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UMBRAL DE LA VIDA INTERIOR (LANZA DEL VASTO)

DE LOS SEIS DEMONIOS DEL CUERPO

LA GLOTONERÍA

El hombre que quiere alcanzar el dominio del cuerpo, sin el cual no hay
liberación, paz ni salud posibles, debe cuidarse de seis demonios e impedirles
que hagan nido en sus órganos; sobre todo, en el corazón y la cabeza.

Los seis espantajos se llaman: glotonería, borrachera, lujuria, pereza,


suciedad y cobardía.

1. La glotonería

La especie más baja está representada por el goloso, cuyo castigo natural y
cómico es la indigestión. Pero también otros desórdenes provienen de ella e
incluso la mayor parte de las enfermedades; un proverbio dice con horrible
exactitud: <El hombre se cava la tumba con los dientes>. Este demonio,
empero, antes de matarla, juega con su víctima, la envilece, la desfigura y se
mofa de ella. Convierte su vientre en una hinchazón, un tumor, un chancro;
pero chancro querido y podredumbre placentera; le endilga un enorme paquete
que debe cargar a todas partes como un tesoro; un tesoro de inmundicias, su
cuerpo; se le sube a la cara y la convierte en la de un cerdo. Le apaga la
mirada, le pone la lengua estropajosa y a veces, para hacerle una broma, lo
castra. En lugar de sostener sus fuerzas, las tripas lo atraen hacia ellas y lo
estrangulan entre sus nudos. El corazón, sorbido desde abajo, se vacía; el
intelecto se embota y se confunde; los sentimientos generosos se encogen, el
espíritu se ahoga con un gluglú.

Cuando la glotonería se eleva al nivel de un refinamiento, de un ornamento,


de un arte, de una crítica de arte, toma el nombre de gastronomía (palabra
cercana a astronomía); y el gastrónomo es un afamado personaje a quien el
desempeño de sus funciones puede llevar a sufrir los inconvenientes de un
largo viaje con el único propósito de clavar el diente en las perdices de la Mère
Fouillaupot o en los caracoles de la hostería de l’Hermitage.

Como la glotonería es un defecto infantil, o el pecadillo de un buen señor


redondito cuya indolencia nos parece más amable que la agria flacura de los
abstinentes profesionales, nos inclinamos a la indulgencia y la consideramos
casi inocente.
Mas considerad a la serpiente, el tiburón, el pulpo y la araña y cuán difícil es
ya suponer totalmente inocente a la atroz guerra del hambre, aunque la
necesidad la justifique. El horror de las bestias que devoran a las bestias es un
incendio que asola los confines del mundo en todos los tiempos y arde hasta
en el fondo de los mares. ¡Me parece que cabe muy bien decir aquí qué
oscuros son los caminos del Creador! ¿No basta con verse obligado a
participar en el crimen universal? ¿Tenemos todavía que complacernos en él
hasta el exceso, convertirlo en una diversión y en un capricho, revolcarnos y
destruirnos en él?

Recordemos que no podemos comer sin matar. Y que si es un placer, es un


placer sangriento. El más vulgar y maligno que existe.

Que esta terrible verdad nos corrija cuando nos sintamos tentados a perder la
moderación.

El gran pecado del glotón es el de injuriar el alimento que come y


desperdicia; el de desconocer el valor del acto de comer.

Comer es un acto grave al que se le debe conservar su significado sagrado y


sacrificial.

Es ante todo una comunión con las fuerzas de la tierra, tras el sacrificio de los
vivos que las han llevado hasta nosotros; seres inferiores, sí, pero como
nosotros, criaturas de Dios; y ciertamente, su vida y su muerte no tenían como
fin nuestro placer. Si de ellos sacamos fuerzas, son para servir a Dios; y si
tomamos sin dar nada a cambio, somos rapaces y ladrones. Es lo que dice una
estrofa de la Guitá: <El que come sin dar gracias, come alimento robado>. Es
menester prepararse para esta ceremonia lavándose, peinándose,
acicalándose lo mejor que se pueda. Es menester mantenerse derecho al
sentarse a la mesa, servirse con discreción y mantener un cierto recogimiento.

Es menester también, recordar que la comida en común es una alianza


natural, un acuerdo que conviene subrayar con propósitos benévolos e
intercambios fraternales; porque sacar fuerzas de la misma sustancia, es crear
o renovar vínculos de consanguinidad (es darse una misma sangre); cualquier
disputa o disensión o expresión hiriente o burla, es entonces doblemente
deshonesta.

La sabiduría exige que lo que se haga, se haga bien. Conviene ayunar bien
cuando se ayuna y cuando se come, comer bien.

Si para eliminar la tentación, se va más allá de las repugnancias y se frustra


indiscriminadamente todo deseo, la naturaleza se vengará en esas violaciones
y esas imprudencias enviándonos la enfermedad. El que coma cualquier cosa
de cualquier manera, apresuradamente y pensando en otra cosa, peca contra
sí mismo por negligencia y contra el mundo por ingratitud.
Si os sirven bazofias inmundas, mescolanzas sospechosas y malolientes,
comidas que huelen a moho, agrias, rancias, o que están tratadas
industrialmente, quimificadas o vitaminadas, os conviene absteneros antes que
forzaros y envenenaros.

Hay una arte del buen comer que nada tiene que ver con la <gastronomía>.
Buen comer significa ingerir alimentos que fortalecen y refrescan, que dejan la
cabeza despejada, que no molestan, no excitan, no arden, no pesan. Significa
ingerir los frutos de la tierra donde se está, en el momento en que la naturaleza
los ofrece. Significa dejar transcurrir el menor tiempo posible entre la tierra y la
boca. Significa poner en su preparación lo menos de artificio que se pueda:
servirlos crudos o cocinarlos a fuego lento. Significa pedir el sustento ante todo
al pan moreno de la tierra, a la sal gris del mar, al aceite de oliva y a las mieles
solares.

Debemos saber que cualquier alimento es un remedio o un veneno; el


médico perfecto deberá poder arreglarse sin medicamentos y corregir toda
deficiencia, todo trastorno y toda fiebre, con la calidad, la dosis y las
combinaciones del alimento cotidiano. Eso es lo que primero pedimos a los
compañeros, doctores de la comunidad. Gandhi y Vinoba han buscado la salud
de ese modo durante toda su vida. Nosotros mismos estamos en esa
búsqueda. Tan pronto como hayamos adquirido certidumbres satisfactorias,
por haber efectuado un número suficiente de experiencias en carne propia, las
participaremos a nuestros amigos y fundaremos sanatorios.

Comer no es tan solo absorber una cierta masa de materia; es asimismo


introducir ciertos espíritus en nosotros. Y también para nuestro espíritu, todo
alimento es un remedio o un veneno. Hoy se ha perdido por completo la ciencia
de la influencia espiritual de los alimentos. Ella está ciertamente en el
fundamento de las observancias religiosas de antaño. Vale la pena recordar,
por ejemplo, que la carne de cerdo y las patatas nutren la pesadez, la
brutalidad y la oscuridad y predisponen a la ceguera, a la obesidad y al cáncer;
que las carnes rojas y ricas en sangre nutren la cólera, la ferocidad y la saña;
que los huevos y las ostras ponen en peligro la castidad; los cereales
completos, en cambio, traen fuerza y paz, las legumbres verdes y las hierbas
silvestres, frescura y vivacidad; las frutas y los lácteos, pureza y mansedumbre.

El régimen carnívoro, las bebidas fermentadas y el tabaco, no proporcionan


al cuerpo, aunque lo parezcan, más vigor que el latigazo al caballo. Ponen
obstáculos a la vida interior y socavan la no-violencia en su base.

El glotón ignora todas estas cosas y no tiene cura. El hombre que en el


alimento más parco en cantidad, más simple y más juiciosamente escogido,
busca mantener sus fuerzas y su equilibrio, la libertad mental y la tranquilidad
del alma, al mismo tiempo que comulga con los otros hombres y con todos los
seres en la bendición del Señor, es un hombre que ya ha vencido a la
glotonería.

Se puede, pues, vencer la glotonería comiendo; pero al fin de cuentas, se


trata de una victoria negativa; y además, de una victoria relativa y confusa, ya
que siempre resulta difícil hacer en ella la participación entre la satisfacción
corporal y el bienestar interior.

Hay un método menos tortuoso, menos complicado, menos docto y más


claro: el ayuno.

El ayuno asegura, además, una victoria positiva, pues no solamente arranca


la glotonería de raíz; planta al mismo tiempo en el corazón y la carne <el
hambre y la sed de justicia>.

Ayunar es dar o dejar su parte al prójimo.

Ayunar no es privarse de alimento o soportar el hambre con valor: es evacuar


todo pensamiento y todo deseo de alimento y en consecuencia, también el
hambre.

La voluntad con la que se corta y reduce uno de los deseos más hondos,
oscuros y tenaces de la carne, se distingue de todo otro deseo y de todo lo que
proviene de la carne: es necesariamente una pura voluntad, una potencia que
viene de lo alto.

Se equivocan quienes piensan que tan preciosos resultados exigen esfuerzos


enormes, muchos años de práctica y gracias excepcionales. Sostengo, por el
contrario, que están al alcance de cualquiera. Uno se queda generalmente
maravillado de la rapidez con la que se llega a tal punto, siempre que se
practique con cierta regularidad.

Aconsejo firmemente a todos los amigos del Arca que dediquen al ayuno
completo un día por semana, sin tomar más que agua y sin interrumpir sus
tareas cotidianas. Puede que las primeras veces experimenten alguna
debilidad y algunos mareos, pero se reirán de ellos; y pronto sabrán que esta
purificación periódica es tan salubre como saludable (en el arca, los niños de
seis años ayunan a veces por propia voluntad y lo hacen muy alegremente).

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