, sostenida entre el índice, el medio y el anular.
Me atrevo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué hay de malo en él?
—Sus preguntas. Su curiosidad. —Los ojos, ardiendo como fuego compacto, me
abrasan—. No entendería la verdad, X. —La tarjeta vuela a través del aire como un cuchillo,
después, revolotea al suelo.
La verdad. ¿Cuál verdad?
Me quedo callada, sabiendo que mi entrada no es necesaria por el momento.
—Vas a acompañar a Jonathan a su evento.
Consigo una admirable pretensión de sorpresa ocasional, cuando en el interior estoy
completamente aturdida, lo suficiente como para haber sido golpeada con una débil pluma.
—¿Lo haré? ¿En serio? —Suena más ansiosa de lo que debería.
No estoy ansiosa; Estoy aterrada. O mejor dicho, estoy ansiosa y aterrada en igual
medida.
—Lo harás. Sin embargo, estarás bien vigilada. Len y Thomas, estarán a tu lado en
todo momento.
—¿Por qué?
—¿Por qué Len y Thomas? ¿O por qué te estoy enviando con Jonathan?
—Ambos, supongo.
—Bueno, Len y Thomas, porque son los más adecuados para velar por ti. Len es tan
vicioso como vigilante, y Thomas, bueno... digamos que tiene un conjunto de habilidades
bastante específicas. —Una pausa—. ¿En cuanto a porqué te estoy enviando? Alejará toda
83 sospecha. El evento en sí es muy privado, así que no habrá ninguna cámara, ni prensa. Todos
los demás asistentes tendrán su propia seguridad, también, por lo que es un evento tan seguro
para que puedas asistir como cualquier cosa.
Todavía no entiendo muy bien, pero no digo nada. No necesito entender.
Voy a salir.
—Di algo, X.
—No estoy segura de qué decir, la verdad.
—¿Estás emocionada? ¿Asustada?
Me encojo de hombros.
—Ambos.
—Es comprensible. Después de lo que has pasado, puedo ver como podrías tener
sentimientos encontrados al respecto.
Asiento.
—Sentimientos encontrados. Sí. —Sueno débil, un poco incoherente. Es demasiado
para asimilar. Para procesar. Demasiados pensamientos, demasiados sentimientos,
demasiadas preguntas. Demasiadas dudas.
Me encuentro a la espera, expectante. Una distracción sería bienvenida. Sin embargo,
cuando largas piernas se estiran y ojos miran hacia mí desde tan gran altura, son distantes,
un poco fríos. Calculadores.
—Tengo mucho que hacer hoy, X. Me temo que tengo que irme.
—¿No... te quedarás? —Sé cómo sueno, y por qué, y lo odio. No me gusta sonar
decepcionada, necesitada.
—No. No puedo, pero sabes cuánto me gustaría poder hacerlo. —Frío y calculador se
convierte en caliente y divertido—. Sabes cuánto me gustaría poder quedarme, ¿no es cierto,
X?
—Sí, Caleb.
—Pero entiendes por qué tengo que irme.
—Sí, Caleb.
Sin embargo, pese a las afirmaciones de los asuntos urgentes, siento una erección
aplastada contra mi vientre, manos apenas tocando, suben por mis muslos, levantando el
dobladillo del vestido. Deslizándose bajo el elástico de mi ropa interior, resbalándose en mí.
Doblándose, dando vueltas, bajando, avanzando. Rápidamente, sin juego o pretensión.
Me corro en momentos.
—Tu boca, X. —Me arrodillo.
Abro la cremallera. Libero el broche de pantalones hechos a la medida. Degusto la
carne. Esencia humeante. Mis manos y boca sobre carne firme y limpia, masculina, y luego
se acabó, más rápido de lo que hubiera creído posible, teniendo en cuenta el tiempo que puede
durar en otras circunstancias.
84 —Gracias, X. —Un suspiro, la virilidad, ahora flácida, es apartada. Unas cuantas
zancadas, y la puerta se abre silenciosamente—. Enviaré a alguien con un vestido adecuado
para el evento.
Me quedo donde estoy, de rodillas en medio de la sala de estar, con el vestido arrugado,
manchada de lápiz labial, con el cabello despeinado agarrado por dedos.
—Muy bien.
—No estés tan triste, X. Regresaré, y tendremos algo de tiempo adecuado juntos.
—Muy bien.
—X. —Este es un regaño—. ¿Qué sucede?
—No te entiendo, es…
Un largo, largo silencio, la puerta entreabierta, la expresión oculta en la puerta.
—No necesitas hacerlo.
—Sin embargo me gustaría hacerlo. Lo intento.
—¿Por qué? —Curiosamente inquisitivo, extrañamente agudo, sutilmente tierno. Todo
en una sola palabra.
—Yo... eres lo que conozco. Lo que tengo. Todo lo que tengo. Sin embargo, no te
conozco. Y no obtengo mucho de ti. De tu tiempo, de ti. Y cuando lo hago, es... —Me encojo
de hombros, incapaz de articular nada más.
—En tus propias palabras, X... Es por una razón. Es una advertencia. —Un paso hacia
la puerta. La conversación ha terminado.
Pero oigo cinco palabras salir de mi boca como balas imprudentes:
—Te vi. Con ella.
—X. —Es un gruñido. Un gruñido.
—Esa chica. Estaba molesta. Estaba enfadada contigo. Vi cómo la penetrabas, allí
mismo en la limusina. La puerta abierta, para que todo el mundo viera. Te vi. Y yo… sé que
me viste. Me miraste directamente, y malditamente sonreíste. —¿Por qué diablos sueno tan
enojada, tan celosa, tan trastornada?
—Maldita sea, X.
—Sé que no significo nada para ti, Caleb, pero, ¿debes hacer alarde en mi cara? —Soy
imprudente. Esto es una locura.
La puerta se cierra de golpe. ¡BANG!
—Tienes que pensar muy cuidadosamente acerca de tus próximas palabras, X. —Es
dicho con una voz que se parece al borde de un bisturí.
Mi barbilla, por sí sola, se levanta. Reta con rebeldía hacia arriba.
—Tú también.
Tres pasos, una breve sensación de ingravidez, y luego soy clavada contra la pared
como si no pesara nada, duras caderas trituran las mías en la pared, una mano en mi garganta,
85 cortando mi oxígeno en una forma, que de alguna manera, no me lastima.
—Vamos a dejar una cosa clara. Me perteneces. No a la inversa. No presumas hablarme
como si te debiera la mierda de explicaciones con respecto a todo lo que hago o con quién lo
hago.
Parpadeo. Veo estrellas. La oscuridad invade mi visión.
—¿Me entiendes, X? —Es un susurro tan bajo como para ser casi inaudible.
Elevo mi barbilla muy ligeramente, la levanto. Me sueltas. Caigo al suelo, jadeando, el
oxígeno corre a mi cerebro en una dulce inundación, fresca.
Apenas noto cómo se oscurece mi ventana favorita, el marco lleno. Los hombros
caídos, la cabeza colgando.
—Mierda. X, lo siento. Exageré. —Brincas, una mirada hacia mí—. ¿Estás bien?
Estoy tumbada, muy poco femenina, contra la pared, con las rodillas indecentemente
abiertas, con el dobladillo del vestido hasta alrededor de mis muslos. Jadeo. Apenas respiro.
No respondo. No tengo la fuerza.
O el valor. Eso fue ahogado de mí.
Me desagrada muy intensamente ser estrangulada, estoy descubriendo.
Suaves pisadas, enorme, duro, pesado cuerpo en cuclillas a mi lado. Una mano
extendida para tocar. Vacilante, suave.
Me estremezco, alejándome.
La mano se retira.
—Mierda. ¡MALDICIÓN! —La última palabra se grita, repentina y aterradora.
Doy un tirón, incapaz de refrenar mi reacción instintiva temerosa.
—Lo siento, X. —La mano, en mi hombro.
Me quedo muy, muy quieta. Tensa. Congelada. Con los ojos cerrados, la mandíbula
apretada, con los dedos en puños sobre mis muslos. Ni siquiera respiro hasta que la mano, y
su presencia acompañante, se retiran. Y aun así, tomo una respiración lenta y cuidadosa. Veo
por el rabillo del ojo. Duros, pasos enojados. La puerta, abierta de golpe. Se cierra de golpe
con tal fuerza violenta que se astilla y el marco se agrieta.
Oigo la puerta del ascensor, y luego silencio.
Me siento donde estoy por no sé cuánto tiempo. Con el tiempo escucho el ascensor de
nuevo, voces masculinas.
Len.
—¿Señorita? —A mi lado. Levantándome—. Vamos. Tengo a alguien que va a arreglar
su puerta. Por qué no va a acostarse, ¿eh? ¿Quiere un poco de té o algo?
Niego, soltándome del agarre de Len, tan suavemente solícito y cuidadoso como es.
—Nada —susurro con voz ronca—. Gracias.
Entro a mi dormitorio, me acuesto en mi cama, todavía con mi vestido. Len tiñe mi
ventana de negro, enciende mi máquina de ruido.
86 —No debería hacerlo enojar señorita. No es inteligente. Tiene un tigre por la cola,
mejor no lo rete. ¿Sabe lo que estoy diciendo?
—Apologética de los clásicos para el abuso doméstico, Len. —Mi voz es ronca de
nuevo. No creo que tenga moretones, sin embargo.
—No estoy pidiéndole disculpas, simplemente lo digo.
—La apologética es… Sabes qué, no importa. Gracias, Len. Eso sería todo.
—Está bien, entonces. —Una pausa—. Vendré por la mañana, con el diseñador.
—¿Con el diseñador?
—Del traje, para el evento de ese rico niño bastardo.
—Jonathan, quieres decir.
—Sí, lo que sea. Todos son la misma mierda.
No contesto. Siento que mis ojos se vuelven pesados. No hago caso de la agitación en
mi corazón, en mi cabeza, ignoro la quemadura en mi garganta y el escozor en mis ojos.
Escucho el ruido de mi puerta delantera siendo reemplazada, y luego silencio.
Me duermo.
•••
Oscuridad. Es gruesa y cruda y voraz. Una bestia rugiendo, rechinando los dientes. Los
ojos rojos, orbes luminosos.
Tropiezo a través de la hambrienta negrura con pies descalzos. Golpeo mi dedo del pie,
sintiendo una nueva punzada de dolor atravesar la agonía, como si una uña del pie me fuera
arrancada.
Otra bestia, con los ojos blancos brillantes. Ruidosa, rugiendo.
Aullidos, lamentos, subiendo y aullantes y ensordecedores, todo a mi alrededor. Tantos
monstruos, carne como el hierro, rompiendo sin hacer caso a través de la oscuridad, ojos
brillantes y refulgentes colas rojas.
Tropiezo, en la oscuridad iluminada por un rayo, mis huesos se sacuden por un trueno,
mi rastro es borrado por un diluvio de lluvia fría. No estoy llorando o gritando, porque me
duele demasiado hacerlo, porque llorar requiere respirar, y ni siquiera tengo oxígeno, ni
respiración, los pulmones chamuscados por las llamas hambrientas.
Las llamas.
Están en algún lugar detrás de mí, aún parpadeantes y con olor a carne asada.
Las bestias circulan a mi alrededor, rugen, enseñando sus ojos demasiado brillantes,
estirando las garras, arrastrando vendas y agujas.
Cuadrados, un sinfín de cuadros por encima de mí. Cuadrados perforados con un
millón, con millones de puntos. Ciento diez mil cuatrocientos veinticuatro puntos, agujeros
negros añadidos en las casillas blancas.
Voces, zumbando a mi alrededor como ecos de hace más de mil años.
87 Palabras. Sonidos que deberían ser comprensibles, pero no lo son. Palabras, palabras,
palabras, que no significan nada. Nada.
Pérdida.
Agonía.
Dolor.
Agonía.
Una cara, una y otra y otra vez.
Los sueños de las llamas.
Sueños de la oscuridad.
Oscuridad.
No más oscuridad. ¡Mantén la oscuridad al ras! Hay bestias en la oscuridad. Quieren
mi sangre, desean mi carne.
No puedo respirar.
Me estoy ahogando en un mar de oscuridad, y no puedo respirar.
—Respira, X. —Una orden.
Respiro, arrastrando una respiración larga y dolorosa.
—Respira.
Respiro.
Manos acarician mi rostro; Un cuerpo acuna el mío. Encuentro consuelo, aun cuando
recuerdo vagamente impulsos de miedo a través de mí.
—Caleb.
—Sólo sigue respirando, X. Estás bien. Estabas soñando.
Dios, los sueños. Me asolan, saquean mi alma.
La conciencia regresa con una sacudida, como un rayo golpeando un árbol.
—Déjame ir. —Me alejo a rastras—. No me toques.
—X.
Salto de la cama, caigo al suelo en un montón de extremidades, me pego en la oscuridad
contra la ventana. Una sombra se levanta en la oscuridad, hombros masculinos, ese rostro,
anguloso y hermoso, angelical en su perfección, incluso en el perfil ensombrecido. Mi puerta
está abierta, dejando entrar una astilla ligera, una lanza de brillo pinchando la oscuridad,
estableciendo un perfil demasiado guapo en relieve.
—Lo siento. Sabes que no es fácil para mí decirlo, a ti o a cualquier otra persona. No
te estoy pidiendo disculpas. Para nada, sin importar qué. Pero te estoy pidiendo disculpas, X.
Lo siento. No debí haber hecho eso, y lo siento. —A mi lado, agachado, pálidos brazos al
descubierto, usando nada más que bóxers.
—Lo sé. —Es todo el perdón que puedo reunir.
—¿Estás herida?
88 —No.
Un dedo, tocando mi barbilla, levantando mi cara, así que estoy mirando la perfección
entre sombras.
—Mírame, X.
—Lo estoy haciendo. —Esos ojos, tan oscuros, tan desconocidos, tan penetrantes, están
abiertos y tristes y preocupados.
—No me tengas miedo.
—No lo tengo. —Oh, soy una hábil mentirosa, cuando debo serlo.
Levantada, soy acunada contra un pecho desnudo, caliente y duro. Puedo oír los latidos
de su corazón, lentos y constantes. Manos, subiendo y bajando por mis brazos, alisando mi
cabello. Todavía estoy en mi vestido. No sé qué hora es.
Mi corazón se estrella en mi pecho.
—Sara.
—¿Qué? —Me permito sonar tan confundida como estoy.
—Su nombre es Sara. La chica con la que me viste. Sara Abigail Hirschbach. Sus
padres son miembros judíos, prominentes de la comunidad judía ortodoxa aquí en Nueva
York. Su padre es un socio de negocios del mío. Y Sara... bien, tenemos una historia
complicada. Un tipo de cosa de encendido y apagado. A ella le gustaría que fuera más
“encendido” que a mí, a pesar que le he explicado que me importa, y nunca me importará de
esa manera. Sin embargo, sigue regresando por más de lo que le doy. Que es puramente
físico.
—¿Por qué me dices esto? —Me esfuerzo por mantener la voz neutra.
Mi pregunta es ignorada.
—Voy a ser sincero contigo, X. No esperes nada de mí. Lo que sabes de mí, es todo lo
que hay. Y la verdad es... que conoces al verdadero Caleb Indigo mucho más a fondo que
cualquiera de mis otros... conocidos, llamémosles,... nunca lo harán. Ellos obtienen menos
que tú. Menos de mi tiempo, y menos de mí en esos breves momentos. Tú... eres especial, X.
—¿Cuántos hay?
—¿Cuántos qué?
—Conocidos. —Dejo el veneno en mi tono.
—Hay muchos. No me disculparé por lo que soy, X. ¿Las bestias en tus sueños? Soy
como esas bestias. Siempre hambrientas. Nunca saciadas, nunca satisfechas. Y las muchas,
muchas chicas a quienes... visito, son aperitivos. Una mordida, aquí y allá. Suficiente para
mantenerme hasta que pueda darme un festín.
Caliente, aire caliente en mi carne. Mi vestido es desgarrado, de arriba a abajo.
—Caleb...
—Tú eres el festín, X.
Labios en mi piel. Manos que devoran carne. Dedos buscando mi humedad, mi calor
89 oculto. Hay miedo dentro de mí, pero sólo sirve para excitar. Temo, oh... profundamente
temo. Temo al depredador acechando detrás de mí. Temo las garras en las sombras, la bestia
voraz cuyo apetito no puede ser apagado. Temo, pero me estremezco de emoción cuando le
echo un vistazo, y me pregunto si vendrá por mí. Y cuando veo los ojos, y el brillo de la luz
de la luna en la garra, sé que viene por mí. Que me va a devorar, pues solo soy una cosa
suave, toda carne separada en el bajo vientre y fácil.
¿Pero esta noche? Esta noche, me parece que tengo garras propias.
—No, Caleb. —Me libero, desnuda salvo por las bragas. Cruzo los brazos sobre mi
pecho, mi pecho agitado por el miedo y la necesidad y la ira y la miríada de emociones
tumultuosas demasiado turbulentas y entremezcladas como para nombrarlas—. No. Me
lastimaste.
Silencio, cargado de tensión.
Pies apuñalan a través de las piernas del pantalón, botones de camisa son pasados a
través de aberturas rápidamente y precisos. Calcetines y zapatos se ponen, el saco del traje
es pasado por un grueso antebrazo. Una mano se desliza en un bolsillo del pantalón y saca
un teléfono, con un breve resplandor blanco de la pantalla, repiquetea. Llaves tintinean, giran
y giran alrededor de un dedo índice.
—Te daré un poco de tiempo, X, si es lo que necesitas. Y lo diré por última vez:
Lamento haberte lastimado.
Hay una promesa oculta entre las líneas de esas palabras: Tu tiempo para superar esto
es limitado.
La pregunta que hierve dentro de mí, mientras mi puerta se abre y cierra y me quedo
sola, es muy simple: ¿Puedo superar esto? ¿Qué haré si no puedo?
¿Puedo perdonar? ¿Debería? ¿Siquiera lo deseo?
Me temo que no.
Y temo lo que significa para los próximos días.

90
9
stás solo frente a mi puerta, con las manos metidas en los bolsillos de tu
cadera, con el cabello peinado hacia atrás, llevas un elegante smoking, con
una estrecha corbata de lazo en tu garganta. Guapo, joven, confiado.
Elegante.
Podrías ser Jay Gatsby.
—Madame X. Buenas noches. —Te inclinas, besándome formalmente en ambas
mejillas—. Estás preciosa.
Lo estoy, en verdad. Un estilista había llegado esta mañana temprano, tirando de un
perchero, repleto hasta rebosar, de bolsas de ropa. Un hombre bajo y corpulento, con el
cabello artificialmente plateado, vistiendo un traje pantalón de mujer en melocotón pálido,
con tacones de quince centímetros y ofreciéndome una rápida y genuina sonrisa, me ayudó a
probarme treinta y seis vestidos antes de decidirme por el que estoy usando ahora. El vestido
es de alguna marca de la que nunca había oído, un diseñador cuyo logo es una única gruesa
91 pincelada de una Z. Un estudiante, tal vez, o un nuevo diseñador. Gem no lo especificó, se
limitó a decir que el diseñador no importaba, no en este caso. Que me mirara lo mejor posible
era todo lo que importaba.
El vestido es de color carmesí profundo, flotando suelto en mis caderas para acariciar
el suelo alrededor de mis pies, la falda hecha de alguna tela ligera y vaporosa que se siente
como que debe ser pura, pero no lo es. De la cintura para arriba, el vestido es, de alguna
manera, atractivo al punto de la indecencia sin llegar a revelar mucho en absoluto. La parte
trasera es abierta, cayendo hasta la misma base de mi columna, mostrando el más mínimo
indicio de mi coxis. El corte de atrás recorta sobremanera alrededor mis costillas, también,
por lo que, en efecto, estoy descubierta desde justo debajo y al lado de mis pechos hasta por
encima de mi trasero. Un trozo triangular de seda carmesí me cubre desde la garganta hasta
el diafragma, sin ofrecer un sólo vistazo de escote, aunque es ajustado y la caída es de efecto
seductor, el triángulo de tela de alguna manera se apoya en mis pechos no-insignificantes en
la prominencia de mi montículo. Un tirante fino, casi invisible, se envuelve alrededor de mi
garganta, sujetándose en la parte trasera de mi cuello con un delicado gancho.
Gem aplicó cinta de doble cara a los bordes de mis pechos, donde un atisbo de escote
lateral es visible, evitando que el vestido se mueva y revele más de lo previsto. Insistí en mi
par de zapatos de tacón negros favoritos Jimmy Choo. Gem había traído una selección más
excesiva de llamativos zapatos con diamantes, que quería que me probara, pero insistí en los
míos porque si iba a pasar la noche nerviosa y preocupada y fuera de mi elemento, me sentiría
mejor en zapatos familiares. Cabello, maquillaje, todo de manera sencilla y con gran efecto,
el cabello junto en la cabeza, algunos mechones que escapaban para enmarcar mi cara, un
mínimo de maquillaje, sólo un toque de sombra de ojos, algo de brillo en mis labios, algo de
rubor en mis pómulos.
Tu cumplido es emitido con engañosa calma. Pero, mientras esperamos por el ascensor,
siento tus ojos en mí, me recorres de arriba a abajo, mirando a otro lado, regresando a mí.
—¿Está todo bien, Jonathan? —pregunto con tono agudo.
—Está bien, muy bien.
—Entonces deja de mirarme.
Levantas una ceja y sonríes.
—No puedo evitarlo, X. Eres tan hermosa que duele. No puedo creer que Caleb… —
Miras hacia atrás, a Thomas, y rectificas—. Que el señor Indigo, quiero decir, accediera a
que vinieras.
Thomas. Mi guardaespaldas de la noche. Un gigante, literalmente un gigante. Dos
metros de alto y enormemente musculoso. Piel negra como la medianoche, cabeza afeitada
hasta el cuero cabelludo, los ojos siempre cambiantes y en movimiento, viendo, evaluando,
ojos inteligentes y astutos, que nunca me miran directamente. No ha dicho una sola palabra,
y no creo que lo haga, a menos que sea absolutamente necesario.
—Fue una sorpresa para mí también, la verdad.
—¿Qué lo hizo cambiar de opinión?
Dejé que el silencio se quedara por un momento antes de contestar.
92 —Tiene su propio consejero, Jonathan. No puedo hablar por su razonamiento, ni voy
a intentarlo.
Puedo ver el reflejo de Thomas en la puerta del ascensor; Se ve casi divertido, de ser
rugoso y con una cara brutal podría decirse que tiene una expresión tan mundana. Un ding
anuncia la llegada del ascensor. Las puertas se abren y Thomas pasa a la apertura,
haciéndonos gestos para que entremos, con un movimiento de su enorme mano. Tomo la
esquina trasera diagonalmente opuesta a Thomas, y tú te quedas de pie a mi lado. Demasiado
cerca. Tu colonia es débil, deliciosamente distractora, ligera, cítrica y exótica. Tu cuerpo me
atrapa en la esquina, y aunque no me miras, de alguna manera todavía eres consciente de mí,
y soy consciente de tu conciencia. Es desorientador. Exhalo para apisonar mis nervios, y
aunque respiro superficialmente, tu mirada va hacia mis pechos detrás de la seda carmesí,
observas que mis pechos se hinchan y se retraen. Inclino mi cabeza hacia un lado, miro hacia
arriba, a ti, con una ceja levantada en regaño, con los labios fruncidos.
Te sonrojas adorablemente y encoges los hombros. Fijo la mirada en ti hasta que miras
hacia otro lado primero. Ese movimiento de muñeca, sin embargo. Ahí está, extiendes el
brazo, giras la muñeca, ostentoso, un gesto amplio ofrecido deliberadamente para revelar un
reloj increíblemente caro. Un Bulgari, de oro rosa y piel de cocodrilo marrón.
—No hagas eso, Jonathan —digo, sin mirarte.
—¿Hacer qué? Simplemente miré mi reloj.
—Hiciste una demostración de ello. A nadie le importa lo caro que sea tu reloj. Si lo
haces, sólo sirve para llamar la atención sobre tu superficialidad.
—Oh, vamos, X. así es como compruebo el tiempo. —Suenas petulante.
—La verdadera riqueza no llama la atención sobre sí misma. El verdadero poder no
clama por ser visto. Lo haces sin dar la impresión de buscarlo.
—Entendido —hablas entre dientes.
—Habla con claridad —espeto—. No eres un niño, murmurando cuando es regañado.
—Bien, lo tengo. ¿Está bien? Lo tengo. —Sacudes la cabeza y suspiro—. Jesús.
—Esta es la prueba, Jonathan. Y estoy contigo, por lo que tu rendimiento debe ser
mejor que impecable.
—Entonces no te metas en cualquier jodida cosa. Me hace consciente de mí mismo, y
es entonces cuando me enredo.
Se abre el ascensor, revelando un enorme garaje subterráneo, lleno de autos brillantes
y de aspecto caro. Vas en ángulo hacia uno, algo largo y bajo, liso y negro con sólo dos
puertas, un logotipo de tridente adorna su nariz.
Hay un duro ruido sordo detrás de nosotros, me toma un momento darme cuenta que
viene de Thomas. Es un gruñido, para llamar nuestra atención. Thomas inclina la cabeza
hacia un lado, lo que indica un auto diferente. Éste es largo y bajo, liso y blanco. Len se
encuentra fuera de él, en un smoking que coincide con el de Thomas.
—Vamos, chicos. El tiempo es un desperdicio. —Len se desliza en el asiento del
conductor, y Thomas da tres pasos largos, que cubren algo cerca de veinte metros, y abre la
93 puerta trasera del lado del pasajero, instándome a entrar y cierra la puerta detrás de mí
mientras me siento.
—Un Maybach, ¿eh? —Tomas el cambio de dirección con calma, parece. Esperas hasta
que esté sentada y luego rodeas hasta el otro lado—. Agradable. ¿Un Landaulet Sesenta y
dos?
—Seguro que lo es. El propio vehículo personal del señor Indigo —dice Len.
No me podría importar menos qué tipo de auto sea. Los asientos son de lujo, el aire
fresco y cómodo. Hay una sensación de suave potencia, una inclinación, y luego un brillante,
cegador lavado de luz mientras salimos del garaje.
Mi corazón martillea en mi pecho; Estoy fuera, en el mundo por primera vez en mucho
tiempo.
No puedo respirar.
Tu mano me aprieta el muslo.
—¿X? ¿Estás bien?
Fuerzo aire en mis pulmones. Parpadeo, encojo los dedos en puños y me obligo a
respirar. Dentro... y fuera. Dentro... y fuera. No puedo responder, y no lo estoy,
evidentemente, por lo que parece una pregunta estúpida para mí. Suelto mis puños. Pongo
las palmas de las manos en mis muslos, empujando tu mano. No puedo soportar el toque, no
de ti, no ahora.
Ojos abiertos. Miro por la ventana. Los edificios son de vértigo, disparados a cientos
de metros en el aire, elevándose alrededor como una tribu de titanes en racimo. Me estoy
ahogando con un millar de cañones de vidrio. Las bocinas suenan, ruidosas incluso en el
interior acústicamente silencioso del auto. El Maybach Landaulet 62, como llamaste a este
vehículo. Algún tipo de automóvil de lujo, supongo. No sé nada de estas cosas y me importa
mucho menos. Pareces impresionado, lo que supongo, es el propósito.
La gente. Mucha, mucha gente. Una multitud de ella, un río interminable de cabezas,
cabellos, sombreros, y hombros, brazos oscilantes, manchas de color, un paraguas negro a
pesar del tiempo claro y cálido de la noche. El rugido del motor de una gran camioneta, con
ruedas enormes y tubos de escape verticales soltando chorros de humo negro. Un hombre en
traje pasa entre los vehículos en movimiento, corriendo por la calle, agarrando el maletín
bajo el brazo. Tanto. Es demasiado.
—X. Mírame, nena. —Me tocas. Los dedos en mi barbilla, moviendo mi cara
alrededor.
Doy un tirón a mi cara lejos de tu toque, pero te miro. Y respiro. Un poco, por lo menos.
Sonríes.
—Oye. Ahí estás. Está bien, X. Es sólo Manhattan. —Frunces el ceño, un sutil descenso
de cejas, las comisuras de la boca planas, los labios rectos—. Realmente no sales mucho,
¿verdad?
Niego.
94 —No.
—Bueno... si estás abrumada, por qué no te centras en mí, ¿eh? Mírame. Habla
conmigo. —Tomas mi mano, mantienes palma con palma, con los dedos doblados alrededor
del borde, como los niños que se dan la mano. Es platónico, y extrañamente calmante—. Este
evento, tendrá un montón de gente famosa. A excepción de eso, sin embargo, será aburrido
como la mierda. Solo para que lo sepas. Un montón está de pie alrededor con champán lujoso
y whisky barato, hablando de lo ricos que son todos los demás. Yates y aviones privados,
quién es propietario de cuál isla, y dónde están sus propiedades. —Adoptas un pícaro, tono
de voz pretencioso—. ¿Has probado el Lafite sesenta y seis? Positivamente divino,
muchacho. Tengo una botella, tendrás que venir a mi propiedad en los Hamptons.
Haces señas con una mano con disgusto.
—Viejos charlatanes ricos. Los personajes famosos son peores, creo. Se quedan
parados y esperan que todos vayan a ellos, les presten atención a ellos. Como si a cualquiera
malditamente le importara. Sin embargo, les importa, ¿sabes? Es lo que me tiene en un estado
de tal enojo. A todos les importa. Si has estado en una de estas, has estado en todas. Habrá
baile, sin embargo. Valses adecuados y cosas así. Menos mal que aprendí, ¿verdad?
—Menos mal, sí —digo, débil.
—¿Puedes bailar, X?
Parpadeo.
—¿Bailar?
Te ríes.
—Sí. Bailar. Como, vals o cha-cha-cha o lo que sea.
Finalmente esbozo una sonrisa, y me siento un poco mejor.
—¿Cha-cha-cha? creo que no. Sin embargo, puedo bailar vals.
Arqueas una ceja sugestivamente.
—Probablemente causes un par de ataques al corazón si bailas cha-cha-cha, creo. Esas
cabras viejas y sus marcapasos no serían capaces de manejar la situación.
—¿Manejar qué? —pregunto.
Me echas un vistazo, me examinas descaradamente.
—A ti, X. Si bailas cha-cha-cha en ese vestido. Toda la sangre se precipitaría al sur, y
todos morirían. —Ruedas tu hombro e imitas un ataque al corazón, y luego estallas en risas.
—No es apropiado, Jonathan.
Haces señas con una mano con desdén.
—Oh, relájate, X. Es una broma.
Veo a Len mirarte en el espejo retrovisor, y vislumbro a Thomas en el espejo también.
Ambos están, ya sea divertidos o desaprobadores. No estoy segura de cómo interpretar la
mirada que estás recibiendo de ellos. Has tenido éxito en distraerme de mis nervios, sin
embargo, y por eso estoy agradecida.
95 El silencio desciende durante varios minutos, y luego Len lleva el auto a un alto, en el
exterior de un edificio. Es igual que todos los demás, me parece, aunque hay un toldo que se
extiende desde la puerta a la calle, y cuando Len detiene el auto, Thomas sale y mantiene la
puerta abierta para mí, y después para ti. Te deslizas fácilmente a través del interior, en lugar
de salir al lado de la calle. Has hecho esto antes. Tengo que concentrarme en hacer cada
movimiento grácil, mientras me levanto y bajo del vehículo, ajustando mi vestido, y te
espero. Tan pronto como estás a mi lado, cerrando el botón central de tu chaqueta del
smoking, me ofreces tu codo. Dos porteros uniformados, con levita de cola larga y sombrero
de botones, abren dos enormes puertas de madera con mangos de acero que corren de arriba
a abajo, inclinándose profundamente mientras Jonathan y yo entramos en el vestíbulo,
Thomas da zancadas detrás de nosotros.
Siento un enorme peso sobre mi hombro y me giro para ver a Thomas observándome
fijamente, su ancho rostro es impasible, levanta un solo dedo. Espere, dice el gesto. En
cuestión de segundos, Len está entrando también, pasando para estar detrás de Jonathan,
mientras Thomas está detrás de mí.
—Muy bien, pandilla. Es hora de ir. —Len llama mi atención—. Una vez que estemos
dentro, voy a mezclarme. Mantendré un ojo en ustedes desde fuera de la vista. Sin embargo,
Thomas estará con ustedes todo el tiempo. —Una mirada a ti—. ¿Y Jonathan? Lo único que
voy a decirte, es que recuerdes la cláusula tercera del contrato que firmaste, ¿la recuerdas?
Tu rostro se tensa.
—Sí, me acuerdo.
—Bueno. Eso es todo. Vamos a divertirnos. —Len rueda su hombro, se abrocha el
botón central de la chaqueta, y asiente a la puerta.
Otro par de porteros uniformados se inclinan, mientras tiran de las puertas abriéndolas,
y pasamos. Un corto pasillo, con paneles de madera oscura conduce a un atril, detrás del cual
hay un señor mayor en un smoking con una rosa roja en la solapa.
—Señor, señorita. Bienvenidos. ¿Nombre?
—Jonathan Cartwright Tercero, e invitada.
—¿Puedo ver su identificación, señor? Por razones de seguridad, por supuesto. —El
anfitrión extiende una mano arrugada, y le entregas una tarjeta, él la toma—. Muy bien, señor
Cartwright, señorita. Por aquí, por favor. —Un gesto a un tercer y último conjunto de puertas,
abiertas de nuevo por dos porteros uniformados.
A medida que se abren, un zumbido bajo nos saluda a ti y a mí, no digo nosotros,
Jonathan, porque no hay un nosotros. Simplemente somos dos individuos que comparten el
mismo espacio en un corto tiempo.
Tengo que recordármelo.
Un murmullo de voces, susurros, risas educadas. Un cuarteto de cuerda y un pianista
tocan música clásica en un rincón, un micrófono de pie a un lado contra la pared, esperando
a un invitado musical especial, imagino. La multitud está agrupada en grupos de cuatro y
seis, a veces hasta ocho en un círculo, todos en trajes de etiqueta y vestidos, relojes caros
brillantes, diamantes reluciendo. Los ojos se mueven, las cabezas giran, sutilmente
96 analizando en busca de caras conocidas.
Conozco exactamente a tres personas aquí, y todos están haciendo ésta entrada
conmigo.
Nadie comenta nuestra llegada. La notan, ven que claramente no somos famosos, y sus
ojos saltan sobre nosotros. Regresan a las conversaciones y a las bebidas. Damos dos pasos
en la habitación, cuando una mujer joven, con un vestido negro de buen gusto pero corto con
un delantal a la cintura, se acerca a nosotros, bandeja en mano, con flautas de champán.
Tomas una flauta, me la das, tomas otra para ti.
Len se ha desvanecido. Thomas se acerca detrás de nosotros, cerca, pero no sofocante.
Una distancia medida con precisión, creo.
—Por ti, Madame X. Y por estar fuera de ese departamento.
Parpadeo hacia tu inesperado brindis.
—Sí. Como dices. —Golpeo mi flauta contra la tuya.
—¿No te gusta mi brindis, X? —Bebes, tus ojos brillan con humor.
—Fue... no es lo que esperaba por lo que brindaras.
—¿Qué esperabas, entonces?
Tomo un sorbo comedido. Es dulce, burbujeante, con un bocado crujiente. Me gusta,
pero no tanto como el vino que tuve con… Niego, me niego a dejar que mi mente vague por
esta experiencia. Me niego a dejar que los pensamientos sobre Caleb Indigo arruinen mi
entretenimiento. Si es disfrute lo que siento; es una extraña emoción, un aleteo en mi vientre,
una aceleración del pulso, dificultad para respirar, con anticipación de... algo.
—¿X?
Niego.
—¿Sí?
—¿Estás conmigo, nena? Te pregunté qué estabas esperando por lo que hiciera un
brindis.
Parpadeo. Respiro. Invoco mi ingenio. Sonrío, fingiendo un humor fácil que no acabo
de sentir.
—¿Mi vestido?
Te ríes.
—Ah. Tu vestido. Sí, bueno... eso es digno de un brindis, también, diría yo.
Tus ojos son cálidos, amables. A veces no te reconozco como el mocoso torpe,
holgazán, arrogante, que una vez fuiste, hace sólo unas semanas. Incluso desde la última vez
que te vi, has ganado seguridad en ti mismo, porte. Te has encontrado, creo. Te puse en
marcha, pero tú hiciste el resto.
Levantas tu copa a la mía.
—Por el vestido más sexy en la habitación.
97 Sonrío, brindo, bebo.
Todavía estamos sólo unos pasos dentro del salón de baile.
—Jonathan. ¿Quién es tu deslumbrante invitada? —Un hombre mayor, de cabello
plateado con un poco de negro en las sienes. Tus ojos, nariz y barbilla son diferentes—.
Preséntame, hijo.
—Papá... Jonathan Edwards Cartwright Segundo, quiero decir… te presento a Madame
X.
En los confines de mi casa, donde hago negocios, con la pintura en la pared para darme
crédito, mi nombre tiene propósito, una cosa de misterio y poder. Aquí... sólo parece torpe.
Bajo todos los pensamientos, llamo mi manto de indiferencia, mi armadura de fría
dignidad.
—Señor Cartwright. Mucho gusto.
—Es un placer conocerla, Madame X. —Sin embargo los ojos de tu padre no
comunican placer. Hay hostilidad. Un aire de cálculo despiadado—. Ha hecho un trabajo
maravilloso con mi hijo. Debo admitir, que estaba escéptico del programa, a pesar que lo
apunté en él. Pero ha hecho maravillas. Más de lo que esperaba, eso es absolutamente seguro.
Te mueves de un pie a otro, incómodo.
—Papá, no creo que este sea el momento ni el lugar para…
—Cállate, Jonathan… tus superiores están hablando. —Tu padre te ignora, con
brusquedad, con indiferencia, brutalmente.
Haces lo mejor que puedes para no retroceder, pero tu expresión, que tal vez sólo yo
puedo leer tan fácilmente, comunica un dolor profundo y familiar. Veo dónde aprendiste tus
gestos y hábitos, largamente arraigados, con los que luchas todos los días para convertirte en
el hombre en que te estás volviendo.
Siento mis garras extenderse.
—Estoy de acuerdo con Jonathan, Sr. Cartwright. Este no es el momento ni el lugar
para hablar de tales cosas. Es un evento social, después de todo, y hay... tengo que decirle...
ciertas cláusulas que dictan el conocimiento de lo que soy y lo que hago. Cláusulas que por
su naturaleza se oponen a discusión abierta en un lugar público como este.
—Ya veo. Entonces. —Ojos estrechos en hostilidad abierta ahora—. ¿Supongo que
tengo que agradecerle el abrupto deseo de mi hijo de andar por su cuenta?
—Sí. —Sonrío y mantengo mi tono amistoso, dulce como el azúcar mientras vierto mi
veneno—. Estaba sufriendo. Se estaban desperdiciando sus talentos y habilidades naturales.
Estaba desperdiciando el potencial de su propio hijo. Intencionadamente, me parece.
Cualquier oportunidad de felicidad real o de éxito para su hijo, estaba siendo estrangulada
por su evidente desdén. No lo guíe intencionadamente lejos de usted o de su empresa, ni le
aconsejé sobre algún asunto de negocios de ninguna forma. Ese no es mi trabajo. Mi trabajo
consistía en mostrarle cómo ser su propia persona, y eso, ahora que lo he conocido,
claramente significó ayudarlo a superar la enorme desventaja de ser su hijo. Jonathan hará
cosas increíbles, ahora que está fuera de debajo de su dedo pulgar, Sr. Cartwright. Gran
pérdida para usted también, diría yo.
98 Te atragantas con el champán.
—X, veo a algunos de mis amigos por allá. Vamos a saludarlos, ¿eh?
Permito que me alejes de tu padre, quien está echando humo, con la cara enrojecida,
con una vena palpitando peligrosamente en su frente. Tal vez, el mayor de los Cartwright
sufra un ataque al corazón. Me encuentro no del todo disgustada por la perspectiva.
Me llevas a través de la habitación hacia un pequeño grupo de hombres más jóvenes,
todos de tu edad, cada uno con una mujer que se aferra a un brazo de esmoquin, modelos de
aspecto glamoroso goteando diamantes, todas sonrisas superficiales y pechos falsos. Antes
de llegar al grupo de tus amigos, sin embargo, me llevas a un lado, a la barra a lo largo de
una pared. Pides dos cervezas, bebiendo tu champán mientras esperas. Me tomo la mía, y
espero.
Tienes algo que decir, y por tanto, te permito el tiempo para formular las palabras. Que
estés pensando antes de hablar es alentador.
—Nadie ha salido en mi defensa antes, X. Nadie. Nunca, en nada. Y nadie habla con
papá de esa manera.
—Entonces ya era hora.
Reúnes una sonrisa débil, entonces aceptas el vaso de Pilsner, bebiéndote la mitad antes
de volverte hacia mí.
—Sí, supongo que sí. El punto que estoy tratando de hacer aquí es... gracias. Nunca le
he importado a ese bastardo. Nunca lo haré.
—Sólo tienes que preocuparte de ti mismo.
—Sí, lo entiendo. Pero creo que es simplemente la naturaleza humana básica, querer
importarle a tu propio puto padre.
—Supongo que sí —le digo—. Pero el instinto de conservación también es un factor
esencial de la naturaleza humana.
—¿No te preocupa ser su enemiga?
Niego.
—De ningún modo. No hay nada que pueda hacer para lastimarme. Si se produce un
problema para Caleb, entonces que así sea. Los problemas de Caleb son asuntos de Caleb,
no míos. —Envuelvo mis dedos alrededor de su brazo—. Vamos a saludar a tus amigos.
Resoplas.
—¿Esos estúpidos? No son mis amigos. Son sólo algunos idiotas que conozco. Tipos
a como solía ser. Ricos, egocéntricos, vanidosos, y totalmente inútiles. Ninguno de ellos ha
tenido alguna vez un día de trabajo real en toda su vida. ¿Y esas perras en sus brazos? Igual
que ellos. Perras ricas que no hacen más que irse de tiendas en la Quinta Avenida, ponerse
bótox, inhalar coca e irse a interminables vacaciones a los Hamptons o a los putos Turks y
Caicos, todo con el dinero de sus padres. Ninguno de ellos ha hecho nunca una sola cosa por
sí mismos. Y yo era igual que ellos.
—¿Y ahora?
99 —Siempre he querido asumir el control por papá. Quería estar dentro. Quería... ser
parte de lo que estaba haciendo. Es una persona horrible y un padre de mierda, pero es un
infierno de hombre de negocios. Así que nunca fui como esos tipos, desde que estaba en
segundo año de la secundaria estuve trabajando en la sala de correo o en la sala de fotocopias,
partiéndome el trasero las noches y los fines de semana, pagando mis deudas. Papá nunca me
dio un solo descanso por ser su hijo. Le ordenó a todos que me trataran exactamente igual
que a cualquier otro candidato para cada posición. Y algunas personas, debido a que era un
Cartwright, me trataron aún peor. Pero seguí el juego. Lo afronté e hice lo mejor que pude.
Trabajé todos los días de mi vida desde el décimo grado. Tengo mi propio dinero. Compré
mi Maserati con mi propio dinero. Compré mi apartamento con mi propio dinero. Tengo un
préstamo de negocios por mi cuenta y aumenté el capital inicial de mi negocio, todo sin usar
ni una sola de las conexiones de papá. Pero nada de eso importa. —Terminas una cerveza y
empiezas la siguiente. Estoy en mi cuarto sorbo de champán—. Se suponía que seguiría
trabajando para él, siendo dejado de lado y pasado por encima y tratado como una mierda. Y
ahora que estoy en el negocio por mí mismo, me odia aún más.
—Por lo tanto, ¿suena como si en realidad nunca hubieras sido como ellos?
—Sin embargo, actuaba como ellos. Como un idiota. Intitulado. Estropeado. Nunca he
sido cualquier cosa menos que rico. Hago lo que quiero, cuando quiero. Sí, gano mis propios
ingresos, pero aun así, salgo con mujeres como si fueran nada. Una tras otra, sólo por el
placer de hacerlo. Todo el mundo a mi alrededor es tratado como una mierda.
—¿Qué cambió? —Tengo mucha curiosidad.
—Tú. —No me miras mientras dice eso.
Mi corazón se hunde. Gira.
—¿Yo? Jonathan, no hice más de lo que me se pagó por hacer.
—Te quiero, X. Pero no puedo tenerte, y lo sé. Quema mi trasero, ¿sabes? Ni siquiera
somos amigos. Ni siquiera entiendo eso. Pero tú... no eres como ninguna persona que haya
conocido. Tú... importas. No necesitas a nadie, no necesitas nada. No tomas mierda, de nadie.
No sé lo que fue... lo que hay acerca de ti que me hizo ver todo de otra manera. Sinceramente,
no lo sé. Sólo... desde que te conocí, supongo que sólo quiero ser alguien que importe.
—Importas, Jonathan. —Me atrevo a dar otro sorbo, uno más largo, un trago áspero,
burbujas frescas sobre mi lengua, corriendo a través de mi cerebro—. Y... somos amigos.
—Pero sólo amigos. —No es una pregunta, pero hay una vaga, débil nota, juvenil de
esperanza.
Duele aplastarla.
—Sí, Jonathan. Sólo amigos. Es todo lo que es posible.
—¿Por qué? —Te vuelves, brincas para descansar una cadera contra la barra, frente a
mí.
Estoy de espaldas al borde de la barra, con la copa, sostenida en ambas manos,
observando el flujo de la multitud y su desplazamiento.
—No puedo responder a eso, Jonathan. Es sólo... lo que es.
—¿No puedes cambiarlo?
100 Dejo escapar un suspiro.
—No. No puedo.
—¿Quieres hacerlo? —Tu respiración está en mi oído. Estás demasiado cerca.
Demasiado cerca. Odio cuando haces eso. Eres mi amigo, Jonathan. Y eso es algo
monumental para mí, pero no lo puedes ver.
Me gustaría poder hacerte ver lo que significa tu amistad para mí. Pero no sé cómo.
—No importaría si lo hiciera —susurro, porque es algo que no debería decir. Pero lo
hago, imprudentemente.
Thomas está lo suficientemente lejos para no poder escuchar la conversación. Creo.
Pero todavía me pone nerviosa. Está allí para mantenerme a salvo, y para mantenerme cerca.
No puedo dejar de preguntarme qué haría si tratara de salir, aquí y ahora. Traerme de regreso,
probablemente. Pero... ¿a dónde iría? El mundo es un lugar caro.
Uno peligroso, también.
—¿Por qué no, X? ¿Por qué no importa? —Tu voz está tan cerca que puedo sentir las
vibraciones.
Algo encaja dentro de mí.
—¡Maldita sea, Jonathan! ¡Deja de hacer preguntas que no puedo responder! —Me
bebo el resto del champán, la mitad de una flauta, trago, lo siento correr a través de mí,
quemando mi garganta en su camino hacia abajo, un golpe pesado en el estómago.
Huyo. A través de la multitud, con la cabeza baja, buscando la pequeña puerta discreta
ocultando los baños. Thomas está detrás de mí, siguiéndome en silencio a cierta distancia.
Empujo la puerta del baño más cercano, con los pulmones desgarrados, con ardor en
los ojos, con dolor en el pecho, con el corazón golpeando fuertemente, viendo a través de una
falta de definición. La puerta de la cabina se abre de golpe, se cierra de golpe. Apoyada contra
la puerta de metal frío, lucho por la calma. Lucho por respirar.
No te deseo, no físicamente. Pero hay algo allí, una de chispa de necesidad. Incitas la
duda en mí. Haces que me pregunte por mi propia vida, por mi ordenada existencia. Haces
que me pregunte quién soy.
Y esas preguntas me provocan ataques de pánico.
Sorbo. Parpadeo duro.
NO.
No puedo perder esta avalancha de emoción. Tengo el control. Tengo el control…
Respira, respira… No puedo hacer esto, no aquí, no ahora. No por Jonathan Cartwright
Tercero. No sabes nada de mí. Me deseas porque no puedes tenerme, y eso es todo. Y
cualquiera afinidad que sienta por ti en retribución, se basa en menos que eso. Representas
mi éxito más evidente. Eso es todo.
Me gusta mi vida.
Estoy contenta.
101 No necesito más.
No quiero saber qué más puede existir, por ahí, para mí.
Estoy segura bajo la protección de Caleb Indigo.
Así que ¿por qué estoy luchando contra las lágrimas?
Escucho la puerta abrirse, cerrarse. Un grifo se abre.
El silencio, pero el conocimiento de que alguien está ahí afuera, arreglando su
maquillaje, probablemente, me tensa. No puedo ser débil. No lo seré. Brutalmente empujo
hacia abajo mis emociones. Las apago. Las entierro. Mantengo la cabeza en alto, y salgo de
la cabina.
Me congelo.
Estoy en el baño de hombres.
Cuando salgo de la cabina, miro hacia arriba, veo al hombre, estoy sin habla. Un
hombre está ante mí, con un celular en sus manos.
Me quedo sin aliento.
Hay belleza, y luego está la perfección. He conocido a muchos hombres bellos.
Algunos robustos, algunos bonitos. Algunos simplemente hermosos. Sin embargo, ninguno
de ellos se ha comparado nunca con Caleb Indigo, en términos de atractivo masculino puro.
Hasta ahora.
¿Este hombre?
Es el esplendor del cielo hecho carne.

102
10
― ola allí. Parece que uno de nosotros tiene el baño
equivocado, creo. —Su voz es baja y cálida y divertida y
amable, bañándome en la sensación.
No me puedo mover, no puede respirar. Está mirándome, con ojos tan azules que hacen
que me brinque el corazón en el pecho, ojos que desafían la descripción.
Hay un sinnúmero de tonos de azul: Azul Bígaro. Azul bebé. Azul marino.
Ultramarino. Celeste. Cielo. Zafiro. Eléctrico. Y tantos otros en la variación.
Y luego está el índigo.
Oh, qué irónico.
Sus ojos, son índigo.
Trato de hablar, pero mi boca solo se abre y cierra sin producir sonido. Algo en mí está
roto, descentrado.
103 —¿Estás bien? Te ves molesta. —Un paso rápido, y soy agredida por el olor de goma
de canela, mezclada con toques de alcohol y cigarrillos. Sin embargo, la canela, está en mí,
en mi nariz, en mis papilas gustativas.
Su mano toca mi codo; otra va a mi mejilla, sin tocar mi piel, quitando el cabello errante
de mis ojos.
—Estoy bien. —Dispongo un susurro agrietado.
Él ríe.
—No nací ayer, cariño. Inténtalo de nuevo.
Mis ojos pinchan.
—Siento molestarte. —Fuerzo a mi cuerpo a moverse, a empujarse más allá de él.
Me agarra por el bíceps, me hace girar, y me lleva hacia su duro pecho amplio y
caliente.
—No me molestaste. Lo contrario, en todo caso. Tómate un minuto. No hay necesidad
de salir corriendo.
—Tengo que irme.
—Mejor razón para quedarte, entonces. —Dioses santos de arriba, esa voz.
El calor, la luz del sol de la tarde, atraviesa una ventana en los párpados cerrados,
calentando la piel. El calor de la mañana temprano, antes de que la verdadera conciencia se
haga cargo, cuando toda la existencia se reduce al capullo de mantas.
No entiendo lo que quiere decir, pero sus manos son suaves, educadas, con firmeza en
mis hombros, mi mejilla contra su pecho, no del todo cortésmente, no del todo adecuada. Y
no me quiero mover. Nunca. Estoy a una altura que mi oído está arriba de su corazón, y lo
escucho...
Bumpbump-bumpbump-bumpbump.
Lento y constante y tranquilizador.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta, una sola yema de su dedo traza una línea íntima de
mi sien alrededor de la curva de mi oreja, hasta la base de mi mandíbula.
Una cosa simple, preguntar el nombre de uno. Tan fácil para todos los demás. Algo que
nunca había considerado hasta hoy era la imposible interacción normal, ya que esto podría
estar, lejos de lo que conozco.
Entro en pánico. Me empujo. Tropiezo. Soy atrapada, sostenida.
—Oye, oye, no pasa nada. Lo siento, no pasa nada.
Niego.
—Tengo que irme.
—Solo dime tu nombre.
104 No voy a mentir.
—No puedo.
Un resoplido de incredulidad divertida.
—¿Qué, es un secreto?
—No debería estar aquí. —Doy un paso más lejos.
—No bromees. Es un baño de hombres, y definitivamente no eres hombre. —Su mano
se envuelve alrededor de mi muñeca, acaparándola fácilmente y manteniéndome en mi lugar.
Un tirón, y estoy de vuelta contra la pared tectónica de su pecho. La yema del dedo, la
que trazó detrás de mi oreja, a través de la delicada protuberancia de mi sien, toca mi barbilla.
Debo mirar, aunque sé que no debería, debo mirar sus ojos, que son casi púrpura, por lo que
me quedo atrapada en su extraño tono de azul. Tan conocedores, tan cálidos, y de alguna
manera como si el libro de mi alma estuviera desnudo ante él, abierto.
—Escucha, Cenicienta. Todo lo que quiero es tu nombre. Dime eso, y puedo hacer el
resto.
—¿El resto? —Sé intelectual-cerebralmente que debería apartarme, dejarlo, salir de
aquí antes de que algo comprometedor suceda. Pero no puedo. Soy una criatura de las
profundidades del mar, del fondo, enganchada en una línea, sacada a la luz—. ¿El resto de
qué?
Trago. Todo en mí está en ebullición, revolcándose y centellando y estoy mareada y
confundida y perdida y salvaje.
—El resto de ti y de mí.
—No sé de lo que estás hablando.
—Sí lo haces, Cenicienta. Lo sientes. Sé que lo haces. —Frunce el ceño, e incluso esa
expresión es preciosa vertiginosamente—. No debería estar aquí tampoco. Ni en esta fiesta,
ni en este cuarto de baño, y desde luego no con alguien como tú. No pertenezco aquí. Y tú
tampoco. Pero aquí estoy, y aquí estás, y hay... algo. Joder si tengo una palabra en ello, pero
hay algo entre nosotros.
—Estás loco. Tengo que irme. —Me muevo lejos.
Me tiemblan las manos. Algo en las sombras más profundas de mi ser se irrita contra
cada centímetro de espacio que pongo entre nosotros, entre él y yo. Algo en mi ser demanda
que me quede, que le diga lo que soy, que le dé lo que exige de mí.
Pero eso es imposible.
—Sí, estoy loco. No voy a discutir allí contigo. Pero eso no tiene nada que ver contigo
y conmigo, cariño.
—No hay tú y yo, y deja de llamarme “cariño”. —No me atrevo a dar la vuelta, no me
atrevo a mostrarle mi espalda. Voy hacia atrás a la puerta, buscando detrás de mí la manija.
—Entonces dime tu nombre, Cenicienta.
105 Mi mano tiembla en la manija de la puerta. Empujo la palanca hacia abajo. Tiro el peso
del resorte de la puerta hacia mí, sin apartar los ojos de los suyos. Tengo que mirar hacia otro
lado, pero no puedo. No puedo. Estoy atrapada por su mirada. Atrapada por su calor, el calor
no solo físico, sino un poco acogedor y envolvente, un capullo, el calor que todo lo consume
en tu alma. Calienta el hielo en mí, se extiende a través de los abismos de soledad de mi ser
haciéndose eco del frío y de la ausencia.
—No —es un susurro inaudible sobre el martilleo de mi corazón. Si le doy mi nombre,
le daré todo de mí.
Un nombre es un elemento de poder.
—¿Por qué no? —Pasos fáciles largos lo llevan a mí.
Sus manos se doblan alrededor de la base de mi columna y me tira hacia adelante, y la
puerta hace clic cerrándose, y estoy contra su pecho, respirando la canela y los cigarrillos.
—Te diré el mío, entonces, ¿qué tal? Mi nombre es Logan Ryder.
—Logan Ryder... —Estoy parpadeando hacia él, tratando de respirar, mis manos sobre
su pecho, sintiendo su aliento, sintiendo el trueno de su corazón bajo mi palma derecha—.
Hola.
—¿Y tu nombre es...? —Está tan cerca, todo lo que puedo sentir y todo lo que puedo
oler y todo lo que puedo probar, es su olor que todo lo consume y su calor es todo envolvente,
y no le puedo dar mi nombre, porque es todo lo que tengo para dar, la moneda que no me
atrevo a intercambiar.
Solo muevo la cabeza.
—No puedo. No puedo. —Me muevo atrás lejos de él, obligando a mis piernas a
obedecer a la prudencia de mi mente en lugar de los deseos de mi corazón y cuerpo.
—¿Puedo contarte un secreto, Cenicienta?
—Si así lo deseas. —Todavía estoy luchando para hacer que mis pulmones funcionen,
y eso sale entrecortado.
—No tengo idea de lo que estoy haciendo en este momento. —Sus dedos se clavan en
la carne justo por encima de mi espalda, sosteniéndome firmemente contra él.
Como si pudiera moverme; estoy paralizada por esta sensación.
—Yo tampoco —lo admito.
Él sonríe, y una de sus manos se eleva a mi rostro. Toma mi mejilla. Su pulgar acaricia
mi pómulo.
Me siento absurdamente a punto de llorar, por alguna razón inexplicable.
—Tal vez sea así, pero soy el que hará esto... —susurra,
y me besa,
y me besa
y me besa.
O... lo habría hecho, pero caigo de espaldas en el fragmento de un segundo antes de
106 que sus labios toquen los míos, poniendo suficiente distancia entre nosotros que el beso se
detiene antes de que me pueda arruinar.
Suspira, un corto pequeño soplo de maravilla y frustración y deseo.
•••
¡BAM! -BAM!
Un pesado puño golpea dos veces la puerta, y yo salto, tropezando hacia atrás y hacia
fuera hasta que mi columna se aplana contra la puerta. Fijo la mirada en Logan, con picazón
en los ojos y los pulmones doloridos por aire, con las manos temblorosas.
Doy un tirón de la puerta abriéndola y salgo por ella, de golpe con fuerza pegando en
el pecho de Thomas.
—¿A dónde fue? —Su voz es fuerte con el grueso acento como el aceite, más allá de
los cañones.
Sus manos agarran mis hombros, tirándome varios metros hacia atrás, alejándome de
él, dándome la vuelta.
—Fui al cuarto de baño equivocado por error.
Una mano más grande que la de un oso se envuelve alrededor de mi brazo, suave pero
implacablemente, y me obliga a alejarme del cuarto de baño.
—La próxima vez, iré con usted.
El otro lado, de nuevo a la sala de baile. Len está allí, con los brazos cruzados, con ojos
infelices. Y, en el bar a unos pocos metros de distancia, bebiendo.
Algo se terminó, comenzó algo más.
—Madame X. Debe prestar más atención al baño que entra. —La voz de Len es fuerte,
ligera en su uso—. No quiere que me preocupe acerca de a dónde se fue, ahora ¿verdad?
—No, mis disculpas. —Busco una explicación adecuada—. Fue una cosa de mujeres.
Inesperada. Estoy segura que entiendes.
La mano de Thomas todavía alrededor de mi brazo, Len frente a mí, que lucha por
respirar, por la calma. Pretender que el sabor de un casi-beso todavía no persiste en mis
labios. Espero que mi pulso frenético no se pueda oír por encima de la banda. Estoy mareada.
La gente moviéndose y hablando se ha terminado, y todo el mundo está en parejas para
bailar, unas pocas personas a lo largo de los bordes de la multitud, observando, esperando,
bebiendo.
Me llevas lejos, a la pista de baile, donde las parejas bailan vals y giran y se balancean.
Su mano se coloca cortésmente en mi cintura y la otra está en la mía, cálida y seca y suelta.
Llevándome con soltura, me guías a través de un baile, y luego de otro. Hacemos una pausa
cuando la banda se toma un descanso, y sorbemos el vino que me parece demasiado ligero,
demasiado afrutado, demasiado dulce. Y entonces, la banda empieza a tocar de nuevo, y me
llevas de vuelta, poniendo tu mano en mi cintura, donde tu toque no puede ser mal
interpretado como algo más que platónico. Haces una pequeña charla, pero la dejo arrastrarse
107 sobre mí sin responder y pareces esperar eso, entenderlo, mantener una conversación
unidireccional que ni siquiera conozco.
No estoy pensando en ti.
—¿Puedo interrumpir? —Oh, su voz. Ahora aguda y expectante, sin dejar espacio para
la desobediencia.
No tienes ninguna oportunidad, dulce Jonathan.
Grandes duras cálidas manos fuertes me toman, me hacen girar lejos, y sus pasos no
son como los que prácticas, no tan suaves, sino poderosos e implacables y confiados. Su
mano no está en mi cintura, no es educada, ni platónica. Su mano está en mi cadera,
tocándome íntimamente. No del todo inapropiado, pero muy cerca. Los dedos se enredaron
en los míos, en lugar de juntarse como los de los amigos.
—Hola —dice, y ojos color índigo encuentran los míos.
—Hola —susurro de regreso.
Y bailamos. Nos balanceamos y caminamos en círculos elegantes, y el tiempo es como
el agua, que pasa con una canción, y luego dos, y no podemos mirar hacia otro lado. No
deseamos hacerlo. Buscas mis ojos, y pareces verme. Leerme, como si fuera un libro
conocido y amado, perdido hace mucho tiempo y ahora encontrado una vez más.
—¿Cuál es tu nombre, Cenicienta? —Su frente toca la mía, y temo la intimidad de la
escena, con la mano en mi cadera, con sus dedos entrelazados con los míos, nuestros cuerpos
demasiado cerca.
Debo terminar este baile.
Me aparto.
—¡Espera! —Toma mi mano y me tira hacia atrás contra él.
Estamos perdidos en la multitud de bailarines, pero sé que Len está observando y
también Thomas, y también Jonathan, y esto no puede suceder, no debería estar sucediendo.
Él está demasiado cerca. Me toca como si estuviéramos enmarcados y equipados y criados
para pertenecer uno al otro, como si me conociera, como si mi cuerpo fuera suyo para tocar.
—¿Por qué no me acabas de decir tu puto nombre? —Suena casi desesperado.
—No puedo. —No sé de qué otra manera explicarlo.
—Es solo un nombre, corazón.
—No lo es. Es más que eso. Es lo que soy. —Quiero sonreír, quiero arrojarme a él,
probar sus labios, sentir la fuerza del calor de su pecho y el calor de sus brazos. Quiero decir
un millón de cosas traidoras.
—Exactamente. —Sus dedos salen de mi mano y se mueven y deslizan en mi
antebrazo, y Dios, la punta de sus dedos sobre la parte inferior de mi antebrazo es tan íntimo
y tan suave que no puedo respirar y estoy excitada por esa intimidad inocente, apretando los
muslos juntos mientras miro hacia él, solo con sus dedos sobre mi antebrazo, arrastrándose
desde mi muñeca hasta mi codo y hacia abajo, trazando y dejando un cosquilleo—. Quiero
saber quién eres.
108 Mis dedos van a mis labios, tocando en donde sus labios casi tocan los míos. Niego.
—No puedo.
—¿Por qué no?
—Es imposible.
—Nada es imposible.
No tengo ninguna respuesta para eso. Solo puedo tirar de mi brazo, y no puede hacer
otra cosa que permitirlo. Me alejo, y me duele, me lastima, siento la atracción de mirar hacia
atrás. El tirón de volver a él y terminar el casi-beso es como un alambre tenso apuñalado a
través de mi corazón, arrancado para tararear como una cuerda de arpa. Cada paso de Logan
hace que todo mi ser cante la canción de esa cuerda pulsada.
Te encuentro en el lado opuesto de la sala de baile, apoyado en la pared con una copa
de vino en una mano, participando con Len en la conversación. Oigo palabras de ida y vuelta
que creo que son términos de automóviles, el tipo de cosas que me imagino los hombres
discuten entre ellos en un idioma extraño que les es propio: potencia y motor y cilindros.
Thomas, sin embargo, está en el borde de la multitud bailando, y esos grandes ojos
negros me ven, y me pregunto cuántas otras cosas vieron.
—¿Madame X? —dices mi nombre, como si sospecharas algo.
—Estoy bien, Jonathan. —Me niego a mirar a cualquier lugar, excepto el color rojo
oscuro de la rosa en tu solapa. No me había dado cuenta de ella antes. Coincide con la sombra
de mi vestido exactamente.
—Nos están llamando para la cena. —Me escoltas guiándome a través de la gente, a
través de un conjunto de puertas vigiladas, a una enorme habitación llena de grandes mesas
redondas con seis lugares cada una.
Hay un escenario en la parte delantera de la habitación. Un atril, un micrófono.
La cena es un asunto largo, tranquilo, formal. Tenedor exterior, tenedor interior,
cuchara exterior, cuchara interior. Agua congelada. Sorber vino blanco. Mordisquear la
ensalada verde, un trozo de pan, luego una cena de codorniz rellena y vainas de guisantes y
arroz marrón picante cocido en aceite. A medida que la cena termina y un delicado mousse
de chocolate negro es servido, un hombre robusto, de mediana edad, sube al escenario, ajusta
el micrófono, lo golpea. Habla en lentos, precisos, tonos medidos de los artículos que se
subastarán esta noche. Una pintura original no tiene precio. Un collar de zafiro uno-en-un-
millón, de doscientos años. Una silla que perteneció al rey Luis XVI. Un antiguo Gladius
Hispaniensis romano.
Pujas por el collar. Cien mil. Doscientos mil. Doscientos cincuenta mil. Eres
imprudente con tu dinero, creo. Ganas la oferta.
La espada capta mi atención. La vaina es de bronce, la empuñadura de hueso pulido, la
hoja tan antigua y sin hueso y oxidada que su forma está a punto de perderse. Es la joya de
la corona de la subasta, una pieza del museo de historia. Una oferta comienza en un número
abrumador. Tres hombres en la subasta: un anciano con cuatro mechones de cabello blanco
cubriendo su calva, un hombre ridículamente hermoso que supongo es estrella de cine, y…
Él.
109 La mesa contiene otras dos parejas, una pareja de celebridades, la otra una pareja de
ancianos haciendo caso omiso de la subasta por completo. La silla junto a Logan está vacía,
el lugar retirado.
Él se mueve en su silla, un vaso de vino tinto en una mano. A medida que sigue la
licitación, levantas la copa como tu señal, el líquido rubí chapotea en la copa.
La subasta llega a siete cifras.
Tengo que mirar hacia otro lado, pero no puedo.
Él es un jaguar, todas las facciones elegantes y perfectas, de alimentación compacta,
fácilmente sostenidas en reposo, exudando amenaza simplemente con su mera existencia.
Cabello rubio, con una caída dorada, peinado hacia atrás en hebras retorcidas y onduladas
alrededor de las orejas, los extremos rozando su cuello. Ojos índigo barriendo la sala.
Me encuentras.
No miras lejos. Incluso cuando levantas tu copa de vino en un intento silencioso, no
miras hacia otro lado.
Yo tampoco.
Estás a mi lado. Logan está al otro lado de la habitación. Caleb Indigo está bajo mi piel.
No tengo ningún pulso, ni respiración, ninguna de las funciones vitales. Todo lo que
soy está a la vista, la guerra de nervios, el fuego de necesidad, la calcificación del miedo
dentro de mi garganta.
—¿Es amigo tuyo? —preguntas, tu voz baja, para que solo yo pueda escuchar.
—No. —Es la única respuesta de la que soy capaz.
—Eres una mentirosa mejor que eso, X. Los vi bailando a los dos. —Tomas un largo
trago de whisky. Has estado bebiendo demasiado. Me preocupa—. Logan Ryder. He oído
hablar de él.
—¿Oh? —Me esfuerzo por sonar casual, y casi lo consigo.
Pero mis ojos todavía están bloqueados, atrapados, hipnotizados, atraídos a la mirada
exótica del hombre al otro lado de la habitación. Tengo que mirar hacia otro lado o
traicionarme aún más. Solamente... soy incapaz. Débil.
Mi voluntad destruida por el recuerdo de un casi beso. Carcomida por el deseo de
terminarlo, de consumar el beso.
—Es una especie de misterio en el mundo de los negocios. Tiene sus dedos en una
docena de los pasteles más lucrativos en la ciudad, pero nadie sabe una mierda sobre él.
Dónde obtuvo su dinero, lo mucho que vale, de lo que vive, nada. Solo se presentó un día en
la escena, invirtiendo aquí y allí, en esto y aquello. Tiene esta extraña habilidad para vender
bien cuando los precios son mejores. Nunca acude a eventos de este tipo, sin embargo. Es un
recluso total. —Suenas especulativo—. ¿Es cliente tuyo?
—No.
—Pero lo conoces.
110 —No, realmente no lo hago. —Sueno casi fría, casi plana, casi creíblemente casual. Te
inclinas cerca.
— Tomaré tu mentira, Madame X. Te debo tanto.
—No soy…
—Solo hazme un favor, ¿quieres?
—¿Cuál? —Me fuerzo a mirar, por un tiempo largo, por fin, a mi plato vacío. Soy
consciente de haber comido el postre, pero no queda nada, excepto manchas marrones y
migas. Siento tus ojos todavía observándome desde lejos, incluso con los míos propios,
cerrados duramente.
—Deja de fingir que no te conozco mejor que eso. Deja de pretender que no vi la forma
en que los dos bailaban. Es posible que no se conozcan entre sí, pero lo deseas.
—No, no lo creo.
—¿No lo crees? —Tus ojos son agudos, demasiado.
—No. —Trago, obligando a mover mis ojos a los tuyos—. Soy leal a Caleb. Pero estaré
de acuerdo en dejar el tema si quieres.
—Me parece muy bien. —Te pones de pie. Extiendes tu mano a la mía, ayudándome a
ponerme de pie. Tan pronto como estoy en posición vertical, me sueltas—. Ya he tenido
suficiente de este espectáculo de mierda. Vámonos.
—Muy bien. —Logro un milagro: No miro hacia atrás. Ni una sola vez.
No soy la esposa de Lot, nop.
Tú, Thomas, y Len, los tres me escoltan fuera del edificio. Estoy a la cabeza, escapando
de los confines calientes de ese edificio. Una vez que estamos en la noche, las sirenas aúllan
y los cláxones suenan y ocho personas pasan entre yo y la entrada en manada hablando,
riendo, arrastrando nubes de humo de cigarrillos y de alegría. Los dedos enredados en el
carmesí de gasa en mis muslos, hacen un manojo de mis faldas, las elevan claramente de la
acera. Miro fuera y hacia arriba al cielo nocturno, a las plazas de las ventanas, edificios
familiares se ven desde un ángulo poco familiar, los taxis amarillos en filas apretadas. El
semáforo, cambiando de verde a ámbar a rojo, las luces mucho más grandes y más brillantes
desde aquí abajo.
Ignoro a Thomas, ignoro su mirada de cuestionamiento, ignoro a Len perplejo con las
cejas levantadas en un arco. Doy zancadas lejos, con las faldas sostenidas en los tobillos, los
tacones haciendo clic en el hormigón. Libertad. Aire maduro, grueso en mis pulmones, ruidos
en el oído.
El tacón de mis zapatos se atora en una grieta en la acera y brinco, un pie descalzo
sobre el cemento frío. Tropiezo, casi cayendo al suelo. Pero un cuerpo duro está ahí, un brazo
alrededor de mi cintura.
Una puerta, abierta una cuña, una ráfaga de repente familiar en aroma: canela, vino, y
ahora el humo del cigarrillo, con fuerza.
Miro hacia arriba, y ahí estás.

111 —Cenicienta. ¿Estás bien?


No puedo estar tan cerca de él. No puedo.
Me aparto, con la intención de dejar mi zapato atrapado en la acera. Tengo que escapar
de él antes de que lo bese. La necesidad de probar su boca es abrumadora, la necesidad de
sentir sus brazos alrededor de mí todo lo consume.
—Tu zapato. —Se inclina, recupera mi zapato, y me lo da.
Lo meto en mi pie, y luego Thomas está ahí, una enorme mano agarra la parte de arriba
de mi brazo, volteándome en mi lugar.
—Es hora de volver ahora, Madame X.
Veo una luz en los ojos de Logan mientras Thomas regala mi nombre.
Camino al lado de Thomas de regreso al auto.
Oh, me giro y miro hacia atrás. Debo hacerlo.
Coloco un pie en el auto, una mano en el techo. Miro por encima del techo el largo y
elegante capó, veo la luz del semáforo cambiar a verde brillante, los autos en una línea
acelerada. Otra multitud de personas que pasa debajo del toldo, pero es una multitud
incidental, ninguno habla con el otro.
Él está allí, mirándome fijamente, con el cabello rubio suelto y ondulado. Una mano
en el bolsillo del pantalón, la otra levantando un cigarrillo a sus labios, un círculo naranja-
brillante fundiéndose con sus ojos y frente y pómulos altos agudos con la breve iluminación
de una pausa, y una nube de humo blanco se encrespa hacia arriba y lejos y se disipa.
Hay una viñeta, se ve en un vistazo rápido, y luego Thomas me presiona suavemente
pero con firmeza hacia abajo y entro en el auto, la puerta se cierra con un golpe seco suave,
y entonces estás fuera de la vista mientras el Maybach da la vuelta a una esquina.
Lo veo todavía, sin embargo, sus ojos en mí a través del velo de humo, observándome,
buscándome, deseándome tanto como lo deseo.
•••
En mi puerta, acompañada por Thomas, Len, y tú, deseo solo por un momento estar a
solas, tener una palabra contigo. En su lugar, Len y Thomas van a la entrada del ascensor,
bloqueando la abertura, dejando claro que no irás dentro conmigo, sino lejos con ellos.
—Gracias por ir conmigo esta noche, Madame X.
—De nada. —Te ofrezco una pequeña, apretada y triste sonrisa—. Adiós, Jonathan. Y
buena suerte con tu negocio.
—Para ti, también. —Tus dedos se mueven en el bolsillo de tu cadera derecha—.
Espera.
Me detengo con la puerta abierta. Te me acercas, me tomas por los hombros, me das la
vuelta. Te quedas de pie detrás de mí. Siento, oigo tu respiración. Algo frío y pesado contra
mi esternón. Miro hacia abajo, veo un enorme zafiro. El antiguo collar que ganaste en la
subasta.
—Jonathan…
112 —No es un tema de debate, X. —Tus manos trabajan en la parte posterior de mi cuello,
fijando el broche. Das un paso atrás—. Ahí estás.
Me vuelvo, y sonrío. Cabeceo.
—¿Por qué? —pregunto.
Te encoges, y ahí está esa sonrisa, esa sonrisa despreocupada.
—Porque puedo. Porque quiero. Se ve perfecto en ti.
—¿Por qué lo compraste, Jonathan? No para mí, sin duda.
Ese encogimiento de hombros otra vez, menos fácil esta vez.
—Debido a que papá estaba allí. Para hacer un punto.
—¿Gastaste un cuarto de millón de dólares a pesar de tu padre, porque puedes, solo
por demostrárselo?
—Sí, básicamente.
—Eso es infantil. —Me estiro hasta desabrochar el collar.
—Tal vez, sí. Pero es mi decisión pueril de hacer. Consérvalo, X. Es mi regalo para ti.
—Algo en tu voz, algo en tus ojos me convence.
Bajo mis manos. Me levanto sobre los dedos de mis pies, te abrazo breve,
platónicamente.
—Muy bien, Jonathan. En ese caso... gracias.
—De nada. —Me saludas, con los dedos índice y medio juntos, tocas tu frente—. Nos
vemos.
Y te vas.
No voy a volver a verte. Siento más tristeza por eso de la que había esperado.
Sola, finalmente, estoy en mi ventana favorita. Veo los taxis y los camiones de reparto
pasar, veo el ciclo de luz de la parada más cercana cambiar a verde, ámbar y rojo, sintiendo
el recuerdo del aire libre en mis pulmones, el sonido de las bocinas y las sirenas y las voces,
el olor de la ciudad.
Ojos índigo.
Un pulgar en mi pómulo, labios sobre los míos, algunos conocimientos inexplicable de
un secreto por siempre probado en momentos robados en un baño de hombres, la sensación
de un respiración, una voz cálida y fuertes manos suaves, el aroma de la canela y de los
cigarrillos.
Quiero llorar por lo que perdí cuando me fui del baño de hombres.
Pero no puedo, porque no sé qué fue lo perdí, solo que se ha ido, y fue todo para mí.

113
11
espierto de repente y por completo, sintiendo una presencia.
—Caleb.
—X.
Está oscuro, totalmente. Pero huelo la firma de colonia picante, oigo un ligero aliento
inhalado, exhalado. El roce de un pie en la madera.
—¿Qué hora es, Caleb?
—Tres cuarenta y seis de la mañana.
No me incorporo. Me quedo en mi lado derecho, de espaldas. Permito un toque de
veneno en mi voz.
—¿Qué quieres, Caleb?
—He tenido suficiente de tu actitud. Te dije que lo sentía. Se acabó. —Mi cama se
114 hunde. Una mano en mi cadera, sobre la manta.
—¿No se me permite mi propia ira, Caleb? Me lastimaste. Me asustaste. ¿Y por qué?
—No me hables de esa manera. Tú no me cuestionas.
—¿O me vas a estrangular? ¿Como hizo William?
—O me voy a enojar. Y eso no es un buen lugar para que esté, para nadie. Y menos
aún para ti. No fue mi intención hacerte daño, X.
—Sin embargo, lo hiciste, y no estoy bien con eso —le digo.
Deseo desesperadamente empujar su mano, sin embargo, se desliza arriba de mi
cintura, y los dedos se enganchan en la manta. La alejan. Tengo frío ahora.
Una enorme, mano dura, me empuja sobre mi espalda. No me resisto. Aún no.
—Vamos, X. Déjalo ir.
—¿No te parece que lo he intentado? No puedo. No puedo dejarlo pasar, Caleb. —
Finalmente me incorporo, deseando poder jalar las mantas alrededor de mi pecho, pero han
sido echadas a un lado, y está oscuro, y no me atrevo a arriesgarme a hacer contacto físico.
—Maldita sea. Todo esto debido a la estúpida perra de Sara. —La ira, cruda y muy
frecuente.
—Sara no puso sus manos en mi garganta, Caleb. Tú lo hiciste.
—¿Y nunca me perdonarás por ello?
—No sé. —Recuerdo el sabor de su semen en mi boca, ese día.
La forma en que mi servicio sexual fue sólo... esperado. Y entregado, tan fácilmente,
sin preguntar. Me odio a mí misma. Me aborrezco por haber caído de rodillas y por haber
puesto mi boca en esa erección expectante, por hacer lo que me dijeran sin dudar. ¿Por qué
hice eso? ¿Qué soy, para ofrecer tal sumisión inmediata?
Tal vez todo esto es un reflejo, todo distorsionado por el recuerdo de un toque tan-tan
diferente en mi piel, la forma en que los labios tocaron los míos.
—No —lo digo con firmeza.
—¿No? —Diversión ahora—. ¿No, no me vas a perdonar?
—No.
Las manos en mis brazos, a tientas, buscando, encontrando la parte posterior de mi
cabeza. Tirando de mí. Calor y pesadez cerniéndose sobre mí.
—Creo que lo harás, X.
—Caleb… —Me retuerzo, atrapada, claustrofóbica, sintiendo su presencia opresiva
aplastándome abajo y abajo sobre la cama, hasta que estoy horizontal y unas manos están
sobre mi piel, raspando la suelta camiseta de algodón que llevo puesta como un camisón,
empujándola hacia arriba alrededor de mi garganta, dejando al descubierto mis pechos en las
sombras. Todo es oscuridad, y pesadez, y mi piel está siendo tocada. Palmas de manos,
suaves pero insistentes. Dedos encontrando y tirando lejos mi ropa interior―. Caleb. —
Encuentro la fuerza—. No quiero esto, Caleb.
115 Labios, en mi piel, en mi vientre. Cabello haciéndome cosquillas en la cadera.
—Sí quieres.
El problema es, que mis hormonas recuerdan lo que esas manos pueden hacer. La
hendidura húmeda entre mis muslos recuerda lo que sus dedos pueden hacer, lo que esa
erección lista y en espera puede hacer. Recuerdo, y siento la contradicción. Las mentiras,
enredadas y mezcladas. Miento. Lo deseo. Sé que lo que ocurrió fue un momento de ira,
aislado. Y sé, también, que tal vez pueda no ser tan aislado. Tal vez, si hago la pregunta
equivocada, si digo algo incorrecto, si deseo lo imposible; tal vez esas manos que pueden
ofrecerme tanto placer me ofrecerán dolor una vez más. Dolor como castigo. Otro momento
de estrangulamiento accidental, incluso un puño, o una palma abierta. ¿Quién sabe?
Recuerdo también un momento robado en un baño de hombres, y la sensación de
seguridad absoluta.
¿Quién soy, y qué es lo que quiero?
¿Siquiera importa lo que quiero?
—¿Ves? Puedo olerte, X. —Una nariz, frotando mis muslos separados, inhalando—.
Lo huelo. Deseas esto. Me deseas. Siempre me has deseado, y siempre lo harás. Lo sabes, y
yo lo sé.
Me retuerzo, mis talones se clavan en el colchón, siento mis caderas levantarse de la
cama ante el golpe húmedo de una lengua. Una emoción, punzando a través de mí. Tal placer,
la punta de la lengua cosquilleando y girando en el punto preciso donde voy a sentir más
placer, enfocándose, moviéndose rápidamente.
Pero más fuerte que el placer es el odio a mí misma. El odio a mí misma por sucumbir,
por ser débil, por haber cedido, por dejar que el placer dicte mis acciones. Por permitir que
el placer me quite la poca libertad que tengo.
Bajo las manos, enredando los dedos en el cabello grueso... y empujo
—No, Caleb. —Me giro, rodando lejos.
Me deslizo fuera de la cama. Encuentro el interruptor de la luz, y la enciendo. Los ojos
oscuros, entrecerrados contra la repentina luz. Despeinado, cabello negro imperfecto. Una
mancha de mi esencia alrededor de la expresiva boca. Camiseta, pantalón de traje, como una
tienda de campaña.
Descalzo. Hermoso. Brutal.
¿Cómo nunca vi la brutalidad, antes?
—X... ¿Qué está pasando contigo?
Me estoy rompiendo. El status quo se desmorona.
—No puedo evitar desearte, Caleb. Pero puedo evitar ceder.
—¿Ceder? ¿Como si estuviera prohibido, o algo así? ¿Como si hubiera algo mal en que
tengamos sexo? —Un paso alrededor de la cama, más cerca de mí. Atrapándome en una
esquina.
116 —¿Qué somos, Caleb? ¿Quién soy? ¿Qué soy para ti? ¿A dónde va todo esto? ¿Por qué
soy…? —Trago, dejo escapar un suspiro—. A veces, Caleb... A veces me siento como una
prisionera aquí. Me siento tu cautiva.
Una respiración, dura, larga y estremecedora. Una mano que pasa hacia abajo desde mi
frente hasta mi barbilla.
—X... vamos, no seas así. Esta no eres tú. ¿Por qué me estás haciendo estas preguntas?
—Estoy contra la pared, y las grandes manos están a cada lado de mi cara, enmarcando,
tomándome, atrapándome—. Moriste, X. No tienes a nadie. No sabías nada de ti. Yo te
enseñé a caminar de nuevo. Te enseñé a hablar de nuevo. Te enseñé a ser una maldita persona
de nuevo. Te di un hogar. Te di un conjunto de habilidades. Te di trabajo. Te di una vida
—Y a cambio, ¿todo lo que tengo que hacer es tener sexo contigo? ¿Hacerte una
mamada cada vez que lo desees? ¿Nunca hacer preguntas? ¿Nunca querer más?
—No es así, X.
—Ciertamente se siente así, a veces.
—Te equivocas. Tenemos algo. —Una exhalación en mi pómulo.
Unos ojos oscuros cargados de emoción indescifrable. No puedo leer esta cara, no
puede leer esos ojos café expreso. Esto, la proximidad, la honestidad, es nueva y
desconcertante. Es como si una brecha en la montaña hubiera sido abierta, dejando al
descubierto una fisura, dejando escapar la presión acumulada por largo tiempo.
—¿Qué tenemos, Caleb? Explícamelo. —Silencio—. Me salvaste, sí. Me
proporcionaste cosas, sí. Recuerdo todo eso. No lo he olvidado. ¿Pero esto? —Levanto las
manos, toco músculos pectorales duros, muevo las manos entre mi cuerpo y el que está
enfrente de mí—. No sé lo que somos. Qué es esto. Lo que realmente quieres de mí. Te vi
con otra mujer. Tienes un montón de mujeres, has dicho eso. ¿Visitas mujeres por toda la
ciudad y te acuestas con ellas? ¿Y luego vuelves aquí, a mí, cada vez que sientes que quieres
algo diferente, y tienes sexo conmigo, también? ¿Pero no estoy autorizada a cuestionar eso?
¿No se me permite ni siquiera dar un paseo fuera?
—Tuviste un ataque de pánico sólo por salir. No sabrías qué hacer ahí afuera, X. Lo
intentamos, ¿recuerdas? Te abrumaste. Dejaste de respirar. No te mantengo prisionera, te
estoy manteniendo a salvo.
Lo recuerdo. Los primeros días, había paseos fuera, en la ciudad, en las aceras, por la
tarde, multitudes pasando a nuestro lado. Logré caminar una cuadra, y luego el ruido y el
calor y los innumerables rostros y el alboroto de voces, las sirenas, los autos... todo cayó
sobre mí, me tumbó al suelo, hizo que mis pulmones se atoraran y mis ojos se marearan, hizo
girar el mundo y mi cabeza latió y tuve que ser llevada hacia el interior hasta que pude volver
a respirar, a salvo en mi habitación, en la oscuridad, con el mantra susurrado en mi oído:
Eres Madame X. Soy Caleb Indigo. Te salvé de un hombre malo. Estás a salvo aquí.
Voy a mantenerte a salvo. Eres Madame X. Soy Caleb Indigo. Estás a salvo conmigo. Nunca
voy a dejar que nadie te haga daño de nuevo. Todo esto es sólo un mal sueño. Estás segura.
Eres Madame X. Soy Caleb.
117 De repente está ahí, esas palabras, ese mantra, susurradas en mi oído, ahora, aquí y
ahora, en mi habitación, en este momento. Recordándome, llevándome de regreso a cuando
el mundo era nuevo, cuando estaba naciendo en personalidad. Cuando estaba aprendiendo el
idioma, lo que significaba hablar y escuchar y caminar, pensar y estar viva.
—Soy Madame X. Tú eres Caleb. —No puedo evitar susurrar de nuevo—. Me salvaste.
Me enseñaste todo lo que soy.
—Eso es correcto, X. Estás a salvo aquí.
Y, por primera vez en seis años, por primera vez desde la noche de los sueños y los
monstruos de ojos rojo sangre, siento un beso presionado en mis labios, suave y lento y
vacilante, como si besarme fuera nuevo tanto para el que besa como para mí.
Ni siquiera me atrevo a respirar hasta que los labios se alejan. No me atrevo. Respirar
sería inhalar el veneno de la verdad, mezclada con la confusión, enlazado con la seducción.
Presiono las palmas en tu pecho. Empujo.
—Crecí, Caleb. He cambiado. He aprendido cosas nuevas. No estoy del todo segura de
nada. Y mucho menos de ti y de mí…
—Maldita sea, X. —Eso entre dientes—. No me hagas esto.
Un largo, largo silencio. No me muevo, porque no puedo. El cuerpo pesado y perfecto
todavía me aprisiona, atrapándome contra la pared de mi habitación, con los brazos junto a
mis orejas, los labios sin tocar los míos.
—No me hagas esto. —Esa es, casi, una súplica.
Siento algo afilado dentro de mí. Empujo de nuevo. Más fuerte. Hasta que la pared de
pecho, brazos y muslos gira alejándose. Me lanzo pasando el calor y la ira, resbalo a mi cama,
desnuda salvo por una fina camiseta de algodón cuyo dobladillo apenas cubre mi trasero. Me
aparto de la mirada escrutadora. Respiro profundamente, de manera uniforme.
—¿X?
No respondo.
Un suspiro. Suena... triste. Abandonado. Solitario. Filoso para mí, algo duro y calloso.
Algo que recuerda un momento en un baño de hombres, cuando me sentí segura.
Cuando un beso me hizo sentir...
Atesorada.
Cambié en ese robado momento con un extraño.
Y no puedo regresar.

118
12
asa un mes completo.
Hago mi trabajo, pretendo ser distante e intocable, contesto
bruscamente e insulto a los jovencitos ricos y corrijo su gramática y su
postura, los empujo hasta el borde de su tolerancia. Y entonces, justo
cuando empiezan a pensar mal de mí, permito que guíen la conversación, pretendo que me
importa cuando hablan, los animo, los hago probar su encanto en mí. Pretendo estar
encantada. Pretendo estar casi seducida. Pretendo estar nerviosa cuando se acercan
demasiado. Todo es un juego. Siempre ha sido un juego. Pero ahora, parece aún más un
juego. Estoy adormecida por dentro, y la carga de la simulación es pesada.
Sola, espero. Pero la puerta de mi dormitorio no se oscurece de nuevo. No hay visitas
profundas en la noche.
¿Qué es esto grueso, que se encrespa, sin embargo, de alguna manera con una sensación
de ingravidez dentro? ¿Es esperanza? ¿Alivio? ¿Debería sentirme aliviada de que las visitas
119 parezcan haber terminado? Le debo mi vida. A mí misma. Mi pasado y mi futuro.
Es una deuda pesada.
Algo cambió, y no puedo determinar con precisión el momento exacto de cuándo, ni
cómo, ni por qué sucedió. O incluso qué. Algo que ver con Jonathan, de manera extraña. Al
ver a su transformación, tal vez el único éxito verdadero que he tenido, verlo desplegarse y
renacer de su capullo, convertido en un hombre que vale la pena conocer. Hizo una mentira
de lo que hago, la modificación fue toda por sus propios medios. Le proporcioné el impulso
de ver la necesidad del cambio, tal vez, pero eso a lo sumo. No cambié.
Ahora me pregunto qué tipo de servicio proporciono. Una vez pensé que hacía algo
que valía la pena. Pero ahora me lo pregunto. Estos jóvenes que pasan a través de mi vida,
¿qué hago por ellos? ¿Y qué pago recibo por hacerlo?
¿Cómo he existido, de alguna manera, de repente el término vivido parece demasiado
fuerte, durante tanto tiempo sin haber hecho ninguna pregunta?
He estado flotando, haciendo lo que me dicen, cegada de buena gana.
Ahora veo con más claridad, pero todo lo que puedo distinguir son los contornos de la
ausencia, la forma de todo lo que me estoy perdiendo. Veo lo mucho que no sé.
Y entonces, un día seis semanas después del evento de subasta de caridad, se abre la
puerta, y mi corazón deja de latir.
Estoy sentada en mi sofá, bebiendo té, esperando a mi último cliente del día.
Curiosamente, no recibí ningún expediente, ningún contrato. Sólo un aviso que indicaba que
el último espacio de tiempo del día, las seis y cuarenta y cinco de la tarde, se llenó en el
último minuto. El cliente proporcionará todos los materiales necesarios en el momento del
servicio.
Me siento, enganchando la pierna sobre la rodilla, y espero. Aliso mi vestido por
encima de mis muslos; Es un vestido blanco con un escote cuadrado, el borde cae un
centímetro por encima de mis rodillas. Tacones de cuña azules. Cabello en un nudo
engañosamente complicado en la parte de atrás de mi cuello, el colgante de zafiro en mi
esternón.
Ding.
Miro el mango de mi puerta girar, veo el movimiento de la puerta hacia adentro.
Encogiéndome de hombros, los cuadro, dejando salir el aire, obligando a mi postura a parecer
relajada, mi expresión en blanco, indiferente. Tiro del dobladillo de mi vestido más cerca de
mis rodillas, a fin de no desnudar demasiada carne.
Con el plato en la mano izquierda, la taza en la derecha. Porcelana blanca, oro que
recubre el borde del plato y el borde de la taza. Harney & Sons Earl Grey Imperial, con un
toque de leche.
Esos detalles están grabados en mi cerebro.
Veo sobre el borde de mi taza de té mientras la puerta se abre, una figura de sexo
masculino llena la apertura. Pasos. Cierra la puerta.
Mi corazón se congela. Los pulmones se detienen a medio respirar. La taza de té en
120 mis labios, se detiene. Ojos bien abiertos, sin parpadear.
Es él.
Logan.
Mezclilla azul oscuro, muslos gruesos apretados, un desgarre en la rodilla izquierda,
muslo derecho. Contorno rectangular de un celular en el bolsillo de la cadera derecha.
Camiseta negra, cuello V, abrazando las costillas y su poderoso pecho, con las mangas tensas
alrededor del bíceps dorado. Gafas de sol de aviador con marco plateado de espejo que
cuelgan en el vértice de la V. Cabello rubio ondulado peinado hacia atrás, que cuelga
alrededor de su línea de mandíbula, una hebra a través de sus ojos demasiado azules, casi
púrpuras. Línea de mandíbula tan fuerte, tan dura que podría estar cortada como los
acantilados junto al mar. Los altos pómulos afilados. Los labios curvados en una sonrisa de
complicidad mientras se encuentran con mi mirada. Labios que me besaron, labios que me
robaron el aliento y con él mi vida.
—Te encontré. —Tiemblo por el íntimo estruendo de su cálida voz.
Parece una voz que siempre he conocido, una voz que escuché en sueños no recordados,
los sueños que olvidas al despertar, sueños a los que quisieras poder volver mientras emerges
al insomnio.
Pongo suavemente la taza y plato en la mesa de café, a fin de no traicionar mis manos
temblorosas. No puedo quitar mis ojos de Logan. Así mismo, no puedo hablar, no puedo
ofrecerle más que un saludo educado.
Él se mueve hacia mí, con los ojos en mí todo el tiempo, y se sienta en la mesa de café,
una cosa robusta de madera gruesa negra y vidrio pulido, un mapa antiguo del mundo bajo
el cristal. Tan cerca. Rodillas acarician las mías.
Se inclina hacia delante, en mi espacio. Sonríe.
—¿Qué pasa... Madame X? ¿Te comieron la lengua?
Respiro, mis párpados se sacuden y soy sacudida de mi parálisis. Canela y cigarrillos.
Su mandíbula se mueve, rodando, elevándose, comprimiéndose; Goma de mascar, la fuente
de la canela.
—Logan. Yo… ¿Qué haces aquí? —Sueno sospechosa, preocupada, incluso molesta—
. ¿Cómo me encontraste?
—Una vez que tuve tu nombre, no fue tan difícil. Sin embargo, conseguir una cita tan
pronto lo fue. Estás en alta demanda, parece.
—¿Por qué estás aquí? —Tengo que recordar respirar, obligar cada respiración, cada
exhalación.
—Soy tu cita de las seis cuarenta y cinco. —Se mueve más cerca—. Estoy aquí para
aprender, Madame X.
Cada bocanada está llena de su olor, canela picante, tenue y acre humo del cigarrillo
pegado al algodón. Otros olores, demasiado débiles para identificarlos. Los olores de un
hombre que ha pasado por el día después de una ducha, huele a vida, al olor de la ciudad.
121 —Entonces. ¿Cómo es este trabajo, Cenicienta? —Aprieta el mango de mi taza de té
entre el pulgar y el índice, levanta la taza, y examina el contenido—. Té, ¿eh? ¿Tienes más?
Podría necesitar una taza de té. O algo más fuerte, si tienes.
Tomo la excusa bienvenida para alejarme, para encontrar un lugar donde pueda
encontrar mi aliento, mi equilibrio.
—Tengo té, o whisky.
—¿Qué tipo de whisky?
—Laphroaig. Malta, de dieciocho años.
—Ah. Buena mierda. —Se mueve para tomar mi lugar en el sofá, mi taza de té todavía
en su mano—. No me importaría una bebida, entonces —dice con un cadencioso acento falso,
abriendo y cerrando los ojos.
—¿Cómo lo quieres? —pregunto con el rostro girado ahora, botella en mano, poniendo
el vaso en posición vertical.
—Solo, por favor.
Vierto un solo dedo, y luego, algún instinto me hace añadir un segundo. Coloco el
tapón de cristal. Me vuelvo, y observo mientras Logan pone sus labios en mi taza de té, sus
labios coinciden con las impresiones de color rojo pálido, de mis labios, que dejó lápiz labial.
Inclina hacia atrás la taza de té, bebe mi té, vuelve a poner la taza en el platillo. ¿Por qué eso
me causa un temblor, desde mis huesos hasta mi carne, del cuero cabelludo hasta mis pies?
Le doy su whisky, y sus dedos acarician los míos. Mi piel quema donde me tocó.
Hormiguea. Retiro mi mano, hago un puño. Todavía me sacudo, abrasada por un toque
momentáneo.
No puedo darle la espalda, no puedo apartar la mirada mientras ahora levanta el vaso a
sus labios, y no puedo evitar ver mientras inclina el vaso, el líquido espeso de color ámbar se
desliza entre sus labios, y veo su nuez de Adán moverse mientras lo traga.
Siento celos por el whisky, tocando sus labios.
Y después me siento estúpida por pensar tal cosa ridícula.
Me sonrojo.
Me ruborizo.
Agacho la cabeza para cubrir mi vergüenza, pero luego se ríe mientras traga y deja el
vaso.
—¿Qué?
—Nada.
Estoy de pie frente al sofá, al lado de la mesa de café. Cerca, pero a una distancia
educada, a una distancia apropiada. Sin embargo, él se estira, acariciando mi mejilla con su
pulgar.
—Te estás sonrojando.
—No.
122 Se ríe de nuevo. Se pone de pie, atrapándome.
—Lo estás haciendo. Se nota. ¿Por qué te estás sonrojando, Cenicienta?
—No estoy ruborizándome. Y mi nombre no es Cenicienta.
—Lo eres, y he decidido que te queda. Me gusta.
—Has decidido. —Hay brusquedad en mi tono.
Tan cerca. Demasiado cerca. Treinta centímetros de distancia se mantiene entre
nuestros cuerpos, pero es demasiado cerca. El aire crepita entre nosotros.
Sonríe, dando una inclinación arrogante de sus labios.
—Solo estoy tomándote el pelo, X.
—¿Por qué Cenicienta? —Me oigo preguntar.
—Bueno... apareciste, toda reina de la fiesta, misteriosa y sexy como el infierno. Todo
el mundo quería saber quién eras. Te fuiste con mucha prisa, pero dejaste una zapatilla de
cristal detrás. No me dijiste tu nombre. ¿Y ese vestido? —Deja escapar una respiración
profunda y niega, como si lo hubiera sobrepasado—. Ese vestido. Jesús. —Se encoge de
hombros—. Parecía un cuento de hadas para mí.
—Ya veo. —Me alejo, doy pasos largos, y siento su mirada en mí mientras camino.
¿Mis caderas siempre se balancean tanto cuando camino? ¿Mis muslos siempre se
acarician tan deliciosamente uno contra el otro con cada paso?
Miro a un hombre y a su esposa caminar de la mano, juntos, trece pisos más abajo. No
puedo pensar en inventar una historia para ellos. Casi puedo verme allí, caminando de la
mano con un hombre rubio. Ninguno de los dos habla. Sólo caminamos, con los dedos
entrelazados, moviéndonos en sincronía. No sé a dónde vamos, el rubio y yo. No importa;
sólo vamos, y vamos juntos.
Niego, dándome la vuelta para congelarme, jadeo. Él está allí, de alguna manera detrás
de mí y no lo oí moverse, ni sentí su presencia. El whisky se quedó sobre la mesa, con las
manos sueltas a los lados. Ojos índigo de complicidad. Viendo. Perforando.
—¿Quién eres, X? —La voz como un arco dibujado a través de una cuerda de chelo,
la nota más profunda, baja y emotiva. Acariciándome, haciendo temblar mis huesos,
haciendo que mi piel se erice, sólo con su voz. Es como un toque, de alguna manera íntimo.
¿Cómo contesto? Siento opresión en la garganta.
—No sé. —Mi capacidad para mentir se quedó atrapada y descartada por la franqueza
en sus ojos.
—¿No sabes quién eres? —Incredulidad.
Me encuentro a la defensiva.
—¿Y quién eres tú, Logan Ryder? ¿Cómo responderías a esa pregunta?
Parpadea lentamente, mete las manos en los bolsillos de su cadera, me mira durante un
largo momento.
123 —Soy Logan Ryder. Soy empresario, un inversor ángel, y un filántropo. Soltero y sin
ataduras. Un alborotador semi reformado.
—Eso es lo que eres, Logan. No quién eres. —Presiono la espalda contra la ventana,
necesitando espacio.
Cuando está cerca no puedo respirar, pero no de pánico. De otra cosa. El pecho apretado
por la anticipación. Recuerdo. El miedo a lo que podría hacer si se presiona de nuevo, como
lo hizo en el baño. No tengo ningún control cuando está cerca. Me hace cortocircuito, y estoy
nerviosa.
—Nací en San Diego. Crecí en la pobreza. Fui surfista. Pasaba mis días en la playa,
sobre las olas. Saltándome la escuela a la que asistía. —Sus ojos son distantes, viendo el
pasado—. Me metía en problemas. Estaba con la gente equivocada. Hice algunas cosas
malas... vi a mis amigos morir, y me di cuenta que tenía que salir de esa vida, o terminaría
muerto o en la cárcel. Me pareció en ese momento, que la única salida para alguien como yo
era unirme al ejército. Así que pasé los siguientes cuatro años usando verde militar. Nunca
entré en combate, pero sí recibí el entrenamiento suficiente sobre cómo trabajar duro y salir
de fiesta duro. Tengo mi preparatoria, así que al menos algo bueno salió de eso.
—Ese es tu pasado, no quién eres. —Mis manos están completamente contra el cristal
frío.
—Es más de lo que cualquiera sabe de mí.
—Oh.
—Sí... Oh. —Sonríe—. Estoy llegando a la parte que empieza a definir quién soy.
Después que salí del ejército, me aburrí a muerte. Tenía algo de dinero ahorrado y nada que
hacer. Fastidiado un poco, empecé a meterme en problemas otra vez. Tengo una habilidad
especial para los problemas, ves. Me siguen, y los sigo. Estamos muy estrechamente
entrelazados, los problemas y yo. Conocí a un tipo en un bar en San Luis. Era contratista de
seguridad privada. Hablamos de un buen juego, me hizo registrar una temporada en el
desierto. Una temporada como contratista de defensa se volvió dos, después tres. Buen
dinero, cosas malas. —Se encoge de hombros—. Me salí después de la tercera, tomé mi
dinero y huí. Había visto suficiente. Hecho lo suficiente. Así que tomé lo que tenía, compré
un bar en Chicago, lo rediseñé, le di un nuevo nombre y nuevo personal. Lo vendí. Lo hice
de nuevo. Gané buen dinero, descubrí que tenía buena cabeza para ese tipo de cosas. Y me
gusta ensuciarme las manos, romper los lugares en pedazos y reconstruirlos. Luego tuve esta
oportunidad de inversión... aquí, en Manhattan. Una inversión de grandes cantidades de
dinero, el riesgo grande, gran retorno. Eso... no salió bien. Digamos eso y dejémoslo allí.
Tengo la sensación que hay un considerable hueco en la trama.
—Estás saltándote algo, Logan.
Asiente.
—Sí. Esa es una historia que no estoy interesado en contar por el momento. Es una
gran parte de lo que soy, pero aun así, es difícil hablar. Aún como que debo aprender a
superarlo, se podría decir.
—Pero me preguntaste quién soy. No es tan fácil responder, ¿verdad?
124 Simplemente se encoge de hombros, levantando un hombro.
—¿Es justo hacer una pregunta que encuentro difícil responder yo mismo? No. Claro
que no. Pero la forma de contestar a esa pregunta, me dice algo. Tú, por ejemplo, no
respondiste en absoluto. Meramente devolviste la pregunta hacia mí. Estás a la defensiva.
Privada. Imposible de conocer. ¿Quién eres, X? —Sus ojos son profundos y agudos—. Dame
una respuesta. Alguna cosa. Cualquier cosa.
Se supone que no tengo que hablar de mí. Nunca se he dicho abiertamente, en voz alta.
Es una regla tácita. No hablar de mí misma.
Pero, ¿cómo puedo no hacerlo? Me está mirando, viendo dentro de mí, sus ojos como
los mares más profundos, turbulentos y agitados y cargados de tales profundidades
impenetrables que podrían perderme y triturarme y devorarme.
—Soy Madame X. —Es una respuesta, ¿verdad?
—Más. —Una demanda tranquila. Una orden.
—Yo... no sé. —Me aparto, desesperada, descanso mi frente contra el vidrio y lo
empaño con mi respiración—. Deberías irte.
—Todavía me quedan cincuenta minutos, X.
¿Diez minutos? ¿Eso es todo lo que ha pasado? Una eternidad, estirada, delgada y
retorcida en forma de bucle, todo dentro del espacio de seiscientos segundos.
—Dime un hecho sobre ti misma. No tiene por qué ser embarazoso, o un secreto. Sólo...
cualquier cosa.
—¿Por qué? —susurro.
Esta debería ser una simple conversación, pero no lo es, e incluso el porqué, está más
allá de mí. Me confunde, pone todo lo que sé, sobre cómo funciona mi vida, de cabeza.
—Porque tengo curiosidad. Quiero saber.
—Soy española.
Está demasiado cerca. Apoyado. Su aliento en mi oreja.
—No fue tan difícil, ¿verdad?
—¿Qué pasó? ¿Con la inversión? —¿Por qué diablos estoy preguntándole eso?
Ríe.
—Directo a la yugular. Fue... complicada. Ciertos elementos del acuerdo no fueron
exactamente legales. Lo sabía, pero pensé que tendría suficientes capas para mantenerme
limpio, se podría decir. Pero... me traicionaron.
—Así que eres un criminal.
—Una vez lo fui, sí. Semi reformado, recuerda. Todos mis esfuerzos comerciales
actuales son totalmente legales.
—No pareces de ese tipo.
125 —¿De qué tipo?
—Ser un criminal.
—Llegué a un punto en el que tuve que reinventarme. —Sigue estando tan cerca que
puedo oírlo tragar, escuchar su respiración.
Todavía huele ligeramente a goma de canela, pero ese olor es dominado por el whisky.
No sé lo que hizo con su goma de mascar; un detalle extraño a notar. No obstante, no me está
tocando. Está de pie en mi espacio.
¿Por qué no estoy dándole un empujón?
—La reinvención de uno mismo es difícil —digo.
—Sí. Lo es. —Su dedo ahora, el dedo índice, en mi barbilla. Simplemente tocando. No
me vuelvo hacia él, apenas me toca—. ¿Por qué tuviste que reinventarte a ti misma, X?
—Porque yo... me perdí. —Es una forma de la verdad, si carece de sustancia.
—Estás dejando algo fuera, X.
—Sí.
—¿Qué tal tu verdadero nombre?
—Ya te lo dije. Mi nombre es Madame X.
—Eso ni siquiera es español. —Hay una sonrisa en sus palabras, aunque no me vuelvo
para verla. Puedo oírla, y es lo suficientemente cegadora en su belleza, incluso oída pero sin
ser vista.
Dejo escapar un largo y lento suspiro.
—Es el único nombre que tengo.
Tengo la sensación de que su sonrisa se desvanece. Mis ojos cambian su enfoque, y
ahora pueden ver su reflejo en el cristal de la ventana. Sus ojos están buscando, un mechón
de cabello dorado a través de su ojo. Las comisuras de sus ojos están arrugadas, como si
viniera de largas horas entrecerrando los ojos en el sol. Su piel está curtida, correosa.
Robusto. Es precioso, pero duro y afilado, la amenaza se filtra por sus poros. Sin embargo,
de alguna manera completamente gentil. Tan poderoso, tan seguro de su capacidad de
eliminar cualquier amenaza por sí mismo, que no necesita postura. Un tigre en la selva que
sabe que es el rey.
—X. ¿Por qué X?
Mis ojos van, por propia voluntad, a la pintura en la pared. Él se aleja de mí, y suspiro
de alivio. Pero voy tras él, a su lado frente al Retrato de Madame X. Lo examina. Lo miramos
en silencio durante mucho, mucho tiempo. Yo, recordando. Él, tal vez, buscando pistas. No
va a encontrar ninguna en las pinceladas, ni en la composición, ni en el tema, ni en el uso del
color, el negro y los marrones, ni en el arco de su cuello o la nitidez de su nariz, la palidez de
su cabello o la cortina en su mano. Las únicas pistas se encuentran dentro de mí.
Mi voz, tranquila a la luz dorada de la tarde.
—Me perdí. Perdí... quien era. Quien podría ser. Perdí... todo. Y vi esta pintura. No sé
por qué, pero me llamó la atención. No tenía nada, ni nombre, ni pasado, ni futuro. Y vi esta
126 pintura, y... significó algo para mí. Me vi en ella, de alguna manera. No lo sé. Nunca lo sabré.
Pero elegí esta pintura. Madame X. Otros retratos de la época, tienen nombres dados. ¿Pero
éste? Sólo... Madame X. Tiene nombre, sabes: Virginie Amélie Avegno Gautreau. Pero en
este retrato, es Madame X. El tema de una pintura, ni más ni menos. Algo en eso significó
algo para mí.
Espero un comentario, algo profundo y significativo. En su lugar, se gira y atraviesa la
habitación hasta la pared de enfrente, a La noche Estrellada de Van Gogh.
—¿Y éste?
Me encojo de hombros.
—Simplemente me gusta.
—Tonterías.
Frunzo el ceño ante la vulgaridad repentina y severa.
—Logan…
—Dime la verdad, o dime que me calle, pero no me mientas.
—No te estaba mintiendo. Lo vi y me gustó. Me sentía vacía, y... en blanco.
Entumecida. La clase de adormecimiento donde tienes tantos sentimientos que acabas por
dejar de sentir alguno de ellos. No podía expresarlos, no podía expresar nada. ¿Y esta pintura?
Expresa tanto. La soledad, pero también la paz. La distorsión, la confusión, la pasión. Incluso
la locura. Sin embargo, hay algo a qué aferrarse, en el campanario de la iglesia. Lo miras, y
puedes ver tantas cosas. Sea lo que sea que haya traído tu pasado, hay algo de esta pintura en
ti. Por supuesto, entonces... no sabía nada de eso. Ni siquiera mi nombre. Sólo... sabía que
podía mirar La Noche Estrellada y que me ayudaría a darle sentido a algunas de las muchas
cosas en mi mente.
—Tengo tantas preguntas. —Su voz es tranquila mientras dice eso, como si admitiera
un secreto que teme sea revelado.
—Yo también. —Hay mucha más verdad en esas dos palabras de lo que incluso puedo
soportar.
Me veo obligada a alejarme, a dejarme colapsar en el sofá. Encuentro que mis dedos
se cierran alrededor del vaso de vidrio, mirando el valioso dedo de whisky. Tocando mis
labios. Y sí, mis labios tocan la tenue mancha en el borde, donde presionó su boca contra el
vaso: una intimidad. Mis labios queman, mi garganta se quema, mis ojos lagrimean, toso y
trago, toso. Líquido de fuego en mi garganta, se extiende a través de mi estómago y de mis
venas.
Oh.
Esta es la razón por la que beben cosas tan viles.
La postcombustión, el calor en mi sangre, el vertiginoso calor en mi cráneo... otro
probada, otra vez tos, trago, tos, tos y el zumbido se expande.
Podría flotar.
Los codos sobre las rodillas, las rodillas juntas, los pies bien separados, inclinándome
hacia delante, mirando el mapa con su extraña ortografía y extraña curvatura y relaciones
127 geográficas no del todo precisas, estoy mareada y flotando en las nubes, buscando una
holgura en mi cráneo, alguna desconexión vital. Una correa de sujeción, que serpentea y se
curva en sí misma, desvinculada.
Su mano, envolviéndose alrededor de la mía. No toma el vaso, sino más bien su mano
sobre la mía, en la mía, engullendo y envolviendo, cubriendo. Está en el sofá a mi lado.
¿Cómo? ¿Cuándo? No es enorme. Mide quizás uno noventa o más, como máximo.
Compacto. Sus músculos parecen... más duros, de alguna manera. Más gruesos, aunque no
tan enormemente abultados y perfectamente diseñados... Niego, olvidando hacia dónde iba
esa línea de pensamiento. Es un depredador. Cada músculo perfeccionado por el uso. Nada
de repuesto, nada en exceso. Estoy mirando. Indefensa.
Arrastro mi mirada hacia arriba, lejos de la escultura de sus brazos, pecho y muslos,
arriba, a las piscinas índigo tumultuosas, tan brillantes y vivas como para ser casi
luminiscentes.
Oh...
Soy succionada. Caigo hacia adelante. Veo la eternidad en ese tono de azul.
Mi mano, debajo de la suya, se aferra al vaso. La suya, sobre la mía, asciende. El vaso
de whisky con su contenido toca su boca. Muevo el vaso hacia arriba, mi mano hace el
movimiento, derrama el líquido sobre su lengua. Puedo ver sus dientes, una mancha de color
rosa de lengua. Miro sacudirse su nuez de Adán. No tose mientras traga. Ahora el vaso, casi
vacío, se está moviendo hacia mí. Mi mano debajo de la de Logan. Nuestras manos
moviéndose en sincronía. Lleva el vaso a mis labios, lo inclina, y trago.
Quema.
En mi garganta, en mis venas, entre mis muslos.
Caliente y húmedo, abrasador y potente como el whisky escocés en mi vientre, piscinas
entre mis piernas.
Las fosas nasales de Logan se ensanchan, y me pregunto si puede oler mi esencia.
¿Cuánto tiempo ha pasado ahora? ¿Cuántos minutos se han ocupado en el intercambio de
sorbos, el mío y el suyo? Pasaron en silencio, sin embargo muchos. Pero este silencio… está
vivo. No la mera ausencia de la palabra o del sonido, sino la comunicación de algo más
profundo, algún lenguaje de ojos encontrándose, de manos acariciando y respiraciones
contadas, una sintaxis de miradas sensuales, y algo más profundo, sin embargo, había algo
en el intestino, algo compartido que no se puede enumerar o encapsular o comunicar por el
mero pensamiento o el lenguaje.
Así como hay algo en la belleza del arte que despierta el alma, también hay algo en un
silencio profundo vital que mueve el corazón.
Sus ojos se mueven a mis labios mientras trago el whisky, y esta vez no toso. Lamo
mis labios, y sus ojos siguen el camino de mi lengua, de esquina a esquina de mi boca,
capturando cada gota de whisky. Su lengua se mueve, también. Entre sus labios y lo miro
mientras me observa. Casi puedo saborear su lengua y sus labios en lugar de los míos.
Sus labios se abren, y suspira, el aire pasa ligeramente por su nariz también. Sus cejas
se mueven hacia abajo, la arruga en el puente de su nariz es profunda. El suspiro... fue el
128 sonido que hizo después de besarme.
Oh. Así es como suena. Oh, una respiración, en vez de hacer vibrar las cuerdas vocales.
Tengo ese sonido capturado en mi alma.
La punta de mi nariz toca la suya. La tierra se ha inclinado y estoy cayendo en él. Mis
codos aún están en mis rodillas, pero mis brazos se cruzan en una X, la mano izquierda caída
sobre la rodilla derecha y viceversa.
Tres sorbos de whisky. No estoy borracha; Estoy intoxicada por Logan.
Hay una pequeña cantidad de líquido en la esquina de la boca de Logan. Soy totalmente
agarrada por la necesidad de lamerla. De besarla. De degustar el whisky en su piel. Me inclino
hacia delante, respirando lentamente, deslizando la lengua por mis labios.
Pero en el último momento, me sorprendo a mí misma, me detengo. Podría llorar por
la necesidad de probar su beso, de degustar su piel endulzada con whisky. En su lugar, paso
el pulgar por su boca. Limpiando. Frotando. Y entonces...
Chupo el toque de humedad de mi pulgar. El pecho de Logan hace un sonido como de
montañas chocando. ¿Un gemido? ¿Un murmullo?
El sentido regresa, aunque en fragmentos de vértigo. Me tambaleo y me levanto,
tropiezo alejándome, al dormitorio junto.
Él es demasiado. Demasiado cerca. Demasiado intenso, demasiado incrustado en el
sentido de mi necesidad y envuelto en la esencia de mi deseo. No puedo imaginar momentos
sin él ahora. Sin embargo, no puedo respirar porque es todos los segundos fractales que
poseo, es cada fragmento de tiempo, y cada respiración es una bebida de él. Intoxicada,
respiro aún más de él. Ahogándome, vengo a ser nada más que el sabor de su presencia, el
sabor de sus ojos en los míos y la mirada de nudillo tras nudillo, el festín del recuerdo de un
beso.
Cierro la puerta de mi habitación y colapso hacia atrás contra ella. No oigo nada. Sólo
el atronador golpe de mi corazón, el conocimiento de mi culpabilidad. La promesa de lo que
las cámaras han visto, y lo que voy a sufrir por ello.
Oigo mi puerta abrirse. Es un sonido sutil, un clic del pomo, el pestillo deslizándose.
El susurro del sello en la madera.
De repente, el pánico se apodera de mí.
Si se va ahora, voy a colapsar hacia el interior como una estrella por su propio peso.
Sin pensar, abro de golpe la puerta de mi dormitorio, yendo hacia fuera, cruzo la sala
de estar, ahora vacía, el vaso vacío en la mesa de café. Mi puerta se está cerrando. La agarro.
—¿Logan?
No sé lo que viene a continuación; no he pensado tan lejos por delante. Sólo sabía que
no podía dejarlo ir así.
Lo veo ahora. De espaldas a mí, con los anchos hombros encorvados, inclinado y con
duros puños apretados, con la hermosa cabeza agachada. Una viril, figura masculina
imponente, excitada y erótica.
129 —Cenicienta. —Escucha mi puerta, gira la cabeza para mirarme por encima del
hombro. No está sonriendo, y su pecho se agita como si su respiración fuera el resultado del
combate físico intenso.
—Príncipe azul —susurro, apenas audible, un sonido pequeño, sibilante.
He cruzado el umbral. Hacia el pasillo. Fuera del alcance de las cámaras.
Otra regla tácita, violada.
¿Qué vendrá después?
Me estrello contra su pecho, y sus manos están en mi espalda baja, tirando de mí contra
él. Nos volteamos, una serie de pasos de baile, con la boca oblicua a través de la mía, no sólo
besándome sino degustándome, sintiendo, explorando, desafiando, tentando. Giramos. Soy
elevada de la tierra, y mi columna está contra la pared al lado de mi puerta, una rotación
completa de 360 grados. Sus manos en mi espalda. Oh... más abajo. Yemas de dedos
clavándose en el suave oleaje superior de mi espalda. Siento su corazón latir a un ritmo de
doble martillo en su pecho, tan furioso como el mío. Mis brazos... se deslizan alrededor de
su cuello, manos tomando la parte posterior de su cabeza y nuca debajo de su cabello, suave,
firme, caliente, fuerte.
Lo beso.
Me empujo hacia arriba a su boca y comprometo su beso.
Todo el mundo deja de existir. Se desvanece. Destellos y centelleos, una llama de vela
apagada.
Oh, este beso.
Esto es todo.
Toda la historia y toda la potencialidad del futuro.
Las minucias del presente, se comprimen en la singularidad de su boca en la mía, sus
manos tiernas y fuertes y seguras, explorando suavemente la curva de mi trasero y la campana
de mis caderas. Tira, me mantiene tensa en su contra.
Siento su gruesa erección entre nosotros, estoy tan alineada contra su cuerpo duro.
Soy condensada a una masa de necesidad.
El beso es éxtasis, deslizando su lengua entre mis labios, saboreándome, explorando y
buscando. Lo degusto en respuesta, le devuelvo el beso. Con mi cuerpo reclamo su beso, su
toque. Sus manos se mueven hacia abajo a la parte posterior de mis muslos, toman, se doblan,
y de repente estoy en el aire, y mis piernas parecen saber qué hacer. Se envuelven alrededor
de su cintura. Me retuerzo. Gimo. ¿Es esa mi garganta, haciendo un ruido tan necesitado? Lo
es. Su mano está en la parte de atrás de mi cuello, debajo del nudo de mi cabello, su otro
brazo debajo de mi trasero, me apoya, me sostiene.
Nuestro beso es uno hambriento, como si ambos hubiéramos estado toda la vida sin
esto, sabiendo en nuestras entrañas que lo necesitábamos, sin tener un nombre para él o una
definición, pero ahora aquí está, y no podemos vivir sin él otro momento. Un beso de absoluta
necesidad.
Me retuerzo, mis piernas alrededor de su cintura, mi centro girando contra su vientre.
130 Mis pechos aplastados contra su pecho.
Podría correrme con su beso solamente, casi lo hago.
—X... —Respira, y el beso se rompe.
Ding.
Bajo de un salto, zafándome y atravesando la puerta, corriendo a mi habitación.
Cerrando de golpe la puerta de mi habitación detrás de mí. Yendo bajo las sábanas de mi
cama.
Tiemblo.
Lloro, tan tensa por el éxtasis que podría iluminar una ciudad. Lloro, las lágrimas mojan
la sábana bajo mi mejilla, abrumada, superada. Y, mientras lloro, con los ojos cerrados
apretados, lo veo. Cabello rubio colgando alrededor de su cara, y ahora sus manos a través
de él, empujándolo hacia atrás. Sus ojos son cálidos, sabedores, me acarician con su luz
ultravioleta. Y lo siento, su cuerpo alrededor del mío, sus manos sobre mí, sus labios sobre
los míos, su lengua dentro de mi boca. Lo saboreo. Escocés y débil canela.
Lágrimas en mis mejillas, el pecho agitado con un salvaje desorden de emociones,
estoy subsumida bajo una ola de necesidad tan potente que me retuerzo en mi cama, las
piernas en tijera. Mi vestido se subió hasta alrededor de mis caderas, y estoy cubierta bajo
las mantas. Soy súper consciente de mi mano, mientras atraviesa mi vientre y va entre mis
piernas. Se desliza bajo el elástico de mi ropa interior. Lamo mis labios y saboreo la sal de
las lágrimas y la leve impresión del whisky y el sabor de los labios de Logan. Siento su boca
en la mía. Sus manos en mi espalda, acariciando, apretando, explorando con tanta gentileza
posesiva y dulce. Y su beso, la forma en que se encendió dentro de mí, el fuego en mi alma,
haciéndome sentir más viva de lo que nunca me he sentido.
Me toco.
Pongo mis dedos en mis partes, los deslizo en mi calor húmedo, y me corro, una vez,
con fuerza, inmediatamente después del contacto, más rápido que el pensamiento, y veo sus
ojos, siento su aliento, saboreo su necesidad. Reprimo un gemido. Me retuerzo contra mis
dedos y finjo que son los suyos, moviéndolos contra mi clítoris, haciendo círculos alrededor
de él... de este modo... me corro de nuevo, con más fuerza, y pretendo que esos son sus dedos,
dos, hundiéndose profundo en mi apertura, doblándose y, arrastrando la humedad por encima
de mi clítoris, y son sus dedos, expandiendo mi esencia en círculos, cada vez más rápido
hasta que me tenso bajo las mantas, soltando respiraciones salvajes de aire reciclado caliente,
los dientes cerrados duramente en mis gemidos de su nombre.
—Logan... Logan... —susurro desesperada.
Tengo que respirar aire fresco. Lanzo las mantas de nuevo a mi cintura. Me limpio los
ojos con la mano libre. La que no sigue atrapada entre mis muslos. Ya no estoy llorando,
pero estoy tan angustiada que no sé cómo se siente incluso todo, la forma de expresarlo.
Podría gritar. La energía hierve dentro de mí, todo mi cuerpo arde de adrenalina y del
recuerdo y del calor.
Necesito a Logan.

131 Lo necesito. Dios, lo necesito. Me hace sentir viva. Soy libre en él, con él.
Voy corriendo a la ventana. ¡Sí! Ahí está. Yendo a través del camino, el paso flojo,
fácil. Manos en los bolsillos. Llega al otro lado, se detiene, se vuelve. Mira hacia arriba.
¿Puede distinguir mi ventana de todas las demás? No es más que un simple rectángulo de luz
tenue en una ciudad de incandescencia. ¿Estoy perdida en el resplandor?
Pongo una mano en el vidrio, la palma, los dedos extendidos al lado de mi frente,
apoyada en la ventana fría. ¿Él me ve? Levanta una mano, me hace señas, una vez. Y
entonces, oh, entonces pone su pulgar en la comisura de su boca, como si se secara una gota
de humedad. Un gesto, que se repite, que se refleja. ¿Una señal?
A trece pisos de altura, sin embargo, ¿me verá? ¿Es posible?
Se aleja entonces. Desciende las escaleras hasta el metro. Se va.
Me estremezco con el recuerdo de su beso, las secuelas de mi fantasía de su toque.
Haría cualquier cosa para hacer realidad la fantasía.
Cualquier cosa.
Sé que nunca voy a dormir, así que voy a mi biblioteca y pretendo leer, pretendo que
no estoy pensando en él. Pretendo que no estoy maquinando, con esperanza, soñando…
Fantaseando con imposibilidades.
Me quedo dormida en mi silla en la biblioteca, con las luces encendidas, en silencio,
soñando con cabello rubio y ojos índigo y labios que me llevan lejos de aquí.
132
13
espierto, desorientada, rígida.
Y entonces recuerdo anoche, y mis dedos tocan mis labios. Sonrío.
Me estiro, con las piernas enderezándose lejos de la silla, con rigidez en
la columna y me doblo hacia atrás, los brazos tensos y temblorosos, un
estiramiento de todo el cuerpo, felino y exuberante.
Ding.
Parpadeo con confusión; ¿me quedé dormida? Todavía estoy en mi vestido del día de
ayer, el cabello desordenado, enredado y parcialmente anudado, el maquillaje corrido. Puedo
sentir el maquillaje apelmazado y laminando mis ojos.
El espacio de tiempo entre la llegada del ascensor y la puerta delantera abriéndose es
infinitesimal. El soplo de un momento, incluso menos.
Una gigantesca figura negra llena la puerta de mi biblioteca. Thomas.
—Él ve el video de ayer. —Su voz es como la nota más profunda de un bajo
133 distorsionada electrónicamente más baja. Imposiblemente profunda, almibarada, y sin
embargo, de alguna manera suave como la seda.
Estoy lenta, somnolienta.
—¿Qué? ¿Quién vio cuál video?
Thomas da tres airados pasos largos hacia mí, se eleva por encima de mí, y la expresión
de sus ojos es tan aterradora que estoy impactada y completamente despierta.
—La vio a usted y a ese hombre de la subasta. Con el cabello amarillo.
—Caleb. ¿Vio las cintas? —Estoy empezando a entender el problema.
Thomas agarra mis brazos, me retuerce, me impulsa hacia la puerta principal.
—Está enojado. Tiene que irse.
—¿Irme?
—O creo que morirá. Él está enojado. —Thomas, con su fuerte acento africano, no
quiere decir como enojado como en molesto, me doy cuenta. La implicación es más
aterradora que la mera molestia.
Estoy descalza. Mis zapatos de ayer están olvidados, entre la puerta principal y la
biblioteca. Uno, sobre su costado. El otro, al revés. Los jalo con los dedos del pie, meto los
pies en ellos. Voy hasta la puerta, desenredando mi cabello.
Thomas gruñe con su pecho.
—No hay tiempo para zapatos, no hay tiempo para arreglar su bonito cabello. ¡Váyase!
Suelto mi cabello, doy un paso hacia la puerta, y tropiezo hacia el pasillo, al ascensor,
que se encuentra abierto. La llave se encuentra todavía dentro, marcando el piso 13. Thomas,
en su traje occidental a medida, se ve feroz y salvaje, el blanco de sus ojos brillantes,
mostrando los dientes. Incluso en el traje occidental, se parece a un antiguo guerrero de
Nubia. Lo puedo ver con una piel de león, con un escudo redondo y una lanza larga, bailando
en el polvo y el calor del sol africano.
Parpadeo, y es simplemente Thomas de nuevo, con un traje negro con camisa blanca,
corbata negra delgada, una tensa espiral bajando detrás de su oreja y debajo de su cuello. Sus
ojos se van fuera de enfoque por un momento, y pone un dedo en el dispositivo en su oído, y
luego me mira. Llega más allá de mí, gira la llave hasta el PH-el ático, y luego me saca del
ascensor.
—Por las escaleras. —Empuja para abrir lo que pensaba era una escalera de incendios.
Bloqueada, equipada con una sirena o algo.
Sólo una barra de protección y las marcas de una salida de emergencia. No hay sirenas
sonando cuando empujo la puerta. Una escalera más allá, paredes color blanco grisáceo,
pasamanos de metal, escaleras azules recauchutadas en una espiral descendente cuadrada.
Con los zapatos en la mano ahora, corro por las escaleras. Tropiezo y pierdo un escalón,
escucho la voz de Thomas, no puedo distinguir las palabras. Muevo las manos y tropiezo por
las escaleras tan rápido que mis pechos se sacuden dolorosamente. Pierdo otro escalón
cuando llego a un rellano, tropiezo, chocando contra la pared opuesta. Hago una pausa para
recuperar el aliento, el brazo, el codo, la cadera adolorida donde me golpeé contra la pared
134 de yeso. Abajo, escucho una voz.
—Está bajando por las escaleras. —Una voz masculina, nasal y poco familiar—.
Thomas la alertó, eso creo. Sí señor... Estoy en camino hacia arriba desde el piso siete. Alan
está en la planta baja. La encontraremos, señor, se lo prometo. Sí. Le diré cuando la tengamos.
Ilesa, lo tengo. Está claro, señor. Ni un rasguño.
La voz hace eco unos niveles hacia abajo y cada vez más cerca. El pánico me ahoga.
Empujo la puerta en el rellano, marcada con un 10 con pintura negra. Un pasillo limpio,
moderno pintado de negro, pálidas paredes grises, alfombras crema, pinturas abstractas en
las paredes. Una habitación, el baño de hombres, el baño de mujeres. Voy al baño de mujeres,
agarro el mostrador y me inclino, jadeando por aire, luchando contra los sollozos. ¿Qué está
pasando? ¿Por qué Thomas me avisó, me ayudó a escapar? ¿Le doy pena, se preocupa por
mí? ¿A dónde cree que podría escapar? Nada tiene sentido. Y el escape de la escalera de
incendios sin la alarma me confunde también. Tal vez quiso decir sólo dar tiempo a que la
ira de Caleb se calme. No lo sé. Sólo sé que tengo que aprovechar la oportunidad que se me
presenta. No puedo estar más aquí. No después de lo que he experimentado con Logan.
¿Qué hago ahora? Me miro en el espejo. Tengo un aspecto horrible. Tomo una
respiración profunda, empujando hacia abajo el pánico.
Pensamientos claros, decisiones racionales. No actúes con pánico ni con miedo.
Uso mis dedos para liberar mi cabello de su nudo, perdiendo unas hebras largas y
negras en el proceso. El lazo de cabello elástico tiene mi cabello enredado alrededor de él, y
mi cabello es un desastre enmarañado. Me peino con los dedos lo mejor que puedo y luego
lo tuerzo en un moño, reuniendo todos las hebras sueltas, mojándolo en el lavabo un poco
para suavizarlo todo. Lo ato de nuevo. Jabón de manos y agua, froto mi cara limpiándola. La
seco con una toalla áspera de papel marrón de un dispensador automático; que me tomó un
momento descubrir.
Cara impecable, cabello peinado. Enderezo mi vestido, aliso la peor de las arrugas de
la mejor manera posible. Ajusto mi escote. Tiro hacia abajo del dobladillo. Me deslizo en los
zapatos. Respiro profundo.
Salgo, encuentro la escalera, miro hacia atrás, pensando en usar el ascensor. Están
buscando por mí en la escalera ahora, supongo.
Mientras estoy debatiendo internamente, escucho el crujido estático haciéndose eco en
la escalera, una voz masculina. Me alejo, siguiendo el corredor y tomando un giro a la
izquierda, deslizándome a través de una puerta de vidrio a una oficina. Hay un escritorio,
madera adornada y pulida. Plantas en macetas altas en las esquinas, arte puntillista en una
pared.
Una joven con unos auriculares está sentada detrás del escritorio, frente a una pantalla
de ordenador.
—¿Puedo ayudarle?
—Creo que me bajé en el piso equivocado —le digo—. ¿Me puede indicar hacia donde
están los ascensores?
Sus ojos se estrechan, se mueven sobre mí. Está buscando algo.
—¿Puedo ver su placa de seguridad, señorita?
135 —Yo…
Toca un botón enfrente de ella.
—Si pudiera esperar un momento, haré que seguridad venga y le conseguiremos una
tarjeta de identificación temporal.
Me vuelvo y me escabullo.
—¿Señorita? ¡Tiene que volver! —Su voz es fuerte, luego suave cuando la pesada
puerta se cerró detrás de mí.
Devuelta en los ascensores, toco el botón de llamada. Espero, pánico crece en mis
entrañas. Las puertas del ascensor sisean abriéndose, y entró en la cabina vacía. Este no es el
mismo ascensor que se detiene en mi puerta. Hay botones, decenas de ellos: G, un número
uno con una estrella al lado de él, y luego los números ascendentes todo el camino hasta el
cincuenta y ocho. Mi piso, trece, no se encuentra. Miro dos veces: diez, once, doce, catorce,
quince...
Presionó la G. ¿Para el garaje? No lo sé.
Una sensación de descenso. El instinto me hace presionar el dos, y el ascensor se
detiene. Salgo en el segundo piso, suprimiendo mi pánico. Asumo que hay cámaras de
seguridad en todas partes, que los guardias están a sólo segundos detrás de mí. Tengo mil
problemas por delante, pero lo único que quiero ahora es salir de este edificio.
Mientras salgo, miro de lado a lado, un guardia de seguridad en un traje negro, walkie-
talkie en mano, da pasos alrededor de una esquina, me ve, grita.
—¡Deténgase!
Retrocedo, aprieto el ícono de cerrar la puerta, presiono el primer número que mi dedo
encuentra. El superior, cincuenta y ocho. Oigo un puño sobre la puerta de la calle, pero el
ascensor está en movimiento. Arriba, arriba, arriba.
Bruscamente aprieto el botón del piso seis; el ascensor se detiene, la puerta se abre, y
salgo. Miro de lado a lado, no veo a nadie. Me apoyo en el ascensor, aprieto el cincuenta y
ocho de nuevo y dejo que el ascensor reanude su ascenso.
Miro a mi alrededor: paredes planas blancas, ninguna decoración, suelo de cemento,
industrial, en bruto, sin terminar. Vigas a la vista por encima, negras, tuberías expuestas
pintadas igual. El pasillo se extiende a unos seis metros sin puerta o marca de cualquier tipo,
después gira a la derecha. La sigo, y ahora hay puertas a ambos lados del pasillo, de forma
escalonada pero ninguna puerta está directamente enfrente de la otra. Una puerta tras otra.
Puertas de entrada lisas, sin mirilla, la puerta pintada del mismo color blanco plano con
grandes números negros en plantillas industriales. Cuento: 1, 2, 3, 4, 5... Números pares de
a la derecha, impares a la izquierda. Cuento doce puertas.
Escucho el ding del ascensor y las puertas se abren.
—Sí, estoy buscando en el piso seis. Entendido. Un segundo. —La misma voz nasal
de la escalera.
136 Mi corazón truena, mi garganta se cierra. Agarro el pomo de la puerta más cercana,
giro, empujo. Curiosamente, se abre; estaba esperando que estuviera cerrada.
Tengo una sensación de desorientación, de deja vu. Este podría ser mi apartamento,
por el piso, las dimensiones y la pintura. La única diferencia es el arte en las paredes, y no
hay silla Luis XIV aquí, pero el sofá es el mismo, estanterías empotradas iguales, una cocina
conectada a la sala a través de una planta abierta, un corto pasillo que conduce a la habitación
individual con el cuarto de baño, una oficina más pequeña frente a la habitación. En lugar de
una biblioteca, veo equipo de ejercicio: un enorme aparato de ejercicio púrpura, pesas,
máquinas de pesas.
Por costumbre, cierro la puerta detrás de mí. Hace clic alto, mientras se cierra. Pasos,
pies descalzos sobre la madera dura.
—¿Caleb? —Una suave voz femenina, delgada, alta, un sonido vibrante.
No tengo ninguna esperanza de ocultarme o esquivarme para salir; sólo puedo esperar
que esta chica sea comprensiva con mi situación.
Baja, menuda, con el cabello rubio rojizo, pecas, ojos marrones pálidos. Muy hermosa.
La cara en forma de corazón, una delicada barbilla. Expresivos ojos expectantes.
—Tú, no has… quiero decir… no eres Caleb.
—No, no lo soy sin duda.
—¿Quién eres?
Dudo, infinitesimalmente.
—Soy Madame X.
—¿Ese es tu nombre?
—Sí. ¿Y el tuyo? —Me esfuerzo para parecer confiada.
Un encogimiento de hombros, como si no importara.
—Soy seis-nueve-siete-uno-tres. Por ahora. Pero seré Rachel.
Mi corazón se retuerce.
—Seis, nueve... ¿qué?
Un gesto, señalando la puerta opuesta.
—Al otro lado del camino, ella es seis, nueve, siete, uno, cuatro. —Un dedo señala al
lado—. Ella es cinco. Abajo están siete y nueve, y frente a nosotros dos, seis y ocho. Esas
somos todas, por ahora.
—Estoy confundida. —Tengo que apoyarme contra la puerta. Algo me llega. Una idea,
una idea horrible.
La chica está vestida en una bata; esa es la única palabra para eso. No es un vestido, no
es una camisa de dormir. Es de fino algodón blanco liso, le cuelga hasta media rodilla. Está
claramente muy desnuda debajo de ella. Descalza. Con el cabello en una cola de caballo
sencilla, sin maquillaje, sin pintura en los dedos de manos y pies.
—Es mi número de aprendiz. ¿Quién eres y por qué estás aquí?
137 —Trabajo para Caleb. —Es la verdad y espero sonar autoritaria.
—Pero, ¿qué haces aquí? —La chica da pasos hacia mí, con sospecha en sus ojos—.
Nadie viene nunca. —Hace una mueca, comienza de nuevo—. Quiero decir... nadie, excepto
Caleb nos visita. Nadie, nunca. Entonces, ¿quién eres, y qué es lo que quieres?
Examino el techo, las esquinas donde se unen a la moldura.
—¿Son vigiladas?
—¿Vigiladas? —Seis-nueve-siete-uno-tres sigue mi mirada—. ¿Quieres decir por las
cámaras? —Un resoplido de burla—. Tienes que estar bromeando. Todo este piso carece de
monitores. Éste, el nueve, el cincuenta y ocho, y, obviamente, el ático de Caleb arriba. El
trece no existe, o no hay forma de llegar a él. El rumor es que Caleb tiene una guarida secreta
en el piso trece, como una habitación roja o algo así. Pero en este piso, en el nueve, en el
cincuenta y ocho, no hay cámaras de seguridad ni de audio. Mucho riesgo, supongo. No se
puede decir a la gente lo que está pasando, ¿verdad?
Niego.
—¿Qué sucede en estos tres pisos... Rachel?
La chica no responde de inmediato.
—Yo no he… no soy Rachel todavía. No me he ganado mi nombre. Soy sólo Tres...
por ahora. —Una mirada de reojo con especulación; llega a una decisión—. Y si no lo sabes,
probablemente no debería decírtelo.
Paso al lado de la chica, al pie de la ventana, a mi ventana favorita, en el mismo lugar.
Una vista ligeramente inferior, pero casi tan reconfortante. Veo pasar los autos, los peatones.
Familiares, calmantes. Casi puedo respirar.
Silencio. Pies sonando en la madera, huelo a champú y a jabón.
—¿Dijiste que tu nombre es Madame X?
—Soy su secreto en el piso trece —susurro.
—¿Qué haces? —Se apoya en el marco de la ventana frente a mí, asumiendo una pose
familiar que sugiere que pasa todo el tiempo aquí como yo en mi propia ventana.
—Si no lo sabes, probablemente no debería decírtelo —dije.
—Eso no es justo. Ni siquiera sabía que existías. ¿Cómo se supone que voy a saberlo?
—Exactamente. Yo no sabía que existías tampoco, Tres. —Me vuelvo, descanso mi
hombro contra la ventana—. Dijiste que era tu número de aprendiz. ¿Aprendiz de qué?
—Novia aprendiz. —Eso es un susurro—. Esa es mi meta, por lo menos. Primero tengo
que ser acompañante, y luego compañera. Luego novia.
—No entiendo.
—Yo y todas las otras chicas en este piso, somos propiedad de Servicios Indigo. Somos
parte del programa de aprendizaje.
—¿Propiedad? —Apenas puedo hacer sonar mi voz.
138 Una constante mirada plana.
—Me inscribí. Lo mismo que todas los demás, así que no nos des tu mirada de
compasión. Es mejor que estar en la calle, y ahí es donde todavía estaría si no fuera por Caleb.
Estoy libre de drogas. No tengo proxeneta. Ni deuda. Ninguna de esa basura. Es una salida.
No soy una esclava. Sé que estás pensando en esa palabra. No me conoces, así que no puedes
juzgarme, perra.
—No te estoy juzgando, Tres. Simplemente no lo entiendo.
—¿Cómo no? ¿Nacistes en el puto Marte o algo?
Mis instintos patean.
—Naciste, quieres decir.
Tres me gruñe, labio superior curvado en una mueca.
—No entiendo que hay de malo en mi forma de hablar. Caleb siempre está sobre mí
por ello, también.
—La percepción es vital. El discurso adecuado crea una impresión de clase, Tres.
Gramática, sintaxis lúcida y concisa. Sin vulgaridad. ¿Deseas ser tomada en serio? Entonces,
debes actuar como un… —iba a decir caballero, pero tengo que cambiar de táctica—, como
una dama. Una mujer de clase.
—¿Quién diablos eres, Madame X?
—Alguien mucho como tú, me temo, sólo que mucho menos consciente de sí misma,
me estoy dando cuenta. —Echo un vistazo a la puerta—. ¿Puedes salir? ¿Si así lo deseas?
Tres hace cara.
—Por supuesto que puedo. Quiero decir, no lo haría, pero puedo hacerlo. La puerta no
está cerrada, el ascensor funciona. Una vez a la semana tengo la oportunidad de ir a una cita
de práctica con Caleb hasta Rhapsody. Consigo un vestido nuevo, zapatos nuevos, vienen a
ponerme maquillaje. Si me va bien, me lleva fuera, por ahí, para la final mensual.
Tengo que formular mi pregunta con cuidado.
—Tres, podrías ¿podrías explicarme cómo funciona el programa?
Un encogimiento de hombros.
—Por supuesto. Fácil. No tenía casa. Trabajaba en la calle, ¿verdad? Sin ninguna
manera de alimentarme a mí misma, así que terminé vendiendo lo único de valor que tenía,
¿captas? A mí misma. Entonces me encontré con Caleb. Me contrató por un día entero. Me
imagino que vio algo, no sé. ¿Potencial? Me dijo que tenía un programa que me daría
habilidades, y, finalmente, una vida fuera de las calles. Como un programa de entrenamiento
seguido de un programa de intermediación, todo en uno. En este momento, estoy en el
programa de entrenamiento.
—¿Qué tipo de entrenamiento?
Otro encogimiento de hombros indolente perezoso. Me pica corregir su
comportamiento, pero no es mi trabajo hacerlo.
—Todo. Hay un tutor, el señor Powers. Hace la clase de cosas de la escuela normal.
Nos ayuda a obtener un certificado de preparatoria, si necesitamos uno o fomenta nuestra
139 educación si tenemos un diploma ya. O guía nuestros estudios en áreas específicas. Si estás
interesada en ciencia o en alguna mierda, él puede ayudarte a encontrar recursos y lo que sea.
De todos modos, el señor Powers está siempre sobre mí para que hable adecuadamente,
también, pero me crié hablando de esta manera, todos los que conocía hablaban así, y algunos
hábitos son difíciles de romper, ¿sabes? Y luego está la señorita Lisa. Es responsable del
programa. Realiza un seguimiento de nuestro progreso, nos dice lo que tenemos que hacer
para mejorar, para llegar hasta el siguiente nivel. Es la jefa principal, la supervisora líder,
básicamente. Y entonces... está Caleb.
—¿Y qué hace? —pregunto. No estoy segura de que quiero saber la respuesta, sin
embargo.
Tres no me contesta, no me mira. Sus pálidas mejillas se enrojecen.
—No debería ser mojigata acerca de eso, considerando donde me encontró. Lo que
estaba haciendo. —Otra pausa. Para juntar valor, creo—. Nos enseña cómo agradar. Cómo
actuar atractivas. Cómo seducir. Cómo mirar, cómo vestirnos, cómo… cómo follar.
—Y te enseña todo eso personalmente, ¿verdad?
Una ampliación de ojos.
—Oh sí. Por supuesto. Te hace el examen final. Se asegura de que estemos listas para
cada etapa. Una escolta tiene menos requisitos que una compañera, y una novia tiene la mayor
parte de todos.
—¿Requisitos? —Mi voz suena débil.
Tres se encoge de hombros.
—Es complicado. Aprender esas diferencias es parte del entrenamiento, por lo que no
es como que sólo puedo resumirlo en una o dos frases, ¿sabes? —Una mirada a la distancia,
por la ventana—. No debería estar diciéndote estas cosas de todos modos. No se supone que
deba estar hablando de ello con nadie, ni en el programa. Firmamos un acuerdo. Pero tú eres
el gran secreto del piso trece, así que supongo que probablemente tienes secretos propios. No
me vas a delatar a Caleb, ¿verdad?
Niego.
—No, Tres. No lo haré. Lo prometo.
Tengo un millón, miles de preguntas, pero no sé ni por dónde empezar. Pero Tres de
repente se pone en posición vertical, lejos de la ventana, mira el simple reloj de pared.
—¡Mierda! Tienes que salir de aquí. Tengo una evaluación, ¡en este momento!
—¿Una evaluación?
—Sí, con Caleb.
—Caleb vendrá aquí, ¿ahora?
Las dos oímos una voz. Una que ambas reconocemos. Pero en lugar de la habitual
calma, hay ira, caliente y ruidosa.
—No, Douglas, no está jodidamente bien. Si no se marchó del edificio, entonces se
esconde en algún lugar. Putamente encuéntrala, o habrá mucho que pagar. —Justo fuera de
140 la puerta.
Tres sisea en mi oído.
—Bajo la cama. ¡Ve! Ni siquiera respires, ¿de acuerdo? Él no permanecerá demasiado
tiempo. Especialmente no en ese estado de ánimo.
Voy de prisa hacia el dormitorio, me deslizo debajo de la cama, me encojo lo más que
puedo. Brazos bajo mi pecho, mejilla contra la madera polvorienta. Apenas respiro.
Escucho la puerta abrirse. Oigo esa voz profunda y grave.
—Tres. Buenos días.
—Caleb. —Tres suena... agitada—. Estoy bien. ¿Cómo estás?
—Mal. Ha habido... un problema. Me tiene distraído, me temo. —Pasos en el suelo, y
veo caros zapatos brillantes de cuero, pantalón color caqui—. Tal vez deberíamos
reprogramar tu evaluación para mañana. No estoy seguro que pueda concentrarme en este
momento.
—Pero... La señorita Lisa me dijo que por fin tendré mi primer actuación como
acompañante mañana, pero sólo si paso esta evaluación. —Tres suena realmente
decepcionada—. A menos que creas que hay una posibilidad de que pueda fallar...
—Creo que hay muy poco riesgo de eso, Tres. Tu progreso ha sido notable.
—No crees que pueda... ¿ayudarte con tu estado de ánimo? —La voz de Tres se vuelve
baja, sensual, llena de sugerencia—. Sé que no puedo arreglar algo…
—Tres. —Es una advertencia.
—Lo siento, Caleb. Me refería, arreglar nada. —Veo los pies desnudos femeninos
enmarcados entre el calzado más grande. Tres está de puntillas. Un silencio que habla de que
ocurre algo que no puedo ver. Un beso, tal vez. Sonidos, demasiado tranquilos para
interpretarse—. Podría llevar tu atención lejos de tus... distracciones, ¿sabes?
Aprieto los dientes e inhalo un poco, lentamente. Se están moviendo más cerca, Tres
camina hacia delante, hacia la cama, los zapatos de vestir de cuero italianos caminan hacia
atrás.
Parece que Tres, será evaluada.
La cama encima de mí se hunde bajo su peso. Los muelles chirrían. Los zapatos están
a centímetros de mi cara. Los pies de Tres se arrastran, y luego una rodilla toca el suelo, la
otra. Un cinturón de hebilla es desabrochado, suena una cremallera. El pantalón de color
caqui se inclina alrededor de los tobillos, y obtengo una visión de las familiares pantorrillas
peludas. Sonidos húmedos. Un gemido masculino. Tranquilas, débiles náuseas.
—Muy bien, Tres. —Eso, entregado a través de dientes apretados—. Mmmm. Más
lengua, un mayor movimiento de toda la cabeza. No te límites al chupar. Alterna el uso de
las manos, de los labios y de la lengua. Sí, de esa manera. —Un gruñido, mientras Tres,
obviamente, demuestra una particular... técnica, supongo.
Mis entrañas se retuercen. Sentimientos que no me atrevo a examinar rabian dentro de
mí.
141 Chupadas, arcadas, gruñidos y gemidos masculinos, suspiros. Continúan por más
tiempo del que creo posible. Los sonidos disminuyen por un momento o dos, y luego se
reanudan, el silencio, una arcada femenina acompañada por un gemido masculino.
—¿Estás lista, Tres? —Una voz baja y tensa, con los dientes apretados y sin aliento—
. Voy a venirme. Te dejaré decidir dónde quieres que me venga.
Arcadas. Traga saliva. Un gemido gutural masculino largo. Suspiro. El peso de Tres
hacia atrás mientras se sienta sobre sus talones, con una mano plantada en el suelo. Él llegó
a su mano, manchas blancas sobre sus nudillos. Al parecer, no eligió tragarlo todo.
Un momento de silencio.
—Muy, muy bien, Tres. —Un suspiro prolongado, y el peso en la cama se desplaza
hacia atrás—. La próxima vez, me gustaría que lo tomaras todo en la cara. Personalmente no
encuentro placer en eso, pero otros sí, y tienes que estar preparada para lo que se siente.
—Sí, Caleb. —¿Por qué suena tan ansiosa?
—Ahora... Quiero que me digas la verdad, ¿de acuerdo? libre de pena para esta
respuesta, independientemente de lo que digas. En nuestra pasada sesión juntos, ¿fingiste un
orgasmo?
Una vacilación. Y luego la voz de Tres aguda con vergüenza.
—Sí-no. Bueno, algo así. Quiero decir... exageré, algo. Sí me vine, pero no tan-tan duro
como podría haberlo hecho parecer.
—¿Por qué?
—Porque yo-quería que pensaras... no lo sé. No lo sé.
—La verdad, Tres. Ahora.
—Quería venirme. Pero es sólo... que no puedo hacerlo, muy a menudo. —Su voz es
pequeña. Tan delicada. Mortificada—. Lo he intentado. Por mi cuenta, y contigo, y antes de
ser aprendiz. Toda mi vida, es sólo... que es difícil para mí. Y cuando lo hago, no es muy
fuerte, supongo. Todavía disfruto las cosas, cuando me las haces, quiero decir. Me gustan
mucho y las disfruto. Pero simplemente no puedo venirme cada vez o no tan... tan
intensamente como siento que esperas que lo haga.
—Primero, una advertencia. No finjas, ni exageres. Nunca más, sin importar qué,
¿entiendes?
—Sí, Caleb.
—Ahora levántate y pon tus manos en la cama.
—¡Pero dijiste que no habría castigo! —Una protesta de pánico.
—No te voy a castigar por tu respuesta, Tres, te estoy castigando por fingir. Te dije al
comienzo que nunca mintieras, fingieras o pretendieras. Sobre nada. Requiero verdad
absoluta en todas las situaciones. —Un ablandamiento de voz—. Y este castigo no se
registrará en tu programa. Esto es entre nosotros. Para que entiendas que lo digo en serio.
—Pero... Caleb, yo-lo entiendo. ¿Está bien? ¡No fingiré una vez más, lo juro!
—Tres. Levántate ahora. Pon las manos sobre la cama, ahora. —Una calma lenta,
142 deliberada y precisa.
Tres se pone de pie, se gira en su sitio; puedo ver sus rodillas temblando. Los zapatos
de cuero italiano se deslizan hacia adelante, y veo el pantalón levantarse, escucho la hebilla
del cinturón. La cama se hunde muy ligeramente, y los pies de Tres están anchos como sus
hombros. Veo el dobladillo de Tres saltar fuera de la vista.
¡Smack! Mano en carne.
¡Smack! De nuevo.
Tres grita. Hay dolor en ese grito, dolor muy real. Pero también existe... excitación.
¡Smack!
¡Smack!
Los sonidos de nalgadas incrementan, interrumpidos por los gritos de Tres de dolor y
del aumento de su excitación sexual. Mis entrañas están revueltas. Una parte de mí está... no
tan horrorizada por eso, como debería estar. Tres está disfrutando de esto. Hace esto
voluntariamente. Tres podía salir libremente. A medida que los azotes continúan, los gritos
de dolor se vuelven gradualmente gritos por completo eróticos de necesidad. Los pies
descalzos se mueven en el suelo, con las rodillas abajo, con el cuerpo inclinado empujado de
nuevo hacia los golpes, al toque.
Me pregunto si solo serán los azotes, o si algo más está sucediendo. ¿Los dedos,
también, tal vez, moviéndose dentro de sus partes privadas? Por la forma en que Tres está
gimiendo y lloriqueando, lo supongo.
Puedo ver cómo esto podría ser intensamente excitante. Me siento sucia por espiar esto,
y más sucia todavía por sentir curiosidad, y estar celosa. Pero una parte de mí está
encontrando un placer voyerista oscuro en ello. Estoy enferma, esto es enfermo.
Pero no puedo escapar.
Oigo el orgasmo de Tres. El gemido de su liberación es estridente, y alto, y para mi
oído, genuino.
El movimiento de ropa arrojada a un lado, al suelo. Pantalón alrededor de los tobillos.
Tres grita. La cama se mueve, se hunde y se sacude de lado por un empuje contundente. Tres
está inclinada sobre la cama, con los pies masculinos alineados detrás. Los sonidos del sexo
son fuertes, y rápidos. Tres gime con cada palmada carnosa de piel contra piel, y luego a
medida que aumenta el ritmo, los gemidos se convierten en gritos, y luego en gruñidos, y
puedo decir por el movimiento de los pies descalzos de Tres al aceptar los empujes que tiene
una participación activa, empujándose de nuevo a ellos.
Un gruñido masculino de liberación, las bofetadas de cuerpo sobre cuerpo se ralentizan
y se detienen, y Tres está sin aliento, gimiendo, emitiendo gemidos agudos.
Estoy húmeda entre mis muslos, excitada, y enferma de culpa y de vergüenza y de
confusión.
Un momento de silencio, y luego, ninguna de las personas se mueve ni habla. Y
entonces veo el pantalón deslizarse hacia arriba, escucho una hebilla de cinturón, el
movimiento de tela. Me puedo imaginar las manos fuertes metiendo una camisa blanca
143 inmaculada en el pantalón, tirando de la camisa, dedos en los bolsillos de cadera para que no
se hinchen ni se plieguen. Un ritual familiar de re-vestirse, ajustarse; Tres todavía está
desnuda, por supuesto. Ingeniosamente presentada, probablemente, viéndose saciada, harta,
contenta, con somnolencia.
Conozco la pose demasiado bien, después de haberla asumido yo misma un millón de
veces.
—¿Eso fue exagerado, Tres? —Arrogante y seguro.
—N-no. No, Caleb. —Un jadeo—. Fue real. Me vine tan duro, Caleb.
—¿Qué opinas que hizo la diferencia?
—Tú... me diste nalgadas. Yo…me gustó eso. Me dolió, pero me gustó. —Tres suena
avergonzada—. Me gustó mucho.
—No te preocupes, Tres. No debes sentir vergüenza. Conoces tu cuerpo, conoces tu
sexualidad. Con el tiempo, aprenderás a controlar tus encuentros sexuales. Incluso cuando
estás siendo follada como te acabo de follar, por detrás, donde no tengas el control físico
sobre lo que podría estar sucediéndote, todavía podrás ejercer influencia sobre lo agradable
que es para tu pareja. Podrás controlar con cuanta rapidez se vendrán, con qué intensidad.
Puedo notar la diferencia cuando es falso, Tres. Algunos hombres pueden no hacerlo, pero
yo sí. Cuando realmente disfrutas y participas en lugar de ser un receptáculo pasivo, te
conviertes en una criatura mucho más exquisitamente erótica. Cuando eras una puta, no
importaba. Tus clientes te pagaban para que les permitieras follarte, y no daban una sola
mierda por cómo te sentías al respecto.
»Pero no eres una puta ya, Tres. No se te paga por sexo, implícito o explícitamente.
Servicios Indigo no proporciona profesionales del sexo; proporcionamos compañeras,
colaboración, y romance. Si tienes sexo con un cliente, será tu elección, una decisión mutua
entre el tú y el cliente, después de que tu contrato de servicio haya expirado. Ten eso en
cuenta, para mañana. El contrato básico de Servicios Indigo prohíbe expresamente cualquier
tipo de acto sexual durante el marco de tiempo de los servicios prestados. Si decides mantener
sexo con el cliente después de la expiración del contrato, esa es tu elección, y nunca debes
sentirte presionada por el cliente. Si sientes presión de algún tipo, repórtalo con Lisa
inmediatamente y ese cliente estará en la lista negra. No debes nunca ser presionada a tener
sexo con un cliente. Y siempre debes disfrutar del sexo. ¿Lo entiendes?
—Entiendo. —La voz de Tres es pequeña, insegura.
—Disfrutas de un poco de dolor con el sexo. Sospechaba eso, pero ahora lo sé. Tal vez
en las próximas semanas, a medida que comiences a trabajar como acompañante, exploremos
los límites de tu disfrute del dolor.
—¿Pero no... me lastimarás, no me harás daño? —Tres suena entrecortada, ansiosa, y
con un poco de miedo.
—No. Nunca. Eres valiosa. Para mí, y para Servicios Indigo, y en última instancia,
debes ser valiosa para el hombre que finalmente te elija como su novia.
—¿Crees que alguien me va a elegir, Caleb? —Oh, la duda, el miedo, la vulnerabilidad
que escucho me corta hasta el hueso.

144 —Tres, querida Tres. —No soy la única, a juzgar por el tono de voz—. Sí. Creo que
alguien lo hará. ¿Cómo podrían no hacerlo? Tu personalidad brilla a través de cada situación.
Soy consciente de que este programa no es lo más fácil de pasar. Dejar de lado tu nombre, tu
pasado... nunca es fácil. Pero a pesar de todo, tu belleza sigue siendo innegable, y me refiero
a la belleza de tu alma, así como a la belleza de tu cuerpo.
Nunca he recibido tales palabras amables, genuinas y edificantes. ¿No seré digna?
—Gr-gracias, Caleb.
—Felicidades, aprendiz seis-nueve-siete-uno-tres, ahora eres una acompañante. —Eso
se dice con gran formalidad—. ¿Ya elegiste un nombre?
—Rachel. —Tres… Rachel, ahora, supongo; suena emocionada, alegre.
—¿Por qué elegiste ese nombre?
Una pausa.
—Te vas a reír.
Puedo casi…casi imaginar un movimiento sutil de labios.
—Creo que no.
—Solía ver demasiado Friends. ¿Ya sabes, Ross, Rachel, Joey, Chandler, Phoebe, y
Mónica?
—Estoy familiarizado. No veo televisión, pero es una parte bastante común de la
cultura pop que he oído.
—Cuando era niña, lo veía con mi hermana mayor. Ella hacía su tarea y yo me sentaba
con ella y, bueno, y luego... cuando terminé trabajando para Slade, lo veía a altas horas de la
noche. Era... una manera de escapar, supongo. Y siempre la que me encantaba más era
Rachel.
—¿Lo echas de menos?
—¿Qué? ¿Ver Friends?
—Sí.
Tres se queda callada por un momento antes de contestar.
—Sí, algunas veces. No extraño nada… no extraño ninguna parte del resto de mi
pasado, obviamente, pero ¿Friends? Sí. Eran como mis amigos. Sus vidas eran mejores que
la mía. Tenían problemas fáciles, así que podía olvidar los míos por un tiempo. Echo de
menos eso.
—Tal vez algo se pueda arreglar. No creo en mis chicas distrayéndose por una
trivialidad como la televisión, como sabes, pero tal vez como una recompensa por lograr la
certificación de acompañante puedo concertar una cita para ti.
—¿Y las otras chicas?
—Es una recompensa para ti, Rachel.
—Lo que significa que puedo compartirla, ¿verdad?
—Muy bien entonces. Lisa tendrá el informe y te informará mañana. Una vez más,
145 felicitaciones.
Los mocasines se mueven tranquilamente, y veo un indicio de la puerta blanca mientras
se abre, el ruido sordo de clic mientras se cierra. Espero unos momentos muy largos.
—Sal de ahí, se ha ido. —La mano de Rachel aparece enfrente de mi cara, moviéndose
debajo de la cama.
Estirándome, con dolor y rigidez, me pongo de pie con piernas temblorosas. Quito el
polvo, enderezo mi ropa. Rachel va a su cama, desnuda. Sus pechos son leves, las areolas de
color rosa pálido alrededor de sus pezones. Se afeitó totalmente entre los muslos, mientras
que yo no lo hago. Huelo a sexo en el aire, almizcle, semillas, feromonas, sudor.
No sé qué decir, qué hacer. ¿Felicitarla? No lo sé. Es difícil mirarla. Sigo escuchando
sus gemidos, el sonido de ella siendo azotada, cómo lo disfrutó a fondo. Casi puedo verla,
inclinada sobre la cama, con el cabello en la cara, la pálida piel de sus nalgas roja por cada
palmada. Aparto las imágenes.
—Nunca tuve audiencia antes —dice Rachel—. Se sintió un poco raro al principio,
saber que estabas escuchando. Pero entonces... —Un encogimiento de hombros, indiferente.
—¿Qué? —No puedo evitar preguntar—. ¿Pero entonces, qué?
—Pero luego se me olvidó. Bueno, algo así. Era como lejanamente consciente de que
estabas allí, pero eso sólo lo hizo aún mejor. —Se ríe—. Dios, no tenía idea de que me gustaba
tanto ser azotada. Cuando era puta, las cosas eran directas. Me querían sobre mi espalda, o
en cuatro. Caleb... es un poco extraño acerca de las posiciones, sin embargo. Sólo le gusta al
estilo perro o desde atrás. Encorvada, de pie frente a una pared, ¿sabes? Así. Nunca cara a
cara. Hablé con las otras chicas sobre eso, y es lo mismo con ellas.
Lo mismo en mi propia experiencia. No le ofrezco eso, sin embargo.
—Hmmm. ¿Me pregunto lo que Caleb tiene contra el sexo cara a cara?
Otro encogimiento de hombros, que es una expresión de firma, me estoy dando cuenta.
—Oh, probablemente tiene problemas de compromiso, ¿sabes? Los tipos como él, no
se trata sólo de control, ¿verdad? O no del control sobre nosotras, la chica que está follando,
sino control sobre él mismo. Cara a cara, ves los ojos de la otra persona. Ves su expresión.
Hace que sea más... personal, supongo. Y con nosotras, para Caleb... no es personal.
—Es sexo, Rachel. ¿Cómo no va a ser algo personal?
Una expresión de desconcierto total.
—Sólo somos aprendices, ¿sabes? Nada más que chicas siendo entrenadas. Los
clientes, cuando reciben su compañera, esperan que las chicas sean... perfectas, básicamente.
Educadas, de buenos modales y buenas en la cama. Todo el mundo es siempre como, “Oh,
quiero tirarme a una virgen” pero las vírgenes no son nada buenas en la cama. Son torpes,
demasiado rápidas, no hay diversión en ellas. Ni con los chicos ni con las chicas. Con las
chicas es peor, escuché, porque una virgen, tiene dolor con el cual lidiar. Tienes que
entrenarlas especialmente, pensaría. Un caballero va a Servicios Indigo por una esposa trofeo,
quiere una mujer que sepa cómo complacer, que sepa qué hacer con su pene, ¿sabes? Quien
sepa cómo trabajar durante toda la noche. Una virgen no puede hacer eso. Esos tipos que
146 compran una novia, no quieren tener que entrenar a su esposa para que tenga sexo como ellos
quieren. Quieren tener sexo con una experta. Y sólo llegas a ser una experta follando más
que follando.
—Entonces Caleb... tiene sexo contigo hasta que eres una experta. —La vulgaridad se
siente y suena extraña e incómoda en mi lengua.
—Correcto.
—¿Con ocho de ustedes a la vez?
—Bueno, no todas a la vez. No es como, un ménage á... como se diga ocho en francés.
—¿Pero eres consciente de que está teniendo sexo con cada una de ustedes las
aprendices?
—Bueno sí. Es Caleb. —Como si fuera algo obvio, como, duh.
Pero lo entiendo. Hay algo hipnótico en aquellos ojos oscuros, en esa presencia
dominante, la confianza absoluta de la sexualidad masculina primitiva, algo fascinante en el
dominio total.
—¿Te molesta? —pregunto.
—Realmente no. Lo he oído, cuando son él y Cinco, al lado. Ella es una gritona. Él
siempre está tratando de conseguir que se calle, pero tan pronto como la tiene en marcha, ella
comienza a aullar como un maldito gato caliente. Es molesto como el infierno, en mi opinión.
—Rachel se pone de pie, camina con un aire de confianza en su desnudez.
La sigo. Alguna curiosidad carnal me hace mirarle la parte trasera; sus nalgas todavía
son de color rosa, y veo una mancha brillante en el interior de sus muslos, bajando, un goteo
de semen que se filtra fuera de ella.
Estoy igual asqueada y excitada. No de la vista del goteo post-coital, sino del recuerdo
de mi propio caminar de la cama al cuarto de baño, el recuerdo del delicioso dolor, una
sensación de... satisfacción, casi, al sentir la rigidez húmeda y tibia en mi piel.
Y entonces, tan rápido como las sensaciones ruedan a través de mí, son sustituidas por
el asco y el odio.
Repugnancia.
Todo dirigido principalmente a mí misma. A mi ceguera, a mi credulidad.
A mis pensamientos retorcidos. Al hecho de que cualquier parte de mí encuentre placer
en lo que oí.
Escucho la ducha abrirse, salpicar y cerrarse rápidamente. Rachel emerge con una
toalla alrededor de su torso.
—Eres el problema, ¿verdad? —Su voz es aguda.
Su pobre gramática, el tañido de su acento y la propensión a maldecir prestan la falsa
sensación de que es poco inteligente; pero no es así.
—¿El problema? —Pretendo no entender lo que quiere decir.
—No juegues a la tímida conmigo, Madame X. “Encuéntrala” dijo él. Estás huyendo
147 de Caleb. —Lo último es una acusación, flagrante.
Yo suspiro.
—Sí. Estás en lo correcto.
—Él te encontrará.
—Sé eso.
—No hay nadie más como él, sabes. Sólo tengo veintidós años, pero he estado en las
calles desde que tenía trece. Me encontré con todo tipo de hombres, caí en sus trucos. Algunos
de ellos no estaban mal, simplemente... eran solitarios. O demasiado ocupados para
molestarse con incluso tratar de tener sexo ocasional, supongo. Algunos eran curiosos. Unos
pocos vírgenes, aquí y allá. Pero de todos los que he conocido, nunca ha habido nadie como
él. No debes entender de lo que estás huyendo.
—Mi situación es... —Tengo que buscar una palabra apropiada—. Única.
—¿No es la de todas? —Rachel me mira.
—Bueno, supongo que es cierto, pero yo soy diferente. No quiero sonar…
—Eres diferente. Eres especial. Lo entiendo. Eres el gran secreto de Caleb en el piso
trece. Lo que no entiendes es lo que ha hecho por mí. Por todas las que estamos aquí. Sé lo
que piensas de nosotras. Puedo sentir que nos juzgas.
—No las estoy juzgan…
—¡Al infierno si no! —Cierra sus inteligentes, orgullosos y perforadores ojos—. Yo
estaba en metanfetaminas. ¿Está bien? No… no puedes entenderlo si no lo vives. Todo lo
que me importaba era la siguiente dosis. Iba a morir, y Caleb Indigo me salvó. Me sacó de la
calle, me dio un lugar para vivir, me dio de comer. Consiguió que dejara las drogas. Antes,
estaba dando vueltas para conseguir la próxima dosis. Nadie dio una sola mierda por mí, yo
menos que nadie. ¿Ahora, aquí? Tengo una razón para vivir. Tengo una razón para
permanecer lejos de las drogas. Valgo aquí. Sí, sé que no soy la única, pero Caleb pasa tiempo
conmigo. Conmigo, la puta, la adicta a las drogas. Cuando está conmigo, soy lo único que le
importa. —Eso último con voz tranquila teñida de convicción—. Me hace sentir como si
pudiera equivaler a algo más de lo que solía ser. Puedo llegar a ser una novia, y quién sabe,
tal vez incluso me junte con alguien que… que me pueda amar. —Tal esperanza, aferrada a
la tenacidad—. Tú huye de todo eso si quieres
Un largo silencio. No sé qué decir. Tengo demasiado en mi cabeza, en mi corazón.
—El garaje es tu única oportunidad real, diría —dice Rachel—. Toma el ascensor para
bajar, corre rápido. Buena suerte. No voy a decir nada, pero si Caleb pregunta, le diré la
verdad.
—No te pediría que mintieras por mí. —Trato una sonrisa—. Gracias, Rachel. Y...
felicitaciones por tu… promoción, ¿supongo que eso es?
Asiente y medio se encoge de hombros.
—Gracias.

148 Le doy una última sonrisa, una última mirada. Después abro su puerta, miro y salgo.
Cierro la puerta detrás de mí, hay un sentido de finalidad en el suave clic. Avanzo a zancadas
lejos de la puerta marcada con el 3. Centrarse en el ahora, centrarse en alcanzar el aire libre,
llegar a la luz del sol, salir al exterior.
Entro en el elevador, y mi dedo se cierne sobre el G. Pero dudo. ¿Por qué estoy
dudando?
Necesito respuestas. Es por eso. ¿Quién soy? ¿Quién soy yo para Caleb? ¿Qué significa
todo?
La convicción en la voz de Rachel. Sintiendo que era la única que importaba cuando
estaba con Caleb... eso suena demasiado familiar.
En lugar de G, mi pulgar aprieta la V, para vestíbulo.
Descenso, mi estómago se tuerce. Las puertas se abren. Salgo.
Caras de sorpresa.
—¡Madame X! —Manos me alcanzan.
Las detengo con la mirada.
—Guárdense las manos. Llévenme con Caleb. —Finjo autoridad.
Pretendo que no soy un lío de nervios, temblorosa, furiosa, desorientada. Finjo como
si todo lo que pensaba que sabía no se hubiera puesto patas arriba.
Len pasa entre la multitud de curiosos y guardias de seguridad. Una cara familiar, por
lo menos.
—Madame X. Nos dio un buen susto. Pensé que tal vez se habría perdido. —La cara
de Len es impasible, no regala nada.
—Llévame a él, Len.
—¿Por qué no la devolvemos a su habitación? Ha sido toda una mañana; estoy seguro
de que le gustaría descansar. —Una orden cortés en su frase, eso es.
—No lo creo, Len. Llévame al ático. Ahora. —Mis ojos se estrechan, mi voz es dura y
fría.
Len parpadea dos veces, deja escapar una exhalación corta. Levanta la muñeca a su
boca.
—La tengo, señor. Quiere verlo... no, quiere que la lleve hasta el ático.... Sí señor.
Gracias, señor.
Len me toma de la parte superior del brazo, haciendo gestos para el ascensor en el
extremo derecho de las puertas. Este ascensor es sólo para personal autorizado. Una llave
abre las puertas, la misma llave es girada para el PH. Ascenso, mis nervios traquetean con
cada piso subido del ascensor. Len es estoico, en silencio.
Trato de formular pensamientos, intento descifrar mis sentimientos.
Todo lo que pensé que iba a decir huye cuando las puertas se abren en el ático.
149 —Madame X. Por favor, entre. —Oh, esa voz. Profunda como cañones, áspera como
papel de lija.
14
e alegro de ver que volviste a tus sentidos. —Furia contenida,
dientes apretados.
Las puertas se cerraron detrás de mí, y tan pronto
escuché el zumbido del ascensor desvanecerse, di un paso
hacia adelante.
—Bastardo.
—¿Disculpa? —La incredulidad, la sorpresa.
—¿Te gustaría saber dónde estuve hace un momento, Caleb? —Te pregunto eso en mi
más dulce, voz inocente.
Los ojos oscuros se estrechan con sospecha.
—¿Dónde estuviste, X? Ilumíname.

150 Estoy pecho a pecho, mirando hacia arriba. Lo veo.


—Estuve en el piso seis.
—Ya veo.
—En la habitación tres. Conocí a una mujer joven muy interesante que dijo que su
nombre era, curiosamente, Tres. Pero entonces, verás, tuve el privilegio de escuchar una...
iluminada... evaluación y promoción, en la que se ganó un nombre real.
—No sé lo que piensas que escuchaste o viste, X, pero no es lo que piensas.
—¿No lo es? Eso es extraño, porque pareció mucho como si hubiera oído a Tres
chuparte el pene. —Mi sangre hierve con el recuerdo, la indignidad de mi propia imparable
excitación. No puedo templar mi ira—. Estoy bastante segura de que lo que oí fue a ti
teniendo sexo con ella. Igual que lo tienes conmigo. Qué debo decir, eso plantea algunas
preguntas muy interesantes, Caleb.
—Lo viste, ¿verdad? —Eso se dice con calma, bajo, en voz demasiada plana.
—¿Lo vi? No. Lo escuché es un término más preciso, creo. Estaba debajo de la cama,
ves. Ocultándome de ti, y de tus matones.
Los músculos de tu mandíbula se tensan.
—X, hay elementos en todo esto que aún tú no… puedes entender.
—Entonces ¡ilumíname, Caleb! —grito—. Porque me siento como si fuera solo otra de
las chicas del piso seis. Excepto, que no entiendo el futuro que tengo. Me quedé en la
oscuridad, sola, día tras día, sirviendo a cliente tras cliente. Pero no estoy autorizada para
formar una amistad con ninguno de ellos. No se me permite relaciones de ningún tipo.
Excepto, cuando te dignas a visitarme, en medio de la noche. ¿Me estás entrenando, también?
¿Igual que estás entrenando a las chicas Dos y Ocho? ¿Me enseñarás a complacer a un
hombre, antes de que me vendas al mejor postor? ¿Es así? ¿O soy solo tu pequeño sucio
secreto escondido en el piso trece? El secreto con el que te cuelas, a altas horas de la noche,
para tener sexo en la oscuridad, después de haber terminado el entrenamiento de todas las
otras chicas. O soy…
—¡Eres mía! —El silbido sale venenoso, cortándome. Duras manos enormes toman mi
cara, moviendo mi cabeza hacia arriba, los dedos brutales me sostienen apretado, no
permitiendo que escape—. No eres como ellas, X. Eres un secreto porque eres especial.
—No te creo.
—¿Crees que estoy vendiendo a esas chicas, X? ¿Es eso lo que piensas? —Un cambio
brusco de táctica—. Eso no es así, y si realmente hablaste con Rachel, entenderías eso.
—Tiene el cerebro lavado. Igual que hiciste conmigo.
—¡Salvé su vida, como lo hice con la tuya! La quité de las calles y me senté junto a
ella cuando pasó por la ansiedad de las metanfetaminas. La bañé, y la sostuve mientras se
sacudía tan fuerte que pensé que se rompería un hueso, y le di de comer con mis propias
manos. ¡Eso no es algo que vendería como un saco de patatas de mierda! ¡Le estoy dando un
futuro, y no me voy a sentar aquí y a defenderme con alguien que no tiene la primera puta
idea de lo que soy! —Soy soltada bruscamente, y comienzas a caminar de un lado a otro,
impaciente, enojado—. No sabes nada acerca de mí, X. Ni una cosa.
151 —¡Ese es el punto! —grito—. ¿Qué te parece que estoy tratando de…?
—¿Y olvidaste lo que he hecho por ti? ¿Qué estuve allí para ti cuando te despertaste,
sola?
—Lo estuviste, pero…
—¿Y cuando no podías hablar, no podías caminar, te daba la vuelta en una silla de
ruedas y llevaba un bloc de notas a todas partes, para que pudiéramos comunicarnos? ¿Quién
te llevó a MOMA? ¿Quién te mostró la pintura de Madame X? ¿Quién te sostuvo cuando
llorabas por la noche, cada noche, durante semanas? No tenías nombre, ni pasado. No podía
regresarte tu pasado, ¿pero qué te di, X?
—Una identidad —le susurro.
—¡Y un futuro! —Aroma masculino, calor, dedos que me agarran de la cintura—. Te
construí una vida, X. Te di lo mejor de todo. La mejor ropa, la mejor comida. Una educación.
Habilidades. ¡Un trabajo, algo que te impidiera volverte loca con el aburrimiento! ¡No te
estoy manteniendo prisionera, te estoy manteniendo a salvo! ¿Has olvidado todo eso?
—No, no lo he olvidado.
—No suelo sacar estas cosas. Tú lo sabes. Me centro en el ahora, en el futuro inmediato.
Me muevo hacia adelante. No me detengo en lo que fue, X. No espero una devolución ni
incluso las gracias. —Dedo y pulgar, pellizcando mi barbilla, levantando mi rostro. Amplios
y profundos oscuros ojos penetran en los míos. No puedo apartar la mirada—. Lo que puedo
esperar, X, es lealtad.
—¿Cómo te atreves? —Me aparto—. ¿Lealtad? ¿Cuándo tienes a ocho mujeres
simplemente sentadas esperando servir todos sus caprichos? Con la esperanza de una visión
de ti, esperando la próxima... ¿evaluación? Sin embargo, ¿esperas lealtad de mí?
—No hables de lo que no entiendes. Y eso es algo que no entiendes.
—Te apareces en mi habitación a altas horas de la noche, y tenemos sexo. Eso es todo
lo que es. Como ellas. Todas. Nada de esto significa algo para ti, ¿verdad? Ni yo, ni ellas.
Solo somos... receptáculos para tu... urgencia masculina, una pretendida excusa de fantasía.
—Lucho con un sollozo—. Y siempre te vas y yo... quiero que signifique algo. Pero nunca
me das nada de ti mismo. Se siente bien, seguro, pero cuando eso se acaba, ¿qué me queda?
Tú mismo lo has dicho... No sé nada sobre ti. ¿Cómo podría? Ni siquiera sé algo acerca de
mí misma. Pero, ¿cómo puedo hacerlo, verdad? Estoy allí para satisfacerte cuando te sientes
como para escogerme.
Hay silencio entonces, y es un silencio tan lleno de tensión y volatilidad como nunca
lo he sentido.
—¿Cómo no lo ves, X? —Eso, tan bajo que tengo que esforzarme para oírlo.
—¿Ver qué, Caleb?
—Ver que eres especial para mí. Que te tengo aparte. Te guardo para… para mí. Esas
chicas, Rachel y las demás, tengo que cederlas. Están todas putamente dañadas, y estoy
tratando de hacer que se recuperen. Sé que no lo conseguiré, pero eso es lo que estoy tratando
de hacer. No las vendo, las emparejo. A todas, a cada una, todas tendrán una pareja con
152 alguien que las aprecie, incluso que las ame. Funciona. He visto que funciona. Pero a fin de
que salgan y sean las esposas que necesitan ser, tienen que sentirse bellas. Necesitan sentir
su propia autoestima. Y cuando vienen a mí, cuando entran en el programa, no lo hacen.
Unos pocos pasos traen un cuerpo que no puedo ignorar a mi lado. Un largo dedo índice
toca mi pómulo, traza su curva.
—Pero, X. Tú eres especial. Siempre supe que ibas a serlo. Cuando te encontré, solo
supe que tenía que ayudarte. Y sí, eventualmente te pondría en el programa. Pero no pude.
No puedo.
Hay una falla en esa lógica, en algún lugar, pero estoy mareada, perdida. El calor
abruma mis sentidos, la fiebre repentina e inesperada de la verdad ahoga mi lógica. Las
manos se extienden a mi cintura, agarrándome con una feroz necesidad. Los labios tocan mi
lóbulo de la oreja. Hay ternura aquí, y es tan ajena y tan bienvenida.
—¿Por qué? —le susurro—. ¿Por qué no?
—No puedo regalarte a otra persona, porque eres mía. Me perteneces. No puedo
compartirte. No lo haré. Eres... —La nuez de Adán se mueve con un trago duro—. Significas
algo para mí, X. —Detrás de mí ahora.
Nunca he oído esas cosas de esa boca. Nunca había visto tanta intensidad o apertura.
Estoy inundada de duda.
Los labios tocan mi garganta, y la hechicería me absorbe, me teje en el esclavo oscuro
de su urdimbre y trama.
—¿No lo sientes? —Amplias, poderosas manos en mi vientre—. ¿No nos sientes... a
nosotros?
Ah, esa palabra. Nosotros. Significa pertenecer. Lo deseo. Quiero creerle.
—¿Lo sientes, X?
—Lo siento, Caleb. —Y lo hago. Lo hago.
No debería, pero lo hago. Soy débil. Tan débil.
Estoy cayendo bajo el hechizo.
Mis muslos tiemblan, mi vientre tiembla y se aprieta. La necesidad pulsa en mí. El
cuerpo duro detrás de mí es enorme y poderoso e incita algo hambriento dentro de mí. No
puedo evitar mover la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la garganta. Una enorme
mano se desliza por mi cuerpo, toma mi pecho, y luego se dobla alrededor de mi garganta,
suave, pero insistente. La otra va hacia abajo de mi cuerpo, sobre mi vientre, entre mis
muslos. Me toma, allí. Dedos se doblan y toman el borde de mi vestido, levantándolo. Poco
a poco, mis muslos son desnudados. Entonces mis caderas. Después, la malla de puro negro
sobre mis partes íntimas, la cuerda delgada alrededor de mi cintura.
Una mano en mi garganta, y la otra en mi núcleo. Una tomando, la otra apretando. Una
sujeta con suficiente presión para hacer que tiemble con una pizca de miedo, la otra, bajo la
seda para encontrar carne, robando el aliento.
—Eres mía, X.
153 Solo puedo gemir en respuesta. Los dedos se curvan, resbalando, encontrándome
sensible y necesitada, presionando solo para sacudirme, dejándome con las rodillas débiles.
Me vengo, de forma rápida y dura.
Pero no ha terminado. Oh no. Mientras recojo mis fuerzas para ponerme de pie por mi
cuenta, los dedos se deslizan fuera de mí y abren el pantalón. Mi vestido cae alrededor de mi
cadera, aliento caliente en mi oído, y ahora mi ropa interior ha desaparecido, dejando al
descubierto de mi cintura para abajo, el aire fresco y mi núcleo húmedo caliente. Oigo los
zapatos ser aventados, pantalón y cinturón golpean el suelo. Pies le dan un codazo a los míos,
y me empuja hacia delante con una mano. Mi trasero está al descubierto, expuesto. Goteo de
necesidad. Me duele. Dios, me duele.
La mano en mi garganta no ha aflojado su agarre, y ahora, soy inclinada hacia adelante,
el agarre es todo lo que evita que caiga.
Un gemido gutural, y él me llena. Profundo, lento y duro.
—¿Lo sientes, X? ¿Nos sientes?
No sé cómo sondear esto. Las palabras nunca han entrado en esta ecuación, nunca han
sido parte de este acto.
—Sí, Caleb.
—¿Sí qué?
—Sí, lo siento.
Pero es igual, todavía. A pesar de las palabras, a pesar de la emoción palpable, es lo
mismo. Solo veo el suelo. Siento solo lo que se me permite tener.
Pero entonces algo cambia. Una estocada, otra. Me quejo, tropiezo, me agito, solo la
mano en mi garganta es la que me mantiene en posición vertical. Estoy enojada por mi falta
de aliento. No estoy siendo estrangulada, pero todavía soy limitada de oxígeno.
Controlada.
Quiero más.
—Deja que te vea, Caleb —digo eso, alto, y me sorprendo por mi propia audacia.
La presencia dentro de mí se desvanece, y me arrastra en posición vertical por un tirón
en el cabello. Las manos me excitan. Ojos de fuego, ardiendo, quemándose, oscuros y
desconocidos.
—¿Quieres verme?
Dios, ese cuerpo es asombrosamente perfecto. Todos los ángulos duros y enormes
músculos. Tallado, cortado, y perfecto. Me estiro, y por una fracción de segundo se me
permite tocar carne firme, pero solo por un momento.
Manos tiran del vestido de encima, trabajan debajo del sujetador y con los tirantes, y
luego estoy desnuda.
Me empujo hacia atrás, y tropiezo con algo.
Así que me centro en el hombre delante de mí, soy yo, que no he notado nada del
154 espacio a mi alrededor. Eso no cambia ahora. Un sofá, creo. Caigo hacia atrás sobre el brazo
de un sillón, y el calor y la dureza masculina me siguen. En mi espalda, mis piernas cuelgan
sobre el borde, cuelgan en el espacio. Una cuña amplia de carne masculina y el músculo llena
ese espacio, separando mis piernas. Manos agarran mis muslos, tiran de mí, y luego toman
mis caderas y me levantan. Puedo ver los ángulos agudos y rastrojos oscuros, los ojos,
salvajes, enojados, la barra delgada de boca. Tengo un momento de respiro, un momento para
mirar, para ver duros pectorales y abdomen tenso, y entonces un empuje agudo acciona el eje
grueso dentro de mí.
Dejo escapar un grito de sorpresa. Raspa dentro de mí, me llena en un ángulo extraño,
sensación de plenitud, pero diferente. Manos agarrando mis caderas, soy elevada y empujada
hacia atrás al lado del brazo, que es duro y áspero.
—Oh-oh Dios. —Me duele, esos empujes duros, pero se sienten bien también.
—Eres mía, X. Putamente me perteneces.
Caderas chocan entre mis muslos, y soy movida hacia adelante, pero manos fuertes se
mantienen arrastrándome tensas para la siguiente fuerte estocada.
Los ojos oscuros no salen de los míos. No puedo apartar la mirada, ni siquiera cerrar
los ojos mientras temblores orgásmicos soplan a través de mí. No puedo mirar hacia otro
lado, no lo hago.
—Mía. —El eje se balancea, enviándome sobre el borde—. Dilo, X. ¡Malditamente
dilo! Di que eres mía.
Necesito el siguiente empuje, lo necesito para estar aquí, al otro lado de la dicha, en
donde todo es nada, y nada importa, excepto el calor y la plenitud y el ligero dolor y las
quemaduras y la punzada y el agarre de las manos en mis caderas y el golpe de cuerpo contra
cuerpo. En este momento, eso es todo lo que importa. Estoy condicionado y necesitando eso,
en este momento, ahora. Es todo lo que soy.
—Soy tuya, Caleb —digo en un gemido, un sollozo.
Tan pronto como esas tres palabras salen de mi boca, siento la punta húmeda y caliente
de la liberación dentro de mí, siento el pesado colapso del cuerpo adelante, y acepto el peso,
sintiendo el músculo duro bajo mis manos. Barba de tres días en mi cara, mejilla contra
mejilla. Un momento de respiración mutua, áspero y desigual.
—X. —Mi nombre, dicho con tanto, con ese tipo... No de vulnerabilidad, sino de algo
parecido, quiero creer todo lo que he escuchado en los últimos minutos.
Debería decir algo, ¿pero qué?
De repente, el peso se va, y la expresión de estatua blanca fría está en su lugar.
—Tengo que irme.
Me tumbo en el sofá, desnuda y saciada, confundida, demolida emocionalmente. Miro
el cuerpo desnudo, mientras es cubierto centímetro a centímetro con ropa cara. Zapatos, al
fin, puestos en su lugar, atados con rapidez.
—Quédate —digo eso, con esperanza.
155 Una pausa. Vacilación. Todo lo que puedo ver es una espalda ancha, cintura recortada,
piernas fuertes. No puedo ver la expresión de ese rostro demasiado hermoso.
—No puedo. Volveré, sin embargo. Quédate aquí. No te pongas la ropa. —Un ruido
sordo, tórax profundo, de una emoción abismal demasiado gruesa y masculina y tumultuosa
para expresarse en meras palabras—. Solo... quédate. Vuelvo enseguida. ¿Y, X?
—¿Sí, Caleb?
—Eres especial para mí.
Siento algo en mí retorcerse y expandirse y florecer con esperanza.
Llave plateada, da la vuelta. Las puertas del ascensor se abren, fáciles pasos dentro, y
puedo ver un indicio de la tormenta de emociones. Hay mucho mantenido oculto, me estoy
dando cuenta.
Todavía son aguas profundas, creo que dice el refrán.
Las puertas del ascensor se cierran, y estoy sola.
Apartando la vista, grandes ventanales dejan entrar la luz del sol. Unos treinta minutos
han pasado desde que entré en este ático.
El espacio es inmenso. Exploro, me doy cuenta de que todo el piso superior del edificio
se compone de este ático, más metros cuadrados de los que puedo contar. La mayor parte es
espacio abierto, dividido aquí y allá con medias paredes y paneles de papel, o seccionadas
con largos sofás para crear rincones informales de espacio. Una cocina, muy lejos en la
distancia, toda de mármol brillante y acero inoxidable. Un balcón, las propias paredes
correderas abiertas y el techo inclinado hacia atrás y fuera de la vista descubriendo una zona
al aire libre cortada de la estructura del edificio en sí.
Allí, un conjunto de paneles de papel pintado elaborados e inspirados en la cultura
japonesa, cortando la habitación. Hábilmente en capas, tres conjuntos forman una barrera
para que la habitación no pueda ser vista desde fuera. Una amplia cama baja con un edredón
blanco, perfectamente tendida. Una mesita de noche a cada lado, vacías de cualquier efecto.
Una pared formada en el lado izquierdo de la habitación, y en ella una puerta, que lleva al
baño.
Necesito una ducha, de repente me doy cuenta. No he tenido una en un largo tiempo.
Pero cuando me meto en el interior del cuarto de baño, hay una bañera con patas profundas,
y sonrío para mí misma.
Abro el agua caliente, llenando la bañera. La piel me quema por el delicioso calor,
salpicaduras de agua en el suelo. Hundiéndome, me sumerjo poco a poco hasta la nariz.
Inmediatamente, soy agredida por el caos en mi mente, la embestida furiosa de todo en
lo que me he negado a pensar.
Me duele entre mis muslos, y ahora que el origen de ese dolor se ha ido, siento
vergüenza, repugnancia. Odio. Me enamoré de la magia una vez más. Caleb tiene alguna
forma de tejer un hechizo sobre mí, de hacer que me olvide de todas mis objeciones y todos
mis pensamientos y todo lo que es lógico o racional.
Caleb es un dios, y los dioses son entrometidos... o así leí en los antiguos mitos. Como
156 un dios, Caleb se mete con mi racionalidad. Manipula mi cuerpo y mi mente. Ahoga mis
sentidos con su perfección masculina, me ciega con su belleza. Ahora, sola, solo puedo ver
las distintas partes que componen el conjunto, y el efecto no es el mismo. Los ojos, la boca,
la mandíbula; los brazos, las manos, la enorme musculatura... esos son Caleb. La ira, el frío,
el calor del cuerpo y el toque hábil, la forma en que me pueden fundir a nada. Esos, también.
Pero todos juntos, son más.
Y me enamoro de él cada vez.
Dejé que Caleb tejiera una red de palabras y toques, y me permití ser penetrada, solo
unos pocos minutos después que Rachel.
Soy desechada...
Sin embargo, también estoy excitada.
El odio es para mí.
Y para Caleb. Por retorcerse alrededor de mí, por hacerme sentir como si significara
algo. ¿Cómo pueden todos mis pensamientos y protestas y objeciones ser barridos con tanta
facilidad?
¿Siquiera Caleb se duchó después de Rachel y antes de mí? Lo dudo. No olí evidencia
de una ducha. Me levanto y giro, miro detrás de mí a la cabina de ducha; está seca, sin usar.
¿Tengo las esencias mixtas de Rachel y Caleb y yo, todas juntas?
Disgusto, y más allá de eso, vergüenza.
Me enamoré de mentiras. Creí en explicaciones ordenadas y reclamaciones trilladas de
que soy especial.
Y sin embargo, aquí estoy, en este ático, en la tina de Caleb, esperando.
El agua caliente me relaja, me hace sudar, hace mis ojos pesados.
Odiarme a mí misma es agotador.
•••
Un ruido me despierta, me levanto. Me siento, salpicando agua fría en todas partes, las
puntas de mi cabello se pegan a mi espalda. Espero, tensa, segura de haber oído algo.
Pasos.
—¿Caleb? —Sueno temerosa. Desnuda, vulnerable, desorientada accidentalmente me
dormí en el agua caliente, mareada por el sobrecalentamiento, no estoy en condiciones de
defenderme de la brujería de Caleb.
Los pasos no son de Caleb, sin embargo. Son lentos, extraños. Miro alrededor por una
toalla, no veo nada. Cruzando los brazos sobre mis pechos, me agacho en el agua ahora fría,
esperando que quien quiera que sea se muestre.
Brillantes zapatos negros, primero. Pernera de pantalón, cintura, chaqueta de traje. Es
Len, yendo hacia adelante mientras se inclina hacia atrás, caminando de forma extraña.
Ah. Un brazo alrededor de su garganta, el barril brillante de un arma en una sien.
Reconozco la mano agarrando la pistola, y el antebrazo dorado atorado debajo de la garganta
157 de Len.
—¿X? —Oigo su voz familiar sin problemas, primero, y luego él y Len se encuentran
en el cuarto de baño, Logan es visible detrás de Len.
—¿Logan? ¿Qué-qué estás haciendo?
—Vine por ti. —La pistola empuja la sien de Len—. Él no quería dejarme entrar, y
perdió.
Estoy absolutamente sin palabras, encorvada en la bañera, encogida, chorreando agua,
con frío, temblando.
—De rodillas, hijo de puta. —Logan mueve a Len por la parte posterior de su cabeza
con el cañón del arma.
Len vacila.
Logan presiona con más fuerza, retira el martillo.
—No hagas esto sucio, hombre.
Mi corazón se detiene. Len parpadea, aprieta los ojos cerrándolos, sus hombros bajan...
entonces se arrodilla lentamente, un movimiento pesado. Logan es visible ahora: vaqueros
desgastados en duras botas de combate negras, una camiseta gris de cuello en V escondida
detrás de la hebilla de su cinturón con el resto fuera del pantalón, mangas tensas alrededor de
sus brazos. Sombrero negro, de ala baja tirada para ocultar su rostro.
—Quítate el cinturón, zapatos, y calcetines —instruye Logan.
Len obedece, desabrochando una correa del traje negro de cuero brillante y delgado,
aventándolos un poco, zapatos de vestir negros, entonces calcetines de rombos.
—Acuéstate sobre tu lado y pon las manos en tus tobillos.
Una vez más, Len obedece, rodando lentamente y estirando sus muñecas juntas. Logan,
la pistola todavía en una mano apuntando a Len, empuja el extremo de la correa entre los
tobillos de Len y baja al suelo, con la punta de la misma sobre los tobillos y muñecas de Len,
mueve con destreza la hebilla, todo con una sola mano. Lo tensa, y luego jala con más fuerza,
hasta que Len gruñe de dolor. Solo entonces Logan mete la pistola en la parte trasera de sus
vaqueros. Unos movimientos rápidos, y la cinta es atada en un nudo. Un calcetín se hace bola
y es metido en la boca de Len, el otro estirado alrededor para formar lo que parece ser una
mordaza dolorosamente apretada.
Todo el proceso de atar y amordazar a Len le toma a Logan menos de treinta segundos.
—¿Estás bien? —Logan da dos pasos rápidos hacia mí, se arrodilla frente a mí.
Sus ojos están puestos en los míos, y son del añil más profundo que el océano azul,
calmados, preocupados.
Asiento.
—Sí. —Pero entonces echo un vistazo a Len, y me pongo a temblar—. No.
—¿Estás lastimada?
—No, no estoy lastimada.
158 Él mira a su alrededor, como yo hice, en busca de una toalla. Ve que no hay una no
obstante, mira lo que vi: un armario escondido en la pared. Se mueve como líquido,
recuperando una toalla blanca y gruesa, manteniéndola en alto para mí.
—Vamos. Ahora sal.
Me levanto, salgo. Los ojos de Logan permanecen en los míos, y aunque estoy desnuda
delante de él, no me siento tan vulnerable como debería. Él envuelve la toalla alrededor de
mis hombros, haciendo un capullo con ella.
—¿Puedes caminar? —pregunta, su voz suave y caliente en mi oído.
—Sí. —Doy dos pasos, pero entonces mis rodillas me traicionan. Todavía estoy
mareada, desorientada. Me siento minada de fuerza, y tengo sed. Los brazos de Logan están
a mi alrededor, atrapándome fácilmente—. Lo siento. Me quedé dormida en la bañera.
—Esto ayudara. Te calentarás. —Se mueve conmigo, gira hacia los lados fuera de la
puerta, me lleva al otro lado de la habitación con sencillos pasos—. Necesitas sentarte. No
voy a permitir que te caigas, sin embargo.
Encuentro mis pies, me apoyo en él. Me siento más fuerte ahora, pero su proximidad
es calmante, y estoy confundida, cansada. Nunca tomo siestas, y siento como si hubiera caído
por un agujero en el suelo a algún otro lugar. Como Alicia en la madriguera del conejo. Nada
está correcto. No debería estar en el ático de Caleb, y Logan no debería estar aquí tampoco.
Y ciertamente no debería sentirme segura en los brazos de un hombre que acaba de atar
y amordazar a alguien a punta de pistola, con su propio cinturón y calcetines manteniéndolo
cautivo.
Pero lo hago.
Logan saca la llave de Len, supongo del bolsillo. La inserta y la tuerce para activar el
ascensor, que se toma un momento para llegar, y luego las puertas se abren.
Logan me empuja adelante.
—Eso no lo va a mantener durante mucho tiempo. Tenemos que seguir adelante, si
queremos salir de aquí.
Nos lleva a mi piso, su brazo alrededor de mi cintura, sosteniéndome, ayudándome a
caminar, con rapidez, pero con cuidado.
En mi puerta, me rodea, retira el arma, un pedazo negro de metal que se ve pequeño en
su mano, que toma de forma natural, como si fuera una extensión de su brazo. Abre mi puerta,
un brazo alrededor de mí, su cuerpo delante del mío. El arma asoma y barre por la abertura,
de forma rápida y profesionalmente. Me sienta en el sofá, me hace señas en un gesto para
que me quede, y luego desaparece en mi dormitorio.
Momentos más tarde está de vuelta, con una pila de ropa en sus manos, que empuja
hacia mí.
—No tienes literalmente ropa práctica, X. No tienes ni siquiera ropa interior práctica.
159 Eligió un conjunto de lencería Agent Provocateur negra, sujetador del estante, bragas
cortas de chica. Un vestido de verano de color azul pálido, sin mangas, largo hasta la rodilla,
flores rojas impresas alrededor del dobladillo. Sandalias de tiras plateadas, el tacón más
pequeño en mi armario.
Me encojo, tomando la ropa.
—No compro mi ropa.
Los ojos de Logan se estrechan, pero no dice nada a ese comentario.
—Vístete —dice, brusco pero con una nota de bondad—. No tenemos mucho tiempo.
—Se da la vuelta, mete las manos en los bolsillos traseros, el cañón del arma en diagonal en
la cintura en su espalda.
Me visto rápidamente. Es extraño cómo el tener ropa puede cambiar el modo de pensar.
Logan se vuelve, mirándome para asegurarse de que estoy decente, y luego se da la
vuelta por completo. Toma mis brazos en sus manos, ojos sinceros y cálidos.
—Muy bien, X. Solo te haré esta pregunta una vez, y tienes que pensar seriamente en
tu respuesta. —Su mano va a mi mejilla, quitando un mechón de cabello húmedo de mi
pómulo—. Puedo llevarte lejos de aquí, si eso es lo que quieres. Pero no voy a llevarte de
aquí encima del hombro como un bárbaro. Puedes venir conmigo, o no. Es tu elección.
Trago.
Esto es todo lo que conozco. Caleb, Len, este departamento. Echo un vistazo a la
izquierda: Mi biblioteca, la puerta abierta, todos mis libros esperando. Mi ventana, mi vista.
Pero arriba, esa escena. Encorvada, una mano dura en mi garganta. La magia del toque
de Caleb, como si mi voluntad estuviera de alguna manera sujeta a tal fácil manipulación.
Tan fácilmente dejada sola, sin ninguna explicación, simplemente la expectativa de que me
gusta estar allí, a la espera, lista para hacer lo que Caleb me instruya.
No sé lo que quiero.
No conozco a Logan. Lo desconocido es aterrador, y cuando no se tiene ni pasado, ni
identidad, cuando rara vez te aventuraste a salir de la pequeña esfera de lo familiar, todo es
desconocido y aterrador.
Pero Logan me está dando una opción.
Eso, en sí mismo, es suficiente para influir en mí.
Lo desconocido es aterrador.
Una eternidad de las mismas pocas cosas que sí conozco... eso me da más miedo
todavía.
—Llévame contigo, Logan. —Me esfuerzo para que suene con confianza, cuando es
todo lo contrario.
Una muy pequeña sonrisa cruza sus labios.
—Esperaba que dijeras eso. —Su palma se levanta, tomando mi mejilla.
Ese toque, tan dulce, tan amable, haciendo alusión a la fuerza que tuvo lugar en la
bahía; Acaricia mi mejilla con su palma, y mis ojos aletean, cerca. Un momento, solamente,
160 pero calma la agitación en mi alma, aunque solo sea por un momento fugaz.
A medida que mis ojos se cierran, siento su aliento, sus labios tocando los míos.
Dulzura, suavidad,
Me besa,
y me besa,
y me besa.
Todo en un momento.
Suspiro mientras sus labios dejan los míos, y luego su mano se enreda en la mía, con
los dedos entrelazados, y me pone en movimiento.
—Vamos cariño. Es hora de irse.
Y me lleva lejos de todo lo que conozco.
15
n el ascensor, Logan e quita la gorra de la cabeza y la pone sobre la mía,
ajustando el borde sobre mi rostro. Se pasa una mano por el cabello,
despeinándolo, los mechones rubios enredados. Pero incluso así, con el
cabello desordenado, es tan atractivo que se me entrecorta las respiración al verlo.
—Solo vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo? Solo a la puerta frontal. —Me rodea la
cintura con un brazo, metiendo la otra mano en el bolsillo, saca el teléfono móvil y me lo
entrega—. Mantén la cabeza gacha. Finge que estás absorta en Facebook o algo así, ¿de
acuerdo? Solo actúa como si no pudieses molestarte en mirar hacia arriba.
Tomo el dispositivo entre las manos. Es un gran rectángulo negro brillante en una
carcasa de goma, con un único botón redondo en la parte inferior. Logan presiona el botón
con el pulgar y la pantalla se enciende, mostrando a Logan con un perro grande de color
marrón chocolate, con la lengua de fuera. Mueve el pulgar sobre el botón durante un segundo
y la pantalla cambia, mostrando filas de pequeños iconos de diferentes colores con diferentes
161 logotipos. Detrás de las filas de iconos hay una fotografía imponente de una galaxia en
espiral.
No tengo ni idea de qué hacer. No poseo un teléfono móvil y no tengo ningún
conocimiento de cómo utilizar uno, por lo que, a su vez, es probable que nunca tenga uno.
Observo la pantalla por un momento y luego miro hacia Logan.
—No sé qué hacer.
Me frunce el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Levanto el teléfono, mostrándoselo.
—Con esto. Nunca he tenido un teléfono móvil.
Hace un gesto de asombro.
—Estás llena de sorpresas, ¿verdad? —Toca la pantalla con el índice y aprieta a la
izquierda, llenando la pantalla con pequeños iconos que aparecen a la derecha. Encuentra un
icono, lo pulsa y se expande para mostrar un conjunto de iconos ocultos, presiona ligeramente
uno—. Tetris. Es fácil. Solo adapta las pequeñas piezas de forma que hagan una línea recta.
Tócalas y girarán. Es como un rompecabezas en movimiento.
Un par de toques más y la pantalla cambia a algo así como papel cuadriculado, líneas
de marcación de la pantalla en pequeños cuadrados. Aparece un cuadrado de color amarillo
brillante, cayendo lentamente desde la parte superior de la pantalla a la parte inferior.
En el momento en que el ascensor llega al vestíbulo, entiendo el objetivo básico del
juego y estoy absorta. Me permito, intencionadamente, ser absorbida a las diversas formas
de encajar las demás piezas para que la línea se desvanezca. De lo contrario, estaría aterrada.
Estoy aterrada; solo estoy fingiendo, incluso a mí misma, que no es así. Un videojuego no
puede borrar mi pánico de dejar el departamento, mi temor a ser descubierta, a regresar y ser
castigada.
Me voy.
Con Logan.
Estoy dejando todo lo que conozco, con un hombre que he visto dos veces.
Y estoy jugando a un videojuego.
Podría reírme de lo absurdo de la situación.
Logan me rodea más apretadamente la cintura con el brazo y me apoyo en él,
dejándome guiar. Mantengo la concentración en el teléfono en mi mano, apretando las piezas
con ambos pulgares, como he visto hacer a mis clientes y a Caleb en numerosas ocasiones.
Fingiendo que estoy haciendo algo más importante en el aparato que jugar un juego.
Me tenso, casi sin respirar, con el corazón acelerado; Esperaba un clamor a cada paso.
Escucho voces, música tenue, el ding de los ascensores que llegan al vestíbulo y se abren.
Escucho las puertas delanteras abrirse, dejando pasar un breve pedazo del ruido exterior y
luego se cierran, volviendo la entrada sofocantemente tranquila.
Nunca antes he visto el vestíbulo de este edificio, las pocas veces que me he ido fue
162 entrando y saliendo por el garaje, siempre tras bajo fuertes medidas de seguridad, empujada
desde el auto hasta el ascensor y viceversa, lo más rápidamente posible. Quiero mirar
alrededor, pero no lo hago. Veo el suelo bajo mis pies, los cuadrados negros brillantes de
mármol con vetas doradas.
Siento que Logan gira el torso mientras me guía a través de las puertas, pesados paneles
de vidrio con manillas de plata. El ruido de la carretera, las bocinas a todo volumen, motores,
un chirrido de frenos. El viejo pánico resurge y ahora mi ritmo cardíaco aumenta a una
velocidad peligrosa, latiéndome tan fuerte en el pecho que es físicamente doloroso. Dejo de
respirar, mis pulmones se congelan. No puedo parpadear y las piernas no se mueven.
Estos ataques de pánico son por lo que me quedé en la torre de Caleb durante tanto
tiempo.
Logan me arrastra, en esencia, su celular cuelga de mis dedos.
—¿Estás bien, cariño? —Su voz en mi oído, zumbando, cálida.
Trato de tomar oxígeno con fuerza y tengo un poco de éxito, lo suficiente para raspar
una respuesta:
—Pánico... ataque.
Un hombre en un traje pasa a mi lado, golpeándome accidentalmente el hombro con el
suyo, sin detenerse siquiera a mirarme. Me echo hacia atrás, golpeándome el hombro contra
el edificio y siento como si estuviese tratando de acurrucarme en la piedra, colapsando de
rodillas. Otra persona pasa, una mujer ligera de ropa, en pantalón corto que apenas le cubre
las nalgas y una camiseta sin mangas que deja poco de su escote a la imaginación, me mira,
con asco y desprecio en su mirada, como si la hubiese ofendido personalmente de alguna
manera. La miro, la observo, incapaz de apartar la mirada.
¿Ha sido testigo alguna vez de un ataque de pánico? ¿Por qué alguien que nunca me
ha conocido me mira con tanto odio?
—X, tienes que recuperarte, cielo. Te tengo. Nadie va a hacerte daño. Estás a salvo
conmigo. Solo tienes que caminar dos calles conmigo, ¿de acuerdo? —Está de rodillas frente
a mí, con las manos en mi rostro Parpadeo y me mira a los ojos con su mirada azul oscura—
. Eso es. Mírame. Estás bien. Estás bien. Respira para mí, ¿de acuerdo? Una respiración
profunda, ¿lista?
Asiento, le sujeto por los antebrazos con un agarre desesperados, centrándome en los
ojos azules, azules, azules, tomo una bocanada de aire caliente del verano de Manhattan.
Sonríe, con gesto amable y paciente, sin apartar la mirada de la mía.
—Bien, cariño. Bien. Otro. Conmigo, ¿de acuerdo? Inspira profundamente por la nariz,
expira por la boca. Continúa. Bien. Solo mantén los ojos en los míos.
Estoy respirando, mirándole y mi ritmo cardíaco se ralentiza un poco. Una o dos
respiraciones profundas más y luego, me está levantando, con la mano entrelazada con la
mía. Tengo su teléfono móvil sujeto con un apretón de muerte en la otra mano, estrujándolo
con tanta fuerza que ahora me duelen los dedos. Me apoyo en él, tranquilizándome con su
gran corpulencia a mi lado, el olor de su camiseta llenándome la nariz, el suavizante y leve
163 olor a cigarro. Su caminar es ligero, fácil y sin prisas. Aunque me doy cuenta de que echa un
vistazo a las ventanas mientras las pasamos y luego, cuando nos detenemos en un semáforo
en rojo, se gira hacia mí, ajustándome su gorra en la cabeza, pero tiene la mirada fija en la
acera detrás de nosotros, fijándose en si alguien nos sigue.
—Creo que está despejado —me murmura, pasando los dedos por mi cabello suelto y
húmedo, echándolo hacia atrás sobre mis hombros—. Mi camioneta está cerca. A media
manzana, ni siquiera eso. ¿Te sientes mejor?
Todavía estoy aterrada más allá de toda razón, pero ya no estoy en garras de la crisis
de angustia. Alzo la barbilla en un breve asentimiento.
—Estoy bien.
Me sonríe y me aprieta la cintura con el brazo.
—Esa es mi chica. Lo estás haciendo genial.
Está tan tranquilo. ¿Es que no entiende de lo que es capaz Caleb?
¿Su chica? ¿Soy su chica? ¿O es solo una expresión? Con Logan, es difícil decirlo.
Tira de mí para girar una esquina, por una estrecha calle transversal atascada con
camiones de reparto estacionados, la mitad del ancho de la calle bloqueada por barreras de
construcción naranjas y blancas. Hay una camioneta plateada estacionada entre un camión
de reparto de productos blanco y de una furgoneta alta negra. Logan me lleva a la camioneta,
me ayuda y subo en el asiento del pasajero. Capto una bocanada de su olor de nuevo y aspiro,
encontrando alguna extraña calma en eso mientras se cierne sobre mí para conectar el
cinturón de seguridad en su lugar.
Estamos en marcha en cuestión de segundos, saliendo del lugar de estacionamiento,
acelerando y girando de nuevo en la carretera principal. El coche huele a cuero y a vainilla.
Se mueve al azar, creo, a la izquierda por aquí, luego a la derecha, allí tres giros a la izquierda,
recto durante varias manzanas y luego otra vez a la derecha, con los ojos fijos tanto en los
espejos como en el tráfico al frente.
—No veo ninguna señal de que nos estén siguiendo —señala, con una sonrisa triunfal
en el rostro—. ¡Lo logramos, X! ¡Estuviste impresionante!
—¿Increíble? Tuve un ataque de pánico en cuanto salimos, Logan. Aún me estoy
sintiendo mal. Nada parece estar bien. No sé lo que estoy haciendo, no sé lo que está pasando.
Una parte de mí se siente como que acabo de cometer el mayor error de mi vida y la otra está
tan aliviada que podría llorar.
—Te permitiré sentir lo que sientes. Lo tomaremos con tranquilidad, ¿de acuerdo?
¿Qué quieres hacer primero?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. No sé nada, Logan.
Asiente.
—Está bien. Entonces deja que me ocupe de todo, ¿de acuerdo? Si se te ocurre algo
que desees, simplemente dilo.
Aprieta un botón circular en la consola entre nosotros y una música fuerte llena el aire,
cacofónicos sonidos enojados, la voz de un hombre gritando de rabia. Me estremezco contra
164 la puerta, de inmediato tensa y confundida por el volumen y el odio primitivo en la voz del
cantante. Cantante... una palabra que no estoy segura que se aplique exactamente a lo que
estoy oyendo. Logan gira el botón y el volumen disminuye a un nivel tolerable; luego pulsa
otra tecla, gira y presiona el botón, y la música cambia, ahora es batería, piano y una cantante
femenina más aceptable.
—Lo siento ―se disculpa Logan—. Supongo que, probablemente, Slipknot no es lo
tuyo.
—¿Slipknot?
—Sí. Heavy metal. —Me mira—. Permíteme hacer una suposición salvaje y decir que
no sabes qué tipo de música te gusta, ¿verdad?
—Adivinarías correctamente —admito.
—¿Sabes qué te gusta?
Suspiro.
—Muy poco. Me gustan los libros, creo que puedo decir eso con confianza. Los libros
antiguos, primeras ediciones firmadas, versiones raras. Ficción de todo tipo.
Logan se queda un momento en silencio. La canción cambia, algo de funk de los barrios
bajos, a pesar de que no puedo decir lo que es. Sin embargo es pegadiza y me encuentro
sacudiendo la cabeza con el ritmo.
—Si tuvieras que decirme una cosa que quisieras en este momento, más que nada, ¿qué
sería?
—Una ducha. Una larga, ducha de agua caliente. Ropa cómoda. Y luego algo de comer.
—Hago una pausa por un momento y luego, murmuro lo que se siente como un secreto—:
Comida chatarra. Algo grasiento y satisfactorio.
Logan me sonríe.
—Suficientemente fácil. Entonces, la primera parada es Macy’s.
No me di cuenta de cuánto podía abrir los ojos hasta que Logan me llevó a un mareante
viaje por los grandes almacenes Macy’s. Estuve perdida completamente en cuestión de
segundos, un par de vueltas por un pasillo, luego otro y habría estado en apuros para encontrar
la salida. No es que hubiera importado, creo. Podría haber vagado sin fin, dando la vuelta
entre perchero y perchero de ropa, simplemente mirando el contenido, solo viendo todas las
diferentes cosas que se podían comprar. Logan fue incesantemente vigilante, aparentemente
casual mientras me guiaba de una zona a otra, pretendiendo echar un vistazo a una camisa o
a un vestido mientras miraba en todas direcciones al mismo tiempo.
Elijo ropa de calle, cómoda: vaqueros, una camisa, ropa interior, un par de bailarinas.
No me pruebo nada, simplemente adivino mi talla. Logan parece aliviado cuando estamos de
vuelta en su vehículo. Ahora conduce por un camino menos tortuoso a través de Manhattan
a una calle tranquila, estrecha y arbolada con casas de piedra rojiza bajas conectadas entre sí
en una fila larga. Estaciona la camioneta al lado de un árbol, que está rodeada de ladrillo, hay
pequeñas luces enterradas en el mantillo en la base del árbol. Tres se encienden, mete una
165 llave en la cerradura y luego hay un fuerte ruido de pitido procedente de un panel blanco en
la pared junto a la puerta. Logan presiona una serie de botones numerados y el pitido se
detiene.
—Desactivada —dice una voz electrónica, vagamente femenina.
Hay unos salvajes ladridos incesantes procedentes de algún lugar detrás de una puerta.
Logan cierra la puerta detrás de mí, gira la perilla para abrir el cerrojo de seguridad.
—Adelante —indica—. Tengo que dejar que Cocoa salga de su habitación. Es amable,
lo prometo. Exuberante, pero agradable.
No tengo tiempo para entrar en pánico, incluso antes de que Logan desaparezca por el
pasillo, se abre una puerta y los ladridos se hacen más fuertes, más duros y luego hay borrón
de color marrón y afiladas garras en la madera dura.
—¡Cocoa, abajo, chica! —grita Logan, pero es demasiado tarde.
Un meneo cálido pesado de ladridos y lamidas se cierran de golpe y en masa sobre mí,
enormes patas de oso en mis hombros, una lengua mojándome el rostro y el peso del perro
me mueve hacia atrás, derribándome al perder el equilibrio. Entonces estoy en el suelo, echa
un ovillo, luchando contra las lágrimas, defendiéndome de una lengua loca, con una pata en
el hombro, una nariz fría empujando bajo mis manos para llegarme al rostro.
No sé si reír o llorar.
Escucho a Logan reír.
—Apártala de mí, Logan —me las arreglo para decir, más allá de la lengua canina que
parece estar tratando de ver lo que comí a través de mi garganta y cómo me he limpiado
recientemente a nariz examinándome las fosas nasales con la lengua.
—Cocoa, siéntate. —La voz de Logan es dura y afilada.
Inmediatamente, el enorme animal marrón, que reconozco de la pantalla del teléfono
de Logan, deja de lamerme y se sienta sobre las patas traseras, gimiendo.
—X, saluda a Cocoa. —Se arrodilla a mi lado mientras me apoyo hasta quedar sentada
en el suelo, limpiándome el rostro—. Dile que te salude, X.
Me quedo mirando al perro con recelo.
—¿Tratará de comerme de nuevo?
Logan se ríe.
—¿Comerte? Sólo estaba diciéndote hola, en el lenguaje de un perrito loco.
Lo miro de soslayo.
—¿Perrito? Es del tamaño de un oso pardo, Logan.
—Apenas tiene un año y ni siquiera pesa cuarenta kilos todavía. —Le acaricia la oreja
con afecto, frotándola en círculos con el pulgar—. Eres una buena chica, ¿verdad, Cocoa?
Me limpio por última vez el rostro con el antebrazo y luego me giro, así estoy frente
al perro.
166 —Saluda, Cocoa.
El perro levanta la pata, con una torpe sonrisa de perro. Tomo su pata y la sacudo como
haría con la mano de un hombre y ella ladra.
—Dile que es una buena chica —me instruye Logan.
—Buena chica, Cocoa —felicito y el perro se pone en marcha inmediatamente hacia
mí, con la lengua fuera. Esta vez, intento lo que hizo Logan, poniendo un tono severo y
duro—. Siéntate, Cocoa.
—¿Ves? —menciona Logan, sujetando al perro alrededor del cuello y llevándolo
contra su pecho, dejando que le lama la barbilla. Se ríe—. Es una buena chica.
Es evidente que el hombre quiere a su perro. Algo de eso hace que se me encoja el
corazón. No sé qué hacer conmigo mientras observo a Logan rascar, estrechar y darle un beso
a su perro como si fuera un hijo amado. Es decir, además de no derretirme.
Finalmente, Logan se pone en pie, limpiándose el rostro.
—¿Quieres ir fuera, Cocoa?
Cocoa ladra y, con un chasquido de garras, atraviesa la casa hacia una puerta trasera y
se sienta sobre el piso de madera brillante, con la gruesa cola agitándose violentamente,
girando la cabeza entre Logan y la puerta. Logan abre la puerta corredera de cristal y Cocoa
se lanza a través de la apertura en cuanto es lo suficientemente amplia como para adaptarse
a su volumen. El espacio al aire libre, que no me había dado cuenta existía en Manhattan, es
pequeño pero elaborado y hermoso. Una pequeña terraza de adoquines, una mesa redonda de
hierro forjado con cuatro sillas, una parrilla plateada reluciente y una parcela de hierba verde
tal vez de unos tres metros y medio, arbustos con flores que bordean la cerca de atrás. Logan
sigue a Cocoa y yo los sigo; estamos juntos, viendo al feliz perro hacer cabriolas alrededor,
gira tres veces y luego, se pone en cuclillas para hacer su negocio.
Esto es tranquilo. Incluso en medio del día, no hay un sin fin de sonidos de tráfico, ni
bocinas, motores funcionando, o sirenas.
—Esto no es donde me imaginaba que vivías —comento, sin venir a cuento.
—¿Esperaba que fuera en una parte de gran altura en el centro, probablemente?
¿Grandes vistas y un montón de mármol negro? —Mete la mano en el bolsillo del pantalón,
raspando el adoquín con la punta del pie.
Asiento.
—Sí.
—Tuve eso, por un tiempo. Lo odié. —Se encoge de hombros—. Encontramos este
lugar, como por accidente. Lo compré, lo renové yo mismo y lo adapté a Cocoa. ¿Tener un
lugar tranquilo al cual ir, al final del día? No tiene precio. ¿Tener en algún lugar fuera con
un poco de verde y un poco de privacidad? Más aún. Cocoa y yo nos hacemos compañía...
no puede ser mejor. —Me mira—. Bueno, podría, pero sucederá con el tiempo. Espero.
¿Está hablando de mí? Me está mirando como si lo hiciera. Pero no sé qué hacer con
eso, qué decir, cómo procesarlo. Esto es incomprensible para mí. Un perro, un patio, paz y
tranquilidad. No hay vistas de la ciudad, ni un desfile interminable de historias para inventar,
167 atravesando trece pisos debajo de mí. No hay expectativas sobre mi tiempo. Elegí mi propia
ropa. Descubrir lo que me gusta…
Es demasiado. Me ahogo con las posibilidades. Me aparto, abriendo de un tirón la
puerta de vidrio, la atravieso, encuentro el pasillo y la puerta me muestra el cuarto de baño.
Ni siquiera me molesto en cerrar la puerta tras de mí, sólo caigo sobre la tapa del inodoro,
con el rostro entre las manos. Mis hombros se sacuden y siento las lágrimas deslizándose.
No sé por qué estoy llorando, pero no puedo detenerlo.
Doy un gran salto cuando siento que una nariz fría me toca la mejilla. No me lame ni
me estruja o salta sobre mí, solo pone su barbilla en mi rodilla. Me río a través de mis lágrimas
al ver su expresión, los ojos muy oscuros mirándome, como si de alguna manera pudiese
compadecerse, como si estuviera tratando de comunicarse conmigo. Consolándome con su
presencia.
Y funciona.
Entierro los dedos en su suave pelaje, sedoso, corto, de color marrón chocolate, le rasco
las orejas, el cuello del animal doméstico es grueso.
—¿Ves lo que quiero decir? —explica Logan, desde la puerta—. Hay una razón por la
que llamamos a los perros los “mejores amigos del hombre”. Esa es la razón.
Sorbo por la nariz y siento fluir una nueva ola de lágrimas, oculto el rostro en el hombro
de Cocoa y lloro sobre ella, su única reacción es poner la barbilla en mi hombro y lamerme
suavemente el lóbulo de la oreja.
Con el tiempo, se detiene. Alzo la mirada y Logan está sentado en el suelo junto a mí,
con las piernas estiradas, con la espalda contra la pared.
—Lo siento —murmuro, limpiándome el rostro—. No sé por qué…
—Detente —me interrumpe—. No tienes que pedirme disculpas. Lo sé, tengo la
sensación de que has pasado por muchas cosas. No tienes que decirme nada, yo sólo... Estoy
aquí para ayudarte, ¿de acuerdo?
Me esfuerzo por calmarme, mis emociones aún desbordadas, turbulentas y mezcladas.
—¿Por qué, Logan? No sabes nada de mí. ¿Por qué quieres ayudarme? —Me limpio
los ojos de nuevo—. Acabas de convertirte en enemigo de Caleb. ¿Y por qué?
Se mueve para arrodillarse delante de mí, apartándome el borde de su gorra del rostro.
—No te preocupes de él. ¿Está bien? Caleb no es tu problema. Es el mío. —Me roza
los pómulos con los dedos—. ¿En cuanto a por qué estoy haciendo esto? Me gustaría poder
decirte que fue puro altruismo, rescatar a la damisela en apuros porque soy esa clase de
caballero de brillante armadura. Sin embargo, no puedo decirte eso.
Tengo que centrarme en parpadear, en respirar, en no dejarme abatir, inhalar su aroma,
sentir sus músculos debajo de mis manos y saborear la lengua y los labios y el cuello. En su
lugar, sólo lo miro y me quedo completamente inmóvil.
—¿Por qué no?
—Debido a que la verdad es que tengo una motivación mucho más egoísta. Quiero
168 decir, sí, no pertenecías allí y yo solo... tenía que sacarte. Pero... alejarte de las cámaras de
Caleb y los gorilas de seguridad... para que estuvieras sola…
—¿Me querías sola? —¿Por qué es lo único a lo que me estoy aferrando?
—Sí. Así es.
—Estamos solos ahora —susurro, bajando el tono a nada, un pequeño sonido, un soplo.
Su rostro parece estar más cerca y ahora, puedo olerlo y sentir sus manos en mis muslos.
—Sí —afirma Logan, su voz no es mucho más fuerte que la mía—. Es verdad.
Pero entonces Cocoa ladra, un ladrido feliz, como si también quisiera estar en el
momento.
Logan se pone en pie. Está respirando pesadamente, frunce el ceño, tiene los ojos fijos.
Hace un gesto hacia la ducha acristalada.
—Querías una ducha. Por desgracia, no tengo ninguna cosa femenina de ducha, pero,
por lo menos, puedes limpiarte. —Se da unas palmadas en el muslo y Cocoa deja mi lado
para sentarse con la lengua fuera—. Voy a llevar a Cocoa a un pequeño paseo, te daré un
poco de intimidad, ¿de acuerdo? Cerraré y activaré la alarma cuando salga. Hay toallas y
paños debajo del fregadero. Podemos ir a buscar algo de comer cuando estés lista.
Golpea el poste de la puerta, me ofrece una sonrisa rápida. Y luego se va. Escucho algo
tintinear, escucho las garras en el suelo, la puerta abrirse, el pitido de la alarma al introducir
el código. Entonces la puerta se cierra y estoy sola.
Por primera vez, que yo recuerde, estoy verdadera, completamente sola.
No hay cámaras observando cada uno de mis movimientos, no hay micrófonos ocultos
grabando cada uno de mis sonidos. No hay seguridad esperando en algún lugar, por si intento
marcharme sola. Sin Len, sin Thomas…
Sin Caleb.
Tengo el destello de un recuerdo, los ojos de Caleb en los míos, oscuros e intensos con
la furia del orgasmo. Sus manos en mí, un momento de algo así como una conexión. Frente
a frente, por primera y única vez.
¿Caleb se quedó con lo qué podría haber sido? Hay mucho detrás de esos ojos casi
negros, un mundo de emoción, un mundo de pensamientos profundos e indescifrables. Caleb
me admitió cosas, verdades que nunca pensé escuchar.
Pero Caleb se alejó.
Y ahora estoy sola.
Al ducharme... antes... Siempre dejaba la bata en el baño, vistiéndome allí también. Si
había alguna habitación en ese departamento en la que pudiera haber tenido alguna
privacidad, habría sido el cuarto de baño. Y no me gusta la sensación de ser observada
mientras hacía algo tan privado y personal como cambiarme.
Pero ahora, puedo hacer lo que quiera.
Estoy sola.
169 Se siente como la mayor libertad caminar hacia la sala de estar, examinar la enorme
televisión y el sofá de microfibra de color marrón, el equipo de música, el arte en las paredes,
que va desde carteles de bandas a pinturas clásicas, sin ser observada. El silencio es denso,
felizmente. La sensación de aislamiento es preciosa.
Hay una escalera de caracol, un entrepaño. En la pared frente a las escaleras que suben
hay una pintura.
La noche estrellada, de Van Gogh.
Me pregunto si eso significa algo personal para él, como lo hace para mí, o si es sólo
otra pieza de arte.
La cocina es pequeña, limpia, acogedora. Un pequeño comedor, una mesa redonda con
dos sillas, una retirada como si recientemente se hubieran sentado en ella. Una pila de revistas
y sobres, un juego de llaves en una anilla. Logan Ryder, pone un sobre, con una dirección.
Un pensamiento se apodera de mí mientras estoy en la cocina; antes de que pueda
pensármelo dos veces, alcanzo detrás de mi espalda, bajando la cremallera de mi vestido. El
corazón me martillea en mi garganta. Me quito la prenda, dejándola caer a mis pies. El
sujetador y luego la ropa interior. Ahora estoy desnuda, en la cocina de Logan. Ahí está la
puerta corredera de cristal, el patio trasero, el muro alto. Los árboles más allá, pero no hay
edificios, nadie para verme a menos que sea un helicóptero sobrevolando la zona.
Atrevida, con un poco de miedo, nerviosa, salgo, solo por el gusto de hacerlo.
Estoy fuera, totalmente desnuda.
Quiero bailar y gritar de alegría por el sentimiento, por la libertad. Me atrevo a dar
media docena de pasos hacia el patio, mirando a mi alrededor, la valla levantándose a unos
cuatro metros de altura, bloqueando mi vista y la de los vecinos.
Y entonces, escucho una voz desde detrás de la valla a mi izquierda y me lanzo hacia
el interior, temblando. No pierdo más tiempo para entrar en la ducha, el agua solo un poco
demasiado caliente. Hay una botella de champú y de acondicionador y una pastilla de jabón.
Sonrío mientras me enjabono el cabello y masajeo mi cuero cabelludo, recordando la
afirmación de Logan de no tener ninguna “cosa femenina para ducha”.
Me tomo un largo, largo tiempo, fregando mi cuerpo. Quitándome el recuerdo de Caleb
de encima. Tratando de depurar un pensamiento persistente, un débil deseo casi culpable,
una pregunta de lo que podría haber sido si Caleb se hubiera quedado.
Me froto ese deseo hasta que mi piel se siente en carne viva. Caleb no se quedó; me
tomó, me utilizó para saciar algún tipo de necesidad y, luego, simplemente se fue, como
siempre.
Pero no puedo, no importa cuánto lo intente, fingir que no hubo un momento, aunque
fugaz, cuando la mirada de Caleb se encontró con la mía y existió un momento de intimidad.
Eso pasó. Fue real. Sé que no me lo imaginé. Sin embargo, tan pronto como se produjo, Caleb
lo aplastó como un insecto desagradable.
Y eso, más que cualquier otra cosa, ayudó a impulsar mi deseo de escapar. Podía haber
esperado la intimidad, tener una idea de quién es Caleb. Un vistazo del hombre, en vez de la
figura, del maestro, del propietario. Pero tal esperanza era y siempre será, ahora creo en vano.
170 Giro la llave del agua caliente hasta que mi piel se estremece con el calor, como si
pudiera escaldar el dolor y alejarlo.
Incluso después de todo lo que he sufrido, mi debilidad por Caleb permanece. Le temo,
sin embargo, lo necesito.
Y me odio por ello.
Estoy aquí, creo, para tratar de buscar distancia en esa necesidad. Para reemplazarlo,
tal vez, necesitando a otra persona.
Logan me atrae, estoy hipnotizada por él, fascinada, hechizada, cautivada.
Es tan amable. Tan pensativo.
Tan cálido.
Pero debajo hay un núcleo de hielo y acero; detrás de sus ojos color índigo se esconde
la astucia de un depredador, a veces pienso, que la ferocidad de un guerrero.
Y, por mucho que lo tema, también me hace sentir segura.
Con el tiempo sé que no puedo permanecer en la ducha y cierro el agua, encontrando
una toalla gruesa de color rojo óxido doblada ordenadamente en tres partes bajo el lavadero,
la envuelvo alrededor de mi cuerpo con un hormigueo. Envuelvo otra alrededor de mi cabeza
para absorber algo del agua, mi cabello es tan grueso que sin secador, estará húmedo durante
horas. Asomo la cabeza fuera del baño y tengo la sensación de que todavía estoy sola.
Encuentro la bolsa con la ropa nueva junto a la puerta principal. La tomo y, en ese momento,
la perilla del cerrojo se gira, la puerta se abre hacia mí y el corazón me salta hasta la garganta.
BEEPBEEPEBEEPBEEP
Cocoa salta hacia mí, ladrando, poniéndome las patas mojadas sobre los hombros
desnudos.
El caos absoluto se desata por un momento salvaje.
Logan empuja a Cocoa, que está bloqueando la puerta, que a su vez me tiene dando
tumbos hacia atrás. Detrás de Logan, la lluvia es agua barrida de cubos que martillean, tan
gruesos que oscurecen mi visión de la calle más allá.
La alarma está sonando cada vez más rápido y Cocoa está encima de mí, ladrando,
moviendo la cola, dejando manchas de sus patas fangosas sobre mí y sobre la toalla, sus
garras capturan el algodón de la toalla y la aflojan, amenazando con tirar de ella. Logan pasa
por encima de Cocoa, apretando el panel de alarma para desactivarlo, después cierra la puerta.
Alejo a Cocoa con una mano, intentando levantarme mientras sostengo la toalla en su
lugar con la otra.
Logan está empapado hasta los huesos, su camiseta gris ahora casi es transparente, se
pega a sus abdominales, tan tensos, estirados y duros que podían estar tallados en piedra,
pegándose a la parte superior de su cuerpo delgado, duro, de sus pectorales cincelados, de
sus anchos hombros. Su cabello está lacio, fibroso y pegado a sus mejillas y barbilla.
El agua de lluvia hace charcos a sus pies y sus ojos son orbes azules calientes, fijos en
171 los míos. Ninguno de los dos se mueve. No estoy respirando.
La toalla que cubre mi torso está colgando suelta a mi alrededor, sujeta solamente por
una de mis manos, la otra todavía defendiéndome de los saludos exuberantes de barro de
Cocoa.
—Cocoa... siéntate. —Su voz es débil, como si tuviera que recordarse cómo hablar—.
Abajo, Cocoa.
El perro se sienta... a mis pies. Pelaje húmedo, en mis pies. Huele a perro mojado, un
olor acre.
Desenvuelvo la toalla en un turbante alrededor de mi cabello y se la entrego a Logan,
que, sin apartar la vista de mí, se arrodilla al lado de su perro, le quita la correa y la seca con
cuidado y con amor, cada una de sus pezuñas, sus patas, todo su cuerpo, sus orejas caídas;
una y otra vez hasta que está moviéndose para liberarse.
—Ve a tu habitación, Cocoa. Ve a acostarte.
Su voz es todavía débil y aún me está mirando y no puedo moverme, paralizada de
alguna manera por el azul sobrecalentado de la mirada de Logan.
Cocoa ladra una vez y luego, trota a su habitación.
Tengo la espalda contra la pared, fría contra mi espalda desnuda. Tengo que cubrirme,
pero no puedo.
Logan se encuentra enfrente a mí, de pie a unos centímetros y también está mojado,
pero ahora está tan caliente que se siente como que podría dejar salir vapor. Lo huelo, aroma
a hombre, tan penetrante como perro mojado.
Levanta la camisa, se la quita, dejando al descubierto un torso que es una maravilla
esculpida de músculo magro y terso. No es un hombre descomunal, no es el único otro cuerpo
masculino que he visto en este estado de desnudez. Vestido con esos vaqueros azules
desteñidos y nada más. Es alto, de más de metro noventa, pero es un hombre con barba de
pocos días, cada músculo definido como si estuviese esculpido en su cuerpo, cada músculo
magro y duro. No tiene carne de repuesto ni músculo, nada más, nada que no sea necesario.
Es todo líneas duras y hendiduras profundamente grabadas. También hay cicatrices. Finas
líneas blancas que atraviesan su pectoral izquierdo, su bíceps derecho y la parte superior de
su antebrazo izquierdo, cerca del codo. Dos cicatrices redondas rugosas en el hombro
derecho, una en la carne del músculo, la otra más arriba, en la clavícula y una tercera más
abajo, justo debajo de las costillas.
Hay tatuajes coloreando la piel en su hombro, una mezcla casi indescifrable de
imágenes en el brazo izquierdo, desde la clavícula hasta justo por encima del codo, por lo
que estarían todos ocultos si llevara una camisa de manga corta. Veo dibujos de chicas pinup,
llamas, una Jolly Roger de un cráneo con una mueca, rifles de asalto cruzados y las iniciales
en letras de inglés antiguo casi escondidas en una maraña de alambres de púas, frases que no
pueden ser en la misma letra. Toda la maraña de imágenes comienza justo por encima de su
codo, diseñadas como si fueran a crecer de un árbol cuyas raíces se envolvieran alrededor de
su bíceps, el revoltijo de imágenes y diseños que forman el tronco y las ramas se extienden a
172 los dedos esqueléticos a través de la clavícula y la espalda hacia los omóplatos.
Me pican los dedos por tocar las imágenes, clasificarlas, nombrarlas y conocer sus
historias.
Deja caer la camisa al suelo, con un sonido húmedo. El agua fluye en riachuelos por su
rostro, por encima de su cuello y hombros, sigue la línea del esternón, sobre el diafragma, y
en los surcos profundamente grabados de su abdomen.
—Estás manchada de barro —murmura, su voz un bajo deslizándose suavemente sobre
mí. Con los dedos traza la parte superior de mi seno, a través de la impresión de la pata de
barro.
—Bueno, estaba limpia —comento, a falta de algo mejor.
—Ahora vamos a tener que luchar por la ducha.
—Ve tú. Esto se limpiará.
Se agacha, tomando el extremo de la toalla, la levanta y limpia el barro hasta que mi
piel está limpia de nuevo.
—Ahí. Como nueva.
Por supuesto, al levantar la toalla, desnudó una parte importante de mi piel, desde la
rodilla hasta el vientre. El aire es frío contra mi piel y estoy temblando. O tal vez es Logan
quien me hace temblar.
Una mano apretada contra mi pecho, que me mantiene al menos nominalmente
cubierta, yo imito su acción, levantando una esquina de la toalla y usándola para limpiar las
gotas de agua sobre su pecho.
Lo fácil que sería dejar caer la toalla. Una parte de mí quiere hacerlo, se siente lo
suficientemente atrevida para correr el riesgo. Para permitir que me vea. Para dejar que me
toque, piel con piel desnuda.
Me pregunto si puede leerme la mente: Lleva la mano hacia mi espalda acercándome
a él. Me tropiezo y de buena gana caigo contra él, mejilla contra su pecho. Latido del corazón,
como un tambor: Bumpbump-bumpbump-bumpbump. Su carne es cálida, suave, firme y
húmeda. Mi mejilla se pega a su pecho, pero no tengo ningún deseo de alejarme. Tengo las
manos sobre su pecho, las palmas de las manos contra su piel a cada lado de mi cabeza. Mi
mano izquierda está en el lado derecho de su pecho y puedo sentir las fruncidas cicatrices
allí. Mi conjetura es que son heridas de bala. Toco con los dedos las cicatrices, marcándolas
con suavidad.
Logan murmura en mi oído:
—Esas no fueron tan malas como parecen. Golpearon carne y hueso, en su mayoría.
—Toma mi mano, la baja para que toque con los dedos la herida justo debajo de su caja
torácica—. Ésta casi me mató. Dio en el blanco, me tomó cerca de seis meses para
recuperarme. Tocó el fondo de mi pulmón, estuvo a punto de alcanzar algunas otras cosas
importantes.
¿Quién es esta mujer loca que habita en mi cuerpo? No yo, no con la que estoy
173 acostumbrada a estar. Esta mujer, es salvaje, atrevida. Le sujeta las costillas con ambas
manos, sintiendo gruesas losas de músculo debajo, yemas de dedos que exploran sensibles.
Esta mujer, ¿soy yo, esta es X? Toco su piel con los labios. Ligeros sobre los tatuajes,
cruzando la línea central del esternón, beso, beso, beso y toco esas cicatrices malvadas. Mis
labios en su piel una química explosiva. Toque delicado, sólo una respiración, movimiento a
través de carne, pero suficiente como para incendiarme. Lo siento temblar bajo mis manos,
bajo mi boca. Le beso cada cicatriz. No sé por qué. Cada corte curado hace tiempo de su piel
—Encuentros cercanos del tipo de metralla —murmura, un beso.
Una marca de quemadura en su antebrazo, brillante, demasiado suave, irregular…
—Demasiado cerca a un cañón de un rifle —susurra en explicación, beso.
Cada vez que toco su piel con los labios, inhala fuertemente, como si su boca estuviera
ardiendo, como si mi lengua estuviera al rojo vivo, quemando su carne.
La piel desnuda bajo mis manos, duro músculo... Soy adicta. Lo bebo. Detengo la
madeja de besos, mis labios en su clavícula y el toque justo. Mis dedos en sus omóplatos,
localizando la tinta brillante que incluso puedo ver con los ojos cerrados, bajo para explorar
la cintura por encima del vaquero, deslizando las palmas hacia arriba a los lados con las
yemas de los dedos sobre sus costillas. Un poema de toque, una canción de besos.
—X, tienes que parar. —Su voz es tensa, tiesa, lenta con precisión.
—¿Por qué?
Nunca he sentido tal necesidad, tanto placer en simplemente tocar. Me deleito en que
se me permita tocar como me gusta, sin orientación, sin órdenes, sin instrucciones. Solo tocar
como deseo, la boca se mueve por propia voluntad, mis pequeñas manos explorando una obra
de arte.
—Porque ahora no es el momento. —Sujeta mi mano izquierda, tomando la derecha
en el mismo agarre suave, me aparta el cabello del rostro con la mano libre—. Y si sigues
así, me voy a olvidar de eso.
—¿Por qué no es el momento ni el lugar? —Levanto la mirada cuando pregunto eso,
miro sus ojos.
—Por lo que quiero hacerte y cuánto tiempo me va a tomar.
Oh, la promesa en esos ojos, esas palabras.
Me estremezco.
—Oh.
—Sí. —Toma una gran bocanada de aire, como si reuniese el valor.
Sus ojos recorren mi rostro, como si lo memorizaran. Mis manos todavía inmovilizadas
en el suave agarre de su mano izquierda, con la derecha me alza la barbilla, moviendo mi
rostro hacia él, con la yema del pulgar me roza la mejilla y luego recorre mi frente, apartando
un mechón de cabello.
—Maldita sea —murmura.
174 Y me besa,
me besa
y me besa.
Sin respiración, mareada, el corazón latiendo locamente, los pulmones deteniéndose,
las manos revoloteando y tomando. Le devuelvo el beso.
Un beso. Una cosa tan simple. Dos bocas reuniéndose. Los labios tocándose, un poco
húmedos, tiernos pero firmes, aún con hambre tentativa. Las manos buscando, se atreven a
más zonas erógenas de piel. Tan sencillo. Sin embargo, tan complejo, tan cargado de
significado. Latiendo con preguntas, punzando de posibilidades.
¿Me besó para empezar otra cosa, algo más?
¿Lo beso para pedir más?
¿Podemos besarnos solo por el mero besar, para encontrarnos en brazos del otro, para
sondear las profundidades del deseo sin la vulnerabilidad de la desnudez compartida?
Rompo su sujeción en mis muñecas. Me estiro, rodeándole el cuello con los brazos,
aferrándome a él. Me presiono contra él. Hacemos una pausa para recuperar el aliento, los
labios tocando, pero no cerrados, jadeantes, los ojos abiertos y nos miramos el uno al otro
desde tan cerca que los rasgos son un borrón. Sus ojos son azules como el océano más
profundo, la sombra de la noche justo después del crepúsculo, cuando el sol se ha hundido y
las estrellas todavía no traspasan el cielo. Sus manos encuentran mi cintura, encuentran mi
piel, todo lo que hay que encontrar de mí, es carne desnuda, porque estoy desnuda, sin
vergüenza y llena de hambre.
El suelo se aleja y envuelvo las piernas con fuerza alrededor de sus caderas. La firmeza
tensa de su interior está caliente contra mi núcleo vacío. Gira, presionando mi espalda en la
ventana. Me sujeta el trasero desnudo con las manos, manteniéndome alzada sin esfuerzo,
adentra su lengua en mi boca, me roba el sentido y el aliento, mi voluntad, me roba el deseo
de conocer nada más que esto, su beso, este momento.
Tomo su rostro entre las manos, las palmas sobre la barba de pocos días. Confío en su
poder sobre mí. Me entrego a él. Perdida en esto. Podía suceder cualquier cosa y lo querría,
siempre y cuando se tratara de Logan Ryder.
No sé por qué.
Sólo sé que posee un poder secreto sobre mí, y no puedo resistirlo.
Ahora me sostiene con una mano, un fuerte antebrazo debajo de mí, deslizando su otra
mano por mi columna, acariciando la piel, arriba y arriba, buscando mi cuello, apretando,
masajeando, amasando y luego hacia abajo. Calmante, pero excitante. Quiero relajarme
contra él y, sin embargo, quiero devorarlo. También busco más con las manos, exploro,
estiro, encuentro. Hombros, duros y redondos. Costillas, cintura. Espalda ancha, piel caliente.
Hasta su cabello, bajo los mechones rizos húmedos.
Le siento tomar un puño de mi cabello, asiéndolo en la base del cráneo, echándome la
cabeza hacia atrás, así le estoy mirando, o estaría si tuviese los ojos abiertos, su beso me
175 sume en el olvido. El control sobre mi cabello es delicioso. Firme, pero suave. No puedo
romperlo, no podría incluso si lo deseara.
No lo hago.
Sólo deseo ser besada, y presiono con entusiasmo mis labios para degustarlo y su
lengua en mi boca y se mete y me aferro al laberinto sin fin de músculo y de carne tensa.
¿Cuánto tiempo pasamos así? ¿Minutos? ¿Momentos? ¿Horas?
Una vez leí en un texto antiguo que un momento es lo cuadragésimo de una hora. Tal
vez un millón de momentos pasan y cuento cada uno de ellos, adorando cada momento y
sellándolo en mi mente, en mi memoria. No quiero olvidar jamás esta experiencia con Logan,
si no obtengo nada más con él.
Una miríada de momentos.
Sus manos, una vez más ambas en mi trasero desnudo, sosteniendo, abrazando,
apretando suavemente, luego su mano en mi mejilla, áspera, dura, callosa, fuerte, suave
mientras deja una suave caricia en mi piel. Sus labios, recorriendo los míos, inclinando,
pellizcando, capturando con los dientes el labio superior y luego el inferior. La mordedura
de sus dientes en mi labio inferior es una droga, un remolcador, da un tirón, el tirón de sus
dientes es un afrodisíaco.
Siento que mi labio inferior se abre, siento su aliento y su lengua; y me vuelve salvaje.
Hago un sonido con la garganta, un ruido que no puedo describir como algo más que
un gemido.
Pero entonces, justo cuando estoy contemplando cómo llegar entre nosotros y abrir el
botón de su pantalón y tomar su dureza en mis manos, Logan me deja y se aleja.
Estoy completamente desnuda, con la toalla caída y olvidada.
Un cuadro vivo: yo, desnuda, con los pezones endurecidos bajo su mirada voraz, deseo
en mi núcleo que gotea resbaladizo con el calor, el abultamiento de su cremallera, una vena
pulsante en su cuello, abriendo y cerrando los puños, su pecho agitado, mi pecho subiendo y
bajando con mi propia respiración enloquecida. Un minuto, en el que sé que está a sólo
momentos de agredirme y no lo detendría, solamente lo animaría, gemiría y pediría más.
—Jesús, X. —Se frota la mandíbula con una palma—. Me vuelves increíblemente loco.
—Suena sacudido.
No puedo estar de pie, solo puedo apoyarme pusilánime con la espalda contra la pared.
—Tengo que saber lo que quieres de mí, Logan. —Las palabras salen de forma
espontánea.
Ladea la cabeza y frunce el ceño.
—¿Lo que quiero de ti? —Se arrodilla, toma la toalla en sus manos, la aprieta contra
mi pecho, cubriéndome.
Estoy al tanto de que hay una cierta reticencia en él mientras lo hace.
Me esfuerzo por mantenerme en pie, cerrando las rodillas, temblando y pasándome las
manos por el cabello.
176 —No confío en mí misma contigo. Me vuelves... salvaje. Pero mi situación, no es... No
estoy segura. Y necesito saber lo que quieres. Qué está pasando. Yo… yo…
Se mueve como un rayo, con las manos de alguna manera, sujetando al instante la parte
superior de mi bíceps suavemente, trazando círculos con sus pulgares.
—Puedes confiar en mí, X.
—Quiero hacerlo.
—¿Pero?
—Pero, ¿cómo lo sé? Ni siquiera puedo respirar cuando estoy contigo. No tiene ningún
sentido. No me reconozco a mí misma y todo es lo suficientemente difícil sin sentir que voy
a, no sé. A perderme. Apenas tengo algo que perder, pero incluso eso... está en riesgo.
—No estoy seguro de que te esté entendiendo.
Niego, soltándome de su agarre, me alejo.
—No estoy teniendo ningún sentido. Lo que es contrario a mí.
Me sigue, pero no me vuelve a sujetar.
—¿Sabes?, me he dado cuenta de algo.
—¿De qué, Logan?
—De que eres muy hábil para evitar hablar de ti misma.
Me encojo de hombros.
—No hay mucho que decir acerca de mí misma. —Eso, al menos, es verdad.
—Hay tanto de lo que eres, que es imposible siquiera saber por dónde empezar.
Frunzo el ceño.
—Haces que parezca como si fuese complicada.
—Complejo, es tu nombre X. —Está cerca de mí de nuevo, la húmeda, toalla fría la
única barrera entre nuestros cuerpos. No puedo evitar apoyar la frente contra su pecho.
—Eso no es cierto —protesto.
—Entonces, ¿cuál es tu color favorito?
—No lo sé.
—¿Poeta favorito?
—E. E. Cummings.
—¿Comida favorita? —Su voz está en mi oído. Ruidosa, un zumbido, íntima y familiar.
—No lo sé.
—¿Banda favorita?
—No sé. —Instintivamente, me aparto del escrutinio de su mirada, excepto que la
toalla, cubre solamente mi frente, por lo que ahora estoy desnuda de espaldas a él. Siento sus
ojos en mí, en la curva de mi columna y en la burbuja hinchada de mi trasero—. No sé nada
acerca de mí misma, Logan. No lo sé. ¿Está bien? No soy complicada, estoy... incompleta.
177 —Nena. Eres compleja. —Sus palmas patinan sobre mi espalda, las dos se mueven en
círculos calmantes—. No es algo malo. Te hace misteriosa. Tengo la sensación de que un
hombre podría pasar toda una vida conociéndote y todavía no desenvolver todas tus capas.
—Apenas me conoces.
—Exactamente. —Una pausa. Dedos en mi cabello, que todavía está húmedo. La
intimidad de este momento hace que me duela el corazón—. El único nombre que tengo para
ti es X. Sé que eres de ascendencia española. Sé que trabajas para Caleb Indigo y que eres
muy difícil de encontrar, incluso para una de las chicas de Caleb. Y eso, es mucho decir.
Logan tiene sus dos manos en mis caderas ahora, sosteniéndome apretada contra él, mi
columna en su pecho, mis nalgas curvadas contra el acero en bruto de su vaquero. Siento el
bulto de su erección detrás de la cremallera. Me muevo y donde también está desnudo inhalo
bruscamente y empujo esa necesidad, ese deseo, ese pensamiento.
Pero somos piezas de un rompecabezas, él y yo. ¿De qué otra forma podríamos encajar
perfectamente juntos?
Tiemblo ante las turbulentas posibilidades en las oscuras profundidades de mis deseos
más bajos.
—¿Cuál es tu nombre real?
La ira, repentina y caliente.
—Te dije mi nombre real, ¡maldita sea!
Trato de apartarme, pero no me lo permite. Por primera vez desde que lo conozco, deja
salir una pequeña muestra de su fuerza real.
Me mantiene en mi lugar con las manos en mis caderas, su agarre irrompible, pero
todavía suave y cuidadoso.
Es implacable.
—¡Cómo el infierno que lo es! —También está enfadado—. ¿Estás tratando de decirme
que tu nombre real, legal es Madame X?
—¡Sí!
—Mierda. Puedo tener mucha fe, cariño, pero no voy a tolerar que me mientas, o
contengas la verdad de mí. —Su voz es un murmullo, más frío de lo que pensaba que podría
sonar. Este es el hombre que ha matado, el hombre que una vez fue un criminal.
—No estoy mintiendo. —Sueno pequeña, triste y derrotada.
Sus manos me excitan. Mueve mi rostro hacia él.
—Entonces, ¿cuál es tu nombre?
—Mi nombre es Madame X. Se me nombró por la pintura de John Singer Sargent.
Me aparto lejos de él, ahora todo mi fuego apisonado apagado. Algo me pica en los
ojos. Algo húmedo. ¿Por qué estoy llorando? No lo sé. O tal vez hay demasiadas razones
para elegir una.
Inhalo bruscamente. Cuadro los hombros. Reafirmo mi mandíbula. Empujo abajo la
178 confusión de emociones. Parpadeo hasta que aclaro la visión.
Y entonces, me alejo.
Llego a la entrada del pasillo, tratando de envolverme con la toalla, necesitando estar
cubierta ahora y luego, se mueve para estar frente a mí, bloqueando mi camino al baño y sus
ojos están en conflicto, preocupados, confundidos. Pasa un pulgar sobre mi pómulo,
limpiando una lágrima de mi piel.
—Te creo.
—Afortunadamente para mí, mi nombre no depende de tu creencia de que exista.
Tampoco yo. —Ahí están las garras, extendidas para defenderme.
—¿Eres una de las chicas de Caleb? —La pregunta es inesperada, sorprendiéndome.
—No sé lo que quieres decir. —Mi voz está modulada con cuidado en fría neutralidad.
—Por supuesto que no. —No suena sorprendido y tampoco como si me creyese.
Suspira, frotándose el rostro con ambas manos—. ¿Sabes qué? Vamos a olvidar eso por el
momento. Necesito comida. ¿Vas a comer conmigo, Madame X? —Mira su muñeca, el
grueso reloj negro de goma allí—. O a cenar, supongo que sería en este momento.
—Yo… —Tengo hambre. También tengo miedo a muchas preguntas puntiagudas de
Logan. El hambre se lleva más que mi precaución—. Sí. Supongo que lo haré.
—Bien. Entonces necesitas vestirte, te tienes que cambiar.
Un momento que ninguno de los dos parece dispuesto a rechazar.
Finalmente, Logan suspira.
—Lo siento, X. No quise interrogarte o volverte loca. Yo solo... hay mucho que no sé,
y quiero, quiero saber.
Podría volver a llorar por la sinceridad vulnerable en su voz.
—Tienes razón, sabes. Soy complicada. Pero tampoco lo soy. Es sólo... difícil para mí
hablar de mí misma. Estoy acostumbrada a lidiar con la gente, por lo que tendrás que ser
indulgente si no soy siempre muy... cercana.
—Haré mi mejor esfuerzo para ser paciente, pero debes entender una cosa sobre mí;
cuando encuentro algo que quiero, voy tras ello, con fuerza.
Solo puedo tragar saliva y preguntarme cómo se supone que debo responder a eso.
—Está bien. —Es todo lo que puedo manejar.
—Vístete, X —manda, su voz más áspera de lo que nunca ha sido—, antes de que
descubras la cantidad de auto-control que está tomando no... violarte sin sentido.
—¿Violarme? —Una vez más, sueno débil. No soy yo claramente en torno a este
hombre.
—Violarte. Te gustan los libros antiguos, ¿verdad? Esa es una especie de vieja palabra,
de los libros. Significa…
—Sé lo que significa. —Un poco más nítida, un poco más yo misma.
—Sin embargo, todavía estás allí de pie, básicamente desnuda. —Da un paso hacia mí
179 y nunca me ha aparecido un hombre tan primitivo, tan intimidante, sexualmente masculino
como Logan en este momento, su forma dura, magra llenando el estrecho pasillo, desnudo
salvo por el vaquero, con los puños a los costados, la cabeza inclinada hacia adelante para
que todo lo que pueda ver sean los pómulos afilados y ojos de fuego—. Tenerte desnuda en
mis brazos, X. Me podría haberte tenido contra la pared. Pero no lo hice.
—¿Por qué no? —jadeo la pregunta, congelada en mi lugar como un ciervo que huele
un depredador.
—Debido a que no estás lista. No para lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres, Logan?
Otro paso. Simples moléculas nos separan, una vez más. Un aliento y estaría en sus
brazos y sé que nada podría detener lo inevitable, si nuestra piel se toca de nuevo.
—Todo, Madame X. Lo quiero todo. —Se cierne sobre mí, tengo la cabeza echada
hacia atrás para poder mirarle y nuestros labios casi están tocándose, pero no del todo—.
Todo y algo más.
Tiene razón.
No estoy lista.
Se aparta de mi camino y deja salir un suspiro superficial, algo muy parecido a alivio
y me muevo para pasarle. Ahora me he convertido en la mujer de Lot. Me vuelvo, aprieto la
espalda contra la puerta y fijo la mirada en la de Logan. Busco a tientas el picaporte, sin
apartar los ojos de Logan. Pasando y cerrando la puerta entre nosotros toma hasta la última
gota de voluntad que poseo y no se aparta, no parpadea, no hace más que respirar cuando
pongo la puerta entre nosotros.
Y aun así, lo siento allí, todavía, al otro lado.

180
16
e llevas a un pequeño lugar italiano. Caminamos allí, una media hora de la
mano a través de la ciudad.
Las calles están mojadas, los árboles que gotean centelleantes en la
bruma dorada de la tarde. El sol se ha puesto, asomado entre las nubes y rascacielos para
iluminar todo con un brillo de luz decadente, haciendo que todo parezca romántico y hermoso
y perfecto.
No siento pánico al estar al aire libre, y es increíble.
—Me encanta esta hora del día —dice Logan, sin venir a cuento—. Los fotógrafos la
llaman la hora dorada.
—Es hermoso ―digo, con el corazón lleno de alegría por el lujo sencillo de este
momento.
Haces un gesto a la luz del sol entrando entre los edificios a nuestra izquierda al cruzar
181 una intersección.
—Sabes, los japoneses tienen una palabra. Komorebi. Significa que los filtros de la luz
del sol atraviesan los árboles en un bosque. Siempre he pensado que debería haber una
palabra similar, algo que captara esta hora del día, este lugar. La forma en que el sol es dorado
y tan perfecto que casi puedes, aunque no debes mirar directamente hacia él, la forma en que
está enmarcado por los edificios, brillando en el cristal, lo vuelve hermosa. —Me mira―.
Tan hermosa.
¿Se refiere a mí? ¿O a la luz del sol, al momento?
Caminamos, y memorizo esto. Su mano en la mía, sus dedos entrelazados entre mis
dedos, su pulgar frotando círculos pequeños en la red de piel entre el pulgar y el índice. La
belleza de la ciudad, el aire cálido y exuberante y con olor a lluvia fresca, la cacofonía
familiar de Nueva York, la libertad, el hombre a mi lado.
—Hay otra palabra —dice, una vez más, rompiendo el silencio―. Esto es sánscrito.
Mudita —dice eso como moo-dee-tah—, y significa... ¿cómo lo pongo? Gozar de la felicidad
de otra persona. Felicidad vicaria.
Lo observo, y espero a que me dé más detalles.
Me mira, poniendo una sonrisa en su hermosa cara.
—Estoy experimentando mudita en este momento, mirándote.
—¿En serio? —pregunto.
Él asiente.
—Oh sí. Estás mirando todo como si fuera la cosa más hermosa que hubieras visto
nunca.
Me gustaría poder explicárselo.
—Todo es hermoso, Logan.
—Y a mí... Me encanta esa inocencia, supongo. Tiendo a estar hastiado, una gran parte
del tiempo. He visto mucho, ¿sabes? Un montón de mierda desagradable, y es fácil olvidar
lo bello. —Hace una pausa—. Me gustan las palabras extrañas, porque captan las cosas de
manera que el idioma español no hace. Capturan la belleza de pequeños momentos. Palabras
como komorebi me recuerdan dejar de lado mi desilusión general y disfrutar del momento.
—¿Qué tipo de cosas has visto, Logan? —pregunto, aunque no estoy segura de porqué,
o si la respuesta será algo que pueda soportar.
Él no contesta, sólo me dirige con un empujón por el codo a través de una puerta baja
a un restaurante oscuro, un acordeón reproduce música, aroma de ajo fuerte en el aire.
Él agita la mano a un anciano limpiando un mantel a cuadros rojos y blancos.
—¿Consigues una mesa en la parte trasera para mí, Gino?
—Sí, sí, claro que sí. Siga, siga adelante. Siéntense, traeré el vino y el pan para usted y
su amiga bonita. —Gino sonríe y se apresura a la cocina, encorvado pero moviéndose más
rápido de lo que hubiera creído posible.
Logan me lleva a través de una puerta trasera y a un pequeño patio al aire libre.
182 Probablemente podría tocar las dos paredes si me acostara, pero hay cuatro mesas atestadas
en el espacio, tres ocupadas por otras parejas. Luces blancas en una cadena están cubiertas
por el perímetro de la pared por encima de nuestras cabezas, colgando de clavos en ladrillo
viejos desmoronándose.
Apenas hemos tenido tiempo para sentarnos, Logan de espaldas a la pared, cuando
Gino vuelve, una cesta de mimbre llena de pan de ajo en una mano, una botella de vino y dos
copas en la otra. Coloca la cesta de pan entre nosotros y luego vierte el vino, un líquido rubí
oscuro.
—Este es un buen Malbec —dice Gino—. Desde Argentina, porque el buen Malbec
no ha salido nunca de ninguna otra parte. Es bueno, muy bueno. Les gustará, creo.
—¿Hay vinos que no me gusten, Gino? Contéstame eso.
—Vino de mierda, eso es lo que es —dice Gino, dejando una copa frente a mí. Él y
Logan ríen, pero si había una broma, me la perdí.
Ambos hombres me miraron fijamente, expectantes. Al parecer, ¿se suponía que tenía
que probarlo primero? Otra nueva experiencia. Tentativamente, recordando la última vez que
probé vino tinto, tomo un sorbo.
Esto es diferente. Más suave, no muerde mis papilas gustativas tan duro. Sabroso, pero
no insoportable. Asiento.
—Me gusta. Pero no soy experta en vinos.
—¿Quién es experto en vinos? Yo no —dice Gino—, ciertamente no este payaso. No
hay sommeliers aquí, mia bella, simplemente buen vino y buena comida.
—¿Mia Bella? —pregunto.
—Sólo significa “mi hermosa” —responde Logan.
—Oye, ¿hay un italiano por aquí, amigo? No es así, eso es absolutamente seguro. No
distinguirías bella de bolla. Deja el lenguaje del amor para mí, ¿eh?
—¿Creía que el francés era la lengua del amor? —Se ríe Logan.
—No, nah. Italiano. Italiano e molto più bella. —Gino mueve una mano―. Bah.
Francés. Suena como un pato soplando por su nariz. Pero hablar italiano es cantar, mi amigo.
Ahora. ¿Qué tendrán para comer?
—Sorpréndenos, Gino. Pero debes saber que los dos estamos muy hambrientos.
—Mama está en la parte posterior, y sabes cómo es. Necesitarás una grúa para salir de
aquí antes de que termine contigo. Estarán tan llenos que podrían pedir misericordia. ¡Y
entonces les dará el postre! —Se ríe, una risa estruendosa de vientre que, a pesar de que una
vez más me perdí el chiste, sin embargo me está alcanzando.
Me encuentro con una sonrisa, y bebiendo el vino, que es, como dijo, muy, muy bueno.
Solos, una vez más, Logan se inclina hacia adelante, sus antebrazos en la mesa.
—Gino es un viejo amigo. Y no estaba bromeando acerca de Maria. Va a mantenerse
enviando comida hasta que no podamos comer más.
183 Tomo un sorbo de vino.
—Esto es perfecto, Logan. Gracias.
Me mira, y sus ojos se estrechan, arruga la frente.
—¿Puedo hacerte preguntas, X?
—Si las contestas tú también, seguro.
—Es un acuerdo —dice―. Y conduces un negocio duro. No soy mucho de hablar de
mí mismo, tampoco.
—Así que estamos bastante emparejados con la boca cerrada, ¿verdad?
Él asiente, riendo, con lágrimas y toma un trozo de pan de ajo de la barra de pan.
—Supongo que lo somos. —Mastica, traga, y su sonrisa se desvanece―. Creo que voy
a empezar con lo obvio primero: ¿Cómo es que sabes muy poco acerca de ti misma?
Suspiro, un suspiro de resignación.
—Puedo responder a eso con cuatro palabras: amnesia retrógrada aguda global.
Logan parpadea como si estuviera tratando de procesar lo que está escuchando.
—Amnesia.
—Correcto. —Intento cubrir mi incomodidad con un gran trago de Malbec.
—Amnesia retrógrada aguda global —repite, y se inclina hacia atrás en su silla,
mientras Gino llega con un plato grande de ensalada y dos platos, repartiendo una generosa
porción a cada uno antes de desaparecer una vez más, sin una palabra. Cuando se va, Logan
recoge la ensalada con el tenedor, pinchando algo de romana y un trozo de mozzarella fresco,
con los ojos en mí—. ¿Puedes desempaquetar eso un poco para mí?
Tomo unos cuantos bocados, clasificando mis pensamientos.
—Simplemente significa que no tengo ni idea de quién solía ser. Sufrí un traumatismo
craneal grave, que afectó mi capacidad de recordar algo de mí en absoluto. No tengo
recuerdos antes de despertar en el hospital. Ninguno. Eso fue hace seis años, y no he
recordado nada tampoco, por lo que los médicos dicen que es poco probable que alguna vez
lo haga. Muchos pacientes experimentan amnesia que se llama amnesia temporal gradual, lo
que significa que no van a recordar los acontecimientos más cercanos al trauma, pero sí la
información pertinente acerca de sí mismos y de su pasado más atrás, recuerdos de la infancia
y similares. La mayoría de los pacientes pueden y van a experimentar una recuperación
espontánea, en la que recuerdan la mayor parte de la información olvidada, aunque los
acontecimientos inmediatamente anteriores al trauma a menudo todavía estén ausentes. La
gravedad del trauma y daño a los nervios determinan la gravedad y la permanencia de la
pérdida de memoria. En mi caso, el trauma fue extremadamente grave. ¿Qué haya
sobrevivido en absoluto, que me despertara del coma en absoluto, mucho menos pudiera
funcionar a algo parecido a un nivel normal? Se considera un milagro inexplicable. Que
escapara del accidente sólo con la amnesia, por severa que fuera, es un motivo de celebración.
O eso es lo que me dijeron. Pero no es menos cierto, me desperté sin recuerdos. Sin el
conocimiento de mí misma en absoluto.

184 Logan parece sacudido.


—Maldita sea, X. ¿Qué pasó?
—Nadie está del todo seguro. Yo fui... encontrada por alguien. —No me atrevo incluso
a decir el nombre—. Estaba casi muerta. Un atraco salió terriblemente mal, se piensa. Debería
haber muerto. Y, según me han dicho, morí en la mesa de operaciones. Pero me trajeron de
vuelta, y sobreviví. Tenía una familia, pero murieron y yo no. Fueron asesinados, y yo me
escapé, de alguna manera. O... eso me han dicho.
—¿Y nadie pudo identificarte?
Niego.
—No parece así. No tenía ninguna identificación en mí, y mi familia estaba muerta. No
había nadie para identificarme.
—¿Así que te despertaste sola, sin conocimiento de quién eras?
—No... sola, no.
—Vamos a volver a eso, ya que tengo mis sospechas. —Otra pausa mientras Gino
elimina el cuenco a medio terminar de ensalada y nuestros platos, reemplazándolos con
pequeños cuadrados de lasaña. Ambos comenzamos, y después de unos pocos bocados,
Logan habla de nuevo—. Pero puedes formar nuevos recuerdos, sin embargo, ¿verdad?
—Sí. Esa es otra especie de amnesia, la incapacidad para formar nuevos recuerdos. Se
llama amnesia anterógrada. —La lasaña es increíble, y no quiero arruinar la experiencia
hablando, así que me quedo en silencio, mientras ambos comemos.
—Entonces… —comienza Logan de nuevo, después de que terminó.
Hablo sobre él.
—Creo que es tu turno.
Se encoge de hombros.
—Suficientemente justo.
—Háblame de tu infancia.
Él sonríe, y parece un poco triste, para mí.
—Historia bastante típica, de verdad. Madre soltera, papá que se fue cuando era un
bebé. Madre trabajaba en dos, a veces tres puestos sólo para proporcionarme un techo y algo
así como tres comidas al día. Era una buena mujer, me quería, se hizo cargo de mí lo mejor
que pudo. No tengo ninguna queja, no. Solo... estaba trabajando mucho. No me podía
mantener en su pulgar de la forma en que necesitaba. Me salté mucho la escuela. El padre de
mi amigo tenía una tienda de surf fuera de la ciudad, ¿verdad? Sabía que nos salíamos, pero
nunca se había graduado tampoco, así que supongo que no le importó. No lo sé. Nos prestaba
tablas y surfeábamos todo el día.
»Sólo llegábamos a la costa a comer un sándwich y luego volvíamos a salir,
permaneciendo fuera en las olas hasta que estábamos demasiado cansados para nadar. Así
fue para Miguel y para mí, desde el quinto grado en adelante. Faltar a la escuela, ir a surfear.
Finalmente, su padre sólo nos dio nuestras tablas, y recorrimos las playas a la caza de las
mejores olas. Suena muy bien, ¿verdad? Lo fue. Justo hasta que llegamos a la edad de la
185 secundaria. Miguel tenía un primo, Javier, y nos llevó a fumar marihuana. Y también nos
llevó a ayudar a vender droga. Lo que llevó a estar en una banda, de todo tipo. Yo, Miguel,
su primo, algunos otros tipos. Un montón de problemas. Renuncié, incluso pretendiendo dar
una mierda acerca de la escuela. Madre hizo como si no lo supiera, siempre y cuando no me
arrestaran y le dijeran que estaba vivo cada dos días. Sólo así fue, ¿sabes?
Se calla de nuevo mientras aparece Gino una vez más, esta vez con platos de pollo
parmesano con un lado cubierto de pasta con una cucharada de salsa roja.
—Entonces, las cosas eran... no buenas, pero nada locas, supongo. Nadie fue a la cárcel,
nadie resultó herido. Fumábamos droga y surfeábamos y teníamos unas cuantas monedas de
diez centavos aquí y allá. Nada grande, no lo suficiente como para llamar realmente la
atención de los distribuidores más serios, ¿verdad? Pero entonces el verano antes de que fuera
mayor, tenía diecisiete años, creo. Casi dieciocho. El primo de Miguel fue abordado por un
distribuidor grande, desde la frontera, un hombre que se llamaba a sí mismo Cervantes.
Quería que Miguel y Javier fueran sus mulas, que pasaran algún producto al sur.
»Grandes cortes, gran riesgo. No estaba en eso, porque eran blanco, ¿sabes? La mayoría
de las veces, eso no importaba, pero para esto, lo hacía. Así que se acercó a ellos cuando yo
no estaba alrededor. Ellos lo hicieron. Pasaron el producto, recibieron un pago grande,
pensaron que se habían sacado el premio gordo, ¿verdad? Sí, eso fue muy bien durante unos
meses, hasta que Javier se metió en problemas. Fue atrapado por un guardia de la frontera
con la DEA. Javi se volvió informante. Delató a Miguel. Y Cervantes... pensó que era Miguel
quien era el chivato cuando un gran cargamento fue interceptado y le costó un par de miles
de dólares.
»Miguel y yo estábamos surfeando, como siempre hacíamos temprano en la mañana.
Las mejores olas, ya sabes, cuando es un poco más allá del amanecer. —Agacha la cabeza,
agitando suavemente lo que queda de su vino—. Cervantes y tres de sus soldados estaban en
la orilla, esperando por nosotros. No dijeron una palabra, simplemente… simplemente lo
eliminaron. Una docena de balas en su pecho. Justo enfrente de mí. Eso fue todo. No hubo
amenazas, advertencias, no hubo ningún interrogatorio. No me dijeron una mierda, tampoco.
Así que, obviamente, si les decía algo a los policías, sería el próximo. Miguel era mi mejor
amigo, hombre. Era como de la familia, ¿sabes? Habíamos sido amigos desde tercer grado.
Blam-blam-blam, muerto. Justo enfrente de mí.
—Mi Dios, Logan.
Él mueve la cabeza de lado a lado.
—¿Que se suponía que debía hacer? Sabía que sería el siguiente. Ya sea que fuera su
mula, lo cual me haría terminar en la cárcel, con el tiempo, o terminaría muerto. Bueno, un
día se me ocurrió pasar delante de una oficina de reclutamiento de fuerzas armadas, y este
hombre estaba de pie fuera fumando un cigarrillo, llevando un uniforme de tipo duro,
insignias y una medalla real y la mierda. Me detuvo, me preguntó qué estaba haciendo. El
sonido del ejército era como un buen concierto. Una buena manera de salir de la mierda en
la que me había enredado yo mismo. Así que me uní al ejército. Y, honestamente, fue lo
mejor para mí. Me enviaron a Kuwait.
»Resultó que tenía habilidad especial para los motores, y que necesitaban mecánica
para arreglar los camiones y tanques y mierda. Terminé consiguiendo mi diploma y un
186 conjunto de habilidades y algo de dinero en el banco. Pero entonces, como te dije antes,
cuando mis cuatro años terminaron, acabé atascado en San Luis, conocí a Philip, el tipo de
Blackwater... tuvo mi trasero reclutado de nuevo. Esta vez, me dieron entrenamiento en
combate. Pusieron un arma en mis manos, me enviaron a Irak, y me pagaron enormes
cantidades de dinero por colgar mi trasero fuera al lado de un helicóptero. Tenía como gran
parte de una habilidad especial para clavar a los insurgentes a cien metros de distancia desde
el lado de un helicóptero en movimiento como tenía para la limpiar la arena de las cámaras
de pistón. Lo hice por... demasiado tiempo. Me sentía un tipo duro, ¿sabes? El ejército regular
y los chicos marinos nos odiaban, pero eso fue sólo porque nos pagaban cuatro veces más de
lo que les pagaban por hacer lo mismo.
—¿Cuatro veces?
Él asiente.
—Sí, claro. Fácilmente. Peligro de pago, ¿verdad? Y me gustaba el peligro. No tenía
a nadie en casa esperándome, y, sinceramente, me importaba una mierda lo que me pasara.
—Y luego te dispararon —sugerí, sabiendo lo que venía después.
—Y entonces me dispararon —estuvo de acuerdo—. Algún cabrón con un AK tuvo
suerte. Es decir, no había manera de que pudiera haber disparado a propósito, ¿sabes?
Demasiado lejos, te mueves demasiado rápido… pero eso no le impidió intentarlo.
Llevábamos chalecos antibalas, por supuesto, pero hubo un incidente temprano en la mañana
con un IED y una emboscada, así que nos apresuramos y se me olvidó el chaleco en mi prisa
por llegar al helicóptero. Recibí las dos en mi hombro, no era gran cosa, no habría sido mortal.
Pero entonces tira de nuevo, y una ronda me tumbo. Lo viste. —Indica sus costillas, y puedo
ver la herida fruncida en el ojo de mi mente—. Lo bueno es que estaba atado, digamos eso.
»Me arrastraron de regreso, me llevaron a un médico, me enviaron a Estados Unidos.
Eso fue todo para mí, por lo que al combate se refiere. Pero pasé un largo tiempo sobre mi
espalda, recuperándome. Pensando. Había evitado la muerte dos veces. Cervantes debería
haberme matado. Probablemente lo habría hecho, con el tiempo, si me hubiera quedado. Pero
no lo hizo, y me fui al ejército. De manera que recibí la bala en el estómago, y casi me mata.
Mellado mi pulmón, comprometida permanentemente mi capacidad pulmonar. Por poco da
en un montón de otros órganos y en mi espina. Estuvo mal. Realmente mal. Y pasé bastante
tiempo acostado, pensando en lo cerca que estuve de morir, al darte cuenta de que deberías
estar muerto, te empiezas a replantear tus prioridades.
—¿A qué conclusiones llegaste?
—Que tenía que hacer algo con mi vida. Había sobrevivido cuando no debería haberlo
hecho. Estaba vivo, y me refiero a que supongo que suena como un cliché, pero sentí como
si me hubieran dado una segunda oportunidad. Una cosa llevó a la otra, y terminé en Chicago,
trabajando para un prestamista, un tipo que compraba casas embargadas, las arreglaba, y las
vendía con una ganancia. Tenía dinero, pero necesitaba estar ocupado. Aprendí lo suficiente
para hacerlo yo mismo, moviéndome de un tirón a lo de las casas solo. Esa fue una gran cosa
durante un tiempo, en la época en que el mercado inmobiliario era frenético.
»Hice algo de pasta, y decidí ir por algo más grande. Compré un bar que se había ido
a pique, el dueño se quedó sin dinero. Lo reformé, contraté algunas personas que conocían
187 mierda acerca de dirigir un bar, lo vendí por un gran beneficio. Eso me valió bolsillos más
profundos, me dejó correr mayores riesgos para recompensas más grandes. La mayoría de
ellos dieron sus frutos, algunos no. Y cada vez que tenía mucho dinero, lo utilizaba para
financiar el reparto siguiente. Aprendí otras habilidades, aprendí a reconocer cuando algo va
a darte a ganar y cuando es un fraude. Me metí en el desarrollo de tecnología, compré algunas
otras compañías...
—Y entonces te encontraste en el lado perdedor de un mal acuerdo.
Él asintió.
—Sí. Pero esa es una historia completamente diferente.
—Y uno de la que no te gusta hablar.
—Correcto. —Me mira—. De nuevo a ti. ¿Cómo terminaste con Caleb?
Todo dentro de mí se congela. No sé cómo responder. No sé cómo hablar de Caleb.
Cómo explicarlo.
—Él estaba allí cuando no tenía a nadie —termino diciendo. Es bastante cierto.
Logan asiente, pero es el tipo de movimiento de cabeza que implica que se da cuenta
que estoy guardando más de lo que estoy diciendo.
—¿Qué tal si te ofrezco algo de verdad... información personal? Así verás que estoy en
lo cierto. Sólo quiero saber. No voy a juzgarte o a tratar... No lo sé. Sólo quiero saber.
—¿Qué tipo de información personal? —No puedo evitar preguntar.
Una pausa, mientras Gino trae otro plato, algún otro tipo de lasaña como, de anchos
rollos de pasta en láminas, rellenos de requesón y embutidos, bañados en marinara.
—¿Viste la pintura? —pregunta Logan.
—La Noche Estrellada —le digo—. Sí la vi. Me preguntaba sobre eso.
—Sabes, Van Gogh sólo vendió un par de pinturas durante su vida, y esa fue una de
ellas. Pero esa versión particular de La Noche Estrellada en realidad era sólo una de docenas
que hizo que eran similares. Las pintó en un asilo en Francia. Lo que llamamos un hogar
psiquiátrico ahora. Era un manicomio para ricos. Tenía depresión crónica, sufrió un descanso
mental. Se cortó la oreja, supongo, o parte de ella. Se registró a sí mismo allí, en Saint-Paul
de Mausole. Tenía un ala entera para sí mismo, y se sentaba en esta habitación que había
hecho como su estudio, y pintaba la vista, una y otra y otra vez. Las diferentes perspectivas,
probando diferentes técnicas. Día, noche, cerca, lejos, todo.
»Hay otra, llamada La Noche Estrellada sobre el Ródano. De todos modos, acabó por
pintar la vista desde la habitación una y otra vez. Pero esa, de la que los dos tenemos copias,
es algo especial. Era un hombre profundamente perturbado, Van Gogh, y esa pintura,
supongo que para mí sólo... se hace eco de cosas con las que simpatizo. Ese acuerdo salió
mal... Terminé en la cárcel. No quiero entrar en detalles, pero nos dejaban salir al patio
durante el día, así podías levantar pesas y toda esa mierda cliché. La vista desde el patio, era
a una colina en la distancia con algunos árboles, y las aves volaban desde todas direcciones.
»Puedo verlo ahora, la hierba en la distancia, con dientes de león amarillos en lugares
aquí y allá. Después, la colina y los árboles. No sé de qué tipo, ¿de roble, tal vez? Grueso,
188 enorme, con esas enormes ramas extendidas. Y quería estar allí en el patio, en el puto loco
calor, mirando ese grupo de árboles y las sombras que proyectaba, soñando estar ahí arriba
en la colina, a la sombra. Era una escena que podría pintar de memoria, incluso ahora, si
pudiera dibujar una mierda. Y La Noche Estrellada, es... hay esta sensación de distancia, de
paz, no sé, es difícil para mí ponerlo en palabras. Pero simplemente me recuerda lo que sentí,
la vista fija en esa colina todos los días.
—Para mí, es la vista de la ciudad desde la ventana de mi departamento. Es difícil para
mí ir fuera. Viste eso. Caminar aquí, es la primera vez que recuerdo no sentir pánico en
absoluto. Pero mirando hacia fuera, mirando a la gente y los autos, todo el mundo que sigue
con sus vidas tan fácil, simplemente... A veces me quedaba por largo tiempo con algo así de
simple, así de fácil. Pero entonces salgo, y el ruido, y la gente, y todo es tan grande, y hay
mucho de todo... —Cierro los ojos, trato de darle sentido a mis propios pensamientos—. La
Noche Estrellada, para mí, es acerca de cómo nada de eso importa. Las estrellas brillan, e
iluminan el mundo, sin importar quién seas, o, en mi caso, lo que no soy. Quiero decir, me
desperté, y era nadie. Pero la ciudad sigue. Eso es a la vez reconfortante y aterrador,
dependiendo de mi estado de ánimo. Sin embargo, La Noche Estrellada, de Van Gogh, y
habrá catedrales y cipreses, y habrá algo por ahí que es hermoso, sin importar lo que estaba
dentro de mí. No sé cómo darle más sentido. Como dijiste, es difícil ponerlo en palabras.
—No, lo entiendo. —Su mano se extiende a la mía, y hay un momento, entonces, que
pasa entre nosotros. Una comprensión. Es nebulosa, pero real.
Pero entonces el tiempo se reafirma, y no puedo volver a caer en ese momento, no
importa lo mucho que lo deseé.
Algo cambió.
Estar aquí, con Logan, así... Es demasiado fácil. Demasiado simple. Demasiado real.
Quiero disfrutarlo, el vino y la comida y el hombre increíblemente guapo que parece querer
conocerme, pero no puedo. Quiere saber acerca de Caleb, ¿y cómo le explico eso?
¿Cómo explico que incluso ahora, Caleb es parte de mí? Incluso ahora, hablar de Caleb
se siente... como un sacrilegio. Como una traición. Como si poner en palabras la riqueza de
lo que ha ocurrido entre Caleb y yo hiciera menos de ellas, desnudara cosas ligeras que no
debían ser reveladas. No secretos, simplemente... cosas privadas.
No se puede estar más desnuda, más abierta, más vulnerable que no tener identidad,
ser despojada de toda personalidad, estar completamente sin identidad, sin alma.
Siendo nadie.
Caleb me hizo alguien. Y ese alguien está enredado y tejido alrededor de la persona
que es Caleb.
—¿X? —La voz de Logan. Tranquila, pero fuerte.
—Sí, lo siento. —Trato de sonreírle.
—Te perdí allí, ¿verdad?
Sólo puedo mirar hacia él, verlo fijamente a los ojos.
—Podemos... ¿podemos irnos, Logan? Esto es... maravilloso. Y tal vez no puedas
entender esto, pero... es demasiado maravilloso. Demasiado.
189 Suspira, un sonido triste.
—Sí... lo entiendo. Realmente lo hago. —Se pone de pie, hurga en el bolsillo, y arroja
algo de dinero sobre la mesa.
Gino está ahí, platos en mano.
—No, no, no se pueden ir, no todavía. ¡Lo mejor está por venir!
Logan le da una palmada en el hombro.
―Lo siento. Mi amiga no se siente bien.
—Ah. Bien, si tienes que irte, tienes que irte. —Se encoge de hombros, como diciendo
lo que será, será.
En el exterior entonces, la mano de Logan en la mía. La noche ha caído. La luz dorada
se ha desvanecido hasta el anochecer, oro fundiéndose con las sombras. La hora mágica se
ha ido, y el hechizo parece haberse roto. No sé cómo ni por qué. Pero camino, y me siento
incómoda.
En lugar de belleza, ahora veo el bajo vientre. La basura en las calles, el olor de los
contenedores de basura, humos de diésel, gritos de ira de un hombre desde una ventana
abierta. Una maldición. Vidrio crujiendo bajo mis pies. Grafiti en las paredes, la fealdad
estropeando el desmoronamiento de ladrillo.
Me siento un poco mareada por el vino, con la cabeza dura. Un dolor de cabeza empuja
al interior de mi cráneo.
El camino de vuelta se siente como que va a ser interminable, y me duelen los pies.
¿Cuándo desperté del baño?
¿Cuánto tiempo pasó? Una eternidad, se siente.
¿Fue real todo el día de hoy?
La duración de la jornada está chocando en mí, la presión de todo lo que he
experimentado una pesada carga. Pesada comida, vino pesado. La boca de Logan en la mía,
su cuerpo contra mí, su beso. Desearlo, sin embargo, la sensación de eso... como si no debiera.
Como si estar con él estuviera... mal, de alguna manera. No puedo darle sentido a eso.
Intentarlo es vertiginoso.
Quiero mi propia cama, mi biblioteca. Quiero leer Mansfield Park y disfrutar de un
Earl Grey. Quiero ver caer la noche desde mi ventana.
Pero no puedo. Salí de aquello y lo dejé atrás. Me alejé de eso.
¿Fue un error? Se sentía bien en ese momento. ¿Pero ahora? No estoy muy segura.
¿Quién es Logan? Un guerrero. Un hombre que ha estado en prisión. Un hombre que ha
estado en la guerra.
Un hombre que arriesgó mucho para ver lo que sentía liberándome.
Pero, ¿me puede entender, comprender mi situación?
—¿X? —La voz de Logan de nuevo, preocupada—. ¿Estás bien?
Trato de asentir.
190 —Ha sido un día largo. Estoy muy cansada. —Tanto que no se dice.
—Vamos a casa, ¿eh? —Su brazo alrededor de mi cintura.
¿Casa? ¿Dónde está la casa? ¿Cuál es su casa?
—No puedo caminar más, Logan. Simplemente, no puedo.
Siento que me mira.
—Mierda. Soy un idiota. Lo siento. Has pasado por muchas cosas hoy, ¿verdad? ¿Qué
estaba pensando? —Levanta una mano, y como magia, un taxi amarillo aparece y se desvía
hacia nosotros.
Logan me ayuda a entrar, se desliza detrás de mí, da su dirección. El trayecto es corto.
Le paga al taxista. Nos detenemos, hileras de casas de piedra a ambos lados. La
oscuridad como una manta, atravesada por la luz artificial. El brazo de Logan alrededor de
mi cintura, ayudándome a caminar los pocos metros de donde el taxi nos dejó a la puerta de
Logan.
¿Voy a dormir con Logan? ¿En su cama? ¿En un sofá? ¿En un cuarto de invitados?
Gran parte de mí quiere ir a casa. Esto se siente como una aventura, como algo de una
historia, y sólo quiero volver a la vida real. Pero no es la vida, no es una historia, no es un
cuento de hadas.
¿Qué es?
Estoy muy cansada.
Quiero ir de nuevo a cuando estaba desnuda en el pasillo, las manos de Logan en mí,
de nuevo a cuando las cosas se sentían simples y posibles. En ese momento, todo era simple
y fácil. Sólo lo deseaba.
Todavía lo deseo.
Me siento segura, con su brazo alrededor de mí así.
Pero no sé lo que el mañana traerá. Por lo demás, no sé cómo será el ahora. Estoy
perdida y confundida y nostálgica. Este es el mayor tiempo que he estado lejos de mi
departamento, lejos de todo lo que es familiar.
Logan me siente tensarme, volverme abrupta.
—Quédate aquí —me susurra, y me ayuda a apoyarme contra el árbol.
La luz brilla desde abajo, refulgente. Parpadeo, y veo a Logan de pie con las manos en
puños a los costados. Está tenso, en espiral.
Me asomo a las sombras y veo otra figura, sentada en los escalones de piedra rojiza de
Logan. Una forma familiar. Hombros anchos y familiar curva de línea de mandíbula visto de
perfil, los pómulos, la frente, esos labios.
Doy un paso hacia adelante.
—¿Caleb?
—Quédate ahí, X. —La voz de Logan es dura como el hierro—. Y te quedarás dónde
191 estás, Caleb. Mantente alejado de ella.
—X. Vamos. —Esa voz, profunda y oscura como un abismo.
Parpadeo, muevo los pies. Logan, frente a mí, actuando como un escudo humano entre
Caleb y yo.
Caleb, ahora de pie, con las manos en los bolsillos.
Dos hombres; uno oscuro, uno con luz.
Quiero correr, quiero subir a este árbol y apiñarme en el rincón de las ramas.
Caleb da un paso más cerca de mí, Logan bloqueando el camino con su cuerpo.
La tensión cruje.
La violencia es gruesa en el aire.
No puedo respirar, el pánico brota dentro de mí, tan familiar como las líneas en las
palmas de mis manos.
Veo los ojos como sombras de medianoche, mirándome. Expectantes. Conocedores.
Viéndome, observándome.
—Es hora de volver a casa, X. —Esa voz, implacable, como carne oscura, como
sombras que se curvan como estacas en espera de su reclamación, sombras que no temen sino
más bien sombras que calman, sombras que atestiguaron sueños y esperan toda la noche hasta
el amanecer.
—No tienes que irte con él, X. —Logan.
—Sabes dónde perteneces. Es hora de irse. —Caleb.
¿A dónde pertenezco? ¿Cómo sé qué me corresponde?
Caleb da zancadas lejos. Hacia un auto elegante, bajo, negro, Len espera, manteniendo
la puerta del pasajero abierta. Logan gira para mirarme a la cara. No está de pie en mi camino,
no me previene. Tampoco me toca.
Caleb a mi izquierda. El departamento, lo que conozco. Mi biblioteca. Mi ventana.
Logan enfrente de mí. La piedra rojiza, Cocoa. La fantasía de la normalidad.
—Eres Madame X. —La voz a mi izquierda, confiada, tranquila, fuerte—. Y me
perteneces. Perteneces a mi lado.
—Pero no tienes que hacerlo, X. —Logan se estira por mí, pero no me toca. No
exactamente. Casi, pero no del todo—. No tienes que hacerlo. ¿No te das cuenta?
Siento el tirón. Un hilo invisible, atrapando mi muñeca. Mi tobillo. Mi cintura. Mi
garganta. No es un perfume, o un recuerdo, o un toque. No es magia.
Perdí veinte años de memoria. Perdí todo lo que era. Me perdí a mí.
Pero ahora tengo un pasado. Seis años, tal vez sólo una fracción en comparación con
la totalidad de mi vida, pero es la única historia que conozco. La biblioteca. La ventana. El
té. El tiempo de manera que pasa en incrementos arrulladores, cada momento ordenado y
conocido y comprendido.
192 Logan... representa lo desconocido, un futuro que podría ser. Un sueño. Un perro en
mi mejilla, para darme la bienvenida. Besos en la locura de momentos salvajes, pasión que
consume. Desorden, frenesí de necesidad, el tiempo como arena deslizándose a través de un
puño cerrado, así como muchas cosas nuevas.
Pero luego está Caleb... mi salvador, mi pasado y mi presente. Doy un vistazo, raro y
precioso, más allá de las paredes hasta el cielo alto y en el interior del santuario donde
realmente está el hombre.
Caleb me ha dado tanto... un nombre, una identidad, una vida.
Es un misterio, y, a menudo inescrutable, pero es todo lo que conozco.
Me ahogo con mi respiración.
Siento que mi pie se desliza hacia atrás.
Los ojos de Logan se distorsionan, y su mandíbula se aprieta. Ve el movimiento
infinitesimal de mi pie, y lee correctamente la señal de lo que es.
—No, X.
—Lo siento, Logan.
—No lo hagas. No sabes lo que estás haciendo. —Suena completamente seguro de eso.
—Lo siento. Gracias, Logan. Mucho. Gracias.
Caleb está esperando, observando, alto y ancho y vestido impecablemente en un traje
de chaqueta, azul marino con rayas estrechas, camisa blanca, corbata fina de color gris
pizarra. Extendiendo los dedos de un puño, con la palma levantada, con la mano extendida.
—Ven ahora.
No puedo romper mi mirada de Logan, lejos de la tristeza, de la necesidad. También él
me ve.
Retrocedo. Retrocedo.
Logan levanta la barbilla, la mandíbula endurecida, con los puños a los costados, con
el ceño fruncido. Vaqueros descoloridos, una Henley verde pálido, cuatro botones en el
cuello, cada uno abierto, mangas hacia arriba alrededor de gruesos, antebrazos tensos. Veo
sus manos y por un momento, sólo aquellas manos. Me tocaban, tan suavemente. Sentía toda
la vida del toque en lo que en este momento se siente como si fueran momentos robados.
Un momento es una cuadragésima parte de una hora.
¿Cuántos cuartos de hora me robé con Logan?
Se sienten robados, en efecto, pero no menos valiosos por eso.
Manos, en mis hombros, tirando de mí hacia atrás. Dedos que me conocen, dedos que
han desprendido todas mis capas, noche tras noche, y me han conocido en la oscuridad y
conocido en la luz.
Todavía no me aparto y no miro hacia otro lado, aun cuando me retiro a las sombras
193 de todo el auto esperando.
El interior es fresco, y en silencio.
Oscuro.
Logan se encuentra en un charco de luz pálida, enmarcada, con iluminación. Me mira
y no parpadea.
Miro, aún quieta, incluso cuando Len cierra la puerta, y debo ver a través del cristal
tintado.
Un poderoso rugido bajo de motor y Logan está detrás de mí, sin dejar de observar,
cada vez más pequeño.
Un largo y profundo, silencio lleno, mientras el auto me devuelve a los familiares
cañones de vidrio y acero, haciéndose eco de la vida incesante de la noche en esta ciudad.
•••
Cuando hablas, tu voz golpea acordes dentro de mí, martilleando las cuerdas de un
piano. Todo mi ser zumba, y debo girar, debe mirar. Debo encontrarme con tus ojos como la
oscuridad de una noche sin luna.
—Eres Madame X, y eres… mía. —Tus dedos pellizcan mi barbilla, moviendo mi
cabeza para mirarte—. Dilo, X.
Las palabras se sienten sacadas de mí, extraídas, atrapadas y enredadas y arrancadas de
la maraña de conflictos dentro de mí:
—Soy Madame X, y soy tuya.

194
17
o hablas, no hasta que regresamos al alto piso trece.
—¿Por qué te fuiste, X? —Tu voz es como un trueno en la
distancia.
—Tú me dejaste primero. —Me asomo a la ventana, vestida
todavía en mis vaqueros, mi cómoda camiseta, ropa interior de algodón y sujetador deportivo,
mis zapatillas de ballet.
—¿Así que te escapaste con otro hombre? —Una acusación.
—Sí. —No oirá ninguna negación de mí.
—Después de todo lo que he hecho por ti, después de todo lo que hemos compartido,
¿resulta tan fácil abandonarme como basura? —Suenas casi humano, casi dolido.
—¿Todo lo que hemos compartido? —Pongo una palma en el frío cristal, encontrando
un pequeño grado de paz interior en la relajante vista familiar de los autos que pasan de un
195 lado a otro, los edificios negros y el reflejo de sombras y la luz tenue—. ¿Qué es lo que
compartimos, Caleb? No soy más que un bien para ti. Me utilizas como mejor te parece, y
esperas que me quede y simplemente espere por ti.
—Actúas como si te tratara como a una esclava. Como a un mero... objeto físico.
—¡Lo haces! —Me giro, y estás ahí, y mis palmas golpean tu pecho, duro—. Soy un
objeto para tus necesidades sexuales, Caleb. Igual que Rachel y las demás. Realizando
cualquier cosa que desees, no me puedes engañar por más tiempo, no como lo has hecho. Por
lo menos tienen la promesa de encontrar valor en otra persona. Vendidas como un bien
inmueble, tal vez, pero al menos ellas tienen una meta, un futuro, una promesa de algo más.
Recorro esas habitaciones día tras día, día tras día, y sin embargo no voy a ninguna parte. No
puedo lograr nada. No tengo ningún futuro. Soy Madame X, sí. Pero, ¿quién es eso? ¿Quién
soy? Y para ti, Caleb, ¿quién soy? ¿Qué soy? Disfrutas tener sexo conmigo. Entiendo eso.
Pero es algo que me haces, no que haces conmigo. Y sí, eres muy, muy bueno en eso. Lo
disfruto. Tengo que reconocer eso, libremente. Pero eso no es compartir, Caleb. Y cuando
sucede, es sólo tu... obra. Y después que terminas, te vas. Te vas. Te vas. ¡Siempre te vas!
Eres todo lo que putamente tengo, ¡y siempre me estás dejando!
Te quedas en un extraño silencio. ¿Cómo he llegado hasta aquí, en contra de ti? Manos
se mueven entre nuestro cuerpo, las palmas hacia mi pecho. Apoyándose en contra, como si
no pudiera estar sin ti.
No estoy totalmente segura de que no es la verdad.
Estás absolutamente inmóvil, tu pecho apenas si se mueve con tu respiración. Tus ojos
están puestos en mí, y están ardiendo con calor, chisporroteando con fuego, como si detrás
de esas sombras dentro de ti hubiera un infierno, un sol, una supernova cada vez más turbia,
pero que sólo puede verse o sentirse cuando te dignas permitir que el velo que guardas del
mundo desde tu ser interior sea quitado.
Un error, hay movimiento, viniendo de ti: Tu mandíbula se tensa de furia.
—Piensas —una pausa de respiración—, ¿piensas que todo lo que hago es tener sexo
contigo? ¿Te oí bien?
—Sí. —No voy a retroceder. No puedo. No debo—. Eso es todo lo que has hecho
conmigo: penetrarme. Regular, sin sentido y vacío.
—No podrías estar más equivocada, X. ¿Soy monogámicamente fiel a ti, sexualmente?
No. Y no voy a darte explicaciones ni disculpas por ello. Soy quien soy. Soy lo que soy. Pero
el tiempo contigo, por limitado que sea, no ha sido nunca... regular, o sin sentido, o vacío.
—Acentúas esas tres palabras, mis palabras, con tal veneno ácido que no puedo evitar
pestañear―. Está muy lejos de eso, X. No soy un hombre a quien la emoción le llegue con
facilidad, y no es probable que cambie.
Mi barbilla se levanta.
—Yo... no... te creo.
—¿No? —Una ceja se arquea—. Permíteme demostrártelo, en ese caso.
Otro momento que está grabado en mí: Tú, iluminado por el pálido resplandor de la
196 ciudad, el mamut, una criatura de potencia sexual en bruto, en plena ebullición, furiosa, tus
manos se levantan a tus lados como en cámara lenta, tus ojos fijos en mí, parpadeas cada
pocos fragmentos de segundo, un barrido lento de largas pestañas negras y, entonces, tu
manos agarran mi camisa, la levantan.
Espero que rasgues mi ropa, pero no es así. Me la quitas, con cuidado.
Reverente, casi.
El sujetador rueda hacia arriba hasta que mis pechos se derraman libres, y luego cuando
la tiras fuera de mi cabeza, levantándola, fuerzas mis brazos hacia arriba. Mis vaqueros son
desabrochados, abiertos, empujados hacia abajo, quitas las bragas con la mezclilla. Y sólo
así, en cuestión de segundos, estoy desnuda.
Y luego, después de un tenso cuadragésimo de hora, tus ojos recorren mi figura,
devoran mi carne, y das un paso atrás. Lejos de mí. Y me miras, tus ojos me retan a apartar
la mirada, a romper la fragilidad de la tracción de lo que hay entre nosotros. Qué es, no lo sé.
No puedo detenerlo, sin embargo. Esta es tu magia. Ahora la siento. Ahora estoy perdida en
tu hechizo.
Como sabía que sería.
Te quitas la chaqueta, arrojándola al suelo sin cuidado. Después tu corbata, arrancada
con impaciencia. Y luego la camisa, un botón a la vez, con dedos diestros. Y luego el
cinturón, sacado, los calcetines. Incluso nos quedamos en un momento incómodo, cuando te
quitas los calcetines; que son imposibles de quitar con gracia. Pero luego te quedas de pie en
tan sólo tu ropa interior, negra tela tensa sobre piel pálida, enorme figura como una montaña
de músculos, todos riscos de carne dura. Y ahora... pulgares en el elástico, sin mirar a otro
lado, los empujas hacia abajo, y estás desnudo ante mí.
La piel que no está tensa, es perfectamente proporcionada. Un dios hecho carne.
Tu erección se levanta con fuerza y orgullo, y rechino los dientes con el destello del
recuerdo físico que me asalta, el conocimiento de la manera en que se siente tu hinchado
miembro, conduciéndose en mí, llenándome, penetrándome.
Niego, pero no puedo huir. No puedo hablar, tengo la boca seca, incapaz de apartar la
mirada, dispuesta a intentarlo, sabiendo que es inútil.
La forma en que cierras el espacio entre nosotros, moviéndote lentamente, sabiendo
cuál es tu intención, tratando de alcanzarme. Y espero qué, no sé qué. ¿Ser besada? ¿Ser
levantada y penetrada aquí, en este momento?
No espero lo que sucede: Me tomas por los hombros, y por una fracción de segundo
me miras, con los ojos oscuros ardiendo, con la mandíbula palpitante, un millón de palabras
queman dentro de ti, ardientes y siempre silenciosas, como si te consumieran antes que
pudieran llegar a tus labios. Y entonces, me das un giro brusco, y me empujas por lo que
golpeo contra la ventana, el frío cristal contra mis pechos desnudos. Y luego estás allí, detrás
de mí, y tu eje queda atrapando entre mis muslos, y tu aliento está en mi oído.
—Esto es penetrarte, X. —Y lo llevas dentro de mí.
Duro, repentino, una breve punzada de dolor cuando me estiras. Y entonces trago,
mojada de la plenitud de ti, y grito, y te hundes, caería excepto por tu presencia.
197 Una estocada.
La siento, tan quemante. El afloramiento explosivo. La bajo.
—Sí, Caleb. Eso es penetrar. Es lo que me haces. Sólo eso. Eso es todo lo que siempre
ha sido. —Mi voz es fuerte, aunque soy débil.
—Mira la ventana, X.
Lo hago, pero en lugar de la ciudad, nos veo. Reflejados.
Tú, enorme detrás de mí, pálido y muy musculoso, en movimiento, piel doblándose y
el cambio en la luz mientras me penetras.
Yo, con las palmas en el vidrio, con los pechos aplanados, con las areolas como círculos
oscuros alrededor de mis pezones erectos, caderas amplias y piel oscura, cabello suelto y
salvaje, ojos locos. Moviéndome mientras entras en mí.
—¿Ves cómo nos vemos juntos?
—Necesito más, Caleb. —Empujo de nuevo tu cuerpo, en tu movimiento, en lo que
estás haciéndome—. Necesito algo más que esto. Esto es todo lo que me das, y no es
suficiente.
De pronto, estoy jadeante y vacía, dejada, mientras te sacas a ti mismo de mí. Sigo
desplomada contra el cristal, mirando nuestro reflejo. Un momento, entonces, te pones de
pie, desnudo detrás de mí, tu eje brillante y mojado con nuestras esencias, tu enorme pecho
subiendo y bajando con tu respiración en conflicto. Tus ojos brillan.
Estoy en la cúspide del orgasmo, sacudiéndome con él, llena de asfixiante necesidad
de ello.
—Pides lo imposible de mí, X.
—Todo lo que estoy pidiendo es a ti. —Hasta que lo digo, nunca he entendido que es
verdad. Me duele admitirlo, el dolor punza profundo a través de cada molécula de mí.
Eres un enigma. No vas a cambiar, y sé eso, pero todavía siento como si te
NECESITARA y te ODIO por eso, me odio a mí misma aún más por necesitar eso, debido a
que necesitarte une los fantasmas del grito de mi pasado asesinado, me ata al recuerdo de
despertar, como nadie, despertando incapaz de hablar o de moverme, incapaz de expresar el
tormento absoluto de despertar perdida, sola, mi alma resonando con la ausencia, mi mente
en blanco, mi pasado borrado tan completamente que no puedo incluso llorar porque no sé
ni siquiera qué he perdido.
TE NECESITO.
Malditos todos los dioses que me cargan con esta verdad, pero te necesito.
No quiero necesitarte, pero lo hago.
Y no, no me puedes dar a ti mismo. No sé por qué, y sé que nunca me lo dirás.
Tus ojos muy lentamente revolotean y se cierran. Tus puños cerrados también.
Te estiras a mí. Tiemblo, paralizada en mi lugar. Con cuidado, ahora más suave de lo
que nunca has sido, me volteas en mi lugar, doblas las rodillas, doblas las manos detrás de
198 mis muslos y me levantas fácilmente, remolcando mis piernas alrededor de tu cintura, y en
el momento antes de empalarme, haces una pausa.
—Oh, X. No sabes lo que estás pidiendo. —El gruñido de tu voz es el desliz implacable
de una avalancha.
—Pero te pido eso de todos modos, Caleb —digo.
Y entonces estás en mí. Un, deslizamiento dulce y lento. Mi boca cae abierta, y tus ojos
son grandes, igual que los míos, y tus manos toman mi trasero, bajándome sobre ti. Agarro
tu cuello, jadeando con el dolor dulce de ti, la perforación lenta de melaza, hasta que estás
sentado dentro de mí y ni siquiera puedo respirar por ello, sólo puedo dejar que mi cabeza
cuelgue hacia atrás en mi cuello y gimo.
—¿Es esto lo que quieres, X? —preguntas, y mi espina pega contra el vidrio—.
Mírame, maldición, y respóndeme.
Abro los ojos. Mi labio superior se curva en una mueca de éxtasis.
—Sí, Caleb. Esto es lo que quiero.
Pero no lo es. No solo esto. Hay mucho más, pero no tengo las palabras para todo.
Tres estocadas cortas, mi clítoris raspando contra tu eje duro, bombeas, y me vengo.
Me dejo caer contra tu pecho, sintiendo y oliendo y probando tu sudor.
Te mueves, llevándome, todavía llena de ti; cada paso me hace estremecer y sentir un
tic y jadear y siento un cosquilleo, disparando rayos de post-espasmos a través de mí. Y luego
me acuestas en mi cama, sobre mi espalda y mis piernas cuelgan por el borde. Te pones de
pie entre mis muslos abiertos, y te presionas una vez.
Clamo.
Te presionas de nuevo, tus manos agarrando mis caderas, y te lamentas en alto.
Te inclinas hacia delante, y te siento sobre mí, siento tu mirada. Envuelvo mis brazos
alrededor de tu cuello, mis piernas alrededor de tu cintura, y te abrazo. Te arrastras hacia
adelante, colgándome suavemente por lo que mi cabeza está en la almohada, y ahora estás de
rodillas sobre mí. Todavía en mí. Dolorosamente en mí. Siento que tiemblas de necesidad.
Tus ojos permanecen en los míos, y esperas, completamente inmóvil ahora.
Arqueo mi espalda, doblo las caderas y me empujo en tu contra.
Gimes.
Oh, ese sonido. Tu voz, tan a menudo silenciosa, retumba con un sonido de placer sin
palabras, y me emociona escucharlo.
Bajas la cabeza, y presionas mis pechos en tu boca.
Algo salvaje y más caliente que un rayo se presiona a través de mí con el toque de tu
boca en mi pezón.
Me vengo de nuevo como un volcán en erupción, empujando contra ti, y ahora te
mueves, te mueves, te mueves.
Nos retorcemos juntos.
199 Tus gemidos se vuelven altos.
Mis gritos recurrentes, sollozos de placer.
Tus manos son ventosas en mi cuello, me levantas hacia ti; la otra se dobla alrededor
de la parte posterior de mi muslo cerca de mi rodilla y envuelves mi pierna alrededor de tu
cadera, y te empujas hacia mí, y nos encontramos ahí, empuje con empuje. Te miro y veo tus
ojos amplios y sorprendidos, veo la emoción saliendo de ti. Necesitas recortar la crudeza de
este momento para que no se muestre nada, pero ahora lo veo.
No sabes cómo hacer esto.
No hay más que yo.
Estamos aprendiendo juntos.
—Caleb —susurro, y me vengo.
Es una detonación de dicha, todo en mí separándose, y exhalo cada molécula de aliento
que me queda mientras soy arrancada por el orgasmo, torcida, retorcida.
Y entonces, mientras el punto culminante alcanza su pico, haces lo impensable.
Me besas.
Y te vienes, liberándote a ti mismo dentro de mí, un chorro caliente y húmedo,
llenándome, y te mueves frenéticamente y agarras mi muslo con fuerza frenética como para
dejar moretones y tu otra palma toma mi pecho y mueves el pulgar por mi pezón erecto
densamente besado y doy un espasmo contigo, y te vienes otra vez, y ahora me ves, con mis
ojos abiertos como los tuyos, y este es un momento como ningún otro, algo enorme y maníaco
y aterrador y un nueva ruptura y a los dos nos llena.
Te vienes,
Y me vengo,
Y me besas,
Y te beso,
Y hay un hilo entre nosotros, algo real.
Tu frente toca la mía, y te falta el aliento. Me aplastas con tu peso.
—Jesús, X.
Intentas moverte fuera de mí, pero me aferro a ti.
—No te vayas, Caleb —susurro.
—Tengo que… tengo que irme. —No eres tú más.
Estás comenzando a cerrarte. Tal vez, cada vez más como tú. O... menos como tú. No
lo sé. ¿El tú real, el ser atormentado que vislumbré atrapado detrás del velo de sombras de
tus ojos? ¿O es el verdadero tú la brusca, fría, eficiente criatura, impersonal de trajes a medida
y autos caros?
Agarro tu muñeca con una mano, cierro mis muslos alrededor de tu cintura y engancho
los talones alrededor en tu parte trasera, manteniéndote firmemente contra mí, dentro de mí,
200 mientras te suavizas. Con la otra mano, hago algo que nunca he hecho antes: Toco tu cabello.
Paso mis dedos a través de hebras manchadas de tinta.
—Si te vas ahora, Caleb, todo esto no servirá para nada. Vas a deshacer todo lo que
acabamos de compartir. Eso fue algo que compartimos. Vi parte de ti, Caleb.
—Joder, X. No lo entiendes. —Un gruñido áspero, una maldición tan poco habitual.
—No, no lo creo. Pero... quédate de todos modos. Relájate, sólo por un momento.
Te pones tenso por un momento, una escultura de granito. Y luego, lentamente, te
derrites, te suavizas, y bajas un hombro a la cama, doblas la espalda. Poco a poco, como si
estuvieras completamente seguro de si lo estás haciendo bien, o incluso de lo que estás
haciendo, pones tu cabeza sobre la almohada a mi lado. Me jalas, tu virilidad está floja y
húmeda contra tu muslo. Siento tu esencia escaparse de mí, pero no me atrevo a moverme,
no me atrevo a siquiera pensar en ello. Me acuesto a tu lado, con las manos metidas debajo
de la almohada, sobre mi lado, de frente a ti.
Se siente como acurrucarse junto a un león en su jaula.
Estiras una mano, y me tenso, mi respiración cesa.
Pero todo lo que haces es tocar, pasar un solo dedo índice hacia arriba desde mi muslo
de la cadera, por encima de mi cintura, hasta mis costillas, a mi pecho.
—Eres hermosa. —Un murmullo, como desde el fondo del mar oscuro y turbulento.
—Gracias. —Me muevo hacia un lado, poniendo el brazo detrás de mí para que tu dedo
tocando tentativamente pueda acariciar desde mi pecho hacia abajo a mi cadera.
Me atrevo a tocar tu bíceps. El león se mueve, y sé que podría ser devorada en una
fracción de segundo.
Un juego de toques, la exploración de la reciprocidad: la punta de tu dedo en mi pezón,
la palma de mi mano deslizándose de tu rodilla al hueso de tu cadera irregular; Trazado de
mi parte trasera, siguiendo la curva del borde exterior de mi cadera hasta el pliegue interior
y por mi columna, mis dedos en el campo fruncido de tus músculos abdominales.
No hablas, y no me atrevo a romper la magia de este momento. Es demasiado frágil.
Mis ojos se cierran, pesan mucho.
Toques ligeros sobre mí, vacilantes y suaves y lisos y lentos.
Voy a la deriva, y dormito...
Y me duermo.

201
18
espierto sola.
Silencio.
—¿Caleb?
Nada.
Vetas del amanecer por la ventana. Miro a la izquierda, y veo que la puerta de mi
armario está abierta. Los bastidores están desnudos, ni siquiera una percha a la vista.
Mi garganta se tensa. Salto de la cama, me dirijo a mi biblioteca.
Está allí, intacta.
Vuelvo a mi habitación, a mi armario. Vacío. Totalmente vacío. Incluso la oficina
contra la pared del fondo del vestidor está vacía. No tengo una sola prenda de ropa que me
quede.
202 Vuelvo a la sala de estar. El sofá se ha ido, la mesa de café, el sillón Luis XIV. La mesa
del comedor se ha ido.
Mi puerta está abierta.
La puerta del ascensor está abierta, la llave en la ranura en el interior de él.
Estoy muy confundida.
De vuelta al interior, a la biblioteca. Ahí está mi silla y la mesa en el triángulo entre los
estantes. Sobre la mesa hay un sobre que contiene una pila de billetes de cien dólares y una
nota escrita a mano en letras en negrilla oblicuas:

MADAME X,
ESTE VESTIDO ES CON EL QUE TE ENCONTRÉ. ES TUYO, DE ANTES.
TE DEJO LOS LIBROS, PORQUE SÉ QUE LOS VALORAS.
LAS CÁMARAS Y LOS MICRÓFONOS ESTÁN APAGADOS.
NO HABRÁ MÁS CLIENTES.
VETE, SI LO DESEAS; HAY SUFICIENTE DINERO EN EL SOBRE PARA
QUE PUEDAS IR A DONDE DESEES. PERO SI OPTAS POR IRTE, SERÁ POR
TU CUENTA. NO IRÉ TRAS DE TI ESTA VEZ.
O, PUEDES TOMAR EL ASCENSOR HASTA EL ÁTICO. PERO SI
ELIGES ESO, DEJARÁS TODO EN ESTE APARTAMENTO DONDE ESTÁ, Y
VENDRÁS A MÍ COMO AHORA, DESNUDA, SÓLO CON EL NOMBRE QUE
ELEGÍ PARA TI ESE DÍA EN EL MUSEO DE ARTE MODERNO.
~ CALEB

Doblado en el cojín de la silla está un vestido. De profundo, color azul oscuro. Por
supuesto. Un tono de azul que parece ser una característica definitoria en mi vida…
Caleb Indigo.
Los ojos color índigo de Logan.
Y ahora este vestido. . .
Índigo.
Excepto que este vestido no es nuevo. No es hermoso. Lo fue, una vez, tal vez. Me
levanto y soy estrangulada por la emoción que me asola. No reconozco este vestido; está
rasgado, desgarrado. Desde el escote hasta el dobladillo, está abierto. Rasgado por la mitad
y manchado de sangre. Hay otro corte, éste en el lado bajo, a la derecha.
Me toco la cadera derecha, donde hay una cicatriz.
Hay manchas de sangre de la tela de color azul oscuro en el escote, sobre los hombros,
203 la espalda.
Por qué, no lo sé, pero me levanto, atravesando el agujero. Levantando los brazos en
las mangas. Tirando de los extremos juntos.
Es demasiado pequeño. Incluso en buen estado, no me quedaría. Soy demasiado grande
de busto y de la parte trasera para este vestido. Demasiado alta, también, tal vez.
Seis años.
Hubiera tenido alrededor dieciocho o diecinueve, cuando usé este vestido.
Quito el vestido; Siento como si los fantasmas del pasado se aferraran a mi piel, se
filtraran a mí de la tela.
La etiqueta dice Sfera. Incluso el estilo es extraño para mí. Tan corto, no llegando
incluso hasta la mitad del muslo. Sin mangas, la intacta línea del cuello habría sido alta
alrededor de mi garganta, pero la abertura trasera abierta llega a la mitad de mi espina. Me
quedo mirando la tela agarrada en mi mano, una pista inútil de quien solía ser. Un fragmento
vacío de mi pasado.
La chica que llevaba este vestido de Sfera… ¿quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Tenía
padres? ¿Una hermana? ¿Qué le gustaba hacer? ¿Tenía amigos? ¿Dibujaba corazones en los
portátiles? ¿Se enamoró de un chico? ¿Habla español? Si lo hacía, lo he olvidado.
Este vestido no me puede decir nada. Ni siquiera puedo usarlo, y si pudiera, si pudiera
coser los extremos juntos… ¿Podría hacerlo?
No.
¿Así que esta elección tuya, Caleb?
Veo a través de ella.
Es una manera de retomar lo que sientes que hice desde anoche.
Desnuda, vacilante, entro en el ascensor, girando la llave al PH.
Las puertas se cierran, y el elevador sube.
Las puertas se abren, y ahora veo el ático, mientras la última vez que estuve aquí, no
lo hice, no realmente.
Amplio espacio, gruesa alfombra blanca, una pared de ventanas con una vista
imponente de la ciudad. Mobiliario moderno negro. Reconozco la sección enfrente del
ascensor como a la que Caleb me trajo. Es un conjunto: un sofá en forma de L, una silla
minimalista moderna, una pequeña mesa redonda plateada, y la otra silla, formando una
pequeña plaza para bloquear el espacio delante del ascensor.
A lo lejos, en la esquina más alejada del ático, la cocina, y cerca de ella un pequeño
rincón para comer en la esquina donde dos paredes se fusionan con el cristal. Estás allí,
sentado a la mesa, echado hacia atrás en una silla, con elegancia informal en vaqueros azules
y una camiseta blanca de cuello redondo. Una taza en tus manos, una tableta electrónica
rectangular en la mesa delante de ti.
Hay algo al lado de ti. Un platillo y una taza. Un plato, con un bagel claramente
presentado, cortado en dos, una mitad boca abajo en un ángulo justo encima del otro. Preciso,
perfecto.
204 —Ven, siéntate. —Tu voz es muy lejana: El ático es enorme; se adapta a ti
exactamente.
Cruzo el espacio vacilante. Si hay alguien en los edificios de enfrente, me podrían ver,
y todavía estoy desnuda.
Sonríes mientras me acerco, bajas tu taza de café.
Te pones de pie. Te quitas la camiseta blanca. La pasas sobre mi cabeza, tirando de la
abertura del cuello por encima de mí, y paso mis brazos por las mangas. Vestida, algo, me
siento más segura.
Echo un vistazo a la taza de té para poder ver la etiqueta: Harney & Sons Earl Grey, y
el bagel, con queso crema ligeramente extendido en una delgada capa.
—Sabía que vendrías.
Tus ojos siguen siendo impenetrables, pero estoy empezando a ver atisbos de algo. Tal
vez por fin estoy aprendiendo a leer. O tal vez estás aprendiendo a dejarme hacerlo.
—Por supuesto que sí —dices—. Eres mía.
Y eso, para ti, es una verdad que no puedo negar.
La pregunta es: ¿Quiero serlo?
Próximamente
Exposed
(Madame X #2)

Todo lo que Madame X ha conocido siempre está


contenido dentro de las cuatro paredes del ático propiedad
de su amante, de su poseedor, del hombre que le controla
cada movimiento y domina sus deseos. Mientras que Caleb
es dueño de su cuerpo, alguien más ha tocado su alma. El
despertar de X en manos de la masculinidad primitiva de
205 Logan, honestamente la ha llevado a un nuevo camino, uno
que es tan emocionante como aterrador.

Pero la necesidad de Caleb de poseerla por completo


no tiene límites, y no está dispuesto a dejarla ir. No sin una
pelea que podría destruirlos a los dos...
Jasinda Wilder
La autora de éxito internacional Jasinda Wilder es
nacida en Michigan con inclinación por las historias
sobre hombres atractivos y mujeres fuertes. Sus títulos
más vendidos contienen machos alfa, despojados,
heridos, y han sido bestsellers internacionales.
Puedesencontrarla en su granja en el norte de Michigan
con su marido, el autor Jack Wilder, sus seis hijos y su
colección de animales.

206
207

También podría gustarte