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El Orden y El Caos PDF
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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)
El orden y
el Caos
El Señor del Tiempo
LIBRO 3
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Capítulo primero
En esa época del año, los espesos bosques que cubrían la mayor
parte de la mitad occidental de la provincia de Chaun ofrecían escasa
protección a los viajeros. En algunos lugares, los retoños primaverales
habían brotado en aisladas explosiones de verde, y en el suelo del
bosque los helechos y las zarzas mostraban tímidamente nuevos bro-
tes; pero, aparte de la resplandeciente copa de algún pino gigante
ocasional, la mayoría de los árboles todavía no tenían hojas.
En un claro no lejos del borde norte del bosque, un gran caballo
gris pastaba desconsolado en el monte bajo, arrastrando las riendas
que se enganchaban en los brezos. La silla había resbalado un trecho
sobre la cincha y un es tribo suelto golpeaba ocasionalmente una de las
patas de atrás, haciendo que el animal aplanase las orejas e intentara
morder el irritante e invisible objeto, mientras el sudor brotaba de su
cruz. Aunque por lo demás parecía bastante tranquilo, había delatoras
manchas de espuma alrededor de su boca y en torno a la silla, y de vez
en cuando el caballo interrumpía su ramoneo sin ningún motivo apa-
rente y levantaba recelosamente la cabeza, alerta contra alguna ame-
naza imaginada.
En las tres horas que habían transcurrido desde su extraordinaria
y aterrorizada llegada al claro, el caballo había hecho caso omiso de la
delicada e inmóvil figura que yacía entre las raíces salientes de un
roble gigantesco. Una doma severa lo condicionó a no abandonar a la
persona que lo montaba, fuese quien fuere, y buscar la libertad; pero
como la amazona no daba señales de recobrar el conocimiento, el
animal había perdido su interés en ella. Recordando todavía los terro-
res de las últimas horas, se contentaba con permanecer en la relativa
seguridad del bosque y seguir pastando hasta que le ordenasen que se
moviese.
La muchacha, que se agarraba frenéticamente a la silla de su
montura cuando salieron disparados del torbellino que les había aga-
rrado y traído hasta aquel lugar, fue arrojada del lomo del animal al
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Pero el claro de un bosque que sólo los dioses sabían en qué parte
del mundo se hallaba, difícilmente sería el lugar más propicio para
empezar una búsqueda. En el breve tiempo transcurrido desde que
había recobrado el conocimiento, la luz había menguado perceptible-
mente, diciéndole que el tiempo estaba empeorando. No tenía comida
ni agua ni albergue, ni la menor idea de lo lejos que podía estar del
pueblo más próximo o siquiera de un camino utilizado por los conduc-
tores de ganado. No podía calcular la hora; posiblemente se acercaba
el crepúsculo, y el bosque no era un lugar seguro para pasar la noche;
sería mejor que dejase a un lado sus especulaciones y prestase aten-
ción a los problemas más prácticos e inmediatos de la supervivencia.
Se puso trabajosamente en pie y el caballo levantó receloso la ca-
beza. Sacudiéndose el arrugado y sucio vestido (advirtió un gran des-
garrón en un lado de su falda), se llevó dos dedos a la boca y lanzó un
silbido grave y peculiar. El caballo echó atrás las orejas; Cyllan silbó
de nuevo y el animal, obedeciendo de mala gana la orden, se acercó lo
bastante para que ella le asiese la brida. Mientras enderezaba la silla y
comprobaba que no se habían roto las correas, dio gracias, tal vez por
primera vez en su vida, por los cuatro años que había pasado viajando
por los caminos a lomos de un poney como aprendiza en el grupo de
boyeros de su tío. Aquel silbido era un truco que aprendió pronto y
con el que se podía dominar al animal más recalcitrante; el caballo no
le crearía dificultades y ella estaba acostumbrada a pasar largas horas
sobre la silla. Con la ayuda de Aeoris , mentalmente se corrigió, son-
riendo maliciosamente para disimular la inquietud que le producía...,
con la ayuda de la suerte, podría encontrar rápidamente el lugar habi-
tado más próximo.
El arnés estaba seguro. Subiendo sobre una raíz de árbol para ga-
nar altura, Cyllan saltó sobre la silla. Mirando entre las ramas entrela-
zadas de los árboles, trató de discernir la posición del sol poniente,
pero el trocito de cielo que podía ver estaba nublado. Permaneció un
momento inmóvil, reflexionando, y después hizo que el caballo vol-
viese la cabeza en la que le dijo su intuición que era aproximadamente
la dirección al sur. La mayoría de las zonas boscosas que cruzaban las
partes occidental y central de la Tierra se extendían de este a oeste;
por lo tanto, si cabalgaba hacia el sur, no tardaría en alcanzar el linde-
ro del bosque y, desde allí, podría encontrar sin grandes dificultades
alguno de los caminos empleados por los ganaderos.
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Capítulo segundo
El halcón era apenas más que una mota contra el cielo turbulento,
una forma diminuta que volaba velozmente hacia el este, a favor del
viento. Era muy improbable que cualquier observador casual lo hubie-
se advertido, pero el hombre que estaba sentado al abrigo de una pro-
tuberancia rocosa en la vertiente de las colinas entre Han y la provin
cia Vacía había visto aparecer el ave en el horizonte y observaba ahora
su rápido progreso aguzando los ojos verdes.
Tarod no sabía por qué despertó el halcón su interés y le producía
cierta inquietud; pero había algo deliberado en su vuelo, como si via-
jase para alguna misión por encima y más allá de su instintivo impul-
so. Y el hecho de que viniese del noroeste, que era la dirección de la
Península de la Estrella, podía ser muy significativo.
El ave casi se perdió de vista y Tarod cambió de posición, esti-
rando una pierna para librarla de un calambre incipiente, y apoyando
la espalda en la roca. La mañana era fría, pero él no estaba todavía en
condiciones de reemprender viaje; había caminado durante casi toda la
noche y, además de estar físicamente fatigado, necesitaba tiempo para
reflexionar sobre lo que tenía que hacer.
Había salido de la Península de la Estrella de una manera espec-
tacular que no deseaba experimentar de nuevo. Antes de partir, juró a
Keridil que nada tenía contra el Círculo, pero creía que el Sumo Ini-
ciado no tendría en cuenta su palabra. Keridil quería vengar a los que
habían muerto... y también quería la piedra del Caos. Aquella gema
era el eje alrededor del cual giraba todo ese feo asunto, y Tarod tuvo
que sofocar la escalofriante mezcla de deseo y aversión que siempre le
acometía cuando pensaba en ello. Por mucho que hubiese preferido
negarlo, necesitaba la piedra; era parte vital e integral de él, pues era el
recipiente de su propia alma. Sin ella, solamente podía esperar vivir a
medias.
Pero la piedra era también una maldición, pues le ataba a un yo
interior cuya esencia tenía su origen en el mal, y ése era el dilema que
había obsesionado a Tarod desde que había descubierto la naturaleza
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Vacía, las nubes adquirían un feo color purpúreo que presagiaba llu-
via. Calculó que los primeros chaparrones tardarían varias horas y,
mientras tanto, el cambio del viento significaba que su oquedad en la
roca era el mejor refugio para él. Había hecho bien en descansar antes
de continuar su viaje; estaba cerca del agotamiento, y el sueño era
ahora más importante que la comida. Además, esos montes desnudos,
con sus viejos y desiertos caminos, eran un lugar de descanso más
seguro que cualquiera que pudiese encontrar en las más pobladas
tierras de labranza.
La roca era un lecho duro e incómodo, pero Tarod se instaló lo
mejor que pudo, arrebujándose más en la gruesa capa. El viento, que
soplaba a ráfagas, gimió en su mente como la voz lejana de un sueño
medio olvidado, y a los pocos minutos Tarod se quedó dormido.
El instinto le despertó segundos antes de que los ruidos de cascos
de caballo y de una fuerte respiración se mezclasen con el gemido del
viento. Abrió los ojos verdes y contempló una silueta monstruosa que
cubría la mitad del turbulento cielo. Un fuerte olor animal penetró en
sus fosas nasales, y Tarod se quedó rígido de la impresión, sin saber si
aquella aparición era real o surgida del abismo de una pesadilla.
Se oyó una carcajada ronca y el monstruo se movió, descomp o-
niéndose en las formas de dos hombres montados a caballo e indiscu-
tiblemente reales.
—El durmiente se despierta. —El acento era gutural, y Tarod
presumió que tenía su origen en el lejano norte de la provincia Vacía.
No le gustó el tono de voz—. Sé bienvenido en tu regreso al mundo,
amigo. ¿No es para ti un honor tener a tan buenos compañeros para
recibirte?
Alguien rió entre dientes detrás de Tarod; éste volvió rápidamen-
te la cabeza y vio a otros tres jinetes a su espalda. El que había reído
era un joven picado de viruelas y de expresión bobalicona, que tendría
dieciséis o diecisiete años; los otros eran mayores pero no más agra-
dables, y Tarod se dio cuenta de que eran, pues no podían ser otra
cosa, un grupo de bandidos.
Suspiró, se apoyó de nuevo de espaldas en la roca y cerró una vez
más los ojos. No llevaba encima nada que valiese la pena; por lo tanto,
no era probable que esos rufianes de aspecto siniestro le causasen
muchas molestias; pero le irritaba su inoportuna llegada.
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fue puramente maléfico. Habría sido mucho más sencillo matar al jefe
de los bandoleros sin emplear una crueldad tan salvaje, y sin embargo,
había sido incapaz de resistir la tentación. El poder había surgido en él
y lo había empleado... Miró su mano izquierda y la estropeada base
del anillo que llevaba todavía en el dedo índice. Incluso sin la piedra
del Caos había maldad en él. Recuperada la piedra, ¿no le sería mucho
más difícil luchar contra tan nociva influencia?
Pisando los talones a esa idea, le acometió la aguda impresión de
que se estaba compadeciendo a sí mismo. Más importante que su
bienestar era el de Cyllan, que llevaba la piedra del Caos y carecía del
poder de Tarod para protegerse. Si tenía que encontrarla, su pragma-
tismo le advertía que no debía perder tiempo y sí emplear todos los
recursos que tenía a mano, fuesen cuales fueren las protestas de su con
ciencia.
Se irguió, se plantó junto al cadáver y lo empujó con un pie para
que rodase sobre la espalda. Haciendo caso omiso de aquella mirada
ciega y acusadora, registró el cuerpo de Ravakin. Además de la espada
corta, el jefe de bandoleros llevaba un cuchillo afilado y bien equili-
brado en una vaina bordada, sin duda propiedad de alguna víctima
anterior, y una bolsa debajo de la pelliza, con monedas por un total de
unos cincuenta gravines y un puñado de pequeñas pero valiosas ge-
mas. Lo suficiente, al menos, para permitir a Tarod revestir una ima-
gen que no despertase sospechas en las poblaciones provincianas.
Levantó la mirada y vio el caballo del muerto, quieto a poca dis-
tancia, con la cabeza gacha y observándole. Evidentemente, le habían
enseñado a no moverse cuando nadie lo montaba y, una vez mitigado
su miedo, obedeció aquellas enseñanzas. Tarod levantó una mano y
chascó los dedos, emitiendo al mismo tiempo un grave sonido gutural.
El caballo levantó las orejas y se acercó, vacilando al principio y des-
pués con más confianza, obedeciendo la orden mental con que Tarod
acompañó el movimiento. Era un buen animal, un bayo corpulento y
poderoso; ningún bandido que estuviese en su sano juicio emplearía
una montura que no fuese vigorosa y segura, y Ravakin había sido un
experto a su propia e infame manera. El caballo permaneció pasivo
mientras Tarod examinaba las alforjas. En ellas encontró más mone-
das, un collar femenino de bronce y esmalte, un braza lete haciendo
juego y una buena cantidad de carne seca y trozos de fruta fermentada;
las raciones adecuadas para un hombre que viajaba ligero pero neces i-
taba una buena manutención. Había también una bota de vino, vacía
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en tres cuartas partes, pero que podía utilizarse para llevar agua. Tarod
bebió el resto de su contenido y comió uno de los pedazos de fruta
seca mientras comprobaba las guarniciones del animal; guardó el
cuchillo envainado en el cinto y, por último, saltó sobre la silla del
bayo. Cuando el animal levantó la cabeza y bufó, ansioso por alejarse
de aquella roca que olía a muerte, Tarod sacó el collar y el brazalete
de la alforja y los dejó caer sobre el cuerpo de Ravakin, produciendo
un débil y frío tintineo. Los secuaces del bandido no se atreverían a
volver allí; con un poco de suerte, el cadáver sería encontrado por
algún minero de la provincia Vacía y, posiblemente, las joyas serían
devueltas a su legítima dueña, si seguía con vida.
Miró por encima del hombro. Las nubes de lluvia estaban ahora a
poco más de una milla, pero creyó que el bayo podía dejarlas atrás.
Volviendo la cabeza del animal hacia el sur, lo lanzó a medio galope a
lo largo del accidentado camino.
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Capítulo tercero.
—¿Keridil?
La alta y noble joven había entrado en la estancia tan silenciosa-
mente que él no advirtió su presencia hasta que salió de la sombra y se
acercó a la ventana junto a la cual estaba de pie el Sumo Iniciado. Este
se volvió, sorprendido, y después sonrió cuando ella se acercó para
besarle.
—Pareces cansado, amor mío. —Su voz era cálida y solícita—.
Deberías tomarte un rato para descansar; el mundo no dejará de girar
mientras tú duermes.
El sonrió de nuevo y le rodeó los hombros con un brazo, estre-
chándola contra su cuerpo.
—Más tarde dormiré un poco. —Señaló con la cabeza a la venta-
na, donde despuntaba el día—. Todavía estamos esperando que regre-
sen las primeras aves mensajeras. Tardan más de lo que yo quisiera;
esperaba que, a estas horas, la noticia se habría difundido por todas las
provincias.
Sashka suspiró débilmente.
—¿Y no hay noticias del paradero de Tarod?
—No. Desde luego, hemos tratado de localizarle por medios má -
gicos, y las videntes de la Hermandad están empleando todos sus
recursos. Pero conozco a Tarod; si no quiere que le encuentren, se
necesitaría, para descubrirle, mucho más de lo que son capaces nues-
tros Adeptos.
—Le encontraréis —dijo ella, con tal veneno en la voz que Keri-
dil se quedó momentáneamente sorprendido al ver que su odio iguala-
ba al suyo—. Le encontraréis, Keridil. Y entonces...
Las uñas de una mano se clavaron en la palma de la otra al cerrar
ella los dedos. Cuando Tarod fuese capturado de nuevo gozaría con su
muerte lenta. Dos veces había burlado él al Círculo; estaba resuelta a
no verse privada esta vez del placer de su destrucción final. Y quizá se
permitiría verle por última vez, para recordarle que la había conocido
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mal las palabras. Pero no podía haber error; la pregunta que formulara
con tanta agitación fue contestada.
Ilyaya Kimi tenía ahora más de ochenta años y estaba delicada de
salud, pero su mente (pese a sus excentricidades y sus ataques de mal
humor) era tan clara como siempre. Al recibir el mensaje del Sumo
Iniciado, había comprendido inmediatamente el peligro de difundir la
noticia de la fuga de Tarod, aunque estaba completamente de acuerdo
con Keridil en que no podía ocultarse la verdad. Brevemente, y con
una visión que le hizo estremecerse, describió el histerismo que, a su
entender, se apoderaría de todas las provincias en cuanto se diese la
alarma. El Caos era para todos los hombres y mujeres una pesadilla
ancestral, un legado de un pasado que, aunque olvidado desde hacía
largo tiempo, se negaba a morir. Y sólo había, declaraba, un curso de
acción que, en su opinión, debía tomar el Sumo Iniciado.
Keridil dejó caer a un lado la mano que sostenía el pergamino y
se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la otra. Por todos los dio-
ses que habría querido que su padre, Jehrek, estuviese todavía vivo.
Jehrek había tenido la prudencia y el buen criterio que eran fruto de
años de experiencia, y su hijo necesitaba ahora desesperadamente
aquellas cualidades. Si no hubiese muerto... Y algo se nubló en el alma
de Keridil al recordar que había sido Yandros, Señor del Caos, quien
quitara la vida al viejo...
—¡Keridil!
El casi había olvidado la presencia de Sashka en la habitación, y
levantó la mirada, sobresaltado, como si hablase un fantasma. Ella le
estaba observando, muy abiertos los ojos negros y tendiendo una ma-
no vacilante hacia él.
—¿Qué es, Keridil? ¿Qué te dice?
Jehrek ya no estaba aquí para ayudarle.., pero podía hacerlo
Sashka. Aunque era mala cosa hacer confidencias a personas ajenas al
Círculo, a pesar de que el Consejo de Adeptos podía desaprobarlo
enérgicamente, Keridil necesitaba compartir su carga con ella.
Le tomó la mano y dijo a media voz:
—La Hermana Ilyaya Kimi me pide formalmente que convoque
el Cónclave de los Tres.
Sashka le miró, pasmada. Lo había comprendido, sabía lo que era
aquello; pero, ahora que él había pronunciado las primeras palabras,
tenía que explicar el resto.
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—Me pide que informe al Alto Margrave y que empiece los pre-
parativos. —Hizo una pausa y añadió—: Confirma lo que yo más
temía, Sashka... Que nuestra única esperanza de vencer al Caos es ir al
Santuario de la Isla Blanca y abrir el cofre de Aeoris.
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ganado por los caminos mientras esos diablos anden sueltos. ¡No lo
haría por todo el vino del sur de Chaun!
—¡Eh, Cappik! ¿Por qué estás acaparando a tu visitante, priván-
dola de una buena compañía? —Un hombre alto y moreno se acercó a
la mesa y empujó hacia un lado al posadero para sentarse, sonriendo al
mismo tiempo a Cyllan y mostrando los mellados dientes. Levantó su
jarra—. Creo que es lo que todos necesitamos esta noche. Una buena
compañía.
Los otros se acercaron uno a uno agrupándose delante del fuego.
La mujer del posadero añadió más leña, y todos se sentaron a las me-
sas próximas, encontrando sitio las mujeres donde podían, y Cyllan
fue muy pronto centro de la atención de todos. Su interés no ofrecía el
menor peligro; era simplemente la curiosidad natural y ociosa que
provocaba una desconocida, y una oportunidad de distraer la mente de
pensamientos menos agradables. Las lenguas se aflojaron cuando se
hizo de noche, todos siguieron bebiendo cerveza, y los hombres em-
pezaron a especular sobre las noticias del norte y lo que éstas podían
significar. Cyllan escuchaba y hablaba poco, y aunque la charla se
hizo pronto más ruidosa y exagerada, por los efectos de la cerveza,
comprendió que el valor de que querían hacer gala sus acompañantes
era pura jactancia; el miedo provocado en ellos, y en toda la pobla-
ción, por las noticias del norte era real y profundo.
Era tarde cuando al fin subió Cyllan la desvencijada escalera que
conducía al piso superior de la posada. En la planta baja, unos pocos
de los más atrevidos bebedores habían desafiado su terror para dirigir-
se a casa, tambaleándose en la oscuridad; pero la mayoría se había
acomodado lo mejor posible alrededor del fuego, y Los Dos Cestos
fue cerrada y atrancada para la noche.
La cama era estrecha, dura y no particularmente limpia; pero
después de pasar dos noches al aire libre, Cyllan dio gracias por ello.
Después de apagar la vela y arrebujarse en la delgada manta, reflexio-
nó sobre todo lo que había oído esta noche.
Tarod estaba vivo. El mensaje de la Península de la Estrella había
desvanecido todas sus dudas y guardó este conocimiento como un
precioso secreto. Mientras él viviese y estuviera en libertad, tenía ella
esperanza..., pero el decreto del Sumo Iniciado le decía claramente
que toda la Tierra les estaría buscando desesperadamente. Y la afirma-
ción de que los dos fugitivos eran siervos del Caos representaba un
elemento mortal. El miedo había sido esta noche un compañero tangi-
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Las fuertes lluvias de los últimos días habían afectado poco al sur
de la provincia de Chaun, en el lejano sudoeste, y así, la madera y el
techo de paja de la casa de campo estaban lo bastante secos para arder
de modo espectacular. Un humo denso y graso surgía del tejado; la
vieja parra encaramada en las paredes se encogía, chasqueaba y se
retorcía como ser pientes moribundas, y el brillante resplandor del
fuego brotaba de todas las ventanas.
Más allá de la casa, los dos pajares empezaban también a arder y,
a lo lejos, en los bien cuidados campos, unos hombres se movían co-
mo fantasmas entre nubes de humo y prendían fuego a las jóvenes
mieses con sus antorchas.
Estruendosamente, y con una súbita erupción de llamas, se hun-
dió el tejado de la casa de campo, y entre aquel ruido infernal se oyó
gritar a una mujer en desesperada pero impotente protesta. La esposa
del granjero estaba arrodillada en el patio, tratando de tomar en brazos
a sus tres hijos pequeños, mientras una mujer mayor con el hábito
blanco y ahora tiznado de las Hermanas de Aeoris se esforzaba en
contenerla. A pocos pasos de ella, su marido yacía despatarrado sobre
el polvo. Había querido impedir aquella locura, pero una tea encendi-
da contra su cara puso fin a sus protestas, cegándole un ojo y dejándo-
le una cicatriz que llevaría durante el resto de su vida.
Y, a distancia segura del granjero herido y de su histérica familia,
un grupo de serios y pequeños terratenientes y de modestos dignata-
rios locales observaba la destrucción con satisfacción sombría. Una
necesidad muy lamentable, convinieron entre ellos, pero una neces i-
dad a fin de cuentas. El zagal que informó del extraño rito que había
visto realizar a su amo al ponerse el sol el día anterior se había portado
bien; la fidelidad, por muy recomendable que fuese, tenía que subor-
dinarse a la obligación de denunciar a un servidor del Caos...
Ardió la casa y todo lo que contenía, y al fin terminó el espectá-
culo; los gritos de la esposa del granjero se convirtieron en profundos
y desgarradores sollozos. El hombre que se había erigido en jefe de la
delegación avanzó con paso lento hasta el lugar donde se hallaba la
Hermana de blanco hábito y contempló a la campesina con una mezcla
de compasión y repugnancia.
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como fuere, debían saber lo que había sucedido aquí. ¿Cómo podían
censurar que hubiese reaccionado de este modo?
Sin darse cuenta, miró hacia la Piedra de la Ley en el centro de la
plaza desierta. Se habían llevado el cuerpo destrozado de la muchacha,
pero las antorchas que ardían en sus altos soportes alrededor de la
plaza mostraban unas manchas oscuras sobre la piedra que no parecían
sombras. La hermana Fanal vio la expresión de Cyllan y tocó ligera
mente el brazo de su compañera.
—Creo que le comprendo —dijo, señalando con la cabeza hacia
la Piedra—. A la luz de los sucesos de hoy...
La Hermana Liss parecía ablandarse.
—¡Oh, sí! Desde luego. —Se lamió los labios—. Afortunada-
mente, nuestro grupo no tuvo que presenciar la ejecución, ya que
llegamos cuando todo había terminado. Tiene que haber sido un es-
pectáculo terrible.
Cyllan encogió los hombros, irritada por haber dado pruebas de
debilidad, pero al mismo tiempo apaciguada por los sentimientos
compasivos de las Hermanas.
—Era más joven que yo —dijo con voz áspera.
—Así lo he oído decir. Y sin duda pensaste que, de no ser por la
gracia de Aeoris, habrías podido encontrarte en su lugar. —La He r-
mana Liss suspiró—. Vivimos días tristes. Y lo único que podemos
hacer es rezar para que acaben pronto.
Cyllan no pudo abstenerse de protestar contra el fatalismo de
aquella mujer.
—¡Pero era inocente! —dijo; pero dándose cuenta de que había
dado un peligroso resbalón, añadió—: Quiero decir que no había
pruebas contra ella, ¡nada que se apoyase en un pensamiento racional!
Sin embargo, ellos..., fue como si... —Hizo un ademán de frustración
e impotencia, irritada por su incapacidad de expresar lo que sentía—.
Querían una víctima, sin importarles que fuese o no culpable.
Liss sonrió tristemente.
—Comprendo tus sentimientos. Pero debes recordar que a todos
no esperan ahora peligros más graves que la simple aprehensión de
dos fugitivos. El Caos es un enemigo mortal, y es muy astuto. Sus
siervos no perderán oportunidad de encontrar a los más débiles y dis o-
lutos, y corromperles para que se pongan ,a su servicio. —Su sonrisa
se extinguió. Por muy duro que pueda parecer a veces, tenemos que
defender las leyes de Aeoris y no podemos arriesgarnos a permitir que
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del sol con un brillante destello, y las que estaban cerca de ella levan-
taron la mirada, sorprendidas.
—¿El cristal Hermana? —preguntó amablemente Farial.
Jennat sonrió.
—Sí. El río me ha dado la idea. Tan suave y tranquilo, y la mane-
ra en que la corriente capta la luz del sol y la refleja es realmente hip-
nótica.
Fanal se volvió a Cyllan.
—No debes prestar atención a la Hermana Jennat, Themi a. Elige
los momentos más inverosímiles para practicar su arte, aunque la
verdad es que todas estamos orgullosas y envidiamos su talento.
Cyllan asintió con la cabeza, inquieta, y los ojos negros de Jennat
se fijaron en los suyos.
—Oh, pero no quiero molestar a nuestra nueva amiga —dijo
amablemente—. Nosotras olvidamos con facilidad el hecho de que,
para los legos, nuestro arte puede a veces parecer desconcertante. No
nos acordamos de que la magia se practica muy poco fuera de la Her-
mandad.
A pes ar de la suavidad de su voz, las palabras eran un claro des a-
fío. Cyllan la miró, fruticiendo los párpados.
—Por favor, no te detengas por mí, Hermana. Eso no me da mie -
do.
Jennat hizo girar varias veces el pequeño cristal entre las manos.
— ¿Has visto alguna vez algo parecido a esto?
—Una vez vi un lector de piedras en una feria —dijo Cyllan—.
Pero creo que debía de ser un charlatán.
—La mayoría de los que se dicen adivinos lo son. Para llegar a
tener verdadero talento se requiere dedicación y años de estudio.
Cyllan no replicó, y Jennat, después de otra de sus lentas sonri-
sas, volvió a fijar su atención en el cristal. Después de una prudente
pausa, Cyllan se puso en pie y, esperando que sus acciones pareciesen
casuales, bajó lentamente la suave cuesta hasta la orilla del río. Allí el
agua era cristalina, y creyó ver que unos peces se movían ágilmente
entre las manchas de sombra. Trató de concentrarse en observarlos,
pero le fue imposible; las sutiles insinuaciones de la Hermana Jennat
habían roto la barrera mental detrás de la cual había ocultado sus más
profundos temores, y se sentía atormentada por la inquietud. Esta
sensación, junto con la esperanza irracional de que separándose fís i-
camente de la vidente podría librarse de su escrutinio, la había emp u-
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El orden y el caos El señor del tiempo (libro 3)
—Cyllan...
—¿Qué?
Se volvió sin pensar en que había sido llamada por su nombre,
por su verdadero nombre, y sólo cuando se encontró cara a cara con
Jennat se dio cuenta del terrible error que había cometido.
Jennat sonrió.
— ¿Puedes mostrarnos la joya que guardas con tanto cuidado so-
bre tu piel?
La Hermana Liss se detuvo delante de su caballo.
—¿Quée joya? ¿Qué joya es ésa, Jennat?
Cyllan contuvo el aliento, esforzándose en parecer mucho más
tranquila de lo que se sentía. Jennat, segura ahora de sí misma, siguió
mirándola fijamente.
—Hermana Liss, creo que es tal vez más importante establecer la
pequeña cuestión de la identidad de nuestra amiga.
Liss comprendió de pronto lo que quería decir la vidente.
—La has llamado Cyllan...
—Y ella me ha respondido. Creo que, si mi cristal no me engaña,
su nombre completo es Cyllan Anassan.
Fanal lanzó un débil grito sobresaltado y Liss abrió mucho los
ojos.
—Jennat, no querrás decir...
—¡Y sus cabellos! —la interrumpió Jennat, señalándo los—.
¡Son tan castaños como los míos! Es rubia, tan rubia que es casi albi-
na. Y mi cristal me mostró una gema que guarda oculta, una verdadera
joya. Registradla, Hermanas, ¡y creo que encontraréis la piedra que
está buscando el Círculo!
La impresión hizo que Cyllan echase raíces en el sitio donde es-
taba, pero de pronto se dio cuenta de que estaba perdida. No podía
desmentir las acusaciones de Jennat; su única esperanza estaba en la
huida.
Dio un frenético salto para subir a su poney, pero mientras se
deslizaba a horcajadas sobre su lomo, Jennat corrió hacia ella y la
agarró de un brazo. Cyllan la sacudió violentamente, el poney saltó
hacia delante y ella, perdiendo el equilibrio, sintió que resbalaba de la
silla. Cayó al suelo con un ruido sordo, los cascos del poney no le
dieron por un pelo en el cráneo al retroceder espantado el animal, y la
caída le cortó la respiración. Antes de que pudiese levantarse, tres de
las Hermanas se arrodillaron a su lado y la sujetaron.
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Capítulo sexto
Keridil Toln observó el halcón que partía hasta que no fue más
que un punto diminuto en el cielo, indistinguible entre los jirones de
nubes que salpicaban el azul. Si podía confiar en los cálculos del hal-
conero Faramor, y la experiencia le decía que podía hacerlo, el mensa-
je vital llegaría a su primer destino en menos de dos días, y sería en-
tregado en el segundo el día después.
Dio las gracias a Faramor, pero atajó toda ulterior con versación;
ahora tenía demasiado en qué pensar para perder el tiempo en chanzas.
Subió rápidamente la escalinata de la entrada del Castillo y cruzó la
puerta, estremeciéndose involuntariamente al sentir el vivo contraste
entre el calor del interior y el frío de la mañana. Después se dirigió a
sus habitaciones.
El estudio estaba vacío, pero pudo oír que alguien se movía en
los aposentos privados contiguos. Keridil se detuvo un instante para
calentarse las manos en el hogar y, después, abrió la puerta de sus
habitaciones, pensando que encontraría a Sashka esperándole. Pero, en
vez de ella, vio a Gyneth Linto, el viejo mayordomo que había estado
antes al servicio de su padre. Gyneth estaba inclinado sobre un arcón
en el rincón más lejano de la estancia, y al entrar Keridil, se irguió e
hizo una profunda reverencia.
—¿Ha partido el halcón sin novedad, Señor?
—Sí.
Keridil cruzó la habitación y contempló con cierto disgusto los
artículos que el viejo estaba sacando del arca. Una capa larga con
grandes bordados en hilo de oro..., un broche de oro macizo con su
sello..., una diadema de oro..., el cetro de Sumo Iniciado...
—La diadema está un poco deslustrada, Señor —dijo Gyneth,
acercándosela para que la inspeccionase—. Pero nada que no pueda
arreglarse puliéndola un poco.
—Está bien. —Keridil desdeñó la diadema con un ademán, no
queriendo pensar en los atributos de su cargo hasta que las circunstan-
cias le obligaran a ello—. Quiero viajar ligero, Gyneth —añadió—.
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de la Isla del Verano y de puño y letra del Alto Margrave, Penar Ele-
car, con idéntica petición.
Keridil sabía que lo más fácil habría sido acatar el veredicto de la
mayoría y convocar el Cónclave sin pensarlo más. Pero tenía un vivo
sentimiento de su responsabilidad como custodio de las leyes del
mundo espiritual y primer vehículo de la palabra y de la voluntad de
los dioses. En toda la larga historia, desde la caída de los Ancianos, no
se había convocado nunca un Cónclave, y estaba claramente escrito
que sólo debía convocarse en caso de un peligro mortal que ningún
otro poder pudiese conjurar.
¿Era ésta la ocasión? ¿O acaso el despertar de los antiguos y
dormidos temores se había apoderado con demasiada fuerza de ellos y
había deformado exageradamente la verdad? Keridil sabía que nunca
podría estar seguro de la respuesta; debía confiar en su propio juicio.
El Cónclave sería poco más que una formalidad; su resultado estaba
previsto de antemano, y él, como Sumo Iniciado, debería subir al
santuario de la Isla Blanca, abrir el cofre sagrado y estar preparado
para encontrarse cara a cara con Aeoris.
Llamar al gran dios para que volviese al mundo.., era una respon-
sabilidad que le helaba la sangre. Si el juicio del Cónclave era equivo-
cado, ¿de qué cólera sería él víctima? ¿Qué castigos caerían sobre
todos ellos? Jugar con un dios era la insensatez suprema... ¿Qué pasa-
ría si la decisión de abrir el cofre resultaba un error?
Keridil miró de nuevo las dos cartas y, después, el creciente mo n-
tón de informes y declaraciones que habían llegado de casi todas las
provincias, traídos por aves mensajeras o por mensajeros a caballo.
Juicios, acusaciones, ejecuciones; inundaciones y cosechas perdidas;
terrores inarticulados y súplicas de ayuda o de consejo al Círcu lo... El
miedo al Caos cundía por toda la Tierra, y nada, salvo la destrucción
de aquellas fuerzas del mal, podía detenerlo. Los Adeptos habían
probado todo lo que sabían para descubrir a los fugitivos y, con ellos,
la piedra del Caos; pero sus ritos y conjuros habían resultado inútiles,
y eso bastaba para convencer a Keridil de la gravedad del peligro con
el que se enfrentaban.
En una ocasión, había mirado a la cara al Caos, y el recuerdo se
había grabado para siempre en su cerebro. Yandros, la quintaesencia
del mal, con sus cabellos de oro y sus ojos siempre cambiantes y su
bella y maligna sonrisa... Yandros, que se había burlado del Círculo y
les había desafiado a plantarle cara, si se atrevían, cuando se alzasen
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—¡Muy segura! ¡Claro que estoy segura! —Le soltó con una ex-
presión de alivio y de triunfo en el semblante, y su sonrisa se trocó en
otra de profunda preocupación—. Deberías descansar un poco más —
dijo, solícita—. Si vamos a partir mañana al amanecer, necesitarás de
todas tus fuerzas.
—No tengo tiempo. Gyneth volverá pronto y...
— ¡No te preocupes de Gyneth! Si encuentra cerrada la puerta, te
dejará en paz. —Se levantó, cruzó graciosamente la estancia y él oyó
que corría un cerrojo—. Ya está. Ahora nadie vendrá a molestarnos.
—Volvió a la cama y se tumbó en ella, rodeando cálida y posesiva-
mente a Keridil con sus brazos—. Estamos juntos, y seguiremos jun-
tos de ahora en adelante. —Su voz era suave y persuasiva—. Eso es lo
único que importa.
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—Es verdad, sí; pero nuestro Margrave ha dicho que esta vez no
es mera palabrería. —El miliciano pareció orgulloso—. Se dice que la
joven tiene una joya. Una joya incolora.
¿Sería posible...? Tarod dijo en voz alta:
—Ya veo... ¿Y ha sido sometida a juicio?
—No, señor; no hasta ahora, que yo sepa... —El miliciano pare-
cía un poco avergonzado—. He oído decir que el asunto no es de
competencia de la justicia local. La muchacha tiene que ser llevada
hacia el norte, a la Península de la Estrella; pero el viaje es largo y
peligroso. Si alguien dotado de autoridad pudiese encargarse de esto...
—Tosió—. Si es que me entiendes, señor...
Tarod lo entendió. Antes se había dejado engañar por falsos ru-
mores, pero esta vez parecía que podía haber pruebas reales contra la
joven, fuese ésta quien fuere. Tanto si era una pérdida de tiempo como
si no, tenía que asegurarse. Asintió con la cabeza.
—Está bien. En vista de lo que me has dicho, retrasaré mis pro-
pios asuntos. ¿Dónde está la muchacha?
El jefe de la milicia pareció aliviado.
—En la misma Ciudad de Perspectiva, señor. A unas diez millas
de aquí, no más.
—Entonces propongo que vayamos allá sin mayores dilaciones.
—¡Si, señor!
Gritó unas órdenes innecesarias a sus hombres, que ya estaban
haciendo dar la vuelta a sus caballos, y la cabalgata emprendió la
marcha. Mientras trotaban, Tarod trató de no pensar en lo que encon-
traría o dejaría de encontrar al llegar a su destino. Si la muchacha
capturada no era Cyllan, solamente sufriría otra desilusión. Pero si lo
era..., no había considerado cómo podría liberarla; su presunta condi-
ción no le bastaría para imponerse a cualquier otra autoridad y llevarse
a la muchacha. Si pudiese recobrar la piedra-alma, podría hacer uso de
unos poderes que ahora estaban fuera de su alcance..., pero no quería
pensar demasiado en esa posibilidad.
Un poco antes de una hora, aparecieron delante de ellos los rojos
tejados de Perspectiva, elevándose sobre las seis murallas concéntricas
de piedra clara que rodeaban la ciudad. Aquellas murallas habían sido
construidas para proteger de las primeras heladas a los huertos de
árboles frutales que habían dado fama a Perspectiva, y que daban las
tempranas cosechas de verano que eran el orgullo de la ciudad. El
grupo cruzó a caballo uno de los anchos arcos de la muralla exterior y
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corrieron los dos por los pasillos que serpenteaban y se dividían delan-
te de ellos. Aparecían y desaparecían caras, gritando aterrorizadas, y
se hallaron ante la puerta de doble hoja de la entrada principal.
La muchedumbre que estaba en la avenida se abrió, como las
hojas azotadas por un vendaval, cuando salió corriendo del palacio de
justicia el oscuro y demoníaco personaje. Para la retorcida conciencia
de Tarod, la escena era una pesadilla de formas enloquecidas y ruidos
espantosos; la fuerza del Caos se había apoderado de él, y los cuerpos
arremolinados y las voces estridentes no significaban nada. Una luz
negra centelleaba a su alrededor, iluminando el rígido semblante y los
ojos de poseso. Algo se movió en el borde de la multitud, y él le envió
mentalmente una orden implacable; el gran caballo bayo se encabritó
y bailó, pero él le dominó con su voluntad y, casi automáticamente,
levantó a Cyllan sobre el lomo del animal y saltó sobre la silla detrás
de ella.
La sensación de aquellos músculos hinchados y poderosos debajo
de él le devolvieron un poco de su cordura; gritó con fuerza una orden,
y el caballo dio media vuelta y se lanzó al galope en dirección a las
murallas de la ciudad y a la libertad.
Capítulo séptimo.
dor conocimiento de que volvía a estar entero. Por muy maligna que
pudiese ser la joya, fuese cual fuere su herencia caótica, contenía su
alma, era parte integrante de él y, sin ella, habría sido poco más que
una cáscara vacía.
La noche pasada, cuando había hecho el amor con Cyllan le pas-
mó la intensidad de sus propias emociones. Los largos y solitarios días
en que se había sentido vacío y sin alma dejaron su huella, y casi
había olvidado lo grande que podía ser la fuerza de las pasiones
humanas, buenas o malas. Era como si su existencia tomase dimen-
sión, una dimensión en que cada sentido, cada sentimiento, cada pen-
samiento, eran más brillantes, claros y agudos. Una vez dijo a Cyllan
que, hasta que recobrase su alma, no podía amar ni entregarse de la
manera que realmente deseaba, y ahora se daba cuenta de lo verdade-
ras que fueron sus palabras. Sin embargo, la piedra, sin la cual estaba
solamente vivo a medias, le imbuía una maldad a la que había ya su-
cumbido una vez y a la que, sin duda, volvería a sucumbir. Esta era la
naturaleza del dilema, y a Tarod le resultaba difícil vivir consigo mis-
mo.
Estaba dando vueltas y más vueltas a la piedra en su mano, cuan-
do de pronto sintió que los dedos de Cyllan se entrelazaban con los
suyos, deteniendo el movimiento.
—Tus pensamientos no son felices, Tarod —dijo ella a media
voz—. ¿Estabas pensando en lo que sucedió en Perspectiva?
El la miró y suspiró.
—Sí. Y me estaba preguntando qué vería en tus ojos cuando te
despertases, y si podría resistirlo.
— ¿Por qué no habrías de poder? ¿Tanto crees que he cambiado?
Tarod sacudió la cabeza. Hizo un indeciso intento de retirar la
mano, pero ella no la soltó.
—Ayer viste por primera vez la fuerza que realmente me anima,
Cyllan —dijo—. Viste mi alma, y esta alma no es humana. Viste el
Caos.
—Vi a Tarod como veo a Tarod ahora... y como he tocado y he
sentido a Tarod esta noche.
—Entonces tal vez no comprendes todavía lo que realmente soy.
La cara de ella estaba parcialmente cubierta por la cortina de sus
cabellos, pero incluso en la penumbra pudo ver él una extraña y ar-
diente intensidad en sus ojos.
Capítulo octavo
Los ojos agudos de Tarod vieron, contra el resplandor del sol po-
niente, la pequeña cabalgata que se acercaba desde el oeste, y alargó
una mano para tocar la brida del caballo de Cyllan, haciendo que se
detuviese. Ella se volvió en su silla, entornando los párpados al tratar
de mirar en la dirección que él estaba señalando, y después le miró y
vio inquietud en su semblante.
—¿Quiénes son, Tarod?
—No lo sé.
No podía explicar la premonición intuitiva que se agitaba dentro
de él; aquél no era, ni mucho menos, el primer grupo con el que se
encontraba en el camino, pero un sexto sentido le decía que no era un
convoy ordinario, y se puso alerta.
Cyllan miró de nuevo. El sol se estaba hundiendo en una capa de
nubes y el resplandor menguó de pronto, de manera que pudo distin-
guir figuras individuales en la cabalgata.
—Avanzan muy despacio —dijo, y después —: Hay algo en me -
dio; algo grande...
—Es un palanquín. —Tarod frunció el entrecejo—. Y la mayoría
de los jinetes parece que van vestidos de blanco.
Ella le miró con incertidumbre, empezando a compartir su in -
quietud.
— ¿ Pero, quiénes son?
—Sé quiénes deberían ser; pero no es lógico, a menos que...
Vaciló y entonces sacudió la cabeza como rechazando una idea
que hubiese pasado por su mente y volvió su atención hacia el sur. A
tres millas delante de ellos, al otro lado de una verde franja de terreno
pantanoso, se distinguían los contornos de Shu-Nhadek en la neblina
de la tarde y, más allá de su confusa silueta, el mar brillaba como un
cuchillo en el horizonte. Casi habían alcanzado su meta...; habían
proyectado llegar al hacerse de noche, y parecía que no lo harían so-
los; Tarod calculó que, a la velocidad actual, el lejano grupo se cruza-
De nuevo se echó a reír el Señor del Caos, pero esta vez había
una ironía espantosa en su risa, como si fuese víctima de una broma
celestial. Tarod, que le conocía de antiguo, permaneció impávido, y
por último se extinguió la risa, dejando solamente ecos que parecieron
tomar vida propia antes de desvanecerse en la nada.
¿Según el patrón de quién?, repitió Yandros. ¡Ahi, Tarod cuántas
cosas has olvidado! Se volvió súbitamente para enfrentarse de lleno a
Tarod y, a pesar del abismo que le separaba de él, Tarod sintió una
fuerte sacudida psíquica cuando el Señor del Caos le apuntó con un
dedo acusador. Entonces, sigue tu camino, dijo Yandros. Inclínate
ante la corrupción del Orden y aprende la lección a la que te ha con-
denado tu vida mortal. Yo no puedo dominarte, debo confesarlo, pues
lo sabes tan bien como yo y en los viejos tiempos no había secretos
entre nosotros. Ve, pues. Habla al demonio Aeoris. Confíate a su
misericordia, ¿y donde había siete habrá seis! Encogió los hombros, y
la columna de luz en la que se hallaba se contrajo, oscureciéndose, de
manera que al fin la cara marfileña de Yandros miró con frío desdén
desde una niebla negra y sólo sus cabellos dorados y brillantes dieron
algún color a la turbadora escena. Su voz sonó suavemente, sibilante,
insinuante, en la mente de Tarod, al empezar a fragmentarse el sueño
y arrastrarle de vuelta al mundo físico.
Lloraremos tu muerte.
Se despertó en medio de un silencio que se clavó en lo más hon-
do de su ser. Ningún grito, ninguna sudorosa explosión fuera del reino
de la pesadilla; ningún espasmo muscular que le sacase de las profun-
didades del sueño, sino simplemente la tranquila oscuridad de la habi-
tación en la posada de Shu-Nhadek y la luz de la luna que trazaba
dibujos sin sentido en el techo. Desde abajo, llegaban murmullos apa-
gados y ocasionales chasquidos de metal; parecía que la taberna estaba
todavía abierta y que permanecería así toda la noche.
Cyllan dormía a su lado. Lágrimas ya secas surcaron hacía rato
sus mejillas, pero cualquier terror nocturno que la hubiese asaltado
parecía haberse desvanecido ahora; su respiración era suave y regular.
Tarod alargó una mano para tocarla y se dio cuenta de que su brazo
estaba temblando; en su dedo índice brilló la piedra del Caos al refle-
jarse un rayo de luna en sus facetas.
Las últimas palabras de Yandros ardían como fuego en su cere-
bro. Fuese cual fuere el nombre que eligiese dar a aquel encuentro, no
había sido un sueño; y había sacudido de firme su confianza y su res o-
Capítulo noveno.
por las dos personas mayores del triunvirato para hacer otra cosa que
no fuera seguirles la corriente.
El carruaje estaba ahora cargado con los regalos y las ofrendas
(flores de primavera, dulces, collares-amuletos y toda clase de artefac-
tos) que la multitud había arrojado a su soberano. Y cuando al fin
pudo salir de la plaza y alejarse en dirección a las afueras de la ciudad,
Tarod suspiró y se alejó de la ventana.
—Dos de los tres —dijo—. Ahora sólo esperan la llegada de Ke-
ridil, y sospecho que estará aquí antes de que se ponga el sol.
Cyllan se levantó y estiró una pierna, que tenía entumecida.
—Pareces estar muy seguro.
—Bastante. —Sonrió—. En los viejos tiempos, cuando nos con-
siderábamos como los mejores amigos, Keridil y yo teníamos una
comunicación que era a veces casi telepática, y ningún grado de ene-
mistad puede destruir eso del todo. Está cerca y, cuando llegue a la
ciudad, lo sabré.
—¿También sabrá él que estás aquí? —preguntó Cyllan, inquieta.
—Si bajo la guardia, sí.
—Entonces, tal vez deberíamos buscar otro lugar...
—No —le interrumpió él, sacudiendo ligeramente la cabeza—
Debo estar alerta, eso es todo. Keridil no será ninguna amenaza contra
nosotros si tenemos cuidado. Pero su llegada significa que el tiempo
apremia: debemos llegar a la Isla Blanca antes de que llegue el barco
que ha de llevarse al Cónclave.
Con el disfraz que habían adoptado, pasaron la mañana entre los
pescadores locales y otros dueños de barcas, buscando una embarca-
ción que pudiesen alquilar. Los años que Cyllan había pasado en las
Grandes Llanuras del Este le habían dado un buen conocimiento de la
navegación, y las corrientes del sur eran mucho menos traidoras que
las del Cabo Kennet, de manera que podía manejar una nave de di-
mensiones razonables sin necesidad de tripulantes. Pero no encontra-
ban ninguna. Todas las embarcaciones, por poco capaces que fuesen
de hacerse a la mar, habían sido alquiladas o encargadas por personas
ansiosas de seguir a la fabulosa Barca Blanca cuando zarpase, y ni el
dinero ni la condición eran bastantes para adquirir un pasaje.
Tarod se había abstenido de emplear sus poderes para conseguir
una barca, al menos hasta entonces; estaba cansado de provocar discu-
siones o levantar sospechas, y prefería resolver su problema en térmi-
nos más mundanos. Pero empezaba a parecer que no tendría más re-
Besó a Sashka una vez más, esta vez dejando que sus labios se
demorasen sobre los de ella, ya que la sensación de urgencia había
cedido un poco, y murmuró:
— ¿Tengo tiempo para cambiarte de ropa para la noche?
Ella le acarició los cabellos.
—No.
—Bien. —La soltó y se levantó—. Entonces deja que cierre la
puerta durante un rato...
mujeres... Anclará a una milla de la costa. —Se pasó la lengua por los
labios—. Sería un honor para mí llevarte allí en la Bailarina, si no te
importa el olor a pescado de la barca.
Keridil tuvo la impresión de que el hombre se ofrecía de mala
gana, pero no estaba dispuesto a rehusar la propuesta y además, diez
gravines aliviarían sin duda la carga del marinero.
—Gracias —dijo, mirando una vez más hacia el mar y desviando
después rápidamente la vista—. Aprecio tu generosidad.
El marinero miró al suelo y señaló con la cabeza el cuerpo enco-
gido e inmóvil de Cyllan.
— ¿Qué hay que hacer con ella, señor?
Se había olvidado de Cyllan... Ahora la contempló Keridil, y re -
flexionó. Si la dejaba en el Margraviato, al cuidado de los servidores,
o les engañaría para conseguir la libertad o establecería contacto tele-
pático con Tarod, pidiéndole que viniese en su ayuda. Era posible que
él la estuviese ya buscando, y la idea de la indefensa casa del Margra-
ve dejada a su merced no era agradable. No tenía tie mpo de aislarla
mágicamente, y esto sólo le dejaba una alternativa.
El Sumo Iniciado sonrió. La Barca que se acercaba les llevaría al
único lugar del mundo donde el Caos no podía tener influencia alguna.
Si Tarod les seguía hasta allí, se vería despojado de su poder, impoten-
te ante la justicia final. Y el único señuelo que podía obligarle a se-
guirles estaba en manos de Keridil.
—Llevadla a bordo de la Bailarina Azul —dijo—. Navegará con
nosotros hacia la Isla Blanca.
Capítulo décimo.
ron el suave ritmo del mar y de las velas, hasta que se extinguieron,
dejando solo a Keridil.
Este no quería atisbar en la oscuridad, pero una fascinación con
tra la que no podía luchar hizo que se volviese y mirase por encima de
la proa de la barca. Y allí estaba..., todavía indistinto, pero más próxi-
mo: el blanco fantasma de un barco anclado que se mecía suavemente.
La sombra le envolvía y hacía imposible juzgar sus dimensiones; a
veces parecía alzarse como una torre en las tinieblas de la noche, y
otras, pensaba, incluso la Bailarina Azul era más grande. A popa, una
luz fría e incolora centelleaba vacilante, pero no se advertían otras
señales de vida. Igual hubiese podido ser una imagen nacida de un
sueño inquieto.
—Keridil...
Sashka no pudo disimular su miedo y le asió una mano mientras
él se ponía cautelosamente en pie. El se desprendió de aquellos dedos,
esperando que su apretón hubiese sido para darle ánimo, pero no pudo
hablar antes de pasar cuidadosamente sobre el banco y dirigirse a
proa. Al llegar a ella, oyó que la voz de Fenar murmuraba aterrorizada
sobre el ruido del oleaje.
—He olvidado las palabras... Que los dioses me valgan, Isyn, pe-
ro olvidé lo que tengo que decirles...
El Sumo Iniciado cerró un momento los ojos; después se agarró
con fuerza a la maroma.
La ascensión pareció un sueño interminable, pero al fin llegó un
momento en que Keridil vio una luz que brillaba arriba y, segundos
más tarde fue impulsado hacia adentro y se tambaleó sobre la cubierta
de la Barca Blanca. Durante unos instantes estuvo casi cegado; des-
pués, al acomodarse su mirada, les vio.
Debían de ser doce o quince, alineados en semicírculo sobre las
pálidas tablas de la cubierta. Las movedizas velas proyectaban extra-
ñas sombras sobre sus inmóviles figuras y, por un instante, Keridil
tuvo la espantosa sensación de que no eran verdaderos hombres, sino
muertos resucitados, increíblemente viejos e inconcebiblemente extra-
ños. Las palabras que ensayó con tanto cuidado se atascaron en su
garganta; entonces una de las figuras se movió y se rompió el hechi-
zo... o al menos su elemento peor.
Como sus compañeros, el portavoz de los Guardianes vestía de
blanco de los pies a la cabeza; tenía andadura de marinero, aunque no
se parecía a ningún marinero que Keridil hubiese visto jamás. Una
cara blanca como la leche, jamás tocada por el sol; cabellos grises
desgreñados y echados atrás sobre el cráneo; un semblante sin la me-
nor expresión. Miró al Sumo Iniciado con ojos vacíos, y Keridil tuvo
la desconcertante impresión de que el Guardián no le veía o conside-
raba irrelevante su presencia.
Le correspondía a él ser el primero en hablar, pero las palabras
contenidas en los pergaminos legales del Círculo parecían ahora muy
diferentes de las que había ensayado con Gyneth en el papel de Guar-
dián. Keridil reprimió un casi incontenible impulso de toser y dijo:
—Keridil Toln, Sumo Iniciado del Círculo, viene en son de paz y
humildemente a pedir la autorización de los Guardianes para poner pie
en la Isla Blanca.
¡Tarod!
El grito que resonó en su mente era tan fuerte como si alguien
hubiese gritado su nombre en la habitación. Violentamente despertado
de su sueño, Tarod se incorporó, vi brando todavía aquel sonido en su
conciencia, y en el mismo instante en que reconoció aquella voz an-
gustiada, se dio cuenta de que Cyllan no estaba ya a su lado.
— Cyllan...
El nombre se formó en sus labios en una aguda exclamación de
alarma, y Tarod se levantó rápida y ágilmente de la cama, atraído por
un instinto inadvertido hacia la ventana, donde levantó la cortina.
La calle y la plaza del mercado estaban vacías. La primera luna
se había hundido detrás de los tejados, y el segundo y más pequeño
satélite que la seguía era una pálida media luna en el oeste. La aurora
no estaba lejos, pero salvo unas pocas estrellas desparramadas de las
que las luces que que daban encendidas en el puerto parecían un refle-
jo, nada podía ver.
Capítulo decimoprimero.
las palabras. —Sus ojos ambarinos centellearon al mira rle con irrita-
ción—. Tomé mis decisiones hace tiempo.
—No lo he dudado un instante. —La torcida sonrisa del viejo se
pintó de nuevo brevemente en su cara—. Simplemente, me interesa tu
historia. Soy un erudito, ¿sabes?, me llamo Isyn y tengo un interés
particular en las numerosas variedades de la naturaleza humana.
Siempre estoy tratando de extender las fronteras de mi conocimiento y
de mi comprensión.
Cyllan frunció los labios.
—Entonces encontrarás aquí muy poco para tus estudios, Isyn.
No tengo nada que ofrecerte. —Volvía a sentir cólera, pero en una
forma más tranquila—. A menos, desde luego, que Tarod viniese aquí
a buscarme. Esto podría satisfacer tus deseos de nuevos conocimien-
tos.
Isyn rió entre dientes.
— ¡Espero que no sea así! Pero dime una cosa y solamente te lo
pregunto con ánimo de comprensión, ¿no tienes miedo?
—¿Miedo? —dijo lentamente Cyllan.
El señaló la puerta del subterráneo.
—De lo que te espera. falta de una palabra mejor, de tu destino.
Cyllan comprendió de pronto que para Isyn, tal vez para todos
ellos, era una curiosidad, como los desgraciados mutantes que eran a
veces exhibidos en las ferias del Primer Día del Trimestre; algo a lo
que atormentar, o por lo que mostrar asombro, o que discutir en len-
guaje erudito, según las inclinaciones del espectador; pero no una
criatura que podía pensar y sentir por derecho propio. Con frecuencia
se había unido en el pasado a los mirones de plaza de mercado; ahora
sabía lo que debían sentir aquellos mutantes. Y de pronto comprendió,
como nunca hasta entonces, el desprecio que sentía Tarod por todos
ellos: el Círculo, los Margraviatos y las Hermandades. Debía conser-
var esta impresión; pasara lo que pasase, debía conservarla.
—No, no tengo miedo —dijo con dignidad.
Capítulo decimosegundo
Las palabras iniciales del ritual fueron, para Cyllan, como una
sentencia de muerte. No quería escuchar, pero un terrible fatalismo
hacía que se concentrase en la figura envuelta en dorados ropajes del
Sumo Iniciado, que pronunciaba una solemne plegaria a los dioses,
mientras, detrás de él, la Matriarca y el Alto Margrave se arrodillaban,
reverentes, ante el Santuario del Cofre. Su última esperanza se había
extinguido, y lamentó amargamente no haberse arrojado al vacío al
llegar a lo alto de la escalera o, tal vez aún mejor, lanzarse al mar
desde la cubierta de la Barca Blanca antes de que ésta llegase a su
fatídico destino. Ahora era ya demasiado tarde. Debía vivir esta pesa-
dilla y enfrentarse a su suerte lo mejor que pudiese. Tarod había fraca-
sado en su intento de encontrarla; no podía ponerse en contacto con él;
solamente podía rogar, y no a los Dioses Blancos, que de alguna ma-
nera sobreviviese él a la locura desatada en su contra.
A pesar del frío nocturno, predominaba en el cráter una atmósfera
sofocante, que se hacía más intensamente claustrofóbica a cada mo-
mento. Era como la tensión creciente que precede a las tormentas; la
impresión de que algo se acerca, acechando más allá del horizonte y
aproximándose, concentrando febrilmente su poder antes de que el
primer estampido de un trueno estalle para romper la calma asfixiante
y antinatural. Keridil habló, suplicando a Aeoris que le perdonase lo
que iba a hacer, acompañado por la salmodia de Fenar Alacar y de
Ilyaya Kimi, que unieron sus voces a la suya; pero sus palabras care-
cían de resonancia, absorbidas, o así lo parecía, por el aire denso,
antes de que pudiesen tomar forma.
Cyllan miró temerosamente a los otros testigos, que formaban un
semicírculo irregular a respetuosa distancia del triunvirato que oficia-
ba en el altar. El anciano erudito, Isyn, que estiraba la cabeza para oír
las frases rituales; dos Hermanas que, cubriéndose la cara con el velo,
murmuraban oraciones en voz baja, y en el lugar más apartado de ella,
la graciosa figura de Sashka, cuyos ojos ardían febrilmente, resplan-
primera vez las delicias del poder; pero la negativa del Alto Margrave
a escuchar parecía frustrar las esperanzas de Tarod. Iba a pedirle por
última vez que considerase lo que tenía que decir, cuando otra voz
habló duramente detrás de él.
—¡Keridil! —El conocía demasiado bien aquel tono—. Miente y
trata de cegarnos, como ya han visto el Alto Margrave y la señora
Matriarca. Mátale ahora. Mándale a Aeoris, ¡y veamos en qué paran
sus protestas de fidelidad cuando se enfrente con el dios a quien dice
adorar!
Un impresionante silencio siguió al arrebato de Sashka, pero
cuando todos se volvieron a mirar, Tarod vio un destello de aproba-
ción en los ojos de Ilyaya Kimi. La muchacha miraba fijamente a
Tarod, irradiando aborrecimiento y rencor por todos sus poros, y antes
de que Keridil pudiese reaccionar, Ilyaya Kimi dijo:
—Tu consorte habla cuando no le corresponde, Keridil, pero tie -
ne razón en lo que dice.
—Sí, Keridil. —Fenar Alacar estaba resuelto a no ser una excep-
ción—. Tu dama está en lo cierto, y tú mismo nos has advertido mu-
chas veces de la duplicidad de ese demonio. Yo también digo: mátale.
Tarod miraba despectivamente a Sashka.
—Había esperado un mejor consejo de labios de la consorte del
Sumo Iniciado —dijo, casi cortésmente—. Y, al menos para mí, sus
motivos son lamentablemente claros. —Hizo una burlona reverencia a
la joven—. Lamento, Sashka, haberte defraudado al no estrujarme las
manos con angustia cuando me rechazaste.
Sashka apretó furiosamente los labios y sus mejillas enrojecieron;
Tarod vio la rápida y afligida mirada que le dirigió Keridil y se dio
cuenta de hasta qué punto había logrado Sashka cegar a su nuevo
amante sobre su verdadera naturaleza. Pareció que el Sumo Iniciado
iba a soltar un exabrupto, pero Tarod se le adelantó.
—Está bien. Mátame ahora, Keridil... o inténtalo. Pero hay una
alternativa, si lo que he dicho no puede conmoverte.
Keridil le miró fijamente.
—No me conmueve. Y cualquier alternativa que puedas sugerir
será en vano.
— ¿Aunque pidiese que se me permitiera exponer mi caso al
propio Aeoris?
El ligero fruncimiento que apareció en el rostro del Sumo Inicia -
do reanimó la última esperanza que quedaba. La insensatez podía
Nadie dijo nada. Los dos Iniciados habían soltado a Cyllan, pero
ésta no se movió. Tarod permaneció inmóvil, con el anillo de plata y
su piedra letal brillando sobre las palmas de sus manos juntas, y Keri-
dil volvió la espalda a la asamblea y caminó, con la lenta deliberación
del que duda de sus propias fuerzas, en dirección al altar votivo en el
centro del gran cráter. La luz del cáliz que ardía eternamente se de-
rramó sobre él y a su alrededor proyectando una sombra grotesca.
Durante dos o tres minutos, permaneció Keridil con la cabeza inclina-
da. La llegada de Tarod interrumpió la Exhortación al Ser Supremo,
último rito que, según la tradición, debía cumplir antes de tocar el
cofre. Keridil había aprendido de memoria las palabras ceremoniales,
las largas y complicadas frases... y de pronto pensó:
¡Al diablo con la tradición! Brevemente y en silencio, sus labios
formaron las palabras de una oración muy íntima. Después extendió
ambas manos y apoyó los dedos sobre el resplandeciente cofre.
Estaba frío y al mismo tiempo caliente; una sensación que su tac-
to no podía asimilar y que desafiaba toda descripción. Ninguna mano
humana lo había tocado desde el día en que el propio Aeoris lo había
puesto bajo la custodia del primer Sumo Iniciado.
Apretó los dedos sobre la superficie de oro y levantó la tapa.
Capítulo decimotercero
roto solamente por una última e increíblemente pura nota que también
acabó desvaneciéndose. La luz blanca seguía ardiendo, pero sus bor-
des adquirían el color del oro y, en su centro, se estaba formando una
cara, soberbia, sabia, bella. Entonces, la esfera de radiación pareció
elevarse sobre la piedra del altar; hubo un instante de absoluto silen-
cio.
Un solo rayo blanco brotó del núcleo de aquella luz en silenciosa
gloria y la gran piedra se partió por la mitad. Durante un momento,
incluso Tarod quedó cegado; después se aclaró su visión y pudo ver la
piedra una vez más.
El cofre y el cáliz votivo habían desaparecido. El altar estaba par-
tido en dos mitades perfectas... y ante él se hallaba Aeoris.
El más grande de los Señores del Orden había querido tomar la
forma de un alto y apuesto guerrero. Sus vestiduras eran sencillas: un
jubón y unos pantalones blancos y, sobre ellos, una ligera capa tam-
bién blanca que le llegaba casi hasta los pies. Una simple diadema de
oro ceñía los largos y blancos cabellos que enmarcaban una cara enér-
gica, impasible, severa. Habría parecido humano de no haber sido por
los ojos. Estos no tenían pupila ni iris, sino que las profundas cuencas
estaban llenas de una luz pulsátil y dorada.
Keridil hincó una rodilla, inclinando la cabeza casi hasta el suelo
en la actitud elemental de obediencia. Tarod vio que todos los que se
hallaban a su alrededor seguían su ejemplo; incluso Cyllan, aturdida y
pasmada como estaba por la implacable aura que irradiaba, tanto física
como astralmente, la figura del Señor Blanco, cayó de rodillas, teme-
rosa y temblando, sobre el polvo del cráter. También Tarod hubiese
debido arrodillarse (éste era el dios a quien había venerado durante
toda su vida, el ser sobrenatural, el juez supremo de todos, en y más
allá del mundo), pero no podía hacerlo. Por mucho que lo exigiese su
razón y su deber, no podía realizar aquella acción... y no sabía por
qué. En vez de esto, permaneció solo e inmóvil de cara a Aeoris.
El Señor Blanco avanzó hasta que la luz que brillaba a su alrede-
dor envolvió también la figura inclinada del Sumo Iniciado. Alargó un
brazo y su mano derecha se apoyó en la frente de Keridil. Tarod vio el
estremecimiento que sacudía a Keridil y oyó sus palabras en voz baja:
—Mi Señor Aeoris...
—Me has llamado, Sumo Iniciado, y aquí estoy.
Aeoris levantó la cabeza y observó la escena. La terrible e indefi-
nible mirada que parecía ciega y, sin embargo, veía mucho más allá de
—Te has cegado, Aeoris del Orden. Has reinado durante tanto
tiempo que te has olvidado de lo que es una oposición. ¡Creo que ha
llegado el momento de que aprendas la lección!
En la periferia de su visión, vio que Keridil se ponía en pie. La
cara del Sumo Iniciado era la viva imagen del terror, al decirle su
intuición lo que estaba a punto de ocurrir; más allá, la Matriarca y el
Alto Margrave miraban sin comprender. Tarod levantó la mano iz-
quierda que sostenía el anillo; aplicó la piedra sobre su corazón y vio
que la confianza arrogante de Aeoris era sustituida por el asombro... y
entonces se encendieron dentro de él las primeras llamas del poder.
Conocía la puerta y sabía lo que había detrás de ella. A lo largo
de todos los años en este mundo, había atrancado aquella puerta, de-
jando fuera el conocimiento y los recuerdos a los que conducía ce-
rrando las fuerzas titánicas, sin nombre, sin edad, aunque gritaban
pidiendo su liberación. Pero, no más. Tarod sintió, en su mente, en su
alma, que se levantaba la tranca. El no era humano, nunca lo había
sido, y había llegado la hora de arrojar la máscara de humanidad que
había llevado demasiado tiempo...
¡LES DESTRUIREMOS!
Era el fin...
Esta vez, la voz de Sashka fue poco más que un murmullo; estaba
demasiado petrificada para moverse. Tarod empezó a levantar la mano
izquierda, lenta, firmemente, formando un símbolo con los dedos, y
con este ademán resurgió el poder que había aplastado a dioses, acre-
centado por una aversión que trascendía toda limitación humana. Aca-
bó de levantar la mano. Estiró el brazo, pronunció una sola palabra en
una lengua jamás usada por el hombre.
Sashka empezó a gemir. Gimió mientras su espléndida cabellera
rojiza se encogía como consumida por llamas invisibles y caía en
mechones de su cráneo. Levantó las manos y se agarró la cabeza.
Tarod esbozó una sonrisa salvaje de placer, y la piel y la carne de las
manos de ella perdieron su forma y empezaron a fundirse hasta las
muñecas dejando en su lugar unos huesos desnudos y blancos. Se tocó
la cara y gritó, y el grito no fue ya de desafío, sino de puro pánico
animal. Tarod murmuró otra palabra y la cara de Sashka empezó a
desintegrarse, desprendiéndose las capas de piel y dejando al descu-
bierto la carne viva y carmesí, y tendones y músculos y venas queda-
ron expuestos a la espantada mirada de los reunidos. Alguien sintió
náuseas y vomitó; Tarod sonrió. Al caer la joven de rodillas, se apode-
ró de su mente, la estrujó, extrajo de sus convulsas fibras todo el co-
nocimiento de lo que les ocurría a la belleza y al poder que había es-
grimido como arma durante tanto tiempo. Sintió el odio que le profe-
saba ella, su deseo de él, retorciéndose bajo su control; los convirtió
en miedo rastrero y dejó que su conciencia la agitase hasta que supo
que la angustia y el terror habían devorado los últimos vestigios de su
cordura y nada podía sacar ya de su concha vacía.
Keridil, arrodillado sobre la piedra desigual, contemplaba petrifi-
cado la escena, demasiado horrorizado para poder moverse o hablar.
Tarod seguía manteniendo su dolorosa presa sobre la gemebunda
muchacha, pero la razón empezaba a luchar dentro de él para hacerse
oír. Nada ganaría con prolongar el sufrimiento de Sashka; su venganza
se había cumplido, y ningún castigo podría devolver la vida a Cyllan...
Su visión se nubló cuando las lágrimas anegaron sus ojos, un le-
gado de mortalidad que le roía el alma, y habló por tercera vez. Sashka
chilló, sólo una vez más; después su cuerpo se retorció y se derrumbó
sobre el suelo del cráter, ennegreciéndose, perdiendo su forma, des-
prendiéndose la carne de los huesos, oscureciéndose éstos, desinte-
grándose al extinguirse el último eco de su grito con el cadáver que
seguía encogiéndose. Un gusano blanco e hinchado serpenteó breve-
Capitulo decimocuarto
del Caos que llevaba dentro y la humanidad que había adoptado y que
le retenía con una presa más fuerte de lo que creía posible. Aquella
humanidad le impulsó a impedir que Yandros destruyese del todo a las
fuerzas del Orden y le llevó a exponerse a su propia destrucción en un
frenético esfuerzo de sujetar las fuerzas desencadenadas sobre el mu n-
do impotente por los dioses en lucha. Sin embargo, no podía permane-
cer en este limbo entre los dos estados de ser; había elegido un camino
y era imposible volver atrás.
Keridil cerró los ojos con fuerza. Estaba dispuesto a morir y mo-
riría de buen grado; sin embargo, el alivio que le dio su indulto fue
indescriptible. No podía asimilar la realidad de su situación; una parte
de él estaba todavía convencida de que todo era una pesadilla de la
que despertaría en cualquier momento.
Abrió de nuevo los ojos y vio dos miradas inhumanas que le ob-
servaban. Ahora ya no tenía miedo; lo único que sentía era una extra-
ña y objetiva impresión dolorosa que no podía definir.
Miró a Cyllan y dijo, involuntariamente:
—Ojalá pudiese...
— ¡No!—La voz de Tarod era furiosa—. No lo digas. ¡No te
atrevas a decirlo!
Yandros le miró, y un débil fruncimiento arrugó sus facciones
cruelmente perfectas.
—¿Tanto significaba para ti? No me respondas como hombre ni
como un Señor del Caos. Respóndeme, pues, como Tarod, que es
ambas cosas.
que había esperado más que nada en el mundo. Sin él, nada valía la
pena.
Dejó que sus dedos se cerraran con fuerza sobre los de él y cerró
los ojos ambarinos.
—Iré. Si Tarod quiere tenerme con él, iré... de buen grado. —
Pestañeó y miró de nuevo a Yandros—. ¿Cómo podré jamás darte las
gracias?
Yandros hizo un ademán indiferente, con una expresión astuta en
el semblante.
—No es más que un antojo. El Caos no tiene lógica, deberías sa-
berlo. Simplemente me gusta complacer a Tarod.
Tarod rió por lo bajo.
—Si es esto lo que te gusta creer, Yandros, sea como tú dices.
Yandros inclinó la cabeza, como burlándose ligeramente de sí
mismo.
—Y ahora —dijo—, hay una última cuestión...
Giró sobre los talones y se enfrentó a Keridil.
Keridil había escuchado la conversación entre los tres con muda
estupefacción, incapaz de moverse o de reaccionar de cualquier modo.
Comprendía, o creía comprender, lo que Yandros había ofrecido a
Cyllan, y este conocimiento reavivaba en su interior una herida dolo-
rosa. Yandros había demostrado ser más compasivo que Aeoris, y si el
más grande de los Señores del Caos había podido devolver la vida a
un muerto, seguramente podría volver a hacerlo... La cara de Sashka,
hermosa como antes de que Tarod descargase en ella su venganza, se
materializó ante los ojos de su mente y aumentó su dolor; desterró la
imagen haciendo un gran esfuerzo y, cuando miró de nuevo a Ya n-
dros, comprendió que lo que había esperado durante un breve instante
era imposible. Y tal vez, pensó, aunque no pudo reconocerlo, no
habría querido que fuese posible.
Yandros y Tarod se movían ahora en dirección a él. Keridil toda-
vía no podía aceptar del todo el hecho de que los dioses a quienes
adoró durante toda su vida habían sido derrotados, y de que estos
desaforados, veleidosos e imprevisibles entes habían ocupado su sitio.
El Caos había vuelto... ¿Qué futuro podía haber ahora para él?
Yandros leyó sus pensamientos, y el Señor del Caos de cabellos
de oro sonrió:
—El futuro, Sumo Iniciado, será como vosotros lo hagáis —dijo,
y su voz argentina pareció levantar chispas en lo más profundo del ser
EPÍLOGO