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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El orden y
el Caos
El Señor del Tiempo
LIBRO 3

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo primero

En esa época del año, los espesos bosques que cubrían la mayor
parte de la mitad occidental de la provincia de Chaun ofrecían escasa
protección a los viajeros. En algunos lugares, los retoños primaverales
habían brotado en aisladas explosiones de verde, y en el suelo del
bosque los helechos y las zarzas mostraban tímidamente nuevos bro-
tes; pero, aparte de la resplandeciente copa de algún pino gigante
ocasional, la mayoría de los árboles todavía no tenían hojas.
En un claro no lejos del borde norte del bosque, un gran caballo
gris pastaba desconsolado en el monte bajo, arrastrando las riendas
que se enganchaban en los brezos. La silla había resbalado un trecho
sobre la cincha y un es tribo suelto golpeaba ocasionalmente una de las
patas de atrás, haciendo que el animal aplanase las orejas e intentara
morder el irritante e invisible objeto, mientras el sudor brotaba de su
cruz. Aunque por lo demás parecía bastante tranquilo, había delatoras
manchas de espuma alrededor de su boca y en torno a la silla, y de vez
en cuando el caballo interrumpía su ramoneo sin ningún motivo apa-
rente y levantaba recelosamente la cabeza, alerta contra alguna ame-
naza imaginada.
En las tres horas que habían transcurrido desde su extraordinaria
y aterrorizada llegada al claro, el caballo había hecho caso omiso de la
delicada e inmóvil figura que yacía entre las raíces salientes de un
roble gigantesco. Una doma severa lo condicionó a no abandonar a la
persona que lo montaba, fuese quien fuere, y buscar la libertad; pero
como la amazona no daba señales de recobrar el conocimiento, el
animal había perdido su interés en ella. Recordando todavía los terro-
res de las últimas horas, se contentaba con permanecer en la relativa
seguridad del bosque y seguir pastando hasta que le ordenasen que se
moviese.
La muchacha, que se agarraba frenéticamente a la silla de su
montura cuando salieron disparados del torbellino que les había aga-
rrado y traído hasta aquel lugar, fue arrojada del lomo del animal al

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caer éste, relinchando, entre los matorrales. Chocó contra el tronco


gigante del roble y cayó como un pájaro herido, para yacer inmóvil
entre las raíces.
Su cara, medio oculta bajo una maraña de cabellos casi blancos y
la capucha hecha jirones de una capa, estaba pálida y macilenta, sus
labios, exangües, y una viva mancha escarlata se había extendido
desde el cráneo hasta la frente, mezclándose con otras y más antiguas
manchas de sangre que no era suya. Pero respiraba... y al fin, poco a
poco, empezó a moverse.
Al recobrar el conocimiento, Cyllan no recordó inmediatamente
los sucesos que la habían traído al bosque. Al principio, dándose va-
gamente cuenta de que yacía sobre un suelo duro, frío y húmedo,
pensó que estaba durmiendo en la tienda de cuero que había llamado
su hogar durante sus cuatro años de aprendizaje como conductora de
ganado. Pero aquí no sentía la impresión claustrofóbica de estar ence-
rrada, ni percibía el mal olor y los mugidos de las reses, ni los iracun-
dos gritos de su tío, Kand Brialen.
Sus días de vaquera quedaron atrás. Habían sido un sueño, sólo
una pesadilla. Seguramente estaba todavía en el Castillo...
Fue esta idea la que le aclaró la mente como si le hubiesen dado
una fuerte bofetada, y se irguió automáticamente, abriendo los extra-
ños ojos ambarinos, y un grito, un nombre, brotó de su garganta sin
que pudiese impedirlo.
—¡Tarod!
El caballo levantó la cabeza y la observó con curiosidad. Cyllan
miró hacia atrás, asombrada, sabiendo solamente que nunca había
estado hasta entonces en este lugar. Parecía que unos martillos le gol-
peasen el cráneo; lanzando un gemido de dolor, se reclinó en el tronco
del árbol, y todos sus músculos protestaron contra el movimiento,
haciéndole sentir como si su cuerpo estuviese ardiendo. Su mente se
esforzó frenéticamente en asimilar las pruebas imposibles que le da-
ban sus sentidos. ¿Dónde estaba el Castillo? ¿Qué había sido de Ta-
rod? La habían encontrado en la caballeriza cuando ella estaba tratan-
do de alcanzarle; la sacaron a rastras al patio de negras paredes donde
esperaba el Sumo Iniciado, y entonces, al llegar rugiendo el Warp
sobre sus cabezas, apareció Tarod...
El Warp. De pronto, Cyllan recordó, y con el recuerdo experi-
mentó unas náuseas que se agarraron a su estómago vacío y le produ-
jeron violentas e inútiles arcadas, doblada contra la rígida corteza del

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árbol. Recordó el enfrentamiento en el patio, su propia escapada


(había dado una patada al Sumo Iniciado en el estómago y mordido al
hombrón que la sujetaba) y su precipitada fuga cuando, atrapada y
lejos del alcance de Tarod, había aprovechado la única oportunidad
que se le ofrecía saltando a lomos del caballo. Tenía una vaga idea de
haber atropellado a cuantos le cerraban el paso, abriéndose camino
hacia Tarod; pero el caballo se había espantado, desbocado y cruzado
a toda velocidad las puertas del Castillo, lanzándose directamente al
encuentro de la monstruosa tormenta sobrenatural que rugía en el caos
desencadenado en el exterior.
Cyllan se estremeció al recordar, a su pesar, los horrores que per-
cibió en la fracción de segundo antes de que la tormenta anulase sus
defensas. Las montañas, retorcidas en formas y dimensiones imposi-
bles; el mar, pareciendo levantarse en una titánica pared de agua que
se elevaba hasta miles de pies en el furioso cielo; caras monstruosas y
salvajes, manifestándose en las nubes y los relámpagos, proyectando
lenguas de serpiente y aullando con angustia insensata. Entonces, la
negra pared se derrumbó sobre ella, envolviéndola en un momento de
oscuridad y locura hasta que emergió, en medio de una estruendosa
cacofonía de ruidos, luces y dolor lacerante, en un escenario que casi
la había trastornado por su absoluta normalidad. Después cayó verti-
ginosamente a través del aire, oyó perfectamente los relinchos del
caballo, y el árbol, sólido, real, firme, borró su conciencia.
Al fin cedieron los espasmos de su estómago y pudo colocarse en
una posición menos incómoda. Estaba viva y, por muy apurada que
fuese su situación, aquello por sí solo era causa de una gratitud alenta-
dora. Todos los moradores de la tierra sentían desde su infancia un
terror por los Warps que les paralizaba; no había alma viviente que no
hubiese oído el agudo y estridente gemido en el lejano norte y visto
las franjas de macilentos colores que se extendían en el cielo y presa-
giaban una de aquellas espantosas tormentas sobrenaturales. Los
Warps eran un legado del Caos, una última manifestación de la confu-
sión que había reinado antaño sin trabas en el mundo, antes del triunfo
del Orden, y cuando estallaban, terribles e imprevisibles, todos los
hombres, mujeres y niños buscaban un lugar donde refugiarse. Los
que no lograban encontrarlo eran objeto de fervientes oraciones de las
Hermanas de Aeoris por sus almas, y sus amigos y parientes sabían
que jamás encontrarían rastro de ellos. Según la leyenda, el gemido
que acompañaba a un Warp al rodar sobre la tierra eran las lamenta-

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ciones acumuladas de todos aquellos seres perdidos y condenados, y


transmitidas por los vientos del Caos.
Con ésta, eran dos las veces que Cyllan había sobrevivido al in-
descriptible horror de las tormentas: dos veces se había visto arrastra-
da sobre la faz del mundo por el torbellino y depositada, maltrecha y
contusa, pero viva, en algún lugar lejano y desconocido. Si había que
dar crédito a las leyendas, y existían pruebas más que suficientes que
demostraban su veracidad, Cyllan tendría que estar muerta y condena-
da al infierno, fuese cual fuere, que esperaba a las víctimas de los
Warps. Sin embargo, vivía.., y el conocimiento de por qué vivía la
hizo estremecerse, al recordar al ser calculador y fríamente invencible
que resolvió ofrecerle su protección. Yandros, Señor del Caos, que se
decía hermano de Tarod y cuyas maquinaciones habían provocado
toda la terrible cadena de sucesos en el Castillo de la Península de la
Estrella, respondió a su desesperada petición de auxilio cuando ya no
le quedaba otra esperanza. Recordó la sonrisa inhumana de su bello
semblante, cuando, al postrarse ante él, le reveló que había sido él
quien le había salvado la vida y la había traído al Castillo al estallar el
Warp sobre Shu-Nhadek. Cuando el caballo gris salió galopando del
Castillo, lanzándose contra la tormenta, Cyllan gritó su nombre, en
una frenética e involuntaria petición de auxilio, y, por lo visto, él le
respondió de nuevo. Cyllan no se hacía ilusiones sobre la lealtad o el
patronazgo de Yandros; la protegía porque ella le era útil, pero si
fracasaba en la tarea que él le había encomendado, no podría esperar
misericordia. Y sabía, como sabía él, que ahora que había renegado de
su fidelidad a los reinantes señores del Orden, no encontraría perdón si
un día se arrepentía de lo que había hecho. Al unir su suerte a la del
Caos, se había condenado irremisiblemente a los ojos de sus propios
dioses.
Cyllan se estremeció de nuevo y llevó una mano al cuello de su
vestido gris, introduciéndola debajo del corpiño hasta que extrajo algo
que guardaba entre los senos. No lo había perdido en su furiosa fuga
del Castillo, y sintió una extraña mezcla de alivio y repugnancia al
contemplar la pequeña joya clara y de múltiples facetas que reposaba
ahora en la palma de su mano proyectando fríos reflejos de la triste luz
del día. La piedra del Caos. Una fuente de poder y de terror... y el
recipiente que contenía el alma del hombre a quien ella amaba.
Su mano se cerró reflexivamente sobre la piedra, ocultándola a la
vista. Debatiéndose entre el odio a la naturaleza de la joya y el doloro-

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so conocimiento de que sin ella era un ser incompleto, Tarod había


advertido a Cyllan de su influencia; una influencia, había dicho, que
corrompía y manchaba todo aquello que tocaba o a todo aquel que la
poseía. ¡Cuánta razón había tenido!, pensó ahora amargamente. La
piedra la ayudó ya una vez a matar, provocando en ella una demoníaca
sed de sangre que hizo que se regocijase en el acto del homicidio. El
estigma de aquella acción todavía permanecía en las manchas rojas
secas de sus manos y su ropa, y Cyllan sabía lo fácil que era caer bajo
aquella negra influencia. Solamente Tarod podía ejercer algún control
sobre la piedra... y bien que la necesitaba, pues sin ella sólo le restaba
una fracción de su poder. Dado que el Círculo, del que había sido
antaño alto Adepto, juró destruirle, su vida estaría en peligro hasta que
la joya volviese a estar en su poder.
Esto, si todavía estaba vivo...
Cyllan no era propensa al llanto. Su dura vida le había enseñado
la futilidad de mostrar cualquiera de los tradicionales signos de debili-
dad femenina, pero bruscamente se halló al borde de las lágrimas. Si
Tarod vivía... Lo último que recordaba, antes de que el caballo saliese
disparado, era que le había visto en la escalinata de la puerta principal
del Castillo, desarmado y rodeado de tres o cuatro Iniciados dispues-
tos a atravesarlo con sus espadas antes de que pudie se defenderse. El
Warp había estallado sobre sus cabezas y ella no había vuelto a ver a
Tarod, pero seguramente, seguramente, incluso su poder reducido
sería suficiente para salvarla, ¿no? Podía haber escapado del Castillo
y, en tal caso, la estaría buscando. Aunque era imposible imaginar por
dónde empezaría, teniendo todo el mundo para elegir.
Cyllan se obligó a mirar de nuevo la piedra e hizo una mueca al
verla brillar como un ojo maligno, desorbitado, entre el enrejado de
sus dedos. Después, cuidadosamente, volvió a introducirla debajo del
corpiño, sintiendo su contacto frío y duro contra la piel. Por ambiguos
que fuesen sus sentimientos al respecto, la piedra era un talismán, su
único enlace con Tarod, y si esto era posible, le atraería hacia ella.
Yandros podía no ser capaz de prestarle una ayuda directa, pero el
Señor del Caos quería que la gema fuese devuelta a Tarod, y si era
ésta la única esperanza que tenía ella de encontrarle, haría todo lo
posible para contribuir a que Yandros alcanzase su objetivo. Cerró la
mente a todo pensamiento de lo que podía ocurrir después; lo único
que importaba era que Tarod y ella se reuniesen de nuevo.

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Pero el claro de un bosque que sólo los dioses sabían en qué parte
del mundo se hallaba, difícilmente sería el lugar más propicio para
empezar una búsqueda. En el breve tiempo transcurrido desde que
había recobrado el conocimiento, la luz había menguado perceptible-
mente, diciéndole que el tiempo estaba empeorando. No tenía comida
ni agua ni albergue, ni la menor idea de lo lejos que podía estar del
pueblo más próximo o siquiera de un camino utilizado por los conduc-
tores de ganado. No podía calcular la hora; posiblemente se acercaba
el crepúsculo, y el bosque no era un lugar seguro para pasar la noche;
sería mejor que dejase a un lado sus especulaciones y prestase aten-
ción a los problemas más prácticos e inmediatos de la supervivencia.
Se puso trabajosamente en pie y el caballo levantó receloso la ca-
beza. Sacudiéndose el arrugado y sucio vestido (advirtió un gran des-
garrón en un lado de su falda), se llevó dos dedos a la boca y lanzó un
silbido grave y peculiar. El caballo echó atrás las orejas; Cyllan silbó
de nuevo y el animal, obedeciendo de mala gana la orden, se acercó lo
bastante para que ella le asiese la brida. Mientras enderezaba la silla y
comprobaba que no se habían roto las correas, dio gracias, tal vez por
primera vez en su vida, por los cuatro años que había pasado viajando
por los caminos a lomos de un poney como aprendiza en el grupo de
boyeros de su tío. Aquel silbido era un truco que aprendió pronto y
con el que se podía dominar al animal más recalcitrante; el caballo no
le crearía dificultades y ella estaba acostumbrada a pasar largas horas
sobre la silla. Con la ayuda de Aeoris , mentalmente se corrigió, son-
riendo maliciosamente para disimular la inquietud que le producía...,
con la ayuda de la suerte, podría encontrar rápidamente el lugar habi-
tado más próximo.
El arnés estaba seguro. Subiendo sobre una raíz de árbol para ga-
nar altura, Cyllan saltó sobre la silla. Mirando entre las ramas entrela-
zadas de los árboles, trató de discernir la posición del sol poniente,
pero el trocito de cielo que podía ver estaba nublado. Permaneció un
momento inmóvil, reflexionando, y después hizo que el caballo vol-
viese la cabeza en la que le dijo su intuición que era aproximadamente
la dirección al sur. La mayoría de las zonas boscosas que cruzaban las
partes occidental y central de la Tierra se extendían de este a oeste;
por lo tanto, si cabalgaba hacia el sur, no tardaría en alcanzar el linde-
ro del bosque y, desde allí, podría encontrar sin grandes dificultades
alguno de los caminos empleados por los ganaderos.

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No sabía, ni quería imaginar, lo que podía esperarle en el curso


de su viaje. Si Tarod había escapado, pronto se sabría la noticia y
empezarían a darle caza; posiblemente también a ella, aunque era más
probable que el Círculo la creyese muerta. De alguna manera, tenía
que encontrarle antes de que...
Tocó con los tacones de sus botas los flancos del caballo y lo
condujo entre los espesos y expectantes árboles.

El canto que se oía débilmente, procedente del salón principal del


Castillo de la Península de la Estrella, sería delicioso de escuchar si
las circunstancias hubiesen sido menos espantosas. Las voces conjun-
tas de las mujeres que cantaban eran bellas, y el tono subía y bajaba en
la ligera brisa de la tarde; pero Keridil Toln no podía olvidar un solo
instante que las Hermanas de Aeoris estaban cantando un réquiem por
el hijo del hombre que estaba sentado delante de él en su estudio.
Gant Ambaril Rannak, Margrave de la provincia de Shu, escu-
chaba el coro con la cabeza gacha, inmovilizada una mano sobre el pie
de su copa de vino. De cuando en cuando, miraba hacia la ventana
abierta, como esperando ver algo o a alguien, y Keridil percibía un
momentáneo destello de rabia contenida en sus ojos.
Por fin habló Gant, con voz pausada y tranquila.
—El canto de las Hermanas es conmovedor. Aprecio el gesto,
Sumo Iniciado, de su parte y de la tuya. —Pestañeó y frunció triste-
mente el entrecejo—. Sólo lamento que sus himnos no nos puedan
devolver a Drachea de entre los muertos.
Keridil suspiró. Había temido tener que dar la noticia de que el
hijo y heredero del Margrave había muerto estando bajo su protección.
Gant había llegado aquel mismo día con su esposa y su séquito y se
regocijó al enterarse de que Drachea había desbaratado por sí solo las
maquinaciones del Caos, prestando un gran servicio al Círculo. Su
hijo era un héroe..., pero en vez de compartir su gloria, el anciano
recibió la noticia de su espantosa e ignominiosa muerte. Keridil había
previsto palabras violentas, lamentaciones, acusaciones; pero el dolor
callado y amargo del Margrave le resultaba aún más difícil de sopor-
tar. La Margravina se había desmayado y yacía ahora en la mejor
habitación para invitados del Castillo, atendida por el médico Grevard;
pero Gant rehusó todos los ofrecimientos de sedantes o calmantes, y
en cambio, después de ver el cadáver de su hijo, solicitó una entrevista
en privado con el Sumo Iniciado.

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Keridil le contó toda la historia de la muerte de Drachea: cómo


había sorprendido a Cyllan, después de que ésta escapara, en el acto
de robar la piedra del Caos, y cómo ella le había asesinado. Hubiera
querido confesar su sentimiento de responsabilidad por la muerte del
joven; sin embargo, las disculpas parecían grotescamente inadecuadas;
lo mejor que podía hacer era esperar a que Gant dijese lo que tenía que
decir. Conociendo al Margrave, Keridil no dudaba de que hablaría
sinceramente.
El canto se extinguió en una última y conmovedora armonía y el
Margrave asintió con la cabeza como en señal de aprobación. Después
miró de nuevo a Keridil y, esta vez, sus ojos eran duros como el hie-
rro.
—Bueno, Sumo Iniciado. Sólo tengo que hacerte una pregunta.
¿Qué se hará para vengar el asesinato de mi hijo?
Keridil miró las notas que había estado tomando hacía algún rato.
Aunque traerían poco consuelo a Gant, al menos vería que no había
estado ocioso.
—Ya he puesto las cosas en movimiento, Margrave —dijo—. Tal
vez habrás oído hablar de los recientes experimentos realizados en la
provincia Vacía y en la de Wishet con aves mensajeras...
—Así es, Sumo Iniciado. En realidad, sugerí que se emplease es-
te procedimiento en la búsqueda de mi hijo cuando desapareció por
primera vez.
Keridil se sonrojó al oír el tono del anciano.
—Ciertamente..., bueno, los primeros experimentos fueron lo
bastante afortunados para que pusiésemos la idea en práctica aquí, en
el Castillo. Tenemos un maestro halconero de la provincia Vacía que
ha venido a visitarnos, y sus aves han resultado más seguras y más
rápidas que los mejores jinetes relevándose.
Los ojos de Gant adquirieron un brillo febril.
—Entonces puedes enviar...
—Ya lo he hecho. Tres aves han sido enviadas hoy, a mediodía,
para llevar a la Tierra Alta del Oeste, a Han y a Chaun la noticia de lo
que ha sucedido aquí. En cuanto lleguen a su destino, otras aves serán
enviadas a otras provincias. La noticia llegará mañana a los sitios más
apartados, e incluso el Alto Margrave la conocerá el mismo día.
Gant frunció los párpados.
—Y la muchacha, esa pequeña serpiente asesina..., ¿has enviado
su descripción a todos los Margraviatos? ¿A todos los jefes de las

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milicias? —Cerró involuntariamente los puños sobre la mesa—. Hay


que encontrarla, Sumo Iniciado, ¡y debe ser ejecutada!
La obsesión del Margrave era comprensible, dadas las circuns-
tancias, pero Keridil no debía pensar solamente en el paradero de
Cyllan. De las dos personas a quienes se buscaba, era con mucho la
menos peligrosa, y aunque estaba resuelto a llevarla ante la justicia,
tenía prioridades más urgentes. Sin embargo, se daba perfecta cuenta
de que había que tratar a Gant con mucho tacto; cualquier insinuación
de que el asesinato de su hijo ocupaba el segundo lugar en relación
con otras consideraciones acarrearía más dificultades que las que
Keridil Toln podía resolver en aquel momento.
—Ciertamente —dijo—, hemos difundido su descripción, Mar-
grave, y confío en que no podrá escapar de la búsqueda durante mu-
cho tiempo..., si es que sigue con vida, cosa que solamente podemos
suponer. Todas las milicias serán puestas sobre aviso, y he pedido la
máxima colaboración a todas las provincias. No obstante, debo añadir
que nos enfrentamos con algo que podría tener consecuencias incluso
más graves que el asesinato de Drachea. —Levantó la cabeza, vio la
expresión del viejo y prosiguió, precavidamente—: Ahora sabes lo
que ocurrió recientemente en el Castillo, cómo se produjo y quién lo
perpetró. El causante está todavía en libertad y es mil veces más peli-
groso que Cyllan Anassan. Por favor... —añadió rápidamente, cuando
pareció que Gant iba a protestar—, comparto tu afán de encontrar a la
muchacha y castigarla. Pero no me atrevo a descuidar la búsqueda de
Tarod. Es mucho más que un simple homicida; es una encarnación del
Caos. Margrave, tú mismo has visto y oído hablar un poco de los
estragos que es capaz de provocar. ¿Puedes imaginarte cuál sería el
destino de todos nosotros si semejante poder monstruoso del mal cir-
culase a sus anchas por el mu ndo?
Gant guardó silencio y Keridil supo que sus palabras habían dado
en el blanco.
—No quiero causar una alarma innecesaria en la Tierra, sobre to-
do en este momento —añadió a media voz—. Pero faltaría a mi deber
si no advirtiera inmediatamente del peligro. Si he de ser brutalmente
sincero, nuestro mundo podría estar expuesto a un peligro como no se
ha visto igual desde la caída de los Ancianos. Y no me avergüenza
confesar que tengo miedo.

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¿Había cometido un error al ser tan franco? La cara del Margrave


adquirió una expresión crispada y tensa, y su mirada se fijaba inquieta,
a intervalos, en la ventana.
—Sumo Iniciado, me cuesta creer... —tosió para aclararse la gar-
ganta al quebrarse involuntariamente su voz—, me cuesta creer que el
Círculo, en el que reside el poder y la sanción del propio Aeoris...
Hizo la señal del Dios Blanco sobre el corazón, pero pareció in-
capaz de terminar la frase.
Keridil suspiró.
—Desearía fervientemente que la mitad de lo que se cuenta sobre
las facultades del Círculo fuese verdad, Margrave; pero lo cierto es
que, aunque tengamos el beneplácito de Aeoris, sería tonto presumir
que tenemos su poder o algo que se le parezca. —Su expresión se
endureció—. Esta es una lección que he aprendido recientemente por
amarga experiencia, y pretender lo contrario sería tentar al destino. —
Apretó los puños y sus nudillos se pusieron blancos—. Sin la joya de
que te hablé, Tarod no es en modo alguno invencible. Pero si encuen-
tra a esa muchacha antes que nosotros y recupera la piedra, tendrá de
nuevo todo su poder. Y esto significa el poder de traer de nuevo todas
las fuerzas del Caos y la oscuridad sobre el mundo.
— ¡Pero ningún hombre puede ejercitar semejante hechicería!
—Ningún hombre, es verdad; pero ahora no nos enfrentamos a
un hombre. Tarod está emparentado con el Caos; ha nacido del Caos.
No pongas en duda sus facultades, Margrave. Yo cometí una vez ese
error.
Gant rebulló incómodo en su sillón, contrariado.
—Esto es más grave de lo que creía. Comprendo tu preocupa-
ción, Keridil, y la comparto. —Trató de sonreír—. Si el deber te obli-
ga, también me obliga a mí, y reconozco que las consideraciones per-
sonales deben pasar a segundo plano. ¿Cómo te ayudará la provincia
de Shu?
Keridil dio gracias en silencio por el firme sentido común innato
que caracterizaba al viejo, reforzado por veinte años de rígido gobier-
no. La provincia de Shu podía jactarse no sólo de tener el puerto de
mar más grande y seguro del mundo, sino también de poseer una fuer-
te y eficaz milicia, y los recursos del Margraviato eran de los mejores
que podían encontrarse en cualquier parte. Gant sería un aliado de
valor inestimable.
Asintió con la cabeza.

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—Agradezco tu apoyo, Señor, y tu generosidad, y no me importa


confesar que necesitaré toda la ayuda que pueda encontrar, especial-
mente en hombres.
—Lo creo. Pero, naturalmente, puedes suponer que, una vez se
extienda el rumor, correrás el riesgo de que el pánico se apodere de
todo el mundo, a pesar de la ayuda que puedas recibir. —Se mordió el
labio—. El miedo al Caos está profundamente arraigado en todos
nosotros, y la idea de su posible retorno...
Se encogió de hombros, para disimular un temblor, de un modo
que no podía ser más elocuente.
—Ya lo he tenido en cuenta, pero no me atrevo a quitar impor-
tancia al peligro que nos amenaza —dijo Keridil, recordando las horas
de tormento mental que había padecido mientras se esforzaba en valo-
rar la prudencia de la decisión que había tomado—. La gente debe
saberlo, Margrave. En buena conciencia, no puedo ocultarles la ver-
dad.
Gant inclinó la cabeza.
—Sí... Comprendo tu dilema y creo que debo aceptar lo que di-
ces. Sin embargo, para evitar el histerismo, puede que sea necesario
imponer ciertas restricciones por encima de las leyes de nuestro mu n-
do. Por ejemplo, en mi propia provincia...
Keridil le interrumpió.
—Aprobaré todo lo que consideres necesario, en la medida de mi
autoridad, Señor. Y si es necesario el consentimiento del Alto Mar-
grave, haré todo lo posible por conseguirlo.
—Gracias. Y hablando del Alto Margrave, ¿has dicho que una de
tus aves mensajeras vuela hacia la Isla de Verano?
—Así es. —El Sumo Iniciado vaciló, preguntándose si era acon-
sejable confiar plenamente en Gant; después decidió que ningún mal
podía haber en ello—. También he enviado un mensaje a la Matriarca
Ilyaya Kimi, en su residencia.
—Vaciló de nuevo—. Será mejor que te diga, Señor, que he pe-
dido la opinión de ambos sobre la posibilidad de convocar un Cóncla-
ve en la Isla Blanca.
Gant le miró fijamente, pasmado.
— la...? —Tragó saliva—. ¡Supongo, Keridil, que las cosas no
han llegado tan lejos!
—No han llegado, pero podrían llegar. Y en tal caso, no tendría-
mos más remedio que aprobar la apertura del cofre.

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Gant hizo de nuevo la señal de Aeoris sobre su corazón.


Su cara había adquirido un enfermizo color amarillento, y trató
de no pensar en las consecuencias de lo que había dicho el Sumo In i-
ciado. A todos los niños se les contaba la leyenda del cofre de oro, que
era el legado de Aeoris a su mundo y a sus seguidores después de la
caída de la antigua raza, cuando el Caos había sido derrotado y expul-
sado. El cofre estaba depositado en un santuario de la Isla Blanca, una
extraña isla volcánica frente a la costa de Shu-Nhadek, y era guardado
por una casta hereditaria de fanáticos que eran los únicos hombres que
podían pisar el suelo sagrado de la Isla. Sólo en caso de gravísimos
problemas podían el Sumo Iniciado, el Alto Margrave y la Matriarca
de la Hermandad de Aeoris navegar hasta la Isla, y allí, reunidos en
Cónclave, podían tomar la decisión de abrir la sagrada reliquia. Y si el
cofre era abierto, sería una llamada para que Aeoris volviese al mu n-
do... No, se dijo desesperadamente Gant; las cosas no podían haber
llegado a ese extremo...
Keridil observó las expresiones cambiantes del semblante del an-
ciano, dándose cuenta de su evidente turbación. La idea de verse obli-
gado a tomar una decisión que no se había considerado en miles de
años era suficiente para producirle pesadillas; pero si había que hacer-
lo, sabía que lo haría.
—Margrave, creo, y espero, que la posibilidad es muy remota —
dijo—. Pero hay que pensar en ella. —Hizo una pausa y después aña-
dió—: Hoy, al amanecer, juré que no descansaría hasta que Tarod
fuese encontrado y destruido, y ahora te prometo que estoy resuelto a
hacer que la asesina de Drachea comparezca ante la justicia. Cumpliré
ambas promesas, cueste lo que cueste.
Gant reflexionó unos instantes y, después, lentamente y de mala
gana, asintió con la cabeza.
—Sí, lo comprendo. —Levantó la mirada, y sus ojos eran ahora
inexpresivos—. Me gusta pensar que, si estuviese en tu lugar, tendría
el valor de tomar la misma decisión.

Era ya noche cerrada cuando Cyllan espoleó el caballo gris a tra-


vés de una espesura y, para su sorpresa, se encontró, libre de árboles,
en una loma que dominaba un estrecho camino. Un talud peligroso
pero franqueable descendía hasta el camino, que brillaba con un color
de hueso viejo bajo el cielo nocturno, y más allá se extendía de nuevo

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la masa dormida del bosque, perdiéndose en la oscuridad. No era un


camino principal para la conducción de ganado, sino solamente una
senda secundaria en la que, probablemente, había poco o ningún trán-
sito; pero un camino era un camino y un verdadero alivio después de
la pesadilla de abrirse trabajosamente paso a través de la interminable
sucesión de ramas y monte bajo, con el miedo supersticioso al bosque
de noche aflorando en la superficie de su mente.
El caballo estaba inquieto, cansado, y empezaba a mostrarse re-
belde; pero Cyllan lo mantuvo quieto con firmeza, mientras miraba a
su alrededor y trataba de orientarse. Una sola estrella fría brillaba a lo
lejos a su derecha, pero las constelaciones familiares estaban siendo
rápidamente oscurecidas por una gruesa capa de nubes que presumió
que venían del noroeste, trayendo consigo un viento frío y molesto. El
caballo bufó y sacudió la cabeza, oliendo lluvia en el viento, y unos
momentos más tarde Cyllan sintió en su cara las primeras gotas.
A menos que estuviese equivocada, el camino discurría aproxi-
madamente de norte a sur, y se volvió en su silla para mirar hacia el
norte, donde la pálida cinta se perdía entre los pliegues de bajas coli-
nas. Lejos, en aquella dirección, aunque no tenía manera de saber a
qué distancia, estaban la Península de la Estrella y el lúgubre Castillo
donde había visto por última vez a Tarod.
¿Estaría todavía allí? No sabía cuánto tiempo había pasado desde
que se la había llevado el Warp; si el Círculo le había capturado de
nuevo, a estas horas podía estar muerto... Se mordió con fuerza el
labio, luchando contra la poderosa tentación de dirigir su caballo hacia
el norte y cabalgar hasta el límite de su resistencia para alcanzar la
costa y el Castillo. Pero esto sería una locura: el Círculo la culpaba de
asesinato, y volver y ponerse a su alcance sería correr al desastre. Lo
único que podía hacer era rezar para que Tarod estuviese vivo, libre, y
la buscase.
Espoleó a su montura y descendió el empinado talud hacia el ca-
mino. La lluvia caía ahora con más fuerza y el animal resbaló varias
veces sobre la hierba mojada; abajo, el camino había adquirido un
brillo suave. Al llegar al pie del declive, Cyllan volvió el caballo hacia
el sur impulsándole hacia delante, y al emprender el animal un trote
vivo y regular, se arrebujó en su capa para resguardarse lo más posible
de la lluvia. A ambos lados, el bosque susurraba mientras el agua caía
sobre los matorrales, y la noche adquirió un aspecto irreal; negras
siluetas de árboles se alzaban a ambos lados del camino, y solamente

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

la fría cinta blanca de éste ofrecía un mezquino y obsesionante medio


de orientación. El ruido apagado de los cascos de su montura parecía
hacer eco a los latidos de su propio corazón, y empezó a sentir un
inquietante cosquilleo en el cráneo, como si un sexto sentido le advir-
tiese que era seguida por una sombra invisible. Sacudió esta idea de su
cabeza, consciente de que era provocada por el cansancio y por las
engañosas ilusiones de la oscuridad. Sin embargo, había muchos peli-
gros reales en un camino como ése, y no podía, no se atrevía, a dete-
nerse en aquel solitario y desconocido paraje, al menos hasta que
amaneciese.
El caballo se paró de pronto, interrumpiendo el ritmo hipnótico
de sus pisadas y haciendo que Cyllan volviese a la realidad. Aunque
ésta se dio cuenta de que había estado a punto de quedarse dormida
sobre la silla, otra sensación la acometió: una súbita advertencia del
instinto le decía que tenía que mirar hacia atrás. Y esta vez no era
producto de una imaginación fatigada. Sentía como una rigidez en los
pulmones y en el cuello y, consciente de que tenía que obligarse a no
temblar desaforadamente, giró cautelosamente la cabeza.
Eran cuatro figuras negras y amorfas que la seguían y se acerca-
ban poco a poco en la penumbra. Por un instante una imagen terrible
acudió a la mente de Cyllan (había oído cuentos de fantasmas y de-
monios, de muertos que salían de sus horribles tumbas para perseguir
al incauto pasajero), pero entonces, débilmente, entre el zumbido del
viento, oyó un sonido metálico, como de un caballo mordiendo su
bocado, y comprendió que los que la seguían eran seres de carne y
hueso.
Bandidos. Un miedo irracional nubló su mente, un miedo a la
amenaza de un ataque físico y demasiado humano; pero los hombres
montados a caballo que se acercaban más y más eran bastante reales.
Una mujer a lomos de un buen caballo, pero sola en la noche, sería
presa fácil, y lo único que cabía esperar era que la degollasen, en el
mejor de los casos.
El caballo bailaba de costado, presintiendo que algo andaba mal.
Era posible, sólo posible, que Cyllan pudiese dejar atrás a sus perse-
guidores, aunque la idea de que probablemente montaban caballos
frescos mientras el suyo estaba casi agotado la hizo estremecerse hasta
la medula. Pero no podía plantarles cara y luchar contra ellos; la huida
era la única esperanza de salvación que creía tener.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Contuvo el caballo, tratando de calmarle y de dar a los bandidos


la impresión de que todavía no se había dado cuenta de su presencia.
Pero se estaban acercando... Ahora podía oír un débil ruido de cascos
que no eran los de su propia montura. Se llevó cuidadosamente una
mano al cuello y, con dedos temblorosos, soltó el broche que sujetaba
su capa. Al hacerlo, sintió la fuerte presión de la piedra del Caos sobre
el pecho y el imprevisto recuerdo de su presencia le hizo sentir un
destello de esperanza. Si Yandros, el gran Señor del Caos, velaba por
ella, sin duda la ayudaría, si podía... Levantó las riendas, se afirmó
sobre la mojada silla, apretó los muslos y las rodillas con todas sus
fuerzas contra los flancos del animal; después agarró el broche de
manera que la aguja sobresaliese por entre sus dedos.
El caballo saltó hacia delante, lanzando un relincho de protesta,
cuando la aguja del broche se clavó en su piel, por detrás del arzón.
Cyllan se agachó sobre el cuello del animal, aferrándose desespera-
damente a duras penas y rezando para no caer. Detrás de ella, sonaron
nuevos ruidos en la noche: maldiciones y el súbito atronar de muchos
más cascos cuando los bandidos espoleaban sus monturas para darle
caza. Cyllan azotó la cruz del caballo con las riendas enlazadas, gri-
tándole para que galopase más de prisa. El corcel echó las orejas atrás
y desorbitó los ojos, y ella sintió que los poderosos músculos se hin-
chaban para realizar un mayor esfuerzo. La senda serpenteaba loca-
mente delante de ellos, los árboles parecían volar, y Cyllan trató de no
pensar en lo que podía ocurrir si algún animal nocturno se cruzaba de
pronto en su camino.
El sudor empapaba el cuello y los flancos del caballo; éste, perci-
biendo el miedo de la amazona, corría con todas sus fuerzas, pero, aun
así, Cyllan podía oír cómo los bandidos se iban acercando. Tenía la
boca seca, la poca energía que le quedaba se estaba agotando rápida-
mente, su máximo esfuerzo no sería bastante para salvarla. Casi sollo-
zando de terror, siguió azotando al animal, aunque sabía que faltaban
solamente unos minutos, como máximo, para que la alcanzasen.
—¡Yandros!
El nombre brotó de su garganta en un grito ronco, un último grito
de desafío. Delante de ella, la cinta de blancura cadavérica del camino
se torció bruscamente, pareciendo hundirse en el bosque, y una frené-
tica esperanza surgió de pronto en Cyllan. Si podía alcanzar los árbo-
les, todavía podría esquivarles... Por tenue que fuese, ¡era una posibi-
lidad!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El caballo tomó a toda velocidad la curva del camino, resbalando


peligrosamente, y se encabritó y patinó sobre aquel suelo traidor
cuando un fuerte resplandor de antorchas brotó de pronto de la oscuri-
dad y unas voces broncas y airadas gritaron que se detuviese.
Cyllan sintió que los cascos del animal resbalaban; se echó hacia
delante, se agarró furiosamente a la crin y, con un último esfuerzo,
consiguió sostenerse sobre la silla. Entonces el caballo se puso de
nuevo de pie, y Cyllan vio el destello de una espada bajo la fuerte luz
y oyó que alguien lanzaba un juramento. Unas manos la asieron,
mientras el caballo se detenía y casi se caía, y la ayudaron a desmontar
para caer de rodillas sobre el mojado suelo. En medio de su confusión,
vio que otros caballos pasaban junto a ella por el camino, en dirección
contraria a la suya; después, la pusieron en pie y se encontró mirando
el asombrado semblante de un hombre de edad mediana.
—¡Que Aeoris nos ampare! ¡Es una mujer!
Las palabras fueron puntuadas por los chasquidos de las llamas
de la antorcha, que la lluvia trataba en vano de apagar. Aparecieron
más caras, grotescas bajo aquella luz, y alguien se apresuró a abrir un
frasquito de metal y ofrecérselo a Cyllan. Esta lo aceptó agradecida,
aunque tenía la garganta demasiado seca para hablar, y echó un largo
trago del fuerte y ardiente licor.
—Bueno, tranquilízate. —La voz del hombre que hablaba expre -
saba preocupación—. Ahora estás segura, señora, nuestros hombres
agarrarán a esos diablos asesinos y serán ahorcados antes de que ama-
nezca.
El acento era de la provincia de Chaun. Cyllan trató de expresar
s u agradecimiento, pero todavía faltaba aire en sus pulmones y no
podía hablar. Alguien le asió de un brazo para sostenerla, y otro pre-
guntó ansiosamente:
—¿Estás herida, señora? ¿Quieres decirnos lo que te ha pasado?
El tono respetuoso de las preguntas hizo que Cyllan se diese
cuenta de que aquellos hombres la habían tomado por una mujer de
cierta calidad. Su ropa, junto con la evidente buena doma del caballo
que montaba, habían creado una impresión que estaba muy lejos de la
verdad, y la sorpresa estuvo a punto de producirle risa. Pero se domi-
nó, consciente de que era mejor no desilusionarles; descubrir su ver-
dadera identidad podía ser muy peligroso. Pero sería un engaño difícil
de mantener. Necesitaría inventar una historia plausible, ahora no se
hallaba en condiciones de pensar rápidamente y con astucia.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Para disimular, fingió que estaba a punto de desmayarse (como


habría hecho una mujer distinguida en situación tan apurada), y los
hombres se mostraron inmediatamente solícitos, le pidieron disculpas,
la ayudaron a llegar hasta el borde del camino e insistieron en que se
sentase. Ella les sonrió lánguidamente y murmuró:
—Gracias..., sois muy amables.
—De nada, señora. Pero, ¿dónde están tus compañeros? Seguro
que no has estado cabalgando sola.
Esto era algo inconcebible para ellos, y Cyllan se dio cuenta de
que también habían visto las manchas de sangre en su ropa y que su
caballo llevaba una silla de hombre. Tragó saliva y dijo:
—No..., yo... Eramos seis. Mi... mi hermano y yo, y cuatro cria -
dos. —Y anticipándose a la siguiente pregunta, añadió—:
Uno de nuestros caballos de carga perdió una herradura y nos
vimos obligados a acampar en el bosque para pasar la noche. Pero
fuimos atacados y uno de los hombres de mi hermano fue muerto al
defenderme. —Se mordió el labio, esperando que el dolor y el miedo
que había tratado de infundir a su voz fuesen suficientes para conven-
cerles—. Entonces, mi hermano me hizo subir a su caballo y le atizó,
y éste salió galopando. —Miró al que la interrogaba, muy abiertos los
ojos amb arinos—. No sé lo que habrá sido de ellos...
La creyeron, al menos de momento, y uno dijo resueltamente:
—Le encontraremos, señora, ¡puedes estar segura de ello!
—Si están vivos —comentó otro, en voz baja.
—Cállate, Vesey. —El que había hablado primero le dirigió una
severa mirada—. La dama ha sufrido ya bastante sin tus funestas pre-
dicciones. —Se volvió de nuevo a Cyllan—. Enviaremos exploradores
inmediatamente y, mientras tanto, dos de los nuestros te llevarán a la
villa de Wathryn, que no está lejos de aquí. —Se puso rápidamente en
pie—. Gordach, Lesk, vosotros acompañaréis a la señora. Llevadla a
Sheniya Win Mar, a la taberna del Arbol Alto, y más tarde me reuniré
allí con vosotros. —Tendió una mano a Cyllan y se inclinó cortésmen-
te—. Mañana tendrás noticias nuestras, señora; te lo prometo.
Cyllan asintió con un lento movimiento de cabeza y le dio las
gracias; después dejó que sus compañeros la ayudasen a montar el
caballo, que estaba plantado en el borde del camino, con la cabeza
gacha por la fatiga. Les aseguró que podía cabalgar sin ayuda, pero el
más viejo de los dos hombres insistió en sujetar las riendas y caminar
delante de su montura, mientras el otro cabalgaba a su lado con la

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

espada corta desenvainada y reposando sobre sus muslos. La luz de las


antorchas quedó atrás, y Gordach, su acompañante más joven, aseguró
a Cyllan que no corrían peligro viajando a oscuras; la villa quedaba a
menos de una milla de distancia y, además, la lluvia estaba amainan-
do; en cualquier momento saldrían las dos lunas para guiarles. Era un
joven parlanchín y siguió hablando, mientras los caballos avanzaban
con paso cansino. Cyllan se enteró de que sus salvadores formaban
parte de una milicia de voluntarios constituida por orden del Margrave
de la provincia, en un intento de poner coto a las cada vez más fre-
cuentes tropelías de los bandidos. Todas las poblaciones relativamente
importantes tenían ahora estas milicias, le dijo Gordach, y no menos
de catorce facinerosos habían sido juzgados y ejecutados sólo en su
distrito. Y ahora, con las últimas noticias llegadas del norte, sin duda
tendrían todavía más trabajo.
Cyllan sintió un escalofrío de inquietud y dijo:
—¿Qué últimas noticias...?
Gordach sonrió con orgullo.
—Las trajo el correo una hora antes de que saliésemos a patru-
lla r, señora. La nuestra debe ser una de las pocas poblaciones, aparte
de las capitales de provincia, que tiene conocimiento de ellas. —Hizo
una pausa, para dar mayor énfasis a sus palabras, y murmuró confi-
dencialmente—: Notic ias de la Península de la Estrella.
Cyllan cerró los puños sobre las riendas y hundió las manos en la
crin del animal para que Gordach no viese que estaba temblando.
Tratando de mantener la voz tranquila, dijo:
—No he oído decir nada de eso.
—No; a decir verdad, ninguno de nosotros conoce todavía los de-
talles. El correo llegó agotado, y su mensaje no será hecho público
hasta mañana. Pero creo —y Gordach sonrió de nuevo, claramente
deseoso de impresionarla— que se trata de un peligroso asesino que
ha escapado de la custodia del Círculo junto con su cómplice.
Conque había empezado la caza... Cyllan se pasó la lengua por
los labios, que se habían secado súbitamente, y Gordach siguió
hablando, satisfecho.
—Sabremos los detalles al amanecer, y espero que tendremos
una descripción de los dos forajidos. He oído decir que la noticia fue
traída por un ave mensajera desde la Tierra Alta del Oeste. Si esto es
verdad, es un invento maravilloso, pues el mensaje habría tardado
días, en vez de horas, en llegar a nuestro Margrave. —Cambió de

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

posición sobre la silla, agarrando con fuerza la espada que reposaba en


sus muslos—. Ojalá viniese a la provincia de Chaun el hombre al que
buscan. ¡Nos ganaríamos una buena recompensa si fuésemos nosotros
quienes le prendiésemos!
Cyllan no respondió, y el hombre que caminaba delante de su ca-
ballo volvió la cabeza, mirando por encima del hombro.
—Cállate de una vez, Gordach. La señora no está de humor para
escuchar tu cháchara. Disculpe, señora, pero, si no le avisara, seguiría
charlando hasta que se le cayese la lengua de la boca.
Cyllan asintió con la cabeza, pero todavía no se atrevió a hablar.
Gordach guardó silencio y, cuando ella levantó de nuevo la cabeza,
vio que se estaban acercando a la villa. Las achaparradas siluetas de
las casas se recortaban contra el cielo, y un halo de luz brotaba de la
ventana de una de ellas, a pesar de lo avanzado de la hora. Al aproxi-
marse más, un centinela invisible les dio el alto desde la oscuridad, y
Lesk respondió bruscamente. Deteniendo el caballo de Cyllan, se
adelantó solo, y ella oyó un breve intercambio de palabras con que
éste explicaba su presencia; después volvió y tiró del caballo. Un
hombre envuelto en una gruesa capa se llevó cortésmente un dedo a la
frente cuando pasaron frente a él y entraron con los caballos en la
población.
Aunque no era grande, en comparación con otras del interior,
Wathryn era sin duda una villa próspera y de mucho movimiento.
Acres de bosque habían sido talados al crecer lo que empezó siendo
solamente una colonia forestal, y Wathryn podía jactarse ahora de
tener varias mansiones de mercaderes, un juzgado donde se celebra-
ban juicios y se dirigían los negocios locales, y una plaza de mercado
pavimentada. Pero ahora estaba todo tranquilo, aunque Cyllan pudo
oír el sonido de un saetín no lejos de ellos, donde un riachuelo había
sido domeñado.
—Casi hemos llegado, señora —dijo Gordach, sin dejarse amila -
nar por el ceño de Lesk.
Los cascos de los caballos resonaron con fuerza al llegar a la pla-
za del mercado, y Cyllan pudo ver un edificio largo y bajo que daba a
la plaza, con la fachada adornada por la pintura estilizada de un roble
de gran tamaño. Una sola luz brillaba en una ventana de la planta baja,
y Lesk se detuvo delante de la puerta y llamó con fuerza con el puño.
— ¡Sheniya Win Mar! Soy Lesk Barith. ¡Traigo una invitada que
necesita de tu hospitalidad!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Un minuto más tarde se abrió la puerta y se asomó una mujer ro-


lliza y de edad mediana, que abrió mucho los ojos al ver a Cyllan y a
su escolta.
—Que Aeoris nos ampare, ¿qué significa esto a esta hora? ¿Has
perdido el juicio, Lesk Barith?
Lesk le explicó brevemente lo ocurrido, mientras Cyllan perma -
necía sentada muda en su caballo, tratando de calmar el miedo cre-
ciente que amenazaba con sofocarla. La noticia de su fuga estaba ya
circulando y habían puesto precio a su cabeza; por la mañana, la gente
de la población podría comparar su cara y sus peculiares cabellos con
la descripción de la perseguida asesina. Deseó desesperadamente
emprender la fuga, hacer que su caballo diese media vuelta y alejarse
al galope mientras estuviese a tiempo; pero tanto ella como el animal
estaban agotados; la huida la delataría inmediatamente y no podía
esperar librarse de una persecución. Al menos tenía unas pocas horas
de plazo; era mejor aferrarse a su historia y esperar una oportunidad
para marcharse sin ser advertida..., si es que se presentaba esa opor
tunidad.
Sheniya Win Mar escuchó lo esencial de la historia de Cyllan y
su instinto natural pudo más que su enfado por haber sido molestada.
Reprendió severamente a Lesk por hacer esperar a la dama con su
charla y después salió al encuentro de la joven en cuanto los otros la
hubieron ayudado a desmontar.
—Ven, señora, pronto entrarás en calor y estarás cómoda. ¡Cuán-
to debes de haber sufrido! No quiero pensar en ello; pero ahora estás a
salvo. Ven, entra e iré a buscar para ti el mejor sillón...
Cyllan oyó el ruido de los cascos del caballo que Lesk se llevaba
de allí. Resistió la tentación de mirar ansiosamente atrás por encima
del hombro y, lanzando un profundo y nervioso suspiro, se dejó llevar
por su huésped al interior de la casa.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo segundo

El halcón era apenas más que una mota contra el cielo turbulento,
una forma diminuta que volaba velozmente hacia el este, a favor del
viento. Era muy improbable que cualquier observador casual lo hubie-
se advertido, pero el hombre que estaba sentado al abrigo de una pro-
tuberancia rocosa en la vertiente de las colinas entre Han y la provin
cia Vacía había visto aparecer el ave en el horizonte y observaba ahora
su rápido progreso aguzando los ojos verdes.
Tarod no sabía por qué despertó el halcón su interés y le producía
cierta inquietud; pero había algo deliberado en su vuelo, como si via-
jase para alguna misión por encima y más allá de su instintivo impul-
so. Y el hecho de que viniese del noroeste, que era la dirección de la
Península de la Estrella, podía ser muy significativo.
El ave casi se perdió de vista y Tarod cambió de posición, esti-
rando una pierna para librarla de un calambre incipiente, y apoyando
la espalda en la roca. La mañana era fría, pero él no estaba todavía en
condiciones de reemprender viaje; había caminado durante casi toda la
noche y, además de estar físicamente fatigado, necesitaba tiempo para
reflexionar sobre lo que tenía que hacer.
Había salido de la Península de la Estrella de una manera espec-
tacular que no deseaba experimentar de nuevo. Antes de partir, juró a
Keridil que nada tenía contra el Círculo, pero creía que el Sumo Ini-
ciado no tendría en cuenta su palabra. Keridil quería vengar a los que
habían muerto... y también quería la piedra del Caos. Aquella gema
era el eje alrededor del cual giraba todo ese feo asunto, y Tarod tuvo
que sofocar la escalofriante mezcla de deseo y aversión que siempre le
acometía cuando pensaba en ello. Por mucho que hubiese preferido
negarlo, necesitaba la piedra; era parte vital e integral de él, pues era el
recipiente de su propia alma. Sin ella, solamente podía esperar vivir a
medias.
Pero la piedra era también una maldición, pues le ataba a un yo
interior cuya esencia tenía su origen en el mal, y ése era el dilema que
había obsesionado a Tarod desde que había descubierto la naturaleza

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de la gema. Ya ndros, Señor del Caos, despertó en él recuerdos de un


pasado tan antiguo que casi desafiaba la imaginación, y no podía ne-
gar que aquel pasado tenía un terrible atractivo. Sin embargo, recono-
cer el verdadero poder de la piedra y aceptar todo su potencial sería
volver la espalda a lo que había tenido como sacrosanto. Había sido
un alto Adepto del Círculo, un siervo escogido de los dioses del Or-
den; el Caos era anatema para él. Y sin embargo, debía su existencia a
aquellos poderes malignos...
Era una paradoja que no podía resolver y que se complicó aún
más por el hecho de que también debía la vida a Yandros. De no haber
sido por la intervención del Señor del Caos, a través de Cyllan, habría
sufrido la espantosa muerte ordenada por Keridil, y la piedra habría
caído en manos del Círculo. Esto habría contrariado el plan de Ya n-
dros; Tarod comprendía perfectamente que el malvado Señor seguía
queriendo emplearle como vehículo para sus planes de desafiar el
régimen de Aeoris y los dioses del Orden, y Yandros creía que, en la
prueba final, las antiguas afinidades romperían cualquier barrera que
Tarod tratase de levantar contra ellos.
Se estremeció interiormente ante la idea, pues sabía que, si tenía
de nuevo la piedra en su poder, sería muy fácil sucumbir a su funesta
influencia. Y aunque quería sobrevivir, la idea de que esa superviven-
cia lo convirtiera en un peón en el juego mortal de Yandros hacía que
se le helase la sangre en las venas.
Sin embargo, no se atrevía a dejar la cuestión sin resolver y, des-
pués de su huida de la Península de la Estrella, se había dado cuenta
de que sólo un camino se abría ante él. Cuando le fue revelada la natu-
raleza de la piedra, y ya le parecía que hacía de ello mucho tiempo, se
juró a sí mismo llevar la joya a la Isla Blanca, en el lejano Sur, y darla
a guardar al único ser lo bastante poderoso para combatir la fuerza de
Yandros: el propio Aeoris. El conflicto con el Círculo y todo lo que
vino después le había hecho dudar de la prudencia de aquella decisión;
pero ahora no veía ningún camino alternativo. Había servido fielmente
a Aeoris, aunque Keridil dijese lo contrario, y solamente el propio
Señor Blanco podía resolver definitivamente su terrible dilema y li-
brarle de la agobiante carga de la piedra.
Pero llegar a la Isla Blanca sería tarea inútil a menos que pudiese
encontrar a Cyllan...
Tarod entrecerró los ojos al sentir un súbito y agudo dolor. Había
tratado de no pensar en Cyllan, consciente de que, a pesar de lo que le

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

decía su instinto, no tenía pruebas de que ella siguiese con vida.


Cuando el caballo del Margrave se había lanzado en pleno torbellino
del Warp, con ella sobre el lomo, había desfogado su desesperación en
un estallido de furor. Pero ahora que su mente había tenido tiempo de
serenarse y de reflexionar, se daba cuenta de que si Yandros manipuló
una vez los acontecimientos en su propio favor, podía hacerlo de nue-
vo, y el bien de Cyllan interesaba mucho al Señor del Caos. La intui-
ción le decía que Cyllan vivía, y creía que, si ella podía conservar su
libertad, viajaría hacia el sur, hacia Shu-Nhadek, sabiendo que tam-
bién él lo consideraría su meta.
Pero encontraría peligros en el camino, sobre todo por parte del
propio Círculo. Seguramente habrían puesto precio a la cabeza de
Cyllan, como a la suya propia, y Keridil no ahorraría esfuerzos para
encontrarles a los dos. Cyllan tenía la piedra del Caos, pero era de
poco valor para ella, mientras que él, sin la piedra, corría un grave
peligro. Había empleado todo el poder que le quedaba para escapar de
la Península de la Estrella, y el esfuerzo fue casi excesivo para él;
había tenido que confiar en su antigua afinidad con los orígenes caóti-
cos del Warp y dejar que éste le llevase donde quisiera y, aunque
sobrevivió, la experiencia le había agotado completamente. El Círcu lo
podía esperar que emplease sus dotes de hechicero para descubrir el
paradero de Cyllan y correr inmediatamente a su lado; Tarod sabía
que, sin la piedra alma, sus poderes no eran suficientes para semejante
hazaña. Sus condiciones eran poco mejores que las de un Iniciado de
alto rango, y necesitaría de todos sus recursos físicos para poder com-
pensar la pérdida de sus facultades de hechicería si tenía que encontrar
a Cyllan antes que lo hiciera el Círculo.
Sonrió irónicamente en su fuero interno, consciente de que había
hecho muy poco para atender a sus propias necesidades físicas. No
había descansado desde su espectacular huida del Castillo; no tenía
comida ni agua, ni dinero para comprarlas. Aunque hubiese caza en
esas áridas colinas y fuese él un arquero bastante hábil, no podía hacer
brotar un arco del aire. Sus únicos bienes eran la ropa que vestía, una
insignia de oro de Iniciado y las pocas fuerzas que podían quedarle.
Cambió de nuevo de posición y miró al cielo. Detrás de una capa
de inquietas nubes, el sol marchaba hacia el bajo meridiano de una
primavera norteña. El viento del norte empezaba a soplar con más
fuerza, y en el horizonte, donde los montes eran más altos y desiertos
a medida que se acercaban a la triste región minera de la provincia

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Vacía, las nubes adquirían un feo color purpúreo que presagiaba llu-
via. Calculó que los primeros chaparrones tardarían varias horas y,
mientras tanto, el cambio del viento significaba que su oquedad en la
roca era el mejor refugio para él. Había hecho bien en descansar antes
de continuar su viaje; estaba cerca del agotamiento, y el sueño era
ahora más importante que la comida. Además, esos montes desnudos,
con sus viejos y desiertos caminos, eran un lugar de descanso más
seguro que cualquiera que pudiese encontrar en las más pobladas
tierras de labranza.
La roca era un lecho duro e incómodo, pero Tarod se instaló lo
mejor que pudo, arrebujándose más en la gruesa capa. El viento, que
soplaba a ráfagas, gimió en su mente como la voz lejana de un sueño
medio olvidado, y a los pocos minutos Tarod se quedó dormido.
El instinto le despertó segundos antes de que los ruidos de cascos
de caballo y de una fuerte respiración se mezclasen con el gemido del
viento. Abrió los ojos verdes y contempló una silueta monstruosa que
cubría la mitad del turbulento cielo. Un fuerte olor animal penetró en
sus fosas nasales, y Tarod se quedó rígido de la impresión, sin saber si
aquella aparición era real o surgida del abismo de una pesadilla.
Se oyó una carcajada ronca y el monstruo se movió, descomp o-
niéndose en las formas de dos hombres montados a caballo e indiscu-
tiblemente reales.
—El durmiente se despierta. —El acento era gutural, y Tarod
presumió que tenía su origen en el lejano norte de la provincia Vacía.
No le gustó el tono de voz—. Sé bienvenido en tu regreso al mundo,
amigo. ¿No es para ti un honor tener a tan buenos compañeros para
recibirte?
Alguien rió entre dientes detrás de Tarod; éste volvió rápidamen-
te la cabeza y vio a otros tres jinetes a su espalda. El que había reído
era un joven picado de viruelas y de expresión bobalicona, que tendría
dieciséis o diecisiete años; los otros eran mayores pero no más agra-
dables, y Tarod se dio cuenta de que eran, pues no podían ser otra
cosa, un grupo de bandidos.
Suspiró, se apoyó de nuevo de espaldas en la roca y cerró una vez
más los ojos. No llevaba encima nada que valiese la pena; por lo tanto,
no era probable que esos rufianes de aspecto siniestro le causasen
muchas molestias; pero le irritaba su inoportuna llegada.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El jefe, un individuo delgado como una serpiente y que lucía una


extraña mezcla de chucherías robadas sobre una sucia pelliza, bufó
con fuerza.
—Parece que nuestro amigo no aprecia nuestra amabilidad al de-
tenernos para pasar un rato con él. —Hizo avanzar su caballo y tocó a
Tarod con la punta de una bota. Tarod abrió los ojos—. ¡En pie, ami-
go!
Tarod le miró fijamente.
—¿Me lo dices a mí?
El joven rió de nuevo y el jefe hizo una burlona reverencia.
—Te pido perdón, señor, si te he ofendido. Pero no veo a nadie
más a quien dirigirme.
Los otros rieron ruidosamente y su jefe sonrió, correspondiendo a
su aprobación. Su caballo se acercó todavía más y los otros siguieron
su ejemplo, de manera que Tarod se vio estrechamente rodeado.
—Tal vez nuestro amigo tiene una legión de demonios ocultos en
el bolsillo, Ravakin —sugirió uno de ellos—. Quizá se ha imaginado
que les hablabas a ellos.
Ravakin sonrió de nuevo, afectadamente, mostrando los dientes
cariados.
—Es más probable que lleve un caballo y unas alforjas ocultas en
la manga. Tal vez querrá mostrárnoslos, como prueba de camaradería
y de buena voluntad. —Por segunda vez, la punta de una bota golpeó
las costillas de Tarod—. Vamos, amigo, ¿dónde están tus cosas?
—Las estás viendo con tus propios ojos, am:go —dijo tran qui-
lamente Tarod.
—El viajero tiene sentido del humor —se burló Ravakin.
Un hombre robusto que estaba a su lado rió por lo bajo.
—¿Crees que sería tan divertido si encendiésemos una fogata de-
bajo de él?
—Desde luego, sería mucho más hablador. Nadie que esté en su
juicio se aventura en estos montes si quiere conservar la vida; ha de
tener un tesoro en alguna parte. Y nos dirá dónde está. —Se lamió los
labios—. Cuando nosotros le hayamos divertido durante un rato, nos
suplicará que le dejemos decirlo.
Evidentemente, pretendía con sus palabras debilitar la confianza
de Tarod, y le contrarió que aquel hombre de cabellos negros se limi-
tase a sonreír débilmente. Frunció el entrecejo e hizo un ademán al
más corpulento de sus compañeros.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Regístrale. Ve lo que lleva encima.


—No te molestes. —Tarod se levantó con una agilidad y una ra-
pidez que le sorprendió. Se echó la capa atrás y dijo, con voz engaño-
samente amable—. No tengo dinero, ni bienes, ni nada que pueda
interesaros, caballeros. Si queréis buscar un caballo, podéis hacerlo
con mi beneplácito. No lo encontraréis, porque no tengo ninguno.
Ahora empezó a hablar el joven, en una voz sólo cascada a me -
dias.
—Tal vez dice la verdad, Ravakin. No hemos visto nada, y no se
podría esconder un gusano en este erial...
—¡Cierra ese pico! —le replicó severamente Ravakin—. No pue-
de haber venido de ninguna parte, sin un caballo y provisiones. Amit,
Yil, daremos a nuestro amigo una pequeña lección de camaradería
para aflojarle la lengua.
Mientras hablaba, hizo avanzar su caballo de manera que el flan-
co rozó a Tarod y le hizo perder el equilibrio. En el mismo momento,
dos de los otros adelantaron sus monturas, empujándole hacia Ravakin
y levantando una nube de polvo sofocante con los cascos.
— ¡Ray! —La súbita exclamación hizo que el jefe de la banda se
detuviese en seco—. ¿Qué lleva debajo de la capa?
Los ojos maliciosos y curiosos de Ravakin se fijaron en Tarod,
pero Amit, que era el que había hablado, reconoció el símbolo distin-
tivo antes que su jefe.
—¡Maldita sea, Ray, es un Iniciado!
—¿Un Iniciado? —El jefe le dirigió una mirada fulminante—.
¡Por mí, podría ser el Margrave de los Siete Infiernos!
—Se inclinó hacia delante sobre la silla, echando sobre la cara de
Tarod un aliento caliente, que apestaba a comida rancia—. Le dare-
mos este título. Nuestro eminente amigo, el Margrave de los Siete
Infiernos. Vamos, Margrave. Vas a bailar para nosotros hasta que nos
hartemos de ti, y entonces te quitaremos esa bonita chuchería si no
tienes nada mejor que ofrecernos.
Tarod no dijo nada, no se movió, y Ravakin, lentamente y regoci-
jándose en ello, sacó un largo cuchillo del cinto. Acarició el mango
con el dedo pulgar.
—¿Me has oído, Margrave de los Siete Infiernos? Vamos a en-
viarte a tus propios dominios... —Alargó la mano y, con una seguri-
dad fruto de la práctica, tocó con la punta del cuchillo el cuello de
Tarod, mientras dos de sus hombres empezaban a silbar sin la menor

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

armonía—. Diviértenos, Margrave. ¡Veamos cómo bailas a nuestro


son!
Tarod había permanecido impasible durante las chanzas de los
bandidos, pero, de pronto, la cólera hirvió en él, y otro sentimiento
familiar resurgió con ella. No hizo ningún movimiento para desafiar a
sus atacantes, sabiendo que estaba en desventaja e inseguro de la fuer-
za que podría ejercer contra ellos, si es que le quedaba alguna. Pero la
cólera despertó otras emociones y comprendió que, por muy débil que
estuviese, todavía podía enfrentarse con ventaja a semejante pandilla
de arrogantes imbéciles.
—Ravakin —dijo pausadamente, pero con un cambio brusco en
el tono de la voz que hizo que el jefe de la banda frunciese el entrece-
jo.
La hoja del cuchillo osciló, y Tarod, con desdeñoso ademán, la
apartó a un lado. El rostro de Ravakin enrojeció de ira, y el hombre le
habría asestado una cuchillada si el caballo no hubiese retrocedido,
percibiendo algo que todavía estaba más allá de la comprensión de su
amo. Los ojos verdes buscaron los grises desvaídos de Ravakin, y
Tarod aguantó con firmeza la mirada del jefe bandolero.
—Te daré una oportunidad —dijo suavemente Tarod—. Ocúpate
de tus asuntos, asalta a algún otro viajero y déjame en paz. Es mi últ i-
mo aviso, Ravakin.
Ravakin siguió mirándole unos momentos; des pués, echó la ca-
beza atrás y lanzó una carcajada.
— ¡Me amenaza! ¡Me amenaza nada menos que el Margrave de
los Siete Infiernos! —Sus secuaces, tranquilizados, rieron con él—.
Sin un cuchillo, sin una espada, sin tener siquiera un palo, ¡se imagina
que puede asustarme! —La risa se convirtió en hipo y Ravakin se
enjugó la nariz y los ojos lacrimosos con la manga. Entonces su am-
plia sonrisa se transformó bruscamente en una fea mueca, y dijo des-
pectivamente—: Matadle.
En su afán de imitar los cambios de humor de su jefe, los hom-
bres se reían todavía, y se mostraron lentos en reaccionar a la orden.
Antes de que pudiesen hacer un movimiento, Tarod alzó la mano
izquierda, la cerró sobre el morro del caballo de Ravakin, y pronunció
una sola palabra incomprensible.
El animal relinchó y se encabritó y Tarod tuvo el tiempo justo de
agacharse a un lado para evitar que le alcanzasen los cascos. El jefe de
los bandidos lanzó una exclamación de asombro que inmediatamente

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

se convirtió en grito de terror cuando el asustado animal empezó a


corcovear. Perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado en la silla y
cayó sobre el polvo con un fuerte golpe. El caballo saltó y el grito de
Ravakin se convirtió en rugido de furia insensata mientras trataba de
ponerse en pie e intentaba agarrar a tientas su cuchillo perdido. Se
estaba incorporando, cuando unos dedos terriblemente vigorosos le
agarraron del cuello y le torcieron la cabeza en un ángulo horrible,
hasta que, retorcido y presa de dolor, quedó enfrentado a los ojos
verdes y fríos, como el hielo, de Tarod.
Los hombres que le sobrevivieron, no pudieron nunca imaginar
los horrores que vio Ravakin en aquel momento; las ilusiones conju-
radas por Tarod sólo él podía verlas, y eran fruto de un antiguo y ma-
lévolo poder que se regocijaba en el tormento. Lo único que vieron
fue el aura oscura y maligna que envolvía al hombre que, hasta hacía
unos momentos, había sido una presa fácil y divertida. Sus caballos
relincharon y se encabritaron, y dominando aquel ruido, vibró el grito
de Ravakin, como una súplica y una protesta incoherente, mientras su
mente rebasaba los linderos de la locura. Sus ojos se desorbitaron y su
rostro se tiñó de púrpura; sus manos arañaron desesperadamente los
indescriptibles fantasmas que caían sobre él y en medio de los cuales
parecía arder la cara cruelmente sonriente del extranjero de cabellos
negros. Se retorció y se encogió, con un gruñido ahogado y con la
lengua fuera de la boca, como una serpiente hinchada, y entonces, los
pasmados hombres oyeron un solo y estremecedor chasquido: Tarod,
con una sola mano, había roto el cuello de Ravakin.
La pandilla de bandidos no esperó a presenciar el terrible final de
su jefe. Cuando Tarod se volvió hacia ellos, enfurecido y previendo un
ataque por la espalda, estaban ya dando la vuelta a sus monturas y
golpeando frenéticamente sus flancos con los tacones de las botas,
espoleándoles para alejarse de allí, dondequiera que fuesen. Sus voces,
agudizadas por el pánico, incitaban a los animales a continuar su ca-
rrera, y Tarod se quedó mirándoles, mientras su furia ciega se extin-
guía poco a poco.
Las voces de los bandidos y el estruendo de los cascos de sus
monturas se perdieron con el zumbido del viento. Tarod se tambaleó
hacia atrás y se apoyó en la roca, súbitamente débil y agotado. A me-
nos de dos pasos yacía Ravakin, con la lengua fuera y los redondos
ojos mirando estúpidamente un guijarro a un pie de su nariz. Tarod se
sintió asqueado y tuvo náuseas al contemplar el cadáver. Lo que hizo

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

fue puramente maléfico. Habría sido mucho más sencillo matar al jefe
de los bandoleros sin emplear una crueldad tan salvaje, y sin embargo,
había sido incapaz de resistir la tentación. El poder había surgido en él
y lo había empleado... Miró su mano izquierda y la estropeada base
del anillo que llevaba todavía en el dedo índice. Incluso sin la piedra
del Caos había maldad en él. Recuperada la piedra, ¿no le sería mucho
más difícil luchar contra tan nociva influencia?
Pisando los talones a esa idea, le acometió la aguda impresión de
que se estaba compadeciendo a sí mismo. Más importante que su
bienestar era el de Cyllan, que llevaba la piedra del Caos y carecía del
poder de Tarod para protegerse. Si tenía que encontrarla, su pragma-
tismo le advertía que no debía perder tiempo y sí emplear todos los
recursos que tenía a mano, fuesen cuales fueren las protestas de su con
ciencia.
Se irguió, se plantó junto al cadáver y lo empujó con un pie para
que rodase sobre la espalda. Haciendo caso omiso de aquella mirada
ciega y acusadora, registró el cuerpo de Ravakin. Además de la espada
corta, el jefe de bandoleros llevaba un cuchillo afilado y bien equili-
brado en una vaina bordada, sin duda propiedad de alguna víctima
anterior, y una bolsa debajo de la pelliza, con monedas por un total de
unos cincuenta gravines y un puñado de pequeñas pero valiosas ge-
mas. Lo suficiente, al menos, para permitir a Tarod revestir una ima-
gen que no despertase sospechas en las poblaciones provincianas.
Levantó la mirada y vio el caballo del muerto, quieto a poca dis-
tancia, con la cabeza gacha y observándole. Evidentemente, le habían
enseñado a no moverse cuando nadie lo montaba y, una vez mitigado
su miedo, obedeció aquellas enseñanzas. Tarod levantó una mano y
chascó los dedos, emitiendo al mismo tiempo un grave sonido gutural.
El caballo levantó las orejas y se acercó, vacilando al principio y des-
pués con más confianza, obedeciendo la orden mental con que Tarod
acompañó el movimiento. Era un buen animal, un bayo corpulento y
poderoso; ningún bandido que estuviese en su sano juicio emplearía
una montura que no fuese vigorosa y segura, y Ravakin había sido un
experto a su propia e infame manera. El caballo permaneció pasivo
mientras Tarod examinaba las alforjas. En ellas encontró más mone-
das, un collar femenino de bronce y esmalte, un braza lete haciendo
juego y una buena cantidad de carne seca y trozos de fruta fermentada;
las raciones adecuadas para un hombre que viajaba ligero pero neces i-
taba una buena manutención. Había también una bota de vino, vacía

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

en tres cuartas partes, pero que podía utilizarse para llevar agua. Tarod
bebió el resto de su contenido y comió uno de los pedazos de fruta
seca mientras comprobaba las guarniciones del animal; guardó el
cuchillo envainado en el cinto y, por último, saltó sobre la silla del
bayo. Cuando el animal levantó la cabeza y bufó, ansioso por alejarse
de aquella roca que olía a muerte, Tarod sacó el collar y el brazalete
de la alforja y los dejó caer sobre el cuerpo de Ravakin, produciendo
un débil y frío tintineo. Los secuaces del bandido no se atreverían a
volver allí; con un poco de suerte, el cadáver sería encontrado por
algún minero de la provincia Vacía y, posiblemente, las joyas serían
devueltas a su legítima dueña, si seguía con vida.
Miró por encima del hombro. Las nubes de lluvia estaban ahora a
poco más de una milla, pero creyó que el bayo podía dejarlas atrás.
Volviendo la cabeza del animal hacia el sur, lo lanzó a medio galope a
lo largo del accidentado camino.

Cyllan se despertó y vio el fantasmal resplandor que precede a la


aurora dando un pálido relieve al ventanuco de su habitación en la
posada del Arbol Alto. Se volvió en la blanda cama, arrebujándose
más en las gruesas mantas y, hasta despertar del todo, se quedó miran-
do la ventana. Alarmada, se incorporó de un salto.
No había pretendido dormir tanto tiempo. Aunque todavía era de
noche, el débil resplandor en el este le decía que la mañana no estaba
lejos, y ella había proyectado alejarse de Wathryn antes de que nadie
se levantase.
Saltó de la cama, estremeciéndose al percibir las protestas de su
cuerpo. La caída que había sufrido la había magullado fuertemente y
ahora empezaba a dejarse sentir todo el efecto de aquellas contusiones.
Para empeorar las cosas, durante su estancia en el Castillo de la Penín-
sula de la Estrella había perdido la costumbre de estar largas horas
sobre la silla. La carrera, en especial la huida de los bandidos, había
castigado todavía más sus músculos. Pero no importaba; tenía que
marcharse de allí; después de lo que el joven Gordach le revelase
inconscientemente la noche pasada, no se atrevía a permanecer en la
población ni un solo instante después de que amaneciese.
El aire era muy frío, y Cyllan se envolvió en una de las mantas
antes de acercarse a la ventana y agacharse para mirar al exterior. La
noche anterior se encontraba demasiado fatigada para captar nada que
no fuese lo que tenía más cerca; lo único que recordaba era una plaza

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de mercado y la cara rolliza y asombrada de Sheniya Win Mar cuando


su escolta la había llevado a la puerta de la posada. La posadera la
había empujado a una larga habitación de techo bajo, donde el latón y
el estaño brillaban a la luz del fuego, y le había traído toallas calientes
y una bata seca que le estaba grande. Ella se había sentado al amor de
la lumbre medio aturdida, mientras le servían un cuenco de estofado
caliente y una copa de vino. Sheniya atajó enérgicamente los intentos
de Lesk Barith de interrogar a su invitada y, cuando se hubo marcha-
do, desilusionado el hombre, la posadera perdió su inicial temor de dar
albergue a semejante dama (Cyllan sonrió irónicamente al recordarlo)
y pronunció un torrente de comentarios, recuerdos y opiniones que
había permitido a Cyllan comer sin decir nada. Resultaba que Sheniya
era viuda y que sus dos hijos hacía tiempo que habían abandonado el
nido, por lo que le quedaba una reserva importante de instinto mater-
nal que ahora prodigó de lleno a su invitada. Al fin, después de haber
estado dos veces a punto de caer en el fuego a causa de la fatiga, Cy-
llan fue ayudada a subir una estrecha y empinada escalera y a meterse
en la cama en la mejor habitación de la posada, y Sheniya se despidió
con un último y encarecido ruego de que la llamase inmediatamente,
si la dama necesitaba algo.
Cyllan miró la desierta plaza del mercado y pensó que lo que ne-
cesitaba era su caballo, ensillado y con provisiones, y una buena ven-
taja sobre los que sin duda la perseguirían cuando las noticias de la
Península de la Estrella llegaran hasta la posada del Arbol Alto. Hasta
aquel momento, había dicho Gordach, solamente unos pocos dignata-
rios locales conocían la naturaleza del mensaje traído por un halcón
desde la fortaleza del Círculo, pero cuando todo su contenido fuese de
conocimiento público, Cyllan se hallaría en gran peligro. Keridil tenía
que haber dado la descripción de la muchacha que escapó del Castillo
después de matar al hijo del Margrave de Shu, y sus cabellos y sus
ojos, tan característicos, serían suficientes para delatarla al instante.
No podía esperar que se sostuviese la historia urdida a toda prisa que
había contado a sus salvadores; en la confusión que siguió a la caza le
había dado buen resultado, pero no resistiría una investigación más a
fondo. Si tenía que conservar su libertad y su vida, tenía que huir.
Estaba a punto de alejarse de la ventana cuando una sombra que
se movió, súbitamente, al otro lado de la plaza retuvo su atención. El
fuerte resplandor de una linterna brilló entre dos casas y apareció un
hombre, bostezando y envuelto en una gruesa capa, que cruzó las

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

mojadas losas en dirección a una tabla monolítica de piedra que se


alzaba solitaria en el centro de la plaza.
Cyllan había visto Piedras de la Ley en todas las pequeñas pobla-
ciones por las que había pasado durante sus duros años como conduc-
tora de ganado. Se erigían en las plazas del mercado, en los muelles,
en realidad en todos los lugares donde solía congregarse la gente, y en
sus melladas superficies se fijaban los documentos de vital importan-
cia para los vecinos. La noticia de la muerte de cualquiera de los tres
líderes del país o del Margrave de la provincia tenía que ser fijada en
la Piedra de la Ley, así como todos los nuevos edictos promulgados
por la Corte del Alto Margrave en la Isla del Verano; de hecho, cual-
quier información que tuviesen que saber todos los hombres, mujeres
y niños del distrito o de todo el mundo.
Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado de pron-
to al observar que el hombre se detenía delante de la Piedra de la Ley
y sacaba de debajo de los pliegues de su capa un rollo de pergamino y
un martillo corto y de cabeza roma. Momentos después, el sordo mar-
tilleo que produjo el hombre al clavar el pergamino en la Piedra de la
Ley rompió el silencio de la noche. La coincidencia era demasiado
elocuente. Aquel aviso sólo podía referirse a ella y a Tarod. Y cuando
despuntase la aurora, redoblaría un tambor en la plaza del mercado
para que acudiesen todos hacia la Piedra, donde serían leídos con voz
fuerte los detalles del bando, para que ningún vecino se perdiese la
importante noticia.
No por primera vez maldijo Cyllan su falta de instrucción. No
sabía leer, y si quería saber lo que decía el bando, tendría que esperar
a que amaneciese y se le diera lectura oficial. Pero no se atrevía a
esperar. Si, como creía, el pergamino era un edicto de la Península de
la Estrella, la milicia de la provincia habría sido puesta sobre aviso
mucho antes de fijar el anuncio y, a estas horas, debía de haber emp e-
zado la caza. Lo más probable era que los hombres que la habían sal-
vado de los bandidos hubiesen dado ya su descripción y se hubiesen
dado cuenta de la identidad de la persona a quien habían salvado. La
milicia podía llegar en su busca en cualquier momento; tenía que
marcharse, y hacerlo en seguida.
El vigilante, todavía bostezando, había terminado su tarea y se
alejaba, con su linterna oscilando como un fuego fatuo. Los ojos de
Cyllan se adaptaron mejor a la oscuridad, y miró a su alrededor. Para
su inmenso alivio, vio que la ropa que llevaba cuando había llegado a

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

la posada estaba delicadamente plegada sobre una silla, limpia y seca.


Sheni ya Win Mar se había excedido en el cumplimiento de su pala-
bra; prometió que las prendas estarían secas por la mañana, pero, por
lo visto, la aparente categoría de su invitada la había inducido a termi-
nar su tarea antes de irse a dormir. Mientras tiraba la manta y empeza-
ba a vestirse, temblando, Cyllan pensó irónicamente que las últimas
horas le habían dado una visión inesperada de lo que debía ser la vida
de una dama de calidad. Gente pendiente de cada una de sus palabras,
ansiosa de obedecer sus órdenes y de cuidarle... Era una lástima, pen-
só, que no pudiese disfrutar plenamente de ese trato. Ahora, con todas
las fuerzas del Círculo probablemente en pie para encontrarla, era del
todo inverosímil que volviese a presentársele una oportunidad seme-
jante.
Cautelosamente, metió una mano debajo de la almohada y sacó la
piedra del Caos, tratando de no dejarse atraer por su ojo solitario y
chispeante. La guardó en su corpiño (era una lástima que la falda larga
y el justillo fuesen tan poco prácticos para una huida veloz y sigilosa,
pero nada podía hacer al respecto), después se pasó rápidamente los
dedos por los pálidos cabellos y se acercó de puntillas a la puerta.
La hostería estaba en silencio. Ninguna luz delatora se filtraba
por debajo de ninguna puerta, y la empinada escalera estaba envuelta
en la oscuridad. Rezando para no pisar en falso, se deslizó escalera
abajo y se detuvo un instante, aterrorizada, cuando una vigueta crujió
en alguna parte del viejo edificio. Después de lo que le pareció una
eternidad, llegó a la planta baja y a la pesada puerta que se interponía
entre ella y la libertad. La puerta tenía un enorme cerrojo y no podía
esperar correrlo sin ruido. Al no haber sido untado desde hacía tie m-
po, protestó con un chirrido, y Cyllan apretó los dientes, angustiada,
mientras escuchaba por si había movimiento en el piso alto. Pero no
oyó nada; por lo visto, Sheniya Win Mar seguía durmiendo. Por fin,
sabiendo que no podía esperar más, Cyllan abrió la puerta y salió a la
plaza en la mañana temprana.
El frío la azotó al instante; el frío sin viento y cortante de princi-
pios de la primavera. En el Castillo de la Península de la Estrella no
había necesitado llevar zapatos, y las botas de hombre que solía usar
se habían perdido hacía tiempo en el mar. Al sentir el frío de las losas
de la plaza del mercado que penetraba a través de las finas suelas,
habría dado cualquier cosa por recobrar su antiguo calzado, y también
la capa que había perdido la noche anterior en su desesperada huida de

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

los bandoleros. Pero no importaba; podía prescindir de ello; tenía


cosas más urgentes en que pensar.
Con los dientes castañeteando, se deslizó a lo largo de la pared
frontera de la posada, observando cautelosamente la plaza desierta,
hasta que llegó a un callejón lateral. A través de un arco pudo distin-
guir el perfil de unos edificios bajos detrás de la posada, que, lógica-
mente, tenían que ser los establos. Estaba en la mitad del camino de su
meta...
Afortunadamente, parecía que Sheniya Win Mar no tenía mozo
de cuadra, ni los furiosos gansos que empleaban muchos granjeros
como populares y eficaces guardianes, y sólo un silencio ininterru m-
pido saludó a Cyllan cuando abrió la puerta del establo y se deslizó en
su interior. Oscuras sombras se movieron inquietas, y vio el blanco de
un ojo saltón; instintivamente, emitió un sonido grave y gutural, que
su tío le había enseñado a emplear para calmar a los animales nervio-
sos. Los caballos se tranquilizaron, y oyó un suave y satisfecho reso-
plido.
Solamente había tres animales en el establo: una yegua negra de
lomo arqueado, un poney peludo y el gran caballo de color gris de
hierro. Las guarniciones estaban colgadas de ganchos a bastante altura
en la pared; reconoció las suyas por las manchas de barro y de sudor
en el cuero y empezó a ensillar su montura. Una rápida inspección le
dijo que el animal había sido bien alimentado y abrevado. Dando un
último tirón a la cincha para comprobar que estaba segura, separó el
caballo de su pesebre y lo encaró hacia la puerta. Al salir, los cascos
del animal resonaron fuertemente sobre los guijarros, arrancando de
ellos vivas chispas azules, y Cyllan, alarmada, lo detuvo y contempló
la oscura mole de la posada. Por un instante, pensó que la suerte se-
guía protegiéndola, pero entonces brilló una lámpara detrás de una
ventana del piso alto y, segundos más tarde, se corrió la cortina y una
cara pálida, de rasgos imprecisos, miró en su dirección.
Cyllan sintió que la bilis subía a su garganta al contemplar, es-
pantada, aquella cara. Oyó (o creyó oír, nunca lo sabría de cierto) una
voz que llamaba, y ésta la sacó de su pasmo inicial e hizo que se deja-
se llevar por el instinto. Alargó una mano, se agarró a la silla, levantó
un pie, encontró el estribo y, con frenético impulso, subió a lomos del
caballo. Este se encabritó de lado; ella agarró las riendas, todavía
luchando por enderezarse, y clavó con fuerza los tacones en los flan-
cos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El ruido del corpulento caballo saliendo a toda velocidad del ca-


llejón fue suficiente para despertar a la mitad de los moradores de
Wathryn, pero era demasiado tarde para tratar de detenerlo. Cyllan
había sido vista y lo único que podía hacer era salir al galope para
salvar la vida. Se agachó sobre el cuello de su montura, gritándole
estridentemente y golpeándole con las riendas enlazadas. Cruzaron la
plaza del mercado, no dando por un pelo contra la Piedra de la Ley, y
volaron hacia la carretera. Delante de ellos, un desgarrón de las nubes
permitió ver un resplandor verde-purpúreo en la dirección por la que
saldría el sol; Cyllan dirigió su montura hacia la derecha, apartándose
de la carretera y desviándose hacia el sur. Esperaba oír en cualquier
momento el ruido de sus perseguidores, pero no fue así; llegó a los
bosques de más allá de la ciudad y tampoco resonaron pisadas de
caballo a sus espaldas. Al fin permitió Cyllan descansar a su caballo y
se volvió sobre la silla para mirar atrás.
Wathryn seguía durmiendo. Si Sheniya Win Mar reconoció a su
antigua huésped o se había creído víctima del robo de un caballo, aún
no había dado la voz de alarma, y esto era suficiente para dar a Cyllan
la ventaja que necesitaba. Delante de ella se extendían las grandes
llanuras labrantías del sur y, después, la provincia de Shu, donde, si
todavía vivía, la buscaría Tarod.
Si todavía vivía... Cyllan palpó el sitio donde guardaba la piedra
del Caos y murmuró una oración que no iba dirigida a Aeoris. Des-
pués se acomodó mejor sobre la silla y puso su caballo al abrigo de los
árboles.

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Capítulo tercero.

—¿Keridil?
La alta y noble joven había entrado en la estancia tan silenciosa-
mente que él no advirtió su presencia hasta que salió de la sombra y se
acercó a la ventana junto a la cual estaba de pie el Sumo Iniciado. Este
se volvió, sorprendido, y después sonrió cuando ella se acercó para
besarle.
—Pareces cansado, amor mío. —Su voz era cálida y solícita—.
Deberías tomarte un rato para descansar; el mundo no dejará de girar
mientras tú duermes.
El sonrió de nuevo y le rodeó los hombros con un brazo, estre-
chándola contra su cuerpo.
—Más tarde dormiré un poco. —Señaló con la cabeza a la venta-
na, donde despuntaba el día—. Todavía estamos esperando que regre-
sen las primeras aves mensajeras. Tardan más de lo que yo quisiera;
esperaba que, a estas horas, la noticia se habría difundido por todas las
provincias.
Sashka suspiró débilmente.
—¿Y no hay noticias del paradero de Tarod?
—No. Desde luego, hemos tratado de localizarle por medios má -
gicos, y las videntes de la Hermandad están empleando todos sus
recursos. Pero conozco a Tarod; si no quiere que le encuentren, se
necesitaría, para descubrirle, mucho más de lo que son capaces nues-
tros Adeptos.
—Le encontraréis —dijo ella, con tal veneno en la voz que Keri-
dil se quedó momentáneamente sorprendido al ver que su odio iguala-
ba al suyo—. Le encontraréis, Keridil. Y entonces...
Las uñas de una mano se clavaron en la palma de la otra al cerrar
ella los dedos. Cuando Tarod fuese capturado de nuevo gozaría con su
muerte lenta. Dos veces había burlado él al Círculo; estaba resuelta a
no verse privada esta vez del placer de su destrucción final. Y quizá se
permitiría verle por última vez, para recordarle que la había conocido

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

tocado y amado... Un ligero y agradable escalofrío recorrió su espina


dorsal, y Keridil, al advertirlo, le preguntó, solícito:
—¿Tienes frío, amor mío?
—No...
Apoyó una mano en su cadera y se apretó más a él, excitada por
sus propios pensamientos y por recuerdos de días anteriores a aquel en
que Keridil había sustituido a Tarod en su corazón. Entonces, sin
quererlo ella, la imagen de otra joven apareció en su mente: pequeña,
vulgar, angulosa, desaliñada, con unos cabellos que parecían de pla-
ta..., y un frío arranque de cólera destruyó el naciente deseo. Se apartó
bruscamente hacia la ventana, cerrando de nuevo los puños, y dijo,
tratando de disimular lo que sentía:
—¿Y qué hay de aquella campesina?
— ¿Cyllan Anassan? —Keridil la observó, consciente del torbe-
llino en la mente de ella y procurando reprimir una punzada de sospe-
cha en cuanto a su causa—. La estarán buscando; no me cabe duda de
ello..., y tiene la piedra del Caos. Es imperativo que la encontremos
antes que él.
Sashka encogió los hombros como un ave de presa.
—No quise decir eso. Sé que la prenderéis, Keridil; lo sé. Pero,
cuando la traigan al Castillo, ¿qué pasará?
El no respondió inmediatamente, y ella volvió la cabeza para mi-
rarle. Keridil le devolvió la mirada todavía no despejadas del todo sus
dudas, y al fin dijo:
—Ha sido puesto precio a su cabeza, no solamente por ser cóm-
plice del Caos, sino también por el asesinato de Drachea Rannak. En
conciencia, no podía decretar otra cosa. Pero si he de ser sincero, no
me gusta la idea de ejecutar a una mujer.
Sashka frunció los párpados.
— ¿Ni siquiera a una mujer que mató al hijo y heredero de un
Margrave a sangre fría?
—Ni siquiera a esa mujer. —Y añadió, con cierta brusquedad—:
¿No podrías tú matar, Sashka? ¿No lo harías por algo en lo que creye-
ses de verdad?
—Si ella cree en el Caos, ¡sólo merece la muerte!
— No he dicho que crea en el Caos —replicó Keridil—. No creo
que sea así. Pero cree en Tarod.
Su expresión puso sobre aviso a Sashka justo a tiempo de contro-
lar su reacción, y se dio cuenta de que aquellas palabras eran un des a-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

fío. Si discutía, si mostraba emoción o cólera, Keridil sospecharía la


verdad: que su odio era en buena parte causado por los celos. Ella
había desdeñado y traicionado a Tarod por el Sumo Iniciado, pero el
conocimiento de que los sentimientos de Tarod se habían desviado
hacia otra persona era más de lo que podía tolerar. Especialmente
cuando aquella otra persona era una camp esina y vaquera vulgar, sin
belleza ni educación. Ahora, menos que nunca, debía permitir que
Keridil percibiese la verdad...
Con rostro sereno, cruzó despacio la estancia, dirigiéndose a él y
apoyando una mano en su manga. Sus dedos trazaron sensualmente un
dibujo sobre el brazo de él.
—Desde luego, tienes razón —dijo suavemente, alegrándose de
conocer ahora lo bastante a su amante para saber lo que podía revelar
y lo que debía ocultar—. Es difícil condenar de súbito. Por ejemplo, si
yo te estuviese defendiendo...
El se rió de esta idea, pero la tensión había cesado.
—¡Espero no necesitarlo nunca!
Sashka bajó los ojos y levantó la mano de él hasta sus labios para
besarla, lamiendo ligeramente su piel.
—Sin embargo, si llegase el momento de hacerlo... —
Mordisqueó sus dedos—. Si me necesitases...
Dejó sin terminar la ambigua sugerencia y se alegró al sentir, al
cabo de un momento, que él le rodeaba la cintura y la atraía hacia sí.
—Si... —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió al oír ruido
en el patio.
Se volvió en redondo hacia la ventana y miró.
—¡Un ave! ¡Uno de los mensajeros ha vuelto! —Su abrazo cam-
bió de naturaleza, y la besó rápidamente, como en un breve saludo,
antes de soltarla del todo—. Discúlpame, amor mío, pero he de ver lo
que trae.
Y antes de que ella pudiese hablar, salió corriendo de la habita-
ción, cerrando de golpe la puerta a su espalda.
Sashka miró fijamente la puerta y después lanzó una maldición
que, en labios de una joven noble y educada, habría hecho que su
madre se desmayase del susto.

El halcón venía del sur de Chaun. Keridil reconoció el sello dis-


tintivo de la Matriarca, la Hermana Ilyaya Kimi, mientras se abría
paso entre los mirones. El halconero del Castillo desprendió el mensa-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

je de la pata del ave y se lo tendió gravemente, mientras el halcón


aleteaba y se posaba en el puño de su amo, cansado pero todavía dis-
puesto a darle un picotazo a cualquiera que hiciese un movimiento
imprudente. Keridil se alejó un poco y, mientras rompía el sello del
enroscado pergamino, vio que Gant Amb aril Rannak se acercaba a
través del grupo de curiosos.
—Sumo Iniciado. —El Margrave había presenciado la llegada
del halcón desde su ventana, y sus cansados ojos tenían una expresión
afanosa y atormentada—. ¿Hay alguna noticia...?
—Una carta de la Matriarca de la Hermandad. —Keridil no des-
enrolló el pergamino, a pesar de la evidente ansiedad del otro hom-
bre—. Me parece improbable que tenga noticias de los fugitivos. Lo
siento. —Trató de suavizar sus palabras con una simpática sonrisa—.
En cuanto se sepa algo de la asesina de Drachea, te enviaré a buscar.
Gant asintió con la cabeza, disimulando su contrariedad y recor-
dando, de mala gana, que las cartas que se cruzaban entre dos de las
tres primeras autoridades del país no eran de incumbencia de un sim-
ple Margrave provincial.
—Desde luego... Gracias —dijo—. Pero cuando vi el pájaro, me
pregunté si... —Irguió un poco los hombros—. Volveré junto a mi
esposa.
Keridil le acompañó hasta la puerta principal y, cuando el Mar-
grave empezó a subir la escalera de los pis os superiores, volvió a toda
prisa a su estudio. Sashka se levantó de su sillón al verle entrar.
—¿Qué es? —Había cierta vivacidad en su tono.
—Un mensaje de la Hermana Ilyaya Kimi.
—¿La Matriarca?
Por un instante, los ojos de Sashka permanecieron muy abiertos;
como Novicia de la Hermandad le habían enseñado a reverenciar a su
superiora casi como si fuese encarnación de la sabiduría. Y por muy
alta que fuese su posición como prometida del Sumo Iniciado, aquel
hábito no se extinguía fácilmente. Cuando Keridil se sentó en el borde
de la mesa y abrió la misiva, no trató de mirar por encima de su hom-
bro como habría hecho en otra circunstancia, sino que observó, con
los nervios en tensión, mientras él leía en silencio. A los pocos mo-
mentos, comprendió que algo grave estaba ocurriendo.
Keridil leyó varias veces la enrevesada y adornada escritura de
bien meditadas frases, esperando a medias que hubiese interpretado

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

mal las palabras. Pero no podía haber error; la pregunta que formulara
con tanta agitación fue contestada.
Ilyaya Kimi tenía ahora más de ochenta años y estaba delicada de
salud, pero su mente (pese a sus excentricidades y sus ataques de mal
humor) era tan clara como siempre. Al recibir el mensaje del Sumo
Iniciado, había comprendido inmediatamente el peligro de difundir la
noticia de la fuga de Tarod, aunque estaba completamente de acuerdo
con Keridil en que no podía ocultarse la verdad. Brevemente, y con
una visión que le hizo estremecerse, describió el histerismo que, a su
entender, se apoderaría de todas las provincias en cuanto se diese la
alarma. El Caos era para todos los hombres y mujeres una pesadilla
ancestral, un legado de un pasado que, aunque olvidado desde hacía
largo tiempo, se negaba a morir. Y sólo había, declaraba, un curso de
acción que, en su opinión, debía tomar el Sumo Iniciado.
Keridil dejó caer a un lado la mano que sostenía el pergamino y
se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la otra. Por todos los dio-
ses que habría querido que su padre, Jehrek, estuviese todavía vivo.
Jehrek había tenido la prudencia y el buen criterio que eran fruto de
años de experiencia, y su hijo necesitaba ahora desesperadamente
aquellas cualidades. Si no hubiese muerto... Y algo se nubló en el alma
de Keridil al recordar que había sido Yandros, Señor del Caos, quien
quitara la vida al viejo...
—¡Keridil!
El casi había olvidado la presencia de Sashka en la habitación, y
levantó la mirada, sobresaltado, como si hablase un fantasma. Ella le
estaba observando, muy abiertos los ojos negros y tendiendo una ma-
no vacilante hacia él.
—¿Qué es, Keridil? ¿Qué te dice?
Jehrek ya no estaba aquí para ayudarle.., pero podía hacerlo
Sashka. Aunque era mala cosa hacer confidencias a personas ajenas al
Círculo, a pesar de que el Consejo de Adeptos podía desaprobarlo
enérgicamente, Keridil necesitaba compartir su carga con ella.
Le tomó la mano y dijo a media voz:
—La Hermana Ilyaya Kimi me pide formalmente que convoque
el Cónclave de los Tres.
Sashka le miró, pasmada. Lo había comprendido, sabía lo que era
aquello; pero, ahora que él había pronunciado las primeras palabras,
tenía que explicar el resto.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Me pide que informe al Alto Margrave y que empiece los pre-
parativos. —Hizo una pausa y añadió—: Confirma lo que yo más
temía, Sashka... Que nuestra única esperanza de vencer al Caos es ir al
Santuario de la Isla Blanca y abrir el cofre de Aeoris.

Los vecinos que se habían reunido en la pequeña plaza frente al


palacio de justicia de Vilmado estaban demasiado enfrascados en sus
propios asuntos para prestar atención a la desconocida de cabellos
castaños montada en un poney peludo y descuidado, al que seguía otro
de mala gana. La tarde estaba declinando, el sol lanzaba rayos rojos y
oblicuos que proyectaban largas sombras, y soplaba un fuerte viento
del nordeste, que se filtraba a través de la ropa y recordaba a todo el
mundo que el verano estaba aún muy lejos.
Cyllan se detuvo junto a una hilera irregular de puestos de mer-
cado cubiertos y saltó del poney que iba delante, golpeándole con
fuerza el belfo cuando trató de morderla. Parecía que se estaba cele-
brando una reunión en la plaza; un hombre con uniforme de oficial
estaba plantado en la escalinata del palacio de justicia, flanqueado por
otros que vestían prendas militares escogidas apresuradamente y lle-
vaban una gran variedad de armas. El oficial hablaba a la muchedum-
bre, alargando de vez en cuando las manos en ademán tranquilizador
cuando sus inquietos oyentes empezaban a replicar a gritos; pero Cy-
llan estaba demasiado lejos para oír lo que decían. Se acercó al prime-
ro de los puestos del mercado, donde una mujer alta y delgada, con los
brazos en jarras, miraba ceñuda a la multitud.
—¿Qué sucede?
La vendedora miró por encima de la larga nariz, con expresión
hostil.
—Lo bastante para estropear mi negocio y hacerme volver a casa
con la bolsa vacía.
No parecía dispuesta a hacer comentarios, por lo que Cyllan le
preguntó:
— ¿Hay cerca de aquí una posada que pueda tener una habitación
disponible?
— ¿Una posada? —La mujer volvió a mirarla fijamente, sin di-
simular el hecho de que estaba valorando a la desconocida y no le
gustaba lo que veía—. Prueba en Los Dos Cestos. Es donde suelen ir

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

los vaqueros y otra gente parecida. —Señaló con la cabeza un estrecho


callejón—. Está en el extremo de aquella calle.
Cyllan le dio las gracias y se llevó los malhumorados poneys.
Oscuras sombras la rodearon al entrar en el callejón, así como los
olores de la cuneta mezclados con los apenas más apetecibles a comi-
da rancia. Encontró fácilmente Los Dos Cestos (la posada no era muy
atractiva, pero correspondía con el aspecto que ofrecía ella) y ató los
animales a una anilla de la medio arruinada pared. Después, cuando
iba a cruzar el umbral, se detuvo al sentir en el estómago el nudo del
miedo.
¿Y si la reconocían? Hacía dos días que había huido de Wathryn;
lo más probable era que el mensaje del Círculo referente a su fuga
hubiese sido ya difundido por todo el país y que, en ese momento, se
estuviese informando a los que estaban delante del palacio de justicia
de lo referente a la servidora del Caos que tenía puesta a precio la
cabeza. Había estado bastante segura en la carretera, encontrando
solamente en ella algún grupo ocasional de conductores de ganado o
alguna pequeña caravana; pero aquí, en una población, estaba peligro-
samente expuesta. Y si alguien sospechaba de ella...
Refrenó sus pensamientos, diciéndose severamente que se estaba
portando como una tonta. Era imposible que pudiese evitar todas las
ciudades y todos los pueblos en su viaje hacia el sur; necesitaba me z-
clarse con la gente si quería oír algún rumor sobre Tarod o alguna
pista sobre su paradero. Además, se recordó que Keridil Toln buscaba
a una muchacha de cabellos largos y de un rubio pálido, cabalgando
un buen caballo gris. Una vaquera de cabello castaño que conducía
dos poneys ariscos no merecería más que una breve mirada.
Esta idea le dio valor; pero, a pesar de ella, sintió que le flaquea-
ban las piernas cuando abrió la puerta desvencijada de Los Dos Cestos
y penetró en la posada.
El local destinado a taberna estaba vacío, salvo por el muchacho
desgalichado encargado de servir las bebidas y que la miró al entrar.
El chico vio una muchacha vulgar con pantalones de hombre, chaque-
ta de cuero y botas de montar, y con los cabellos de color castaño
rojizo recogidos en un moño sobre la nuca. Ella le sonrió con indeci-
sión y él correspondió a su sonrisa.
—Buenas tardes.
Cyllan recorrió la habitación con la mirada, y captó el fuego lento
y las mesas vacías. Flotaba en el aire un olor a comida, por fortuna

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

más agradable que el que se percibía en el exterior. Se acercó al mo s-


trador y dijo:
—Tomaré una jarra de cerveza de hierbas, un plato de carne y
pan, si es que tienes.
El mozo asintió con la cabeza.
—Tenemos todo el que quieras. Esto se llenará cuando termine la
reunión en la plaza. —Seguía mirándola y ella empezó a sentir que se
le ponía la piel de gallina, pero se dio cuenta de que su escrutinio era
más de esperanza que de sospecha. El chico sonrió de nuevo—. Tam-
bién tenemos raíces picantes; recién cosechadas. Puedo servirte un
plato para acompañar la carne.
—Sí, gracias.
El salió apresuradamente de detrás del mostrador para conducirle
a una mesa cerca del fuego; pero entonces, al recordar las constantes
exhortaciones de su amo, su semblante se nubló.
—¿Tienes dinero? —preguntó—. El posadero dice que no puedo
servir a nadie sin cobrar por anticipado. Es un cuarto de gravin.
Cyllan hurgó en su bolsa y sacó una moneda. El muchacho la to-
mó, la mordió y asintió satisfecho con la cabeza.
—Iré a buscar la comida.
Mientras el mozo se alejaba a grandes zancadas, Cyllan apoyó la
cabeza en la tosca pared y cerró los ojos, dejando que el débil calor del
fuego penetrase en su cuerpo. Hasta el momento, todo iba bien; podía
descansar un rato y mitigar su hambre. Y, por ahora, el nuevo disfraz
le serviría.
La pandilla de boyeros con la que había trocado el caballo del
Margrave por ropa vieja, dos poneys cascados y diez gravines en me-
tálico, no le habían hecho preguntas, contentándose con escupir y dar
la mano para cerrar el trato. Cyllan sabía que había vendido el caballo
por menos de la mitad de su valor; los poneys casi no valían nada y el
caballo podía venderse por cuarenta o cincuenta gravines, pero el
hecho de que hubieran realizado un trato tan abusivo por su parte
aseguraría el silencio de los boyeros. Su tío celebró en su tiempo los
suficientes negocios sucios como para que Cyllan conociese demasia-
do la manera de actuar de los conductores de ganado; en esto no corría
ningún peligro. Había comprado la chaqueta de cuero y las botas a un
vendedor ambulante y, a la mañana siguiente, completó su disfraz en
el bosque arrancando la corteza cobriza de las ramas de un arbusto,
machacándola en el agua de una pequeña charca, jadeando al sentir su

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

frialdad, y tiñéndose los cabellos de color castaño con la mezcla. La


coloración no era permanente; tendría que protegerse los cabellos de
la lluvia, y los efectos de la corteza desaparecerían al cabo de aproxi-
madamente una semana; pero disponía de tiempo suficiente.
Hasta aquel momento todo había marchado bien (salvo cuando
había estado al borde del desastre en Wathryn), pero sabía que cuanto
más se adentrase en el poblado sur, el viaje sería cada vez más peli-
groso. Por lo que podía calcular, se hallaba en las tierras fronterizas
entre las provincias de Chaun y Perspectiva, y los campos eran aquí
más despejados; tierras llanas y labrantías, cruzadas por importantes
caminos ganaderos, pero sin los densos bosques del norte que pudie-
sen darle abrigo. La noche anterior había acampado en terreno descu-
bierto, junto a un afluente de uno de los grandes ríos occidentales, y
no se había atrevido a encender fuego hasta que la noche se había
hecho demasiado fría para aguantarla sin él; durante el día había dado
un amplio rodeo para esquivar dos caseríos, y si por la tarde se arries-
gó a entrar en Vilmado había sido, simplemente, para evitar lo que
sería otro rodeo más amplio y difícil. Y cuanto más cabalgase hacia el
sur, más poblaciones encontraría y mayor sería el riesgo de ser captu-
rada. Tenía que hallar a Tarod, pero no había oído ningún rumor acer-
ca de él y aún no tenía la menor idea de en qué parte del mundo podía
estar.
Durante la noche, al calor del fuego pero incapaz de dormir por
miedo a que la pillasen desprevenida unos bandoleros o incluso un
agricultor local, trató de utilizar su propia y sencilla forma de geo-
mancia para establecer contacto con Tarod. Pero, sin su preciosa bolsa
de piedras, el intento fue un fracaso, y Cyllan dudaba incluso de que
con las piedras el resultado hubiese podido ser mejor. No tenía condi-
ciones para esta labor, y ahora empezaba a desvanecerse su esperanza
de que Tarod emplease sus propios poderes para encontrarla. Si lo
había intentado, si era capaz de intentarlo, entonces había sido ella
quien no había tenido las facultades psíquicas necesarias para oírle.
Al fin había sacado la piedra del Caos de su escondrijo y con-
templado su resplandor centelleante, dándole vueltas en las manos y
sintiéndola latir como si tuviese vida propia. Al observar sus profun-
didades de múltiples facetas, se había imaginado que se convertía en
un ojo que la miraba fijamente y que, detrás de él, podía atisbar un
reflejo de la sonrisa de Yandros... o de Tarod. Pero la ilusión duró sólo
un momento y, después, la piedra se apagó de nuevo. Más tarde, al

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

amanecer, se despertó de un sueño inquieto, creyendo que oía el estri-


dente y elemental gemido lejano que anunciaba un Warp, pero tam-
bién esto había sido una ilusión. Sin embargo, se dijo, si Yandros
estaba tratando de ayudarla en su búsqueda, seguramente haría que...
Sus pensamientos fueron interrump idos por el regreso del mozo.
Este colocó dos platos y una jarra llena hasta el borde sobre la mesa,
delante de ella, y después se quedó plantado, balanceándose sobre los
pies y con la visible esperanza de iniciar una conversación. Bueno,
nada perdería con hablar un poco, pensó Cyllan; las tabernas como
éstas eran buenas fuentes de información, y los mozos que servían en
ellas tenían fama de repetir cuanto oían a quienes estuviesen dispues-
tos a escucharles. Pero antes de que pudiese decir algo para darle pie,
le llamó la atención el ruido de unas pisadas en el callejón. Oyó voces
roncas, el relincho de un poney (probablemente uno de los suyos), se
abrió la puerta y entraron una docena de hombres, seguidos de unas
cuantas mujeres.
El que iba al frente del grupo, un hombre bajo pero robusto, que
sudaba a pesar del viento del este, se detuvo y miró al mozo echando
chispas por los ojos.
—Hay dos poneys atados ahí afuera. ¿Qué te dije sobre eso de
dejar que cualquier desharrapado emplee mi anilla sin pedir permiso?
El muchacho se ruborizó y señaló con el pulgar en dirección de
Cyllan, ya que estaba demasiado confuso para hablar. El posadero
miró a la joven, en la que no había reparado antes, y gruñó:
—Son tuyos, ¿eh?
—Míos. —Cyllan había conocido a demasiados taberneros beli-
cosos en sus buenos tiempos para dejarse intimidar por los modales de
aquel hombre—. Y he pagado la comida.
El mesonero gruñó de nuevo, en tácita aceptación y casi como
disculpándose. El mozo dijo:
—¿Te sirvo una cerveza, amo?
—No. —El posadero le lanzó una mirada furiosa—. Tienes que ir
al palacio de justicia. Quieren que vayan allá todos los hombres y
muchachos útiles que no asistieron a la reunión, y quieren que lo
hagan inmediatamente. Yo diría que tú eres físicamente útil, aunque
inútil por tu inteligencia.
Una mujer, aproximadamente de la edad de Cyllan, pero con los
cabellos negros, los labios pintados de carmín y los brazos adornados

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

con brazaletes baratos, lanzó una risa estridente, y el mozo enrojeció


de nuevo.
—¿Eh... al palacio de justicia? ¿Ahora?
— Supongo que no eres tan sordo como estúpido, ¿verdad? Va -
mos, ¡mueve esas patas largas!
El muchacho salió pitando y uno de los hombres cerró la puerta y
corrió el cerrojo, y después, para sorpresa de Cyllan, hizo rápidamente
una señal contra el mal. Mientras tanto, la posadera había corrido
detrás del mostrador, pero, en vez de servir cerveza a su clientela,
empezó a buscar algo en una alacena.
—Ya está —dijo, sacando un objeto de allí—. Cuelga esto en la
puerta, Cappik.
Su marido la miró fija mente.
—¡No seas ridícula, mujer!
—No, no; haz lo que ella dice, Cappik. A fin de cuentas, no pue-
de hacernos ningún mal, ¿verdad? —arguyó otro hombre.
El posadero cedió, encogiendo los hombros, y la mujer colgó en
la puerta lo que llevaba en la mano. Cyllan lo reconoció como un
collar-amuleto, de pequeñas cuentas toscamente talladas, con menu-
dos rollos de papel sujetos a intervalos en el cordón. Los había hecho
su abuela, que era de la Tierra Llana del Este, y ahora eran muy raros;
en cada rollo se había escrito una oración a Aeoris, y el collar era
ciertamente un amuleto muy poderoso contra las fuerzas diabólicas.
Cuando la mujer hubo colgado el collar en la barra de la puerta,
la atmósfera de la taberna sufrió un cambio, como si su pequeña ac-
ción hubiese centrado la atención de todos sobre algo que antes no se
habían atrevido a considerar. La súbita tensión se hizo palpable; los
hombres observaron en silencio el collar que se balanceaba lentamen-
te, y el instinto psíquico de Cyllan percibió inmediatamente la fría
sensación de miedo. No dijo nada, sino que siguió comiendo, mientras
la esposa del mesonero servía cerveza a los hombres, acompañando
sus movimientos de un ruido y un parloteo innecesarios. Con ello
turbaba el silencioso ambiente; incluso aquella muchacha descarada
había enmudecido. Por fin se repartieron las jarras y la cerveza pareció
reanimar los vacilantes ánimos, pues todos rompieron de nuevo a
hablar, aunque en tono grave y sin orden ni concierto. Cyllan trató de
concentrarse en lo que decían, pero sólo pudo entender alguna palabra
ocasional, hasta que unas pisadas junto a su mesa le hicieron levantar
la cabeza, y entonces contempló al posadero plantado ante ella.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El hombre gruñó a modo de preámbulo y después dijo:


—Has llegado hoy, ¿verdad?
Cyllan asintió con la cabeza.
—Hace menos de una hora.
Su pulso se aceleró, pero no dio señales visibles de su agitación.
—Oscurecerá dentro de un par de horas. ¿Adónde piensas ir esta
noche?
Ella no pudo imaginar la razón de estas preguntas, y los modales
de aquel hombre la estaban poniendo nerviosa. Encogió los hombros.
—Iba a preguntar si tenéis una habitación disponible.
Para su sorpresa, una expresión de alivio se pintó en el semblante
del posadero, que, hinchando el estómago sobre el ceñido pantalón,
dijo:
—La tenemos y, si puedes pagarla, serás bienvenida. —Sin espe-
rar que ella le invitase a hacerlo, se sentó delante de Cyllan—. No
aconsejaría a nadie que saliese a la carretera después del anochecer, al
menos por ahora. —Hizo una pausa, observándola con ojos astutos—.
¿Eres vaquera?
Cyllan había preparado cuidadosamente su historia antes de en-
trar en la población, y asintió de nuevo con la cabeza.
—Me dirijo al sur de Chaun para reunirme con la gente de mi
primo.
—Eres del este, ¿no?
—Sí. De la Tierra Llana.
No había peligro en decir la verdad; la mitad de los conductores
de ganado del mundo procedían de aquella provincia o de su vecina
del norte.
—Me lo había imaginado. Conozco el acento; hay muchos de los
vuestros por aquí. ¿Dónde has estado negociando?
—En Wishet —mintió Cyllan—. Tenía que entregar una docena
de buenas yeguas de pura sangre en Puerto de Verano. —Hizo un
guiño—. Debí quedarme con una de ellas para viajar hacia el oeste, en
vez de hacerlo con ese par de cojos jamelgos.
El posadero lanzó una carcajada y Cyllan comprendió que este
pequeño adorno en su relato había eliminado cualquier sospecha que
aún pudiese tener aquel hombre. Era desconcertante darse cuenta de la
facilidad con que podía volver a los modales de su antiguo estilo de
vida, y pensó irónicamente que, a pesar de la influencia de Tarod,

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seguía siendo en el fondo una campesina vaquera; este papel le senta-


ba como un guante muy usado.
El posadero dejó de pronto de reír y se enjugó los labios con el
dorso de la mano.
—Dondequiera que vayas, debes viajar de día y no apartarte de
los caminos principales si tienes una pizca de sentido común.
Cyllan se puso súbitamente alerta.
— ¿Por qué?
—¿No te has enterado de lo que sucede?
Ella sacudió la cabeza y el hombre gruñó, empezando a sudar de
nuevo. Estaba claramente confuso por haber confesado algún interés
por la seguridad de una desconocida, pero el miedo que sus ojos no
lograban ocultar del todo le impulsaba a ser más sincero de lo que le
dictaba su carácter.
—Ya —dijo—. Tal vez, si vienes de Wishet, la noticia todavía no
habrá llegado allí... —Se inclinó sobre la mesa, bajando la voz, y
bruscamente, el miedo que traslucía su mirada se convirtió en una
emoción más inmediata—. La información ha llegado del lejano norte,
enviada por el propio Sumo Iniciado del Círculo. —Hizo la señal de
Aeoris sobre el corazón, y Cyllan tuvo el acierto de imitarle—. Dos
personas, si es que se las puede considerar humanas, han escapado a la
justicia del Círculo, y toda la Tierra estará agitada hasta que sean
encontrados.
—¿Por qué? —preguntó Cyllan—. ¿Qué es lo que han hecho?
El posadero se pasó la lengua por los labios, inquieto.
—Asesinato, hechicería, demonología..., pero esto no es más que
el principio. Peor que lo que han hecho es lo que son. —Miró hacia la
puerta, donde colgaba el collar-amuleto, y después añadió, haciendo
de nuevo la señal de Aeoris —: Servidores del Caos.
Dijo estas últimas palabras torciendo la boca, como si temiese ser
oído por algún ente sobrenatural. Cyllan abrió los ojos de par en par y
esperó que su expresión de espanto fuese convincente.
—¿El Caos? —repitió, en un murmullo—. Pero si ya no existe,
¿verdad?
—Así lo creíamos todos. Pero la noticia procede del propio Sumo
Iniciado. Y mientras esos malhechores estén en libertad, todos corre-
mos un gran peligro. —Se estremeció, se echó atrás y dirigió a Cyllan
una severa y calculadora mirada—. Yo no me atrevería a conducir

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ganado por los caminos mientras esos diablos anden sueltos. ¡No lo
haría por todo el vino del sur de Chaun!
—¡Eh, Cappik! ¿Por qué estás acaparando a tu visitante, priván-
dola de una buena compañía? —Un hombre alto y moreno se acercó a
la mesa y empujó hacia un lado al posadero para sentarse, sonriendo al
mismo tiempo a Cyllan y mostrando los mellados dientes. Levantó su
jarra—. Creo que es lo que todos necesitamos esta noche. Una buena
compañía.
Los otros se acercaron uno a uno agrupándose delante del fuego.
La mujer del posadero añadió más leña, y todos se sentaron a las me-
sas próximas, encontrando sitio las mujeres donde podían, y Cyllan
fue muy pronto centro de la atención de todos. Su interés no ofrecía el
menor peligro; era simplemente la curiosidad natural y ociosa que
provocaba una desconocida, y una oportunidad de distraer la mente de
pensamientos menos agradables. Las lenguas se aflojaron cuando se
hizo de noche, todos siguieron bebiendo cerveza, y los hombres em-
pezaron a especular sobre las noticias del norte y lo que éstas podían
significar. Cyllan escuchaba y hablaba poco, y aunque la charla se
hizo pronto más ruidosa y exagerada, por los efectos de la cerveza,
comprendió que el valor de que querían hacer gala sus acompañantes
era pura jactancia; el miedo provocado en ellos, y en toda la pobla-
ción, por las noticias del norte era real y profundo.
Era tarde cuando al fin subió Cyllan la desvencijada escalera que
conducía al piso superior de la posada. En la planta baja, unos pocos
de los más atrevidos bebedores habían desafiado su terror para dirigir-
se a casa, tambaleándose en la oscuridad; pero la mayoría se había
acomodado lo mejor posible alrededor del fuego, y Los Dos Cestos
fue cerrada y atrancada para la noche.
La cama era estrecha, dura y no particularmente limpia; pero
después de pasar dos noches al aire libre, Cyllan dio gracias por ello.
Después de apagar la vela y arrebujarse en la delgada manta, reflexio-
nó sobre todo lo que había oído esta noche.
Tarod estaba vivo. El mensaje de la Península de la Estrella había
desvanecido todas sus dudas y guardó este conocimiento como un
precioso secreto. Mientras él viviese y estuviera en libertad, tenía ella
esperanza..., pero el decreto del Sumo Iniciado le decía claramente
que toda la Tierra les estaría buscando desesperadamente. Y la afirma-
ción de que los dos fugitivos eran siervos del Caos representaba un
elemento mortal. El miedo había sido esta noche un compañero tangi-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ble en la taberna; cuando se difundiese la noticia, este miedo se pro-


pagaría como un incendio forestal en pleno verano.
Pero, al menos por un breve tiempo, no corría peligro de ser des-
cubierta. Mañana se dirigiría hacia el sur y, si la apoyaban la suerte y
los dioses (no quería considerar qué dioses), podría enterarse de más
cosas que la ayudasen a encontrar a Tarod.
Se acomodó mejor en la estrecha cama. Sintió la piedra- alma du-
ra pero cálida sobre su piel; introdujo una mano debajo de la camisa,
cerró los dedos sobre los duros contornos de la piedra y se quedó
dormida.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capitulo cuarto

El caballo de Tarod brincaba inquieto al lado de la última de las


cinco carretas que transportaban lentamente madera por el camino
principal de Han a la provincia de Wishet. La espada que colgaba de
su cinto, y a la que no estaba acostumbrado, le golpeaba la pierna de
modo irritante, y sentía deseos de librarse de ella, así como de la cara-
vana que avanzaba con dificultad y que le había obligado, durante dos
días, a cabalgar con la rapidez de un caracol. De haber ido solo, habría
podido viajar ligero y deprisa; pero dio su palabra a los ancianos de
Hannik, y faltar ahora a ella atraería sospechas que prefería no desper-
tar.
Hacía dos noches, había dormido en Hannik, en una posada si-
tuada casi a la sombra de la residencia del Margrave de la provincia,
atraído por el relato de un boyero de que la «cómplice del Señor del
Caos» había sido aprehendida en la ciudad. Al llegar a ella se había
encontrado con un gran alboroto que se centraba alrededor de una
muchacha de cabellos rubios a la que sorprendieron cuando trataba de
explotar su pobre talento de adivina, y los pequeños trucos que había
empleado Tarod para disfrazarse le habían llevado involuntariamente
a aquel tumulto. La insignia de oro de Iniciado, tomada del cadáver de
un hombre al que mató en el Castillo, y su gran habilidad en cambiar
sutilmente de imagen, le dieron una personalidad perfecta en un mo-
mento en que nadie habría pensado en encontrarse con un Adepto del
Círculo que realizaba un viaje urgente. Los ancianos de la ciudad
habían considerado la llegada de un Iniciado entre ellos como un don
de los dioses y habían pedido a Tarod que presidiese el juicio contra la
muchacha.
El amargo desasosiego que había sentido cuando miró al fin a la
aterrorizada hija de un criador de caballos de la provincia Vacía era
todavía como un cuchillo clavado entre sus costillas cuando lo recor-
daba. En toda su celda (una habitación del palacio de justicia) colga-
ron amuletos y símbolos de hechicería, mientras la muchacha solloza-
ba acurrucada en un rincón y protestaba de su inocencia. La aparición

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de un Adepto del Círculo le había provocado un paroxismo de terror,


y se había arrojado a los pies de Tarod, suplicándole que la absolviese
y la salvase. Este se volvió furiosamente a los ancianos, acusándolos
de tontos por haber pensado que una criatura casi imbécil podía ser
una fugitiva del Círculo. Ellos se disculparon confusamente, tratando
al mismo tiempo de justificar su precaución, y Tarod, recordando al
fin el papel que había asumido, reconoció que habían hecho bien en
seguir las exhortaciones del Sumo Iniciado y extremar su cautela. La
muchacha fue puesta en libertad y los ancianos suplicaron a Tarod que
acompañase las cinco carretas que se pondrían en camino por la ma-
ñana, insistiendo en que la presencia de un Iniciado sería una garantía
de seguridad y aumentaría la moral de los milicianos rápidamente
reclutados para proteger la caravana durante el viaje.
—A fin de cuentas, señor —dijo el primer anciano, un hombre
meloso a quien Tarod había cobrado inmediatamente antipatía—,
ningún secuaz del mal (evitó cuidadosamente emplear la palabra
Caos) se atrevería a atacar una caravana custodiada por un Adepto.
Tarod sonrió débilmente.
—¿Qué te hace pensar que se les ocurriría tal cosa a esos fugiti-
vos? Su objetivo es evitar ser capturados, no exponerse a ello.
El viejo se picó.
—Incluso los adoradores del demonio tienen que comer, señor.
Hombres ricos viajarán en esta caravana; mercaderes, propietarios de
barcos... Con esos seres malignos rondando por el mundo no podemos
arriesgarnos; estoy seguro de que tu Sumo Iniciado estaría de acuerdo.
Sin duda Keridil lo estaría... Consciente de que podía despertar
las sospechas del viejo si seguía discutiendo, Tarod hizo un ademán de
indiferencia.
—Muy bien. Cabalgaré con la caravana hasta que se separen
nuestros caminos.
Y así había acompañado durante dos días las carretas y a su es-
colta, esforzándose en dominar su propia impaciencia y la de su mo n-
tura. Habían encontrado a pocas personas, salvo un grupo de milicia-
nos de otra población, pero la tensión era fuerte entre los viajeros, y
aumentaba a cada milla que cubrían. Las aves mensajeras del Castillo
terminaron ya su trabajo y no había un solo pueblo, de la importancia
que fuese e incluso en la provincia más remota, que no estuviese ente-
rado de la noticia de la escapada de los fugitivos. En Hannik, Tarod
había visto una copia de la proclama de Keridil, y su contenido le

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

había sorprendido e inquietado. El Sumo Iniciado anunciaba que los


secuaces del Caos estaban en la Tierra y debían ser aprehendidos a
toda costa, antes de que pudiesen alcanzar su maligno y mortal objeti-
vo: desencadenar las fuerzas de todos los demonios en todo el mundo.
No creyó que Keridil pudiese ser tan implacable en su odio o tan
ciego. El Sumo Iniciado sabía (ciertamente lo había sabido incluso
antes de su primera traición a su vieja amistad) que Tarod no debía
lealtad al Caos; sin embargo, estaba dispuesto a alterar la verdad de la
manera que fuese para capturar de nuevo a su enemigo. Y Tarod esta-
ba viendo ya los resultados de la acción de Keridil. Su aviso había
impresionado a la gente del campo, resucitando todas las supersticio-
nes profundamente arraigadas, todos los recuerdos ancestrales, toda
clase de miedo en sus mentes; y, como la leña seca, ese miedo prendía
con tanta rapidez que Tarod dudaba de que cualquier poder del mundo
pudiese apagarlo. Lo de Hannik: había sido sólo un principio. ¿Cuán-
tos inocentes más, como la hija del criador de caballos, serían víctimas
de la persecución, inspirada por el terror, de sus propios hermanos?
Un vivo estremecimiento atávico recorrió su espina dorsal ante
esta idea, al evocar involuntariamente un antiguo recuerdo. Aquella
herida particular había cicatrizado durante los años pasados en la Pe-
nínsula de la Estrella, pero ahora podía recordar el macabro suceso
con la misma claridad que si se estuviese repitiendo. El recuerdo de él
mismo, cuando tenía doce años, pasmado y horrorizado en medio de
una turba enfurecida, mientras el cuerpo destrozado de su primo yacía
a sus pies, muerto por una fuerza monstruosa que no había soñado que
un ser humano pudiese poseer.
Había sido sólo un juego... Casi podía oír su propia voz infantil
protestando, presa del pánico, cuando la multitud se le echó encima.
Ancianos del Concejo, graves mercaderes y hombres de negocios,
madres de otros muchachos, todos ellos arrojando piedras y exigiendo
su muerte... Sí, ahora sabía lo que debía sentir la hija del criador de
caballos. Keridil, queriéndolo o no, había abierto las compuertas a una
marea mortal.
Una agitación cerca de la cabeza de la caravana le devolvió de
pronto al mundo real. La segunda carreta se había detenido, obligando
a pararse entre chirridos y protestas a las que la seguían, y entre el
ruido de las carretas y los relinchos de los caballos, pudo oír a hom-
bres que gritaban. Un joven e inexperto miliciano dirigió a Tarod una
mirada de impotente súplica, mientras luchaba por dominar a su re-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

belde montura, y Tarod suspiró. En todas las situaciones, desde la más


grave hasta la más nimia, la escolta de la caravana se volvía a él en
petición de ayuda y de orientación, y su inepcia empezaba a agotarle
la paciencia. Hizo una seña al joven guardia para que se pusiese detrás
de él y espoleó su caballo hacia la cabeza del convoy.
— Y lo vi tan claro como estoy viendo tu nariz! Eras...
—Retira esa insinuación o por Aeoris que...
El viento llevaba fragmentos del furioso altercado a sus oídos
mientras Tarod avanzaba, y éste vio que el conductor de la segunda
carreta estaba disputando con un mercader que cabalgaba al lado de su
carro, haciendo ambos oídos sordos a los ruegos vacilantes del jefe de
la escolta, que trataba de interponerse entre ellos. La voz helada de
Tarod interrumpió la contienda.
—¿Qué significa esto?
El carretero giró en redondo sobre su asiento, señalando frenéti-
camente con una mano al mercader, y entonces advirtió Tarod el in-
trincado collar-amuleto que llevaba.
—¡Traición! —chilló histérico el carretero—. Ese hombre, que se
hace pasar por mercader, ¡es uno de ellos!
El mercader abrió la boca para negarlo furiosamente, pero, antes
de que pudiese pronunciar una palabra, Tarod le gritó:
—¡Silencio! —La mandíbula del hombre empezó a temblar, co-
mo si fuese a darle un ataque de apoplejía, y Tarod prosiguió—: ¡No
puedo escuchar a los dos al mismo tiempo! Ya tendrás ocasión de
hablar, pero ahora escucharé al carretero.
Este, ganando confianza, empezó de nuevo:
—Tenemos un espía entre nosotros, Adepto, estoy seguro de ello.
¡Un espía del Caos! —Hizo la señal de Aeoris delante de la cara—.
No hace dos minutos que vi que sacaba algo de su bolsa y lo besaba.
Era una piedra, una joya..., y el Su mo Iniciado dice que aquel diablo
del Caos lleva su alma en una joya, y que ésta es una gema mortal.
Hay algo maligno en todo esto, señor; lo siento, ¡lo huelo! Si esos
demonios fugitivos saben disfrazarse, seguro que...
Su voz se extinguió cuando Tarod le dirigió una dura mirada. El
mercader emp ezaba a protestar de nuevo y Tarod tocó los flancos de
su caballo con los tacones de las botas para que se acercase al hombre.
—Tu amigo parece creer que tiene una sólida razón para sospe-
char de ti. ¿Qué tienes que decir?
El mercader bufó.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¡Ese estúpido bebe demasiada cerveza! Ha estado dándole a la


bota desde que emprendimos la marcha...
—Entonces, lo que dice haber visto ¿fue pura imaginación?
El tono de Tarod era desafiador. El hombre se ruborizó.
—Bueno...
—Te haré una sencilla pregunta y espero una clara respuesta. ¿Se
imaginó o no se imaginó que te veía rendir un homenaje ritual a una
joya?
En el fondo, a Tarod le importaba un bledo aquella discusión; de
buen grado habría dejado que los dos resolviesen su disputa como
mejor pudiesen. Pero tuvo que recordarse que estaba representando el
papel de un auténtico Adepto del Círculo; con las exhortaciones de
Keridil frescas en la memoria de todos, habría sido inconcebible que
no se mostrase vivamente interesado.
El mercader enrojeció todavía más y murmuró unas palabras con
la boca cubierta por la capa, por lo que resultaron ininteligibles. Los
ojos de Tarod se hicieron amenazadores.
—Estoy esperando tu respuesta, mercader.
Despacio y de muy mala gana, el hombre hurgó en su bolsa y sa-
có algo que pareció reacio a mostrar. Pero al fin abrió los dedos y
Tarod vio un trozo pequeño de cuarzo, de forma irregular, en la palma
de su mano. Lo tomó sin decir palabra y lo levantó para examinarlo.
En algún tiempo, alguien había aplicado un tosco cincel a la su-
perficie desigual del cuarzo. Tallado en ella, pero apenas reconocible,
aparecía un símbolo familiar, o lo que pretendía ser tal, cortado por
una raya en zigzag, y se intentó marcar el perfil del símbolo con algu-
na clase de tinte que casi había desaparecido del todo. No era más que
un amuleto, sin duda comprado a precio de usura a algún escrupuloso
charlatán un Primer Día de Trimestre.
Tarod cerró los dedos alrededor de la pieza de cuarzo y sonrió sin
pizca de humor al mercader, cuyas mejillas estaban ahora encendidas
de vergüenza.
—No creo —dijo pausadamente— que tengamos un servidor del
Caos entre nosotros. Es más probable que tengamos un tonto crédulo y
supersticioso que pasó demasiado tiempo escuchando la palabrería de
embaucadores itinerantes.
—Abrió de nuevo la mano—. ¿Qué te dijo el vendedor de esa ba-
ratija? ¿Que estaba imbuida de la energía de los propios dioses y que
te protegería de todos los espíritus malignos y demonios que puede

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

conjurar la imaginación humana? —Volviéndose en su silla, mostró el


trozo de cuarzo al carretero—. Esta es tu piedra del Caos, ¡el engaño
más burdo que jamás he tenido la desgracia de ver!
Fijó significativamente la mirada en el collar-amuleto que pendía
sobre el jubón del carretero, y el hombre tuvo el acierto de ruborizarse
casi tan intensamente como el mercader. Tarod esperó hasta que estu-
vo seguro de que el carretero había comprendido el significado del
símbolo tallado en la superficie del cristal y, después, levantó el brazo
y arrojó la piedra lo más lejos que pudo.
—El Círculo no mira con simpatía a los charlatanes que profanan
lo sagrado en su propio provecho —dijo secamente—. Y tampoco
aprecia a los tontos que se dejan embaucar con esos trucos. —El mer-
cader le estaba observando con una mezcla de vergüenza y resenti-
miento; Tarod le miró de arriba abajo y el hombre bajó la mirada—.
Dadas las circunstancias, me inspiras cierta simpatía; los tiempos no
son fáciles. Pero ahora os advierto a los dos que no quiero volver a oír
acusaciones tontas, ni ver más actos de superstición infantil. —Se
volvió al carretero, que se estaba quitando lentamente su propio co-
llar-amuleto—. Esta estúpida disputa nos ha hecho perder bastante
tiempo. ¡Sugiero enérgicamente que no se vuelva a hablar del asunto!
Sin esperar a que ninguno de los dos le replicase, hizo dar media
vuelta a su caballo y volvió a la cola de la caravana, seguido del joven
miliciano, que durante toda la conversación no había dicho ni una
palabra, pero que ahora le observaba con muda admiración. Poco a
poco, la carreta que iba en vanguardia empezó a moverse, y las otras
la siguieron, y mientras el rechinante convoy reemprendía la marcha,
Tarod puso su caballo a paso lento y se sumió otra vez en sus inquie-
tantes pensamientos.
Tal vez había hecho mal en menospreciar a los dos protagonistas
y sus supersticiones. A fin de cuentas, si hallaban consuelo en sus
amuletos ¿qué mal podían hacer? Pero había percibido algo más alar-
mante en el fondo de aquel altercado; algo que le recordó el desgra-
ciado incidente en Hannik. El miedo había sembrado la sospecha, y la
sospecha se convertía rápidamente en histerismo. Si una sencilla y
lamentable creencia en los amuletos podía provocar acusaciones de
complicidad con el Caos, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que cual-
quier acto, cualquier palabra, cualquier ademán fuesen interpretados
como señal de malas intenciones?

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Tal vez, se dijo, sus pensamientos iban demasiado aprisa y dema-


siado lejos. Pero esta esperanza fue rápidamente seguida del conven-
cimiento de que su instinto estaba en lo cierto. En todos sus años de
Iniciado, raras veces había salido de la Península de la Estrella; se
había acostumbrado a vivir en una comunidad que comprendía la
naturaleza de la superstición, y la había superado en alto grado; pero
en el mundo ext erior, las cosas eran muy diferentes. Para esta gente,
los Adeptos eran poco menos que dioses por derecho propio, y el
Castillo, un lugar que había que venerar y temer. No tenía nada de
extraño que respondiesen al mensaje del Sumo Iniciado como niños
asustados por un cuento de miedo.
¿Se daba cuenta Keridil, se preguntó, de que con sus referencias a
los demonios se exponía a causar males peores que todo lo que había
manifestado Yandros hasta ahora? ¿O consideraba que valía la pena
pagar este precio, a cambio de conseguir su venganza? Esta idea era
estremecedora, pues insinuaba aspectos del carácter del Sumo Iniciado
que, incluso predispuesto como estaba contra él, Tarod no le habría
atribuido nunca.
Miró especulativamente al cielo, que una vez más amenazaba
lluvia. El tiempo, aunque tenebroso, se mantuvo extrañamente tran-
quilo durante su viaje, casi demasiado tranquilo. Ninguna tormenta,
ningún Warp; nada que sugiriese la influencia adversa que Yandros
habría podido ejercer si hubiese querido. Era como si interviniese
alguna otra entidad, bloqueando todo lo que podía hacer el Señor del
Caos para trastornar el mundo, y se preguntó qué otros y más arcanos
mecanismos podía haber puesto en movimiento el Círculo para encon-
trarle. Indudablemente, habían empleado toda su ciencia oculta para
conseguir la ayuda de Aeoris, pero ¿podían pretender que los dioses
aprobasen el miedo que se extendía como una epidemia a causa de su
trabajo?
Salvo en sus momentos más sombríos, Tarod había confiado
siempre en los Señores del Orden; pero ahora empezaba a roerle el
gusano de la duda. La verdad no había sido aún puesta a prueba, pero
si Aeoris y sus hermanos pretendían dejar el mundo a merced de los
que se habían proclamado sus siervos y no hacían nada para atajar el
creciente peligro, entonces Yandros, en alguna parte, debía estar.
Recordó la cara lacrimosa de la aterrorizada muchacha de Han-
nik. Fue una de las primeras víctimas, pero habría muchas más que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

seguirían su suerte. El instinto le decía que la pesadilla no había hecho


más que empezar.

Las fuertes lluvias de los últimos días habían afectado poco al sur
de la provincia de Chaun, en el lejano sudoeste, y así, la madera y el
techo de paja de la casa de campo estaban lo bastante secos para arder
de modo espectacular. Un humo denso y graso surgía del tejado; la
vieja parra encaramada en las paredes se encogía, chasqueaba y se
retorcía como ser pientes moribundas, y el brillante resplandor del
fuego brotaba de todas las ventanas.
Más allá de la casa, los dos pajares empezaban también a arder y,
a lo lejos, en los bien cuidados campos, unos hombres se movían co-
mo fantasmas entre nubes de humo y prendían fuego a las jóvenes
mieses con sus antorchas.
Estruendosamente, y con una súbita erupción de llamas, se hun-
dió el tejado de la casa de campo, y entre aquel ruido infernal se oyó
gritar a una mujer en desesperada pero impotente protesta. La esposa
del granjero estaba arrodillada en el patio, tratando de tomar en brazos
a sus tres hijos pequeños, mientras una mujer mayor con el hábito
blanco y ahora tiznado de las Hermanas de Aeoris se esforzaba en
contenerla. A pocos pasos de ella, su marido yacía despatarrado sobre
el polvo. Había querido impedir aquella locura, pero una tea encendi-
da contra su cara puso fin a sus protestas, cegándole un ojo y dejándo-
le una cicatriz que llevaría durante el resto de su vida.
Y, a distancia segura del granjero herido y de su histérica familia,
un grupo de serios y pequeños terratenientes y de modestos dignata-
rios locales observaba la destrucción con satisfacción sombría. Una
necesidad muy lamentable, convinieron entre ellos, pero una neces i-
dad a fin de cuentas. El zagal que informó del extraño rito que había
visto realizar a su amo al ponerse el sol el día anterior se había portado
bien; la fidelidad, por muy recomendable que fuese, tenía que subor-
dinarse a la obligación de denunciar a un servidor del Caos...
Ardió la casa y todo lo que contenía, y al fin terminó el espectá-
culo; los gritos de la esposa del granjero se convirtieron en profundos
y desgarradores sollozos. El hombre que se había erigido en jefe de la
delegación avanzó con paso lento hasta el lugar donde se hallaba la
Hermana de blanco hábito y contempló a la campesina con una mezcla
de compasión y repugnancia.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Desde luego —dijo—, tendremos que tomar algunas medidas


en bien de los niños.
Los ojos de la Hermana eran duros.
—Temo, anciano, que hayan sido contagiados por el pecado de
su padre. Creo que lo mejor sería darles albergue en mi Residencia
durante un tiempo prudencial. De esta manera podríamos asegurarnos
de que queda borrada toda señal de corrupción antes de que ésta se
apodere de ellos.
—Cierto..., cierto. —El anciano suspiró—. Un suceso muy des-
graciado... ¿Sabes, Hermana, que el hombre sigue todavía haciendo
protestas de inocencia? Afirma que estaba haciendo una pócima, una
fórmula transmitida por su abuela, la cual dice que era una mujer muy
devota, y que con ello quería proteger a su familia contra el mal.
Ella sonrió, pero su sonrisa no era alegre.
—Con el debido respeto, anciano, te diré que si sabes tu catecis-
mo sabrás también que la mentira y el engaño son propios del Caos.
Desde luego, es posible que el hombre dijese la verdad, pero ¿habrías
estado tú dispuesto a correr el riesgo?
—No... —El anciano miró a través del patio el humeante esquele-
to de la casa—. No, no me habría atrevido.
La Hermana se volvió y se agachó para agarrar del cuello de la
capa a la llorosa mujer.
—Vamos, ¡levántate! —Llamó por encima del hombro a otra
Hermana, más joven, que permanecía en segundo término—. Herma-
na Mayan, ten la bondad de llevar los niños a la carreta. La niña pare-
ce apreciar mucho ese telar de juguete, pues no lo suelta; puede con-
servarlo, en prenda de su buen comportamiento.
La esposa del granjero miró a la Hermana con mudo y amargo
rencor, pero estaba demasiado agotada emocionalmente para protestar
cuando se llevaron a sus hijos.
—Debes considerarte afortunada —le dijo fríamente la Herma -
na—. En muchas otras provincias, tus hijos habrían sido expulsados
contigo, para que os apañaseis solos. Deberías dar gracias a Aeoris de
que aquí vivimos bajo la gracia de la propia Matriarca y de que ésta es
una fuente de clemencia.
La mujer no respondió, y la Hermana la miró con un súbito
arranque de desprecio y recelo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

— ¿Todavía no te arrepientes? Conservas la vida..., ¿y qué te


habrían dado tus tres veces malditos dioses del Caos a cambio de tus
servicios?
—Nosotros nunca hemos... —empezó a decir furiosamente la
mujer; pero al ver los ojos acerados de la Hermana, guardó silencio
una vez más.
—Esto será una lección para vosotros —dijo, implacable, la
Hermana—. Aprenderéis lo tonto y lo fútil que es atreverse a quebran-
tar las leyes de los dioses. Y cuando tú y tu marido rondéis por los
caminos, indigentes como os merecéis, tal vez reflexionaréis sobre la
misericordia de Aeoris y le pediréis perdón... ¡si apreciáis en algo
vuestras almas!
Se estremeció al pensar en el desastre que habría podido produ-
cirse de no haber sido descubierta a tiempo aquella serpiente que mo-
raba entre ellos. El mensaje del Sumo Iniciado advirtió del poder mo r-
tal que andaba suelto por el mundo; había puesto sobre aviso de la
astucia de sus enemigos exhortando a las Hermanas para que estuvie-
sen alerta contra cualquier señal de la insidiosa influencia del Caos. Y
si los poderes ocultos podían infiltrar a uno de los suyos y hacerle
pasar durante años por un Iniciado del Círculo, sólo Aeoris sabía
cuánta maldad podían infundir en las mentes maleables de gente del
campo como ésta. Recordó al demonio de negros cabellos que busca-
ban; le había visto en el Castillo cuando había ido, formando parte de
la delegación de la Matriarca, a la ceremonia de investidura de Keridil
Toln, y la idea de que incluso el Círculo hubiese sido engañado por él
era estremecedora. Por esta razón estaba resuelta a no descuidar un
solo instante su vigilancia en persecución de los malhechores. Una
fruta corrompida podía estropear toda una cosecha. Su sagrado deber
era procurar que tales frutas no tuviesen posibilidad de contagiar a
otras su podredumbre, y estaba convencida de que, hasta ahora, había
cumplido su obligación.
En la provincia de Wishet, cinco mujeres esperaban el juicio,
acusadas de brujería. Habían intentado vender amuletos en el mercado
de Puerto de Verano, y si en años anteriores habrían sido expuls adas
de la ciudad o, más probablemente, ignoradas con tolerancia, ahora
languidecían en el palacio de justicia, seguras de que su destino sería
mucho menos agradable.
En la Tierra Alta del Oeste, el mal tiempo en el estrecho occiden-
tal hacía que la flota pesquera se viese confinada en los peligrosos y

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

rocosos puertos de la Bahía del Fanaari. La señora Kael Amion, supe-


riora de la gran Residencia de la Hermandad en la provincia, tuvo
noticia de que los pescadores culpaban de su desdicha a las maquina-
ciones del Caos, y no discrepaba de ellos. Y cuando se buscaban y
encontraban víctimas expiatorias, se abstenía de intervenir. Aeoris
elegía a su manera el castigo de los pecadores; si uno o dos inocentes
sufrían con los culpables, tal vez la lección sería tanto más eficaz. Al
enterarse de que siete personas que llevaban pintados en el cuerpo
signos de brujería habían sido metidas desnudas en una jaula de mi m-
bre, y ésta arrojada al mar, más allá de la protección de la Bahía, no
hizo comentario alguno, sino que se retiró a sus habitaciones a rezar
por sus almas.
En la provincia Vacía, un minero dio albergue a un mercader cu-
yo caballo había perdido una herradura en la carretera del sudoeste,
ofreciéndole una adecuada aunque sencilla comida y una cama para
pasar la noche. Más tarde fue acusado de dar posada a un servidor del
Caos, y cuando no se pudo encontrar al mercader, cuyos cabellos eran
negros al decir de varios testigos, la acusación se consideró aprobada.
No se practicaban ejecuciones en la zona desde hacía una generación,
pero no escaseaban las piedras de buen tamaño entre los montones de
desperdicios de las minas cuando el hombre, sumariamente condena-
do, fue lapidado hasta morir.
Y en las Grandes Llanuras del Este, que tenían la deshonra de
haber engendrado a la cómplice del demonio del Caos, nadie se atre-
vía a dirigir la palabra a su vecino sin antes pensarlo bien, por miedo
de que fuese suficiente para condenarle. Los pocos lectores de piedras
que conservaban todavía la antigua tradición cerraron sus puertas de la
noche a la mañana, aunque un par de ellos fueron encontrados y some-
tidos a juicio sumario, sin que los ancianos de la ciudad entendiesen
nada. La flota se negó a aventurarse en el Estrecho de los Bajíos Blan-
cos hasta que todas las velas de todas las barcas hubiesen sido pinta-
das con dibujos mágicos, y también se pintaron complicados símbolos
en las puertas y postigos de todas las casas de la provincia. Creció el
nerviosismo; todas las muchachas de cabellos rubios y todos los hom-
bres de cabellos negros temían constantemente ser detenidos, y el
Margrave, llevando al extremo sus medidas, proclamó el toque de
queda.
En alguna parte, pensó Tarod, Yandros debe estar riéndose...

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Cuatro días después de partir de Vilmado, Cyllan llegó al camino


ganadero principal que iba hacia el sudeste, desde Perspectiva a la
provincia de Shu. Afortunadamente, no había habido hasta ahora inci-
dentes en el viaje; uno de sus poneys perdió una herradura, pero el
herrero de una aldea situada a un par de millas del camino la reempla-
zó, y también estuvo dispuesto a comunicar las últimas habladurías
concernientes a los fugitivos.
Los rumores se acumulaban. Según éstos, Tarod había sido cap-
turado en dos provincias diferentes y ella, en tres, y había numerosas
noticias de que habían sido vistos juntos los dos. También se contaban
historias sobre una desastrosa cosecha de primavera en Han, inunda-
ciones en Wishet y un monstruoso Warp que había barrido la Tierra
Alta del Oeste, Chaun y Chaun Meridional, cobrándose cincuenta
vidas, señales todas ellas, insistió el herrero, de que los poderes de las
tinieblas se estaban valiendo de sus servidores para provocar la confu-
sión entre los devotos seguidores de Aeoris.
Cyllan contempló el interior de la herrería, donde todos los rin-
cones estaban adornados con amuletos y pintados con símbolos sagra-
dos, y se estremeció a pesar del calor del fuego. Toda la gente con
quien se cruzó en el camino o que había encontrado en pueblos y
aldeas llevaba algún amuleto contra el mal, y los encuentros con des-
conocidos habían estado llenos de tensión y de recelo. Incluso el lo-
cuaz herrero se había negado al principio a aceptar su encargo, y a
Cyllan le costó convencerle de que era inofensiva. Se dio cuenta de
que las cosas se estaban poniendo rápidamente fuera de control; un
simple rumor bastaba para detener a un supuesto simpatizante del
Caos; antiguos agravios eran vengados con absurdas acusaciones de
brujería y endemoniamiento, nadie podía estar seguro de que su veci-
no o incluso su propia familia no se volviera contra él. En todas las
poblaciones se formaban apresuradamente milicias que se tomaban la
justicia por su mano, y solamente gracias a su buena suerte y, ocasio-
nalmente, también a su astucia, eludió Cyllan la celosa búsqueda de
presuntos malhechores.
Había tomado la precaución de comprar un collar- amuleto y col-
gárselo del cuello para no llamar la atención, pero esto no la libraba de
la creciente inquietud que era ahora su constante compañera. La en-
fermedad del miedo que estaba aquejando al mundo había hecho tam-
bién presa en ella y, con el miedo, decrecía rápidamente su esperanza
de encontrar a Tarod antes de que el Círculo la encontrase a ella. Sabía

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

que no podría esquivarles para siempre, y aunque el Círculo pudiese


estar un día dispuesto a abandonar la caza de la amante de Tarod,
nunca dejaría de buscar a la asesina de Drachea Rannak.
Cyllan se estremeció y trató de alejar los inquietantes pensamien-
tos de su mente y concentrar su atención en el camino. A poca distan-
cia delante de ella, pudo ver un pequeño montón de piedras, recién
construido, a un lado de la senda; alrededor del improvisado santuario,
los viajeros depositaron ofrendas (pequeños tesoros, artículos comesti
bles, baratijas y bufandas de colores) como súplica a Aeoris para que
les protegiese en el camino. Había visto varios de estos santuarios
durante los últimos años y, al acercarse a éste, se preguntó si también
ella debía dejar algo, tal vez una moneda, como prenda.
El viento arreció inesperadamente; un viento crudo y aullador
que soplaba del norte traspasaba su chaqueta y le erizaba la piel de los
brazos, y entre su frío zumbido creyó oír una risa inhumana. La piedra
del Caos, oculta debajo de su camisa, latió de pronto, cálida sobre su
piel, como una advertencia, y el poney hizo un movimiento extraño al
acercarse al montón de piedras.
Cyllan sintió el sudor en su cara y en su cuello al tranquilizar al
animal y obligarle a pasar por delante del santuario. El fuerte viento
podía haber sido una coincidencia, pero seguía tan de cerca a sus pen-
samientos que dudaba mucho de ello. Y aquella risa, real o imaginaria,
había penetrado hasta su medula, dejándola helada, pues parecía bur-
larse de ella por atreverse a pensar que podía pedir protección a Aeo-
ris.
Contempló el cielo gris de estaño y después, por encima del
hombro, el camino a su espalda. Una imagen volvió a su mente, evo-
cada de aquel día en que había descargado el Warp sobre Shu-Nhadek.
Había visto una figura, un fantasma, que la llamaba desde el final de
un ruidoso callejón mientras la tormenta rugía desde el norte; recordó
los cabellos cobrizos, la graciosa pero terrible mano que la llamaba, la
estrella que ardía en el corazón del fantasma.., y casi esperó vivir de
nuevo aquella pesadilla al volver ahora la cabeza.
Pero el camino estaba desierto.
Los poneys se habían tranquilizado al dejar atrás el montón de
piedras y las ofrendas. Cyllan levantó más el cuello de su chaqueta
sobre las frías mejillas y espoleó su reacia montura para que siguiese
adelante.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo quinto.

El sol señalaba el mediodía del día siguiente, cuando Cyllan vio


el perfil de una gran ciudad delante de ella. Detuvo los poneys, con-
templó los lejanos tejados y se preguntó si debía o no dar un rodeo.
Esa parte de la provincia de Perspectiva le era vagamente familiar
(había pasado por allí varias veces con los boyeros de su tío) y, si la
memoria no la engañaba, el cruce de la ciudad parecía ser la única
alternativa. Los campos cultivados se extendían a ambos lados y, con
las tiernas plantas creciendo en ellos, los propietarios del lugar no
verían con buenos ojos a una desconocida que pisotease sus tierras
existiendo un buen camino que seguir. La fortuna la había acompaña-
do hasta ahora; debía fiarse una vez más de ella y entrar en la ciudad.
Oyó el tañido de la campana cuando estaba aún a media milla, y
aquel sonido, transmitido por una ligera brisa que había girado al
sudeste de la noche a la mañana, la inquietó sobremanera. Todas las
ciudades que mereciesen el nombre de tales presumían al menos de
una gran campana, emplazada generalmente en una torre del palacio
de justicia, pero solamente repicaba para anunciar algún suceso muy
importante. Algo estaba ocurriendo allí, y Cyllan no tenía el menor
deseo de verse envuelta en ello.
Observó cuidadosamente el terreno, a ambos lados del camino,
pero no vio ningún sendero a través de los campos; parecía que no
tenía más remedio que seguir adelante. Por lo menos, los vecinos no
estarían tan predispuestos a fijarse en una desconocida, si tenían asun-
tos propios de que ocuparse.
El límite de la población estaba marcado por un arqueado puente
de piedras sobre un alborotado riachuelo, y los dos hombres que lo
custodiaban volvieron la cabeza al oír las pisadas que se acercaban.
Habían estado observando la ciudad, claramente ansiosos de saber lo
que tenían que hacer, y Cyllan refrenó su montura al acercarse a ellos.
—Dinos tu nombre y lo que vienes a hacer aquí —preguntó uno
de los guardias.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Soy Themila Avray, conductora de ganado, de la Tierra Alta


del Oeste. —Cyllan había empleado otras veces aquel seudónimo,
inventando el apellido del clan y tomando el nombre de una mujer
que, según le había dicho Tarod, había sido antaño su más querida
amiga y su protectora en el Castillo—. Me dirijo a Shu-Nhadek, para
encontrarme con mi primo en la feria del Primer Día del Trimestre.
Los ojillos del guardia examinaron los cabellos castaños, la ropa,
el collar amuleto que llevaba ella colgado sobre el pecho, y su expre-
sión se tranquilizó ligeramente.
—Tendrás suerte si puedes cruzar la ciudad mientras sea de día
—le dijo.
La campana seguía sonando, apremiante.
—¿Por qué? —preguntó Cyllan.
—Va a celebrarse un juicio en la plaza del mercado. —El guardia
sonrió, mirando de soslayo—. Dicen que han pillado a la cómplice del
demonio del Caos.
—¿La han pillado...? —Cyllan se interrumpió y tragó saliva, dán-
dose cuenta una vez más de que la suerte estaba de su parte. Hizo una
señal sobre el pecho, sabiendo que el hombre la esperaba—. Aeoris...

El guardia se echó atrás y le hizo ademán de que pasara.


—Será mejor que te apresures, si quieres ver el espectáculo. —
Sonrió de nuevo—. Yo estoy esperando que llegue el relevo para
llegar antes de que haya terminado.
Incluso antes de llegar a la plaza del mercado su avance fue difi-
cultado por la gente que convergía de todas direcciones, y Cyllan
perdió toda esperanza de poder cruzar la ciudad y salir de ella. Parecía
que toda la población estuviese acudiendo allí, atraída por el son de la
campana, y cuando pudo ver la plaza del mercado, vio claramente que,
le gustase o no, tendría que esperar hasta que hubiese terminado el
juicio.
La plaza estaba atestada y la muchedumbre se extendía en las ca-
lles próximas, y solamente el hecho de ir montada a caballo permitió a
Cyllan llegar a un sitio despejado desde el cual, siempre que permane-
ciese sobre la silla, podría presenciar bien todo el acto. El juicio se
celebraría en la escalinata del palacio de justicia, ya que el interior del
edificio resultaba insuficiente. Los jueces habían salido ya y estaban
ocupando sus sitios cuando Cyllan detuvo su caballo, obligada por la
presión del gentío.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Un anciano vestido de negro se sentó rígidamente en un sillón,


flanqueado de un grupo de dignatarios de la ciudad y de milicianos
uniformados que, por lo visto, tenían por tarea leer las acusaciones
contra la prisionera. Buscando entre los que se hallaban en la escalina-
ta, Cyllan vio, custodiada por guardias armados, a una muchacha de
cabellos rubios y semblante contraído por el terror, y el espectáculo
hizo que se sintiese de pronto mareada. La muchacha era aún más
joven que ella y, fuesen cuales fueren las pruebas amañadas contra
ella, Cyllan sabía que era inocente. Pero, ¿cómo podía defenderse
contra el miedo supersticioso de sus semejantes?
Dos años atrás presenció un juicio, en una población de la pro-
vincia de Wishet, donde había estado traficando con los boyeros de su
tío, y aquel recuerdo le daba una sombra de esperanza por la niña.
Entonces, un Iniciado había presidido el tribunal, las pruebas presen-
tadas por ambas partes habían sido escuchadas con absoluta y tranqui-
lizadora imparcialidad, y la sentencia había sido justa aunque no ente-
ramente popular. Hoy no había ningún Iniciado que dirigiese las ac-
tuaciones, pero tal vez era mejor así, pues el afán del Círculo por des-
cubrir a la cómplice del Señor del Caos podría influir en el criterio de
cualquier Adepto, por muy elevados que fuesen sus principios. Cyllan
observó a la infeliz muchacha y sus labios se movieron en silenciosa
oración a cualquier poder, del Orden o del Caos, que pudiese impedir
que se cometiese una injusticia.
Pero su esperanza duró poco. Desde el fondo de la plaza era im-
posible oír por entero los discursos, las acusaciones y las declaracio-
nes, pero pronto quedó claro que las autoridades estaban resueltas a
apaciguar a una multitud sedienta de sangre. De vez en cuando, un
orador era interrumpido por un rugido de indignación, y los esfuerzos
de la acusada para protestar de su inocencia eran recibidos con aulli-
dos por la vocinglera multitud.
Cyllan sintió que el sudor brotaba de su piel y le hacía incómodas
cosquillas en la espalda, acompañadas de fuertes náuseas en la boca
del estómago. Aquellas buenas y piadosas personas estaban conde-
nando, en nombre de los Señores del Orden, a una inocente sin espe-
ranza de salvación. Desfilaba un testigo tras otro para prestar declara-
ción y, aunque la muchacha sacudía frenéticamente la cabeza, y llora-
ba y suplicaba a los jueces, el peso de la opinión estaba contra ella.
Cyllan no podía discernir lo que se pretendía que había hecho y, ade-
más, apenas parecía importar la naturaleza exacta del presunto delito.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

La acusada era joven, tenía rubios los cabellos y era desconocida en el


lugar: los tres factores eran suficientes para condenarla.
Aunque a Cyllan le pareció que duraba una eternidad, el juicio
fue en realidad terriblemente breve. De pronto, la campana de la torre
del palacio de justicia lanzó su sonoro mensaje, y la muchedumbre de
la plaza guardó silencio al levantarse el primer anciano de su sillón
para hablar.
—Las pruebas presentadas contra la acusada han sido cuidado-
samente analizadas y consideradas. —Su voz, aunque cascada por la
edad, vibró claramente sobre las cabezas de la multitud y a Cyllan se
le revolvió el estómago al percibir la hipocresía de sus palabras—. Y
es con el más hondo pesar que nosotros, fieles custodios de las sagra-
das leyes de Aeoris —aquí se interrumpió para hacer ostentosamente
la señal en el aire delante de él— declaramos que han quedado proba-
das todas las acusaciones contra esa desgraciada marioneta de los
poderes de las tinieblas.
Los murmullos de la plaza se transformaron en fuertes aullidos
de aprobación que sólo se extinguieron cuando el viejo hizo un ade-
mán pidiendo calma a la muchedumbre.
—Vivimos tiempos turbulentos —prosiguió el anciano cuando
por fin cesó el tumulto—, pero todos compartimos un deber que, por
muy onerosa que sea la carga, debemos cumplir si hemos de servir de
veras a los dioses que nos protegen. —Hizo una pausa—. Como cual-
quier ciudadano devoto, no tengo afán de venganza. ¿Pero puedo,
podemos, llamarnos realmente discípulos de los señores que infunden
una chispa de divinidad a nuestras almas y a nuestras vidas, si olvida-
mos nuestro claro deber cuando se nos impone aquella carga?
El viejo es maestro en retórica, pensó amargamente Cyllan. Ala -
baba a la chusma por su piedad, y ellos estaban pendientes de cada
una de sus palabras. A su alrededor, la gente asentía con la cabeza,
murmurando, felicitando al anciano y felicitándose ellos mismos...
—¡No tenemos odio en nuestros corazones! —prosiguió el an-
ciano, elevando la voz—. Ciertamente, nos compadecemos de esa
desdichada esclava del mal, ¡pues su alma no puede conocer la bendi-
ción de los verdaderos dioses! —Otra larga pausa—. Pero no podemos
permitir que la piedad nos desvíe de la justicia. Y creo que, si nuestro
gran señor Aeoris tuviese que juzgar la sentencia de este tribunal, no
encontraría defecto en ella.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Levantó la cabeza, con beatífica sonrisa, y mil gargantas rugieron


en señal de aprobación.
Los poneys de Cyllan bufaron y patalearon, asustados por aquel
estruendo, pero faltos de espacio para escapar. Ella se inclinó sobre el
cuello de su montura, murmurándole suavemente para tranquilizarla,
mientras acercaba lo más posible el otro poney a su costado. La furia
hervía en su interior. No podía hacer nada: este simulacro de juicio
había sido preparado de antemano; la gente del pueblo quería una
víctima propiciatoria para sus terrores, y los ancianos, como come-
diantes de plaza de mercado, se la ofrecían para congraciarse con ella.
Por un solo y frenético instante, algo en lo más hondo de Cyllan la
incitó a lanzarse con sus poneys a través de la muchedumbre y plan-
tarse en la escalinata del palacio de justicia, y una vez allí, sacar la
piedra del Caos y gritar a aquellos pobres imbéciles que la verdadera
causante de su miedo estaba impávida ante ellos..., pero cuando aque-
lla loca idea pasó por su mente, sintió el cálido latido de advertencia
de la gema sobre su pecho y comprendió que, por muy salvaje que
fuese la injusticia que se iba a perpetrar allí, nada podía hacer para
enmendarla.
El anciano estaba hablando de nuevo.
—Amigos míos, buenos ciudadanos, aunque me aflija pronunciar
sentencia sobre la pobre criatura que está ante nosotros, la justicia
debe seguir su curso. —Se volvió de cara a la ahora silenciosa mucha-
cha, y el sol poniente dio un perfil de halcón a su semblante—. Quien
se ha confabulado con los poderes del Caos sólo puede tener un fin.
Espero que todos roguéis conmigo a Aeoris por esa desdichada, para
que, en su sabiduría y clemencia, perdone sus pecados y libre a su
alma de la esclavitud del mal.
Sus palabras fueron recibidas en silencio, pero Cyllan vio que va-
rias personas hacían la señal de Aeoris en el aire. La muchacha miraba
fijamente a sus jueces, incapaz de creer en el destino que la esperaba;
después volvió la cabeza, como retrayéndose, como ais lándose de la
locura que la rodeaba.
Cyllan deseaba escapar de la plaza antes de que el suceso siguie-
se su curso inexorable, pero no había espacio para volverse ni lugar
adonde ir. La presión aumentaba, no solamente por la llegada de más
personas de los barrios extremos de la ciudad, sino también porque
parte de los que se encontraban allí se echaban atrás para abrir un
pasillo entre el palacio de justicia y el centro de la plaza, donde se

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

erguía, lúgubre y desnuda, una Piedra de la Ley. La presa fue empuja-


da por la escalinata en dirección a la piedra y, de pronto, pareció darse
cuenta de la suerte que le esperaba, pues empezó a chillar y a debatir-
se, luchando contra los que la sujetaban con toda la fuerza que poseía.
Los guardias la sacudieron violentamente para calmarla, pero Cyllan
pudo oír sus profundos sollozos cuando al fin la ataron sobre el tosco
granito y se echaron atrás.
Solamente un terco y terrible sentido de la realidad convenció a
Cyllan de que no estaba dormida ni soñando cuando observó el terro-
rífico curso de los acontecimientos a partir de entonces. Un murmullo
grave y apagado vibró en toda la plaza, haciendo que los poneys se
inquietasen y piafaran de nuevo, y Cyllan sólo pudo contemplar imp o-
tente cómo avanzaba la amenazadora multitud hacia la Piedra de la
Ley. No hubo movimiento entre la gente que rodeaba a Cyllan; enton-
ces, la voz del anciano, que permanecía todavía en la escalinata del
palacio de justicia, resonó en toda la plaza.
—Que se cumpla la sentencia.
El ruido de la primera piedra al golpear a la muchacha fue impre -
sionante y sobrecogedor en el silencio de la plaza. Su cuerpo se con-
trajo violentamente y la joven lanzó un grito, pero la gente que se
apretujaba y empujaba, estirando el cuello los que estaban detrás para
verlo mejor, la ocultaban a la vista de Cyllan. Una segunda piedra erró
el blanco; después, una tercera dio en la sien de la muchacha, y de
pronto, la chusma, como una jauría lanzándose sobre su presa, avanzó
con un griterío sediento de sangre.
—No... —El murmullo de Cyllan sonó fuertemente en sus pro-
pios oídos, pero la muchedumbre estaba demasiado atenta a su víctima
para advertirlo—. ¡Yandros, no!
Se dio cuenta de que todos estaban esperando este mo ento, sa-
biendo cuál sería el desenlace y preparados para él. Aquellas piedras
no se habían materializado de la nada...; la multitud sabía que se recu-
rriría a este antiguo y bárbaro método de ejecución, y todos los hom-
bres y mujeres venían preparados.
Miró con horrible fascinación cómo llovían las piedras, los guija-
rros, incluso los trozos de leña, sobre el cuerpo indefenso de la mu-
chacha. La sangre trazaba espantosos dibujos en su cara, y ahora esta-
ba chillando, incapaz de conservar su fútil valor y luchando contra las
cuerdas que la sujetaban. Cyllan no supo cuánto tiempo pasó antes de
que la débil figura se sumiese al fin en la inconsciencia, pero incluso

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

cuando había perdido el sentido aquel mar de brazos siguió alzándose


y cayendo, y el ruido de las piedras al chocar con una carne que ya no
resistía hizo que Cyllan se sintiese mareada de indignación y de asco.
Por fin terminó el espectáculo. Un silencio irreal cayó sobre la
plaza y, gradualmente, como el reflujo de una marca, la gente empezó
a marcharse, retirándose de aquel resto destrozado y sangrante de
humanidad que pendía como una muñeca grotesca de la Piedra de la
Ley. Los ancianos, representando su papel en la comedia, se habían
retirado dignamente, y por fin se dio cuenta Cyllan de que la bullicio-
sa chusma ya no le cerraba el paso.
Su poney dio un quiebro, echando atrás las orejas y resoplando al
percibir el alarmante olor de la sangre. Cyllan lo apartó de la Piedra de
la Ley, sabiendo que no podía continuar su viaje, que no podía cruzar
la plaza mientras colgase allí el cadáver de la joven. Se apeó del caba-
llo, casi cayendo al suelo al flaquearle las piernas, y ocultó la cara en
la crin del poney, deseando poder vomitar, desmayarse..., cualquier
cosa con tal de borrar el espantoso recuerdo de lo que había presen-
ciado.
Una vendedora de vino empezó a tocar una campanilla detrás de
ella, proclamando con voz estridente que su vino era el mejor que
podía encontrarse en la provincia, y los poneys se echaron atrás y
relincharon asustados por aquel ruido. Cyllan se volvió en redondo y
vio un tenderete lleno de odres, jarras y copas. Por un instante, sola-
mente pudo contemplar, pasmada, el buen negocio que estaba hacien-
do ya la vendedora; después, un impulso la obligó a acercarse. El vino
podía ayudarla a olvidar lo que había visto... Hurgó en su bolsa y sacó
la primera moneda que encontró, medio gravine.
—Deme una bota llena —dijo con voz ronca.
La mujer le dirigió una amplia sonrisa.
—¡Con mucho gusto, moza! Y vas a beber por la salud de nues-
tros buenos ancianos, ¿eh?
Puso la bota en manos de Cyllan, ésta no recibió el cambio y
comprendió que la mujer la estaba timando, pero ya no le importaba.
Los poneys la siguieron inquietos mientras se dirigía tambaleándose al
borde de la plaza, donde se libraría de las apreturas, y las lágrimas
empezaron a brotar de sus ojos mientras se sentaba contra una pared
enjalbegada y, con manos temblorosas, destapaba la bota y se la lleva-
ba a los labios.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Sólo está dormida, ¿no crees? ¿O estará tal vez enferma?


—No lo sé... Esperemos a ver.
Las voces femeninas llegaron a la turbada mente de Cyllan como
a través de una espesa niebla y, aunque comprendió que era objeto de
escrutinio, pareció incapaz de desatar la lengua y decir que se encon-
traba bien y que la dejasen en paz. Oyó unas pisadas y entonces tuvo
la impresión de que una figura se inclinaba sobre ella.
—No, no está enferma. —La voz parecía ligeramente divertida—
¡Está borracha!
—No lo estoy... ¡Oh!
Cyllan había encontrado al fin la voz e intentaba protestar, pero
un movimiento impremeditado hizo que sintiese punzadas de dolor en
la cabeza, y su espalda estaba tan rígida que todos los músculos se
resistían violentamente. Abrió los ojos, haciendo una mueca a lo que
parecía una luz insoportablemente brillante, y por último enfocó la
mirada en las dos mujeres inclinadas sobre ella.
Una era de edad mediana; la otra era más joven, y ambas vestían
hábitos blancos, manchados con el polvo del viaje, calzaban botas de
montar y cubrían sus hombros con cortas pero gruesas capas. La plaza
estaba a oscuras y aquellas mujeres llevaban sendas linternas; fue su
luz la que había herido sus ojos. Hermanas de Aeoris... Cyllan cerró
de nuevo los ojos y trató de ponerse en pie. Había estado recostada
contra una tosca pared y su ropa estaba empapada de humedad, lo que
exacerbaba la rigidez de su cuerpo. Tenía un mal sabor en la boca y se
enjugó los labios con mano insegura, resistiendo la tentación de escu-
pir.
—Vamos, deja que te ayudemos. —Una mano la asió del brazo,
suavemente pero con firmeza, y pudo ponerse en pie—. ¿Puedes
aguantarte así sin que te sostengamos? ¿Te sientes lo bastante bien
para caminar?
Cyllan, haciendo un esfuerzo, asintió con la cabeza.
—Estoy bien..., gracias, no necesito... —Se interrumpió, sintien-
do que le acometían de nuevo las náuseas —. ¡Oh, dioses...!
Las dos mujeres, discreta y compasivamente, la condujeron a un
callejón donde, dolorosamente, vertió el contenido de la bota de vino
que había bebido antes de que la acometiese el sueño. Por muy des-
agradable que fuese la experiencia, la ayudó a aclarar su mente, y se
sintió mucho mejor cuando volvió de nuevo la cara a las mujeres.
—Gracias —dijo, con voz confusa—. Sois.., muy amables.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Tonterías, niña. Socorrer a los que están en dificultades es una


de nuestras obligaciones, y está claro que tú necesitas ayuda. —La
mujer mayor, que era la que había hablado, le sonrió. Soy la Hermana
Liss Kaya Trevire, y ésta es la Hermana Fanal Mordyn. Estamos cru-
zando Perspectiva en nuestro viaje hacia el sur; por consiguiente,
somos forasteras aquí. Sospecho que esto es algo que tenemos en
común.
—Sí... —A pesar de lo mucho que recelaba de la Hermandad,
Cyllan empezaba a cobrarle simpatía a la Hermana Liss—. Yo soy...
—Se contuvo, dándose cuenta, alarmada, de que había estado a punto
de dar su verdadero nombre—. Yo soy Themila Avray, vaquera, de la
Tierra Alta del Oeste.
—¿Y qué ha sido de tus compañeros? —preguntó la Hermana
Liss—. ¿Os alojáis en alguna de las posadas de la ciudad?
Cyllan sacudió la cabeza.
—Estoy sola... Es decir, estoy en camino para encontrarme con
mi primo en Shu-Nhadek.
Las Hermanas parecieron impresionadas.
— ¿Has estado viajando sola, precisamente en estos tiempos? —
preguntó Fanal—. Es inconcebible... ¡Hay tantos peligros!
—Ciertamente —convino Liss—. Y el menor de ellos, según pa-
rece, no es el de caer en la tentación. —Miró con triste humor la bota
de vino vacía tirada en el arroyo—.Incluso en una ciudad respetable
hay demasiados granujas. ¿Has comprobado tu bolsa, chiquilla?
Cyllan abrió mucho los ojos y se llevó involuntariamente una
mano al pecho. Para su alivio, la piedra del Caos permanecía dura y
fría debajo del justillo, y palpó a toda prisa la bolsa, esperando que las
mujeres no hubiesen advertido su primer ademán. El contenido de la
bolsa estaba intacto... Sonrió tímidamente.
—No falta nada.
—Pero no gracias a tu descuido —la amonestó Liss—. Has teni-
do suerte, Themila. Eres muy joven, y es fácil caer en la tentación si te
dejas guiar por los impulsos de la juventud y por la inexperiencia.
Pero darte estos gustos... —y señaló la bota vacía— sólo puede llevar-
te por mal camino.
El sermón era bien intencionado, pero Cyllan sintió un fuerte dis-
gusto en su interior. Tal vez las buenas Hermanas llegaron a la ciudad
después del horrible espectáculo del juicio y su desenlace; pero, fuese

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

como fuere, debían saber lo que había sucedido aquí. ¿Cómo podían
censurar que hubiese reaccionado de este modo?
Sin darse cuenta, miró hacia la Piedra de la Ley en el centro de la
plaza desierta. Se habían llevado el cuerpo destrozado de la muchacha,
pero las antorchas que ardían en sus altos soportes alrededor de la
plaza mostraban unas manchas oscuras sobre la piedra que no parecían
sombras. La hermana Fanal vio la expresión de Cyllan y tocó ligera
mente el brazo de su compañera.
—Creo que le comprendo —dijo, señalando con la cabeza hacia
la Piedra—. A la luz de los sucesos de hoy...
La Hermana Liss parecía ablandarse.
—¡Oh, sí! Desde luego. —Se lamió los labios—. Afortunada-
mente, nuestro grupo no tuvo que presenciar la ejecución, ya que
llegamos cuando todo había terminado. Tiene que haber sido un es-
pectáculo terrible.
Cyllan encogió los hombros, irritada por haber dado pruebas de
debilidad, pero al mismo tiempo apaciguada por los sentimientos
compasivos de las Hermanas.
—Era más joven que yo —dijo con voz áspera.
—Así lo he oído decir. Y sin duda pensaste que, de no ser por la
gracia de Aeoris, habrías podido encontrarte en su lugar. —La He r-
mana Liss suspiró—. Vivimos días tristes. Y lo único que podemos
hacer es rezar para que acaben pronto.
Cyllan no pudo abstenerse de protestar contra el fatalismo de
aquella mujer.
—¡Pero era inocente! —dijo; pero dándose cuenta de que había
dado un peligroso resbalón, añadió—: Quiero decir que no había
pruebas contra ella, ¡nada que se apoyase en un pensamiento racional!
Sin embargo, ellos..., fue como si... —Hizo un ademán de frustración
e impotencia, irritada por su incapacidad de expresar lo que sentía—.
Querían una víctima, sin importarles que fuese o no culpable.
Liss sonrió tristemente.
—Comprendo tus sentimientos. Pero debes recordar que a todos
no esperan ahora peligros más graves que la simple aprehensión de
dos fugitivos. El Caos es un enemigo mortal, y es muy astuto. Sus
siervos no perderán oportunidad de encontrar a los más débiles y dis o-
lutos, y corromperles para que se pongan ,a su servicio. —Su sonrisa
se extinguió. Por muy duro que pueda parecer a veces, tenemos que
defender las leyes de Aeoris y no podemos arriesgarnos a permitir que

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el mal arraigue entre nosotros. No es un hecho agradable, pero es


mejor que sufran algunos inocentes que queden los culpables en liber-
tad.
Afortunadamente, antes de que Cyllan pudiese hablar, fueron in-
terrumpidas por la llegada de otras cuatro mujeres, que constituían el
resto del grupo de la Hermandad. Liss contó la historia de Cyllan, y
las otras Hermanas insistieron en que viajase con ellas.
—No puedes continuar sola por los caminos —la apremió una de
ellas—. Y cuantas más cabalguemos juntas, más seguras estaremos.
Cyllan trató de rehusar, pero las mujeres se mostraron inflexibles
y Liss dijo la última palabra:
—Mi conciencia no estaría nunca tranquila si te dejase marchar
—insistió—. Si te ocurriese algo, la vida se me haría imposible.
¿Quieres que me aflija este destino?
Cyllan pensó que, a menos que pudiese emprender otra precipita-
da huida en las horas de oscuridad, estaba realmente atrapada; no tenía
defensa contra sus argumentos. Pero entonces se le ocurrió pensar que
la situación podía tener sus ventajas. ¿Quién se atrevería a sospechar
de una joven en compañía de seis Hermanas de Aeoris? Con tal de que
vigilase constantemente su lengua, ¿qué mejor protección podía pedir?
Sonrió, recobrando poco a poco la confianza.
—Si mi presencia no ha de ser una carga...
—¡Vaya una idea! —dijo Liss, aliviada y complacida—. Esta no-
che descansaremos en la Posada de los Trovadores, y estoy segura de
que podrás alojarte con nosotras. Mañana, unas horas después de la
salida del sol, nos pondremos en camino.

El grupo de la Hermandad partió hacia el sur cuando el sol emp e-


zaba a elevarse en un cielo rojo de sangre, con sólo unas pocas nubes
de bordes purpúreos. La Hermana Liss declaró que el tiempo era un
buen presagio, y en cuanto quedó atrás la ciudad, la marcha fue lenta
pero regular.
Cyllan cabalgaba en retaguardia, justo delante de los cuatro po-
neys de carga de las Hermanas. Se alegraba en secreto de tener com-
pañía; la noche pasada, su sueño había estado lleno de pesadillas,
todas ellas girando alrededor de la muchacha ejecutada, y con aquellos
sueños todavía frescos en su mente, no tenía el menor deseo de estar a
solas con sus pensamientos. Sus compañeras de viaje se contentaban

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

con cabalgar y disfrutar del paisaje, y las pocas conversaciones que se


entablaban eran baladíes y, por consiguiente, seguras. El único factor
inquietante era la presencia de la mujer de negros cabellos y cara del-
gada que cabalgaba un poco delante de ella.
Sólo había cambiado unas pocas palabras con la Hermana-
Vidente Jennat Brynd desde que la conoció, pero había advertido en
varias ocasiones que la mujer la observaba con algo más que vago
interés. Cyllan no contaba con encontrar una vidente entre sus nuevas
compañeras y se preguntaba hasta dónde podría alcanzar el talento de
Jennat; la idea de que su propia mente podía ser un libro abierto para
una persona realmente dotada de facultades psíquicas era estremece-
dora. Había tenido poco contacto con la vidente y, hasta ahora, todo
había marchado bien, pero prefería rehuir la compañía de Jennat, por
su propia seguridad. El viaje a Shu-Nhadek duraría unos cuatro días,
si no había dilaciones engorrosas; por tanto no tendría que mantener
su engaño mucho tiempo más.
El resto del día transcurrió sin incidentes, y pernoctaron en una
posada del camino, exigua pero limpia. Alegando cansancio, Cyllan se
fue a la cama en cuanto acabaron de cenar, dejando que las Hermanas
se quedaran charlando y tomando una jarra de vino, y trató de olvidar
la mirada escrutadora que Jennat Brynd había lanzado en su dirección
antes de retirarse ella. Por la mañana, salieron temprano y la Hermana
Liss dio gracias a Aeoris de que el día fuese también bueno aunque
frío, y a media tarde llegaron a un ancho río cruzado por un puente de
madera. Uno de los poneys de carga había empezado a cojear; se de-
tuvieron y Cyllan se ofreció a examinar al animal y ver lo que le pas a-
ba.
Liss se apeó de la silla de un salto agradecida y apretándose la
rabadilla con los nudillos de ambas manos.
—No me importa confesar que me viene bien este descanso —
dijo, mirando el sol que estaba declinando y dejando que su calor le
acariciase la cara—. Y también me alegro de que viajemos hacia el
sur. Los días son aquí más largos, y el sol, más fuerte... Es un alivio,
después de haber estado en las tierras del norte.
Fanal, que también había desmontado, estaba buscando en las al-
forjas de uno de los poneys, y sacó un paquete envuelto y una bota de
zumo de frutas.
—Este sería un lugar agradable para detenernos, en cualquier cir-
cunstancia —dijo—. Tal vez podríamos sentarnos sobre la hierba y

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

descansar un rato...; es decir, si Themila cree que su trabajo le llevará


algún tiempo.
Cyllan tardó un momento en recordar que, con aquel nombre, se
dirigía a ella, y levantó rápidamente la cabeza, dejando que el poney
de carga apoyase la lastimada pata en el suelo.
—Creo que no es más que una piedra en el casco —dijo a la
Hermana, y después sonrió—. Pero, si quieres, podría tardar alrededor
de una hora en arreglarlo.
Fanal se echó a reír.
—Muy bien, pongámonos cómodas. —Extendió su capa sobre la
exuberante hierba, en un sitio donde el suelo empezaba a descender
hacia el río, y se sentó—. Tengo bebidas frescas para todas, y las tor-
tas que compré esta mañana en la panadería de la ciudad.
A los pocos minutos, las seis mujeres se habían sentado sobre la
hierba, y Cyllan, después de haber extraído la piedra del casco del
poney con la punta de su cuchillo, se reunió con ellas. Fanal le alargó
un pedazo de torta, ella se puso en cuclillas en el borde del grupo y
llevó una mano hacia atrás para sujetarse mejor el moño.
Al retirar los dedos de los cabellos vio que tenía unas manchas de
un pardo rojizo...
Se había olvidado completamente de que el tinte de las campani-
llas tenía que estar ya perdiendo su efecto. Las posadas del camino no
tenían espejos en las habitaciones, y no se le ocurrió pensar en el color
de sus cabellos. Pero ahora, el castaño cobrizo podía aparecer rayado
de un tono próximo al rubio claro natural, y esto podía ser suficiente
para delatarla.
Miró rápidamente a las Hermanas, pero éstas estaban atareadas
con la comida y la bebida; es decir, todas menos Jennat Brynd, que
estaba observando a Cyllan y que, cuando se encontraron sus miradas,
le dirigió una lenta y amable sonrisa. Con un tremendo esfuerzo, Cy-
llan movió nerviosamente los labios para corresponderle y, después,
volvió rápidamente su atención a la torta que tenía en la mano.
Durante un rato, no se oyó más ruido que el gorgoteo del río y el
que hacían los caballos que pastaban satisfechos la hierba cercana a
ellas. La Hermana Liss había agachado la cabeza y parecía dormida;
Fanal estaba atareada limpiando los restos del pequeño festín, y Jen-
nat, apoyada sobre un codo, estaba absorta examinando el contenido
de su bolsa. Al cabo de un rato, extrajo de ella algo que reflejó la luz

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

del sol con un brillante destello, y las que estaban cerca de ella levan-
taron la mirada, sorprendidas.
—¿El cristal Hermana? —preguntó amablemente Farial.
Jennat sonrió.
—Sí. El río me ha dado la idea. Tan suave y tranquilo, y la mane-
ra en que la corriente capta la luz del sol y la refleja es realmente hip-
nótica.
Fanal se volvió a Cyllan.
—No debes prestar atención a la Hermana Jennat, Themi a. Elige
los momentos más inverosímiles para practicar su arte, aunque la
verdad es que todas estamos orgullosas y envidiamos su talento.
Cyllan asintió con la cabeza, inquieta, y los ojos negros de Jennat
se fijaron en los suyos.
—Oh, pero no quiero molestar a nuestra nueva amiga —dijo
amablemente—. Nosotras olvidamos con facilidad el hecho de que,
para los legos, nuestro arte puede a veces parecer desconcertante. No
nos acordamos de que la magia se practica muy poco fuera de la Her-
mandad.
A pes ar de la suavidad de su voz, las palabras eran un claro des a-
fío. Cyllan la miró, fruticiendo los párpados.
—Por favor, no te detengas por mí, Hermana. Eso no me da mie -
do.
Jennat hizo girar varias veces el pequeño cristal entre las manos.
— ¿Has visto alguna vez algo parecido a esto?
—Una vez vi un lector de piedras en una feria —dijo Cyllan—.
Pero creo que debía de ser un charlatán.
—La mayoría de los que se dicen adivinos lo son. Para llegar a
tener verdadero talento se requiere dedicación y años de estudio.
Cyllan no replicó, y Jennat, después de otra de sus lentas sonri-
sas, volvió a fijar su atención en el cristal. Después de una prudente
pausa, Cyllan se puso en pie y, esperando que sus acciones pareciesen
casuales, bajó lentamente la suave cuesta hasta la orilla del río. Allí el
agua era cristalina, y creyó ver que unos peces se movían ágilmente
entre las manchas de sombra. Trató de concentrarse en observarlos,
pero le fue imposible; las sutiles insinuaciones de la Hermana Jennat
habían roto la barrera mental detrás de la cual había ocultado sus más
profundos temores, y se sentía atormentada por la inquietud. Esta
sensación, junto con la esperanza irracional de que separándose fís i-
camente de la vidente podría librarse de su escrutinio, la había emp u-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

jado a alejarse lo más posible de las Hermanas, mientras trataba de


serenarse.
Seguramente, se dijo, la Hermana Jennat no representaba una
verdadera amenaza. Era posible... no, era probable que su imaginación
estuviese viendo sombras donde no existía ninguna. Sólo unos pocos
días para llegar a Shu-Nhadek, y entonces podría olvidarse de su en-
cuentro con esas mujeres.
—Cyllan —La voz que sonó a su espalda la sobresaltó y, al vol-
verse, vio que Jennat se había apartado de las otras y descendido en
silencio la ribera para reunirse con ella—. ¿Te encuentras mal?
—No, no. —Cyllan sacudió la cabeza, sin mirar a la otra mujer—
Solamente quería... contemplar el río.
—Lo entiendo —Jennat admiró también el agua que fluía suave-
mente—. Una vista apacible, ¿verdad? Sin embargo, sería demasiado
fácil caer en la tentación de rezagarnos. He venido a decirte que la
Hermana Liss se ha despertado y dice que debemos reanudar la ma r-
cha si queremos llegar a un lugar donde alojarnos antes de que ano-
chezca.
Su recado era pues bastante inocente. Cyllan apretó los dientes
para reprimir un involuntario suspiro de alivio, y se volvió para echar
a andar. Jennat iba a seguirla, pero se detuvo de pronto.
—Oh, Themila..., espero que perdonarás mi curiosidad, pero di-
me, ¿por qué te tiñes el cabello? Su color natural tiene un tono muy
bonito.
Cyllan miró fijamente los ojos endrinos de aquel rostro sonriente
y cándido, mientras sentía un nudo gélido en el estómago. La pregunta
de Jennat la había pillado completamente desprevenida, y no sabía qué
responder.
—¡Jennat! ¡Themila! Venid; ¡ya hemos perdido bastante tiempo!
La llamada impaciente de la Hermana Liss rompió la terrible
pausa, y Cyllan se volvió agradecida, levantando un brazo en respues-
ta. Sin esperar a Jennat y sin darle oportunidad de repetir su pregunta,
subió corriendo la cuesta hasta el lugar donde estaban atados los caba-
llos.
Apartar a los animales de la sabrosa hierba requirió tiempo y es-
fuerzo, pero al fin pudo llevar Cyllan sus propios poneys al camino y
comprobar sus arneses mientras esperaba que montasen las otras mu-
jeres. Y a punto estaba de saltar sobre su silla cuando una voz le
habló, claramente pero en tono casual, desde poca distancia.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Cyllan...
—¿Qué?
Se volvió sin pensar en que había sido llamada por su nombre,
por su verdadero nombre, y sólo cuando se encontró cara a cara con
Jennat se dio cuenta del terrible error que había cometido.
Jennat sonrió.
— ¿Puedes mostrarnos la joya que guardas con tanto cuidado so-
bre tu piel?
La Hermana Liss se detuvo delante de su caballo.
—¿Quée joya? ¿Qué joya es ésa, Jennat?
Cyllan contuvo el aliento, esforzándose en parecer mucho más
tranquila de lo que se sentía. Jennat, segura ahora de sí misma, siguió
mirándola fijamente.
—Hermana Liss, creo que es tal vez más importante establecer la
pequeña cuestión de la identidad de nuestra amiga.
Liss comprendió de pronto lo que quería decir la vidente.
—La has llamado Cyllan...
—Y ella me ha respondido. Creo que, si mi cristal no me engaña,
su nombre completo es Cyllan Anassan.
Fanal lanzó un débil grito sobresaltado y Liss abrió mucho los
ojos.
—Jennat, no querrás decir...
—¡Y sus cabellos! —la interrumpió Jennat, señalándo los—.
¡Son tan castaños como los míos! Es rubia, tan rubia que es casi albi-
na. Y mi cristal me mostró una gema que guarda oculta, una verdadera
joya. Registradla, Hermanas, ¡y creo que encontraréis la piedra que
está buscando el Círculo!
La impresión hizo que Cyllan echase raíces en el sitio donde es-
taba, pero de pronto se dio cuenta de que estaba perdida. No podía
desmentir las acusaciones de Jennat; su única esperanza estaba en la
huida.
Dio un frenético salto para subir a su poney, pero mientras se
deslizaba a horcajadas sobre su lomo, Jennat corrió hacia ella y la
agarró de un brazo. Cyllan la sacudió violentamente, el poney saltó
hacia delante y ella, perdiendo el equilibrio, sintió que resbalaba de la
silla. Cayó al suelo con un ruido sordo, los cascos del poney no le
dieron por un pelo en el cráneo al retroceder espantado el animal, y la
caída le cortó la respiración. Antes de que pudiese levantarse, tres de
las Hermanas se arrodillaron a su lado y la sujetaron.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¡Qué no se mueva! —gritó Jennat con voz ahogada, esquivan-


do los golpes que daba Cyllan con el brazo—. Pronto sabremos la
verdad.
—¡Alto! —gritó la Hermana Liss, consternada—. ¡Esto es inde-
coroso, Jennat! Eres una Hermana de Aeoris, ¡no una moza penden-
ciera de taberna! ¡Levántate en seguida!
Jennat no le prestó atención, había introducido una mano debajo
de la camisa de Cyllan, rasgando la tela, y cerró los dedos sobre la
piedra-alma. Cyllan se debatía como un gato salvaje, pero no podía
soltarse, y Jennat se puso triunfalmente en pie.
—¡Hermana Liss!
Una radiación fría y blanca brotó de la palma de Jennat cuando
abrió la mano para mostrar la joya, la otra mujer se estremeció e hizo
rápidamente la Señal de Aeoris.
— ¡Qué los dioses nos amparen!
Las Hermanas que no sujetaban a Cyllan contra el suelo acudie-
ron, lanzando exclamaciones. Una de ellas alargó una mano como
para tocar la piedra, pero la retiró rápidamente. Liss se volvió para
mirar a la muchacha que yacía sobre la hierba, y el mudo desafío que
vio en los ojos de Cyllan desterró sus últimas dudas.
—Conque hemos estado todo el tiempo amparando a una serpien-
te —dijo, con voz insegura—. ¡Que los dioses nos ayuden! Apenas
puedo creerlo... —Entonces contrajo los labios en una dura línea—.
Esconde esa joya, Jennat. Es una cosa maligna, y no debemos arries-
garnos a que nos contagie. Envuélvela en un paño. No tiene que vol-
ver a ver la luz del día hasta que la pongamos en manos del Sumo
Iniciado.
Jennat miró la piedra y se pasó la lengua por los labios, inquieta.
—¿Y la muchacha? ¿Qué vamos a hacer con ella?
—¡Pobre niña! —Liss siguió mirando gravemente a Cyllan—.
¿Có mo puede una mujer tan joven estar tan corrompida...?
—¿Vamos a llevarla a la ciudad más próxima para que la juz-
guen? —preguntó Fanal.
—No; esto no es competencia de los ancianos locales, ni siquiera
del Margrave de la provincia. Debe ser entregada en el Castillo de la
Península de la Estrella, para que la juzgue el propio Círculo. —Su
mirada se fijó un momento más en Cyllan, y después sacudió la cabe-
za y se volvió, diciendo—: Y pensar que ha podido engañarnos de esa
manera.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Incluso el Sumo Iniciado se dejó engañar por estos endemo-


niados —le recordó solemnemente Fanal—. No debemos reprochar-
nos nada, Hermana.
—No. No, tal vez tienes razón. Aunque, ahora que lo pienso, de
no haber sido por la Hermana Jennat..., bueno, dejemos esto. Debemos
prestar nuestra atención a lo práctico. Necesitaremos una escolta ar-
mada que nos conduzca a la Península de la Estrella, y si hubiese
algunos Adeptos visitando la provincia que pudiesen ayudarnos, me
sentiría mucho más tranquila para el viaje. —Recogió la engorrosa
falda de su hábito—. Atad a la muchacha, Hermanas, y sujetadla bien
sobre la silla del poney. Descansaremos esta noche en la población
más próxima y mañana nos dirigiremos hacia el norte.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo sexto

Keridil Toln observó el halcón que partía hasta que no fue más
que un punto diminuto en el cielo, indistinguible entre los jirones de
nubes que salpicaban el azul. Si podía confiar en los cálculos del hal-
conero Faramor, y la experiencia le decía que podía hacerlo, el mensa-
je vital llegaría a su primer destino en menos de dos días, y sería en-
tregado en el segundo el día después.
Dio las gracias a Faramor, pero atajó toda ulterior con versación;
ahora tenía demasiado en qué pensar para perder el tiempo en chanzas.
Subió rápidamente la escalinata de la entrada del Castillo y cruzó la
puerta, estremeciéndose involuntariamente al sentir el vivo contraste
entre el calor del interior y el frío de la mañana. Después se dirigió a
sus habitaciones.
El estudio estaba vacío, pero pudo oír que alguien se movía en
los aposentos privados contiguos. Keridil se detuvo un instante para
calentarse las manos en el hogar y, después, abrió la puerta de sus
habitaciones, pensando que encontraría a Sashka esperándole. Pero, en
vez de ella, vio a Gyneth Linto, el viejo mayordomo que había estado
antes al servicio de su padre. Gyneth estaba inclinado sobre un arcón
en el rincón más lejano de la estancia, y al entrar Keridil, se irguió e
hizo una profunda reverencia.
—¿Ha partido el halcón sin novedad, Señor?
—Sí.
Keridil cruzó la habitación y contempló con cierto disgusto los
artículos que el viejo estaba sacando del arca. Una capa larga con
grandes bordados en hilo de oro..., un broche de oro macizo con su
sello..., una diadema de oro..., el cetro de Sumo Iniciado...
—La diadema está un poco deslustrada, Señor —dijo Gyneth,
acercándosela para que la inspeccionase—. Pero nada que no pueda
arreglarse puliéndola un poco.
—Está bien. —Keridil desdeñó la diadema con un ademán, no
queriendo pensar en los atributos de su cargo hasta que las circunstan-
cias le obligaran a ello—. Quiero viajar ligero, Gyneth —añadió—.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Sin mucho equipaje, ni muchos acompañantes. El tiempo es esencial


en este viaje.
Las palabras brotaron de su boca más secamente de lo que había
pretendido y el viejo le miró unos momentos antes de responder pláci-
damente:
—Desde luego, Señor. —Volvió a colocar cuidadosamente la
diadema sobre la capa plegada y después, con un discreto tono de
timidez, añadió—: ¿Algún contratiempo, Señor? ¿Puedo atreverme a
decir que pareces turbado?
La astucia y la experiencia habían dado a Gyneth una percepción
más exacta que la de cualquier vidente, y Keridil suspiró.
—Nada importante. Pero observar el vuelo de aquel pájaro, sa-
biendo que ya no había manera de volver atrás... me hizo dudar de mi
propio juicio. Ojalá hubiesen querido los dioses que mi padre estuvie-
se aún con vida.
Gyneth frunció los labios. Raras veces se atrevía a dar una opi-
nión sobre materias del Círculo, pero le entristecía ver a su señor tan
inquieto.
—El antiguo Sumo Iniciado era un hombre muy sabio, Señor. En
todos los años que le serví, nunca le vi tomar una decisión precipitada
o imprudente. —Su mirada se fijó en la de Keridil—. Creo que, de
haberse hallado en tu lugar, habría actuado exactamente como tú.
Keridil sonrió débilmente.
—Gracias, Gyneth. Aprecio tu fidelidad, tanto si tienes razón
como si no la tienes. —Se restregó las todavía frías manos y dio a su
voz una vivacidad que no sentía—. Sin duda podríamos discutir sobre
esto durante todo el día, pero no puedo permitírmelo. Lo hecho, hecho
está, y debemos pensar en el futuro. —Miró a su alrededor—. Parece
que casi has terminado los preparativos.
—Sí, Señor. Hay un par de cosillas por arreglar, pero pueden es-
perar hasta más tarde.
—Bien. ¿Dónde está la Señora Sashka?
Gyneth le dirigió una extraña mirada que, pensó, tenía un débil
matiz de desaprobación.
—Se retiró a sus habitaciones, Señor. Me dijo que te dijese que
estaba empaquetando sus cosas para el viaje.
—¿Sus cosas? —Keridil se quedó perplejo—. ¡Pero si habíamos
quedado en que no me acompañaría!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Cierto, Señor. Sin embargo, pensé que yo no era quién para


decirlo.
—No...
La relación entre Sashka y Gyneth era incómoda en el mejor de
los casos; Sashka no disimulaba su antipatía por el viejo y su recelo de
la influencia que tenía sobre Keridil, y aunque nada induciría a Gyneth
a confesarlo, Keridil sospechaba que aquel sentimiento era mutuo.
Pero Gyneth era un servidor demasiado educado para publicar sus
senti mientos, y la convicción de que Sashka sería pronto consor te del
Sumo Iniciado le hacía doblemente respetuoso en su actitud hacia ella:
no se habría atrevido a discutir. Sin embargo, Sashka estuvo de acuer-
do, ante la insistencia de Keridil, en que el largo viaje era demasiado
pesado y posiblemente demasiado peligroso para que ella lo empren-
diese. Y si él podía arriesgar su propia seguridad, nada en el mundo le
habría inducido a poner en peligro la de ella, y había pensado que el
asunto estaba resuelto.
—¿Quieres enviar recado a la Señora de que deseas verla, Señor?
La voz de Gyneth interrumpió sus pensamientos.
— ¡Oh! No, Gyneth; dejemos esto por ahora. Más tarde hablaré
con ella y veré lo que hay que hacer.
—Muy bien, Sumo Iniciado. Entonces, con tu permiso, iré a ver a
Fin Tivan Bruall para lo referente a los caballos.
Keridil asintió con la cabeza, para darle las gracias y despedirle,
y cuando el viejo hubo salido de la estancia, se sentó en la cama, apar-
tando a un lado las cuidadosamente plegadas prendas que había sobre
ella. Al día siguiente tenía que emprender un viaje del que podía de-
pender el futuro de toda la Tierra... y en ese momento habría dado casi
todo lo que tenía para que retrocediese el tiempo y pudiese anular la
decisión que había tomado esta mañana al salir el sol.

Había pasado toda la noche arrodillado delante de la llama votiva


que ardía perpetuamente en su estudio, y había rezado fervorosamente
en solicitud de guía. El amanecer le encontró exhausto y con los ojos
fatigados, pero con la profunda certidumbre de lo que tenía que hacer.
Rígido por el cansancio, se había sentado a su mesa y tomado las dos
cartas que había sobre ella, releyéndolas por centésima vez, aunque se
sabía de memoria el contenido: la petición formal de la Matriarca
Ilyaya Kimi de que convocase un Cónclave de los Tres, y el rígido
pergamino que había llegado el día siguiente, con el sello de la Corte

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de la Isla del Verano y de puño y letra del Alto Margrave, Penar Ele-
car, con idéntica petición.
Keridil sabía que lo más fácil habría sido acatar el veredicto de la
mayoría y convocar el Cónclave sin pensarlo más. Pero tenía un vivo
sentimiento de su responsabilidad como custodio de las leyes del
mundo espiritual y primer vehículo de la palabra y de la voluntad de
los dioses. En toda la larga historia, desde la caída de los Ancianos, no
se había convocado nunca un Cónclave, y estaba claramente escrito
que sólo debía convocarse en caso de un peligro mortal que ningún
otro poder pudiese conjurar.
¿Era ésta la ocasión? ¿O acaso el despertar de los antiguos y
dormidos temores se había apoderado con demasiada fuerza de ellos y
había deformado exageradamente la verdad? Keridil sabía que nunca
podría estar seguro de la respuesta; debía confiar en su propio juicio.
El Cónclave sería poco más que una formalidad; su resultado estaba
previsto de antemano, y él, como Sumo Iniciado, debería subir al
santuario de la Isla Blanca, abrir el cofre sagrado y estar preparado
para encontrarse cara a cara con Aeoris.
Llamar al gran dios para que volviese al mundo.., era una respon-
sabilidad que le helaba la sangre. Si el juicio del Cónclave era equivo-
cado, ¿de qué cólera sería él víctima? ¿Qué castigos caerían sobre
todos ellos? Jugar con un dios era la insensatez suprema... ¿Qué pasa-
ría si la decisión de abrir el cofre resultaba un error?
Keridil miró de nuevo las dos cartas y, después, el creciente mo n-
tón de informes y declaraciones que habían llegado de casi todas las
provincias, traídos por aves mensajeras o por mensajeros a caballo.
Juicios, acusaciones, ejecuciones; inundaciones y cosechas perdidas;
terrores inarticulados y súplicas de ayuda o de consejo al Círcu lo... El
miedo al Caos cundía por toda la Tierra, y nada, salvo la destrucción
de aquellas fuerzas del mal, podía detenerlo. Los Adeptos habían
probado todo lo que sabían para descubrir a los fugitivos y, con ellos,
la piedra del Caos; pero sus ritos y conjuros habían resultado inútiles,
y eso bastaba para convencer a Keridil de la gravedad del peligro con
el que se enfrentaban.
En una ocasión, había mirado a la cara al Caos, y el recuerdo se
había grabado para siempre en su cerebro. Yandros, la quintaesencia
del mal, con sus cabellos de oro y sus ojos siempre cambiantes y su
bella y maligna sonrisa... Yandros, que se había burlado del Círculo y
les había desafiado a plantarle cara, si se atrevían, cuando se alzasen

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

sus fuerzas para conquistar el mundo... Yandros, que había llamado


hermano a Tarod...
No, pensó Keridil, no jugaría con un dios..., pero tampoco jugaría
con el Caos. Y si la piedra -alma no era encontrada y destruida, las
puertas que habían estado cerradas durante tantos siglos contra los
poderes de las tinieblas serían derribadas, y el mundo se sumergiría en
la locura.
Y así, con mano no del todo firme, había tomado pluma y perga-
mino, y escrito las palabras vitales que le comprometerían irrevoca-
blemente en su decisión. Solamente el Sumo Iniciado tenía autoridad
para convocar el Cónclave, y al estampar el sello sobre el papel, la
inseguridad de su mano se había convertido en un temblor de apoplé-
jico, hasta el punto de que la cera caliente salpicó toda la superficie
del pergamino.
Ya estaba hecho. Dentro de unos minutos, el mensaje podría estar
en camino, llevado a su destino por un halcón. Podía enviar a buscar
al halconero... o rasgar el pergamino, quemar los fragmentos y olvidar
que había considerado aquella acción.
Keridil se pasó la lengua por los secos labios y tocó una campani-
lla que tenía sobre la mesa. Cuando Gyneth respondió a la llamada,
levantó la cabeza y dijo:
—Gyneth, ¿quieres enviar a buscar al halconero Faramor y pedir-
le que se reúna inmediatamente conmigo en el patio?
Ahora ya no podía volver atrás. En cuanto llegase su mensaje a la
Residencia de la Matriarca en Chaun del Sur, Ilyaya Kimi empezaría
los preparativos para el viaje a Shu Nhadek. Y un día o dos más tarde,
un barco zarparía de la Isla de Verano, llevando al joven Alto Margra-
ve y a su séquito. Keridil emprendería el viaje por la mañana y, con
unos pocos compañeros elegidos, cabalgaría velozmente hacia el sur
para encontrarse con sus iguales.
Miró fríamente las prendas que Gyneth había sacado del arca y se
dio cuenta de lo cansado que estaba. Este era el precio de una noche
sin dormir e incluso de noches anteriores, cuando habiendo buscado
refugio en la cama había sido hostigado por las pesadillas. No estaría
en condiciones de emprender un viaje de ocho días, a menos que pu-
diese descansar un rato, y hasta que volviese más tarde Gyneth, estaría
a salvo de interrupciones.
Apartó a un lado las prendas plegadas, haciendo sitio en la cama,
y se tumbó en ella. Durante unos minutos, siguieron asaltándole ideas

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

inquietantes; después, gracias a los dioses, se sumió en un profundo


sueño.
Keridil fue despertado dos horas más tarde por el ligero contacto
de una mano en su frente. Se movió y, después, abrió los ojos y vio a
Sashka sentada a su lado, con una dulce sonrisa en el semblante.
—Has dormido, amor mío —dijo ella, apartando un mechón de
cabellos de su boca.
Keridil pestañeó y se incorporó haciendo un esfuerzo.
—¿Qué hora es?
—Más de mediodía. Habría venido más pronto, pero estaba con
mis padres en nuestras habitaciones. —Hizo una pausa y después
añadió—: Preparando el equipaje.
El recordó lo que le había dicho Gyneth y alargó una mano para
asir la de ella y estrecharla.
—No estarás pensando en venir conmigo, Sashka. Después de
todo lo que dijimos...
—Sé lo que dijimos, Keridil. Pero, ¿crees realmente que voy a
dejar que te marches sin mí? Quiero estar a tu lado, y tengo la impre-
sión de que me necesitarás.
Tiene más razón de lo que cree, pensó Keridil; pero no podía ac-
ceder.
—No, amor mío —le dijo—. Es un viaje demasiado largo, y de-
masiado peligroso. Todo el mundo está alborotado, y sólo los dioses
saben lo que vamos a encontrar en el camino hacia el sur. Si los pode-
res del Caos supiesen lo que se está preparando, tratarían de impedir
que llegásemos a nuestro destino, y si te ocurriese algún mal por mi
causa, ¡no me lo perdonaría nunca!
Los ojos de ella brillaron de enojo.
—¿Crees que me falta valor para enfrentarme con el peligro?
—No... no, ¡claro que no! Pero...
— Crees que puedo estar esperando aquí, sin saber dónde estás ni
cuál es tu suerte? ¿Qué haría yo durante tu ausencia?
—Tu padre va a regresar a Han. Vete con él, amor mío. Estarás
más segura en tu casa.
—Ahora, mi casa es el Castillo. Si me fuese a Han, me volvería
loca con la espera y la inquietud —arguyó Sashka.
Entrelazó los dedos en los de él, consciente de que él empezaba a
flaquear. Sabía que la quería con él, y estaba resuelta a acallar sus
protestas. Keridil estaba a punto de embarcarse en la empresa más

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trascendental que acometiese un Sumo Iniciado y, cuando la hubiese


terminado, sería famoso en toda la Historia como salvador de su pue-
blo: el hombre que había salvado al mundo de la amenaza del Caos.
Ninguna fuerza en la Tierra podría impedir que estuviese a su lado
cuando se realizase la hazaña.
—Escúchame, Keridil —dijo, en tono suave pero persuasivo—,
no podría soportar separarme de ti, no ahora, no cuando llevas esta
carga sobre tus hombros. —Sus dedos trazaron una delicada línea
alrededor de su barbilla, y vio, con satisfacción, la sonrisa vacilante
con que él le respondía—. Una vez, cuando estaba tan desesperada
después de..., bueno, después de los sucesos con que se inició este
desgraciado asunto, me diste tu fuerza y tu amor, cuando yo pensaba
que la vida no valía la pena de ser vivida. Y nunca, hasta este momen-
to, he podido pagarte la deuda que contraje contigo.
Keridil sacudió la cabeza, aunque todavía estaba sonriendo.
—Te me diste tú misma, amor mío. No podías hacerme un honor
más grande.
—Pero no es bastante, no al menos para mí. —Sashka estaba sa-
tisfecha de su estratagema, que por lo visto daba resultado—. Ahora
quiero demostrarte que, si tú me ayudaste cuando tan desesperada-
mente lo necesitaba, puedo, a cambio de ello, ser para ti un firme
puntal. Por favor, Keridil... No temo lo que pueda pasar. Sólo temo
que pueda ocurrirte algún mal, y quiero estar a tu lado para impedirlo.
Keridil recordó el día en que Tarod fue traído al Castillo, cautivo,
drogado e insensible. Sashka había estado prometida en matrimonio
con él, y además había mostrado, creía Keridil, un enorme valor al
superar su dolor y su desesperación ante las revelaciones sobre él.
Estaba desconsolada, y él trató de consolarla al enfrentarse con la
triste verdad. La había hecho reír.., un pequeño principio, pero de
buen agüero..., y poco a poco, ella había olvidado su aflicción y su
amor había florecido...
El quería que estuviese a su lado. Su presencia le daría fuerza,
como había dicho ella, y mantendría a raya las dudas y el miedo. Y si
tan resuelta estaba a acompañarle, ya no tenía más argumentos para
disuadirla.
Y dijo:
—Sashka..., si estás segura...
La expresión de ella se deshizo en una deslumbrante sonrisa, y le
rodeó el cuello con los brazos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¡Muy segura! ¡Claro que estoy segura! —Le soltó con una ex-
presión de alivio y de triunfo en el semblante, y su sonrisa se trocó en
otra de profunda preocupación—. Deberías descansar un poco más —
dijo, solícita—. Si vamos a partir mañana al amanecer, necesitarás de
todas tus fuerzas.
—No tengo tiempo. Gyneth volverá pronto y...
— ¡No te preocupes de Gyneth! Si encuentra cerrada la puerta, te
dejará en paz. —Se levantó, cruzó graciosamente la estancia y él oyó
que corría un cerrojo—. Ya está. Ahora nadie vendrá a molestarnos.
—Volvió a la cama y se tumbó en ella, rodeando cálida y posesiva-
mente a Keridil con sus brazos—. Estamos juntos, y seguiremos jun-
tos de ahora en adelante. —Su voz era suave y persuasiva—. Eso es lo
único que importa.

El gran caballo bayo marchaba en un fácil medio galope, levan-


tando remolinos de polvo en el camino. Desde que se había separado
de la caravana de madereros, en la orilla del bosque que se extendía
junto a la frontera entre Han y Wishet, Tarod mantuvo una buena
velocidad cabalgando hacia el sur y cruzaba ahora los llanos cultiva-
bles de Perspectiva. El tiempo era casi perfecto, con un cielo alto y
brillante y un viento vivo y seco que soplaba del este, pero el franco
optimismo de los elementos ofrecía un obsceno contraste con las cosas
que había presenciado en el camino.
El miedo que había sentido Tarod, de que la superstición que se
extendía sobre la Tierra después del aviso del Círculo acabaría esta-
llando y alcanzaría proporciones inconcebibles, había resultado ple-
namente justificado. La locura se apoderaba del campo, convirtiendo a
vecinos hasta ahora justos y serenos en aterrorizados vengadores de
males imaginarios. Tres hombres habían sido ahorcados en la última
población que había cruzado, no sabía Tarod por qué delito; se había
detenido para contemplar, horrorizado, los cadáveres que oscilaban,
rígidos y grotescos, colgados de la horca, como advertencia a todos
los demás, y había visto signos contra el mal de ojo dibujados sobre
sus sombras en el suelo. Siguiendo su camino, había oído contar que
unos mercaderes cayeron en una emboscada y fueron asesinados en la
orilla del bosque; se decía que demonios alados se materializaron en el
aire llevándose a las víctimas que aún podían gritar, mientras espíritus
necrófagos se daban un banquete con los muertos. Plantíos de los que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

se sospechaba que albergaban seres infernales que salían de los cam-


pos por la noche eran quemados por sus aterrorizados dueños, sin
pensar en el hambre a que condenaban a sus familias; tres veces había
visto ya una lejana columna de humo que anunciaba que los medios de
vida de un agricultor se habían convertido en cenizas. Y no hacía
media hora que había pasado junto a un carro de mercado quemado,
con el caballo yaciendo degollado entre las varas, mientras otras for-
mas ennegrecidas, por fortuna indistinguibles, estaban medio ocultas
bajo las ruedas rotas. También aquí había signos contra el mal de ojo
en el camino, pintados al parecer con la sangre del caballo... No inves-
tigó más.
Una locura. Y todo en nombre del Orden... Tarod se vio acosado
por una fea idea que le había asaltado últimamente con demasiada
frecuencia y que ponía en tela de juicio la justicia de un dios que per-
mitía que cosas tan espantosas se hiciesen en su nombre. Esta enfer-
medad parecía obra del Caos, realizada directamente por las manos de
Yandros. ¿Cómo podía Aeoris observar tan desaforada anarquía sin
hacer nada para impedirla? ¿Y cómo podía el Círculo, que reunía a sus
emisarios, permitir que la muerte y la destrucción continuasen con
tanto desenfreno?
Reprimió estas ideas, haciendo un gran esfuerzo. Fresco en la
mente el horror de todo lo que había visto, sería fácil sucumbir a la
duda, y esta duda serviría a los fines de Yandros. Pero, de no haber
sido por las maquinaciones del Señor del Caos, el mundo estaría toda-
vía en paz; tenía que mantener firme su confianza en los dioses del
Orden, aferrarse a su propia resolución y no permitir que la incert i-
dumbre hiciese presa en él. En cuanto encontrase a Cyllan y recobrase
su piedra-alma, trataría de poner fin a esa locura...
Estimulado por esta idea, espoleó su montura, satisfecho de sentir
debajo de él la espontánea respuesta de los poderosos músculos del
animal. El camino estaba tranquilo (nadie viajaba ahora, a menos que
fuese indispensable) y así, cuando vio delante de él una delatora nube
de polvo que se elevaba contra el telón de fondo de los campos, puso
su caballo al trote corto, haciendo visera con la mano para resguardar
los ojos de la luz del sol y ver de qué se trataba.
La nube de polvo se fue acercando y al fin Tarod pudo ver las si-
luetas de varios jinetes. Hubo un brillo de luz sobre metal y presumió
que los recién llegados serán milicianos de alguna población próxima.
Sin duda le detendrían, y esto significaría un retraso para él; pero la

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

insignia de Iniciado le mantendría en buena posición, como hasta


ahora.
Su previsión resultó acertada y, al cabo de unos minutos, el jefe
del grupo le dio el alto. Le rodearon ocho hombres nerviosos, recelo-
sos, inexpertos, algunos poco más que adolescentes.
—Declara tu nombre, señor, y el objeto de tu viaje.
El jefe, indudablemente elegido como tal por ser el mayor en
edad, gritó la orden, pero sin verdadera convicción. Tarod cruzó su
mirada con la del hombre, ejercitando un poco su fuerza de voluntad,
y el jefe vio un forastero de cabellos castaños y ojos grises y sin nada
notable en su aspecto; una cara que más tarde no recordaría. Tarod
sonrió débilmente y desplegó su capa de modo que la insignia de oro
brillase a la luz del sol.
—Asuntos del Círculo —dijo vivamente—. Confío en que esto
no me hará sospechoso, capitán.
Halagado por el tratamiento, pero todavía contrariado por su
error, el hombre se sonrojó.
—No, señor..., ¡claro que no! Lo siento, señor, pero es que aca-
bamos de recibir la orden, del propio Margrave, ¿sabes?, de dar el alto
a todos los desconocidos que transiten por este camino y... bueno,
comprobar si son realmente lo que parecen, señor, si es que me en-
tiendes.
—Tu Margrave hace bien en tomar estas precauciones —dijo Ta-
rod—. Y ahora dime, ¿qué noticias hay en Perspectiva? Vengo cabal-
gando del norte y, en los tres últimos días, no he oído ningún relato
que sea d igno de confianza.
Uno de los más jóvenes adelantó su caballo y murmuró algo al
oído del jefe. Este asintió enfáticamente y, después, miró a Tarod y
carraspeó.
—Bueno, señor, circula un rumor..., es decir, una noticia que, si
no estoy equivocado, fue confirmada esta mañana..., de que la mucha-
cha, la cómplice del demonio del Caos, ¡ha sido capturada!
Tarod reprimió un irracional rayo de esperanza, diciéndose que
seguramente sería otra falsa pista, como todas las anteriores.
—¿Oh, sí? —dijo—. Disculpa mi escepticismo, capitán, pero
otros hicieron la misma afirmación antes de ahora, y resultó infunda-
da.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Es verdad, sí; pero nuestro Margrave ha dicho que esta vez no
es mera palabrería. —El miliciano pareció orgulloso—. Se dice que la
joven tiene una joya. Una joya incolora.
¿Sería posible...? Tarod dijo en voz alta:
—Ya veo... ¿Y ha sido sometida a juicio?
—No, señor; no hasta ahora, que yo sepa... —El miliciano pare-
cía un poco avergonzado—. He oído decir que el asunto no es de
competencia de la justicia local. La muchacha tiene que ser llevada
hacia el norte, a la Península de la Estrella; pero el viaje es largo y
peligroso. Si alguien dotado de autoridad pudiese encargarse de esto...
—Tosió—. Si es que me entiendes, señor...
Tarod lo entendió. Antes se había dejado engañar por falsos ru-
mores, pero esta vez parecía que podía haber pruebas reales contra la
joven, fuese ésta quien fuere. Tanto si era una pérdida de tiempo como
si no, tenía que asegurarse. Asintió con la cabeza.
—Está bien. En vista de lo que me has dicho, retrasaré mis pro-
pios asuntos. ¿Dónde está la muchacha?
El jefe de la milicia pareció aliviado.
—En la misma Ciudad de Perspectiva, señor. A unas diez millas
de aquí, no más.
—Entonces propongo que vayamos allá sin mayores dilaciones.
—¡Si, señor!
Gritó unas órdenes innecesarias a sus hombres, que ya estaban
haciendo dar la vuelta a sus caballos, y la cabalgata emprendió la
marcha. Mientras trotaban, Tarod trató de no pensar en lo que encon-
traría o dejaría de encontrar al llegar a su destino. Si la muchacha
capturada no era Cyllan, solamente sufriría otra desilusión. Pero si lo
era..., no había considerado cómo podría liberarla; su presunta condi-
ción no le bastaría para imponerse a cualquier otra autoridad y llevarse
a la muchacha. Si pudiese recobrar la piedra-alma, podría hacer uso de
unos poderes que ahora estaban fuera de su alcance..., pero no quería
pensar demasiado en esa posibilidad.
Un poco antes de una hora, aparecieron delante de ellos los rojos
tejados de Perspectiva, elevándose sobre las seis murallas concéntricas
de piedra clara que rodeaban la ciudad. Aquellas murallas habían sido
construidas para proteger de las primeras heladas a los huertos de
árboles frutales que habían dado fama a Perspectiva, y que daban las
tempranas cosechas de verano que eran el orgullo de la ciudad. El
grupo cruzó a caballo uno de los anchos arcos de la muralla exterior y

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

siguió un camino empedrado, entre hileras de árboles cuajados de


flores blancas. Su aroma era denso en el aire; uno de los milicianos
empezó a estornudar violentamente y sólo dejó de hacerlo cuando
hubieron cruzado la sexta muralla y entrado en la ciudad propiamente
dicha.
Perspectiva era una de las ciudades más antiguas del país y, como
tuvo que reconocer Tarod a pesar de su preocupación, una de las más
florecientes y bellas.
Esbeltas torres de piedra se alzaban a intervalos, dominando el
amasijo de tejados rojos e inclinados. Las calles, pavimentadas, eran
anchas y despejadas, y las ornadas casas tenían portales de piedra y
balcones; una arquitectura que revelaba un ambiente de agradable y
próspero bienestar.
Sin embargo, ese ambiente no se reflejaba en el aire ni en las ca-
ras de las personas con quienes se cruzaban Tarod y sus acompañantes
al cabalgar hacia el palacio de justicia.
El terror que reinaba en el mundo había afectado a Perspectiva
igual que a todos los demás lugares, y su animación normal había
decaído rápidamente. Los ciudadanos iban a sus quehaceres impres-
cindibles con expresiones herméticas y contraídas, y cualquier recién
llegado desprovisto del menor talento psíquico habría sentido la ten-
sión palpable que reinaba en la ciudad.
El jefe de los milicianos refrenó su montura cuando las calles se
abrieron de pronto a una ancha avenida flanqueada de árboles, y se
volvió sobre la silla para decir a Tarod:
—El palacio de justicia está delante de nosotros, señor. ¿Quieres
que me adelante y vaya a informar a los ancianos de la ciudad de tu
llegada?
Tarod sacudió la cabeza. Se daba cuenta de que su pulso latía
demasiado aprisa, y trató de calmarlo.
—No. Huelgan las formalidades.
—Lo que tú digas, señor.
El hombre espoleó su caballo, y todos cabalgaron por la avenida
hasta el alto edificio, de sencilla fachada, que se alzaba al final de ella.
Una abigarrada multitud se había reunido en el exterior como espe-
rando algo; abrieron paso a los jinetes y muchos se quedaron boquia-
biertos al reconocer la insignia de Iniciado en el hombro de Tarod.
Éste hizo oídos sordos a los apagados murmullos que surgieron a su

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

espalda y se apeó de la silla, entregando las riendas de su caballo a


uno de los milicianos más jóvenes.
Mientras subían la escalinata, se abrieron las puertas del palacio
de justicia y aparecieron cuatro hombres. Tarod reconoció inmediata-
mente al viejo individuo de cabellos grises que iba a la cabeza; había
conocido al Margrave de Perspectiva en la fiesta de la investidura de
Keridil Toln y habían sostenido una desagradable discusión sobre la
creciente anarquía en el país. Parecía haber pasado muchísimo tiempo
desde aquel encuentro, pero el Margrave era un hombre astuto y pro-
bablemente recordaría la cara del Adepto renegado. Tarod se concen-
tró, dejando que un poco de poder fluyese de su interior.., y vio que el
Margrave pestañeaba, como momentáneamente desconcertado. Enton-
ces se serenó el semblante del viejo, que tendió una mano a modo de
saludo.
—Adepto, me faltan palabras para expresar lo que siento. ¡No
había esperado que el Círculo respondiese con tanta rapidez a mi men-
saje!
Tarod frunció el entrecejo.
—¿Qué mensaje, señor?
—Entonces, ¿no eres un emisario del Sumo Iniciado?
El Margrave parecía perplejo.
—Nos encontramos con él en el camino, señor —explicó apresu-
radamente el jefe de milicianos—. Casualmente cabalgaba en esta
dirección y... dadas las circunstancias.., pensamos que podía ayudar-
nos.
El Margrave pareció aliviado y estrechó de nuevo la mano de Ta-
rod en una bienvenida más cordial que la primera.
—Entonces fue un accidente muy afortunado —dijo, con eviden-
te alivio—. ¿Te han explicado mis hombres, Adepto, la naturaleza de
nuestro problema?
—Me han dicho que habéis aprehendido a una muchacha que
creéis que es la cómplice de la criatura del Caos —explicó Tarod—.
Me perdonarás que sea franco, pero es la quinta o sexta vez que he
tenido que investigar asertos semejantes desde que emprendí mi viaje
y, hasta ahora, ninguno de ellos tenía fundamento.
El Margrave sacudió enfáticamente la cabeza.
—Debes creerme, si te digo que ésta no es una falsa alarma.
Comprendo tu escepticismo, pues también el histerismo ha hecho
presa en Perspectiva y se han formulado muchas acusaciones sin

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

pruebas para mantenerlas. —Miró a Tarod, como desafiándole a dis-


cutir lo que diría ahora—. No soy tonto, o al menos no creo serlo. Y
tampoco lo es la Hermana-Vidente Jennat Brynd.
—¿Una Hermana de Aeoris? Disculpa, pero no acabo de com-
prender.
—Fue un grupo de Hermanas el que descubrió la verdadera iden-
tidad de la muchacha —dijo el Margrave—. Por lo visto, estuvo via-
jando con ellas durante algunos días, y la Hermana Jennat empezó a
sospechar. Empleó sus facultades para investigar a la muchacha y
descubrió la verdad. —Su boca se frunció en una expresión que podía
ser de repugnancia o de inquietud—. La muchacha dijo llamarse
Themila y algo más, no puedo recordar ahora el nombre del clan; pero
cuando las Hermanas descubrieron una joya que llevaba escondida,
estuvieron seguras de que habían encontrado a la fugitiva.
Tarod sintió que se le ponía la piel de gallina. Themila. La coin-
cidencia era demasiado grande para pasarla por alto. El había hablado
a Cyllan de Themila Gan Lin, su antigua maestra; era un nombre que
ella debía recordar...
Forzando la voz para poder mantenerla tranquila, preguntó:
—¿Y qué ha dicho la muchacha? ¿Ha confesado?
El Margrave sacudió la cabeza.
—No, se ha negado a hablar desde que fue aprehendida. Perma -
nece sentada y mira airadamente a cuantos se le acercan. —Se estre-
meció delicadamente—. No es una mirada que desease yo ver dema-
siado a menudo. Si la mitad de lo que se cuenta de ella es verdad,
prefiero no pensar en lo que sería capaz de hacer. —Hizo una pausa—
Pero estoy divagando; tendré tiempo más tarde de explicarte el resto, y
he olvidado ya la cortesía más elemental. Debes tener la boca seca
después de tanto cabalgar, especialmente cuando abunda el polvo en el
camino. Permite que al menos te ofrezca una copa de vino.
Era difícil rehusar el ofrecimiento, y si mostraba demasiado inte-
rés en ver a la prisionera, el anciano podría sospechar de sus motivos.
Forzó una sonrisa.
—Lo apreciaré mucho, Margrave; gracias.
Seguido a cortés distancia por su pequeño séquito, el Margrave
condujo a Tarod a lo largo de los frescos pasillos del palacio de justi-
cia hasta una antesala dispuesta para recibir a invitados importantes.
Tarod tuvo que dominar su inquieta impaciencia cuando el anciano
ordenó a un criado que trajese, no solamente vino, sino también comi-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

da, y se esforzó en comer unos manjares exquisitos que su estómago


no le pedía, mientras el Margrave se extendía contando las circunstan-
cias de la detención de su prisionera. Las Hermanas, dijo, habían in-
tentado dirigirse al norte y llevar a su cautiva a la Península de la
Estrella, pero en cuanto tuvo él noticia de ello, insistió en que la em-
presa era demasiado peligrosa. Era mucho más seguro comunicarlo al
Círculo, para que éste pudiese enviar una escolta de confianza; pero el
mensaje había sido enviado por medio de una de las nuevas aves co-
rreo aquella misma mañana, y de ahí el asombro del Margrave de ver
llegar tan pronto a un Adepto a la ciudad. Tarod escuchó cortésmente
el torrente de palabras, asintiendo ocasionalmente con la cabeza o
murmurando su aprobación, pero en el fondo, se sentía incapaz de
aguantar más. Si la muchacha capturada era Cyllan, cosa, se recordó,
que aún estaba por ver, el tiempo apremiaba; el ave mensajera entre-
garía la carta del Margrave en el Castillo al día siguiente a lo más
tarde, y Keridil no perdería un momento en actuar en consecuencia.
Tenía que interrumpir la palabrería del Margrave sin manifestar su
intención.
De pronto se dio cuenta de que el anciano le había hecho una
pregunta que, sumido en sus propios pensamientos, no había com-
prendido. Levantó rápidamente la cabeza.
—Perdón, ¿qué has dicho?
—Te he preguntado, señor, si has visto alguna vez a esa mucha-
cha. Tengo entendido que estuvo presa algún tiempo en el Castillo de
la Península de la Estrella.
—Sí... La vi una o dos veces.
—Entonces, ¿la reconocerías si la vieses de nuevo?
—Ciertamente. —Tarod aprovechó la oportunidad que, sin darse
cuenta, le ofrecía el Margrave—. En realidad, señor, creo que sería
conveniente que la viese sin pérdida de tiempo.
El Margrave pareció vacilar.
—No deseo importunarte, Adepto. Debes de estar cansado...
—Me siento mucho mejor, gracias a tu hospitalidad.
—Bueno..., si así lo deseas, podrás hacerlo.
El Margrave se levantó, rígidamente, y le condujo fuera de la an-
tesala y, a lo largo de más corredores, a la parte de atrás del edificio.
Mientras caminaban, Tarod le preguntó de pronto:
—Margrave, ¿qué ha sido de la joya que llevaba la muchacha?
Confio en que estará a buen recaudo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Así es. La Hermana Liss Kaya Trevire la tiene en su poder y


tengo entendido que ha tomado precauciones contra su influencia.
—Muy prudente de su parte. ¿Y dónde está ahora la Hermana
Liss?
—Ella y sus compañeras se alojan aquí, en el palacio de justicia.
—El Margrave pareció afligido—. No es un lugar adecuado para unas
Hermanas de Aeoris, pero ellas insistieron en estar cerca de la prisio-
nera.
Tarod asintió con la cabeza y no hizo comentarios. Habían llega-
do a una puerta atrancada, por debajo de la cual se filtraba la luz del
día. Un hombre montaba guardia y, a un ademán del Margrave, se
apresuró a levantar la barra y abrir la puerta.
Salieron a un pequeño patio amurallado, lleno de luz de sol. Un
árbol florido en un rincón había tendido una alfombra de pétalos blan-
cos sobre las losas y sobre una tosca jaula de madera emplazada cerca
de él. Algo se movía dentro de la jaula, pero la vista de Tarod estaba
bloqueada por dos personas de hábito blanco que se hallaban de pie
delante de la jaula y parecían introducir algo entre los barrotes. Las
dos Hermanas de Aeoris se volvieron al oír chirriar la puerta y, al
reconocer al Margrave, se irguieron y se volvieron hacia él.
—Hermanas...
El Margrave se adelantó, pero Tarod se quedó atrás, incapaz de
mirar más de cerca la jaula. El viejo estaba explicando las circunstan-
cias de la llegada del Adepto, y al fin se volvió a Tarod y dijo:
—Adepto, permite que te presente a la Hermana Liss Kaya Trevi-
re y a la Hermana-Vidente Jennat Brynd.
Ambas mujeres se inclinaron en una reverencia que solía em-
plearse en los contactos de la Hermandad con el Círculo, y Tarod miró
primero a Liss, rubia y entrada en años, y después a la más joven y
morena, Jennat. Supo instantáneamente que la vidente era hábil; a
diferencia de muchas de su clase que eran promovidas por la Herman-
dad por razones políticas más que espirituales, ésta tenía verdadero
talento. Tendría que andarse con cuidado...
—Hermanas. —Saludó sucesivamente a las dos—. El Margrave
me ha dicho que habéis aprehendido a uno de nuestros fugitivos. Si es
verdad, el Círculo habrá contraído una importante deuda con vosotras.
Jennat le estaba observando atentamente y Tarod detectó un des a-
fio en sus ojos; pero fue la Hermana Liss quien habló.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Creo que puede haber muy pocas dudas sobre la identidad de


la joven, Adepto.
Tarod no podía demorar más el temido momento. Se volvió y mi-
ró directamente la jaula de madera, y una mano pareció cerrarse sobre
su corazón y sus pulmones, estrujándolos hasta cortarle la respiracion.
Ella estaba sucia, manchada de barro, y en sus cabellos se adver-
tía una chocante mezcla de rubio y castaño cobrizo; pero la cara me-
nuda y contraída y los grandes ojos ambarinos le eran tan dolorosa-
mente familiares que el reconocimiento fue como un golpe físico. Sus
miradas se encontraron, se entrelazaron y ella se llevó una mano a la
boca con incredulidad, y después se tapó la cara y él oyó su respira-
ción jadeante y profunda.
Parecía casi exactamente igual como cuando había cruzado la ba-
rrera del tiempo para llegar, mojada y agotada, al Castillo, y punzantes
recuerdos se agolparon en la mente de Tarod. Con ellos surgió la pri-
mera oleada de cólera al ver lo que estaba sufriendo Cyllan y com-
prendió que, a menos que pudiese dominarla por entero, la ira podría
ser más poderosa que él. Sin embargo, la contuvo y se dio cuenta de
que el Margrave y las dos Hermanas le estaban observando.
—¿Y bien, Adepto? —El Margrave se pasó la lengua por los la-
bios, vacilando—. ¿Es ésta la muchacha que está buscando el Círcu lo?
No podía negarlo. Las Hermanas habían demostrado la identidad
de Cyllan sin la menor sombra de duda y estaban esperando solamente
su confirmación. Poco a poco, Tarod se acercó a la jaula y en el mis-
mo instante, Cyllan apartó las manos de su cara. Ocultando su gesto al
Margrave y a las Hermanas, hizo con la mano izquierda una pequeña
señal de advertencia, esperando que ella la comprendiese.
—Sí —dijo, con voz serena—. Esta es la muchacha.
Cuando el pequeño grupo se alejó de su prisión, Cyllan siguió
con la mirada a Tarod, con un ansia y un afán que la hicieron temblar
irremisiblemente. Desde que empezara la pesadilla de su captura,
había pensado solamente en él, atormentándose con visiones de un
futuro tan breve que había perdido toda esperanza de volver a verle.
Antes de su llegada a Ciudad de Perspectiva, había hecho dos intentos
de escapar de las Hermanas, pero en ambos había fracasado, y aunque
no era propio del carácter de Cyllan darse por vencida, se dio cuenta
de que cualquier otro intento de fuga habría sido inútil. Aunque pudie-
se escapar, cosa muy improbable, no podía esperar recuperar la piedra
del Caos y, sin ella, la causa de Tarod estaba perdida. Ella no tenía

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poder propio; sólo podía desafiar y maldecir en silencio a las que la


habían capturado mientras esperaba que la llevasen a la muerte.
Pero ahora... Se frotó furiosamente los ojos, todavía medio con-
vencida de que había estado dormida y soñando, pero la alta figura de
Tarod no osciló ni se desvaneció. Parecía demacrado, cansado, desali-
ñado; pero estaba vivo y había venido a ella. De alguna manera había
engañado a las Hermanas y al Margrave y, por primera vez desde que
se había descubierto su propio engaño, sintió Cyllan que renacía su
esperanza. Si él pudiese encontrar la manera de...
La Hermana Jennat, que caminaba a un lado del pequeño grupo,
miró de pronto por encima de su hombro hacia la jaula, y Cyllan sintió
un vivo escalofrío de inquietud, como si aquella mujer espiase sus
pensamientos. Había olvidado las dotes de Jennat con la impresión de
ver a Tarod, y ahora volvió rápidamente la cara, tratando de nublar su
mente y contrarrestar el intento de la vidente de sondear en ella. Al
cabo de unos momentos, Jennat miró a otra parte y Cyllan respiró de
nuevo. Si la suerte la acompañaba, y ahora la necesitaba desesperada-
mente, la Hermana de oscuros cabellos no tendría ocasión de encon-
trar nada sospechoso en lo que veía. Llenando de aire sus pulmones y
esforzándose en calmar las palpitaciones de su corazón, Cyllan se
sento a esperar. Era lo único que podía hacer.
—La identidad de la muchacha es indiscutible —dijo Tarod a sus
acompañantes—. Como le he explicado al Margrave, la vi durante su
cautiverio en el Castillo y, a pesar de su disfraz, no me cabe la menor
duda de que es ella. Sin embargo, existe todavía la cuestión de la joya.
Me gustaría verla.
Inmediatamente se dio cuenta del vivo escrutinio de la Hermana
Jennat, y unas campanas de advertencia sonaron en lo más hondo de
su mente. Algo, no podía decir qué, aunque esto importaba poco,
había puesto sobre aviso a la vidente, y podía percibir un furtivo y
sutil intento de sondear sus pensamientos. Los bloqueó rápidamente,
vio que ella vacilaba un momento, y se dio cuenta de que, aunque no
pudiese saber lo que él estaba pensando, su acción defensiva había
aumentado sus sospechas. Una desagradable impresión de urgencia
empezó a inquietarle. Si la Hermana Liss podía sentirse intimidada
por la autoridad de un Adepto de alto rango, Jennat era harina de otro
costal. Tenía que llevarse a Cyllan de allí antes de que arraigasen y
creciesen las dudas de la Hermana.
Liss inclinó la cabeza, asintiendo.

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—Desde luego, Adepto, si deseas ver la gema, la tengo aquí, en


mi bolsa. Aunque, discúlpame por decirlo, me pregunto si no sería una
imprudencia exhibirla. Hemos tomado ciertas precauciones...
La impaciencia de Tarod fue en aumento, pero trató de disimular-
la.
—Comprendo tu preocupación, Hermana Liss, pero necesito es-
tar seguro de su autenticidad.
—Hermana...
Jennat silbó involuntariamente esta palabra y, después, palideció
cuando Tarod le dirigió una rápida y colérica mirada. Liss estaba hur-
gando en su bolsa, con movimientos desesperadamente lentos, y Ta-
rod tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudirla para que se diese
prisa. No se atrevía a mirar hacia la jaula de Cyllan y rezaba en silen-
cio para que Jennat no volviese su atención a ella y viese lo que estaría
pensando. Sentía una turbadora mezcla de impaciencia y temor al
observar los torpes esfuerzos de Liss; necesitaba la piedra, quería tocar
su familiar contorno y saber que volvía a controlar su poder; y sin
embargo, el miedo de que pudiese sucumbir a la antigua influencia de
la joya, de que el siervo pudiese convertirse en amo, era demasiado
fuerte.
—Aquí está.
Liss sacó finalmente un trozo de paño blanco cuidadosamente
doblado y Tarod vio el signo del relámpago de los Dioses Blancos
bordado en él.
Procuró que no se advirtiese en su voz el alivio que sentía y dijo:
—Gracias, Hermana. Si me permites ver la piedra...
Jennat se estaba mordiendo el labio, mirando nerviosamente de
Tarod a Liss y de nuevo a Tarod. La mujer mayor empezó a desplegar
el paño; algo brilló fríamente entre sus pliegues, y Tarod sintió una
oleada de cruda emoción, de poder; una sensación que casi había olvi-
dado y que le asaltó tan inesperadamente que no pensó en controlar-
la...
— ¡Hermana, no!
El frenético grito de Jennat cortó el aire inmóvil como la hoja de
una espada y, en el mismo momento, se abrieron los últimos pliegues
del paño, descubriendo la piedra del Caos en la mano de Liss. Tarod
giró en redondo y su mirada se cruzó con la de la joven morena: su
cara era una máscara de horror, y él vio en sus ojos el pasmado asom-
bro con que ella le había reconocido por lo que era en realidad.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

La Hermana Liss se estaba volviendo, alarmada por el aviso de


Jennat, pero sin entender todavía lo que la vidente había comprendido.
Sin detenerse a pensarlo, Tarod agarró la piedra de la palma de Liss...
y una tremenda sacudida física agitó todo su cuerpo, como si hubiese
sido herido por un rayo. Su mano izquierda se cerró sobre la gema y
un sentimiento atávico y titánico de poder inundó su mente, borrando
toda razón y prendiendo fuego a una furia instintiva. No podía pensar
lógicamente como un mortal; la cara de Jennat era como una mancha
borrosa y el grito quejumbroso del Margrave fue como un lejano e
insignificante gorjeo de un pájaro; Tarod extendió el brazo izquierdo
en dirección a Jennat y el poder resurgió dentro de él.
El árbol florido del rincón se convirtió en una columna de llamas
blancas y una luz cegadora inundó el patio. Lenguas de fuego cayeron
sobre la jaula y los barrotes de madera se encendieron como antor-
chas. Tarod vio que Cyllan se echaba atrás y gritó su nombre, llamán-
dola a su lado. Ella se tambaleó, recobró el equilibrio, y entonces vio
él que se lanzaba a través del rugiente arco de fuego que consumía la
jaula, iluminada grotescamente su figura y contraída su cara en una
expresión salvaje de triunfo. Alargó un brazo y la mano derecha de él
se cerró sobre la suya apretándole ferozmente los dedos, y entonces
entre el estruendo, oyó chillar a la Hermana Jennat:
— ¡No! Hermana, ¡ayúdame! ¡Detenedles!
Salían hombres de la puerta del palacio de justicia, el Margrave
trataba de cerrarles el paso, y vio que Jennat, una mancha confusa de
ropa blanca y cabellos endrinos, se lanzaba contra él. No pensó; no
podía pensar; su furia instintiva era demasiado fuerte. Un ademán, y
Jennat chilló como una bestia torturada, retorciendo el cuerpo en un
baile espantoso antes de estrellarse contra el suelo, aplastados sus
huesos y borrado todo atisbo de vida de sus ojos.
A través de una niebla roja, vio Tarod que la Hermana Liss retro-
cedía a cuatro patas y la oyó gemir en un tono agudo e insensato.
Atrajo a Cyllan a su lado, giró en redondo y se halló cara a cara con el
Margrave. El anciano tenía las facciones torcidas por el terror, pero
estaba tratando de cerrarle el paso, con la milicia a su espalda Tarod
alzó de nuevo la mano y el anciano se tambaleó de lado, empujado por
una fuerza que le lanzó a través del patio. Los milicianos se echaron
atrás, en horrorizada confusión, y Tarod se abrió camino entre ellos,
percibiendo sólo vagamente la presencia de Cyllan a su lado. La puer-
ta se rompió, destrozada por la fuerza loca que brotaba de él, y pronto

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

corrieron los dos por los pasillos que serpenteaban y se dividían delan-
te de ellos. Aparecían y desaparecían caras, gritando aterrorizadas, y
se hallaron ante la puerta de doble hoja de la entrada principal.
La muchedumbre que estaba en la avenida se abrió, como las
hojas azotadas por un vendaval, cuando salió corriendo del palacio de
justicia el oscuro y demoníaco personaje. Para la retorcida conciencia
de Tarod, la escena era una pesadilla de formas enloquecidas y ruidos
espantosos; la fuerza del Caos se había apoderado de él, y los cuerpos
arremolinados y las voces estridentes no significaban nada. Una luz
negra centelleaba a su alrededor, iluminando el rígido semblante y los
ojos de poseso. Algo se movió en el borde de la multitud, y él le envió
mentalmente una orden implacable; el gran caballo bayo se encabritó
y bailó, pero él le dominó con su voluntad y, casi automáticamente,
levantó a Cyllan sobre el lomo del animal y saltó sobre la silla detrás
de ella.
La sensación de aquellos músculos hinchados y poderosos debajo
de él le devolvieron un poco de su cordura; gritó con fuerza una orden,
y el caballo dio media vuelta y se lanzó al galope en dirección a las
murallas de la ciudad y a la libertad.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo séptimo.

Sudoroso, el caballo bayo se detuvo al abrigo de un enorme pino


que marcaba el extremo del bosque del sur de la provincia de Perspec-
tiva. Los últimos reflejos rojos de sangre del Sol poniente eran todavía
visibles en el oeste, pero el crepúsculo había borrado todo el color de
los árboles, confundiendo la sombra con la noche que se avecinaba y
tendiendo una mortaja negra como el carbón sobre el paisaje.
Tarod se deslizó de la silla, sintiendo un terrible dolor en la espi-
na dorsal cuando sus pies chocaron con el suelo desigual, y por un
momento apretó la cara contra el flanco de la bestia, sintiéndose ago-
tado. Después alzó los brazos y asió a Cyllan de la cintura para bajarla
del caballo. Cuando ella le miró, su cara era un óvalo pálido e indistin-
to, en el que solamente los ojos parecían como tiznados de negro en la
creciente penumbra. El sintió que los dedos de Cyllan se cerraban
sobre sus brazos para conservar el equilibrio y, entonces, ella acabó de
apearse y se agarró súbitamente a él.
— Tarod...
Pronunció su nombre una y otra vez, como si fuese un talismán y
él la llevó hacia el lugar donde unos brezos enmarañados formaban un
refugio natural y las hojas caídas de los pinos simulaban una suave
alfombra sobre el césped. Se sentaron juntos en aquel lecho improvi-
sado y al fin ella levantó la cabeza y le miró.
—Creí que nunca volvería a verte. —Sus dedos tocaron indecisos
la cara de él, como si no confiase en lo que veían sus ojos—. Te estu-
ve buscando escuchando todos los rumores, esperando... Creía que
tenías que estar vivo, pero...
—Silencio. —Tarod la besó, conmovido por la dolorosa familia -
ridad de su piel bajo los labios—. No digas nada.
Los cabellos de Cyllan le rozaron la cara y él los apartó a un lado,
resiguiendo con los dedos el contorno de su rostro. Ella se sentía muy
pequeña, muy vulnerable.., y cuando él la besó de nuevo, volvió la
cabeza para que su boca se encontrara con la de ella, y él la atrajo más
hacia sí, de modo que la capa que llevaba les envolvió a los dos. A

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

pesar de la fatiga, despertaban en él unos sentimientos que no podía y


no quería contener; impulsado por una comprensión que no se atrevía
todavía a reconocer, la necesitaba y la deseaba con una fuerza desco-
nocida antes de aquel momento.
Ella iba a hablar, pero los labios de él le impusieron silencio, y
Tarod sintió que ella le respondía, vacilante al principio pero después
con creciente fervor, mientras los recientes terrores cedían a las emo-
ciones del momento. El caballo resopló junto al árbol y Cyllan se
sobresaltó nerviosamente; Tarod le sonrió y la estrechó con más fuer-
za.
—No temas, amor mío —dijo suavemente—. Nada puede dañar-
te. Ahora no...
Mucho más tarde, Cyllan se despertó de un sueño intranquilo y
vio que Tarod estaba de pie en el borde del bosque, su silueta se recor-
taba contra un cielo impregnado de luz gris de plata. Ambas lunas
estaban en lo alto, pero poco más que en cuarto creciente; se había
levantado un viento insidioso que agitaba los árboles floridos y apar-
taba los negros cabellos de la cara de Tarod, dando a su perfil un re-
lieve anguloso. A su lado estaba el bayo, con la cabeza gacha y dormi-
tando; en cambio, Tarod no había dormido, según pudo ver Cyllan por
la curvatura de sus hombros; su inquietud era un aura palpable.
Ella se puso silenciosamente en pie, recogiendo la capa con que
la había cubierto él, y se le acercó despacio. Al oírla, Tarod se volvió,
y ella vio que tenía algo en la mano, algo que brillaba fríamente. Su
sonrisa estaba matizada de tristeza.
—Deberías seguir durmiendo.
—No estoy cansada, ya no. —Le tocó la mano; estaba helada, y
Cyllan le envolvió en la manta—. ¿Y tú...?
—Creo que no podría dormir aunque quisiera.
Sus dedos se movieron inquietos y la piedra del Caos captó y re-
flejó un vivo destello de luz. Durante casi dos horas, Tarod estuvo
contemplando el paisaje de perspectivas deformadas por las lunas,
buscando en su mente la respuesta a un dilema que sabía que no podía
resolver, y se sintió incapaz de expresar a Cyllan los sentimientos que
le agitaban. Se había creído inmune a la influencia de la piedra del
Caos, pero se había equivocado; los lamentables sucesos del día ante-
rior lo habían demostrado sin dar lugar a dudas. El antiguo poder
había vuelto a él y lo había empleado sin reparar en las consecuen-
cias..., y ahora se debatía entre su aversión a la piedra y el embriaga-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

dor conocimiento de que volvía a estar entero. Por muy maligna que
pudiese ser la joya, fuese cual fuere su herencia caótica, contenía su
alma, era parte integrante de él y, sin ella, habría sido poco más que
una cáscara vacía.
La noche pasada, cuando había hecho el amor con Cyllan le pas-
mó la intensidad de sus propias emociones. Los largos y solitarios días
en que se había sentido vacío y sin alma dejaron su huella, y casi
había olvidado lo grande que podía ser la fuerza de las pasiones
humanas, buenas o malas. Era como si su existencia tomase dimen-
sión, una dimensión en que cada sentido, cada sentimiento, cada pen-
samiento, eran más brillantes, claros y agudos. Una vez dijo a Cyllan
que, hasta que recobrase su alma, no podía amar ni entregarse de la
manera que realmente deseaba, y ahora se daba cuenta de lo verdade-
ras que fueron sus palabras. Sin embargo, la piedra, sin la cual estaba
solamente vivo a medias, le imbuía una maldad a la que había ya su-
cumbido una vez y a la que, sin duda, volvería a sucumbir. Esta era la
naturaleza del dilema, y a Tarod le resultaba difícil vivir consigo mis-
mo.
Estaba dando vueltas y más vueltas a la piedra en su mano, cuan-
do de pronto sintió que los dedos de Cyllan se entrelazaban con los
suyos, deteniendo el movimiento.
—Tus pensamientos no son felices, Tarod —dijo ella a media
voz—. ¿Estabas pensando en lo que sucedió en Perspectiva?
El la miró y suspiró.
—Sí. Y me estaba preguntando qué vería en tus ojos cuando te
despertases, y si podría resistirlo.
— ¿Por qué no habrías de poder? ¿Tanto crees que he cambiado?
Tarod sacudió la cabeza. Hizo un indeciso intento de retirar la
mano, pero ella no la soltó.
—Ayer viste por primera vez la fuerza que realmente me anima,
Cyllan —dijo—. Viste mi alma, y esta alma no es humana. Viste el
Caos.
—Vi a Tarod como veo a Tarod ahora... y como he tocado y he
sentido a Tarod esta noche.
—Entonces tal vez no comprendes todavía lo que realmente soy.
La cara de ella estaba parcialmente cubierta por la cortina de sus
cabellos, pero incluso en la penumbra pudo ver él una extraña y ar-
diente intensidad en sus ojos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Oh, sí, creo que lo comp rendo —dijo obstinadamente ella—.


Sé que me amas lo bastante para haberme salvado la vida, sin impor-
tarte el precio que habrías de pagar por ello. En cuanto a si el motivo
procede del Orden o del Caos, ¡esto no importa, Tarod! Es un senti-
miento humano, una emoción de mortal. —Le apretó con fuerza los
dedos—. ¿No demuestra esto dónde está la verdad real? Sí; mataste a
alguien. Pero lo hiciste para salvarme. ¿Y no sería hipócrita si te con-
denase por no haber hecho más de lo que hice yo?
Tarod comprendió lo que ella estaba diciendo y, al fin, vio con-
firmado algo que había oído pero de lo que dudaba. Se desconcertó un
poco al descubrir que esta confirmación no le pilló por sorpresa.
—Entonces es verdad, tú mataste a Drachea Rannak... —dijo.
Cyllan se apartó de él.
—Sí. Yo le maté, y no puedo lamentarlo. He tratado de sentir re-
mordimiento, pero no he podido; no, después de lo que él trató de
hacernos. —Al fin le soltó la mano y caminó hacia el borde del bos-
que, contemplando los montes de Perspectiva, pero sin captar nada del
paisaje—. Empleé la piedra para matarle, y la emplearía de nuevo..., la
emplearía ahora, si tuviese que hacerlo. ¿Hace esto que sea mala?
—No. Pero...
—Tarod, si te cuesta reconciliarte con tu conciencia, entonces só-
lo puedo rezar para que comp rendas y me perdones por lo que he
hecho...
El se acercó a ella.
—Sabes que no hay nada que perdonar. Si...
Ella le interrumpió de nuevo, con voz inesperadamente dura.
—No me refiero solamente a Drachea. Hay más.
—Más —Tarod vaciló; después apoyó las manos en los hombros
de ella, atrayéndola hacia sí, aunque ella todavía no quiso mirarle—.
Dímelo.
Sintió que Cyllan temblaba, y esta vez pareció que tenía que
hacer un gran esfuerzo de voluntad para hablar.
—Tú rechazaste tu propia alma porque no querías tener parte de
una herencia maligna —dijo—. Yo, en cambio, no pude seguir tu
principio, y creo que esto me hace mucho más mala que tú. Mira..,
hice un pacto con el Caos para conseguir tu libertad.
Los dedos de Tarod apretaron reflexivamente los músculos de su
hombro, pero ésta fue la única señal externa de la impresión que sen-
tía. Cyllan levantó poco a poco el brazo izquierdo y volvió hacia arri-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ba la palma de la mano, para que se arremangase la manga de su cha-


queta. Incluso en la penumbra, pudo ver él la oscura cicatriz que,
como una quemadura, manchaba su piel.
—Yandros hizo esta marca —le dijo Cyllan pausadamente—.
Besó mi muñeca para sellar nuestro pacto.
Tarod, pasmado, le asió el brazo, pero lo hizo con amabilidad. La
piel estaba arrugada y, al tocar la cicatriz, pudo sentir su origen; era un
estigma que el tiempo no podría borrar. Recordó con terrible claridad
la cara de Yandros; la boca orgullosa y sonriente, los ojos siempre
cambiantes, el poder que desafiaba los conceptos mortales... El había
retado a Yandros una vez, y le había vencido; pero comprendía al
Caos mejor que cualquier otro hechicero, y sabía cómo emplear las
propias armas del Señor de las Tinieblas contra él. La idea de que
Cyllan, inexperta y sin protección, se había enfrentado con aquel po-
der, le estremeció hasta la medula.
Sin saber cómo expresar sus sentimientos con palabras, dijo:
— ¿Pero... , cómo pudo él llegar hasta aquí? Estaba desterrado.
Cyllan cruzó con fuerza los brazos.
—Yo le llamé..., supongo que tú dirías que le rogué... y él me
respondió. Es cuanto sé. Apareció en mi habitación y... y accedió a
ayudarme.
Cerró los ojos, tratando de expulsar de la memoria aquella sensa-
ción de poder espantoso y el miedo paralizador que podía todavía
engendrar.
Tarod lanzó un fuerte y largo suspiro, dominando el impulso de
maldecir el mundo y todo lo que había en él.
—Cyllan... Cyllan, ¡lo que hiciste fue una locura! ¿Por qué ac-
tuaste tan temerariamente?
Ella se volvió al fin, con los ojos brillantes.
—¿Y qué otra cosa podía hacer? Tú ibas a morir, y Yandros era
el único, aparte de mí, que quería que vivieses. —Una extraña y
amarga sonrisa deformó su semblante—. ¿Crees que Aeoris habría
intervenido para salvarte la vida?
Ella llamó a la quintaesencia del mal, aceptando la condenación,
y todo por él... Tarod sintió un ciego furor al pensar en lo que tenía
que haber sufrido y, al mismo tiempo, se sintió dolorosamente con-
movido por su valor. Cierto que él habría hecho lo mismo y más por
ella, sin pensarlo dos veces; pero él conocía demasiado al Caos para
temerlo. Pero Cyllan era diferente. Interpretando erróneamente su

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

silencio, Cyllan se apartó de él, súbitamente afligida. Su jactancia


desafiadora había durado poco; ahora agachó la cabeza.
—Lo siento —murmuró—. Sé lo que él te ha hecho, lo que es...,
¡pero no tenía alternativa! Tenía que salvarte, y sólo podía apelar a
su poder. Por favor, Tarod, no me odies.
—¿Odiarte? —Hizo una pausa, después la asió y, cuando ella tra -
tó de resistirse, la estrechó con fuerza entre sus brazos—. ¿Acaso no
me conoces, Cyllan? —Su tono era ardiente—. Lo único que importa,
lo único que me preocupa, es el riesgo que corriste. Conozco a Ya n-
dros, y sé que no da absolutamente nada sin tomar en pago más de lo
que recibe. —La terrible idea que había tratado de no expresar brotó
súbitamente de sus labios— ¿Qué le prometiste a cambio de su ayuda?
Cyllan levantó la mirada y pestañeó.
—Mi lealtad.
—Lealtad...
—Fue todo lo que me pidió. —Rió en un tono extraño, entrecor-
tado—. Dijo que ya me había condenado a los ojos de mis propios
dioses al llamarle; por consiguiente, ¿qué tenía que perder?
Esta generosidad no era propia de la naturaleza de Yan ros. Tenía
que haber tenido otro motivo y ese motivo era de mal agüero...
—El quiere que vivas, Tarod —dijo Cyllan—. Así me lo dijo. Y
parece que quiere que yo sobreviva también..., al menos por ahora. —
Sonrió, aunque tristemente—. Le pedí que me matase, para librarte del
pacto que habías hecho con el Sumo Iniciado, pero se negó. Dijo...
dijo que yo podía serle útil. Y así cerramos el trato.
El le acarició amablemente la cara y la emoción nubló sus ojos
verdes.
—No sé qué decirte; las palabras son insuficientes. Tanto amor,
tanto valor...
Ella sacudió la cabeza.
—No fui valiente. Tenía miedo de él... y todavía lo tengo. —Le
miró a la cara —. ¡Tengo tanto miedo de lo que pueda ocurrir si le
defraudo!
La mente de él se puso en contacto con la de ella, y percibió la
profundidad de aquel miedo. Entrecerró los ojos, y, durante un mo-
mento enervante, su expresión recordó demasiado a Cyllan la del
Señor del Caos.
—Yandros no te hará daño —dijo suavemente Tarod—. Por más
que diga, su poder en este mundo es limitado. Le vencí una vez, y

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

puedo hacerlo de nuevo. —Su tono se endureció—. Si te amenaza le


destruiré. Puedes creerlo, Cyllan.
No sabía si ella había quedado convencida por sus palabras, y no
quiso poner en tela de juicio su propia creencia en ellas, pero después
de unos momentos, menguó un poco la resistencia que había percibido
en sus músculos, aunque el cuerpo seguía dolorosamente tenso.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó ella.
La decisión no fue fácil..., pero la bravura de Cyllan y el miedo
que ésta sentía ahora como resultado de lo que había hecho, sirvieron
para reforzar la resolución de Tarod. Apretó la cara contra los cabellos
de ella y dijo:
—Iremos a Shu-Nhadek, como siempre habíamos pensado hacer.
Encontraremos, de algún modo, la manera de ir a la Isla Blanca...
—Pero...
—No, escúchame, amor mío. Encontraremos la manera de ir a la
Isla Blanca, y allí apelaremos directamente al único poder del mundo
capaz de ayudarnos.
Cyllan le miró con terrible desaliento, pero no dijo nada.
—Solamente Aeoris puede contrarrestar el mal de la piedra del
Caos —siguió diciendo Tarod—. Yandros puso pie en este mundo a
través de mí, y solamente yo puedo tomar la decisión de cambiar las
cosas. No soy lo bastante fuerte para luchar solo contra él. Debo en-
tregar la piedra a los Señores Blancos... Es la única manera.
—Pero es más que una joya, Tarod; es tu propia alma.
—Lo sé. Pero ya has visto la locura que se ha apoderado de la
Tierra. Directa o indirectamente, es obra de Yandros; es como una
epidemia que corroe a todos y todo, y si no la detenemos, pronto no
habrá remedio. Ha que hacerlo, Cyllan. Al menos encontraremos en
manos de Aeoris la justicia que nos negó el Círculo.
Ella no podía discutir su razonamiento; pero tampoco podía si-
lenciar la vocecilla que murmuraba una advertencia en lo más recóndi-
to de su mente. Estaba cansada, demasiado cansada para pensar con
coherencia, a pesar de lo que había dicho a Tarod, y podía ver la nece-
sidad de dormir en los ojos de él, aunque él no la advirtiese. Se echó
atrás, desprendiéndose de los brazos de él pero sin soltar su mano, y
miró por encima del hombro los oscuros y nebulosos montes.
—Vuelve al refugio conmigo. —Su voz era dulce—. Las lunas
están declinando; pronto amanecerá. Deberíamos descansar mientras
podamos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El la siguió, al dirigirse ella a su escondrijo. El sueño sería una


bendición, si podía conciliarlo, y cuando se tumbaron en el suelo, hizo
que ella se acercase más y cubrió a los dos con su capa. Ella apoyó la
cabeza en el brazo de él y Tarod pensó que se había dormido cuando
su voz, en tono grave, le sorprendió.
—Tarod... Cuando esto termine..., si es que termina...
—Cuando termine, amor mío. Piensa solamente en el cuando.
Un ligero movimiento le dijo que ella asentía con la cabeza.
—Cuando esto termine.., espero que podré ver de nuevo a la
Hermana Erminet. Fue tan buena, tan amable... Sin ella, te habría
perdido, y creo que nunca podré pagarle esta deuda.
—Sé lo que hizo. —El recuerdo de la cara de la anciana Hermana
apareció vivo y claro en la mente de Tarod, y su voz tembló al pro-
nunciar la última palabra. Cyllan se volvió entre sus brazos.
— ¿Qué pasa?
Habría podido ocultarle la verdad, al menos por esa noche, pero
le pareció que sería un insulto para Erminet, que apreciaba la sinceri-
dad por encima de todo.
—Erminet murió —dijo sencillamente.
—¿Cómo?
—El Círculo descubrió lo que había hecho para ayudarnos, y fue
detenida. Ella se quitó la vida mientras estaba bajo vigilancia en el
Castillo. —Tarod se dio cuenta de que su voz sonaba hueca, remota,
indiferente; algo muy distinto de lo que sentía—. Era una herbolaria
muy competente —prosiguió, impresionado por la inquietante sensa-
ción de que hablaba en un vacío—. No debió sentir dolor, ningún
sufrimiento... ¡Aunque saben los dioses que eso no es un gran consue-
lo! —Su tono se volvió furioso y lo dominó con dificultad—. No se
merecía ese destino. Y su muerte es una más a cargar en mi cuenta.
— No. En la de Keridil —dijo Cyllan, con voz débil.
El suspiró.
—Keridil no hubiera tenido nada en contra de Erminet de no
haber sido por mí, y no trataré de cerrar los ojos a esta verdad.
—No, Tarod. —Cyllan cerró con fuerza los párpados para conte-
ner las lágrimas—. La Hermana Erminet te lo habría discutido. Casi
puedo oír lo que te habría dicho.
Yo tomo mis decisiones por mis propias razones, y si crees que
tus opiniones pueden hacerme vacilar, será mejor que lo pienses de
nuevo, ¡seas o no un demonio del Caos! Era una buena paráfrasis de

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

lo que Erminet hubiese replicado agriamente a cualquier intento de


influir en ella. Había tomado sus propias decisiones, tanto en la mane-
ra de morir como en todo lo demás. Tal vez, a pesar de su acusación
contra sí mismo, Cyllan tenía razón.
—Que Aeoris guarde su alma —murmuró Cyllan.
Los dedos de Tarod acariciaron suavemente sus cabellos. Ella es-
taba casi dormida y probablemente no entendió lo que dijo él.
—O Yandros... —replicó Tarod a media voz.

La lluvia había avanzado durante la noche para barrer el sector


occidental de Chaun Meridional. La vista de la cortina gris que emp a-
paba los campos más allá de las elegantes ventanas de la Residencia
irritaba a Ilyaya Kimi, que esperaba impaciente la llegada de sus don-
cellas. Todo estaba a punto, el viaje había sido preparado hasta el
último detalle... y ahora, esto. Era evidente que se empaparía incluso
al dar los pocos pasos que separaban la litera de la puerta principal, y
era demasiado vieja para correr a refugiarse, aunque esa simple idea
no hubiese sido un insulto a su dignidad. Por lo tanto, permanecería
sentada, aterida y temblando, en aquel maldito palanquín, mientras la
humedad la calaba hasta los huesos, y sin nada mejor que hacer que
escuchar el repiqueteo de la lluvia sobre el dosel. Y ante ella se exten-
día todo el tedio de los toscos caminos y del estuario de Perspectiva
que tendría que cruzar antes de llegar a una carretera decente...
Irritada, apoyó una mano en el brazo del sillón y se levantó con
dificultad. Las doncellas se retrasaban; les había dicho que viniesen a
atenderla una hora después de que sonase la campana para la oración
de la mañana, y el reloj de arena que estaba sobre la mesa le decía que
había pasado sobradamente aquella hora. Frunciendo, malhumorada,
los labios, asió la campanilla colocada al lado del reloj de arena y la
sacudió enérgicamente. Al cabo de unos momentos tuvo la satisfac-
ción de oír unas pisadas presurosas en el pasillo; después se abrió la
puerta y entraron sus dos doncellas.
—Perdónanos, Matriarca; pero estábamo s tan atareadas prepa-
rando la litera...
—Llamad —dijo la anciana, interrumpiendo sus disculpas —.
¿Cuántas veces tengo que deciros que llaméis antes de entrar en mi
habitación? Salid y hacedlo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Las doncellas intercambiaron una irónica mirada antes de cum-


plir la orden y, cuando entraron por segunda vez, Ilyaya, satisfecha,
asintió brevemente con la cabeza.
—Así está mejor. Os habéis retrasado, pero lo olvidaré por esta
vez. ¿Cómo están los preparativos?
—Muy bien, señora. El palanquín está listo; los caballos de carga
también, y la Hermana Antasone nos ha dicho que acaban de ver la
escolta acercándose a la Residencia. Sin duda llegará dentro de diez
minutos y podremos salir cuando tú lo desees.
—Bien. —De nada serviría demorar la partida, por cuesta arriba
que se le hiciese el viaje. Era mejor iniciarlo y terminar cuanto antes —
¿Y lo de Shu-Nhadek? —preguntó.
—El mensajero partió hace dos días, Matriarca, para avisar al
Margrave. Este comprenderá el honor que le haces y te dará aloja-
miento con las mayores comodidades posibles.
—Así lo hará, si ha vuelto del Norte —observó agriamente Ilya-
ya—. Si no, sólo Aeoris sabe la confusión que encontraremos. —
Volvió rígidamente a su sillón, suspirando de alivio al sentarse de
nuevo—. Está bien. Podéis traerme mi capa de viaje y mi maleta per-
sonal. Y quiero ver a la Maestra de Novicias antes de marcharme.
—Sí, señora.
Las mujeres salieron para cumplir sus tareas y dejaron a Ilyaya
tamborileando con sus dedos nudosos e impacientes sobre el brazo del
sillón.
La Hermana Fayalana Impridor estaba sola en el Salón de Ora-
ciones cuando la encontraron las doncellas de la Matriarca. La Maes-
tra de Novicias levantó la mirada del montón de libros de la Ley de
Aeoris que estaba arreglando después de las plegarias de la mañana, y
sonrió lentamente.
—Buenos días, Missak. ¿Está preparada la Matriarca para em-
prender el viaje?
—Lo está, Hermana, y pide que vayas a verla antes de la partida.
—Desde luego, iré enseguida. —Fayalana dejó los libros, se sa-
cudió el hábito y siguió a Missak hacia la puerta. Cuando salieron al
pasillo, arqueó las cejas y preguntó—: ¿Cómo está hoy la Matriarca?
La pregunta tenía claramente un doble significado, aunque sólo
las Hermanas más antiguas se atrevían a hablar de él. Missak sonrió
débilmente.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Dicho entre nosotras, Hermana, estaba un poco malhumorada


y pensamos que iba a darle una de sus rabietas, pero parece que le
pasó.
—Demos gracias a la Providencia —dijo fervientemente Fayala -
na—. Ya tenemos bastantes preocupaciones, tal como están las co-
sas... y no es, desde luego, que la Matriarca pueda evitar sus pequeñas
manías. Es una dolencia que sufriremos todas a medida que nos
hagamos viejas.
Missak asintió con la cabeza.
—A veces, Hermana, me despierto por la noche y me pregunto si
debería ella emprender este viaje. A fin de cuentas, tiene más de
ochenta años y no es una mujer vigorosa.
La mirada de Fayalana se ablandó.
—Sé lo que sientes, porque esto nos preocupa a todas. Pero es al-
go que no puede delegar, Missak. La ley de Aeoris prohíbe que nadie
salvo el verdadero triunvirato se siente en el Cónclave: no puede haber
apoderamiento ni sustituciones, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Pero ella debería retirarse, Hermana. A su edad no
debería cargar con estas responsabilidades.
Los ojos negros de Fayalana parecieron mirar hacia dentro duran-
te unos momentos, como si viese algún significado oculto en las pala-
bras de la otra mujer. Entonces su cara se animó y dijo secamente:
—Estoy de acuerdo, Missak. ¡Pero no quisiera ser yo la encarga-
da de sugerírselo!

Aproximadamente al mismo tiempo que la Matriarca y su séquito


iniciaban el fatigoso viaje en dirección sudeste, hacia el Estuario de
Perspectiva, una embarcación se balanceaba en el ligero oleaje del
muelle de la Isla de Verano. Tanto en cubierta como en el extremo de
tierra de la plancha reinaba mucha actividad; los hombres bajaban y
subían con provisiones, pertrechos, baúles; un torrente al parecer in-
agotable de artículos hacían la peligrosa travesía desde el muelle hasta
el barco. En la cubierta de popa, bajo la sombra del palo mayor, un
hombre joven con la faja azul distintiva de los capitanes de barco
observaba las operaciones con mirada tranquila y práctica, mientras la
tripulación estaba sentada en el suelo o en la borda, hablando distraí-
damente o jugando a cuartos o a golpear el anda. De vez en cuando,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

sonaba una carcajada sobre la algarabía general si alguien ganaba una


buena puesta.
En el muelle, muy apartados de aquella confusión, dos caballos
engualdrapados se agitaron inquietos entre las varas de un carruaje
descubierto, hasta que una viva palabra del conductor hizo que se
tranquilizaran. Detrás de ellos, uno de los dos ocupantes del carruaje
observaba la distante actividad con gran interés. Era un joven delgado,
de cabellos castaños y de unos diecisiete años, de bellas facciones a no
ser por la prominente nariz que dominaba su cara. Intentaba dejarse
crecer el bigote, tanto para contrarrestar el efecto de la nariz como
para parecer un poco mayor; pero hasta ahora le había crecido poco.
Su lujoso atuendo (chaqueta bordada y de anchas mangas sobre unos
pantalones de seda; cinturón repujado, del que pendía una espada
corta y envainada, puramente decorativa) estaba lleno de arrugas por
haber permanecido tanto tiempo sentado. Los muelles del carruaje
chirriaron cuando el joven estiró una pierna en la que le había dado un
calambre y lanzó un suspiro; su acompañante, un hombre mucho ma-
yor que él, le miró de reojo.
—¿Estas fatigado, Alto Margrave?
Fenar Alacar se frotó los ojos.
—En realidad no, Isyn. Sólo cansado de esperar.
—Fue tuya la idea de venir a ver los preparativos. —El viejo va-
ciló y después sonrió con cierta timidez—. Con el debido respeto,
Señor.
—No me des ese tratamiento, Isyn; sabes que hace que me sienta
incómodo. Yo te llamé «Señor» durante muchos años en vida de mi
padre y no puedo acostumbrarme a la idea de que todo se haya vuelto
ahora del revés. —Fenar trataba de disimular su aburrimiento y su
frustración, pero el es fuerzo era demasiado grande—. Todo eso —e
indicó el bullicioso muelle con un movimiento imperioso de una mano
que recordó vivamente a Isyn el antiguo Alto Margrave— parece un
jaleo innecesario y una pérdida de tiempo. ¡Maldita sea, hay menos de
un día de viaje hasta el continente y, en cuanto lleguemos a Shu-
Nhadek, estaré tan bien alojado como si no me hubiese movido de mi
palacio! Mira, hay bastante comida para toda una compañía de la
milicia, y mi vajilla, mis copas y cuchillos; incluso mi sillón para
sentarme. ¡Es ridículo!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Isyn sacudió la cabeza. Doce años de enseñanza y el muchacho


todavía no parecía comprender del todo lo que era y por qué debía ser
tratado de esta manera.
—Es una precaución necesaria, Alto Margrave, especialmente tal
como están las cosas. No podemos correr el menor riesgo de que te
ocurra una desgracia.
Fenar lanzó un bufido.
—Y por eso tengo que tener un ejército de cocineros y hombres
que prueben la comida, me hagan la cama y quiten el polvo a mi si-
llón, y sufrir la frustración de esperar y esperar mientras cargan en el
maldito barco una enorme cantidad de tonterías superfluas. —Miró de
soslayo y con resentimiento a su preceptor, ahora convertido en conse-
jero—. Si los poderes del Caos quieren impedir la celebración del
Cónclave tendiéndome una trampa mortal, ¡me imagino que encontra-
rán un medio más sutil que el veneno!
Isyn no quiso picar el anzuelo. Aunque sólo tuviese diecisiete
años, el muchacho era Alto Margrave, y su investidura era todavía lo
bastante reciente para que quisiera en ocasiones dar pruebas de su
autoridad. Era una manera de disimular su inseguridad, y el viejo lo
comprendía.
—Hay que recordar, señor —dijo amablemente y empleando el
término que Fenar deliberadamente rechazaba—, que el Sumo Inicia-
do y su séquito no llegarán hasta dentro de por lo menos tres días o
más si son retenidos por el mal tiempo. Y te diré, a título personal, que
no me encanta la perspectiva de pasar el intervalo en Shu-Nhadek con
sólo la señora Matriarca por comp añía.
Hubo una pausa y después Fenar bufó de nuevo, pero esta vez pa-
ra contener la risa.
—¡Por los dioses que me espanta la idea! Sabes, Isyn. Me cuesta
creer que la vieja esté aún con vida. Ya era una anciana cuando la vi
por última vez, y yo era entonces un niño. ¡Ahora debe tener al menos
cien años!
Sus palabras eran irrespetuosas y estaba exagerando, pero Isyn se
sintió aliviado ante aquella muestra de infantilismo: sentaba mucho
mejor al muchacho que su anterior intento de arrogancia. Los días
próximos, pensó, serían de prueba en más aspectos de los que parecía;
Fenar Alacar temía el inminente Cónclave, aunque por nada del mu n-
do lo habría confesado y, si tenía miedo, reaccionaría, como todas las
criaturas jóvenes e inexpertas, de una de dos maneras: o retrayéndose

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

enfurruñado, o tratando de hacer alarde de su posición de gobernante


absoluto, al menos en teoría, de toda la Tierra. Isyn había presenciado
el principio de esta reacción el año pasado, cuando el nuevo Sumo
Iniciado visitó la corte de la Isla de Verano; impresionado por Keridil
Toln, Fenar se había sentido al mismo tiempo molesto por su aplomo
y por la aureola del sumamente oculto Círculo que le rodeaba. Enton-
ces, no había tenido valor suficiente para desafiar a Keridil; ahora, si
se hallaban en desacuerdo, la cosa podría ser diferente, y el Sumo
Iniciado sería un adversario demasiado formidable para Penar.
El muchacho se rebulló de nuevo. Había comprendido el sentido
de las palabras de Isyn, pero éstas no sirvieron para calmar su imp a-
ciencia.
—No sé por qué tenemos que ir a Shu-Nhadek —dijo con irrita-
ción—. Tanta pompa y tantas ceremonias son inútiles. ¿Por qué no
podemos navegar directamente desde aquí a la Isla Blanca?
Isyn no respondió, pero frunció el entrecejo, y Fenar hizo un
ademán de enojo.
—¡Sí, ya sé! Así está escrito, y así debe ser. Sólo porque algunos
viejos manuscritos que se están pudriendo en el lejano norte dicen que
tenemos que seguir este ridículo procedimiento... No frunzas tanto el
entrecejo, Isyn; no me gusta tu desaprobación.
Isyn, cuyo temperamento era normalmente plácido, empezaba a
perder la paciencia, y le interrumpió:
—Puede que no te guste, Alto Margrave, pero tengo que expre-
sarla aunque me duela. Y más te desaprobarían los Guardianes si tra-
tases de poner pie en la Isla Blanca desde la cubierta del Hermana del
Verano.
Fenar se encogió de hombros.
—¿Ah, sí? No son más que unos porteros, por mucho que se vis-
tan de gala. Podría mandarles que...
—Yo desafiaría a cualquier mortal, vivo o muerto, a que diese
órdenes a los Guardianes. —Isyn dijo esto a media voz, pero con tal
convicción que el joven se sorprendió—. Ningún Alto Margrave ni
Sumo Iniciado, ni Matriarca, ha mirado desde hace generaciones a los
Guardianes, salvo desde lejos, y nadie se atrevería..., sí, señor, he
dicho atrevería..., a hacer algo contra su voluntad.
Penar se pasó la lengua por los labios e Isyn recalcó:
—Has oído los relatos, yo mismo te los conté cuando eras peque-
ño. Me sorprende que los hayas olvidado.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Algunas de las más antiguas tradiciones apuntaban que los Guar-


dianes, casta hereditaria que había habitado durante miles de años en
la Isla Blanca, no eran siquiera realmente humanos, sino que descen-
dían de seres angélicos a cuyo cargo había colocado Aeoris su cofre.
Unas historias estrafalarias, sin duda alguna. Pero se dice que no hay
humo sin fuego... De vez en cuando, los Guardianes navegaban en su
embarcación hasta el continente, tomaban un puñado de mujeres esco-
gidas y las llevaban a su fortaleza para que les diesen hijos, aseguran-
do así la pervivencia de la casta .Las mujeres regresaban más o menos
al cabo de un año y nunca decían lo que habían visto; la mayoría de
ellas ingresaban en la Hermandad o celebraban más tarde bodas con-
venientes. Los hijos varones nacidos en la Isla eran criados para que
se convirtiesen en la próxima generación de Guardianes. Nadie había
especulado nunca sobre el destino de las hijas.
El brillante sol fue de pronto oscurecido por un jirón de nube que
volaba hacia el oeste, y una sombra pasó sobre el muelle y el carruaje.
Fenar miró hacia arriba, estremeciéndose como si la momentánea
penumbra fuese un mal presagio, y cuando miró de nuevo a Isyn, la
irritación había desaparecido de sus ojos.
—Lo siento, Isyn —dijo de mala gana. Como la necesidad de
disculparse se reducía a medida que se acostumbraba a su posición, la
humildad se le hacía cada vez más dificil, e Isyn apreció el esfuerzo
que tenía que hacer—. Me he propasado, y he hecho mal. Desde lue-
go, debemos cumplir el protocolo. —Esbozó una sonrisa forzada—.
No quiero tomarme a la ligera lo que será, seguramente, la tarea más
importante que ja más habré emprendido. Me imagino lo que habría
dicho mi padre; me habría llamado pícaro arrogante y creo que me
habría dado una azotaina.
Isyn inclinó la cabeza en señal de divertido asentimiento y Fenar
irguió los hombros. Después de su disculpa y su Confesión, estaba
tratando de salvar su dignidad y parecer adulto. El comentario acerca
de su padre había sido un gesto conciliador; ahora quería borrarlo y
seguir adelante. Isyn se consideraba demasiado viejo para recordar la
impaciencia y las frustraciones de los diecisiete años, pero pudo no
obstante apreciar los sentimientos del muchacho.
Señalando el muelle con la cabeza, dijo:
—Parece que decrece la actividad. Supongo que el barco estará
en condiciones de zarpar cuando suba la marea.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Sí... Tal vez, a fin de cuentas, seguiré tu consejo, Isyn, recor-


dando la perspectiva de la compañía de la Matriarca.
—Fenar se observó las uñas —. Sin duda habrá cien pequeñas ta-
reas que he olvidado y debería atender antes de embarcar.
—Sin duda. Y tienes que despedirte de tu señora madre, la Mar-
gravina Viuda.
El Alto Margrave levantó la mirada y después entornó los párpa-
dos sobre los ojos grises, disimulando su expresión.
—Eso lo he hecho ya. Al menos, le envié ayer un mensaje y esta
mañana he recibido la respuesta. Me expresa su cariño, pero me pide
que la excuse de una visita.
Isyn suspiró interiormente. Desde la muerte de su marido, la
Margravina se había recluido completamente dentro de sí misma,
viviendo sus días en una casa aislada a cierta distancia de la corte,
servida únicamente por tres doncellas y constantemente afligida. No
recibía visitas, ni siquiera la de su propio hijo, y todo el mundo opina-
ba que estaba sencillamente esperando la muerte.
—Decía en su misiva que te diese sus recuerdos —añadió Penar.
—¿Oh, sí? —Isyn estaba sorprendido y conmovido—. Muy ama-
ble de su parte.
Se hizo un silencio ligeramente tenso entre los dos durante un ra-
to, hasta que Isyn, alertado por unas pisadas, miró y vio que el super-
visor del muelle se acercaba al carruaje. En la cubierta del Hermana
del Verano, la tripulación se había puesto súbitamente en actividad y
el capitán gritaba órdenes en tono seco pero halagador.
Tocó el hombro de Fenar y el muchacho pestañeó.
—Creo —dijo Isyn, sonriendo— que si tienes algo que hacer,
Señor, deberíamos volver al palacio para que puedas hacerlo. Si inter-
preto bien las señales, el Hermana del Verano está listo para zarpar
cuando el Alto Margrave lo ordene.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo octavo

Los ojos agudos de Tarod vieron, contra el resplandor del sol po-
niente, la pequeña cabalgata que se acercaba desde el oeste, y alargó
una mano para tocar la brida del caballo de Cyllan, haciendo que se
detuviese. Ella se volvió en su silla, entornando los párpados al tratar
de mirar en la dirección que él estaba señalando, y después le miró y
vio inquietud en su semblante.
—¿Quiénes son, Tarod?
—No lo sé.
No podía explicar la premonición intuitiva que se agitaba dentro
de él; aquél no era, ni mucho menos, el primer grupo con el que se
encontraba en el camino, pero un sexto sentido le decía que no era un
convoy ordinario, y se puso alerta.
Cyllan miró de nuevo. El sol se estaba hundiendo en una capa de
nubes y el resplandor menguó de pronto, de manera que pudo distin-
guir figuras individuales en la cabalgata.
—Avanzan muy despacio —dijo, y después —: Hay algo en me -
dio; algo grande...
—Es un palanquín. —Tarod frunció el entrecejo—. Y la mayoría
de los jinetes parece que van vestidos de blanco.
Ella le miró con incertidumbre, empezando a compartir su in -
quietud.
— ¿ Pero, quiénes son?
—Sé quiénes deberían ser; pero no es lógico, a menos que...
Vaciló y entonces sacudió la cabeza como rechazando una idea
que hubiese pasado por su mente y volvió su atención hacia el sur. A
tres millas delante de ellos, al otro lado de una verde franja de terreno
pantanoso, se distinguían los contornos de Shu-Nhadek en la neblina
de la tarde y, más allá de su confusa silueta, el mar brillaba como un
cuchillo en el horizonte. Casi habían alcanzado su meta...; habían
proyectado llegar al hacerse de noche, y parecía que no lo harían so-
los; Tarod calculó que, a la velocidad actual, el lejano grupo se cruza-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ría en su camino a una milla de la ciudad. Su caballo pataleó y reso-


pló, sin comprender la dilación, y Tarod se volvió a Cyllan.
—Será mejor que cabalgues como una dama durante un rato,
amor mío. Tal vez tengamos que intercamb iar algunos cumplidos
antes de llegar a Shu-Nhadek.
Ella sonrió irónicamente y pasó la pierna izquierda por encima de
la cruz del caballo, descansando la rodilla sobre el adornado pomo de
la silla. Encontraba que esta posición de lado era extraña e incómoda,
pero ninguna mujer de calidad se atrevería a cabalgar de otra manera,
y una mujer de calidad era precisamente lo que Cyllan simulaba ser.
Con dinero más que suficiente en la bolsa para llegar al término
de su viaje, Tarod pensó que la ostentación era su mejor disfraz. El
populacho había sido alertado para que diese caza a dos fugitivos, y
no era probable que alguien considerase que los fugitivos podían ocul-
tarse llamando la atención: era un concepto ilógico. Y así se detuvo en
la primera población importante y, mientras Cyllan esperaba fuera de
las murallas, había comprado ropa nueva para los dos y dos buenos
caballos para sustituir al corpulento bayo: un caballo castaño para él y
una vigorosa pero mansa yegua para Cyllan. Desde entonces, y mien-
tras él hacía borroso su aspecto y el recuerdo de sus caras en las men-
tes de aquellos con quienes se encontraban, viajaron bajo el disfraz de
un próspero vinatero y su esposa, y Tarod había observado con ironía
la facilidad con que cruzaron ciudades y pueblos. Los rumores circu-
laban todavía en todas partes, pero no oyeron muchos; la gente ordina-
ria no soñaría en acercarse a unos ricos desconocidos para contarles
los últimos chismorreos, y así, aunque habían hecho un rápido viaje
hacia Shu-Nhadek, nada habían oído de las últimas noticias.
En todas las ciudades y pueblos había todavía estremecedores
testimonios del terror que reinaba en el país. Acusaciones, juicios,
ejecuciones, venganzas: la marca no daba señales de menguar, y las
cosas que vieron en el camino sirvieron tanto para fortalecer la resolu-
ción de Tarod como para aumentar su afán de llegar a Shu-Nhadek, y
después a su último destino, con la mayor rapidez posible.
Tocó con los tacones los flancos del alazán, que emprendió de
nuevo la marcha, con la yegua de Cyllan siguiendo al mismo paso. La
luz estaba menguando rápidamente al envolver la capa de nubes el sol;
delante, las primeras luces empezaban a parpadear en la ciudad por-
tuaria, imitando el débil centelleo de las estrellas en el cielo del este.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Oyeron el ruido de la cabalgata al acercarse al punto en que las


carreteras del oeste y del sur se confundían en el último tramo hasta
Shu-Nhadek. A la luz del crepúsculo, las figuras que se acercaban y
que, como había dicho Tarod, iban casi todas vestidas de blanco, po-
dían haber sido fantasmas etéreos, pero el repiqueteo de varias doce-
nas de cascos y el tintineo de los arneses demostraban que eran bas-
tante reales. En la confluencia de las carreteras, Tarod y Cyllan refre-
naron sus monturas, y ella abrió mucho los ojos al reconocer por lo
que eran a aquellos personajes.
—Hermanas... —dijo en voz casi inaudible.
La yegua gris dio unos pasos de lado, asustada por la súbita in-
quietud de la amazona, pero Tarod tranquilizó a Cyllan diciendo:
—Me lo imaginaba... —Observó al grupo que se acercaba, entre-
cerrando los ojos hasta convertirlos en dos rendijas—. Y si no me
equivoco, son de Chaun Meridional.
—¿Chaun Meridional?
—Donde está la Residencia de la Matriarca.
Había contado ocho mujeres a caballo y cinco robustos varones
dándoles escolta, mientras en medio del convoy se balanceaba una
litera engalanada, tirada por cuatro caballos y provista de ricas corti-
nas bordadas. Su ocupante era invisible.
— ¿Has visto eso? —dijo Tarod, señalando con la cabeza la lite-
ra—. Es el palanquín de la propia Matriarca, la Señora Ilyaya Kimi.
Se dio cuenta de que Cyllan no le había comprendido y añadió:
—La Señora Ilyaya tiene más de ochenta años y hacía diez que
no salía de su Residencia. Estaba demasiado delicada para asistir a la
investidura de Keridil y, si ahora viaja en el palanquín, sólo una cir-
cunstancia puede traerla aquí.
—Apretó con más fuerza las riendas—. Significa que Keridil ha
convocado un Cónclave.
El jefe de la escolta de la Matriarca dio una voz de alerta al ver
los dos personajes inmóviles en el cruce de caminos, y se oyeron chi-
rridos metálicos al desenvainar los cinco hombres sus espadas. Las
dos figuras no se movieron y, al cabo de un momento, los hombres se
tranquilizaron al darse cuenta de que los desconocidos no representa-
ban ninguna amenaza; eran simplemente un mercader, o algo pareci-
do, y su esposa; sin duda se habían detenido prudentemente para dejar
pasar el cortejo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El convoy avanzó al trote, majestuosamente; una de las Herma -


nas mayores, que iba en cabeza, lanzó una mirada a los dos descono-
cidos, a los que vio como Tarod quería que los viese: dos seres vulga-
res, sin importancia. Su voz sonó clara al gritar por encima del ruido
de los caballos:
—¡Aeoris os acompañe, buena gente! —e hizo la señal en su di-
rección, con aire ligeramente protector.
Cyllan vio que Tarod inclinaba la cabeza en señal de agradeci-
miento y se apresuró a imitarle. Al pasar el palanquín, balanceándose,
aguzó la mirada, curiosa por ver a la Matriarca; pero las cortinas no se
abrieron en absoluto. Después la comitiva se alejó de ellos por el ca-
mino de Shu-Nhadek.
Tarod la siguió con la mirada. Sin darse cuenta, había tocado con
la mano derecha el anillo que llevaba en el índice de la izquierda y la
piedra, en respuesta, se había encendido y centelleado como un pe-
queño ojo blanco. El había tomado la decisión, al huir de Perspectiva,
de devolver la piedra del Caos a su montura de plata, y al cerrarse de
nuevo el anillo para sujetar la joya, había sentido una amarga mezcla
de desesperación y de triunfo. Ciertamente, volvía a ser un ente ente-
ro, pero, al deslizar el anillo en el dedo y sentir la antigua familiaridad
de su presencia, se dio cuenta, una vez más, de lo peligrosa que podía
ser su gran influencia. Necesitaría una voluntad de hierro, un control
de acero, para mantener ahora su resolución contra el poder vivo del
Caos. Sin embargo, por encima y más allá de esto, necesitaría el poder
que le daba el anillo, el poder de su propia alma, si no quería fracasar
en lo que se babia propuesto. Y la presencia de la Matriarca en Shu-
Nhadek hacía que su objetivo fuese mucho más urgente.
Esta idea fue como un aguijón y, sin previo aviso, espoleó su
montura. Cyllan le siguió, confusa por la cólera que había visto en sus
ojos en el momento de emprender él la marcha.
— Tarod, ¿qué pasa?
El miró hacia atrás, dijo algo que ella no pudo entender, y Cyllan
golpeó de nuevo con fuerza los flancos de la yegua gris. El animal se
lanzó hacia delante y bailó al lado de él.
Incluso en la penumbra pudo ver Cyllan que Tarod tenía tenso y
colérico el semblante.
—Tarod, ¡no entiendo nada! Dijiste que Keridil había convocado
un Cónclave. ¿Qué significa eso?

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Nadie ajeno al Círculo hubiese podido comprender el significado


de lo que había hecho el Sumo Iniciado. Pero, si las sospechas de
Tarod eran ciertas, Keridil había puesto en movimiento algo que, si no
actuaba rápidamente, podía significar una catástrofe para todos.
De pronto advirtió que había estado a punto de maldecir a Cyllan,
descargando sobre ella su irritación porque era la persona que tenía
más cerca. Haciendo un esfuerzo, dominó la creciente emoción que le
invadía.
—No puedo explicártelo ahora —dijo—. Pero no tenemos tiempo
que perder, ¡y que los dioses nos asistan si llegamos tarde!

Shu-Nhadek estaba en plena agitación. Por algún medio, la noti-


cia de la decisión del Sumo Iniciado había llegado a la ciudad antes
que los tres gobernantes con sus séquitos, y con ella se había produci-
do una corriente continua de gente devota o asustada, ansiosa por
congregarse lo más cerca posible del lugar de la sagrada alianza y
buscar refugio o bendiciones a su sombra. Cuando llegaron Tarod y
Cyllan, la cabalgata de la Matriarca había desaparecido en dirección a
la residencia del Margrave, donde esperarían la llegada de Keridil
Toln y de Fenar Alacar; y, como había previsto Tarod, todas las hoste-
rías y posadas de la ciudad estaban llenas a rebosar.
Por fin llegaron a la plaza del mercado y se detuvieron para dar
descanso a sus fatigados caballos. En la plaza reinaba un bullicio des-
acostumbrado; ardían antorchas en los portales de los edificios más
grandes, proyectando un resplandor infernal centelleante, peculiar,
sobre las losas; se había congregado mucha gente, simplemente para
esperar y observar y ver todo lo que se pusiese al alcance de su vista;
en el lado de la plaza más próxima al puerto, unos trovadores estaban
entonando cantos piadosos, probablemente con la esperanza de ganar-
se unas monedas.
Cyllan miró hacia donde podía ver a intervalos una negra abertu-
ra entre las casas y creyó distinguir el frío destello de las aguas del
puerto en el extremo de un callejón a oscuras. Se estremeció cuando
acudió a su memoria un súbito e ingrato recuerdo y acercó su caballo
al de Tarod.
—Esta atmósfera... —Bajó la voz de modo que sólo Tarod pudo
oírla—. Me pone nerviosa.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Lo sé. —Acarició el cuello del alazán—. Es como si toda la


ciudad hubiese sido atacada por una fiebre. Pero, al menos, no hemos
llegado demasiado tarde. La ciudad está todavía esperando a Keridil;
nos hemos adelantado a él y esto nos da cierta ventaja. Encontraremos
algún sitio donde descansar esta noche, y por la mañana veremos lo
que podemos descubrir.
Cyllan se estremeció de nuevo.
—No hay una posada que no haya cerrado sus puertas a nuevos
clientes.
—Tal vez. —Tarod sonrió, con una antigua sonrisa que insinuaba
algo que ella prefería no averiguar—. Ya veremos.
Al cabo de media hora, había encontrado alojamiento para los
dos en una posada respetable, a pocos minutos a pie de la plaza del
mercado. Cyllan se mostró indecisa al principio, temerosa de que
estuviesen tentando al destino por instalarse tan cerca del centro de
actividad, pero él había calmado sus temores, sabiendo que no estaban
en peligro, al menos hasta que llegase la comitiva del Círculo. El dine-
ro, un poco de intimidación y una pizca del poder de Tarod les había
valido una buena habitación, en la que les fue servida la comida. Cy-
llan no tenía ganas de comer (sus nervios, como las cuerdas de un
instrumento gastado, estaban a punto de romperse), pero la confianza
tranquila de Tarod disipó lo peor de su miedo.
Mientras comían, Tarod explicó la naturaleza del Cónclave y ex-
puso lo que su resultado podría significar para ellos.
—Si Keridil consigue traer a Aeoris a la Isla Blanca —dijo—, las
fuerzas del Orden tendrán un solo objetivo: borrar todo rastro del Caos
en el mundo.
Cyllan le miró a través de las pestañas, consciente de que su pul-
so se había acelerado desagradablemente.
—Pero, ¿no es esto lo que tú quieres? —preguntó a Tarod.
—Sí. —Ella pensó que había vacilado un momento, aunque su
respuesta fue definitiva—. Pero temo que los Señores Blancos persi-
gan obstinadamente ese objetivo, sin pensar en las consecuencias que
pueden sufrir los simples mortales. —Se humedeció los labios con la
lengua—. ¿Cómo es posible comprender y mucho menos explicar, el
razonamiento de un dios? Sin embargo, creo.., creo que conozco,
mucho mejor que Keridil, la verdadera naturaleza del poder que pre-
tende desencadenar. —Cerró la mano derecha sobre el restaurado
anillo de plata, consciente de la pulsación de la piedra del Caos debajo

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de sus dedos, y vio que Cyllan le estaba observando fijamente—.


Aunque es patrón y protector de la humanidad, Aeoris trasciende las
limitaciones humanas hasta el punto de que la vida y la muerte de los
individuos (que son de imp ortancia vital para los mortales afectados)
son tan triviales para él que no merecen su consideración, tanto más si
se comparan con la amenaza planteada por Yandros. —Hizo una pau-
sa y después sonrió irónicamente—. Imagínate que estás en un prado,
frente a un enemigo resuelto a matarte. Al luchar contra él, ¿te pre-
ocuparán los pequeños insectos que puedes aplastar con los pies en el
curso del combate?
Cyllan asintió con la cabeza.
—Te comprendo.
—Entonces comprenderás el peligro que entraña lo que quiere
hacer Keridil. Y si Aeoris encuentra en Yandros un enemigo poderoso
difícil de vencer, la destrucción que causen ambos será todavía mayor.
Y esto no debe suceder, Cyllan.
Ella volvió la cabeza para mirar por la ventana. Más allá de los
tejados brillaban las luces del puerto de Shu-Nhadek reflejando imá-
genes rotas sobre la tranquila superficie del mar. La niebla empezaba a
formarse al avanzar la noche, y la tranquilidad del escenario ofrecía un
vivo contraste con sus pensamientos.
—Entonces, si hay que evitarlo —dijo—, debemos llegar a la Isla
Blanca antes de que se celebre el Cónclave. —Se volvió para mirar a
Tarod, con los ojos más oscuros por la emoción que sentía—. Y debes
hacer lo que has estado proyectando.
—¿No te angustia esta idea?
—No... no lo sé. Mi conciencia me dice que es buena, pero... —
Cerró su mente a la súbita imagen. de la cara de Yandros y al recuerdo
de su trato, que surgieron dentro de ella—. No lo sé, Tarod. Me dan
mucho miedo las consecuencias. Más miedo, creo, que lo que podría
ocurrir si Aeoris y Yandros se enfrentasen. Lo que has dicho, lo que
has descrito.., es tan remoto que no me afecta. Aquí, en esta habita-
ción de Shu-Nhadek contigo, no significa nada; pero si entregas la
piedra-alma, ello determinará nuestro futuro, y esto sí que lo siento
vivamente. —Cruzó y se apretó las manos hasta que los nudillos se
volvieron blancos—. ¡Tengo tanto miedo de perderte para siempre!
Tarod advirtió que, cuando había nombrado al Señor Blanco, no
había hecho la señal. Para alguien que se había criado como ella, era
una omisión inconcebible, y Tarod tuvo conciencia de las otras fuer-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

zas que se agitaban dentro de ella. Yandros le había producido mucho


más que una cicatriz fisica y, contra su voluntad, se sintió orgulloso de
ella.
Hermano es digna de nosotros...

La voz habló sin ruido en su mente, y la impresión le trajo de


nuevo a la fría realidad. Sí..., sería demasiado fácil para los dos dejar-
se seducir por aquel antiguo poder, y Tarod, mucho más que Cyllan,
tenía buenas razones para sentir una afinidad con él. Pero no debía ser.
Tenía que aferrarse a su resolución, y si de esto resultaba el sacrificio
definitivo, debía aceptarlo.
—Cyllan. —Alargó una mano sobre la mesa, empujando a un la-
do los restos de la comida, para asir la suya en un apretón que le hizo
daño—. No vacilaré, Cyllan. Vine aquí para cumplir una promesa, y la
cumpliré, sean cuales fueren las consecuencias. Mientras exista la
piedra del Caos, Yandros puede desafiar el régimen del Orden, pero
solamente mientras tenga este punto de apoyo en el mundo. Con la
piedra en manos de Aeoris, el Cónclave no se celebrará... y se podrá
poner fin a esta locura.
Ella le miró con expresión desolada.
—¿Estás seguro de que es el único camino?
Había otro, pero no se atrevió a considerar la idea ni un instante,
para que no arraigase en su mente.
—Estoy seguro —dijo.
Cyllan asintió con la cabeza.
—Está bien. Si tiene que ser, será como tú dices. —Con la mano
libre se frotó con fuerza los ojos, y Tarod no supo si estaba o no llo-
rando. Si era así, y conociendo a Cyllan, debían ser lágrimas de cólera
más que de desesperación. Al fin pestañeó, sorbió y dijo, con resuelta
convicción—: Me enseñaron a creer que Aeoris es justo y bueno. Sólo
puedo rezar para que la ceguera de su Sumo Iniciado no se interponga
en el camino de su justicia.
Tarod sonrió. Aflojó un poco la presión de sus dedos, se llevó la
mano de ella a los labios y la besó.
— ¿Recuerdas mi ejemplo de los insectos en el prado? —dijo—.
Si Aeoris es como creemos que es, los argumentos de Keridil no le
convencerán.
A pesar de sus valientes palabras, tanto Tarod como Cyllan su-
frieron aquella noche sueños espantosos. Cyllan era perseguida por

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

atormentadoras imágenes de un futuro inconcebible, en las que veía a


Tarod sacrificado en la piedra de un altar que se volvía negra con la
sangre, mientras ella, estorbada por el hábito blanco de una Hermana
de Aeoris, sólo podía sostenerse en pie y gritar una y otra vez su nom-
bre, sabiendo que nada de lo que pudiese hacer impediría su destruc-
ción. Se agitaba en su sueño, alargando las manos como garras para
atrapar a invisibles atacantes; después, al fin, se tranquilizó un poco al
sentir a Tarod a su lado y se sumió en una modorra, más profunda
pero igualmente terrible.
Tarod yacía inmóvil y sin darse cuenta de la desesperación de
ella, pero su sueño no era natural. Ni sus sueños eran sueños en el
sentido usual de la palabra, o así lo creyó más tarde. Era más bien
como si su mente, turbada por las ideas de cuando estaba despierto, se
hubiese trasladado, más allá de las dimensiones mortales, a un lugar
de atavismos y de antiguos recuerdos. Y allí, algo le estaba esperando.
La familiaridad del orgulloso y cruel pero hermoso semblante,
con su sonrisa de bienvenida, estremecía dolorosa mente las raíces de
su alma con un sentimiento que no podía definir. Yandros emergía de
una columna de luz centelleante y, al moverse, la atmósfera que le
rodeaba se transformaba sutilmente entre una miríada de dimensiones,
cambiando de color y de forma en un movimiento incesante y sin
orden. A su alrededor, algo palpitaba: un enorme corazón cuyos lati-
dos eran tan profundos que parecían una lenta vibración que sacudía la
Tierra; y tampoco seguía un orden, ya que el ritmo cambiaba a cada
instante. Los sentidos de Tarod trataban de acompasarse con ellos. Y
sentía más que veía otras presencias; sombras de formas que se aba-
lanzaban hacia él saliendo de lo amorfo, entes a los que antaño había
conocido y con quienes había compartido una afinidad destructora.
Tarod. La voz argentina de Yandros era llana, un sonido recorda-
do más que oído, sin verdadera existencia más allá de la memoria y de
la imaginación. Se encendió una luz en el corazón del Señor del Caos
y enfocó la imagen de una estrella de siete puntas. Todavía tratas de
olvidar.
No había reproche en su voz, solamente un interés indiferente
que hizo que Tarod se diese cuenta de la debilidad de Yandros. Este,
comprendió súbitamente, no era la verdadera manifestación del reino
del Caos. Todavía con sus lazos con el mundo mortal y, en este mu n-
do, él era el más fuerte de los dos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Sonrió y vio el color verde de sus propios ojos reflejados momen-


táneamente en la mirada del Señor del Caos. No lo olvido, dijo sere-
namente. Pero he hecho mi elección.
Yandros reflexionó un momento y después inclinó la cabeza co-
mo reconociendo un punto de vista que, aunque fuese contrario a él, le
interesaba. Elegiste un extraño camino, Tarod. Has visto injusticias,
intolerancia, persecuciones, asesinatos, perpetrado todo ello en nom-
bre del Orden, y sin embargo, a pesar de los elevados principios que
profesas, todavía eres fiel a los sistemas del Orden. Sus ojos, que
cambiaron ahora del azul a un inquietante carmesí, pasando por el
púrpura, centellearon divertidos. Me intriga tu lógica.
Que yo sepa, la lógica nunca ha sido tu arma favorita, Yandros.
El ente se echó a reír.
Oh, yo elijo las armas que más me convienen en cada momento,
¡lo sabes muy bien!
Imágenes, viejas lealtades, satisfacciones, triunfos... Tarod las
expulsó de su mente.
Entonces tal vez deberías escogerlas con más cuidado. Lo que he
visto no es el verdadero reflejo del Orden. Es simplemente la reacción
de pánico de los que no saben más. Y si yo supiese más, sospecharía
que tu mano está detrás de esto.
Me halagas. Yandros sonrió maliciosamente.
No lo creas. Pues en este mundo, tengo una ventaja sobre ti, la
ventaja de ser humano. Y ostento el poder más grande. Te desterré,
Yandros; y mientras siga con vida, tu poder no podrá tener un asidero
aquí.
Yandros no replicó, pero pareció estar considerando las palabras
de Tarod. A lo lejos empezó a gritar una voz en un tono que nunca
había sido mortal; Yandros miró en su dirección y el sonido cesó de
pronto.
Por fin, el Señor del Caos asintió con la cabeza. Sus ojos parecían
extrañamente tranquilos y reflexivos, y dijo: Sí. Tú me desterraste. Y
por tu fidelidad a los Señores del Orden fuiste desterrado por sus
siervos. Sin embargo, todavía te aferras a aquella lealtad y crees que
aunque los títeres pueden condenarte, el amo de los títeres te ensalza-
rá. Sus ojos brillaron encendidos. Es un sentimiento muy humano.
Habría esperado algo mejor de ti.
¿Mejor? Tarod sonrió cínicamente. ¿Mejor según el patrón de
quién, Yandros?

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

De nuevo se echó a reír el Señor del Caos, pero esta vez había
una ironía espantosa en su risa, como si fuese víctima de una broma
celestial. Tarod, que le conocía de antiguo, permaneció impávido, y
por último se extinguió la risa, dejando solamente ecos que parecieron
tomar vida propia antes de desvanecerse en la nada.
¿Según el patrón de quién?, repitió Yandros. ¡Ahi, Tarod cuántas
cosas has olvidado! Se volvió súbitamente para enfrentarse de lleno a
Tarod y, a pesar del abismo que le separaba de él, Tarod sintió una
fuerte sacudida psíquica cuando el Señor del Caos le apuntó con un
dedo acusador. Entonces, sigue tu camino, dijo Yandros. Inclínate
ante la corrupción del Orden y aprende la lección a la que te ha con-
denado tu vida mortal. Yo no puedo dominarte, debo confesarlo, pues
lo sabes tan bien como yo y en los viejos tiempos no había secretos
entre nosotros. Ve, pues. Habla al demonio Aeoris. Confíate a su
misericordia, ¿y donde había siete habrá seis! Encogió los hombros, y
la columna de luz en la que se hallaba se contrajo, oscureciéndose, de
manera que al fin la cara marfileña de Yandros miró con frío desdén
desde una niebla negra y sólo sus cabellos dorados y brillantes dieron
algún color a la turbadora escena. Su voz sonó suavemente, sibilante,
insinuante, en la mente de Tarod, al empezar a fragmentarse el sueño
y arrastrarle de vuelta al mundo físico.
Lloraremos tu muerte.
Se despertó en medio de un silencio que se clavó en lo más hon-
do de su ser. Ningún grito, ninguna sudorosa explosión fuera del reino
de la pesadilla; ningún espasmo muscular que le sacase de las profun-
didades del sueño, sino simplemente la tranquila oscuridad de la habi-
tación en la posada de Shu-Nhadek y la luz de la luna que trazaba
dibujos sin sentido en el techo. Desde abajo, llegaban murmullos apa-
gados y ocasionales chasquidos de metal; parecía que la taberna estaba
todavía abierta y que permanecería así toda la noche.
Cyllan dormía a su lado. Lágrimas ya secas surcaron hacía rato
sus mejillas, pero cualquier terror nocturno que la hubiese asaltado
parecía haberse desvanecido ahora; su respiración era suave y regular.
Tarod alargó una mano para tocarla y se dio cuenta de que su brazo
estaba temblando; en su dedo índice brilló la piedra del Caos al refle-
jarse un rayo de luna en sus facetas.
Las últimas palabras de Yandros ardían como fuego en su cere-
bro. Fuese cual fuere el nombre que eligiese dar a aquel encuentro, no
había sido un sueño; y había sacudido de firme su confianza y su res o-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

lución. Lloraremos tu muerte..., pero Yandros era maestro en el arte


de mentir; nadie lo sabía mejor que Tarod. Su mayor habilidad era
jugar con el miedo de los incautos, haciendo que el corazón dudase y
que vacilase la mente.
Un estremecimiento involuntario le dejó una sensación de frío;
retiró la mano de los cabellos de Cyllan y vio que la lucecita del inter-
ior de la piedra-alma centelleaba cuando movía su dedo en la sombra;
y de pronto sonrió. Tenía un arma que Yandros nunca podría contra-
rrestar: su propia voluntad. Y por mucho que su subconsciente tratase
de argumentar en contra, mientras conservase la conciencia, todos los
halagos del Caos serían impotentes. Tenía la piedra, y la piedra le
daba poder. Un poder que se había levantado contra Yandros una vez
y que podía hacerlo de nuevo. Y aunque en la hora muerta de la noche
podía parecer un frío consuelo, era suficiente.
Su mano estaba más firme cuando la alargó de nuevo para tocar a
Cyllan. Esta se agitó en su sueño y murmuró algo ininteligible, pero su
voz era tranquila. Tarod se inclinó sobre ella y dejó que sus labios
rozasen suavemente su cara. No quería despertarla; su presencia bas-
taba para mantenerle en el mundo real.
Se echó atrás, conservando un brazo protector sobre el delicado
cuerpo de ella, y cerró los ojos, sabiendo que vendría el sueño y no
habría más pesadillas.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo noveno.

El Hermana del Verano fue avistado delante de la costa poco


después de mediodía del día siguiente. En pocos minutos, una hetero-
génea flotilla, desde barcas de pesca hasta pequeños botes y esquifes,
se hizo a la mar para formar una improvisada escolta de bienvenida a
Shu-Nhadek al Alto Margrave, y cuando el alto y gracioso barco, con
sus velas entretejidas de oro, entró balanceándose en el puerto, una
gran multitud se había reunido en el muelle.
En el barco, una voz gritó órdenes que fueron repetidas y trans-
mitidas desde la proa hasta la popa, y los hombres entraron en acción
sobre la cubierta. La muchedumbre que esperaba se rebulló y abrió
paso, mientras los presurosos milicianos se esforzaban por imponer
una apariencia de orden en aquella confusión, y al fin fue bajada desde
la borda una ancha pasarela que cayó con un ruido de trueno sobre el
muelle, donde dos hombres corpulentos la sujetaron con cuerdas.
La multitud guardó silencio. El capitán del Hermana del Verano
había ordenado a sus marineros que formasen una guardia de honor
sobre la cubierta y, de pronto, todos se pusieron firmes, cuando Fenar
Alacar salió de su camarote y avanzó hacia la pasarela.
Isyn tuvo cuidado de hacer entender a su joven señor la impor-
tancia de las primeras impresiones. Esta era la primera vez en su vida
que ponía pie en el continente y la primera oportunidad que tenía la
gente, a excepción de unos pocos privilegiados, de ver en persona a su
Alto Margrave. Y Fenar se había vestido para la ocasión, con chaqueta
y pantalón de fina seda bordada, una capa de brocado y una estrecha
diadema de oro con piedras incrustadas, sobre los finos cabellos cas-
taños. Un murmullo de admiración surgió del gentío cuando hizo acto
de presencia y, como le había enseñado Isyn, se detuvo en lo alto de la
pasarela. Después los murmullos se convirtieron en fuertes aclama-
ciones, mientras innumerables manos trazaban jubilosas la señal de
Aeoris en el aire.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El Alto Margrave levantó un brazo agradeciendo la bienvenida y


dio un paso cauteloso en la inclinada pasarela. Detrás de él caminaba
Isyn, e inmediatamente detrás de éste venía la Guardia del Alto Mar-
grave, un cuerpo escogido de espadachines cuya tarea sería, cuando
estuviesen en tierra firme, proteger a Fenar de la menor señal de peli-
gro.
Fenar sintió un profundo alivio cuando acabó de bajar de la vi-
brante pasarela y pisó el suelo; se detuvo un momento, para que la
muchedumbre pudiese verle de cerca y después avanzó a lo largo del
pasillo, rápidamente despejado, hasta donde esperaba un carruaje
descubierto para llevarle a la residencia del Margrave de la provincia.
Ya en el carruaje, otra pausa, otro saludo con la mano, y el polvo se
elevó de debajo de las ruedas cuando los caballos enjaezados empren-
dieron el camino hacia el centro de la ciudad.

Desde la ventana abierta de su habitación en la posada, Cyllan


podía ver solamente el palo mayor del Hermana del Verano pero el
ruido del puerto era transmitido claramente por la ligera brisa prima-
veral, y la gente que se apretujaba en la plaza del mercado, a una calle
de distancia, era claramente visible por encima de los bajos tejados.
Observó una súbita conmoción en una de las calles más anchas al otro
lado de la plaza, y entonces, al aparecer el carruaje del Alto Margrave,
se volvió de la ventana hacia Tarod, que estaba reclinado en la cama.
— ¿Has visto alguna vez al Alto Margrave?
El se levantó y se reunió con ella, agachándose detrás de la baja
ventana para mirar hacia fuera. El carruaje cruzaba despacio la plaza,
obstruido por la presión de la gente ansiosa de ver o, si era posible,
incluso de tocar a su soberano, y Tarod entrecerró ligeramente los ojos
para mirar al joven lujosamente ataviado que iba en el carruaje.
—Por los dioses, no es más que un chiquillo... —Recordó la des-
cripción que había dado Keridil de Penar Alacar después de la visita
del Sumo Iniciado a la Isla de Verano para la ceremonia, formal y
tradicional, de la investidura. Una cabeza sensata sobre sus hombros,
había dicho Keridil; pero esta primera visión del joven no sirvió en
absoluto para disipar las dudas de Tarod. Cualquier esperanza que
hubiese podido tener de que Penar sería lo bastante enérgico para
enfrentarse con las opiniones combinadas del Sumo Iniciado y la Ma-
triarca se desvaneció; este muchacho se sentiría demasiado intimidado

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

por las dos personas mayores del triunvirato para hacer otra cosa que
no fuera seguirles la corriente.
El carruaje estaba ahora cargado con los regalos y las ofrendas
(flores de primavera, dulces, collares-amuletos y toda clase de artefac-
tos) que la multitud había arrojado a su soberano. Y cuando al fin
pudo salir de la plaza y alejarse en dirección a las afueras de la ciudad,
Tarod suspiró y se alejó de la ventana.
—Dos de los tres —dijo—. Ahora sólo esperan la llegada de Ke-
ridil, y sospecho que estará aquí antes de que se ponga el sol.
Cyllan se levantó y estiró una pierna, que tenía entumecida.
—Pareces estar muy seguro.
—Bastante. —Sonrió—. En los viejos tiempos, cuando nos con-
siderábamos como los mejores amigos, Keridil y yo teníamos una
comunicación que era a veces casi telepática, y ningún grado de ene-
mistad puede destruir eso del todo. Está cerca y, cuando llegue a la
ciudad, lo sabré.
—¿También sabrá él que estás aquí? —preguntó Cyllan, inquieta.
—Si bajo la guardia, sí.
—Entonces, tal vez deberíamos buscar otro lugar...
—No —le interrumpió él, sacudiendo ligeramente la cabeza—
Debo estar alerta, eso es todo. Keridil no será ninguna amenaza contra
nosotros si tenemos cuidado. Pero su llegada significa que el tiempo
apremia: debemos llegar a la Isla Blanca antes de que llegue el barco
que ha de llevarse al Cónclave.
Con el disfraz que habían adoptado, pasaron la mañana entre los
pescadores locales y otros dueños de barcas, buscando una embarca-
ción que pudiesen alquilar. Los años que Cyllan había pasado en las
Grandes Llanuras del Este le habían dado un buen conocimiento de la
navegación, y las corrientes del sur eran mucho menos traidoras que
las del Cabo Kennet, de manera que podía manejar una nave de di-
mensiones razonables sin necesidad de tripulantes. Pero no encontra-
ban ninguna. Todas las embarcaciones, por poco capaces que fuesen
de hacerse a la mar, habían sido alquiladas o encargadas por personas
ansiosas de seguir a la fabulosa Barca Blanca cuando zarpase, y ni el
dinero ni la condición eran bastantes para adquirir un pasaje.
Tarod se había abstenido de emplear sus poderes para conseguir
una barca, al menos hasta entonces; estaba cansado de provocar discu-
siones o levantar sospechas, y prefería resolver su problema en térmi-
nos más mundanos. Pero empezaba a parecer que no tendría más re-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

medio que hacerlo, y el tiempo, como había dicho, no estaba de su


parte.
—Buscaremos de nuevo mañana temprano —dijo—, cuando la
ciudad esté más tranquila. El séquito de Keridil se habrá instalado en
el Margraviato, y nada sabrán de nosotros hasta que hayamos partido.
—¿Y si no podemos encontrar una embarcación? —preguntó Cy-
llan.
El rió por lo bajo en la tranquila estancia.
—La encontraremos —dijo.
El grupo de la Península de la Estrella llegó mediada la tarde. En
total, eran ocho los que cabalgaban: Keridil y Sashka, seguidos de
Gant Ambaril Rannak y tres de sus servidores, más dos Adeptos de
alto rango que el Sumo Iniciado había elegido para que le acompaña-
sen.
Habían hecho de prisa el largo viaje, ayudados por el buen estado
del tiempo que, con cierto alivio, consideró Keridil como de buen
augurio. La decisión del Margrave de cabalgar con el convoy le des-
concertó al principio, pero Gant había argüido que, con la tierra en
plena agitación, su principal deber era con su Margraviato, y, además,
era inconcebible que no estuviese presente para hacer de anfitrión a
los triunviros cuando se alojasen en su mansión por primera vez en la
historia. La señora Margravina, que todavía estaba transida de dolor
por la muerte de Drachea, permanecería en el Castillo hasta que se
encontrase mejor; pero él dijo que saldría hacia el sur con el grupo del
Círculo. Keridil había reconocido de mala gana la sensatez de sus
argumentos y, tal como se desarrollaron las cosas, el Margrave resul-
tó, durante el viaje, mucho menos molesto de lo que había temido;
durante el viaje el viejo pareció tener una buena reserva de energía
fisica y mental, y no fue ningún obstáculo en el camino.
Había previsto una calurosa bienvenida en Shu-Nhadek, pero no
obstante le asombró el grado de alivio y de gozo con que fue recibido.
El aprecio que todos profesaban al Margrave alcanzó el punto culmi-
nante después del asesinato de su hijo, y su llegada en compañía del
Sumo Iniciado aumentó el fuego hasta casi llegar a la adulación.
Avanzaron lo más deprisa posible a través de la ciudad, sin ofender a
los centenares de personas que habían salido a la calle para recibirle,
pero Keridil sólo empezó a tranquilizarse cuando las puertas de la
residencia del Margrave se cerraron a su espalda y el ruido de la mu-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

chedumbre se extinguió en el imperturbable silencio de la mansión


oficial.
Gant refrenó su caballo, tratando de que no se le cayese una bella
guirnalda de flores que había puesto en su mano un entusiasta ciuda-
dano, y contempló la casa señorial que se elevaba al final del largo
paseo. Volviéndose sobre la silla, Keridil pudo percibir el súbito y
agudo dolor que se pintaba en los ojos del Margrave y se imaginó lo
que debía estar pensando. Durante todos los años que viviese, aquel
lugar tendría amargos recuerdos para Gant.
—Vamos, Margrave —dijo, en tono amable pero firme—. Tenías
que enfrentarte con esto alguna vez. Es mejor que lo hagas pronto.
Gant le miró; después sus labios se torcieron en una irónica son-
risa.
—Los fantasmas tardan mucho en morir, Sumo Iniciado —dijo, y
espoleó su caballo.

—¡No puedo expresar lo feliz que me siento de no tener que de-


pender de la Hermandad!
Sashka se estiró como una gata y sacudió los largos cabellos cas-
taños, de manera que se extendieron como una onda sobre sus hom-
bros y su espalda. El sol, que entraba bajo por la alta ventana de la
habitación de Keridil, parecía prender fuego a los árboles.
A pesar de su triste humor, Keridil sonrió.
—Deberías honrar a la Matriarca, amor mío. ¿No fue esto lo pri-
mero que te enseñaron en el noviciado?
Ella se volvió de la ventana y le miró entrecerrando los ojos —Es
senil, y tú lo sabes. Quejas y rabietas; es peor que la señora Kael de la
Tierra Alta del Oeste, cosa que me parecía difícil de creer hasta hoy.
En cuanto a esa espantosa mujer de la vieja Residencia de Shu...,
¿cómo se llama?
—La señora Silve Bradow.
—Sí, ésa. Ceceando y tartamudeando como una niña asustada, y
ni siquiera sabe cuándo es de día y cuándo es de noche; es tan inepta...
¡Oh!
Sashka se estremeció con exquisito énfasis y Keridil se echó a re -
ír, aunque en seguida reprimió su risa. La irreverencia de Sashka era
un tónico, aliviaba la sensación de carga que había sentido pesar cada
vez más encima de él a medida que se acercaban al fin de su viaje, y
una vez más se alegró de tenerla ahora a su lado. Abajo, en el salón

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

del Margrave, mientras los tres dignatarios intercambiaban tontas


salutaciones, ella se había mostrado perfectamente acorde con el papel
oficial de él; besando la mano imperiosamente extendida de la Ma-
triarca, inclinándose como era de rigor en las Hermanas ante el Alto
Margrave, aceptando sus felicitaciones por su noviazgo, con la sobrie-
dad propia de la ocasión. Solamente ahora, a solas con Keridil, se
permitió mostrar sus verdaderos sentimientos, y él envidió su capaci-
dad de adaptación. Todavía estaba impresionado, más aún, contami-
nado, por la rígida severidad que había presidido el primer y breve
encuentro. Sabía que vendría algo mucho peor, y la frivolidad de
Sashka le daba un alivio que bien necesitaba.
—Bueno —dijo—, tendremos que aguantarlos de nuevo a todos
cuando cenemos esta noche.
—Lo sé. Y seré una consorte modelo, Keridil. —Se acercó a la
cama, donde él estaba desempaquetando sus cosas. (había despedido a
los criados que había enviado Gant para que le ayudasen, deseoso de
estar solo con ella durante un rato) y le detuvo pasando los brazos
alrededor de su cuello—. Espero serlo siempre.
—Sé que lo serás. —Sus labios probaron débilmente el perfume
que ella usaba porque sabía que le gustaba—. Y cuando esto haya
terminado, serás realmente mi consorte, de nombre y en cuerpo y
alma.
—Cuando esto haya terminado... —repitió ella, lenta y reflexi-
vamente—. ¡Pobre Keridil! ¿Verdad que es una carga que preferirías
no tener que llevar? Pero ahora no será por mucho tiempo. Cuando el
Cónclave haya decidido...
El la interrumpió, pero amablemente.
—No quiero que hablemos de eso, amor mío, y menos ahora. El
momento está tan próximo que prefiero olvidarlo hasta que tenga que
recordarlo.
La Barca Blanca vendría cuando los Guardianes juzgasen que era
el momento adecuado; ellos tenían sus propias maneras de saberlo. Y
cuando apareciese saliendo de la niebla del sur sonaría un cuerno en
Shu-Nhadek y un jinete cabalgaría al galope hacia el Margraviato para
llevar la noticia... Se estremeció, alejando la idea de su mente. Más
tarde habría tiempo sobrado para pensar en ello... Faltaba más de una
hora para que les llamasen a todos a cenar, y entonces empezaría de
nuevo la liturgia del protocolo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Besó a Sashka una vez más, esta vez dejando que sus labios se
demorasen sobre los de ella, ya que la sensación de urgencia había
cedido un poco, y murmuró:
— ¿Tengo tiempo para cambiarte de ropa para la noche?
Ella le acarició los cabellos.
—No.
—Bien. —La soltó y se levantó—. Entonces deja que cierre la
puerta durante un rato...

Había pasado con mucho la medianoche y el puerto estaba de-


sierto y silencioso cuando Keridil salió de la oscuridad, desde un es-
trecho callejón al laberinto de muelles y malecones.
No había podido dormir, a pesar de la cálida presencia de Sashka
a su lado; la cena formal solamente sirvió para aumentar su conciencia
de lo que le esperaba, y había estado dando vueltas en el lecho extra-
ño, agitado por pensamientos y preocupaciones suscitados por su
subconsciente, y que le mantenían en un limbo desesperante entre la
vigilia y el sueño. Al fin, sabiendo que no podía aguantar más el febril
e informe tormento, se levantó, se puso su sucio traje de viaje y salió
después de la casa a oscuras para bajar a pie a la ciudad. Esperaba que
el aire del mar le aclararía el cerebro y que el paseo le ayudaría a rela-
jar los músculos.
Sashka seguía durmiendo y, aunque al principio pensó en desper-
tarla y pedirle que le acompañase, decidió no hacerlo. Sentía una
abrumadora necesidad de estar a solas durante un rato, e incluso la
compañía de Sashka daría una nota falsa. Aunque el incidente era
pequeño e insignificante, todavía recordaba la avidez, no había una
palabra mejor para expresarlo, con que ella había seguido sus esfuer-
zos por descubrir a Tarod y entregarle a la justicia. Su odio era tan
fuerte que a Keridil le costaba creer que fuese simplemente fruto de su
fidelidad hacia él y su aborrecimiento del Caos. Desde luego, era
natural que sintiese la huella de su anterior compromiso con Tarod;
pero su reacción había sido mucho más fuerte de lo que parecía nor-
mal; casi como si subsistie sen los antiguos compromisos, aunque en
forma retorcida. Y aunque tratase de razonar, Keridil no podía dejar de
sentir una punzada de celoso recelo. No era más que una intuición;
pero no podía borrarla, y le provocaba un terrible torbellino de dudas

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

y culpas e incertidumbre. Necesitaba verse libre por un rato de aque-


llos fantasmas, y la soledad era su único medio de evasión.
Sin embargo, su arraigado sentido del deber le obligó a informar
a uno de los incansables servidores del Margrave que estaría ausente
durante un rato. Hecho esto, y tranquilizada su conciencia, había em-
prendido su camino por las tranquilas calles de Shu-Nhadek, satisfe-
cho de no encontrar a nadie que pudiese reconocerle y entretenerle en
el camino. Ahora, sentado en un gran noray de piedra, contempló el
mar que crecía lentamente y cuyas olas reflejaban la luz de la primera
luna naciente, y trató de encontrar el sentimiento de paz que la escena
hubiese debido infundirle.
El hecho de que todavía tuviese dudas sobre la tarea que le espe-
raba turbaba a Keridil más que cualquier otra faceta del desgraciado
asunto. Cuando el grupo del Castillo había viajado desde la Península
de la Estrella hacia el sur, le habían horrorizado algunas de las escenas
de que fue testigo en ciudades y pueblos a lo largo del camino; no se
había imaginado que su decreto pudiese inflamar las mentes del popu-
lacho hasta el punto de que ahora era imposible dominar el terror.
Tanto odio y tantas sospechas, ardiendo a fuego lento bajo la superfi-
cie de cada comunidad y esperando que una chispa lo inflamase...
¿Cómo no pudieron los largos siglos bajo el régimen del Orden erra-
dicar tanta barbarie?
Desde luego, como Sumo Iniciado, podía anular la sentencia de
los ancianos asustados o llenos de prejuicios y dar algún aspecto de
cordura a aquella caza de brujas, y mientras viajaban hacia el sur, hizo
todo lo posible donde había podido. Pero no era suficiente. Por cada
falsa acusación, por cada juicio bufo en el que intervino, otros diez o
veinte tenían lugar donde no alcanzaba su jurisdicción. Lo que vio
había aumentado la resolución de Keridil de terminar la tarea que
había emprendido, y de terminarla rápidamente..., pero también había
sembrado la semilla de una duda que había asaltado su mente y no le
dejaba en paz.
Había desencadenado, sin querer, una ola de miedo que estalló
furiosamente, y estaba a punto de dar otro paso que podía (podía, se
recordó) disparar el terror que atenazaba al país más allá de lo conce-
bible por la imaginación humana. Llamar a los propios dioses para que
volviesen al mundo... ¿Habría ido demasiado lejos, demasiado aprisa?
El ayuno, la plegaria y la contemplación le habían convencido de que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

estaba en lo cierto, pero todavía no podía sentirse lo bastante seguro


para enfrentarse a los próximos días con la conciencia tranquila.
Sería mucho más fácil si no hubiese cometido el error fatal de
menospreciar a Tarod. Una lección debería ser bastante: fue testigo
ocular del poder que podía ejercer su adversario, y cuando éste y la
joven que era su cómplice habían sido capturados, habría debido ne-
garse a someterse a las exigencias de la tradición y del ritual aceptado,
y ejecutarles a los dos antes de que nadie pudiese protestar. Ahora,
después de la confusión que se había extendido por todo el mundo
como una plaga, el Caos debía estar satisfecho de la victoria que había
alcanzado sobre su antiguo enemigo.
Esta idea hizo resurgir, de pronto e inesperadamente, la cólera
que había sostenido a Keridil durante sus horas más negras de duda y
vacilación. Y fue para él como una fría y limpia ráfaga de aire: cólera
contra Tarod y todo lo que éste defendía; contra la ceguera de la mu-
chacha que, enamorada hasta la locura, sólo sabían los dioses en qué
grado juró fidelidad a los poderes de las tinieblas; cólera, incluso,
contra la nube que la relación de Sashka con Tarod arrojó sobre su
amor por ella. Si aquel demonio hubiese sido aprehendido, no habría
habido necesidad de todo aquello...
Se levantó de su improvisado asiento y empezó a pasear, tacitur-
no, a lo largo del muelle. Desde un sombrío callejón llegó el débil
ruido de un jolgorio; sin duda algunos juerguistas empedernidos que,
en una de las muchas tabernas de la zona del puerto, querían compen-
sar la inquietud que todos sentían después de la llegada del triunvirato.
Keridil estuvo tentado de reunirse con ellos; en su actual estado de
ánimo, los efectos de la bebida serían una bendición después de la
mesa del abstemio Margrave, y solamente le contuvo el miedo a ser
reconocido. En vez de entrar, se detuvo en la sombra cerca de la puer-
ta, escuchando el ruido. La taberna rio era un lugar distinguido; una
luz vacilante que se filtraba a través de la puerta y de las mugrientas
ventanas mostraba un tosco rótulo gastado por los años y nunca repin-
tado, y los olores que salían al callejón no eran del todo agradables;
pero, a pesar de todo, el evidente buen humor de los parroquianos
hacía que Keridil se sintiese débilmente melancólico. Una fuerte ráfa-
ga de viento, cargado de sal, sopló a lo largo del callejón, y él se arre-
bujó en su abrigo, girando sobre sus talones y volviendo malhumorado
hacia el puerto. Lejos de apaciguar su mente, este paseo solitario sólo
había servido para acuciar los pensamientos inquietantes que había

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

estado tratando de olvidar. Sin embargo, la paz de la noche era un


alivio después de la atmó sfera de la casa del Margrave... Tendría que
pasear un poco más antes de volver a ella.
Al acercarse al final del callejón, más allá del cual brillaba dé-
bilmente el mar bajo la luz cada vez más intensa de la luna, se sobre-
saltó al ver salir súbitamente una sombra de la oscuridad más densa
que tenía delante. La sombra vaciló, recortándose contra el mar que
subía lentamente, y entonces se dio cuenta de que no era más que una
mujer que cruzaba el muelle, sin duda una de las prostitutas que ron-
daban por el puerto ejerciendo su oficio.
Y sin embargo..., un instinto hizo que Keridil se inmovilizase en
la oscuridad y contemplase con más atención la vaga figura. Algo en
la manera en que la mu jer volvió la cabeza despertó un recuerdo y,
con él, un reconocimiento, y creyó que veía unos cabellos pálidos
cuando dio en ellos la luz de la luna.
Diciéndose que todo era fruto de su imaginación, pues la coinci-
dencia hubiese sido demasiado grande, echó a andar hacia el muelle,
manteniéndose oculto en la sombra del callejón. La mujer se movió
bruscamente, cruzando el rectángulo de luz y desapareciendo, pero no
le vio; siguió simplemente andando. Keridil apretó el paso, apagadas
sus ligeras pisadas por el ruido de la taberna, y al llegar al final del
callejón, se asomó cautelosamente a mirar.
La mujer estaba solamente a unas quince o veinte yardas, y la luz
de la luna, reflejada desde el mar como plata sobre plomo, mostró su
pequeña y ligera figura en claro relieve. Ahora estaba bajando cuida-
dosamente un resbaladizo tramo de escalones que conducía desde el
muelle hasta el lugar donde varias pequeñas embarcaciones (botes y
uno o dos esquifes) oscilaban lentamente, amarrados a la pared, y
aunque había cambiado el vestido con que la había visto él la última
vez por una tosca camisa y unos pantalones, y sus cabellos casi blan-
cos tenían unos extraños mechones castaños, el Sumo Iniciado la
reconoció al instante.
«Cyllan Anassan.. . » Sus labios formaron el nombre en silencio
y con venenoso asombro. Parecía un golpe de suerte imposible que se
encontrase aquí, en Shu-Nhadek, pero no podía negar la prueba que le
daban sus propios ojos. Y desde la sangrienta refriega en la Ciudad de
Perspectiva, era seguro que, dondequiera que estuviese Cyllan, Tarod
no andaría lejos.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Keridil se mordió el labio inferior, sin dejar de observarla. Pare -


cía andar de una barca a otra, probando los nudos de sus amarras, y
era evidente que pretendía robar una embarcación para su propio uso.
Muy bien..., tardaría algún tiempo en encontrar lo que buscaba y des-
atarlo, y él dispondría de ese tiempo para pedir la ayuda que necesita-
ba para capturarla. Intentar aprehenderla sin ayuda sería una tontería;
había demasiados escondrijos en el puerto y sus alrededores, y si se le
escapaba una vez, la perdería sin remedio.
Pero si iba a buscar a alguien que le ayudase, no tendría tiempo
para largas explicaciones y preguntas..., y al contemplar el puerto vio
la solución de su problema. Una barca de pesca, anclada poco más allá
de las embarcaciones más pequeñas, y de la que a duras penas pudo
distinguir el nombre pintado en la proa: Bailarina Azul...
Keridil volvió al callejón y corrió hacia la iluminada y ruidosa
taberna. Empujó la puerta con el hombro y miró hacia el atestado
mostrador entre una nube de humo y de vapores. Por su aspecto, la
mayoría eran marineros, que era precisamente lo que él quería.
Levantó la voz sobre aquella algarabía, gritando:
—¿A lguien decirme dónde encontrar al dueño de la Bailarina
Azul?
El vocerío cesó inmediatamente y los bebedores se volvieron a
mirar al desconocido de acento extranjero que había interrumpido su
jolgorio. Al cabo de unos segundos, un hombre de edad mediana,
moreno y aquejado de estrabismo, se levantó de una mesa de un rin-
cón.
—Yo soy el dueño de la Bailarina, amigo. ¿Qué se te ofrece?
Keridil se abrió paso entre los parroquianos, confiando en su es-
tatura y su vigoroso aspecto para evitar represalias de los indignados
bebedores, a los que apartaba de su camino.
—Entonces harás bien en ir al puerto —dijo—. ¡Hay alguien allí
que está tratando de robártela!
—¡Qué! —El hombre moreno dejó su jarra sobre la mesa con un
fuerte ruido, y Keridil vio, con alivio, que no estaba tan borracho
como parecía. Extendió un brazo, señalando sucesivamente a tres de
sus comp añeros— ¡Tú, tú y tú! ¡Venid conmigo; no os quedéis ahí
embobados!
Los tres abandonaron sus sitios y se dirigieron a la puerta detrás
de él, y Keridil les siguió. La sencilla estratagema había dado resulta-
do; ahora lo único que debía procurar era que los cuatro marineros no

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

rompiesen el cuello a su presa antes de que él pudiese apoderarse de


ella.
Cyllan tenía los dedos en carne viva debido a sus intentos de des-
hacer el complicado nudo de la cuerda empapada en agua de mar que
sujetaba el bote a la anilla de amarre. Era el quinto intento que hacía, y
aquélla era la única barca cuyo dueño fue lo bastante tonto para dejar
un par de remos guardados debajo de los bancos, pero resultaba más
difícil de lo que ella había previsto.
Lamentó no haber traído un cuchillo, pero de nada servían ahora
las lamentaciones. Tenía que soltar el bote, robarlo y alejarse con él
antes de que alguien la descubriese o de que Tarod se despertase y
viera que se había ido.
Nada le dijo ella del plan que había estado meditando durante to-
da la tarde, pues sabía que, si se lo decía, él le impediría salir de casa.
En vez de esto, permaneció despierta hasta asegurarse de que él dor-
mía y, después, se puso su ropa vieja y salió de la posada por la puerta
trasera.
El se enfadaría cuando descubriese lo que había hecho, pero su
cólera se debería únicamente a su preocupación por ella y duraría poco
cuando viese lo que había conseguido. Cuando lograse deshacer el
fastidioso nudo, sacaría la barca del puerto y remaría hasta alguna cala
desierta, lejos de Shu-Nhadek. Y mañana podría volver a buscarla y
dirigirse en ella a la Isla Blanca sin que nadie se enterase.
Sus dedos resbalaron de pronto, y lanzó un juramento cuando la
cuerda le raspó la mano. Ahora empezaba a ceder, despacio pero inde-
fectiblemente. Otro esfuerzo sería suficiente y...
El silencio fue interrumpido por un griterío y un ruido de pisadas,
y Cyllan se irguió de un salto y casi perdió pie en los resbaladizos
escalones. Recobrando el equilibrio, miró por encima de la pared del
muelle y vio a varios hombres que salían corriendo de un callejón y
venían en dirección a ella. Asustada, trató de agacharse de nuevo..,
pero fue demasiado tarde.
—¡Allí! —gritó una voz ronca—. ¡Allí está!
Las pisadas resonaron con más fuerza y Cyllan miró desespera-
damente a su alrededor, buscando la manera de escapar. Saltar al agua
era el único camino, a menos que...
—¡Le romperé la cabeza! —gritó una voz por encima de las
otras—. Robar mi barca, ¿eh? ¡Voy a despellejarle vivo!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Surgieron unas siluetas encima de ella, y los hombres corrieron


hacia la escalera. En menos de un segundo, calculó Cyllan la distancia
entre ella y la barca más próxima, y, presa de pánico, saltó. Cayó
sobre la borda de un bote que se balanceó terriblemente, casi arroján-
dola a las negras aguas, y confiando solamente en su suerte, subió a la
borda opuesta y salvó de un salto el espantoso espacio que la separaba
de la barca siguiente. No sabía adónde iba; su única idea era alejarse
lo más posible de sus perseguidores, y al saltar y encaramarse sobre el
costado de la tercera barca, se dio cuenta de que no podía pasar de allí.
Delante de ella una gran extensión de mar parecía esperarla amenaza-
dora mente; detrás, un marinero empezaba a saltar en las barcas osci-
lantes, persiguiéndola, mientras los otros se reían y gritaban en el
muelle. Estaba atrapada.
Se volvió, enfrentándose a su atacante y cerrando los puños, sa-
biendo que no podía luchar contra él, pero dispuesta a pesar de todo a
intentarlo. Pero el hombre se había detenido y permanecía de pie en la
barca próxima, sonriendo amplia y desagradablemente. Y entonces
sintió Cyllan que la barca en que se hallaba se balanceaba bruscamen-
te y empezaba a moverse.
Hubiese debido darse cuenta de lo que harían ellos, y la mortifi-
cación se mezcló con el miedo que sentía. Pero lo único que podía
hacer era agarrarse impotente a los lados del bote mientras los hom-
bres del muelle, que agarraban la cuerda de amarre, empezaron a tirar
de ella hacia la pared.
El bote chocó contra la piedra del muelle, y unos dedos rudos ti-
raron del cuello de la camisa de Cyllan y la levantaron, pataleando y
debatiéndose, hasta la tierra firme. Cayó de bruces en el muelle, jadeó
al recibir una patada en la espalda y vio que unas pesadas botas se
acercaban a ella. Entonces, alguien dijo, con voz sorprendida:
—Que los estrechos nos lleven a todos, ¡es una mujer!
Retrocedieron confusos y ella aprovechó la única oportunidad
que se le ofrecía. Contrayendo violentamente los músculos, se levantó
de un salto y echó a correr, pasando entre sus capturadores antes de
que éstos pudiesen recobrarse de su sorpresa y corriendo desespera-
damente hacia el negro refugio del callejón.
Y a punto estaba de conseguirlo cuando alguien salió de la oscu-
ridad para cerrarle el paso, y ella, incapaz de esquivarle, chocó contra
él. Unas manos se cerraron sobre sus brazos y ella maldijo en voz alta,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

pero la blasfemia se extinguió en sus labios cuando levantó la mirada


y vio los ojos coléricos y triunfantes de Keridil Toln.
— ¡No!
Cyllan se retorció y tal vez habría podido escapar, pero al volver-
se, una silueta se irguió delante de ella. Algo (parecía una jarra de
cerveza vacía) lanzó un destello metálico bajo la luz de la luna, pero
antes de que su mente presa de vértigo pudiese identificarlo, golpeó su
frente con terrible violencia, y ella se hundió en una nada silenciosa y
oscura.
Keridil miró fijamente la despatarrada figura y, al ver que el due-
ño de la Bailarina Azul se disponía a dar otra patada a Cyllan, levantó
una mano autoritaria.
—No. No le hagas más daño.
El hombre le miró echando chispas por los ojos y uno de sus
compañeros escupió con puntería sobre la muchacha inconsciente.
—Arrojadla al agua. Es el mejor sitio para los vagabundos; nadie
echará en falta a esa zorra.
—He dicho no.
Keridil no había querido revelar su autoridad, pero los marineros
estaban sedientos de sangre y por eso echó atrás su capa de manera
que fuese claramente visible sobre su hombro la insignia de oro del
Sumo Iniciado. Los marineros tardaron unos momentos en captar el
significado de la insignia, pero, cuando lo hicieron, el que llevaba la
voz cantante lanzó un juramento, se disculpó e hizo la señal de Aeoris
delante de su cara.
—Esa muchacha —dijo Keridil, mirando friamente a Cyllan— ha
sido reclamada por el Círculo. Es una criminal y una fugitiva. —
Levantó la mirada—. Creo que con eso basta.
Los hombres comprendieron y dieron, temerosos, un paso atrás, y
uno de ellos murmuró algo que le sonó a Keridil como un ensalmo
contra el mal. Sonrió débilmente.
—Lamento haberos engañado, pero no tenía tiempo para dar ex-
plicaciones. Desde luego, os recompensaré por vuestro trabajo. —
Tocó la bolsa colgada del cinto y las monedas sonaron agradablemen-
te—. La muchacha no os hará ningún daño; por tanto, no debéis te-
merle. Quiero que la llevéis a la residencia del Margrave antes de que
recobre el conocimiento. De esta manera...

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Se interrumpió al oír un sonido, procedente del Oeste, grave y es-


tremecedor, lejano pero persistente en el aire tranquilo; el etéreo soni-
do de un cuerno dando un toque de aviso.
Todos los marineros volvieron la cabeza al oír aquella llamada
misteriosa y sus rojos semblantes palidecieron. Keridil, que no había
oído nunca un sonido como aquél, sintió un escalofrío de alarma en la
espina dorsal, y entonces se dio cuenta de que todos los hombres le
estaban mirando con pasmado respeto.
—La Barca Blanca... —dijo el dueño de la Bailarina en un tenso
murmullo, en el mismo instante en que el significado de aquel cuerno
se hacía claro en la mente de Keridil.
Hubiese debido preverlo: los Guardianes, que evitaban todo con-
tacto que no fuese absolutamente necesario con el continente, difícil-
mente habrían traído de la Isla Blanca su extraña embarcación para
que la viesen todos los hombres, mujeres y niños de Shu-Nhadek. La
plena noche era más adecuada a su manera de actuar, y les importaba
poco la conveniencia de sus pasajeros, por muy distinguidos que fue-
ren estos.
El cuerno sonó de nuevo, lúgubremente, y Keridil se estremeció.
No quería mirar hacia el océano, pero su fascinación era demasiado
grande, y si aguzaba la vista hasta el límite, pensó ( simplemente se lo
imaginó) que podía ver un brillo nacarado a lo lejos, en alta mar; un
fantasma amorfo que engañaba a sus ojos, apareciendo un instante
para desvanecerse en seguida en la oscuridad.
No habrán oído el cuerno en la residencia del Margrave; había
que avisarles sin pérdida de tiempo. El sentido común fue en ayuda de
Keridil, librándole del vago temor que le infundió el cuerno y el barco
lejano. Se volvió al dueño de la Bailarina Azul.
—Debo enviar un mensaje al Margraviato...
—Cuidaremos de esto, señor.
El marinero parecía inquieto.
Keridil había informado a un criado; el hombre era lo bastante in-
teligente para decir a sus compañeros dónde podían encontrarle...
Asintió.
—¿Llegará la Barca al muelle? —preguntó.
El hombre sacudió la cabeza.
—Creo que no, señor. —Encogió los hombros y se metió las ma -
nos en los bolsillos de la chaqueta—. Hace casi cinco años que no se
ha acercado a tierra firme; desde la última vez que nos devolvieron las

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

mujeres... Anclará a una milla de la costa. —Se pasó la lengua por los
labios—. Sería un honor para mí llevarte allí en la Bailarina, si no te
importa el olor a pescado de la barca.
Keridil tuvo la impresión de que el hombre se ofrecía de mala
gana, pero no estaba dispuesto a rehusar la propuesta y además, diez
gravines aliviarían sin duda la carga del marinero.
—Gracias —dijo, mirando una vez más hacia el mar y desviando
después rápidamente la vista—. Aprecio tu generosidad.
El marinero miró al suelo y señaló con la cabeza el cuerpo enco-
gido e inmóvil de Cyllan.
— ¿Qué hay que hacer con ella, señor?
Se había olvidado de Cyllan... Ahora la contempló Keridil, y re -
flexionó. Si la dejaba en el Margraviato, al cuidado de los servidores,
o les engañaría para conseguir la libertad o establecería contacto tele-
pático con Tarod, pidiéndole que viniese en su ayuda. Era posible que
él la estuviese ya buscando, y la idea de la indefensa casa del Margra-
ve dejada a su merced no era agradable. No tenía tie mpo de aislarla
mágicamente, y esto sólo le dejaba una alternativa.
El Sumo Iniciado sonrió. La Barca que se acercaba les llevaría al
único lugar del mundo donde el Caos no podía tener influencia alguna.
Si Tarod les seguía hasta allí, se vería despojado de su poder, impoten-
te ante la justicia final. Y el único señuelo que podía obligarle a se-
guirles estaba en manos de Keridil.
—Llevadla a bordo de la Bailarina Azul —dijo—. Navegará con
nosotros hacia la Isla Blanca.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo décimo.

Esta vez no había multitudes que les aclamasen y deseasen buen


viaje. Cruzaron la insegura tabla entre el malecón y la cubierta de la
Bailarina Azul en un tenso silencio interrumpido solamente por los
chasquidos del agua contra el muelle y los gruñidos sofocados de la
tripulación que se preparaba para zarpar. Ahora Keridil estaba de pie
junto a la borda de la barca de pesca, escuchando los crujidos de la
vela y los botalones al virar la embarcación para salir a alta mar, y
observando la encogida e infeliz figura de Fenar Alacar a poca distan-
cia de él. La cara del joven Alto Margrave estaba pálida y tensa en la
oscuridad, endurecido su perfil por el débil resplandor de una linterna
en la caseta del timón, donde el patrón marcaba con seguridad el nue-
vo rumbo. Aunque los otros eran lo bastante viejos y experimentados
para disimular su inquietud, todos compartían los temores no confesa-
dos del muchacho; incluso la Matriarca había dejado de quejarse y
permanecía sentada en silencio y rumiando en el camarote de debajo
de la cubierta.
El viento arreció de pronto, hinchando las velas, y Keridil sintió
que el casco saltaba bajo sus pies y se lanzaba hacia delante con un
nuevo ritmo, al salir del refugio del puerto y alcanzarle toda la fuerza
del oleaje. Ahora no había nada entre ellos y el fantasma que esperaba
en la oscuridad; nada, salvo las negras olas y los profundos estre-
chos...
Como si el muchacho hubiese captado sus inquietos pensamien-
tos, Keridil vio que Fenar Alacar se estremecía de pronto y se apartaba
de la borda. Como era debido, habían dejado en tierra a todos salvo a
sus más íntimos compañeros, y aunque el viejo Isyn acompañaba al
Alto Margrave, éste necesitaba más de una cara conocida para armarse
de valor. Por un momento, pareció que Penar iba a acercarse a Keridil
y a hablarle; entonces el muchacho lo pensó mejor y se dirigió tamb a-
leándose a la débilmente iluminada escotilla. Desapareció por ella y,
durante un instante, sus ruidosas pisadas bajando la escalera rompie-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ron el suave ritmo del mar y de las velas, hasta que se extinguieron,
dejando solo a Keridil.
Este no quería atisbar en la oscuridad, pero una fascinación con
tra la que no podía luchar hizo que se volviese y mirase por encima de
la proa de la barca. Y allí estaba..., todavía indistinto, pero más próxi-
mo: el blanco fantasma de un barco anclado que se mecía suavemente.
La sombra le envolvía y hacía imposible juzgar sus dimensiones; a
veces parecía alzarse como una torre en las tinieblas de la noche, y
otras, pensaba, incluso la Bailarina Azul era más grande. A popa, una
luz fría e incolora centelleaba vacilante, pero no se advertían otras
señales de vida. Igual hubiese podido ser una imagen nacida de un
sueño inquieto.

La voz que había hablado a su espalda era suavemente modulada,


pero Keridil se sobresaltó a pes ar de ello. Se volvió y vio a uno de los
marineros que se mantenía a respetuosa distancia, con la gorra en la
mano.
—El capitán, Señor, te saluda y me ha encargado decirte que hay
cerveza caliente bajo cubierta, con unas gotas de algo más fuerte para
combatir el frío. —El marinero sonrió temeroso, mostrando a la pálida
luz de la caseta del timón que le faltaban algunos dientes —. Todavía
tardaremos más o menos media hora antes de llegar a nuestro destino,
Señor.
Su padre habría dicho que esto era el valor del cobarde..., pero
dadas las circunstancias, pensó Keridil, también lo habría comprendi-
do.
—Gracias —dijo, apartando las frías manos de la barandilla y
frotándolas con fuerza—. Me vendrá muy bien.
La cerveza caliente con especias era sabrosa, a pesar de un débil
sabor a pescado y, durante un rato, el grupo que se hallaba ahora en el
lleno y primitivo camarote pudo mantener un ánimo que ponía a raya
los pensamientos privados. Keridil estaba sentado al lado de Sashka,
que le estrechaba una mano con una fuerza reveladora del dominio
que tenía de su propia compostura. El no había visto nunca que pudie-
se sentir miedo, y este descubrimiento le conmovió de una manera
nueva, despertando en él un instinto protector que mitigaba su propia
aprensión. Fenar Alacar se sentaba encogido en un rincón, sujetando
su copa como si fuese su bien más preciado, mientras la Matriarca
Ilyaya Kimi, acompañada de dos de sus doncellas, vertía un torrente

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de palabras triviales a media voz, al parecer sin importarle que la


escuchasen o no.
Y en la bodega, guardada por uno de los hombres del capitán y
todavía inconsciente, estaba Cyllan.
La noticia de su captura, comunicada por Keridil a sus compañe-
ros cuando se habían reunido en el puerto, les impresionó a todos.
Solamente Fenar había objetado la decisión de Keridil de llevarla con
ellos a la Isla Blanca, arguyendo que habría sido mejor y más sencillo
ejecutarla y acabar de una vez, sentimiento que en cierto modo refle-
jaba las propias dudas de Keridil. En cambio, la Matriarca no había
querido saber nada de ello.
—El Sumo Iniciado tiene toda la razón —dijo en un tono que no
admitía réplica—. La muchacha es mucho menos importante para
nosotros que el demonio del Caos al que sirve, y no hay manera mejor
de asegurarnos de la captura de éste. Además —añadió, con un débil
brillo de regocijo en los ojos—, el alma inmortal de la muchacha no lo
pasará peor en la otra vida si sufre el justo terror del juicio de Aeoris
antes de morir.
Keridil había mirado a Sashka, que hasta entonces no había dicho
nada, y le preguntó en voz baja:
—¿Y qué piensas tú, amor mío?
Sashka aguantó su mirada.
—Por mucho que sufra, no será nada en comparación con lo que
se merece.
Por un momento pareció más malévola de lo que él la había creí-
do capaz, aunque su expresión cambió rápidamente y él pensó que tal
vez no había sido más que un efecto de luz. Y así, como el disenti-
miento de Fenar no fue muy enérgico, el cuerpo exánime de Cyllan
fue llevado a bordo y dejado caer brutalmente entre las cajas de pes-
cado, las redes y las cuerdas de la bodega.
Ahora, mientras la Bailarina Azul seguía navegando, todos ha-
bían tenido un respiro de lo que les esperaba..., pero pronto sintieron
que el movimiento de la barca cambiaba sutilmente, perdiendo ritmo,
y oyeron órdenes apagadas sobre sus cabezas. Keridil se puso tenso, al
percibir un momento antes que sus compañeros el ruido de pisadas
que bajaban hacia ellos. Se abrió la puerta del camarote y el capitán
apareció en el umbral.
—Ya hemos llegado, Señor..., al menos todo lo que ellos nos
permiten acercarnos. He ordenado a los hombres que preparen el bote.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Keridil se levantó, teniendo que agachar la cabeza en el camarote


de techo bajo, y vio un destello casi de pánico en el semblante de
Fenar Alacar antes de que éste pudiese dominarse una vez más.
—Gracias, capitán. —Miró a cada uno de sus compañeros—.
Creo que todos estamos ya dispuestos.
No se atrevía a mirar hacia arriba. Desde su asiento en la popa
del bote de la Bailarina Azul, el casco de la Barca Blanca llenaba todo
su campo visual, ocultando el cielo y las lunas y el horizonte como
una gigantesca capa de niebla. Podía oír los chasquidos de la viejísima
madera, los ominosos y restallantes gemidos de las enormes velas
agitadas por el viento. Todo a su alrededor era blanco, de un blanco
turbio y enfermizo, de modo que de cerca parecía más una aparición
del reino de los fantasmas que cuando lo había mirado desde tierra. En
una ocasión había mirado Keridil tratando de ver la punta del palo
mayor, pero el vértigo y otra sensación menos explicable habían
hecho que volviese apresuradamente la cabeza, quedándole solamente
la turbadora impresión de una enorme y fantástica vela y de una sola
estrella fría centelleando en el negro cielo.
A su lado, en el húmedo y estrecho banco del bote, se sentaba
Sashka, arrebujada en su abrigo y con la mirada fija en el suelo curvo.
Delante de ellos, Fenar Alacar parecía estar temblando irreprimible-
mente, y los otros compañeros no lo pasaban mucho mejor. Solamente
Ilyaya Kimi contemplaba el monstruo que se acercaba lentamente con
una calma peculiar y resignada, como si no hubiese poder capaz de
afectarla.
El bote se estaba acercando al costado de la Barca Blanca: una
pared blanca que parecía caer del cielo sobre ellos. El golpe que dio el
bote contra el costado del barco fue inaudible debido al rugido del
agua debajo del casco, y Keridil saltó cuando, viniendo al parecer de
ninguna parte, bajó serpenteando una cuerda que golpeó el costado del
barco con un sordo chasquido. Uno de los remeros agarró la punta de
la cuerda y sujetó con ella la proa del bote; después bajó una sombra y
Keridil, al mirar hacia arriba, vio una tosca maroma que oscilaba co-
mo la cuerda de una horca y que descendía poco a poco desde la cu-
bierta de la Barca.
La Matriarca cambió de posición en su asiento y sonrió irónica -
mente.
—Si he leído bien mis escrituras, Sumo Iniciado —gritó hacia
atrás—, te corresponde el privilegio de subir primero a bordo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Keridil...
Sashka no pudo disimular su miedo y le asió una mano mientras
él se ponía cautelosamente en pie. El se desprendió de aquellos dedos,
esperando que su apretón hubiese sido para darle ánimo, pero no pudo
hablar antes de pasar cuidadosamente sobre el banco y dirigirse a
proa. Al llegar a ella, oyó que la voz de Fenar murmuraba aterrorizada
sobre el ruido del oleaje.
—He olvidado las palabras... Que los dioses me valgan, Isyn, pe-
ro olvidé lo que tengo que decirles...
El Sumo Iniciado cerró un momento los ojos; después se agarró
con fuerza a la maroma.
La ascensión pareció un sueño interminable, pero al fin llegó un
momento en que Keridil vio una luz que brillaba arriba y, segundos
más tarde fue impulsado hacia adentro y se tambaleó sobre la cubierta
de la Barca Blanca. Durante unos instantes estuvo casi cegado; des-
pués, al acomodarse su mirada, les vio.
Debían de ser doce o quince, alineados en semicírculo sobre las
pálidas tablas de la cubierta. Las movedizas velas proyectaban extra-
ñas sombras sobre sus inmóviles figuras y, por un instante, Keridil
tuvo la espantosa sensación de que no eran verdaderos hombres, sino
muertos resucitados, increíblemente viejos e inconcebiblemente extra-
ños. Las palabras que ensayó con tanto cuidado se atascaron en su
garganta; entonces una de las figuras se movió y se rompió el hechi-
zo... o al menos su elemento peor.
Como sus compañeros, el portavoz de los Guardianes vestía de
blanco de los pies a la cabeza; tenía andadura de marinero, aunque no
se parecía a ningún marinero que Keridil hubiese visto jamás. Una
cara blanca como la leche, jamás tocada por el sol; cabellos grises
desgreñados y echados atrás sobre el cráneo; un semblante sin la me-
nor expresión. Miró al Sumo Iniciado con ojos vacíos, y Keridil tuvo
la desconcertante impresión de que el Guardián no le veía o conside-
raba irrelevante su presencia.
Le correspondía a él ser el primero en hablar, pero las palabras
contenidas en los pergaminos legales del Círculo parecían ahora muy
diferentes de las que había ensayado con Gyneth en el papel de Guar-
dián. Keridil reprimió un casi incontenible impulso de toser y dijo:
—Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, viene en son de paz y
humildemente a pedir la autorización de los Guardianes para poner pie
en la Isla Blanca.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El Guardián siguió atravesándole con la mirada.


— ¿Cuál es el objeto del Sumo Iniciado para pedirlo?
—Reunirme con el Alto Margrave Fenar Alacar y con la señora
Matriarca Ilyaya Kimi, en el Cónclave de los Tres.
—Según las leyes de Aeoris, el Cónclave de los Tres sólo puede
convocarse cuando se han agotado todos los otros recursos. ¿Afirma el
Sumo Iniciado que es así?
Sintiendo como si estuviese representando un papel en una pan-
tomima, en un plano más allá de lo terreno, Keridil respondió con
firmeza:
—Así es.
Un silencio solamente turbado por los chasquidos de la madera y
de las velas siguió a sus palabras, y Keridil tuvo la impresión de que el
Guardián consultaba con sus compañeros, aunque no vio que hiciese
ninguna señal. Después de lo que pareció una pausa interminable, el
hombre pálido habló de nuevo.
—La petición de Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, ha si-
do oída y atendida. Que suban a bordo los que deseen compartir este
deber.
El Guardián retrocedió, distanciándose de Keridil, y el Sumo Ini-
ciado vio que la maroma se balanceaba pesadamente sobre la borda de
la Barca Blanca para iniciar de nuevo su des censo. Miró involunta-
riamente por encima del hombro para ver lo que hacían sus compañe-
ros, pero, desde aquella altura, el bote era invisible.
Carraspeó para llamar la atención del Guardián.
—Traemos una prisionera —dijo, todavía algo inseguro del te-
rreno que pisaba, a pesar de que se habían cumplido todas las formali-
dades —. Ella...
El Guardián le interrumpió, con una sonrisa glacial.
—La joven puede ser subida a bordo. Estará encerrada de la ma -
nera adecuada hasta que sea requerida su presencia.
Keridil no quiso especular sobre lo que sabían de Cyllan y cómo
lo habían sabido. Se limitó a asentir con la cabeza en prueba de con-
formidad y se volvió hacia la borda cuando la maroma empezó a subir
lentamente, muy lentamente, con el segundo pasajero bien sujeto, para
traerlo a bordo.
El golpe que privó del conocimiento a Cyllan había dejado una
fuerte moradura en su frente y, cuando empezó a recobrar la concien-
cia, sintió debajo de aquélla unos latidos dolorosos en el cráneo. Al

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

principio, se resistió a abrir los ojos, creyendo solamente que desper-


taba de una pesadilla cuyas imágenes contrapuestas se habían hecho
confusas:
Tarod durmiendo en su habitación de la posada; una cuerda que
le raspaba la mano, y la absurda visión de la cara de Keridil Toln
sobre el telón de fondo del puerto de Shu-Nhadek iluminado por la
luna..., una loca e inquietante pesadilla. Tenía los miembros entume-
cidos; hizo un esfuerzo para incorporarse... y cayó dolorosamente
hacia atrás, y el golpe contra una superficie dura le obligó a abrir los
ojos.
Estaba rodeada de blancura. Mortajas blancas formaban grandes
y amenazadoras alas a su alrededor, elevándose sobre ella a tal altura
que, por un instante, su confusa mente creyó que eran nubes. Pero las
nubes no bajan a la tierra... y la superficie debajo de ella se movía de
una manera que le pareció desconcertante pero familiar.
Alarmada, trató de ponerse en pie, y cayó de nuevo. Tenía las
muñecas y los tobillos atados... Y el movimiento que sentía debajo de
ella, continuado, rítmico, era el de un barco navegando en alta mar...
Sólo entonces vio la figura inmóvil que estaba de pie detrás de
ella. Vestido de blanco, como un marinero fantasma, miraba a ninguna
parte, indiferente a los esfuerzos de ella para liberarse. Su mera imp a-
sibilidad hizo que sintiese escalofríos en la medula, al darse cuenta de
que, aunque la vigilaba, era completamente indiferente a cuanto ella
tratase de hacer, pues sabía, mejor que ella, su impotencia.
Blanco... Un barco blanco, velas blancas, tripulación vestida de
blanco..., la verdad empezó a abrirse odiosamente camino en la mente
de Cyllan. ¡Keridil! Su cara no había sido un sueño; él estaba allí...
¿Allí?, se preguntó, e instantáneamente supo la respuesta a su
muda pregunta. La había capturado, la habían pillado en una tramp a y
traído a este barco, un barco que, por amarga ironía, la llevaba al lugar
que Tarod y ella habían deseado desesperadamente alcanzar.
Pero no de esta manera, dioses, ¡no de esta manera!
Sabiendo que sólo tendría una oportunidad y que era su única es-
peranza, hizo acopio de toda la fuerza mental que pudo reunir y su
mente retrocedió hacia Shu-Nhadek y la oscura habitación de la posa-
da. Desde alguna distancia no determinada oyó una imprecación aho-
gada, de alguien cuyo atuendo de colores contrastaba sorprendente-
mente con el blanco que la rodeaba, y que corría hacia el lugar donde
yacía ella.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

¡Tarod!, gritó mentalmente, frenética, aunque, en su pánico y su


confusión, no sabía Cyllan si podría alcanzarla. El centinela vestido de
blanco descansó el peso del cuerpo sobre el otro pie, sin dar otra señal
de haber percibido su llamada; después se apartó a un lado para dejar
paso a otro hombre, el cual la miró con cólera y desprecio.
Keridil sabía lo que ella había hecho, y ella lo leyó en sus ojos.
Después él sonrió y ella se sintió desesperada.
—Llama a tu amante demonio, si así te place —dijo casi ama -
blemente el Sumo Iniciado—. El Caos no tiene aquí poder, y él no
puede venir sobre el agua en tu rescate. —Hizo una pausa y acentuó
su sonrisa—. Sí, llámale. Deja que te siga, si es lo bastante imbécil...
¡y si se atreve!
Se volvió y se marchó, y ella le siguió con mirada afligida. Desde
luego, eso era exactamente lo que quería el Sumo Iniciado: que Tarod
fuese atraído a la Isla Blanca, a la fuente absoluta del poder de Aeoris,
en su persecución. Y Tarod les seguiría y, cuando llegase, ¿qué encon-
traría esperándole?
Volvió la cabeza a un lado, mirando por encima de la barandilla
de la barca el mar oscuro como la pizarra. No lloraría, nada la induci-
ría a darles la satisfacción de ver sus lágrimas; pero por dentro, tenía
destrozada el alma.

¡Tarod!
El grito que resonó en su mente era tan fuerte como si alguien
hubiese gritado su nombre en la habitación. Violentamente despertado
de su sueño, Tarod se incorporó, vi brando todavía aquel sonido en su
conciencia, y en el mismo instante en que reconoció aquella voz an-
gustiada, se dio cuenta de que Cyllan no estaba ya a su lado.
— Cyllan...
El nombre se formó en sus labios en una aguda exclamación de
alarma, y Tarod se levantó rápida y ágilmente de la cama, atraído por
un instinto inadvertido hacia la ventana, donde levantó la cortina.
La calle y la plaza del mercado estaban vacías. La primera luna
se había hundido detrás de los tejados, y el segundo y más pequeño
satélite que la seguía era una pálida media luna en el oeste. La aurora
no estaba lejos, pero salvo unas pocas estrellas desparramadas de las
que las luces que que daban encendidas en el puerto parecían un refle-
jo, nada podía ver.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Tarod giró en redondo y contempló las frías sombras de la estan-


cia. Buscó mentalmente el origen de aquel grito, pero no encontró
nada. Lo único que sabía de cierto era que Cyllan se había ido. Rápi-
damente concentró su atención en la posada, dejando que su mente
sondease y buscase. Otros huéspedes dormían en sus camas: una pare-
ja, vuelta de espaldas, que se había peleado antes de retirarse a des-
cansar; un austero mercader que compartía la cama con una prostituta
del muelle a la que introdujo disimuladamente; el dueño de la posada,
cuyo jergón le resultaba incómodo por las monedas guardadas debajo
de él... Y abajo, la cervecería desierta y el silencioso comedor; fuera,
los establos llenos de caballos adormilados..., pero ni rastro de Cyllan.
La mano izquierda de Tarod se estremeció de pronto y la piedra
del anillo resplandeció, llamándole la atención. Simultáneamente, una
intuición que no era humana le puso la piel de gallina, diciéndole que,
dondequiera que estuviese Cyllan, no la encontraría por medios nor-
males. Se tumbó de nuevo en la revuelta cama, tapando el anillo con
la mano derecha. Era reacio a valerse de la hechicería, pero no tenía
otra alternativa si quería encontrarla. Y así (tuvo que endurecerse para
soportar la idea) sabría si estaba viva o muerta.
Cerró los ojos verdes y sintió que el antiguo poder empezaba a
despertar en él. Era algo doloroso y exquisitamente familiar y, a pesar
de sus presentimientos, lo recibió de buen grado, dejando que se ele-
vase a través de los muchos niveles de conocimiento y se apoderase al
fin de su conciencia. Entreabrió de nuevo los ojos, estrechas rendijas
esmeraldas que brillaron ahora con una inteligencia extraña al me zclar
se primero, y eliminar después, la comprensión nacida del Caos a la
comprensión mundana. La adivinación era un talento que había desa
rrollado durante sus años de Adepto, pero lo de ahora no se parecía en
nada a las prácticas seguidas en el Círculo. No necesitaba ningún
cristal ni invocaciones, y los planos en que se movía su mente estaban
mucho más allá de los que sus colegas de antaño habrían podido aspi-
rar a alcanzar.
Oscuridad. La oscuridad se movía, lenta y rítmicamente, como el
flanco de algún enorme y amorfo animal al respirar. Una hoja de cu-
chillo de luz fría la perforó, temblando y rompiéndose como en un
oleaje, y supo que estaba contemplando el mar bajo los últimos rayos
de la luna.
Navegaba en el mar y sin embargo, no podía alcanzarla... Sentía
la presencia de algo allí, en lo profundo, pero había un obstáculo que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

estaba protegido por una fuerza que resistía a su voluntad, y así se le


escapaba, burlón, cuando él creía que lo había agarrado. La cólera
lamió su mente como una llama; la cólera soberbia y fría de un ente
que no podía tolerar verse frustrado. Sintió que su poder crecía al
romper los últimos lazos que le unían al cuerpo humano en la posada
de Shu-Nhadek, y por fin captó triunfalmente que la elusiva presencia
en el mar no era mortal.
Velas blancas se hinchaban fantásticamente en la oscuridad,
mientras el blanco casco rompía el agua negra. Las lenguas de fuego
de la cólera que sentía Tarod fueron de odio y desprecio al chocar el
aura del barco con la suya propia; era enemiga de aquello en que él se
había convertido, vehículo y símbolo de su aborrecido enemigo, y sola
mente toda su fuerza de voluntad impidió que retrocediese asqueado.
No podía ver ningún detalle del barco, pero no lo necesitaba: su
imagen astral era suficiente. Los pasajeros habían embarcado en plena
noche y, ahora, la barca navegaba hacia la Isla Blanca y el Cónclave
de los Tres. Y Cyllan estaba a bordo...
La furia acometió a Tarod mientras su mente volvía al cuerpo que
había dejado en la oscura habitación. Sus músculos se contrajeron y le
hicieron ponerse en pie de un salto, y un aura negra cobró vida y res-
plandeció a su alrededor. No podía contener su ira; era demasiado
fuerte, demasiado inhumana, incontrolable..., pero tenía que reprimir-
la, tenía que aferrarse a su humanidad, luchar contra la voluntad del
Caos.
Con un grito ahogado, se tambaleó hacia atrás y cayó sobre la
cama, y cuando su cuerpo chocó con el jergón, algo pareció salir de su
cráneo y desintegrarse con un ruido que no era ruido, una sensación
discordante, mareante. Le dio vueltas la cabeza y se agarró a la almo-
hada, buscando ansiosamente algo real y terreno que le sirviese de
áncora. Después de unos momentos cesó el vértigo, aunque le dejó
mareado y agotado. Lenta y dolorosamente, se sentó en la cama.
No había estado preparado para el poder del odio primigenio que
había surgido dentro de él al encontrar la Barca Blanca de Aeoris. La
enemistad era demasiado antigua para comprenderla, y él había reac-
cionado con todo el aborrecimiento y el desprecio contenidos en mile-
nios de recuerdos preternaturales. Aferrándose al fin a su identidad,
había luchado contra aquel poder y había vencido, pero había pagado
cara la victoria. Y aunque pudiese haber encontrado a Cyllan, no po-
día cruzar la barrera que los separaba.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Todavía aturdido y sin saber apenas lo que estaba haciendo, co-


gió su ropa y empezó a vestirse. Todo requería demasiado tiempo;
tenía viva conciencia de que le estorbaban las limitaciones de un cuer-
po físico, y el recuerdo del poder que, aunque dormido ahora, se es-
condía en su alma, le desgarraba.
Sería tan sencillo... Se detuvo, mirando fijamente el anillo en su
mano izquierda. El Caos era una fuerza titánica, pero en este plano
terrenal, él era dueño del Caos. Una vez había desterrado a Yandros,
destruyendo su única cabeza de puente en este mundo, y el Señor de
los Cabellos de Oro no podía volver a menos que Tarod revocase la
orden de destierro y le llamase de nuevo. Si lo hacía, la Barca Blanca
y toda su tripulación no serían enemigo para semejante adversario.
Un horrorizado rechazo llegó pisando los talones de la idea, y Ta -
rod se espantó al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer en
la tentación. Con las secuelas de la fuerza del Caos haciéndole cosqui-
llas en la piel, había sentido resurgir antiguas afinidades; había desea-
do la presencia de Yandros como aliado y compañero por mucho
tiempo.., y sabía que esta tentación era la oportunidad que había esta-
do esperando el Señor del Caos. Yandros respondería a la llamada, si
él la hacía. Y con su regreso, toda la esperanza de Tarod de reconci-
liarse con Aeoris quedaría destruida. Si tenía que demostrar su fideli-
dad al Orden, llamar ahora al Caos, incluso en una situación desespe-
rada, sería la más grave de las traiciones.
¿Incluso para salvar la vida de Çyllan?
Esta muda pregunta era tan insidiosa como engañosa. Llamar a
Yandros podría salvar a Cyllan del peligro en que se hallaba en la
Barca, pero, aparte de esto, no serviría de nada. El Círculo no le haría
daño... por ahora; con la Isla Blanca y el Cónclave tan cerca, Keridil
tendría otros planes para ella. Y esto daba tiempo a Tarod; poco tiem-
po, ciertamente, pero suficiente.
Sus manos estaban más firmes cuando siguió vistiéndose. Aun-
que había desterrado las sacrílegas ideas, parecían reinar las tinieblas
en la estancia; si no hubiese sabido que no podía ser, se habría imagi-
nado que una presencia permanecía inmóvil en la sombra del último
rincón, acechando; si podía poner su mente a tono casi podría conven-
cerse de que no estaba enteramente solo.
Fue a coger su capa, pero lo pensó mejor. Ahora no tenía necesi-
dad de disfrazarse. Al dirigirse sin ruido a la puerta, se detuvo y sonrió
hacia el oscuro y silencioso rincón.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Dijo en voz baja:


—Esta vez no, Yandros...
La puerta se cerró suavemente a su espalda.
El arco deformado de la segunda luna se estaba hundiendo en el
mar y, como faltaba menos de una hora para el amanecer, la niebla se
había levantado del agua y se había trasladado a ráfagas a la ciudad,
donde formaba pálidos y engañosos charcos en las calles y en la plaza
del mercado. Tarod, oscuro como una sombra en las vulgares y negras
vestiduras por las que había trocado el rico atuendo de mercader, reco-
rrió en silencio un largo callejón, dejando atrás las tabernas cerradas, y
salió a los muelles.
El puerto estaba desierto. Con sólo los últimos destellos de las es-
trellas, desparramadas, la oscuridad era casi absoluta; solamente la
silueta de una barca de pesca amarrada que se balanceaba ligeramente
se recortaba más negra contra el agua plomiza. Tarod avanzó en su
dirección, encontró la escalera del muelle y bajó hasta que un débil y
cambiante resplandor y un sonido apagado y rítmico le dijeron que
había llegado al nivel de la marea.
Se agazapó en la escalera revestida de algas y observó el agua,
borrando de su mente toda idea, salvo la única que inmediatamente le
interesaba. Arriba y a su izquierda se movió una sombra; vio los ojos
de un gato salvaje reflejando la débil fosforescencia del mar al mirarle
furioso desde encima de la pared. Después se alejó corriendo y sin
ruido. Tarod volvió de nuevo a su concentración, borrando la suave
llamada mental.
Nunca había intentado comunicarse con semejantes criaturas, pe-
ro algo, más allá de su instinto normal, le dijo que vendrían. Ayudaron
una vez a Cyllan, cuando, de no ser por ellos, se habría ahogado en el
mar alborotado frente al promontorio del Castillo. Y sintió intuitiva-
mente que ahora le ayudarían a él.
Cuando la primera cabeza lisa emergió de la superficie a poca
distancia del muelle, Tarod soltó el aire que retenía en los pulmones y
sonrió aliviado.
Había pensado que podría sentir su presencia antes de que llega-
sen, pero los fanaani no le avisaron. Curiosos, pero conscientes de que
la mente de él era de un orden que les era desconocido, se acercaron
en secreto, y solamente cuando tres de los bellos animales marinos,
parecidos a gatos, hubieron salido a la superficie, sintió Tarod el pri-
mer y débil roce de un contacto telepático.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Extraño. Esta palabra era la mejor interpretación que podía dar


un ser humano a la idea que le transmitían las mentes desconocidas de
los fanaani. No estaban seguros de él y nada que pudiese él decir o
hacer les persuadiría de acelerar su juicio o influiría en ellos. Estas
criaturas marinas, eran una ley en sí mismas; nadie podía sondear sus
pensamientos ni sus motivaciones. Pero, si una mente estaba realmen-
te abierta, era posible comunicar con ellos en su propia y extraña ma-
nera.
Dejó que les tocaran sus sentimientos, uno a uno, y volvió a sen-
tir aquella curiosidad.
¿Me ayudaréis? Como ellos, Tarod empleaba conceptos en vez
de palabras, imágenes que traducía en una forma que ellos podían
comprender mejor que el habla. La más próxima de aquellas tres cria-
turas dio una vuelta en el agua, sin producir apenas una ligera onda;
era del tamaño de un hombre, y había en sus ojos un brillo de inteli-
gencia cuando miró solemnemente a Tarod.
Secreto. El pensamiento fue acompañado de un temblor de risa
callada, y se dio cuenta de que los fanaani habían leído en él la necesi-
dad de llegar a la Isla Blanca sin que nadie lo supiese, y que esto les
divertía. Entonces llegó otro concepto: un animal terrestre sumergién-
dose en profundidades verdes, sin respirar, desapareciendo progresi-
vamente, muriéndose. Tarod sonrió débilmente al darse cuenta de que
aquel animal terrestre era él y que los fanaani comentaban, compasi-
vos, su incapacidad de nadar una distancia que para ellos era nada.
Les respondió con la idea de un fanaani tratando de caminar en
tierra, completando la imagen con un irónico interrogante. El fanaani
pestañeó, rodó de nuevo y desapareció bajo la superficie del mar casi
sin producir la menor onda. Cuando reapareció unos segundos más
tarde, había un nuevo concepto en su mente.
¿Por qué?
Quería averiguar su objetivo, y Tarod comprendió que cualquier
intento de disimulo le apartaría de él y de sus compañeros. Los fanaa-
ni le exigían sinceridad a cambio de su ayuda, y les abrió la mente,
permitiendo que viesen sus intenciones y su propósito y los interpreta-
sen como pudiesen. La espera pareció interminable, pero al fin sintió
que las extrañas y curiosas mentes se retiraban de la suya. Y después:
Demasiado pronto. Luz arriba.
Tarod miró involuntariamente hacia lo alto. Las estrellas habían
desaparecido y el cielo empezaba a iluminarse. Cuando miró de nuevo

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

a los fanaani, vio que su abigarrada piel estaba perdiendo su fosfores-


cencia.
Oscuridad arriba. Ven entonces. Ven a este lugar... Y vio clara -
mente en su mente, aunque la imagen era como se veía desde el mar,
una cala donde las olas rompían sobre una estrecha barra de arena gris.
A un lado se proyectaba agresivamente hacia fuera un acantilado, y
allí el constante ataque de las olas había desgastado un estrato blando
y había abierto un enorme arco en el espolón de roca. Era un punto de
referencia inconfundible, todo lo que él necesitaba.
Dos de los fanaani, que no se habían acercado al malecón en todo
el intercambio de ideas, estaban ya dando media vuelta y adentrándose
lentamente en el mar. Tarod intercambió una última mirada con la
tercera criatura y transmitió cortésmente: Gracias.
Desaparecieron sin apenas dejar rastro, y él se levantó, estirando
los entumecidos músculos y satisfecho de lo que había logrado. Aun-
que tenían fama de aliados de poco fiar, los fanaani no le habían falla-
do, y cuando se pusiera esa noche el sol, volverían para cumplir su
promesa.

Una raya de color como de sangre oscura y seca se extendía aho-


ra a lo largo del horizonte oriental. Tarod subió la escalera del muelle,
se detuvo un momento para contemplar el mar que subía lentamente, y
se encaminó a la posada.
La cala que le habían mostrado los fanaani estaba a unas nueve
millas al este de Shu-Nhadek, donde la hasta allí suave costa se trans-
formaba en los altos e inhóspitos acantilados que dominaban la línea
costera de tres provincias antes de descender finalmente en las Gran-
des Llanuras del Este. El lugar era conocido como Punta de Refugio y
fue la salvación de muchos pescadores sorprendidos lejos del puerto
por la tormenta; pero raras veces era empleado y no había casas en las
cercanías. Tarod salió temprano de la posada, diciendo al dueño que
pensaba pasar el día fuera, cabalgando, y que su esposa, que estaba
cansada, se quedaría en la cama. Cuando alguien llamase a la puerta
para preguntar si la señora del vinatero quería comer o beber algo, él
estaría ya muy lejos, y el dinero que dejó en la habitación, añadido al
valor de la yegua abandonada por Cyllan, sería más que suficiente
para pagar el hospedaje.
Se alegró de trocar la bulliciosa ciudad por la paz del campo, y
siguió el estrecho camino a lo largo de la costa. Su caballo estaba

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

nervioso después de haber estado encerrado en el establo de la posada,


y él le dio rienda suelta, gozando con las sensaciones de un veloz
medio galope al cabalgar en la dirección del sol naciente.
Localizó la cala mucho antes de llegar a ella; un largo espolón de
roca que se adentraba en el mar, con un arco casi perfectamente simé-
trico abierto en la estrecha punta. Debían faltarle una milla o dos para
llegar allí, y puso su caballo al paso, permitiendo que haraganease y
mordisquease el verde césped primaveral. Tenía todo el día por delan-
te, sin nada que hacer salvo esperar; no hacía falta que se diese prisa.
Media hora más tarde llegó a la cala y, sentado en la silla, con-
templó el escarpado acantilado que se cernía sobre un triángulo de
playa allá en lo hondo. El mediodía estaba próximo y la bahía rebosa-
ba de luz dorada y rojiza. Desde donde se hallaba, podía ver un estre-
cho camino que, aunque empinado, permitía bajar hasta la arena.
Saltó al suelo y, con alivio, se despojó de la adornada capa que le
había permitido mantener su papel de mercader importante. También
se desprendió de las botas de cuero suave, sabiendo que de ahora en
adelante iría mejor descalzo, y de la bolsa que llevaba colgada del
cinto, dejándolas caer descuidadamente sobre la hierba. Entonces
volvió su atención al caballo, desensillándolo y dejando los arneses
junto a su capa. Acarició el morro del animal, que relinchó suavemen-
te antes de dedicarse afanosamente a alimentarse. Todavía no se había
dado cuenta de que él lo puso en libertad; en vez de venderlo por un
dinero que de nada le serviría, prefirió soltarlo. Sin duda, con el tie m-
po, alguien le encontraría y le haría suyo, como encontrarían la ropa y
las monedas que había dejado allí. Si los bienes abandonados eran
reconocidos como pertenecientes al vinatero que se había alojado en
Shu-Nhadek, indudablemente habría especulaciones sobre su verdade-
ra identidad y su destino, pero entonces todo esto le tendría ya sin
cuidado.
El caballo levantó la cabeza y observó con ligera curiosidad có-
mo Tarod se dirigía hacia el camino. Después perdió su interés y con-
tinuó paciendo. Tarod no miró atrás, sino que empezó a descender por
el abrupto, peligroso y resbaladizo sendero. Fue más fácil de lo que le
había parecido y, en pocos minutos, llegó a la playa y cruzó la estre-
cha franja hasta donde rompía el mar. La arena, compuesta por los
restos desgastados por el oleaje de innumerables millones de pequeñas
conchas, era fría y húmeda bajo los pies. Se plantó en el borde del
agua mirando hacia donde consideraba que debía de estar la Isla Blan-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ca, pero el horizonte se perdía en la neblina y no pudo ver señal de la


Isla.
A esas horas la Barca habría llegado ya a su destino... Tarod, re-
flexivamente, volvió al lugar donde unos cantos rodados le ofrecían
un sitio en el que descansar. Creía que Cyllan debía estar todavía viva
e indemne; conociendo como conocía a Keridil, dudaba de que el
Sumo Iniciado tomase una decisión apresurada sobre su destino. Más
bien la consideraría como el señuelo perfecto para atraer a su enemigo
a la Isla..., y estaba en lo cierto, aunque la llegada de Tarod sería muy
diferente de la que Keridil preveía.
¿Y qué haría cuando llegase?, se preguntó. Había trazado sus
planes y estaba resuelto a ponerlos en práctica; pero antes de este
momento había rehuido siempre considerar demasiado profundamente
las consecuencias de lo que pretendía hacer. Sin embargo ahora, con la
larga tarde por delante y nada que hacer salvo estar sentado y contem-
plar el mar, tenía pocas defensas contra las preguntas y las aprensiones
que rondaban en el fondo de su mente esperando una respuesta.
Estaba jugando, no solamente con su vida, sino también con su
propia alma, con la esperanza de que podría apelar al árbitro supremo
y ser escuchado con misericordia. Pero habían ocurrido tantas cosas
desde que juró entregar la piedra del Caos en la Isla Blanca que ya no
estaba seguro de poder confiar en su criterio. Personas inocentes ha
bían muerto a sus manos y a las de Cyllan y, por muy grande que
fuese su justicia y su clemencia, era posible que ni siquiera Aeoris
pudiese pasar por alto o perdonar aquellos hechos. Su palabra debía
prevalecer contra la de Keridil cuando hiciese su alegato... ¿Querría el
más grande de los Siete Dioses escuchar a un acusado siervo del Caos
cuando el acusador era su Sumo Iniciado?
Tarod se volvió bruscamente, irritado por sus pensamientos. No
había espacio para la duda; no podía dejar que ésta tomase posiciones,
pues, si lo hacía, arraigaría y crecería demasiado aprisa para ser domi-
nada. Tomó su decisión y no debía vacilar; además, la alternativa era
clara. El Orden o el Caos: no había término medio. Había emprendido
su camino; tenía que llegar al fin.
Sin embargo, su estado de ánimo estaba muy lejos de ser satisfac-
torio cuando volvió a las rocas y se sentó para la larga espera.
Más tarde se dio cuenta de que había dormido durante buena par-
te de la tarde, y cuando se despertó, la última luz resplandecía triste en
occidente, prendiendo fuego a los bordes del acantilado. La cala esta-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

ba sumida en sombras; con la marea menguante, parecía húmeda,


helada e inhóspita, y el frío se filtraba a través de la fina camisa de
Tarod.
Este se levantó, flexionando los miembros para aliviar el entume -
cimiento de los músculos, y descendió lentamente por la playa hasta el
borde del agua. La espuma formaba en la orilla una pálida franja, pero,
más allá, las olas eran oscuras y el mar y el cielo ya no podían distin-
guirse. Se preguntó cuándo vendrían los fanaani y dominó un escalo-
frío que poco tenía que ver con el aire cortante.
Tarod no podía calcular el tiempo que estuvo en la playa mientras
se desvanecía la luz y era finalmente reemplazada por una oscuridad
total. Pero al fin oyó una nota débil, dulce y misteriosa, muy lejana
pero discernible en medio del murmullo del mar. Momentos más tar-
de, se le unieron otra y otra nota, en una armonía pura que era como
un lamento y que le estremeció hasta la medula e hizo que sintiese un
nudo en la garganta. La canción de los fanaani... Estaban aquí, espe-
rándole.
Tarod lanzó un profundo suspiro y abrió su mente a los primeros
tanteos de unos pensamientos ajenos que sondaban los suyos. Al prin-
cipio sólo estaban compuestos de extrañas y fantasmagóricas imáge-
nes marinas, pero gradualmente se fundieron hasta que unas palabras
claras tomaron forma en la mente de Tarod.
Ven..., únete a nosotros... únete a nosotros...
La oscuridad era casi absoluta, pero cuando una ola se levantó
para romper a sus pies, pudo verles; unas formas más negras contra el
oleaje. Le asaltaron la duda y el miedo, pero reprimió estos sentimien-
tos y caminó hacia delante.
El mar formó remolinos alrededor de sus tobillos, alrededor de
sus rodillas. La playa descendió rápidamente y la primera ola que
rompió sobre él era fría como el hielo y le produjo escalofríos. Tarod
esperó la ola siguiente y se sumergió en ella, emergiendo después y
sacudiéndose el agua de los cabellos y los ojos. Echó una última mira-
da a la cala silenciosa y dormida; después empezó a nadar vigorosa-
mente hacia el mar abierto. Los fanaani salieron a su encuentro cuan-
do dejó atrás el acantilado; como antes, eran tres, aunque no habría
podido decir si eran las mismas criaturas con quienes se comunicó en
el puerto de Shu-Nhadek. Unos cuerpos lisos y resbaladizos le rodea-
ron y sintió que un animal rozaba el suyo; pataleando, alargó un brazo
y lo pasó sobre el lomo de aquél para agarrarse al hombro poderoso y

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de tupido pelaje, mientras un segundo fanaán se colocaba al otro lado


como un tercer eslabón. Ahora pudo ver claramente delante de ellos al
tercer animal, más grande que los otros, de pelambre moteado y unos
ojos que, al volverse a mirarle, parecían serenos y sabios. Tarod son-
rió, formando palabras de agradecimiento en su mente, y el fanaán que
iba en cabeza emitió una serie de notas temblorosas y argentinas en
una escala extraña. Como si el sonido fuese una señal, las dos criatu-
ras que iban al lado de Tarod nadaron hacia delante. El sintió que los
fuertes músculos se contraían debajo de sus manos, vio que el mar se
hinchaba saliendo a su encuentro y entonces los fanaani nadaron fácil
y rápidamente, llevándole hacia el negro y vacío horizonte.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo decimoprimero.

Lo más fantástico de todo, pensó Cyllan, era el profundo silencio


con que la Barca Blanca entró lentamente en el puerto. No hubo gritos
ni voces de la extraña tripulación, ni chasquidos y estrépito al ser
plegadas las enormes velas y tensadas las cuerdas; casi parecía que la
nave tenía vida y voluntad propias, por la facilidad con que maniobró
hacia su lugar de amarre y se detuvo al fin junto al muelle.
Un Guardián demacrado, indiferente, aflojó los nudos de las
cuerdas que sujetaban los tobillos de Cyllan y, aunque sus muñecas
siguieron atadas, pudo arrodillarse sobre la cubierta y observar cómo
se acercaba la isla sagrada a las primeras luces frías de la aurora. La
niebla la envolvió hasta que el barco estuvo casi llegando a su abrigo;
entonces los débiles rayos del sol que llegaban oblicuos desde el este
habían rasgado la niebla, y la Isla se había elevado ante ellos con im-
presionante claridad. Rocas amenazadoras que al parecer no ofrecían
posibilidad de desembarcar en ellas surgían del mar, dominadas por
un solo y titánico risco en el centro de la isla; era la enorme concha de
un volcán largo tiempo dormido, una negra silueta contra el pálido
cielo. Cyllan había sentido el aura que irradiaba del lugar y volvió la
cabeza con un estremecimiento de terror.
La Barca siguió navegando, indiferente su tripulación a los trai-
dores arrecifes que acechaban debajo de la superficie del océano y
mostraban a veces unos dientes salvajes sobre el agua espumosa. En-
tonces, sin previo aviso, viró hacia tierra, en dirección a la cara del
acantilado, haciendo que Cyllan cerrase los ojos y murmurase una
imprecación en voz baja. Pero no se produjo ningún chirrido, ningún
choque violento, y cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que la
enorme roca delante de ella se había partido hacía innumerables siglos
para crear un estrecho canal a través del cual pasaba el oleaje, y que la
Barca iba a meterse en sus fauces. Se deslizaron entre gigantescos
cantiles mojados por la espuma y que Cyllan creyó que casi podía
tocar con alargar la mano; entonces, el oleaje se calmó gradualmente,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

hasta que la Barca navegó en aguas profundas y tranquilas, silenciosa


como un fantasma blanco.
Y ante ellos estaba su punto de destino.
En lo alto se alzaban los cantiles y casi se tocaban, y el cielo era
un fino y cruel puñal resplandeciente. Las sombras eran tan profundas
que el muelle junto al que se había detenido la Barca quedaba medio
oculto en la penumbra; pero Cyllan pudo ver que, en aquel puerto,
todo había sido tallado a una escala que no guardaba relación con las
dimensiones humanas. Las piedras del muelle eran bloques monstruo-
sos que un ejército de obreros se habría visto en dificultades para
mover una pulgada, y ahora unos hombres, pálidos como fantasmas,
estaban saliendo de algún lugar invisible para amarrar la embarcación
a un gigantesco noray que empequeñecía sus figuras. Detrás de ellos,
un tramo de escalones había sido cortado en la cara de la roca, una
escalera tan enorme que tenía que haber sido obra de gigantes; y Cy-
llan se estremeció al imaginar la naturaleza de los pies inhumanos que
pisaron aquellos escalones un milenio atrás.
Hubo movimiento sobre la cubierta y, al volver la cabeza, vio que
los otros pasajeros de la Barca salían de las habitaciones, fuesen cua-
les fueren, que ocupaban abajo. Al principio no reconoció a Keridil
Toln; éste había cambiado su ropa por un atuendo más formal y se
cubría los hombros con una gruesa capa de ceremonia cuyo tejido era
invisible bajo el peso de sus bordados con hilo de oro. El cuello alto
de la capa ocultaba su cara, pero ella pudo ver la diadema de oro que
ceñía los rubios cabellos, así como el bastón de mando de Sumo In i-
ciado que llevaba en la mano. Caminó despacio hacia el lado de la
Barca, escoltado por dos Guardianes, y Cyllan sintió que se le encogía
la garganta; por mucho que le odiase, por muy enemigo que fuese, no
podía dejar de sentirse impresionada por aquella figura majestuosa.
Detrás de Keridil venía Fenar Alacar, pálido el semblante y pare-
ciendo demasiado joven en su atuendo de ceremonia, con la espléndi-
da capa de piel blanca sobre carmesí y él gran rubí solitario, insignia
del Alto Margrave, resplandeciendo sobre el hombro derecho. Y por
último, con el paso cauteloso de la vejez y la enfermedad, la Matriarca
Ilyaya Kimi. Como siempre, vestía el hábito blanco de la Hermandad,
pero el cinturón que acostumbraba portar había sido sustituido por una
faja de plata, y llevaba en la cabeza una diadema de filigrana de plata
de la que pendía, casi hasta los pies, un velo de tisú de plata.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Cyllan permaneció rígida mientras la pequeña procesión pasaba a


sólo tres pasos de ella. Por un breve instante, su mirada se cruzó con la
de Keridil; vio tensión en su semblante y le pareció que la miraba con
una mezcla de compasión y desdén. Pasó y ella se volvió para librarse
del escrutinio de sus acompañantes.
La pared maciza del muelle estaba al mismo nivel que la cubierta
de la Barca Blanca y, cuando desembarcaron los miembros del triun-
virato, los Guardianes que esperaban formaron una apretada escolta a
su alrededor cuando pisaron tierra firme. Cyllan siguió con la mirada
las formas que se alejaban, hasta que solamente una confusa mancha
blanca en la penumbra marcó el lugar donde se hallaban, y entonces
su pulso se aceleró al sentir que una mano, fría y ligera como una tela
de araña, le tocaba un hombro.
El tripulante de ojos pálidos no la miró ni le habló. Señaló sim-
plemente hacia la pasarela con cuerdas a modo de barandillas que
separaba el barco del muelle, y antes de darse cuenta de lo que hacía,
Cyllan se encontró caminando insegura en aquella dirección. Oyó
movimiento a su espalda, pero no se atrevió a volverse; después cruzó
el estrecho puente sobre el agua negra y tranquila y, temerosa y pasma
da, puso pie en la Isla Blanca.
Otra mano la tocó en el hombro (se estremeció por aquel contacto
que encontraba repulsivo) y fue guiada hasta el pie de la monstruosa
escalera que ascendía hasta perderse de vista. Keridil y sus compañe-
ros no se veían en ninguna parte, y se preguntó si habrían sido lleva-
dos por este camino; era difícil creer que la anciana Matriarca tuviese
la energía necesaria para una subida semejante. La escalera, temible y
amenazadora, atrajo su mirada, y de nuevo sintió el toque escalofrian-
te del aura de la Isla, y se estremeció.
Otras personas estaban ahora siendo escoltadas desde el barco:
dos hombres a los que nunca había visto y que llevaban insignias de
Adeptos; otro, más viejo, cuyo atuendo indicaba que era un erudito;
dos Hermanas de Aeoris, y (Cyllan sintió que se cerraban sus mandí-
bulas) una joven alta y de noble aspecto, de cabellos castaños que le
caían sobre los hombros. Sashka Veyyil, la antigua amante de Tarod
que le había traicionado, entregándolo al Círculo y que disfrutaba
ahora de su triunfo como nueva consorte del Sumo Iniciado. Se habían
visto una vez, en el Castillo, y aquel encuentro era una espina clavada
en la memoria de Cyllan.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Sashka vio que la muchacha rubia la estaba mirando, y una ligera


sonrisa despectiva se pintó en su hermoso semblante. Entonces, un
Guardián vestido de blanco se interpuso entre ellas y señaló en silen-
cio la gigantesca escalera.
Cyllan se había preparado para una agotadora subida hacia sabían
los dioses qué destino en la cima de la terrible escalera; pero no fue
así. En vez de esto, cuando el pequeño grupo hubo subido menos de
cien escalones, su escolta les guió hacia la negra boca de un túnel
abierto en la roca oscura. Durante un rato, caminaron en la oscuridad,
roto solamente el silencio por la respiración estertorosa del viejo eru-
dito que trataba de recobrar su aliento; después el túnel se abrió en una
alta pero estrecha cámara, iluminada desde arriba no se veía cómo y
amueblada solamente con una mesa de madera y varios bancos. Entra-
ron en la cámara, sin saber de cierto lo que se quería de ellos, y uno de
los impertérritos Guardianes que habían conducido a la comitiva hasta
allí se volvió hacia ellos y habló.
—El Cónclave de los Tres está a punto de empezar. —Su voz re-
sonó débilmente en la bóveda—. Los que han acompañado al triunvi-
rato permanecerán aquí hasta que sean llamados.
Una de las Hermanas dijo tímidamente:
—El consejero del Alto Margrave se ha visto perniciosamente
afectado por la subida, Guardián. Necesita algo que le serene la agita-
ción y le ayude a recobrar las fuerzas.
—Será debidamente atendido.
Los modales del Guardián no habían cambiado y Cyllan se puso
nerviosa por la manera en que aquellos hombres extraños (si eran
hombres) parecían incapaces de hablar directamente a alguien. El
empezó a volverse, pero Sashka dio súbitamente un paso adelante.
—Guardián. —Estaba claro que no compartía la timidez de la
Hermana, y había un matiz de indignación en su voz—. Supongo que
no vais a dejar aquí a esta criatura. —Señaló imperiosamente con un
dedo a Cyllan—. Es prisionera del Sumo Iniciado, ¡y aliada del Caos!
¡Debería ser encerrada en alguna parte donde no represente una ame-
naza para el resto de nosotros!
El hombre vestido de blanco volvió su mirada indiferente y pare-
ció mirar a través de ella, y dos manchas de color se encendieron en
las mejillas de Sashka.
—Todos permaneceréis aquí hasta que seáis llamados —repitió
llanamente el Guardián—. No hay ningún peligro.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Y girando sobre los talones, salió de la cámara y cerró la puerta a


su espalda.
Sashka murmuró algo en voz baja y se dirigió furiosa al fondo
del subterráneo. La Hermana le salió al paso y le habló, pretendiendo
claramente apaciguarla, pero ella le dijo unas palabras duras y la mu-
jer retrocedió. Cyllan se sentó en cuclillas cerca de la puerta, prescin-
diendo de los otros, que andaban de un lado a otro murmurando in-
quietos entre ellos. La observación de Sashka al Guardián la había
herido profundamente, pero era lo menos que podía esperar; en su
primer encuentro, la intuición le había dicho que en la enemistad de la
joven de cabellos castaños había más de lo que se observaba a simple
vista. Pero no importaba; Sashka no significaba nada para ella.., y
tenía otras preocupaciones más inmediatas e importantes.
El Cónclave se estaba celebrando en ese mismo momento, y el
futuro de Tarod pendía en la balanza de su resultado. Desde el mo-
mento en que Keridil Toln la había desafiado y animado burlonamente
a llamar a Tarod en su ayuda, supo que el Sumo Iniciado estaba ju-
gando con su presencia aquí, y ahora lamentaba amargamente el hecho
de que el amor de Tarod por ella haría que la buscase sin importarle el
riesgo que él mismo podía correr. Si él oyó su llamada psíquica, los
escrúpulos que hasta ahora le habían impedido usar su poder no conta-
rían para nada. Lo emplearía y vendría a buscarla, como Keridil sabía
muy bien. Era una trampa perfectamente montada y nada de lo que
ella pudiese hacer enderezaría la situación. Incluso cuando la Barca
Blanca entró lentamente en el puerto, sintió el peculiar aislamiento de
la Isla y supo que cualquier intento que hiciese de ponerse de nuevo
en contacto con Tarod y avisarle tenía que fracasar. El la seguiría
hasta aquí, y cuando pisase tierra de la Isla Blanca, sus enemigos le
estarían esperando.
Sus tristes pensamientos fueron interrumpidos por el ruido de la
puerta abriéndose a su lado y, al levantar la mirada, vio que un joven
de ojos inexpresivos, con el ya familiar atuendo blanco de los Guar-
dianes, entraba en el subterráneo. Traía una bandeja cargada con una
jarra, varias copas y un plato de lo que parecía tosco pan moreno, y la
dejó sobre la mesa. No pronunció una palabra; nadie le habló, y se-
gundos más tarde se marchó y una llave chirrió en la cerradura.
Aliviada por aquella distracción, por pequeña que fuese, Cyllan
observó que la Hermana que había pedido ayuda llenaba una copa con
el contenido de la jarra y la llevaba, con un pedazo de aquel tosco pan,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

al viejo erudito. Sus voces apagadas resonaron en la cámara de piedra,


aunque era imposible entender lo que decían. Cyllan apartó de nuevo
la mirada, doblándose hacia delante y apoyando la cabeza en los bra-
zos cruzados.
—Debes tener sed. —Aquella voz interrumpió sus pensamientos
y, cuando levantó sobresaltada la cabeza, vio a Sashka plantada delan-
te de ella. Tenía una copa en la mano y una débil sonrisa en el sem-
blante—. ¿O tienes otras cosas en tu mente? —añadió la joven, con no
disimulada malicia.
Cyllan no le respondió y, con gracioso movimiento, Sashka se
sentó en el banco que más le convenía. Sorbió el contenido de la copa,
hizo una mueca y dijo:
—Agua, y salobre, por cierto... Supongo que no podemos esperar
nada mejor en este bárbaro ambiente. Aunque te aconsejo que aprove-
ches la ocasión. Es muy probable que no vuelvas a beber.
Sus chanzas eran una clara indicación de su estado de ánimo y
dieron a Cyllan una visión de la profundidad del rencor y del resenti-
miento de Sashka. Dejó que una breve risa escapara de sus labios y la
otra joven se puso colorada.
—Me alegro de encontrarte tan animada, Cyllan. El valor es una
cualidad muy rara en las personas que están a las puertas de la muerte;
eres un buen ejemplo para todos nosotros.
La única respuesta de Cyllan a su sarcasmo fue apoyar la cabeza
en la pared y cerrar los ojos. Los labios de Sashka se apretaron en una
línea cruel.
— ¿No te conmueve la idea de morir? —Se había elevado el tono
de su voz, y algunos la observaron con curiosidad; hizo caso omiso de
ellos, indiferente a su opinión—. Eres muy valiente, pero espero que
tu coraje será muy divertido cuando veas cómo destruyen a Tarod...
¡antes de que te llegue el turno!
Esto provocó la reacción que ella había esperado. Cyllan abrió de
par en par los ojos, llenos de una mezcla de ira y de dolor que dieron
gran satisfacción a Sashka. Le habría gustado más que fuese Tarod, en
vez de Cyllan, quien recibiese la carga mayor de su veneno (con fre-
cuencia había yacido despierta por la noche, imaginándose cómo le
zaheriría, lo que le diría), pero esto era bastante agradable, una peque-
ña venganza.
—Ah —dijo suavemente—. Conque tienes miedo... ¿Hasta ahora
no te has dado cuenta de que tu amante no es invencible? ¿De que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

morirá y de que su muerte no será menos horrible y dolorosa que la


tuya? —Se levantó, dio lentamente tres pasos hasta hallarse directa-
mente delante de Cyllan y suspiró con aire teatral—. Creo que te
compadezco.
Cyllan quería mantener su glacial silencio, pero la cólera que
hervía en su interior era demasiado fuerte.
—Ahórrate el esfuerzo —dijo furiosamente—. Tus palabras me
repugnan.
Sashka hizo una mueca y se miró las uñas con un aire de infinita
paciencia de mártir.
—Es una lástima que seas tan terca, Cyllan. Todavía podrías sal-
varte, ¿sabes? —Levantó la mirada, vio que Cyllan echaba chispas por
los ojos y sonrió dulcemente—. Incluso después de todo lo que has
hecho, creo que podría persuadir al Sumo Iniciado de que se mostrase
clemente contigo, si renunciases a tu... digamos a tu mal orientada
fidelidad.
¡Oh, sí! pensó Cyllan, ¡esto satisfaría tu vanidad! No solamente
conseguiría Sashka privar a Tarod de su único verdadero aliado, sino
que sin duda la complacería hacerle saber que este aliado le traicionó,
y sus motivos eran lastimosamente claros. Mezclado con el odio que
sentía por Tarod, estaba el eco encubierto del deseo que había sentido
por él... y que tal vez seguía sintiendo. Y aunque decía aborrecerle, no
podía soportar la idea de que él amase a otra. Quería que la amase
todavía, para poder tener el placer de herirle con su rechazo. De pron-
to, Cyllan casi se compadeció de Keridil Toln.
Contrariada por la falta de reacción, Sashka se encogió de hom-
bros con indiferencia.
—Desde luego, esto no tiene importancia para mí; pero difícil-
mente se te puede culpar de no tener la inteligencia necesaria para
comprender cosas como ésta. —Sonrió de nuevo y añadió, con confi-
dencial benevolencia—: Creo que conozco a Tarod más de lo que tú
podrías esperar nunca conocerle, y siempre tuvo unas grandes dotes de
persuasión. Pero hay quien tiene la capacidad de ver a través de sus
engaños, y quien no la tiene. En verdad, Cyllan, creo que es un poco
duro condenarte por lo que, a fin de cuentas, no es más que supina
ignorancia.
Por un momento cegador, Cyllan deseó con toda el alma poder
tener de nuevo en su poder la piedra del Caos. Recordó la gloria des-
lumbradora de su fuerza, que la invadió y se apoderó de ella; el indes-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

criptible afán de venganza y la sed de sangre que había sentido cuando


Drachea Rannak cayó delante de ella por la furia del Caos... Sobrepo-
niéndose, respiró hondo y confinó las imágenes en el oscuro rincón de
la mente que les correspondía. Sashka Veyyil no era Drachea, no era
ninguna amenaza; no era más que una chiquilla celosa y resentida, y
hacer caso de sus pullas sería una tontería.
Pero a despecho de lo que le dictaba la prudencia, su autodomi-
nio se negó a doblegarse ante ello. Nada de lo que pudiese decir o
hacer haría daño a Sashka; la muchacha triunfaba y se regocijaba con
su victoria. Sin embargo, por mor de Tarod, si no por otra razón, Cy-
llan no podía soportar que su rencor quedase sin respuesta.
Levantó la mirada, brillándole los ojos, y dijo con voz ronca:
— ¿Has visto alguna vez el Caos, Sashka Veyyil?
Las palabras habían acudido a sus labios sin ella proponérselo y,
al pronunciarlas, experimentó una sensación extraña, como una carga
psíquica que crecía dentro de ella, alimentada por su ira. Era parecido
al poder incontrolable e imprevisible que a veces podía tener como
adivina, pero más fuerte; mucho más fuerte. E hizo que Sashka se
sintiese súbitamente inquieta.
Cyllan sonrió fríamente.
—No..., ya me lo imagino. Pero lo verás. Un día. —Sintió que la
carga psíquica se apoderaba más de ella, como si algún poder indeci-
ble hablase por medio de su voz, y la suave risa que brotó de su gar-
ganta nada tenía de agradable—. Te lo prometo, Sashka... Esta será mi
maldición.
Sashka palideció, y tembló la mano que sostenía la copa. Por un
momento, un puro miedo se pintó en sus ojos; después, la cólera lo
reemplazó, y con violento ademán arrojó el resto del agua directamen-
te a la cara de Cyllan, dio media vuelta y se alejó.
La impresión del agua destruyó la presa de aquel poder peculiar y
trajo de nuevo a Cyllan a la realidad. Pestañeó, sacudió la cabeza para
aclarar sus ojos (las muñecas atadas imp osibilitaban que lo hiciese de
otra manera) y miró hacia el fondo del subterráneo, donde se había
retirado Sashka. En la penumbra, sólo pudo ver el color del traje de la
otra joven y las caras de los otros, que la estaban mirando con curiosi-
dad. Desvió su mirada, asumiendo de nuevo su actitud deprimida. El
breve acceso de furioso psiquismo hacía que ahora se sintiese desola-
da, y su amenaza a Sashka le parecía vana y falsa. Ella no tenía poder
para maldecir, y el odio no podía por sí solo convertir sus palabras en

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

realidad. Había tenido la momentánea satisfacción de ver terror en los


ojos de Sashka, pero esto no era un consuelo.
Se preguntó si Yandros sabía lo que fue de sus planes y de la
promesa que ella le hizo. Aquí, en la Isla Blanca, sede de la fuerza de
Aeoris, no podía tener la menor influencia; incluso Tarod, si lo quisie-
ra, tendría su fuerza tan reducida en este lugar que sería incapaz de
llamar al Señor del Caos. Y sin ninguna ayuda de más allá de este
mundo terreno, ¿qué esperanza podía haber?
Oyó que alguien arrastraba los pies cerca de ella, levantó la cabe-
za, y se sorprendió al ver al anciano erudito inclinado sobre ella.
El anciano torció la boca en una sonrisa.
—Parece que has disgustado mucho a la consorte de nuestro Su-
mo Iniciado —dijo secamente—. Y veo que no te han dado de beber,
al menos en el sentido propio de la palabra. —Le ofreció una copa
llena hasta el borde—. Aquí hay más que suficiente para ir tirando.
Nada en su tono indicaba burla o sarcasmo, y Cyllan le corres-
pondió con una sonrisa vacilante. Después levantó las manos atadas.
—Temo que no podré sacar provecho de tu bondad.
—Permíteme... —El anciano le acercó la copa a los labios, espe-
ró a que ella bebiese y sonrió de nuevo.
—Te encuentras mejor, ¿eh?
Cyllan acabó de beber.
—Sí, gracias. —Vaciló—. Espero que te hayas recobrado de la
escalada.
—Sí..., aunque tú y la Hermana Malia habéis sido las únicas que
habéis tenido la amabilidad de preguntármelo. —La observó durante
unos momentos antes de añadir—: No eres, exactamente, como me
dieron a entender.
El inicial sentimiento de gratitud de Cyllan por el viejo menguó
un poco al oir esto, y su tono adquirió un matiz glacial.
—¿Y qué te dieron a entender?
—Oh, los acostumbrados productos de la superstición —dijo,
imperturbable, él—. Algo menos y sin embargo más que humano.
Ciertamente, no una muchacha evidentemente inteligente y, perdona
que lo diga, corriente, que podría ser hija o hermana de cualquiera.
Cyllan se mordió con fuerza el labio.
—Si vas a decirme que he llegado a esta situación sin culpa por
mi parte y que no es demasiado tarde para salvarme, puedes ahorrarte

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

las palabras. —Sus ojos ambarinos centellearon al mira rle con irrita-
ción—. Tomé mis decisiones hace tiempo.
—No lo he dudado un instante. —La torcida sonrisa del viejo se
pintó de nuevo brevemente en su cara—. Simplemente, me interesa tu
historia. Soy un erudito, ¿sabes?, me llamo Isyn y tengo un interés
particular en las numerosas variedades de la naturaleza humana.
Siempre estoy tratando de extender las fronteras de mi conocimiento y
de mi comprensión.
Cyllan frunció los labios.
—Entonces encontrarás aquí muy poco para tus estudios, Isyn.
No tengo nada que ofrecerte. —Volvía a sentir cólera, pero en una
forma más tranquila—. A menos, desde luego, que Tarod viniese aquí
a buscarme. Esto podría satisfacer tus deseos de nuevos conocimien-
tos.
Isyn rió entre dientes.
— ¡Espero que no sea así! Pero dime una cosa y solamente te lo
pregunto con ánimo de comprensión, ¿no tienes miedo?
—¿Miedo? —dijo lentamente Cyllan.
El señaló la puerta del subterráneo.
—De lo que te espera. falta de una palabra mejor, de tu destino.
Cyllan comprendió de pronto que para Isyn, tal vez para todos
ellos, era una curiosidad, como los desgraciados mutantes que eran a
veces exhibidos en las ferias del Primer Día del Trimestre; algo a lo
que atormentar, o por lo que mostrar asombro, o que discutir en len-
guaje erudito, según las inclinaciones del espectador; pero no una
criatura que podía pensar y sentir por derecho propio. Con frecuencia
se había unido en el pasado a los mirones de plaza de mercado; ahora
sabía lo que debían sentir aquellos mutantes. Y de pronto comprendió,
como nunca hasta entonces, el desprecio que sentía Tarod por todos
ellos: el Círculo, los Margraviatos y las Hermandades. Debía conser-
var esta impresión; pasara lo que pasase, debía conservarla.
—No, no tengo miedo —dijo con dignidad.

La fría indiferencia de Cyllan disuadió al fin a Tsyri, y Sashka no


hizo más esfuerzos para hostigarla; la dejaron sola con sus pensamien-
tos, mientras los otros se mantenían ostensiblemente apartados. Y
Cyllan no pudo calcular el tiempo que pasó antes de que el ruido de
una llave girando en la cerradura atrajese la atención de todos los que
estaban en la cámara.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Dos Guardianes aparecieron en el umbral; detrás de ellos, Cyllan


pudo ver al menos otros dos en el túnel. Uno de ellos habló con la
monotonía que ahora les era familiar.
—El Cónclave está tocando a su fin. Se requiere la asistencia de
los que han acompañado al triunvirato.
Se intercambiaron miradas; poco a poco, los ocupantes de la cá-
mara se pusieron en pie. Solamente Cyllan no respondió, y uno de los
Guardianes avanzó y se plantó delante de ella.
—Se requiere la asistencia de todos. No hay excepción.
Miró a la pared mientras hablaba, y Cyllan sintió el impulso de
darle una patada, solamente para ver si era posible provocar una reac-
ción en uno de aquellos zombies sin sangre. Lo resistió, así como la
tentación de hacer caso omiso de él y seguir sentada, negándose a
colaborar. Si no iba con el grupo voluntariamente, sin duda la obliga-
rían a hacerlo por la fuerza, y no valía la pena perder su dignidad por
una vana satisfacción de resistir.
Se puso en pie con dificultad, estorbada por la ligadura de sus
muñecas, y siguió al resto del grupo a través de la puerta y por el largo
túnel oscuro.
Al salir de la boca de éste, fueron bañados por la pálida y enga-
ñosa luz que precede al crepúsculo. Todo el día había transcurrido
mientras esperaban en la penumbra del subterráneo y el sol era una
furiosa esfera carmesí contra el lóbrego telón de fondo del cielo.
El Guardián que les conducía miró directamente aquel rojo in -
fierno durante unos instantes; después se volvió a las personas que
estaban a su cargo y señaló la gigantesca escalera que seguía subiendo
y subiendo. Cyllan contempló el tramo que se extendía delante y en-
cima de ella, remontando la espalda encorvada de la Isla, y vio que
parecía terminar en un risco afilado como una navaja, apenas discerni-
ble bajo la luz menguante. Más allá del risco, una pared de roca gris
pardusca se erguía hacia el cielo, perdiéndose su cima en la cada vez
más oscura niebla. Era el cráter de un antiguo y largo tiempo extin-
guido volcán..., y sabía que allí estaba el sacrosanto santuario y el
cofre que había permanecido cerrado desde que los siete Señores del
Orden libraron la ú ltima batalla contra el Caos.
El Cónclave había terminado y se había tomado la decisión. Se
haría de noche mucho antes de que el grupo llegase a la dormida cima,
pero entonces sabría lo que habían decidido y, también, el destino que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

le esperaba a ella... y a Tarod si caía en la trampa que habían montado


para él.
Hasta ahora se había aferrado a un fiero orgullo y a la resolución
de no desfallecer, y éstos le sostuvieron durante todo el largo viaje a la
Isla y la prolongada espera en la cámara. Pero ahora, al contemplar la
implacable y muerta falda del volcán, y sabiendo lo que había más
allá, sintió que el miedo la roía en lo más hondo de su alma.

Los fanaani le abandonaron cuando las cumbres de la Isla apare-


cieron en la oscuridad y las olas chocaban con blanco resplandor co-
ntra las abruptas vertientes. Había sentido que sus resbaladizos cuer-
pos se deslizaban debajo de sus manos y oyó una estremecedora cas-
cada de notas sobre el rugido del mar. Después nadó hacia las imp o-
nentes rocas por sus propios medios. Una fuerte corriente lo atrapó y
lo llevó a tremenda velocidad hacia la amenazadora abertura en el
acantilado, donde unas piedras titánicas rompían su simetría en un
derrumbamiento acaecido milenios atrás. Vio la boca abierta de una
cueva medio sumergida en la marea y, entonces, surgieron rocas agu-
zadas de la oscuridad y tuvo que ejercer toda su fuerza física para no
ser lanzado contra ellas. Viendo momentáneamente agua clara delante
de él, nadó hacia la fisura del acantilado; otra ola, al romper, le emp u-
jó hacia tierra, y retorciéndose en el último momento, sintió que sus
manos rozaban una roca al apartarse del acantilado. La roca era áspera
y lo bastante quebrada para que pudiese agarrarse a ella; resistió como
pudo al absorberle la fuerte resaca y, antes de que pudiese romper la
ola siguiente, logró salir del mar con gran esfuerzo.
Estaba sobre una abrupta e inclinada cornisa y, afirmando el pie,
trepó más arriba hasta alcanzar un punto en que el oleaje ya no podía
alcanzarle y tirar de él. Chorreaba agua salada de sus cabellos; la ropa
se pegaba a su cuerpo y estaba contuso y dolorido por el impacto;
durante algunos minutos se quedó agachado en la precaria cornisa,
luchando por respirar.
Un sonido, débil pero claro, se mezc ló con el trueno del mar; era
el canto tembloroso de despedida de los fanaani que se alejaban de la
Isla, en dirección a las extrañas profundidades o costas que eran para
ellos un hogar. Tarod levantó una mano en saludo de gracias, aunque
sabía que ya no podían verle, y entonces se extinguieron poco a poco
sus voces agridulces.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Ambas lunas salieron; una de ellas como un fino y frío arco; la


otra, más grande, como una esfera más oscura y plena. La rapidez con
que las criaturas marinas le habían traído aquí fue asombrosa; faltaban
todavía horas para que empezase a amanecer, y levantó la cabeza,
contemplando las murallas de piedra que se elevaban detrás de él. El
volcán inactivo del centro de la Isla era invisible, oculto por la noche y
los cantiles, pero éstos podían ser escalados, y sabía que podría alcan-
zar su destino final antes de que el sol asomase en el este y delatase su
presencia.
Sintió un hormigueo de poder en la mano izquierda al resplande-
cer con súbito brillo la piedra de su anillo. Sí... aquí podía confiar en
emplear la fuerza del Caos, sabiendo que no podría alcanzarle ni des-
viarle de su meta. Dobló los dedos y sintió una energía nueva e in-
humana en la sangre, que le salvaba del cansancio y del agotamiento.
Sonrió y, poniéndose en pie, avanzó sin ruido por la cornisa hacia el
lugar donde la fisura del acantilado se abría tentadora.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo decimosegundo

El Alto Margrave Fenar Alacar se levantó del sillón de en medio


de los tres tallados en piedra. La luz peculiar que iluminaba la cámara
sin ventanas y que olía a moho proyectaba líneas de sombra sobre su
cara joven, haciendo que pareciese más viejo de lo que correspondía a
sus años; pero no podía disimular la incertidumbre de su mirada al
carraspear y después, nerviosamente y con frecuentes vacilaciones,
pronunciar las palabras rituales que ponían fin al Cónclave:
—Yo, Penar Alacar, elevado por la gracia de nuestro señor Aeo-
ris a la dignidad de Alto Margrave, declaro que el triunvirato se ha
pronunciado unánimemente y que todos hemos sellado esta resolu-
ción. El Cónclave ha decidido que sea abierto el cofre de Aeoris. Y
encargo y ruego al Sumo Iniciado, Keridil Toln, que sea el instrumen-
to a través del cual será realizada esta sagrada tarea.
Su mirada se posó vacilante en el rostro impasible de Keridil y se
pasó nerviosamente la lengua por los labios, seguro de que había pro-
nunciado correctamente las palabras, pero todavía inseguro de sí mis-
mo en presencia de sus más viejos y más experimentados semejantes.
Keridil le devolvió un momento la mirada y después se levantó
también de su sillón y avanzó hasta colocarse delante del joven Mar-
grave. Lenta y rígidamente, hizo una profunda reverencia a Fenar.
—Soy consciente del honor que se me hace y de la grave respon-
sabilidad que asumo. —Ahora se volvió de cara al tercer y último
miembro del triunvirato, que se levantó también de su sillón, aunque
con alguna dificultad, y se inclinó a su vez ante ella—. Pido la bendi-
ción de la señora Matriarca, madre y protectora de todos nosotros,
para que me ayude en este momento trascendental.
Ilyaya Kimi, majestuosa en su velo de plata, levantó una mano
artrítica para tocar la frente de Keridil, que se había arrodillado ante
ella.
—Que la luz clara de Aeoris brille sobre ti, hijo y sacerdote mío.
Que no te apartes de su camino de sabiduría.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Keridil se levantó y tanto él como la Matriarca se volvieron de


nuevo de cara a Fenar. El Alto Margrave asintió con la cabeza.
—Hágase según lo acordado —dijo—. Que se abra la puerta y se
dé a conocer la decisión de este Cónclave.
Formaban un extraño trío, pensó Keridil con una parte curiosa-
mente aislada de su mente, mientras precedía a los otros sobre el dé-
bilmente brillante suelo de piedra: una mujer anciana, que apenas
podía andar, un muchacho inexperto y un hombre que, aun presentan-
do un rostro confiado al mundo, se sentía asaltado por dudas y temo-
res que ni siquiera podía nombrar. Pero eran lo mejor que el mundo
podía ofrecer a sus dioses. Les fue otorgado el poder temporal supre-
mo y, fuesen cuales fueren sus aprensiones, debían esforzarse por ser
dignos de él.
Llegó a la puerta, una enorme losa que giraba por algún oculto e
inconcebiblemente antiguo mecanismo, y levantó la mano derecha
para dar un golpe sobre un rombo de cristal engastado en la por demás
lisa superficie de la piedra. Un ruido fuerte y chirriante sonó debajo de
sus pies, y la puerta empezó a abrirse lentamente. Una corriente de
aire fresco y limp io penetró en la cámara (oyó que Ilyaya lanzaba un
profundo y agradecido suspiro) y salieron para encontrarse con una
delegación de los Guardianes que estuvo de vigilancia durante las
largas horas del Cónclave. Cada par de ojos pálidos e inexpresivos se
fijó en Keridil, y los Guardianes leyeron claramente en su semblante
el resultado del Cónclave, sin que hubiese necesidad de pronunciar
una sola palabra. Su portavoz inclinó la cabeza y dijo con voz monó
tona y lejana:
—El triunvirato será conducido inmediatamente al Santuario. Los
que estuvieron esperando se hallan ahora reunidos en el exterior y
podrán ser testigos del ritual, si el triunvirato así lo desea.
Fenar carraspeó de nuevo y miró a Keridil con aquella extraña
mezcla de respeto y resentimiento que siempre había parecido sentir
por él.
—Prometí a mi consejero, Isyn, que podría acompañarme si eso
estaba permitido...
En otras palabras, su confianza estaba vacilando y necesitaba el
apoyo de su viejo preceptor. Difícilmente habría podido Keridil censu-
rarle. Estuvo a punto de sonreirle a Fenar, pero lo pensó mejor; en el
estado en que se hallaban sus nervios, el joven habría probablemente
interpretado la sonrisa como señal de protección.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Esto depende enteramente de vuestra voluntad, Alto Margrave


—dijo.
—Sí... —La cara de Fenar se serenó—. Sí, desde luego.
—Yo necesitaré a dos de mis Hermanas a mi lado —declaró que-
jumbrosa Ilyaya Kimi—. Si tengo que soportar otro largo ritual, nece-
sitaré su apoyo, en el sentido literal de la palabra. Nunca había pensa-
do que tendría que someterme a tan duras pruebas a mis años.
De los tres, pensó Keridil, la Matriarca era la única que parecía
capaz de aceptar con tranquilidad esta extraordinaria y terrible situa-
ción. Estaba haciendo historia, pero se comportaba como si estuviese
cumpliendo meramente uno más de los tediosos deberes cotidianos de
su cargo. Keridil la envidió; tanto si su sereno pragmatismo se debía a
confianza en sí misma como si era fruto de la senilidad, era un senti-
miento que le habría gustado compartir.
Guardándose sus pensamientos, asintió con la cabeza.
—Dos de mis Iniciados custodiarán a nuestra prisionera; pero
aparte de ellos, solamente a mi consorte pediré que me acompañe.
Ilyaya se estaba ajustando el velo con breves e impacientes mo-
vimientos de las manos.
—¿Y qué dices de esa muchacha, Sumo Iniciado? ¿De nuestra
prisionera? —Frunció los labios—. Parece que ninguna presa ha caído
en nuestra trampa. Empiezo a preguntarme si el demonio del Caos no
habrá decidido que la prudencia es la parte mejor del valor, y ha aban-
donado a la joven.
Estaban caminando a lo largo de un estrecho túnel sin el menor
adorno, excavado en un lado del volcán. Eran precedidos y seguidos
por Guardianes con antorchas y flotaba un débil olor a azufre en el
aire viciado. Keridil pensó unos momentos antes de responder a la
punzante pregunta de la Matriarca.
—No, señora. Vendrá, estoy seguro de ello.
Conocía lo bastante a Tarod para no haber vacilado en su convic-
ción de que la trampa funcionaría. Antes de que empezase el Cóncla-
ve, pidió que le dejasen solo unos minutos y, escoltado a otra de las al
parecer innumerables habitaciones y cámaras vacías que eran como
celdas de colmena en la montaña (y cuya función no podía siquiera
imaginar), borró de su mente todo pensamiento extraño y, después de
una breve Oración y Exhortación, empleó la técnica de escrutar la
mente que había aprendido hacía tiempo como nuevo Iniciado, en un
intento de descubrir el paradero de Tarod. No encontró nada, pero el

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

hecho de que fuese imposible descubrir a su enemigo era, pensó, un


augurio favorable. Si Tarod trataba de llegar a la Isla Blanca y rescatar
a Cyllan, el secreto sería su arma mejor; y aunque no podía localizarle
por medios mágicos, Keridil sentía en lo más hondo de su ser que
estaba cerca.
Ilyaya Kimi sorbió por la nariz.
—¿Y si no viene?
—Si no viene, su destino, todos nuestros destinos, dejarán de es-
tar en nuestras manos.
El Alto Margrave se estremeció y se esforzó inútilmente en dis i-
mularlo.
—Sigo diciendo que esa muchacha habría tenido que ser ejecuta-
da sin tantos subterfugios —dijo—. Podía hacerse en unos minutos y
ahora tendríamos un motivo menos de preocupación. Pero no se me
hizo caso.
Esta vez, la furiosa mirada que dirigió a Keridil tenía, además del
antiguo resentimiento, una nueva y más personal expresión de antipa-
tía, y Keridil tuvo que resistir la tentación de sugerir que, si el Alto
Margrave insistía tanto en ello, tal vez querría empuñar un cuchillo o
una espada y mostrar el valor de sus convicciones cortando él mismo
el cuello a Cyllan. Ahora les resultaba fácil a sus compañeros lamen-
tarse y criticar, pensó irritado; Ilyaya Kimi dudaba de su buen criterio
en el asunto de la captura de Tarod, y Fenar, de su prudencia al permi-
tir que Cyllan viviese para servir de cebo contra su adversario. Pero
había tomado su decisión y no se dejaría influir por argumentos for-
mulados desde la relativa comodidad de las posiciones de los otros.
No eran las manos de ellos las que tenían que abrir el cofre y levantar
la caja; no eran los hombros de ellos los que tenían que cargar con
toda la responsabilidad de llamar a los Señores Blancos al mundo. Si
se negaba a seguirles la corriente, esta autonomía era lo menos que
podían otorgarle a cambio de llevar aquella carga.
Un rectángulo más claro apareció delante de ellos, indicando que
se acercaban al final del túnel. Al salir al flanco gigantesco del volcán,
Keridil vio que el sol se había puesto, dejando solamente un último y
pálido resplandor en el cielo. El crepúsculo borró todo color de las
caras desnudas de las rocas, y los Guardianes, con sus pieles y sus
vestiduras blancas, parecían grandes mariposas fantásticas en la pe-
numbra. El velo de Ilyaya brillaba con una misteriosa radiación inte-
rior propia; la diadema de Fenar tenía un brillo nacarado, y por un

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

instante, percibió Keridil algo malsano en aquella escena, casi como


de podredumbre. Expulsó rápidamente el pensamiento de su mente,
consciente de que era poco menos que blasfemo.
Fueron conducidos a largo del estrecho sendero por el que habían
venido desde la gran escalera a la cámara del Cónclave, y el resto del
grupo les esperaba al final del parapeto. Sashka vio a Keridil y no
pidió permiso a nadie para correr a abrazarle. No dijo nada (algo en la
cara de él le decía que era mejor guardar silencio), pero le asió con
firmeza la mano y ambos caminaron juntos hacia la escalera. Los otros
saludaron a sus compañeros con entusiasmo; todos menos Cyllan, que
permanecía detrás del grupo entre dos altos y delgados Guardianes.
Sólo una vez captó Keridil su mirada, y palideció ante el odio frío y
controlado que ardía en sus ojos ambarinos.
Sashka le estrechó los dedos.
— ¿Se ha terminado? —murmuró. El asintió con la cabeza.
—Se ha terminado.
No necesitó decirle cuál había sido la decisión, y oyó que ella
respiraba hondo. Entonces dijo Sashka:
—¿Y ahora? ¿Me dejarán ir contigo?
Keridil estuvo mirando al frente, hacia el lugar donde la mons-
truosa escalera seguía subiendo por el flanco de la montaña. El cielo
era casi negro, pero todavía podía distinguir el amenazador pico trun-
cado del antiguo cráter en la cima del volcán. Subirían aquellos terri-
bles escalones, seguirían subiendo, y cuando al fin llegasen a lo más
alto, sólo el propio Santuario se levantaría ante ellos. Ahora miró a
Sashka, buscando en su cara señales de miedo y no encontró ninguna.
Con ella a su lado, no se sentiría tan espantosamente solo.
—Te dejarán —dijo—. Es decir.., si tú lo quieres.
Ella casi le compadeció por ser tan ingenuo como para pensar
que no aprovecharía la vertiginosa ocasión. Ella, Sashka Veyyil, sería
testigo de la apertura del cofre, y cuando los historiadores escribiesen
sus relatos de esa noche trascendental, su nombre aparecería inscrito
junto al de Keridil, como consorte del Sumo Iniciado que había llama-
do a Aeoris al mundo.
Estrechó su mano con más fuerza entre las suyas y le dirigió una
de aquellas dulces sonrisas con que se apoderaba siempre de su volun-
tad.
—Claro que quiero, amor mío —dijo suavemente—. ¡Nada me
privaría ahora de estar a tu lado!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Cyllan subía, con un Iniciado delante de ella y otro detrás, pri-


vándola de toda posibilidad de huida, pero era incapaz de prestar aten-
ción a todo lo que no fuese la enorme e interminable escalera. Parecía
que había estado subiendo durante horas, significando cada escalón
una tensión que hacía protestar a sus músculos, y su mente estaba
aturdida con el incesante y duro esfuerzo. Keridil iba en cabeza, flan-
queado por dos de los zombies vestidos de blanco, una mini escolta,
pues parecía que solamente unos pocos y cuidadosamente elegidos,
fuese cual fuere su jerarquía, estaban autorizados a llegar a la cima de
la montaña. Detrás de él iba el Alto Margrave y, después, la Matriarca,
ahora transportada en un extraño sillón tallado por otros dos Guardia-
nes. Las antorchas brillaban como pequeños ojos salvajes, una ser-
piente de luces reptando arriba y arriba en la noche, empequeñecida
por aquel pico amenazador.
¿ Y qué pasaría cuando llegasen al Santuario? Había dejado de
rezar para que Tarod no viniese a ella, pues el miedo que empezó a
corroerla cuando salieron de la cámara se había apoderado ahora de
ella con tal fuerza que no podía luchar contra él. Estaba demasiado
sola, demasiado perdida y demasiado amenazada para no ansiar su
presencia, pues nadie más podía ayudarla. Y si llegaba demasiado
tarde (ni por un instante pensó que no vendría) ella estaría muerta, y
su alma, infiel al Orden y al Caos, estaría condenada para siempre.
Tan absorta estaba en sus tristes pensamientos que no se dio
cuenta de que la comitiva se había detenido hasta que chocó con el
Guardián que la precedía. Cyllan pestañeó y miró hacia arriba.
El cono del volcán, que antes le pareció tan lejano que era como
irreal, se alzaba ahora terriblemente próximo delante de ella. Podía ver
el cráter como una boca enorme, de locura, bordeada de mellados
dientes que dijérase que trataban de devorar el cielo; podía ver la fea
cicatriz de una fisura donde milenios atrás la lava había surgido como
un río de fuego del corazón de la tierra, y las rocas habían sido defor-
madas, rasgadas, retorcidas y fundidas por un calor y una presión
inverosímiles. Era algo prehistórico, salvaje, una aberración, y su
miedo empezó a transformarse en vértigo palpitante.
Parecía que estaban esperando alguna señal y, efectivamente, lle -
gó al cabo de un largo rato. Un cuerno sonando en algún lugar próxi-
mo al corazón del propio cráter, amplificado por las gigantescas pare-
des de roca que resonaban como la llamada de algún ciudadano sobre-
natural de un mundo fantasma. El sonido vibró y vibró, hasta que al

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

fin se disipó sobre el mar y fue engullido por la noche, y al extinguirse


el último eco, el grupo se puso de nuevo en movimiento, lentamente y
con más resolución que antes. Adelante, arriba.., y terminó la gigan-
tesca escalera.
La puerta estaba tallada en la cara rocosa del cráter; una puerta
sencilla y cuadrada, con un macizo dintel sostenido por jambas perfec-
tamente angulares. En el centro exacto del dintel había sido tallado un
dibujo y rellenado de oro: un ojo abierto de cuyo iris emanaba un
rayo. Era el signo supremo del Orden, el sello del propio Aeoris, y
marcaba la entrada al corazón del cráter y al Santuario.
Los dos Guardianes que iban en cabeza con Keridil se apartaron a
un lado y tomaron nuevas posiciones, uno a cada lado de la enorme
puerta. Sus compañeros se reunieron con ellos y las figuras vestidas de
blanco formaron una rígida guardia de honor en la entrada.
Keridil se dio cuenta de que aquellos hombres extraños no segui-
rían adelante. Desde ahora, él y sus compañeros estarían solos. Miró al
frente y vio un túnel que era como un abismo, extendiéndose a lo
lejos, iluminado por un débil y mate resplandor que parecía brotar de
la roca misma. Entonces oyó movimiento a su lado: el Alto Margrave
y la Matriarca, que se había apeado de la improvisada litera, avanza-
ron hasta su altura. Keridil tragó saliva, respiró hondo y miró al más
próximo de los tiesos Guardianes; y con lo que podía ser (a menos que
le engañase su imaginación) la sombra de una sonrisa, el hombre alzó
la mano derecha e hizo la Señal de Aeoris.
Era la señal para emprender la última etapa de su viaje ritual, y
Keridil sabía que no podía demorarse por más tiempo. Cruzó el portal
abierto como unas fauces, oyó a Fenar e Ilyaya a un paso detrás de él
y reprimió el súbito miedo que amenazaba con apoderarse de él. Había
que hacerlo, se haría. Apretando el paso al dominar su resolución a su
miedo, Keridil se adentró en la sima.
La grieta que hacía milenios se abrió en el lado del volcán por
una erupción de lava, y que ahora formaba la única entrada al antiguo
cráter, no era un pasadizo largo. Atravesaba directamente el cono,
siguiendo un camino extrañamente recto, y al cabo de sólo unos minu-
tos, vio Keridil un punto de luz al frente. No pudo identificar su ori-
gen, aunque el instinto y el conocimiento de las tradiciones populares
le impulsaron a adivinarlo, y la aprensión le hizo un nudo en la gar-
ganta. Un breve trecho más y...

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

El abismo se abrió bruscamente y salieron a una ancha cornisa


que dominaba una vista impresionante por su misma sencillez.
A su alrededor, se elevaban las paredes del cráter en grandes mu-
rallas, llenas de hoyos y melladuras y creando una terrible sensación
de vértigo. Tal vez a doscientos o trescientos pies, el fondo de piedra
pómez y basalto se confundía en increíbles dibujos y era iluminado
por la débil radiación nocturna que descendía del despejado cielo. En
el centro de la taza había un solo y gigantesco bloque de piedra volcá-
nica que alguna mano muerta hacía tiempo talló en un cubo perfecto,
para formar un altar, y allí, el punto de luz que observó Keridil desde
el túnel se manifestaba como un cáliz de oro en el que ardía una llama
blanca, eterna y nunca vacilante. Sabía que esta lámpara votiva brilla-
ba desde que Aeoris y sus hermanos habían dejado su impresionante
regalo al mundo; era misión de los Guardianes mantenerla viva, y
nunca dejaron de hacerlo. Y delante del cáliz, resplandeciendo de un
modo cegador bajo su luz, había un sencillo cofre, no mayor que el
puño de un hombre, hecho también de oro macizo. El cofre de Aeoris..
Fenar Alacar hizo la señal con atemorizada y torpe precipitación,
mientras la Matriarca se llevaba un borde del velo a los labios y lo
besaba, murmurando una oración. Keridil no podría expresar los sen-
timientos que le producía su primera visión del Santuario: temor, sí, y
miedo y reverencia, pero también un sentido del destino que era imp o-
sible traducir en palabras, pero que le hacía olvidar todo lo que no
fuese el breve ritual, y su culminación, que había que practicar.
Desde la cornisa, un sendero empinado pero practicable serpen-
teaba hasta el fondo del cráter, y el Sumo Iniciado se volvió a sus
acompañantes.
—Los que quieran presenciar de cerca el ritual pueden venir
conmigo al Santuario —dijo pausadamente—. Pero si alguno de voso-
tros prefiere quedarse aquí y observarlo desde lejos, está en perfecta
libertad de hacerlo.
Sus palabras fueron recibidas en silencio. Aunque tuvo la impre -
sión de que uno o dos de los del grupo se sentían inquietos, nadie
quería ser el primero en echarse atrás. Solamente Cyllan parecía im-
perturbable, custodiada por dos de los Iniciados de Keridil; su mirada,
cuando él fijó de mala gana la suya en ella, era vacía e inexpresiva.
—Muy bien. Sólo pido que todos guardéis silencio hasta que el
rito haya terminado.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Y después de inclinarse brevemente ante Fenar y ante Ilyaya,


empezó a descender hacia el fondo del cráter.

Más allá de la pared del volcán, los Guardianes que escoltaron al


triunvirato y a sus acompañantes permanecían aún en dos rígidas filas
en el portal. Habían conducido hasta allí a las personas a su cargo,
pero las leyes dictadas siglos atrás para este acontecimiento les prohi-
bían ir más lejos. Su deber era ahora esperar, y lo cumplirían con el
mismo estoicismo impasible con que iniciaban cada tarea. Si sentían
curiosidad o aprensión por lo que podía ocurrir antes de que se hiciese
de día, no lo delataban sus expresiones remotas.
Un ligero movimiento en la sombra, unos minutos después de
que el último de la comitiva desapareciera en la oscuridad del túnel,
hizo que los dos Guardianes más alejados de la puerta volviesen sor-
prendidos la cabeza. Ambas lunas se elevaban ahora, iluminando la
titánica escalera que descendía por la falda de la montaña, y en el
primer escalón percibieron una presencia alarmante. Sus compañeros
sintieron la perturbación psíquica un instante más tarde, pero antes de
que cualquiera de los Guardianes pudiese reaccionar o desafiar al
intruso, el aire tembló delante de ellos como agitado por una mano
invisible, y una figura, recortada por la luz de la luna sobre el telón de
fondo de la escalera, se plantó ante ellos.
Los Guardianes se movieron al unísono para cerrarle el paso,
conservando todavía su perfecta formación.
—Los que no tienen autorización no pueden poner pie en la Isla.
El tono del que habló era seco, pero había una pizca de turbación
en su voz. El intruso rió por lo bajo y algo brilló súbitamente en su
mano izquierda.
—Uno que no está autorizado lo ha hecho ya. Apártense los
Guardianes.
Tocar sus mentes era un juego de niños, una burla del prestigio
en que eran mantenidos. Siglos de aislamiento, sin disturbios en su
fortaleza, hicieron que los Guardianes sobreestimasen su invulnerabi-
lidad; las dotes ocultas que habían poseído antaño pero nunca neces i-
taron se atrofiaron al crecer su confianza, y para una mente como la de
Tarod no representaban el menor obstáculo.
—Los Guardianes se apartarán a un lado.
Esta vez las palabras fueron una orden sibilina y las figuras vesti-
das de blanco retrocedieron al dar el intruso un paso adelante y des-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

pués otro. Miró sucesivamente aquellos rostros pálidos y, poco a poco,


como niños hipnotizados, volvieron los Guardianes a su anterior posi-
ción, formando de nuevo la doble guardia de honor sin saber por qué.
El desconocido esperó hasta que la formación estuvo completa. Des-
pués pasó tranquilamente entre ellos y se adentró en el enorme peñas-
co en dirección al cráter.

Las palabras iniciales del ritual fueron, para Cyllan, como una
sentencia de muerte. No quería escuchar, pero un terrible fatalismo
hacía que se concentrase en la figura envuelta en dorados ropajes del
Sumo Iniciado, que pronunciaba una solemne plegaria a los dioses,
mientras, detrás de él, la Matriarca y el Alto Margrave se arrodillaban,
reverentes, ante el Santuario del Cofre. Su última esperanza se había
extinguido, y lamentó amargamente no haberse arrojado al vacío al
llegar a lo alto de la escalera o, tal vez aún mejor, lanzarse al mar
desde la cubierta de la Barca Blanca antes de que ésta llegase a su
fatídico destino. Ahora era ya demasiado tarde. Debía vivir esta pesa-
dilla y enfrentarse a su suerte lo mejor que pudiese. Tarod había fraca-
sado en su intento de encontrarla; no podía ponerse en contacto con él;
solamente podía rogar, y no a los Dioses Blancos, que de alguna ma-
nera sobreviviese él a la locura desatada en su contra.
A pesar del frío nocturno, predominaba en el cráter una atmósfera
sofocante, que se hacía más intensamente claustrofóbica a cada mo-
mento. Era como la tensión creciente que precede a las tormentas; la
impresión de que algo se acerca, acechando más allá del horizonte y
aproximándose, concentrando febrilmente su poder antes de que el
primer estampido de un trueno estalle para romper la calma asfixiante
y antinatural. Keridil habló, suplicando a Aeoris que le perdonase lo
que iba a hacer, acompañado por la salmodia de Fenar Alacar y de
Ilyaya Kimi, que unieron sus voces a la suya; pero sus palabras care-
cían de resonancia, absorbidas, o así lo parecía, por el aire denso,
antes de que pudiesen tomar forma.
Cyllan miró temerosamente a los otros testigos, que formaban un
semicírculo irregular a respetuosa distancia del triunvirato que oficia-
ba en el altar. El anciano erudito, Isyn, que estiraba la cabeza para oír
las frases rituales; dos Hermanas que, cubriéndose la cara con el velo,
murmuraban oraciones en voz baja, y en el lugar más apartado de ella,
la graciosa figura de Sashka, cuyos ojos ardían febrilmente, resplan-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

deciente el semblante de satisfacción y orgullo. En ella, pensó Cyllan,


estaba el colmo de la traición..., el corazón voluble y codicioso cuyo
egoísmo había provocado todo esto.
De pronto, se hizo un profundo silencio; Keridil había terminado
su oración. Fenar e Ilyaya levantaron la cabeza, y el Sumo Iniciado se
adelantó, de manera que la luz que irradiaba el sagrado cáliz cayó
sobre él, haciendo que su ropaje y su diadema de oro brillasen como el
fuego, proyectando un vivo halo alrededor de sus rubios cabellos.
Cyllan oyó que alguien (pensó que debía ser Sashka) jadeaba con
ansia mal disimulada, y entonces levantó Keridil ambas manos para
empezar la Exhortación al ser Supremo, las últimas palabras que pro-
nunciaría antes de levantar la tapa del cofre de oro. El Sumo Iniciado
echo la cabeza atrás para mirar al cielo.., y se detuvo, interrumpido su
movimiento como si una daga le hubiese atravesado el corazón. Todos
oyeron su brusca e involuntaria aspiración, y entonces se volvió, mi-
rando, más allá de los reunidos, hacia la grieta de la pared rocosa.
Cyllan comprendió que hubiese debido verlo antes de leer la con-
firmación en el semblante de Keridil. Allí, en la cornisa que dominaba
el fondo del cráter, una figura solitaria les estaba contemplando. Des-
calzo, vistiendo solamente camisa y pantalón negros, secados por el
viento los revueltos cabellos pegados en mechones por la sal, nada
tenía de la magnificencia de su enemigo, pero irradiaba un poder tran-
quilo y letal que hacía que el esplendor ceremonial de Keridil parecie-
se una ridícula parodia.
Entre un silencio de pasmo, el Sumo Iniciado dio un paso adelan-
te. Su mano derecha buscó instintivamente una espada que no llevaba,
pero fue el único que se movió mientras Tarod cruzaba la cornisa y
empezaba a bajar por el sendero.
Llegó al suelo del cráter y, por un largo momento, los dos adver-
sarios se miraron desde lejos, mientras mil emociones se pintaban en
el semb lante de Keridil. Después, Tarod se acercó despacio.
Cyllan sintió que los dos Iniciados que estaban a su lado la aga-
rraban súbita y dolorosamente de los brazos y que, al acercarse él,
tiraban rudamente de ella hacia atrás para apartarla. Tarod se detuvo.
Por un instante, sus ojos verdes brillaron iracundos; después volvió a
mirar al Sumo Iniciado.
—Di a tus Adeptos que tengan las manos quietas, Keridil. No
quiero hacer daño a nadie.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¿Cómo has podido...? —empezó a decir Keridil, pero se inte-


rru mpió.
Los cómo y porqué había podido Tarod engañar o eludir a los
Guardianes para llegar al cráter sin ser descubierto eran irrelevantes;
estaba aquí, y eso era lo único que importaba. Pero, aunque planeó
este momento, la manera en que Tarod llegó había trastornado la ma-
niobra de Keridil y le había pillado desprevenido. No sabía qué
hacer...
Advirtiendo el desconcierto de Keridil, Tarod se volvió y se diri-
gió al lugar donde estaba Cyllan, sujetada por los guardias; éstos, sin
una orden directa de Keridil, se sentían indecisos y temían al hombre
que estaba ante ellos. Tarod tomó las muñecas de Cyllan, ella sintió un
ligero cosquilleo y las cuerdas se soltaron y cayeron serpenteando al
suelo, antes de que él se llevase sus manos a los labios y besase los
dedos en un breve pero significativo ademán. Al levantar él de nuevo
la cabeza, Cyllan vio, por encima de su hombro, que Sashka les estaba
mirando fijamente. La expresión helada de su rostro lo confirmaba
todo: odio, celos ciegos, ira, la comprensión final de que había perdido
todo dominio sobre Tarod y la rotunda negativa a aceptar que tal cosa
pudiese ser verdad. Con su sencillo homenaje a Cyllan, Tarod le había
descargado un rudo golpe, y su orgullo no podía soportarlo. Al volver-
se Tarod hacia los otros, siguió mirándole, dispuesta al parecer a des-
pellejarle con las uñas, llevada de su furor; pero él miró a través de
ella como si no existiese y sus ojos se fijaron en Keridil.
—Ya no hay ningún motivo para las contiendas —dijo—. Y es
innecesario lo que el Cónclave ha resuelto hacer.
Keridil palideció.
—¿Cómo te atreves a decir que puedes impedirlo? Por los dioses
que te creí arrogante, ¡pero no hasta este punto! —Se había recobrado
de la primera impresión causada por la aparición de Tarod, y recupe-
raba su confianza—. Ahora no estamos en el Castillo. Este es el lugar
sagrado de Aeoris, la invulnerable fortaleza del Orden; no tienes aquí
ningún poder, ¡aunque te hayas dejado engañar por tus funestos amos!
Tarod sacudió la cabeza y sonrió débilmente. Parecía cansado,
pensó Cyllan; cansado, agotado y turbado.
—No me he dejado engañar, Keridil Toln —respondió—, y has
interpretado mal lo que quise decirte. No he venido a desafiarte.
Keridil entrecerró los ojos.
—¿Portas el anillo del Caos y esperas que te crea?

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Sí —dijo Tarod.


Miró otro momento al Sumo Iniciado, como tratando de calcular
si intervendría o no. Después sacó lentamente del dedo el anillo de
plata y, sosteniéndolo en la palma de la mano, se volvió hacia Fenar
Alacar, que le miraba fijamente y como hipnotizado. Era la primera
vez que el joven Alto Margrave veía al demonio del Caos, de quien
había oído tantas horripilantes historias, y cuando su mirada se encon-
tró con la de Tarod, palideció visiblemente.
Este dio dos pasos en su dirección y, entonces, para disgusto y
asombro de Fenar y de Keridil, se inclinó ceremoniosamente y con la
más exquisita cortesía.
—Alto Margrave, juro que te seré fiel y leal, y doy mi palabra de
que te serviré en nombre de Aeoris. —Hizo la Señal y se irguió, súbi-
tamente intensa la mirada—. He sido acusado de muchos delitos, Alto
Margrave, y en algunos casos fui culpable; en otros muchos, no. Por
encima de todo, nunca vacilé en mi fidelidad a nuestros dioses, los
Señores del Orden. No sirvo al Caos; renuncio a él y lo rechazo, como
hice desde el día de mi iniciación. Y entrego esta piedra como prueba
de mi buena fe.
Fenar Alacar, desorbitados los ojos, se echó atrás como si Tarod
tuviese un Warp en su mano. Tarod vaciló y cerró de nuevo los dedos
sobre la piedra.
—Sí, Señor; es una joya maligna, no lo niego. Pero, digan lo que
hayan dicho de mí, no quiero traer de nuevo el Caos a este mundo. He
visto ya la locura que el simple miedo al Caos ha provocado en todas
partes, y si la resolución del Cónclave es ejecutada y estalla un con-
flicto entre el Orden y el Caos, esta locura puede terminar en una
destrucción a gran escala. Ya se ha hecho bastante daño. Yo tengo la
manera de destruir esta piedra poniéndola en manos del propio Aeoris,
y pido que interrumpas este rito y me permitas cumplir mi promesa.
—¿Lo - cura? —La voz de Fenar recalcó la segunda sílaba, y su
rostro enrojeció, furioso—. Tú hablas de locura, pero la única que veo
es la que tú has ocasionado... ¡y sigues tratando de ocasionar con tus
mentiras! Si crees que unas pocas palabras bien escogidas pueden
apartarnos de nuestro justo y sagrado deber..., ¡te equivocas, demonio!
¡Te equivocas! —Se pasó la lengua por los labios y miró a sus com-
pañeros para que confirmasen lo que acababa de decir. La expresión
de Keridil era indescifrable, pero la Matriarca asintió con la cabeza
para animarle.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Llegas demasiado tarde para poner en práctica tus artimañas,


criatura del Caos —dijo Ilyaya Kimi a Tarod, con voz venenosa—. Tú
has sido la fuente de muchos males en este mundo, ¡pero no toleramos
más! Aeoris volverá, te destruirá y, cuando lo haga, descubriremos a
todos los que has apartado del camino recto, ¡y serán castigados! ¡No
quedará nadie de tu maldita raza para continuar tu trabajo!
Tarod tuvo una súbita y terrible visión interior del concepto que
tenía la Matriarca del juicio de los dioses.
—¿Cómo puedes decir que Aeoris castigará a su propio pueblo
cuando su único pecado ha sido el miedo? —preguntó—. ¡No ha co-
metido ningún delito!
Fenar, cuya confianza crecía por momentos, dijo desdeñosamen-
te: — ¡Ya!
Y los ojos de Ilyaya brillaron fríamente.
—Ha habido pecado —dijo, implacable—. Hemos visto su co-
rrupción en toda la Tierra, y hemos visto los laudables esfuerzos que
se han realizado para castigar a los culpables..., ¡pero esto no es bas-
tante! Debe ser totalmente expiado, y cuanto más grave es el pecado
cometido, mayor debe ser la expiación.
Tarod la miró, horrorizado, y recordó las tremendas injusticias
que había presenciado durante su viaje: los campos incendiados, los
animales sacrificados, las parodias de juicios que enviaban a inocentes
a la muerte. Y la Matriarca hablaba de laudables esfuerzos... Dijo, con
voz velada por la emoción:
—¡Es absurdo recurrir a semejante salvajismo! La piedra puede
ser simplemente destruida. ¿No ves que es lo más prudente? Si segui-
mos así, habrá derramamiento de sangre y una miseria inimaginable.
¡Puede ser evitado!
—Aeoris exigirá el pago —dijo obstinadamente Ilyaya—. Y no-
sotros, que somos sus elegidos, seremos los instrumentos de su justicia
y de su misericordia.
—¿Misericordia? —dijo Tarod, pálido el semblante.
—Sí, misericordia. —Pareció escupirle esta palabra—. Aquellos
que tengan el alma pura nada tienen que temer, pues, por mucho que
sufran en la prueba, nada les faltará.
Era un dogma ciego; la Matriarca no hacía más que repetir una
canción carente de sentido, y sin embargo, pensó Tarod, ninguna ra-
zón la sacaría de sus trece. En cuanto a Penar Alacar, tal vez podía
esperar algo mejor de un joven arrogante e inexperto que gustaba por

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

primera vez las delicias del poder; pero la negativa del Alto Margrave
a escuchar parecía frustrar las esperanzas de Tarod. Iba a pedirle por
última vez que considerase lo que tenía que decir, cuando otra voz
habló duramente detrás de él.
—¡Keridil! —El conocía demasiado bien aquel tono—. Miente y
trata de cegarnos, como ya han visto el Alto Margrave y la señora
Matriarca. Mátale ahora. Mándale a Aeoris, ¡y veamos en qué paran
sus protestas de fidelidad cuando se enfrente con el dios a quien dice
adorar!
Un impresionante silencio siguió al arrebato de Sashka, pero
cuando todos se volvieron a mirar, Tarod vio un destello de aproba-
ción en los ojos de Ilyaya Kimi. La muchacha miraba fijamente a
Tarod, irradiando aborrecimiento y rencor por todos sus poros, y antes
de que Keridil pudiese reaccionar, Ilyaya Kimi dijo:
—Tu consorte habla cuando no le corresponde, Keridil, pero tie -
ne razón en lo que dice.
—Sí, Keridil. —Fenar Alacar estaba resuelto a no ser una excep-
ción—. Tu dama está en lo cierto, y tú mismo nos has advertido mu-
chas veces de la duplicidad de ese demonio. Yo también digo: mátale.
Tarod miraba despectivamente a Sashka.
—Había esperado un mejor consejo de labios de la consorte del
Sumo Iniciado —dijo, casi cortésmente—. Y, al menos para mí, sus
motivos son lamentablemente claros. —Hizo una burlona reverencia a
la joven—. Lamento, Sashka, haberte defraudado al no estrujarme las
manos con angustia cuando me rechazaste.
Sashka apretó furiosamente los labios y sus mejillas enrojecieron;
Tarod vio la rápida y afligida mirada que le dirigió Keridil y se dio
cuenta de hasta qué punto había logrado Sashka cegar a su nuevo
amante sobre su verdadera naturaleza. Pareció que el Sumo Iniciado
iba a soltar un exabrupto, pero Tarod se le adelantó.
—Está bien. Mátame ahora, Keridil... o inténtalo. Pero hay una
alternativa, si lo que he dicho no puede conmoverte.
Keridil le miró fijamente.
—No me conmueve. Y cualquier alternativa que puedas sugerir
será en vano.
— ¿Aunque pidiese que se me permitiera exponer mi caso al
propio Aeoris?
El ligero fruncimiento que apareció en el rostro del Sumo Inicia -
do reanimó la última esperanza que quedaba. La insensatez podía

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

prevalecer entre sus semejantes, pero Keridil nunca se había dejado


influir por el puro dogmatismo, y pudo ver que el ofrecimiento de su
adversario no daba lugar a engaños. Pero antes de que pudiese hablar,
la Matriarca silbó y dijo:
—El demonio tiene lengua de plata. Te aconsejo que no le hagas
caso, Keridil. Debe morir. Con esto está dicho todo.
Sashka sonrió y Fenar Alacar asintió vigorosamente con la cabe-
za.
—Mátale.
Keridil miró a la joven de cabellos castaños que estaba a su lado
y vio en sus ojos una luz maligna que contenía un claro mensaje.
—Merece más que la muerte —dijo ella—. Pero la muerte es un
principio.
Y Keridil, aunque deseaba de todo corazón permanecer en la ig-
norancia, empezó a comprender...
Tarod les observaba a todos, paseando de uno a otro su mirada
inquieta. Tenía que ejercer un gran dominio sobre sí mismo para guar-
dar silencio pero sabía que, si hablaba ahora, podía echar a perder su
última y arriesgada oportunidad. El odio que sentía Keridil por él era
intenso, pero la razón luchaba por encontrar un punto de apoyo contra
los prejuicios del Sumo Iniciado. Y Tarod apostaba por la renuencia
del que fuese su amigo a ser forzado a tomar una decisión que sería
irrevocable.
Animada por el silencio de Keridil, Sashka dijo súbitamente:
—Amor mío, si...
Pero no siguió adelante, porque, para desconcierto suyo, Keridil
la miró rápidamente, con ojos recelosos y enojados.
—No —dijo, y levantó amb as manos para detener las protestas
de sus compañeros—. No. Si Tarod quiere apelar al árbitro supremo,
no denegaré su petición. —Les miró sucesivamente, con ojos fríos y
desafiadores—. No tengo autoridad para denegarla. ¿Qué poder tem-
poral puede negar a un hombre... —y se humedeció los labios con la
lengua—, a cualquier hombre, sea cual fuere su naturaleza, el derecho
a apelar directamente a los dioses que nos gobiernan a todos? —
Dirigió a Tarod una mirada recelosa y afligida—. Irónicamente, pare-
ce que tú y yo estamos de acuerdo al menos en una cosa: que es mejor
evitar los sufrimientos inútiles. Acepto tu petición.
—Keridil... —silbó Sashka.
Y la Matriarca enrojeció de rabia impotente.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¡No sabes lo que dices, Keridil! Ese demonio te ha engañado


antes de ahora y veo claramente que va a engañarte de nuevo. No
puedes hacer eso. ¡Lo prohíbo!
El Sumo Iniciado se volvió hacia ella. Algo se convirtió en ceni-
zas dentro de él, y su amargura, que todavía no empezaba a compren-
der, trajo consigo la cólera y un sentimiento de injusticia personal.
—No puedes prohibirlo, señora. —Su tono era frío, triste—. Es
decir, a menos que quieras acercarte a la lámpara votiva y levantar con
tus manos la tapa del cofre... ¿O querrás hacerlo tú, Alto Margrave...?
No; ya me lo imaginaba. Esta responsabilidad es solamente mía, y si
tengo que aceptarla, como la acepto, no admito interferencias. —
Sonrió débilmente, pero sin humor—. Además, creer que cualquier
engaño que intentase Tarod podría prevalecer sobre el poder de Aeoris
sería una blasfemia.
Ilyaya se quedó boquiabierta y el Alto Margrave palideció. Sash-
ka se acercó a Keridil y alargó una mano como para tocarle el brazo,
pero se contuvo. Keridil se enfrentó a Tarod una vez más.
—Te doy esta única oportunidad, Tarod. No por ti, sino porque
he visto lo que ocurre en la Tierra y quiero que termine. Espero... —
Vaciló y sacudió la cabeza —. No importa. Adelante.
Había estado a punto de decir: Espero que Aeoris te haga pagar
tres veces el mal que has hecho, pero las palabras parecieron de pron-
to vacías, carentes de significado, y Keridil ya no estuvo seguro de su
validez. No era el momento de examinar sus motivaciones subcons-
cientes; lo único que sabía era que un objetivo que le parecía brillante
se había empañado y que, en el fondo, esto se debía a la duda. En los
ojos de Sashka, al mirar a Tarod, había una mezcla de odio y de deseo
que confirmaba las más recónditas sospechas del Sumo Iniciado; y la
determinación de sus semejantes de vengarse a cualquier precio y sin
pensar en las consecuencias... Aprendió mucho durante el largo viaje
hacia el sur, cruzando pueblos desolados, ciudades aterrorizadas y
cultivos arruinados, y la lección más dura era la falibilidad del criterio
humano y del suyo propio. Si no era demasiado tarde para restablecer
el equilibrio, la historia le atribuiría al menos este mérito.
Dijo:
—Os pido silencio a todos, si alguien no está todavía preparado,
en su mente y en su corazón, para lo que se avecina, le exhorto a que
se prepare ahora.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Nadie dijo nada. Los dos Iniciados habían soltado a Cyllan, pero
ésta no se movió. Tarod permaneció inmóvil, con el anillo de plata y
su piedra letal brillando sobre las palmas de sus manos juntas, y Keri-
dil volvió la espalda a la asamblea y caminó, con la lenta deliberación
del que duda de sus propias fuerzas, en dirección al altar votivo en el
centro del gran cráter. La luz del cáliz que ardía eternamente se de-
rramó sobre él y a su alrededor proyectando una sombra grotesca.
Durante dos o tres minutos, permaneció Keridil con la cabeza inclina-
da. La llegada de Tarod interrumpió la Exhortación al Ser Supremo,
último rito que, según la tradición, debía cumplir antes de tocar el
cofre. Keridil había aprendido de memoria las palabras ceremoniales,
las largas y complicadas frases... y de pronto pensó:
¡Al diablo con la tradición! Brevemente y en silencio, sus labios
formaron las palabras de una oración muy íntima. Después extendió
ambas manos y apoyó los dedos sobre el resplandeciente cofre.
Estaba frío y al mismo tiempo caliente; una sensación que su tac-
to no podía asimilar y que desafiaba toda descripción. Ninguna mano
humana lo había tocado desde el día en que el propio Aeoris lo había
puesto bajo la custodia del primer Sumo Iniciado.
Apretó los dedos sobre la superficie de oro y levantó la tapa.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capítulo decimotercero

En lo alto, en el círculo de cielo visible, se apagaron las estrellas.


Las imponentes paredes del cráter del volcán perdieron su color y
su aspecto, pasando del castaño de sangre largo tiempo seca al gris y a
una total ausencia de matiz, como si algo las privase de sus pigmentos,
de su solidez, de su propia existencia. Las figuras agrupadas alrededor
del altar parecieron perder su realidad, convirtiéndose en fantásticas
imágenes bidimensionales sin la menor apariencia de vida. Solamente
Keridil, ahora envuelto en un halo brillante, era real; Keridil y la ce-
gadora radiación que había empezado a brotar del cofre abierto, una
luz que lo eclipsaba todo a su paso, cobrando fuerza, intensidad, y
tomando lentamente forma.
Un sonido como de alas gigantescas al cerrarse, un ruido más allá
del trueno, más allá de cuanto podía concebir la imaginación, retumbó
en los oídos de los hipnotizados observadores, y después se oyeron
unas pisadas lentas que resonaron terriblemente acompasadas, como si
un monstruoso caballo sobrenatural trajese hacia ellos un jinete inno-
minable, galopando entre dimensiones y amenazando con irrumpir en
un mundo demasiado pequeño para él. Las dos Hermanas que habían
acompañado a Ilyaya Kimi cayeron de rodillas sobre el polvo del
cráter; una de ellas gritó, pero su voz no fue más que un débil gemido
en aquel enorme estruendo.
La brillante luz que salía del cofre se intensificó, latió, se intensi-
ficó de nuevo hasta que nadie pudo soportar mirarla; nadie, salvo
Tarod. Incluso el Sumo Iniciado retrocedió ante aquella radiación,
como si amenazase con quemarle los ojos en las cuencas, y levantó las
manos para protegerse, mientras, detrás de él, sus compañeros se vol-
vían y se cubrían la cara. Solamente Tarod permaneció inmóvil, con
templando fijamente el brillo increíble que se extendía sobre el cofre.
Y solamente Tarod pudo dar pleno testimonio de la manifestación
cuando ésta se produjo.
El imponente ruido cesó de pronto. Durante un momento resonó
en el cráter; después se extinguió y reinó un silencio impresionante,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

roto solamente por una última e increíblemente pura nota que también
acabó desvaneciéndose. La luz blanca seguía ardiendo, pero sus bor-
des adquirían el color del oro y, en su centro, se estaba formando una
cara, soberbia, sabia, bella. Entonces, la esfera de radiación pareció
elevarse sobre la piedra del altar; hubo un instante de absoluto silen-
cio.
Un solo rayo blanco brotó del núcleo de aquella luz en silenciosa
gloria y la gran piedra se partió por la mitad. Durante un momento,
incluso Tarod quedó cegado; después se aclaró su visión y pudo ver la
piedra una vez más.
El cofre y el cáliz votivo habían desaparecido. El altar estaba par-
tido en dos mitades perfectas... y ante él se hallaba Aeoris.
El más grande de los Señores del Orden había querido tomar la
forma de un alto y apuesto guerrero. Sus vestiduras eran sencillas: un
jubón y unos pantalones blancos y, sobre ellos, una ligera capa tam-
bién blanca que le llegaba casi hasta los pies. Una simple diadema de
oro ceñía los largos y blancos cabellos que enmarcaban una cara enér-
gica, impasible, severa. Habría parecido humano de no haber sido por
los ojos. Estos no tenían pupila ni iris, sino que las profundas cuencas
estaban llenas de una luz pulsátil y dorada.
Keridil hincó una rodilla, inclinando la cabeza casi hasta el suelo
en la actitud elemental de obediencia. Tarod vio que todos los que se
hallaban a su alrededor seguían su ejemplo; incluso Cyllan, aturdida y
pasmada como estaba por la implacable aura que irradiaba, tanto física
como astralmente, la figura del Señor Blanco, cayó de rodillas, teme-
rosa y temblando, sobre el polvo del cráter. También Tarod hubiese
debido arrodillarse (éste era el dios a quien había venerado durante
toda su vida, el ser sobrenatural, el juez supremo de todos, en y más
allá del mundo), pero no podía hacerlo. Por mucho que lo exigiese su
razón y su deber, no podía realizar aquella acción... y no sabía por
qué. En vez de esto, permaneció solo e inmóvil de cara a Aeoris.
El Señor Blanco avanzó hasta que la luz que brillaba a su alrede-
dor envolvió también la figura inclinada del Sumo Iniciado. Alargó un
brazo y su mano derecha se apoyó en la frente de Keridil. Tarod vio el
estremecimiento que sacudía a Keridil y oyó sus palabras en voz baja:
—Mi Señor Aeoris...
—Me has llamado, Sumo Iniciado, y aquí estoy.
Aeoris levantó la cabeza y observó la escena. La terrible e indefi-
nible mirada que parecía ciega y, sin embargo, veía mucho más allá de

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

las dimensiones físicas, se posó un momento en la cara de Tarod y,


después, en el anillo que éste tenía en la mano. Su aura apagó el débil
brillo de la piedra del Caos, pero Tarod sintió que la gema latía cálida
contra su palma.
Keridil habló de nuevo, esta vez más claramente, y había verda-
dero miedo en su voz.
—Mi Señor Aeoris, te pido perdón si he pecado o mostrado prisa
o imprudencia en mi juicio. Creo, todos creemos, que solamente tu
justicia y tu misericordia pueden salvar a nuestra tierra de la negra
amenaza del Caos. —Haciendo acopio de valor, se atrevió a levantar
la mirada—. Hicimos todo lo que pudimos, y fracasamos.
Aeoris estaba todavía mirando la gema. Sus ojos eran fríos, re-
motos; tenía los labios apretados en una dura línea.
—No hiciste mal en llamarme —dijo—. Sé que el mal anda suel-
to una vez más en este mundo, y debe ser eliminado.—Los ojos de oro
centellearon—. Y veo delante de mí la quintaesencia de este mal.
Tarod respiró hondo. Tenía seca la garganta y le costaba hablar;
pero se obligó a romper el silencio.
—Mi Señor, tienes ante ti a un fiel y leal adorador del Orden que
fue tu don más grande a este mundo. Acudo humildemente ante ti para
poner esta piedra del Caos en tus manos, de manera que nunca pueda
volver a ensuciar o amenazar nuestra tierra.
Sintió un amargo regusto en su boca. ¿Habían sonado a falsas sus
palabras? Seguramente no podía ser; éste era el objetivo por el que
había luchado desde el día en que comprendió la naturaleza de la pie-
dra del Caos...
—¿Un fiel adorador que no se arrodilla ante su dios?
La voz de Aeoris era dura, cortante, irritada, casi con un matiz de
malhumor.
—Me presento ante ti como soy, mi Señor, para que puedas ver-
me mejor. No una cosa del Caos, sino un verdadero seguidor de Aeo-
ris.
—Sí, así te veo mejor. —El dios no sonrió, no cedió en su rigi-
dez—. Veo el gusano de la corrupción, el violador de mis leyes, una
amenaza a mi gobierno. No hay lugar en el mundo, ni en la otra vida,
para un ser semejante. Has pecado. ¡Y no habrá misericordia para
aquellos que pecan contra mí y contra mi Orden!
Cyllan levantó vivamente la cabeza, pálido el semblante, y gritó:

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—¡No! ¡Tarod no es malo! Señor Aeoris, te suplico que le otor-


gues...
— ¡Silencio!—La palabra produjo el impacto de un viento gélido
y Cyllan retrocedió aterrorizada. La mirada del Dios Blanco se fijó en
ella con desprecio—. No escucharé las súplicas de los perversos. Pe-
casteis contra mi ley y no habrá perdón. Estáis condenados.
—Mi Señor, ¡te suplico por misericordia que me escuches! —
Tarod dio un paso al frente y los ojos vacíos del dios se volvieron a
él—. No pido nada para mí; aunque podría tratar de limpiar la mancha
de mi naturaleza, no puedo negar lo que soy. Pero te ruego que te
muestres clemente con Cyllan. Su único delito ha sido caer bajo mi
influencia.
Aeoris le interrumpió:
—Eso es ya un delito. La muchacha pecó y el pecado será casti-
gado. Mi palabra es ley: la declaro culpable y será aniquilada.
Tarod contrajo los músculos de la mandíbula.
—¿No hay lugar para la misericordia en tu gobierno, mi Señor?
— ¿TE atreves a interrogarme? —tronó Aeoris —. Yo soy el Or-
den, ¡y el Orden es supremo! He dictado las leyes de este mundo, ¡y
los que las vulneren conocerán mi cólera! —Bajó la voz, pero su tono
fue todavía más amenazador—. Muchos se han desviado del camino.
Tendrán que rendir cuentas, y los pecadores sabrán lo que es temer a
su Señor y sufrir su venganza. —Empezó a avanzar lentamente hacia
Tarod y las acurrucadas figuras que le rodeaban retrocedieron temero
sas —. La misericordia del Orden es la justicia, y es justo castigar a los
que han delinquido. ¡Eso es todo!
Tarod sintió como si una capa de hielo se estuviese formando al-
rededor de su corazón, endureciéndose y apretándolo. ¿Dónde estaban
la clemencia, la templanza, la mano tendida de la bondad que le ha-
bían enseñado a esperar del más grande de los dioses? En vez de esto,
se enfrentaba a un implacable y cruel vengador; el que no cumpliese al
pie de la letra las leyes de Aeoris sería destruido por éste; y no podía
haber compromiso.
El Señor Blanco se había detenido a pocos pasos de Tarod y aho-
ra extendió la mano derecha con ademán autoritario.
—Tomaré esta joya maligna —dijo friamente—. La destruiré.
Cuando haya sido destruida, el poder de los que tratan de oponerse al
Orden quedará anulado y nuestro gobierno volverá a ser absoluto. Tú
y tu amante aceptaréis la aniquilación total como justo castigo, y en-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

tonces mis hermanos y yo podremos empezar la obra de retribución y


la restauración de la justicia en toda la Tierra.
Retribución y restauración de la justicia... Los dedos de Tarod se
cerraron convulsivamente sobre el anillo de plata. No había justicia en
el plan de Aeoris... Atormentaría a todos los que se hubiesen apartado
de su recto camino, sin que le importasen los sufrimientos y las cala-
midades que infligiría. Después de esta horrible revelación, Tarod
recordó vivamente su propia analogía sobre los insectos pisoteados
por los guerreros; pero esto era peor, pues la crueldad sería calculada y
deliberada. Si era ésta la justicia del Orden, pensó amarga y furiosa-
mente Tarod, no quería saber nada de él.
Podríamos desafiar su dominio... La idea brotó espontáneamente
en su cerebro, y la piedra del Caos latió de nuevo en sus manos.
Apartó el concepto de su mente, diciéndose que era demasiado
tarde. Si había llegado hasta tan lejos, no podía ahora volver atrás.
Tenía que haber una manera de quebrantar la rigidez del Señor Blan-
co, de apelar a su misericordia.
Miró de nuevo a Aeoris, que continuaba con la mano extendida
para tomar el anillo, y su esperanza se desvaneció. El dios nunca cede-
ría, nunca perdonaría. Aplastaría los últimos vestigios del Caos en el
mundo y, entonces, nada podría levantarse contra él o reducir su in-
fluencia. El reino del Orden sería absoluto, y crearía un terrible des-
equilibrio que empujaría al mundo, no por un brillante camino de paz
y de armonía, sino por la oscura, triste e inevitable senda de la entro-
pía y de la muerte.
Recordó, aunque había estado luchando por mantener a raya la
memoria, el Sueño-encuentro con Yandros mientras dormía en la
posada de Shu-Nhadek. Has visto injusticias, fanatismo, persecucio-
nes, asesinatos, todo perpetrado en nombre del Orden, había dicho
Yandros. Ahora, con la fría mirada del Señor Blanco echando chispas
delante de él, Tarod no podía negar la verdad de aquellas palabras.
Ponte a merced de Aeoris, había dicho Yandros, y donde eran siete,
serán seis. Desequilibrio... La comprensión de este concepto sacudió
de raíz su conciencia y le horrorizó. El Caos desencadenado era la
insensatez suprema; pero, en el otro extremo del espectro, ¿no amena-
zaba ser lo mismo el Orden sin control? Como hombre, Tarod había
adorado a Aeoris, amado este mundo, creído que el Orden tenía que
ser supremo. Pero ahora ya no podía pensar como hombre. Había más,
mucho más: una experiencia y una sabiduría inhumanas que le adver-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

tían las consecuencias de dejar que la balanza se desequilibrase irre-


mediablemente. El día debe ser contrarrestado por la noche; el calor,
por el frío, el amor por el odio.., y los Siete deben ser contrarrestados
por los Siete.
Tus caminos predilectos están volviendo al árido polvo del que
nacieron. Era como si Yandros estuviese a su lado y le hablase en voz
alta, y aunque había oído hacía tiempo estas palabras y las había re-
chazado, Tarod las recordaba ahora con terrible claridad. Sin el Caos,
no puede haber verdadero Orden...
La cosa había ido demasiado lejos. Tenía que haber un equilibrio,
pues sin una fuerza que amortiguase la otra, el mundo se derrumbaría
al fin en una destrucción total. Yandros tenía razón.
—Estoy esperando.
La voz de Aeoris interrumpió sus desordenados pensamientos y
Tarod sintió una involuntaria oleada de odio y desprecio por el Señor
Blanco. La refrenó y se pasó la lengua por los secos labios.
—¿Por qué vacilas, gusano de corrupción? —La voz del dios era
desafiadoramente burlona—. ¿Temes, al fin, el castigo que te mere-
ces? ¡Bien que puedes temerlo!
Tarod sintió que Cyllan se agitaba temerosa a su lado. Alargó un
brazo, le asió la mano y se sintió desgarrado por un terrible dolor.
Había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Pero el sacrificio
que estaba a punto de hacer era más grande de lo que jamás había
soñado; pues les separaría con más seguridad de lo que podía hacer la
propia muerte. El la perdería para siempre..., pero los dos seguirían
viviendo con el eterno conocimiento de aquella pérdida.
La miró y supo que tenía que ser. Por el mundo que amaba, por la
vida misma.
—Dame la joya, demonio del Caos.
La cara de Aeoris se estaba nublando con la cólera del que se
siente frustrado.
Tarod le miró. Aflojó los dedos, de manera que brilló el anillo
con su clara gema, luchando contra el brillo del aura del Señor Blanco.
Entonces, sonrió despacio y fríamente, y dijo con suave malevolencia:
—Creo que no lo haré.
— ¿Qué es esto? —tronó la voz de Aeoris.
Tarod rió por lo bajo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Te has cegado, Aeoris del Orden. Has reinado durante tanto
tiempo que te has olvidado de lo que es una oposición. ¡Creo que ha
llegado el momento de que aprendas la lección!
En la periferia de su visión, vio que Keridil se ponía en pie. La
cara del Sumo Iniciado era la viva imagen del terror, al decirle su
intuición lo que estaba a punto de ocurrir; más allá, la Matriarca y el
Alto Margrave miraban sin comprender. Tarod levantó la mano iz-
quierda que sostenía el anillo; aplicó la piedra sobre su corazón y vio
que la confianza arrogante de Aeoris era sustituida por el asombro... y
entonces se encendieron dentro de él las primeras llamas del poder.
Conocía la puerta y sabía lo que había detrás de ella. A lo largo
de todos los años en este mundo, había atrancado aquella puerta, de-
jando fuera el conocimiento y los recuerdos a los que conducía ce-
rrando las fuerzas titánicas, sin nombre, sin edad, aunque gritaban
pidiendo su liberación. Pero, no más. Tarod sintió, en su mente, en su
alma, que se levantaba la tranca. El no era humano, nunca lo había
sido, y había llegado la hora de arrojar la máscara de humanidad que
había llevado demasiado tiempo...

Un grito que podría ser la última protesta de un ser falible, mo r-


tal, brotó de su garganta al abrirse de golpe la puerta que le había
separado de su herencia, y el poder estalló en su interior, como había
entrado antaño en erupción el volcán donde se hallaban. Un viento
aullador y gemebundo sopló sobre el cráter, el suelo rocoso se estreme
ció y saltó, lanzando despatarrada a la horrorizada compañía en un
revoltijo de miembros, y una luz tan negra como era blanca el aura de
Aeoris emanó de la alta y lúgubre figura de Tarod. Ya no era un ser
humano; la salvaje melena agitada por el viento azotaba una cara
blanca en la que cada hueso parecía afilado como una navaja, y los
ojos ardían en sus oscuras cuencas como llamas esmeralda, ilumina-
dos por una alegría loca, infernal. Negros zarcillos humeaban alrede-
dor de su cuerpo, formando una terrible capa que le envolvía todo
salvo una mano esquelética, y sus labios se contrajeron en una sonrisa
gemela a la de Yandros, esencia del Caos encarnado.
En alguna parte, a un mundo de distancia, Ilyaya Kimi empezó a
gemir, a una escala aguda y doliente, subiendo y bajando. Fenar Ala-
car, presa de náuseas de ciego terror, se acurrucó a su lado. Otros se
taparon los oídos y se cubrieron las caras. Cyllan, que fue arrojada a
un lado por la fuerza monstruosa emanada de Tarod, sólo podía mirar,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

como un animal atrapado e hipnotizado, a aquel hombre, a aquel ser al


que había amado, al amenazar la comprensión con destruirle la mente.
Se enfrentó con Yandros, pero Yandros sólo podía manifestar una
fracción de su verdadero ser. Lo que presenciaba ahora era el Caos en
su totalidad triunfal, y el Caos tenía una belleza y una perfección ma-
lignas que 1e provocaban orgullo, gozo, desesperación y un furioso
deseo debatiéndose en su mente.
Amainó el viento y se hizo un silencio espantoso. Pero duró sólo
un momento, hasta que un grave y furioso latido, casi en el límite del
discernimiento de los mortales, empezó a sonar debajo de las rocas del
cráter, en el corazón de la montaña. El anillo empezó a vibrar al mis-
mo ritmo en la mano izquierda de Tarod, cobrando fuerza a cada pul-
sación, y la luz de la piedra empezó a desafiar al aura del Señor Blan-
co. Y poco a poco, gradualmente, el anillo fue cambiando. La intrin-
cada base de plata desapareció, dejando solamente la piedra-alma,
flotando sin soporte sobre el corazón de Tarod. Y entonces también la
piedra perdió su solidez y pareció confundirse con los zarcillos
humeantes que envolvían la figura de Tarod. Punzantes puntos de luz
irradiaron de ella al compás de los inexorables latidos y, de pronto, la
joya dejó de existir y, en su lugar, palpitando como un corazón mons-
truoso, apareció una estrella de siete puntas..., el emblema del Caos.
Tarod levantó la cabeza y señaló el cuerpo reluciente de Aeoris,
plantado ante él. Cuando habló, su voz era un murmullo cambiante y
sibilante que extraía su propia esencia de dimensiones incomprensi-
bles.
—¿Me conoces, Aeoris del Orden?
Los ojos de Aeoris pasaron del oro fundido al fuego blanco, pe-
netrando el aura negra de Tarod.
—Te conozco, Caos. ¡Y te destruiré!
—Si puedes, Señor Blanco. ¡Si puedes!
Aeoris levantó una mano, y un solo rayo cayó en el suelo del crá-
ter a los pies de Tarod, partiendo la roca y fundiéndola en una forma
nueva y torturada. El Dios Blanco sonrió.
—¿Si puedo? —Su voz era burlona—. Alardeas mucho, criatura
del Caos, ¡si presumes de desafiarme! Soy el Señor de la Vida y de la
Muerte. Yo y mis hermanos somos los ÚNICOS dueños de las fuerzas
que rigen este mundo. —Su tono se hizo más duro—. ¿Te atreves a
desafiar al reino de la Vida y de la Muerte, el régimen de los Señores
del Tiempo y el Espacio, de la Tierra y el Aire, del Fuego y el Agua?

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Mientras hablaba Aeoris, nombrando los atributos de los siete


Dioses Blancos, seis columnas iridiscentes se alzaron a su espalda en
perfecta simetría. Se volvieron, giraron, despidiendo destellos sus
facetas; después se concretaron en seis figuras humanas sorprenden-
temente bellas, de cabellos blancos y ojos de oro, llevando cada cual
una pesada espada, y todos parecían hermanos gemelos de Aeoris. Los
Señores del Orden, al unísono, sonrieron compasivamente a su adver-
sario y levantaron las espadas, con suave y amplio movimiento, para
reflejar sus propias auras en un solo y deslumbrante centelleo de pura
luz.
Tarod levantó la cara al mellado círculo de cielo, y la estrella de
siete puntas latió de nuevo en su corazón.
En lo alto, en el negro vacío, nació un punto luminoso de la total
oscuridad: un ojo único, blanco y centelleante, en el centro del firma-
mento. Y también él empezó a latir con el mismo ritmo primordial,
hasta que las dos frías estrellas vibraron con una sola y terrible armo-
nía.
Mucho tiempo atrás, parecía ahora, y muy lejos, en el Salón de
Mármol del subterráneo del Castillo de la Península de la Estrella,
Tarod había desterrado del mundo a Yandros. Sólo él había tenido
entonces poder para frustrar al Caos, y ahora era también el único que
lo tenía para revocar aquella decisión y romper la barrera que impedía
al Señor de las Tinieblas volver para desafiar a su antiguo enemigo.
Donde eran siete, serán seis... Las palabras de Yandros resonaron
de nuevo en la mente de Tarod, que esbozó una antigua, sabia y afec-
tuosa sonrisa. Había pasado el tiempo de las dudas. Se despojó de su
humanidad, dejó caer la máscara y reveló lo que había debajo; aceptó
la verdad de lo que era. Los Señores del Caos volverían a ser siete y,
después de los largos siglos de espera, reivindicarían su lugar en el
mundo.
Miró a Aeoris y a las seis resplandecientes figuras que le flan-
queaban, y habló suavemente pero con helado orgullo.
—Parece que has olvidado, mi Señor de la Vida y de la Muerte,
que tú y cada uno de tus hermanos tenéis uno que os hace sombra en
el reino del Caos. —Recorrió lentamente con la mirada las seis figuras
que acompañaban a Aeoris —. Me pregunto cuál de esos grandes prín-
cipes se hace llamar Señor del Tiempo. Me gustaría conocer a mi
gemelo blanco.
Los ojos de Aeoris centellearon ferozmente.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Te atreves a burlarte de los dioses que te otorgaron tu misera-


ble vida...
—¡Los dioses del Orden no me otorgaron nada! —le interrumpió
Tarod con voz cortante—. Hay otro Señor de la Vida y de la Muerte,
Aeoris; otro que viene ahora a desafiarte. Y es a él a quien debo fide-
lidad.
Levantó de nuevo la cabeza, mirando a través de la oscuridad la
amenazadora y pulsátil estrella blanca, allá en lo alto. Después sonrió
y pronunció suavemente una sola palabra. La palabra fue, al mismo
tiempo, una aceptación y una llamada, y rompió los hilos de la telara-
ña que había separado durante siglos a dos mundos.
— Yandros.
Durante un tiempo que ningún observador humano se habría
atrevido a calcular, reinó el silencio, el silencio sofocante y opresivo
que aflige a los elementos momentos antes de desencadenarse una
tormenta. Sonó una risa maléfica en el cráter, que rebotó en las pare-
des de roca y resonó insidiosamente en la concavidad. El espacio libre
al lado de Tarod pareció convertirse, momentáneamente, en un vacío
total; él volvió la cabeza... y la lúgubre figura de Yandros se irguió en
el lugar donde había estado el vacío.
El gran Señor del Caos tomó forma humana. Cabellos de oro,
largos y revueltos, caían sobre sus hombros; el color de sus ojos cam-
biaba una y otra vez, y sus facciones perfectas se endurecían y toma-
ban un aspecto preternatural bajo la temblorosa e irisada luz de su
propia aura.
Mi hermano del Tiempo. Has aprendido... y vuelves a estar ente-
ro. Una oleada de fraternidad, de alegría, de afecto, de conocimiento
compartido, acompañó al mudo pensamiento, y esta vez lo recibió
Tarod de buen grado y le invadió una sensación de triunfo. Sonrió con
exquisita comprensión.
—Estoy entero, Yandros. Y he vuelto al lugar que me correspon-
de por derecho.
Yandros miró al rígido e inmóvil Aeoris y se pasó la punta de la
lengua por los labios como un animal de rapiña contemplando su
presa.
—Y tú... Yo te saludo, viejo amigo —dijo suavemente—. Hacía
mucho tiempo que no nos veíamos.
Aeoris frunció fieramente el entrecejo.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Y pasará mucho más hasta que volvamos a vernos, demonio,


porque te enviaré a un lugar del que nunca volverás!
Yandros sonrió.
—Tal vez. Pero si quieres ajustarme las cuentas, Aeoris, tienes
que contar también con mis hermanos.—Levantó una mano con tran-
quilo ademán—. Con el Caos está el Fuego.
Un ruido como de una pesada puerta al cerrarse destruyó el ritmo
profundo que seguía latiendo bajo tierra. Otro personaje apareció a la
izquierda de Yandros; viva imagen del orgullo, del desdén, de un
veneno increíble. Yandros sonrió de nuevo.
—Con el Caos está el Agua.
Esta vez, un silbido como un estertor de moribundo. El cuarto
Señor de las Tinieblas surgió delante de la pared más lejana del cráter.
Sus cabellos eran de color de la hierba podrida, y sus ojos, de loco; no
hizo ningún movimiento.
—Con el Caos está el Aire.
El suelo de roca se, movió de nuevo. Algo salió de una fisura que
momentos antes no existía; un personaje de cabellos blancos y cara de
ave de rapiña.
—Con el Caos está la Tierra.
Otro ser, sorprendentemente parecido a Yandros; su tranquila y
apacible sonrisa no engañó a nadie.
—Con el Caos está el Espacio.
El séptimo... Un ruido sordo, como el redoble de un tambor, apa-
gó todos los otros sonidos durante un instante, y cuando Tarod volvió
la cabeza, vio, sobre una cornisa delante de la boca del túnel del crá-
ter, una sombra más negra que cualquier negrura, recortándose sobre
la roca.
Yandros juntó las manos, cruzando los dedos, y los contempló.
—La Vida y la Muerte —dijo—. El Fuego y el Agua y el Aire y
la Tierra y el Espacio. —Miró oblicuamente a Tarod—. Y el Tiempo.
—Después volvió de nuevo la mirada a su adversario, una mirada
llena de veneno—. Desafíanos, viejo amigo... ¡o vete al infierno!
Mientras tomaban forma los Señores del Caos, igualándose a sus
colegas y enemigos, Aeoris había permanecido inmóvil, contemplan-
do la roca veteada bajo sus pies. Pero al oír el reto de Yandros, levantó
la cabeza y sus ojos brillaron con una fuerza capaz de destruir soles.
—Te compadezco —dijo reflexivamente—. Compadezco tu or-
gullo y tu arrogancia que te obligan a levantarte contra el poder legí-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

timo del Orden. ¿No aceptarás ahora la supremacía de mi reino y me


prestarás acatamiento? Si lo hicieses, podría mostrarme compasivo
con esos pobres y desgraciados mortales que se dejaron engañar por
tus falsas promesas.
Yandros se echó a reír, y su risa cayó como veneno, fundiendo la
roca sobre la que se hallaba.
—El Orden no cambia, el Orden no puede cambiar. Hermanos
míos, nuestro antiguo adversario se alza ante nosotros y quiere que
entremos en razón. ¿Qué sabe el Caos de la razón?
Las carcajadas sacudieron el cráter; un gran pedazo de piedra se
desprendió de lo alto del cono y se hizo añicos contra la espalda de
Yandros. Este miró los trozos, y se desintegraron y convirtieron en
polvo. Después sonrió a Tarod.
—Es la hora —dijo.

Cyllan no sabía si alguien más conservaba aún el conocimiento.


Había observado la aparición de los seis Señores del Caos con un
espanto que la preparó para las más fuertes impresiones; después de
aquella experiencia, nada podía ya aterrorizarla. Pero oyó retumbar un
trueno a lo lejos, heraldo de una tormenta que se acercaba a la isla y,
después, un fino y agudo alarido que le heló la sangre.
Un Warp..., la manifestación del Caos... Sintió el amargor de la
bilis en su garganta, y la reprimió. Por encima del lejano aullido del
Warp, se elevaba otro sonido, chocando con la voz de la tormenta y
contrarrestándola. Una sola nota, pura y penetrante, vibrando con una
armonía increíble: los Señores del Orden hacían uso de todo su poder
para responder al desafío del Caos. Sintió que la tierra se estremecía
debajo de sus pies con el estallido de unas fuerzas a las que apenas
podía contener. Y en medio de la bélica cacofonía, oyó una voz argen-
tina, espantosa en su malignidad, que gritaba dominando aquel es-
truendo:

¡LES DESTRUIREMOS!

Su forma era una estrella y sus dimensiones abarcaban un univer-


so. Gritando con la fuerza que brotaba del horno encendido en su
interior, se volvió y giró en redondo, arrojando fuertes rayos carmesíes
contra los afilados cometas de luz que surgían de la oscuridad para
atacarle. A su lado, una estrella estalló en un furioso infierno; carmesí

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

a través de amarillo, a través de blanco, a través de azul; tentáculos


que se extendían en el vacío para atrapar a los blancos cometas-
espadas que apuntaban a su corazón. Debajo de él, se abría un vacío
negro que se tragaba los sonoros rayos mortales; un fuego iridiscente
chocó contra la negrura y se retorció, gimiendo, sobre sí mismo.
Un nuevo sol cobró vida casi al alcance de su mano. Dorado, res-
plandeciente, Orden encarnado, devorando la oscuridad que le rodea-
ba. Gritó una orden, y creaciones negras y amorfas de pesadilla zigza-
guearon y giraron, saliendo de ninguna parte, para atacar y devorar
aquel oro brillante. El sol parpadeó, vaciló, hizo acopio de su men-
guante fuerza para lanzar un último grito de desafío.., y murió. Sona-
ron voces de triunfo, ahogadas por un puro rayo de energía; algo se
acercó a su espalda, y se volvió, lanzó un rayo rojó contra su núcleo,
destrozando, destruyendo. El Caos salió furiosamente del infinito para
aniquilar los restos que seguían luchando de su enemigo quebrantado,
y se echó a reír y su risa resonó en grandes paredes invisibles. Esta
batalla era más antigua que la forma, más antigua que el tiempo; nun-
ca se resolvió en victoria o en derrota, pero el gozo del conflicto pri-
migenio era suficiente. Miró las caras contraídas en muecas de malicia
o de triunfo o de dolor o las tres cosas a la vez; retumbaban sonidos
más allá de los umbrales de lo soportable, manos que se cerraban y
arañaban como garras, y todos los recuerdos, las experiencias, el co-
nocimiento y la comprensión del más viejo de todos los conflictos,
eran como sangre fresca en sus venas, nueva adrenalina, un poder que
nunca podría ser aplastado, sino que viviría, por maltrecho y magulla-
do que estuviese, para luchar una y otra vez.
Una luz dorada resplandeció ante él, pero ya no podía deslum-
brarle, y las risas que saludaban cada victoria se mezclaban en una
interminable y estridente cacofonía. Sintió otras presencias que toca-
ban y se fundían con su ser, y percibió la proximidad del más grande
de sus hermanos y la satisfacción que ardía en el corazón de aquel ser.
Se están retirando..., han sido derrotados... Hemos triunfado,
hermano mío del Caos, ¡hemos triunfado!
Oyó el grito gemebundo de la amarga derrota, sintió el escozor
de la vergüenza de los antiguos adversarios al retirarse, con su luz
brillando ahora triste, pobre imitación de su vieja gloria. Se reunió con
los señores sus hermanos para formar la implacable oscuridad que les
empujaba atrás, quebrantado y roto su dominio, comprimidos y auna-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

dos dentro de un anillo pulsátil de poder que ya no tenían fuerza para


romper. El cielo se oscureció, pasando por el púrpura hasta el negro...

Era el fin...

Unas imágenes pasaron como sueños medio olvidados por su


conciencia, y al principio no pudo asimilarlas ni comprender su signi-
ficación. Roca desnuda; formas retorcidas que se encogían y lloraban
y rezaban; un altar hecho pedazos... Una risa resonó en su mente al
disponerse sus hermanos a descargar el golpe final...

Su voz vibró a través de las dimensiones, rompiendo el lazo entre


los siete Señores del Caos, y sintió su sobresalto al proyectar toda su
fuerza de voluntad contra su intento. Las dos moles chocaron y una
sacudida titánica le lanzó, con la fuerza de un martillazo, devolviéndo-
lo al mundo de los mortales que había dejado atrás. Sintió súbitas y
violentas contracciones de la carne, de la sangre y de los huesos, al
tomar nuevamente forma mortal su conciencia; sintió que su cuerpo se
torcía y retorcía, que volaban rocas debajo de él, que paredes enormes
se derrumbaban y caían del cielo. Arriba y a su alrededor, oyó el au-
llido insensato del Warp, y este sonido se hinchó y se extendió en su
mente, hasta que otras voces, millones de voces, pero esta vez huma-
nas, se unieron a la cacofonía. Era como si su ser abarcase todo el
mundo. Rugían mares en sus materias, y el bramido de oleadas mons-
truosas, elevado a frenesí por las fuerzas combatientes del Caos y del
Orden, eran los latidos de su propio pulso. Montañas se sacudieron y
partieron en sus huesos, abriendo grietas de una milla de anchura, que
se extendían en la tierra y engullían cuanto encontraban a su paso; vio
pueblos aplastados y borrados de la faz del mundo por macizas pare-
des móviles de rocas. Vendavales que eran su aliento soplaban fuera
de control, arrasando bosques, destruyendo cosechas, dejando sólo
devastación detrás de sí. Y sobre todo aquel estruendo, llegaba todavía
una masa de voces humanas, un gemido incesante que se clavaba en él
y le desgarraba y atormentaba con su terror y su dolor; era un grito de
auxilio desesperado.
Hombre, demonio y dios se encontraron y fundieron en la mente
de Tarod, y cayó de rodillas sobre el suelo del cráter, mientras la fuer-
za liberada amenazaba con arrastrarle. Tenía que detener aquello;
tenía que dominarlo, hacerlo volver atrás, o destruiría el mundo...

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Hizo acopio de voluntad y sintió que las fuerzas desencadenadas se


rebelaban contra él. Firmemente, aunque sabía que estaba en el límite
de su resistencia, ordenó al mar embravecido, a la tierra que se agitaba
y a la tormenta que rugía, que se calmasen; tomando sobre él toda su
furia, rechazándola, tirando de ella , sujetándola, aplacándola...
¡No podía hacerlo! El poder era demasiado grande y no podía ab-
sorberlo, no lograba superar al dolor y a la destrucción que se arroja-
ban sobre él como una ola gigantesca. El Solo no tenía fuerza sufi-
ciente; aquélla le destruiría. Sólo tenía una esperanza.
Gritó sobre todo el mundo, a través de las dimensiones, buscán-
dole:
— ¡esto no puede ser! Ayúdame!
En su mente, la estrella de siete puntas brilló en la oscuridad, y
sintió la presencia de sus hermanos. Sus mentes se fundieron con la de
él; lentamente, empezó a calmarse la locura, la furia de los elementos.
Su sangre circuló más despacio, las montañas dejaron de temblar; el
llanto y las voces suplicantes callaron al fin, se extinguieron, se extin-
guieron...
Sobre la taza del viejo cráter, el Warp aulló una vez y dejó de
existir, y la conciencia de Tarod volvió a su forma física, mortal. Le
dio vueltas la cabeza y luchó por respirar; casi sin darse cuenta de lo
que hacía, aturdido por la terrible contradicción entre su verdadero yo
y los recuerdos mortales que le asaltaban, se puso en pie tambaleándo-
se y pudo al fin abrir los ojos.
El cráter era un erial destrozado. Enormes trozos de roca habían
sido arrancados de las paredes y desparramados por el suelo; se abrie-
ron grandes grietas en el cono de la montaña; la cara norte del volcán
se había hendido, vuelta al cielo indiferente como la boca abierta de
un cadáver. Aeoris y sus hermanos se fueron. Yandros y los suyos no
se veían por ninguna parte. Los únicos testigos de su regreso eran un
pequeño grupo de figuras humanas falibles y lamentables que habían
sobrevivido de alguna manera a aquella locura y estaban ahora acurru-
cadas al amparo de la piedra rota del altar. Uno a uno, levantaron la
cabeza y le miraron fijamente, como las reses que sienten, sin com-
prenderlo del todo, que ha llegado la hora de la matanza.
Sin embargo había una, solamente una, que no parecía presa de
aquel miedo insensato. Los ojos esmeralda de Tarod recorrieron el
grupo y la vieron. Ella se puso en pie, vacilante pero resuelta, y su
mirada ambarina se cruzó con la de él, buscando la humanidad que

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

sabía que se escondía detrás de la imagen del Caos. El no habría sabi-


do decir lo que veía ella, pero había en su semblante un dolor y un
amor que le volvió a la humanidad que había abandonado.
Ella dijo, con voz temblorosa:
—Tarod
El no pudo pronunciar su nombre; los recuerdos le dolían como
una cuchillada. En vez de aquello, dio un paso en su dirección, sa-
biendo que no se atrevería a tocarla, que el abismo abierto entre los
dos era inconmensurable. Al fin dijo, con aquella voz que ella conocía
tan bien:
—Hemos triunfado. El Orden ha sido derrotado...
Se preguntó por qué este triunfo no significaba nada para él.
—¡Tarod!
La comprensión quebrantó su aplomo, pero, a pesar de lo que sa-
bía, no pudo evitar avanzar tambaleándose en su dirección, tendidas
las manos como en ademán de súplica.
Detrás de ella, alguien se movió. Tarod no reaccionó inmediata-
mente; estaba demasiado absorto en Cyllan y en su mudo dolor. Sola-
mente cuando unos cabellos castaños rojizos brillaron bajo la fría luz
que venía de lo alto y una figura se interpuso entre él y Cyllan, se dio
cuenta de lo que iba a ocurrir, pero entonces era ya demasiado tarde
para intervenir.
Sashka estaba gritando obscenidades inarticuladas que brotaban
de su garganta y de sus labios como si estuviese poseída por la co-
rrupción final. Cyllan, sobresaltada, giró en redondo y trató de defen-
derse, pero el cuchillo que empuñaba la otra joven descendía ya sobre
ella. Tarod no tenía idea de dónde habría encontrado Sashka el arma,
pero esto era irrelevante; la tenía, y los celos y la furia que hicieron
presa en ella se multiplicaron con el terror y un afán insensato de
venganza. Cyllan chilló al ver bajar la hoja resplandeciente contra su
cuerpo indefenso, un juramento de vaquera que remitió a Tarod, con-
fuso, a otros y perdidos días..., y entonces el cuchillo rajó el brazo
levantado, haciendo brotar la primera sangre del sacrificio, antes de
que la hoja se clavase en la carne y en el corazón.
No volvió a gritar, sino que se llevó el brazo herido al pecho y
cerró los dedos sobre la empuñadura de la daga que sobresalía horri-
blemente de entre las costillas. Su tosca camisa se tiñó de brillante
carmesí, la joven cayó de rodillas, tosiendo, y se velaron sus ojos.
Durante un instante, su mirada ambarina se fijó en la de Tarod en lo

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

que parecía una última y desesperada súplica. Después vomitó sangre


que se derramó sobre su barbilla, cayó de lado sobre el duro suelo de
piedra y sus ojos miraron a la nada.
Se hizo un silencio total. Tarod permaneció rígido, contemplando
el cadáver de Cyllan, desprovista su cara de toda expresión. Sashka se
echó atrás, torciendo la boca en una mueca espasmódica de estremeci-
do placer. Los otros miraban fijamente, como ovejas hipnotizadas...,
hasta que Keridil rompió el hechizo.

Se puso en pie, moviéndose como un viejo lisiado, y avanzó dos


pasos, tambaleándose. Al principio pareció que se volvería hacia
Sashka, y Tarod sintió que todo su cuerpo empezaba a temblar con
una emo ción que no podía reprimir. Pero entonces Keridil se detuvo,
miró hacia abajo y avanzó de nuevo. Cayó de rodillas al lado de Cy-
llan y le cubrió la cara con ambas manos. La pequeña parte del ser de
Tarod que conservaba su humanidad advirtió que el Sumo Inic iado
estaba llorando.
Los ojos verdes, insondables y llenos de una luz salvaje, levanta-
ron la mirada desde el cuerpo acurrucado de Cyllan y la fijaron en la
joven plantada a menos de siete pasos de distancia y que temblaba con
una horrible mezcla de miedo y triunfo desafiador. Sashka recibió la
mirada de Tarod; su actitud retadora se mantuvo solamente un instan-
te, sustituida en seguida por una expresión de horror.
—No...
Sus labios formaron la palabra, que podía ser de súplica o de ex-
hortación; Tarod no lo sabía ni le importaba. Dio un paso hacia ella, y
ella abrió mucho los ojos.
—Keridil... —Se tambaleó hacia atrás, agitando una mano, bus-
cando a tientas al Sumo Iniciado—. Ayúdame, Keridil...
Sus dedos encontraron el hombro de él, y Tarod vio que Keridil
retrocedía bruscamente al sentir su contacto.
—¡Keridil! —chilló Sashka, y una espumilla salpicó sus labios—
Detenle..., ¡tienes que detenerle! Ayúdame, ¡maldito seas!, ¡haz algo!
Keridil la miró fijamente con ojos totalmente desprovistos de ex-
presión. Ella jadeaba ahora, incoherente, aterrorizada; pero él no hizo
el menor movimiento para ayudarla. En vez de eso sacudió la cabeza,
incapaz de comunicar lo que sentía. Después, con un estremecimiento
que sacudió todo su cuerpo, se apartó de ella y se volvió.
—Keridil...

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Esta vez, la voz de Sashka fue poco más que un murmullo; estaba
demasiado petrificada para moverse. Tarod empezó a levantar la mano
izquierda, lenta, firmemente, formando un símbolo con los dedos, y
con este ademán resurgió el poder que había aplastado a dioses, acre-
centado por una aversión que trascendía toda limitación humana. Aca-
bó de levantar la mano. Estiró el brazo, pronunció una sola palabra en
una lengua jamás usada por el hombre.
Sashka empezó a gemir. Gimió mientras su espléndida cabellera
rojiza se encogía como consumida por llamas invisibles y caía en
mechones de su cráneo. Levantó las manos y se agarró la cabeza.
Tarod esbozó una sonrisa salvaje de placer, y la piel y la carne de las
manos de ella perdieron su forma y empezaron a fundirse hasta las
muñecas dejando en su lugar unos huesos desnudos y blancos. Se tocó
la cara y gritó, y el grito no fue ya de desafío, sino de puro pánico
animal. Tarod murmuró otra palabra y la cara de Sashka empezó a
desintegrarse, desprendiéndose las capas de piel y dejando al descu-
bierto la carne viva y carmesí, y tendones y músculos y venas queda-
ron expuestos a la espantada mirada de los reunidos. Alguien sintió
náuseas y vomitó; Tarod sonrió. Al caer la joven de rodillas, se apode-
ró de su mente, la estrujó, extrajo de sus convulsas fibras todo el co-
nocimiento de lo que les ocurría a la belleza y al poder que había es-
grimido como arma durante tanto tiempo. Sintió el odio que le profe-
saba ella, su deseo de él, retorciéndose bajo su control; los convirtió
en miedo rastrero y dejó que su conciencia la agitase hasta que supo
que la angustia y el terror habían devorado los últimos vestigios de su
cordura y nada podía sacar ya de su concha vacía.
Keridil, arrodillado sobre la piedra desigual, contemplaba petrifi-
cado la escena, demasiado horrorizado para poder moverse o hablar.
Tarod seguía manteniendo su dolorosa presa sobre la gemebunda
muchacha, pero la razón empezaba a luchar dentro de él para hacerse
oír. Nada ganaría con prolongar el sufrimiento de Sashka; su venganza
se había cumplido, y ningún castigo podría devolver la vida a Cyllan...
Su visión se nubló cuando las lágrimas anegaron sus ojos, un le-
gado de mortalidad que le roía el alma, y habló por tercera vez. Sashka
chilló, sólo una vez más; después su cuerpo se retorció y se derrumbó
sobre el suelo del cráter, ennegreciéndose, perdiendo su forma, des-
prendiéndose la carne de los huesos, oscureciéndose éstos, desinte-
grándose al extinguirse el último eco de su grito con el cadáver que
seguía encogiéndose. Un gusano blanco e hinchado serpenteó breve-

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

mente sobre la roca fundida; Tarod le apuntó con un dedo, y desapare-


ció.
Al perderse las últimas huellas de Sashka en el infierno al que él
la había enviado, el hombre mortal que había sido Tarod volvió peno-
samente a la superficie de la mente del Señor del Caos. Miró a Cyllan
y se encontró de nuevo presa de un dolor que no podía mitigar; esto no
se debía a la herencia del Caos, sino que era sólo fruto de la humani-
dad que le había enseñado lo que era amar y ser amado.
Keridil se estaba alejando. Había abandonado toda pretensión de
dignidad y se arrastraba sobre las manos y las rodillas para poner la
mayor distancia posible entre él mismo y el lugar donde había estado
Sashka. Su horrible muerte quedó grabada indeleblemente en su cere-
bro, pero todavía no tenía poder para afectarle; sólo podía mirar fija-
mente, como hipnotizado, a su antaño amigo y viejo adversario. Su
respiración era un estertor.
Alrededor de ellos, otros se estaban levantando. Tarod los sintió,
percibió el enloquecido terror de sus mentes al darse cuenta de lo que
él había hecho. Les odió a todos, y este odio podía obligarle a destruir
de nuevo...
No. Eso no. No se merecían esta ciega represalia; dañarles sin
motivo le pondría a la altura de Aeoris. Alargó una mano y sintió que
el poder crecía en su interior. Ellos cayeron donde estaban, como
árboles talados, sumergidos en un sueño instantáneo, sin pesadillas ni
recuerdos. Ahora, sólo él y Keridil estaban despiertos y alerta.
Tarod contempló la cara afligida del Sumo Iniciado y su aborre-
cimiento perdió toda significación. ¿De qué serviría la venganza, si
entre ellos yacía el cuerpo muerto del único ser humano que importa-
ba, cuya vida costaba el precio que él había pagado?
Se inclinó sobre ella y la tomó en brazos. Su sangre era cálida y
todavía líquida, y le levantó la cabeza, besando la cara manchada,
queriendo que le respondiese. Pero ella no respondió. Ni siquiera el
Caos podía resucitar a los muertos.
—¡Malditos seáis...! —murmuró Tarod, con voz entrecortada—
¡Malditos seáis todos!

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Capitulo decimocuarto

Se enfrentaron a través de un abismo mental. De alguna manera,


Keridil había encontrado fuerzas para ponerse en pie, aunque su cuer-
po temblaba febrilmente y sus músculos faciales se contraían en in-
controlables espasmos. Entre ellos, Cyllan era testimonio inmóvil y
mudo de la última venganza de Sashka. El cuchillo que empleó había
sido el de Keridil; éste trató de impedir que lo agarrase, pero, en aque-
lla confusión, ella le esquivó. Ahora Sashka se había ido y él no podía
soportar la idea de los tormentos que habría impuesto Tarod a su alma.
Estaba muerta; esto era lo único que podría saber jamás. Y mientras su
mente lloraba de dolor por ella, su corazón era desgarrado por la terri-
ble lección aprendida. Sashka le había traicionado. Su amor había
significado menos para ella que la posibilidad de desfogar su odio
implacable contra Cyllan y, a través de Cyllan, contra Tarod. Keridil
había dudado de sus motivaciones desde hacía algún tiempo, pero
apartó las dudas a un lado y se negó a enfrentarse con ellas hasta ese
momento. Ahora, se sentía avergonzado y defraudado. El conocimien-
to no podía matar su amor por ella; el recuerdo de su dulzura, de su
cuerpo esbelto, de su belleza, le perseguían y continuarían persiguién-
dole durante toda la vida; la lloraría como deben llorar los verdaderos
amantes. Pero ahora sabía cómo había sido realmente ella.
Y Tarod... Aunque pareciese extraño, sabía Keridil que su amigo
convertido en enemigo lloraba por su amada lo mismo que él, a pesar
del hecho de que había abandonado toda simulación de mortalidad.
Aunque, en realidad, siempre había conocido a Cyllan como adversa-
ria, no podía dejar de admirar la fidelidad y el valor y la firmeza que
había mostrado. Ella, mucho más que Sashka, demostró que era digna
del ser que la amaba, y esta certidumbre era como un vino amargo.
Keridil lamentaba profundamente la muerte de Cyllan, aunque no
sabía cómo podía decírselo al ser que se le enfrentaba ahora y cómo
podía esperar que creyese en sus palabras.
Al fin levantó la cabeza y dijo, tropezando con las palabras:

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Lo siento, no merecía morir.


—No...
La voz era tan igual a la del Tarod que había conocido en los vie-
jos y perdidos tiempos, que su familiaridad hizo que Keridil se estre-
meciese. Sintió que las lágrimas subían a sus ojos, y no eran para
Sashka, sino para algo más profundo: una confianza, una hermandad,
un algo que había sido traicionado irremediablemente. Poco podía
salvarse de esta pesadilla, pero quería intentarlo. Si no otra cosa, le
quedaba un vestigio de dignidad.
—Conque has triunfado —dijo—. Ahora sé al menos dónde es-
toy..., pero no te adoraré, Tarod. Soy lo que soy, y esto nada puede
cambiarlo. —Levantó la mirada—. Creo que es una característica que
todavía compartimos los dos.
Un dolor sorprendentemente humano se pintó en los ojos verdes
de Tarod; después sacudió la cabeza. El aura negra brillaba todavía a
su alrededor, su cara tenía aún pocos rasgos de humanidad; pero su
parecido con el un día Iniciado del Círculo era tal que resultaba in-
quietante.
—No lo niego, Sumo Iniciado, no tengo ningún motivo para du-
darlo.
Keridil tragó saliva.
—¿Sumo Iniciado? Me llamabas Keridil, en los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos quedaron atrás. —Una luz nacarada brilló
en los ojos de Tarod—. No podemos hacer que vuelvan.
Keridil asintió con la cabeza.
—Habrían podido ser mejores. Dioses, yo... —Hizo una pausa y
sonrió, como excusándose—. Tengo que andarme con cuidado. Ya no
sé a qué dioses tengo que invocar.
—¿Importa eso?
La voz de Tarod era cruel.
—Tal vez no; no, cuando tanto se ha perdido. —Vaciló—. Sentí,
o al menos creí sentir, algo de lo que ocurrió cuando vosotros.., les
vencisteis. Mucho de ello se habría podido evitar. —Pestañeó, se
mordió el labio—. ¿No es verdad?
Tarod no respondió. Cerró los ojos, suspiró, y el suspiro se con-
virtió en un viento sibilante que sopló a través del cráter. En lo alto y a
lo lejos, la estrella de siete puntas seguía latiendo triunfal, pero la
victoria era como polvo en su corazón. Necesitaba olvidar, pero no
podía, no podía mientras sufriese el terrible conflicto entre la esencia

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

del Caos que llevaba dentro y la humanidad que había adoptado y que
le retenía con una presa más fuerte de lo que creía posible. Aquella
humanidad le impulsó a impedir que Yandros destruyese del todo a las
fuerzas del Orden y le llevó a exponerse a su propia destrucción en un
frenético esfuerzo de sujetar las fuerzas desencadenadas sobre el mu n-
do impotente por los dioses en lucha. Sin embargo, no podía permane-
cer en este limbo entre los dos estados de ser; había elegido un camino
y era imposible volver atrás.

Silenciosamente, formó un nombre en su mente. El viento adqui-


rió fuerza de vendaval; encima de ellos, en el cielo, la estrella de siete
puntas se apagó como si pasara una nube por delante de ella. Entonces
se oyó un sonido parecido al de una puerta al cerrarse suavemente y
Yandros se plantó al lado de Tarod. Sus ojos de múltiples colores
estaban más tranquilos que de costumbre.
—Hermano. —Yandros apoyó una mano en el hombro de Ta-
rod—. El mundo está ahora en calma, y el Orden ha sido vencido,
aunque todavía no destruido del todo.
Tarod le sonrió, cansada pero afectuosamente.
—Y de nuevo estoy en deuda contigo, Yandros. Si no me hubie-
ses prestado tu fuerza cuando te llamé, no habría podido detener yo
solo aquel alud.
Yandros hizo un ademán de indiferencia.
—¿Por qué no habíamos de responder? No estamos en guerra con
la humanidad y, ciertamente, no queremos la destrucción de este mu n-
do. Y este mundo está ahora bajo nuestra autoridad. Nuestros únicos
enemigos son Aeoris y su estúpida camada, y los mortales que han
colaborado activamente con ellos contra nosotros. —Su mirada se fijó
en Keridil y la boca perfecta y maliciosa se torció en una sonrisa que
hizo que el Sumo Iniciado se echase atrás —. Creo que te gustará ver
que ellos tardan mucho en morir.
Tarod miró fríamente a Keridil y dijo.
—No.
—¿No? —dijo Yandros, repitiendo la palabra—. Hermano mío,
no te comprendo. La batalla ha terminado, y hemos vencido. El Orden
puede ser aplastado por nuestros pies y no nos molestará de nuevo. Lo
único que nos falta es destruir a sus siervos, ¡empezando por las ali-
mañas como ésa! —y señaló a Keridil.
Tarod vaciló y, después, sacudió la cabeza.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—No —dijo de nuevo y sonrió tristemente a su hermano del


Caos.
Las barreras que le habían separado de Yandros durante tanto
tiempo habían sido derribadas; ya no podía haber malentendidos entre
ellos.
—Cometí un gran error, Yandros —dijo—. Volví la cara a los
míos, a mi propia naturaleza, y caí en la trampa de creer en la justicia
última del Orden.
Yandros torció los labios, pero antes de que pudiese hacer un
comentario, Tarod prosiguió:
—Sé lo que piensas; me avisaste antes de que me encarnase en
este mundo, y desde entonces has tratado de advertirme. Me vería
contaminado por aquellos entre los que tendría que moverme, y la
pureza del Caos se diluiría en el catecismo del Orden. —Frunció los
párpados—. Tenías razón... y sin embargo estabas equivocado.
—¿Qué quieres decirme?
Yandros cambió un poco de posición; el tono de su voz había pa-
recido reflexivamente divertido, y la roca de debajo de sus pies cam-
bió de forma con inquietante brusquedad.
—Sí. Yo estaba contaminado, y sin embargo aprendí lecciones
que, sin los grilletes de la humanidad, no había comprendido ja más.
—Los ojos de Tarod se nublaron un momento—. Hice que tuviésemos
quizá la mayor ventaja que jamás poseímos sobre Aeoris y los suyos,
Yandros. La ventaja de comprender, por experiencia, las esperanzas y
los temores, y los ideales que afligen a los que no están imbuidos de
nuestra inmortalidad.
Yandros miró reflexivamente a Keridil, que le estaba observando
con incertidumbre. Se pasó la lengua por los labios.
—Me intrigas. Cuando tratamos de infiltrarnos en la fortaleza de
Aeoris, no me imaginé que el exp erimento pudiese traer estas compli-
caciones.
—Yo tampoco. Pero tal vez no es posible, incluso para seres co-
mo nosotros, disfrazarnos de mortales y tomar forma y vida mortales,
sin espigar algo de sus pensamientos y emociones.
—¿Emociones? —dijo Yandros, arqueando las cejas.
Tarod miró el cuerpo de Cyllan y sintió que algo se encogía en su
interior.
—Emociones, sí. Aunque no son exclusivas de la humanidad.
El Señor del Caos asintió con una inclinación de cabeza.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

—Nos sirvió bien; te fue fiel. Es una lástima... —Pareció arrebu-


jarse en el brillo que le envolvía y dio un rodeo al cadáver para enfren-
tarse directamente a Keridil—. Y tú... Volvemos a encontrarnos, Su-
mo Iniciado del Círculo, y en mejores circunstancias.., al menos para
nosotros. ¿Qué tienes que decir, ahora que tus dioses han sido derrota-
dos?
Keridil no flaqueó. Una vez sintió miedo de Yandros, y sabía que
hacerle frente ahora era una locura; pero no pareció importarle. Se
había perdido tanto, habían cambiado tantas cosas... Si lo único que le
quedaba era su integridad, era lo menos que podía conservar.
—Serví al Orden durante toda mi vida, Yandros del Caos —
dijo—. Y por muchos que sean mis defectos, no soy hipócrita. Y no
cambiaré de señor para salvar la cabeza; ni para salvar mi alma, dicho
sea de pasada. Te confesaré, y tampoco me importa si me condeno por
ello, que lo que pretendía hacer Aeoris repugnaba a mi conciencia y
que... —añadió, después de vacilar un momento— no lamento del
todo lo que hizo Tarod. Pero eso no quiere decir que esté dispuesto a
renegar de todo aquello en lo que he creído y a adorar al Caos, sim-
plemente porque el Caos ha triunfado. —Miró a Tarod—. Quisiera
pensar que lo comprendes.
—Así es como debe ser —respondió suavemente Tarod, hacien-
do que Yandros le mirase sorprendido. Tenía entre cerrados los ojos
verdes, pero sonrió al volverse a su herma no—. Keridil Toln fue el
primer amigo verdadero que tuve en este mundo. Me traicionó, pero
me traicionó por lo que creía que era un principio noble. Creo que
desde entonces ha aprendido mucho. Sobre todo, aprendió el signifi-
cado del equilibrio, y si nosotros lo destruimos, echaremos a perder
algo que podría ser inestimable.
—¿El equilibrio? —preguntó amablemente Yandros.
—Sí. Tal vez recuerdes que tú mismo lo dijiste. ¿De qué sirve el
Orden sin el Caos que desafíe a su gobierno? Y a la inversa, ¿qué nos
espera si nada se opone a nuestros caminos? —Miró al cielo vacío. Se
habían puesto las dos lunas y la estrella de siete puntas ya no brillaba
en lo alto. Sólo había oscuridad—. ¿Nos quedaremos estancados,
como se estancaron Aeoris y sus hermanos, tan seguros en nuestro
reinado que nos convertiremos en anacronismos como él? El mundo
enfermó bajo su régimen y a punto estuvo de morir. No quisiera que
nosotros cometiésemos el mismo error.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Yandros le estaba observando, y la expresión de sus ojos profun-


dos y de color siempre cambiante pasó por toda una gama de reaccio-
nes. Regocijo, irritación, reflexión, respeto, afecto; era imposible
juzgar los pensamientos que había detrás de aquella mirada inhumana.
Tarod dijo:
—Tal vez Aeoris pidiese ojo por ojo, pero nosotros somos mejo-
res que él. Por eso digo que Keridil tiene que vivir, con independencia
de donde haya puesto su lealtad.
Yandros reflexionó durante unos momentos.
—Si puede aprender, tal vez merece que se le dé oportunidad de
aprovechar sus errores pasados. Has hablado de equilibrio, Tarod, y
creo que tienes razón. El Orden y el Caos son viejos enemigos, pero
los viejos enemigos son también viejos amigos. Hay que enseñar a
Aeoris que no tiene nada que ganar con inclinar demasiado la balanza
a su favor. El conflicto que existe entre nosotros nunca podrá resolver-
se; hay que mantener el equilibrio, pues todo lo que crece y prospera
debe, por naturaleza, contener su oposición intrínseca. —Sonrió sar-
cásticamente—. La oposición impedirá que nos volvamos demasiado
engreídos. Está bien.
—Miró al Sumo Iniciado, con un nuevo interés —. Keridil Toln
podrá vivir.

Keridil cerró los ojos con fuerza. Estaba dispuesto a morir y mo-
riría de buen grado; sin embargo, el alivio que le dio su indulto fue
indescriptible. No podía asimilar la realidad de su situación; una parte
de él estaba todavía convencida de que todo era una pesadilla de la
que despertaría en cualquier momento.
Abrió de nuevo los ojos y vio dos miradas inhumanas que le ob-
servaban. Ahora ya no tenía miedo; lo único que sentía era una extra-
ña y objetiva impresión dolorosa que no podía definir.
Miró a Cyllan y dijo, involuntariamente:
—Ojalá pudiese...
— ¡No!—La voz de Tarod era furiosa—. No lo digas. ¡No te
atrevas a decirlo!
Yandros le miró, y un débil fruncimiento arrugó sus facciones
cruelmente perfectas.
—¿Tanto significaba para ti? No me respondas como hombre ni
como un Señor del Caos. Respóndeme, pues, como Tarod, que es
ambas cosas.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Los ojos verdes se entrecerraron doloridos y Tarod desvió la mi-


rada. Yandros suspiró. Miró a Cyllan y extendió la mano izquierda. Al
principio pensó Keridil que debía ser una ilusión, pero sus dudas dura-
ron poco. Cyllan parpadeó, un sonido suave brotó de sus labios y su
cuerpo se puso tenso. Después la inteligencia inundó los ojos ambari-
nos donde no había más que la mirada fría de la muerte, y murmuró
una palabra, apenas audible:
— Tarod...
Tarod se volvió rápidamente de espaldas, torturado el semblante.
—Yandros, no puedes... Está muerta; ¡yo la vi morir!
—Tranquilízate. —Yandros seguía mirando a Cyllan, pero alargó
una mano para tocar el brazo de Tarod—. No la he reanimado. No es
solamente un cuerpo sin alma que se mueve y habla. Vive.
Tarod se detuvo, volvió la cabeza para mirar al Señor del Caos,
impresionado y confuso. El poder de desafiar a la muerte, de invertir
el golpe de su mano, era uno de los que sabía que solamente poseía
Yandros en el reino del Caos..., pero era un poder que Ya ndros no
había querido ejercitar durante miles de años.
Yandros tomó la mano de Cyllan y la hizo ponerse en pie, aunque
ella sólo podía mirarle en hipnótica confusión. El sonrió y llevó una
mano a la cara manchada de sangre y, después, a la fea herida entre
sus senos. A su contacto, la sangre y la herida abierta desaparecieron.
—Tengo una deuda personal con Cyllan —dijo Yandros, ama -
blemente regocijado—. Si pagándola puedo también aliviar la aflic-
ción de mi hermano, tanto mejor.
Cyllan empezaba a recobrarse de la inercia de la inconsciencia;
se llevó una mano a la cara, trató de hablar, pero no encontró palabras
para expresar lo que sentía. Sus ojos súbitamente enloquecieron, se
fijaron en Tarod, e hizo un violento movimiento para librarse de las
manos de Yandros. Este las soltó y ella corrió hacia el señor de negros
cabellos, deteniéndose solamente cuando estuvieron cara a cara, como
si al fin careciese de valor para tocarle. El no dijo nada, pero le tendió
las manos; Cyllan avanzó con paso vacilante y sus hombros empeza-
ron a temblar mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.
Yandros se acercó a ellos.
—Despídete, Cyllan —dijo—. Tarod y yo debemos marcharnos
de este mundo, y tú tienes que quedarte. —Hizo una pausa, sonrió—.
Es decir, a menos que estés dispuesta a hacer el sacrificio que te per-
mita venir con nosotros.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Ella se volvió lentamente a mirarle, sin comprender. En cambio,


Tarod se dio cuenta de lo que quería decir Yandros, pero el Señor del
Caos se le adelantó cuando se disponía a hablar.
—El Caos está en deuda contigo —dijo a la pasmada joven—. Y
yo puedo hacerte un regalo que, si lo aceptas, te permitirá quedarte
con Tarod. —Sus ojos adquirieron de pronto un ardiente brillo carme-
sí—. Para siempre.
Cyllan empezó a comprender y se estremeció al resurgir una es-
peranza que apenas se atrevía a reconocer. Tenía la boca seca como el
polvoriento suelo del cráter, pero murmuró:
—¿Quieres decir que yo... podría...?
Yandros sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor iróni-
co.
—¿Es tan terrible la perspectiva de vivir en nuestro reino, Cy-
llan? Sospecho que tú sabes más del Caos que cualquier otro mortal de
tu mundo. —Alargó una mano y tocó ligeramente su brazo, resiguien-
do la cicatriz que le había causado en el Castillo de la Península de la
Estrella—. Y no experimentarías nuestro mundo a la manera vulnera-
ble de un ser humano. Te convertirías en parte del Caos, serías inmo r-
tal por derecho propio. Te ofrezco esto en reconocimiento a tu valor y
a tu fidelidad a mi hermano. Aquella vida puede ser tuya, si así lo
deseas.
Dejar atrás su existencia, dejar atrás la humanidad y entrar en el
reino inconcebible del propio Caos..., ser inmortal, desligada de la
cosas terrenas, indemne al tiempo y a la perspectiva de la muerte...
Cyllan no podía asimilar lo que le ofrecía Yandros; no podía com-
prenderlo, ni siquiera imaginarlo. Pero un hecho se destacaba como
una clara joya en el miasma de sus confusas reacciones. Si aceptaba lo
que le ofrecía el Caos, ella y Tarod estarían juntos por toda la eterni-
dad, si no lo aceptaba, nunca volvería a verle.
Se volvió, desesperada, a la oscura figura que tenía al lado.
Hombre, demonio, dios, fuese de lo que fuera, le amaba más que al
mundo, y ahora necesitaba más que nunca su guía.
—Tarod, ¿qué debo hacer? —dijo, con voz entrecortada.
Tarod sacudió la cabeza.
—No puedo ayudarte, amor mío. No tengo derecho a tratar de in-
fluir en ti, no en esto. Pero Yandros ha dicho la verdad.
Sus ojos verdes, que nada tenían ahora de humanos, estaban fijos
en su cara. Ella conocía bien aquella mirada, y le estaba diciendo lo

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

que había esperado más que nada en el mundo. Sin él, nada valía la
pena.
Dejó que sus dedos se cerraran con fuerza sobre los de él y cerró
los ojos ambarinos.
—Iré. Si Tarod quiere tenerme con él, iré... de buen grado. —
Pestañeó y miró de nuevo a Yandros—. ¿Cómo podré jamás darte las
gracias?
Yandros hizo un ademán indiferente, con una expresión astuta en
el semblante.
—No es más que un antojo. El Caos no tiene lógica, deberías sa-
berlo. Simplemente me gusta complacer a Tarod.
Tarod rió por lo bajo.
—Si es esto lo que te gusta creer, Yandros, sea como tú dices.
Yandros inclinó la cabeza, como burlándose ligeramente de sí
mismo.
—Y ahora —dijo—, hay una última cuestión...
Giró sobre los talones y se enfrentó a Keridil.
Keridil había escuchado la conversación entre los tres con muda
estupefacción, incapaz de moverse o de reaccionar de cualquier modo.
Comprendía, o creía comprender, lo que Yandros había ofrecido a
Cyllan, y este conocimiento reavivaba en su interior una herida dolo-
rosa. Yandros había demostrado ser más compasivo que Aeoris, y si el
más grande de los Señores del Caos había podido devolver la vida a
un muerto, seguramente podría volver a hacerlo... La cara de Sashka,
hermosa como antes de que Tarod descargase en ella su venganza, se
materializó ante los ojos de su mente y aumentó su dolor; desterró la
imagen haciendo un gran esfuerzo y, cuando miró de nuevo a Ya n-
dros, comprendió que lo que había esperado durante un breve instante
era imposible. Y tal vez, pensó, aunque no pudo reconocerlo, no
habría querido que fuese posible.
Yandros y Tarod se movían ahora en dirección a él. Keridil toda-
vía no podía aceptar del todo el hecho de que los dioses a quienes
adoró durante toda su vida habían sido derrotados, y de que estos
desaforados, veleidosos e imprevisibles entes habían ocupado su sitio.
El Caos había vuelto... ¿Qué futuro podía haber ahora para él?
Yandros leyó sus pensamientos, y el Señor del Caos de cabellos
de oro sonrió:
—El futuro, Sumo Iniciado, será como vosotros lo hagáis —dijo,
y su voz argentina pareció levantar chispas en lo más profundo del ser

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

de Keridil—. El mundo cambiará. El Orden ya no gobierna, pero no-


sotros seremos unos amos muy diferentes. Nos gustan los conflictos y,
si tú deseas que el Orden represente aquí un papel, se levante contra el
Caos, tienes derecho a luchar por ello. Vuelve a la Península de la
Estrella, Keridil Toln. Es el lugar que te corresponde por derecho.
Aprovecha todo lo que puedas lo que te hemos dejado. Es más de lo
que te imaginas.
Keridil no pudo responderle. Contempló un instante aquella cara
cruelmente hermosa, aquellos ojos cambiantes, y tuvo que desviar la
mirada. Tarod se adelantó.
—Donde hay conflicto puede haber verdadero desarrollo y vida
—dijo—. Entiende esto y lo comprenderás todo. Creo... —Miró a
Yandros y se estableció una comunicación privada entre ellos—. Creo
que tú, más que todos los otros mortales, eres capaz de cumplir las
tareas que te esperan, Keridil. —Para sorpresa y confusión del Sumo
Iniciado, alargó la mano izquierda y tomó la derecha de Keridil con
una fuerza que produjo en su brazo una descarga que le llegó hasta el
hombro—. Te deseo suerte, viejo amigo.
La mano aflojó su apretón y los largos y flacos dedos se encorva-
ron al retirarlos Tarod. Este sonrió y, por un instante, esta sonrisa
reprodujo la del rapaz de doce años que había venido, como descono-
cido forastero, al Castillo y se había hecho amigo del hijo del Sumo
Iniciado. Reprodujo también la del rebelde Iniciado de cabellos negros
que había crecido y se había desarrollado dentro del Círculo; el Adep-
to que, dejando atrás al Círculo, había ejercido un poder que había
destruido las barreras del Tiempo, el demonio que había desafiado al
ser supremo y le había vencido. Era la sonrisa de un Señor del Caos.
Keridil observó, incapaz de hablar, cómo atraía Tarod a Cyllan a su
lado y se enfrentaban los tres a él. Creyó ver (después no pudo nunca
estar seguro, aunque la imagen acompañaría sus sueños durante el
resto de su vida) un paisaje tan extraño, tan indescriptible, que su
mente no pudo realmente registrarlo, superponiéndose sobre la dura
roca muerta del cráter; un lugar donde el color y la forma y el sonido
chocaban y se mezclaban en loca algarabía. El Caos... Keridil lo con-
templó sólo un instante; después, con un ruido parecido al de una
puerta grande cerrándose suavemente, desaparecieron las tres figuras
que tenía delante.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Se quedó plantado, inmóvil, durante mucho tiempo. Detrás de él


estaba el altar partido por la mitad donde había reposado el cofre de
Aeoris, pero el propio cofre se desva neció. A su alrededor yacían sus
compañeros: Penar Alacar, Ilyaya Kimi, el anciano erudito Isyn, dos
Hermanas, sus propios Adeptos; todos seguían durmiendo, y el silen-
cio que descendió sobre el cráter muerto del volcán era casi insoporta-
ble. Keridil miró a su alrededor como buscando inspiración o consuelo
en las imponentes paredes de roca, pero allí no había nada. Lo único
que vio fue el primer y delator destello de luz en el cielo, que le dijo
que empezaba a despuntar la aurora en el horizonte del este. En su
estado de ánimo actual, le dio poco consuelo.
Alguien rebulló y respiró con menos fuerza que el céfiro y, al
volverse, vio que el Alto Margrave se estaba moviendo lentamente,
como en trance, estremeciéndose al elevarse su conciencia a través de
las capas profundas del sueño en dirección a la mañana. También los
otros daban señales de despertar, aunque la anciana Matriarca seguía
yaciendo inmóvil, pálida, como una arrugada y frágil muñeca.
La mirada de Fenar Alacar se encontró con la de Keridil, pero és-
te no pudo responder a la muda y asombrada súplica que ardía en los
ojos pasmados del Alto Margrave, y se volvió de espaldas. Tal vez
con el tiempo podría empezar a contestar los millones de preguntas no
formuladas; pero todavía no. Todavía no.
Se habían ido tantas cosas..., tantas cosas que él había dado por
ciertas durante toda su vida y que ahora habían sido barridas. Y sin
embargo, Keridil experimentaba que una sensación injustificada de
liberación empezaba a invadirle, como si levantaran de sus hombros
una carga de la que nunca se había dado plenamente cuenta. De mo-
mento, todavía no encontraba solaz en ello..., pero había en ello una
promesa, una promesa que era como la de la aurora que ascendía len-
tamente y sin ruido en el cielo. Fuese lo que fuere lo que guardaba el
futuro, se le había dado una oportunidad de vivir y de gobernar como
le dictase su conciencia, libre de toda fidelidad ciega al Orden o al
Caos. Y esperaba (creía, se dijo severamente) que podría mostrar se
digno de aquella responsabilidad.
Lentamente, Keridil se hincó de rodillas sobre el duro suelo de
roca. Inclinó la cabeza al doblarse sobre sus propias manos cruzadas,
y empezó a orar.

Pero ya no sabía a qué dioses tenía que rezar.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

EPÍLOGO

Si volvía la mente en aquella dimensión, podía ver el Castillo.


Aquel edificio tan antiguo, construido por manos que no eran del todo
humanas, habitado por sucesivas generaciones, usurpado por otros
cuyas vulnerabilidad y mortalidad eran difíciles de advertir. Ahora el
círculo se había cerrado, o casi cerrado.
Los centinelas en lo alto de las cuatro vertiginosas torres estaban
en sus puestos, teñidas las caras por las últimas luces ensangrentadas
del sol al deslizarse hacia el horizonte occidental. Esperaban, como lo
hacían cada atardecer, la tormenta sobrenatural que vendría rugiendo
del norte en el momento del ocaso, proyectando sus caóticos relámp a-
gos a través de los cielos, mientras las grandes y pulsátiles franjas de
color avanzaban inexorablemente detrás de ella. Esperaban el Warp
que anunciaba la noche, que pregonaba el poder del Caos en su mu n-
do, y cuando llegase, se celebrarían los ritos y se harían las súplicas y
el equilibrio se mantendría una vez más.
El sentía un extraño afecto por el lúgubre y negro Castillo. Con-
tenía recuerdos que le gustaba contemplar; en los confines de sus
paredes aprendió mucho, sufrió mucho y, finalmente, recobró la me-
moria de su propia y verdadera naturaleza. También había encontrado
el alma humana por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo.
Ella se movió a su lado y él sintió su sonrisa. Aquí, en un reino
más allá de la comprensión humana pero que era ahora el suyo, eligió
adoptar la forma de una mujer de cabellos pálidos, cara solemne y
ojos ambarinos, en la que solamente la resplandeciente ropa del Caos
que envolvía su cuerpo delgado desmentía la ilusión de humanidad.
Eligió aquella imagen porque sabía que a él le gustaba; él se volvió
hacia ella y adoptó una forma que completaba la suya: cabellos negros
en contraste con los de oro blanco, ojos verdes que la miraban afec-
tuosamente al atraerla hacia sí y estrecharla con fuerza. En algún lugar
lejano, una voz entonó una horrible armonía; él frunció el entrecejo, y
el sonido se transformó en una nota pura y trémula que le recordó,

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

agradablemente, las criaturas marinas de pelaje abigarrado que había


conocido antaño y que habían servido bien al Caos.
El sol rojo de sangre se estaba hundiendo en el mar mucho más
allá de la mole del Castillo, y él sintió en sus venas los primeros anun-
cios del Warp que se acercaba. La tormenta era su sangre, su nervio;
hizo un ligero esfuerzo de voluntad y sintió que la fuerza crecía, au-
llando y arrastrándose sobre el mar en dirección a la tierra. Y al acer-
carse furioso al Castillo, vio, como había visto antes, una figura solita-
ria en una ventana alta que se abría al norte que se estaba oscurecien-
do. Un hombre que, antaño, fue su amigo.
Se hacía llamar Sumo Iniciado, porque este título era antiguo y
noble, y lo merecía, creía Tarod, más que cualquiera de sus semejan-
tes. Ya no llevaba la insignia de su rango, porque el viejo sello del
Orden había perdido su significación y no se resignaba a llevar el
emblema del Caos. Tal vez esto cambiaría un día; pero importaba
poco. El equilibrio se había restablecido y Keridil era libre de tomar el
partido que quisiera.
Los recuerdos que trajeron a Tarod al Castillo hicieron que sus
pensamientos se detuviesen en la figura de la ventana. Recordó lo que
era ser mortal y sintió piedad por el hombre de rostro macilento y ojos
atormentados bajo los rojizos cabellos. Keridil había aprendido lo que
era traicionar y ser traicionado, y la lección le cambió y le endureció.
Había mirado las caras de los dioses del Orden y de los dioses del
Caos, y sabía que unos y otros se necesitaban. Había perdido a la
mujer que amaba y, al perderla, vio cuál era su verdadera naturaleza,
de manera que, sin dejar por esto de llorarla, comprendía dolorosa-
mente cómo ella le había engañado y casi corrompido.
Había visto la muerte de la vieja Matriarca, cuya fragilidad había
sucumbido durante aquel último y monstruoso encuentro con el Caos
en la Isla Blanca, y con ella desapareció el último bastión de las viejas
y rígidas costumbres. La señora Fayalana Impridor, que, sorprendida y
emocionada, se había puesto el manto de Matriarca al declararse la
doliente Kael Amion incapaz de desempeñar el cargo, era lo bastante
joven para no haberse contagiado de la inflexibilidad de su predeces o-
ra. Y Fenar Alacar, ahora de diecinueve años y profundamente afecta-
do por sus recientes experiencias, delegó sus funciones al Sumo In i-
ciado y se esforzaba en aprender prudencia.
El mundo estaba en paz; tal vez más en paz de lo que estuvo nun-
ca en el recuerdo de cualquiera de sus habitantes. Pero no duraría; al

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

Caos le encantaba el conflicto, e incluso ahora se excitaba la mente de


Tarod al prever el próximo enfrentamiento con los Señores del Orden.
Se produciría; el equilibrio se había establecido y debía mantenerse,
pero estaría constantemente amenazado, y él y sus hermanos se rego-
cijarían cuando se reanudase una vez más el antiguo combate. Pero el
pivote de aquel conflicto, el eje final sobre el que giraría su resultado,
estaba en manos de los falibles mortales que durante siglos adoraron
al Orden y que ahora se sentían desligados de sus severas normas y
libres de elegir su propio camino. En cuanto al que elegirían, ni Tarod
ni Yandros ni ninguno de los entes que les servían en el reino del Caos
podían saberlo; la invencibilidad no era omnisciencia, y además, la
incertidumbre daba más sabor al futuro. Pero fuera cual fuese el que
eligiese Keridil, Tarod pensó, no sin sentir un poco de afecto, que
había demostrado, al fin, que podía hacer frente al desafio de su nuevo
papel. Habría cambios, porque tenía que haberlos. Y creía que Keridil
sería un valioso instigador.
Unos dedos le tocaron ligeramente y unos colores que vibraban
mucho más allá del espectro visible resplandecieron alrededor de la
figura de la mujer que estaba a su lado. Tarod sonrió, y el pequeño
microcosmos que era la Península de la Estrella y el mundo gobernado
por ella se desvaneció entre lo almacenado en la memoria. Se levantó,
tendiendo graciosamente una mano, y unos dedos blancos se cerraron
sobre los de él, y los dos personajes se alejaron juntos del observato-
rio. Durante un momento, dos columnas pulsátiles de radiación ocupa-
ron su sitio; después, también ellas se confundieron con la niebla
arremolinada del Caos de la que habían salido. En alguna parte, una
risa que era casi pero no del todo humana, resonó dulcemente; enton-
ces las dos figuras desaparecieron, dejando tras ellas un efimero pero
profundo silencio.

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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)

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