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Poemas para no perder la esperanza II

Misión País Colombia


15 de mayo de 2020

Fabio Morábito
(Egipto-Italia-México, 1955)

Los columpios

L os columpios no son noticia,


son simples como un hueso
o como un horizonte,
funcionan con un cuerpo
y su manutención estriba
en una mano de pintura
cada tanto,
cada generación los pinta
de un color distinto
(para realzar su infancia)
pero los deja como son,
no se investigan nuevas formas
de columpios,
no hay competencias de columpios,
no se dan clases de columpio,
nadie se roba los columpios,
la radio no transmite rechinidos
de columpios,
cada generación los pinta
de un color distinto
para acordarse de ellos,
ellos que inician a los niños
en los paréntesis,
en la melancolía,
en la inutilidad de los esfuerzos
para ser distintos,
donde los niños queman
sus reservas de imposible,
sus últimas metamorfosis,
hasta que un día, sin una gota
de humedad, se bajan
del columpio
hacia sí mismos,
hacia su nombre propio
y verdadero, hacia
su muerte todavía lejana.
Para sentirse vivo

E n la naturaleza
todo está de pie:
los árboles,
los pájaros que están
sobre los árboles,
las hojas que se estiran
para limpiarse de las ramas.
Y cada uno piensa que los otros
son el suelo.
Las hojas creen
que toda rama está acostada
y ciega,
los pájaros
que el árbol ya no crece,
que es una especie de ruina,
y el árbol cree
que no hay más árboles,
no cree más que en sí mismo.
Nadie soporta que el sustrato
en que se apoya
tenga una vida propia,
que no esté muerto,
extinto,
que sea ligero.
Para sentirse vivo
hay que pisar una desolación,
algo que ya no tiene nada
que decir.
El viento, mas…

E l viento, mas
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.
Jorge Galán
(San Salvador, 1973)

Las palabras exactas

D iez millones de puertas acaban de cerrarse.


Un millón de palabras se acaban de decir.
Un millón. Una sola. El mundo se mueve,
los ríos entran en la garganta de leones y antílopes,
el niño crece, se reduce el anciano,
la sangre se abre paso a través de una piel joven,
hogueras enormes se encienden en el este,
se inclinan los árboles por el peso de la nieve en el norte,
las focas avanzan como astillas
que penetran la espalda de las aguas glaciales,
y un hombre se arrodilla y utiliza palabras temblorosas
para decir una oración, nadie le escucha,
y él mismo no comprende lo dicho.
Es así y todo avanza. Los días se repiten
como el estribillo de una canción
y lo que cuenta ya ha sido contado antes.
El pasado dio un paso y me alcanzó.
La antigua constelación ha llegado por fin
a la pupila del astrónomo.
Y aunque todo lo que partió de mí ha regresado a mí
de muchas formas distintas,
nada puede explicarme ese rumor
que avanza en lo subterráneo
como una colonia de hormigas
que crece a través de lo que devora.
Nadie puede explicarme tampoco este instante más grande
ni puede darle un nombre a esta escena de siluetas
que crecen en el polvo.
Un millón de ventanas acaban de cerrarse
y otro millón de abrirse.
Sobre esta calle larga camino. Nada existe
de lo que me rodea. El mundo es una sombra
que envuelve mi cabeza.
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¿ Qué recuerdo de todo aquello?

nada que no fuera un puñado de luz


lanzado a la pared, esa pintura inimitable,
esa pequeña tempestad que imitaba el sonido
de un beso en la mejilla,
y el humo de las ollas
como una ciudad de chimeneas el día sábado,
las hortalizas en el suelo de la cocina,
el sonido del mar en el baño al tirar la cadena
y pequeños búhos que caían de los árboles
igual que trechos de otoño arrancados
como las hojas de un cuaderno,
eso y algo gris en la tarde, y voces
que no se atrevían a decirme lo que pasaba.
Era una vida de sillones mullidos.
El sol podía tomarse con la mano de los andenes
y echarlo en las macetas.
Los gallos solo cantaban al anochecer
y por eso dormíamos dando la espalda al cielo.
Y recuerdo también la informe e inútil
y terrible y enorme felicidad
de los primeros besos, en esos años nuestros
cuando era tan frecuente y tan fácil
enamorarse para siempre.
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E s simple. O lo era entonces. Cuando la sombra


ahuyentó las aves del árbol que había roto la acera de cemento
y los salones de tu casa se derrumbaron sobre la claridad,
caminamos por los pasillos de una iglesia habitada por el incienso
como unos esposos en el tiempo de la abundancia,
tu cabello adornado con joyas era una fiesta junto al mar,
siempre bajo el crepúsculo de la tarde, y tu cuerpo
una línea donde el horizonte bajaba para extinguirse,
sinuoso y bello como una canción que, sin hallar un final
se disipaba en el espacio que separa la música del metal en la trompeta.
Y cuando la sombra se volvió inevitable y volvió a caer
desde las enormes distancias como un Tsunami asombroso
y un rastro de leones muertos apareció en las laderas
y los búhos majestuosos esparcieron su mirada sobre la ciudad consumida,
aparecí con pantalones demasiado largos, una silueta
cuya frente era un camposanto sin árboles alrededor,
cruces blancas como la piel que dejan al mudar las serpientes,
inclinadas a causa de un año de tormentas.
Y fui tan alto como una muralla que rodea un país.
Y tan viejo como una ciudad bajo las aguas.
Y cuando la sombra finalmente se disipó,
rota por el peso de ese animal robusto que era el alba,
un estanque emergió de los escombros
y tu rostro tocó sus bordes como el dibujo del astrónomo
hace con la constelación, y tu mano, aún perfecta,
sostuvo estas manos mías menos ágiles, estos brazos míos
incapaces de detener una estampida de aves o de búfalos,
y levantaste al hombre sin peso en el cual existía,
la silueta colmada por la niebla, el aire oscuro
que emergía de mi boca repleta de extrañas profecías,
y te inclinaste sobre mi frente enferma y susurraste un nombre
para hacerme volver, y volví solo en parte,
un hombre de perfil semejante a un reflejo en el agua
que hierve, la figura de humo cuyos pies ya no existen.
Y sin embargo, como una madre y una hija, diste tu bendición.
La muerte no hubiera sido tan perfecta. La vida
no hubiera sido tan dulcemente vasta.
Quien salva un hombre salva el mundo.
Quien besa esos labios salvados, besa una humanidad.
Vuelve a nacer el hombre en tu sombra tendida sobre el frío.
El final de la muerte no es la muerte. Donde acabo
sólo empieza la vida.
Andrea Cote
(Colombia, 1981)

Llanto

M aría,
hablo de las montañas en que la vida crece lenta
aquellas que no existen en mi puerto de luz,
donde todo es desierto y ceniza
y es tu sonrisa gesto deslucido.
Allí es Enero el mes de los muertos insepultos
y la tierra es el primer cadáver.
María, ¿No recuerdas?,
¿No ves nada?
Allí nuestras voces son desecas
como nuestra piel
y se nos queman los talones
por no querer saber
de las casas incendiadas.
Hablo María
de esta tierra que es la sed que vivo
y el lecho en que la vida está enterrada.
Piensa niña,
en que esto no es vivir
y la vida es cualquier otra cosa que existe
húmeda en los puertos donde el agua sí florece,
y no es hoguera cada piedra.
Acuérdate, María,
que somos
pasto de perros y de aves,
hombres calcinados,
cortezas vacías
de lo que éramos antes.
¿De qué estás hecha? niña mía,
por qué crees que puedes coserle la grieta al paisaje
con el hilo de tu voz,
cuando esta tierra es una herida que sangra
en ti y en mí
y en todas las cosas
hechas de ceniza.
En nuestra tierra,
los cuervos lo miran a uno con tus ojos
y las flores se marchitan
por odio hacia nosotros
y la tierra abre agujeros
para obligarnos a morir.
Puerto quebrado

S i supieras que afuera de la casa,


atado a la orilla del puerto quebrado,
hay un río quemante
como las aceras.
Que cuando toca la tierra
es como un desierto al derrumbarse
y trae hierba encendida
para que ascienda por las paredes,
aunque te des a creer
que el muro perturbado por las enredaderas
es milagro de la humedad
y no de la ceniza del agua.
Si supieras
que el río no es de agua
y no trae barcos
ni maderos,
sólo pequeñas algas
crecidas en el pecho
de hombres dormidos.
Si supieras que ese río corre
y que es como nosotros
o como todo lo que tarde o temprano
tiene que hundirse en la tierra.
Tú no sabes,
pero yo alguna vez lo he visto
hace parte de las cosas
que cuando se están yendo
parece que se quedan.
Ver llover

S é que la lluvia también es un dios, atroz como el otro, calmo como


el otro. Lo sé porque veo a los hombres pronunciar alelados los dos nombres
posibles de la lluvia en sus tardes más grises, diciendo:
ven y bórralo todo,
ven y llénalo todo.
Y siento la fe del hombre que trabaja por el premio de la lluvia, que es
el agua misma que la tocó a ella, que la bañó a ella, en la que ella ya durmió.
Y sé que a todos les espanta ese rumor a cuenta gotas que viene con su
misma cantata sin desuso y obliga a correr apresurados y cerrar las puertas de
las casas que
de no ser así se llenarán de lluvia
y serán de la lluvia hasta caer.
Ramón Cote
(Colombia, 1963)

Nociva Nostalgia

T e parecerán oscuras, tal vez pequeñas esas tapias


cuando vuelvas al lugar donde viviste tus primeros años,
y al estar de nuevo en ese interior de casas blancas
buscarás sin quererlo en los antejardines esas hortensias azules
y también el pino y entre sus ramas abolidas
verás surgir, transparente, su inconclusa casa de madera
llena de temerarios filibusteros, dispuestos al abordaje.
A pesar de la desolación reinante
te entrarán unas ganas enormes de llamar a los vecinos
por sus nombres para jugar un último partido de béisbol,
pero sólo te responderán esas mismas tapias, molestas
por despertar tantos recuerdos que tanto incomodan
y que para nada necesitan.
Si nadie te recuerda, si te consideran un extraño, un intruso,
si desde las ventanas donde tantas veces te asomaste
te miran con desconfianza detrás de las persianas polvorientas,
sabrás que es hora de alejarte. Para qué insistes, para qué vuelves
si todo fue resplandor solo para ti y todo lo que venga en adelante
será puro lamento, perverso polen de acacias
y nociva nostalgia.
Antes de irte observa el atardecer
llegar igual que entonces cuando su marea
avanzaba con su luz sobre cada uno de los ladrillos
de la entrada, rojo sumándose al rojo hasta la exasperación,
en ese interior de casas blancas, ahora verticales de cal y ausencia,
y así nuevamente verás hasta el final de tus días
esa maciza pelota de caucho que olía a petróleo
elevarse para tu desconcierto de un batazo inolvidable
por encima del pino y sus piratas y atravesar la avenida
y romper ese vidrio de esa ventana de ese remoto
colegio alemán.
Entonces, como si hubieras cometido el peor
de los delitos, partirás rápidamente de allí,
asustado pero feliz, y levantarás la mano
para llamar al primer taxi que aparezca
por cualquier esquina, apretando contra el pecho e
se mínimo botín de la victoria.

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