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Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski

ÍNDICE

Capítulo 1

Avances en la comprensión de la relación de Jesús con el judaísmo


durante el siglo XX

I. Introducción
II. Perspectivas de la alianza única
III. Perspectivas de la doble alianza
IV. Perspectivas de alianzas múltiples
V. Otras perspectivas

Capítulo 2

Cristología contemporánea y judaísmo:


una propuesta constructiva a la luz del judaísmo farisaico

I. Afirmaciones sobre el cumplimiento en el Nuevo Testamento


II. El contexto farisaico de la cristología
III. Jesús y los fariseos; una visión común
IV. Jesús y los fariseos: sus diferencias fundamentales
V. Cambios en la cristología

Capítulo 3

Cristología encarnatoria y la permanente vitalidad del judaísmo

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Capítulo 1

Avances en la comprensión de la relación de Jesús con el judaísmo


durante el siglo XX

I. Introducción

En 1965, el Concilio Vaticano II publicó su histórica declaración Nostra


Aetate sobre las relaciones del catolicismo con las religiones
no-cristianas, que incluía una innovadora sección sobre los vínculos
permanentes de la Iglesia con el pueblo judío a través de Jesús. Esta
declaración tuvo un impacto significativo en el pensamiento católico y
protestante acerca de la cuestión judía. Después de Nostra Aetate
aparecieron más de cincuenta declaraciones adicionales de dirigentes
religiosos y de Iglesias regionales de Norteamérica, Europa occidental y
América del Sur. Entre los principales pronunciamientos protestantes
figuran la declaración del Sínodo de Renania de 1980 y el documento de
trabajo titulado Consideraciones ecuménicas sobre el diálogo
judeo-cristiano sometido a sus organizaciones miembros por el Consejo
Mundial de Iglesias (WCC) en 1982. El Vaticano publicó en 1975 una serie de
directivas para implementar la sección de Nostra Aetate sobre el pueblo
judío. Esas directivas realmente iban más allá del documento conciliar
original en algunos aspectos. En 1985, Roma presentó a los católicos las
Notas para una correcta presentación de los judíos y el judaísmo en la
predicación y la catequesis.

La innovación que produjo el Vaticano II en la comprensión de la relación


entre judíos y cristianos tuvo una historia previa. Inmediatamente después
de la segunda guerra mundial, y en gran medida como consecuencia del trauma
causado por el exterminio de seis millones de judíos, algunos prominentes
teólogos europeos comenzaron a analizar diversas posibilidades para llegar
a una afirmación teológica cristiana de la alianza judía a la luz del
acontecimiento de Cristo. Destacamos los nombres de Charles Journet, Jean
Daniélou, Karl Barth, Hans Urs von Balthasar y el cardenal Augustin Bea
(una figura que tuvo influencia en el capítulo de Nostra Aetate). En los
Estados Unidos, fue Mons. John Oesterreicher quien inició una labor
pionera, al publicar una serie de volúmenes bajo el título de El puente
(The Bridge: A Yearbook of Judeo-Christian Studies, New York, Herder &
Herder, 1970). Y la experiencia concreta de judíos y cristianos de
Norteamérica que colaboraron en muchos proyectos, aunque no produjo
demasiada reflexión teológica sistemática sobre los vínculos entre judíos y
cristianos, fue creando una atmósfera positiva para tal replanteo. Esta
experiencia norteamericana de pluralismo religioso constructivo resultó
decisivo en el fragmento de Nostra Aetate.

Los intentos iniciales de reconstrucción teológica de las relaciones cristiano-judías


empezaron a revertir dos tendencias que habían dominado
mucho tiempo el pensamiento cristiano. La primera, que predominó en el
catolicismo (especialmente en la liturgia), giraba en torno al tema
profecía/cumplimiento. Jesús había dado cumplimiento a las profecías
mesiánicas del judaísmo, inaugurando así la era mesiánica que aguardaban
los judíos y por la que oraban a través de los siglos. Era su propia
ceguera espiritual la que impedía a los judíos reconocer ese cumplimiento
en el acontecimiento de Cristo. Como castigo divino a su ceguera, los
judíos habían sido sustituidos en la relación de alianza por los bautizados
en el “Nuevo Israel”.

La segunda tendencia, fuertemente identificada con la teología protestante


continental, consideraba que el principal efecto del acontecimiento de
Cristo era la libertad. A través de su predicación y su ministerio, y de un
modo muy especial a través de su muerte y su resurrección, Jesús había
liberado a la humanidad del “peso de la Torah judía”, que era
espiritualmente tan limitante. Toda la experiencia judía de alianza de la
unión del pueblo con Dios por medio de una fiel observancia de los
preceptos de la Torah, inherente al vínculo divino-humano forjado en el
Sinaí, fue sustituida por la alianza inmediata e individual entre el
creyente individual y Dios a través de Cristo.

Los primeros esfuerzos por cambiar esas teologías de “sustitución” por un


punto de vista que aceptara la permanencia de una presencia judía de
alianza después del acontecimiento pascual, siguieron siendo intransigentes
en cuanto a la centralidad de Cristo y el cumplimiento realizado por la
Encarnación y la Resurrección. No hubo ningún intento real de eliminar la
evidente contradicción que existe en afirmar al mismo tiempo la continuidad
de la alianza judía y el cumplimiento en Cristo. Esos teólogos optaban por
la llamada teología del “misterio” de las relaciones entre los judíos y los
cristianos, que se encuentra en los capítulos 9-11 de la epístola de Pablo
a los Romanos. Siguiendo a Pablo, sostenían que la Iglesia debe hacer esas
dos proclamaciones como parte de su declaración fundamental de fe, y que la
reconciliación final permanece más allá de la comprensión humana. Dicho de
otro modo, que sigue siendo un perpetuo misterio sólo comprendido por Dios,
eterno Soberano tanto de judíos como de cristianos.

Desde los tiempos del Concilio, una cantidad cada vez mayor de teólogos, y
varios importantes documentos eclesiales, fueron dejando de lado esa
teología del “misterio”. Presentaron un modelo de la relación
judeo-cristiana en el que los conceptos de la centralidad exclusiva de
Cristo y su cumplimiento total de las profecías mesiánicas se modificaron
en diferentes grados.

Los teólogos que trabajan en el marco del diálogo cristiano-judío se


clasifican en dos grupos: los que sostienen el punto de vista de la alianza
única y los que afirman la doble alianza. Los primeros piensan que los
judíos y los cristianos básicamente forman parte de una ininterrumpida e
integrada tradición de alianza, que cada una de las dos comunidades
considera de modos diversos. Según esta perspectiva, el acontecimiento de
Cristo facilitó el ingreso de los no-judíos a una relación de alianza que
los judíos nunca perdieron. Por su parte, la posición de la doble alianza
pone el acento en lo que distingue a ambas tradiciones de alianza, aunque
insiste en que finalmente ambas son cruciales para el completo surgimiento
del gobierno divino.

Cada vez más prevalece la sensación de que ninguna de esas dos categorías
expresa adecuadamente la complejidad de la relación entre el cristianismo y
el judaísmo. Pero no hay clasificaciones más apropiadas que generen
consenso. Después de su declaración sobre los judíos en el documento
conciliar sobre religiones no-cristianas, el Vaticano incluyó la comisión
para implementar ese documento dentro de la Secretaría para la Promoción de
la Unidad de los Cristianos. El Consejo Mundial de Iglesias, por su parte,
desarrolla el diálogo cristiano-judío en el marco del diálogo más amplio
entre los cristianos y las demás religiones e ideologías.

Detrás de esta incertidumbre institucional cristiana hay una profunda


cuestión teológica que aguarda una resolución. ¿Mejoraremos el status
teológico del judaísmo desde la perspectiva cristiana destacando sus
estrechos vínculos con la Iglesia o subrayando las diferencias? Claro que
no se trata simplemente de elegir entre una cosa y otra. Pero el tema
depende de dónde ponemos el acento. Obviamente, ambos puntos de vista
desean conservar un vínculo cercano y permanente entre ambas tradiciones
basadas en la alianza. El dilema consiste en que la tradición de la alianza
única presenta el peligro de una nueva manera de absorber al judaísmo, más
benigna pero absorción al fin, mientras que el marco de la doble alianza
puede caer en la tentación de minimizar las raíces judías del cristianismo.

Volviendo a Nostra Aetate, reconocemos que esta breve declaración


desmanteló gran parte de la teología sobre el judaísmo que prevalecía en la
Iglesia. El documento reconoce sin ambages la profunda deuda que tiene el
cristianismo con su herencia judía: una deuda que sigue vigente en la
actualidad. Recogiendo la imagen que usa Pablo en Romanos 9-11, el Concilio
dice que la Iglesia está injertada en el árbol de la salvación cuyo tronco
es el judaísmo. Esa imagen sin duda implica que el judaísmo sigue vivo
desde la perspectiva cristiana. Porque si el tronco hubiera muerto, como
algunas veces dijimos en el pasado, las ramas difícilmente podrían gozar de
buena salud.

El Vaticano II no elaboró una perspectiva teológica sobre el judaísmo. Pero


una declaración aprobada en sesión plenaria por los obispos de la
Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos proporciona un
primer indicio de la dirección teológica que según el Concilio debía seguir
el catolicismo a la luz de la afirmación de Nostra Aetate sobre el vínculo
permanente entre Israel y la Iglesia. En ese documento se dice que el
judaísmo es central a toda eclesiología auténtica: “El problema de las
relaciones entre los judíos y los cristianos concierne a la Iglesia como
tal, puesto que es “buscando su propio misterio” como esta encuentra el
misterio de Israel”. También reconoce el valor duradero de las Escrituras
hebreas para la expresión de la fe cristiana, y sostiene que de hecho esa
es la dirección establecida por el Nuevo Testamento. Por lo tanto, los
cristianos deben empezar a recurrir a las fuentes de la tradición judía
para interpretar esos libros.

Otro punto significativo que se encuentra en ese documento de 1969 se


refiere a la judeidad de Jesús. Su apropiación positiva de la tradición
judía necesita ser plenamente valorada hoy por los cristianos. Esto
revierte una orientación exegética predominante que tendía a quitarle
importancia al profundo compromiso de Jesús con la comunidad judía de su
tiempo, y subrayaba los supuestos antecedentes helenísticos de las
enseñanzas del Nuevo Testamento a expensas de sus antecedentes judíos. Esta
escuela interpretativa también transformó frecuentemente a Jesús en una
persona “universal”, borrando sus vínculos con el pueblo judío. Según esta
perspectiva, la fe cristiana se enraizaba principalmente en una decisión
inmediata y personal de Jesús, y se otorgaba un papel insignificante a la
tradición judía de alianza, basada en la historia y orientada a la
comunidad.

Finalmente, la sesión de obispos católicos de 1969 llamó nuestra atención


sobre otro modelo teológico preconciliar de las relaciones judeo-cristianas
que fue desmantelado por el Vaticano II. En general, ese modelo tuvo más
fuerza en los círculos protestantes que en el catolicismo, aunque este
último no fue del todo ajeno a él, por su debilitada perspectiva sobre el
judaísmo. Sucintamente, este enfoque teológico oponía al judaísmo y al
cristianismo como religiones de ley y libertad, respectivamente. El ethos
predominante de esta descripción de la relación entre judíos y cristianos
se basaba en la absoluta superioridad del cristianismo, que proporciona al
creyente una unión inmediata con Dios a través de la gracia otorgada por
Cristo, sin la mediación de la ley. La nueva posibilidad de gracia
inmediata facilitada por el acontecimiento de Cristo invalidaba
completamente la aproximación a la religión por medio de la Torah que es el
núcleo del judaísmo. En la línea de Nostra Aetate, los obispos sostuvieron,
en su documento de 1969, que aquellos contrastes ya no constituían una
forma apropiada de describir el vínculo entre ambas comunidades de fe:

El Antiguo Testamento y la tradición judía no deben contraponerse


al Nuevo Testamento de manera tal que el judaísmo aparezca como
una religión de justicia solamente, una religión de temor y
legalismo, dando a entender que sólo el cristianismo posee la ley
del amor y la libertad.

Esta nota de advertencia de los obispos católicos adquiere una nueva


importancia en nuestro tiempo. Actualmente somos testigos de un
resurgimiento de aquellas clásicas actitudes cristianas hacia la alianza
judía, tanto en la teología de la liberación como en la teología feminista.
En las formulaciones cristológicas de estas corrientes, Jesús suele ser
presentado como alguien que liberó a la humanidad de las estructuras
opresivas de la Torah o de las estructuras patriarcales, que consideran
endémicas en el judaísmo bíblico y del segundo Templo.

Aunque estos dos movimientos teológicos llaman la atención sobre formas de


injusticia estructural a las que la Iglesia y la humanidad en su conjunto
no pueden ser indiferentes, luchar contra esa arraigada injusticia no
implica en absoluto resucitar el antiguo modelo ley/evangelio repudiado por
el espíritu de Nostra Aetate. Una teología de libertad cristiana basada en
el ministerio y la persona de Jesús, no debe construirse de espaldas al
judaísmo. Porque la espiritualidad de libertad de Jesús fue
fundamentalmente hija de la dinámica central de la tradición judía,
especialmente la tradición del Éxodo y la vitalidad del judaísmo del
segundo Templo. Como lo mostraremos más adelante, el vínculo de Jesús con
el judaísmo farisaico enriqueció y moldeó profundamente su teología y su
ministerio de liberación. (Los orígenes de los fariseos son inciertos. Pero
aparecen después de las guerras macabeas de los años 150 a.C., como uno de
los más importantes grupos judíos. Tradicionalmente, fueron considerados
archienemigos de Jesús. Pero estudios recientes comenzaron a revelar
evidencias de una relación positiva y profunda entre Jesús y al menos
algunas corrientes de ese movimiento. Los fariseos se consideraban a sí
mismos herederos de la tradición profética de israel, y se oponían al
sistema del Templo dominado por sus principales adversarios, los saduceos,
el partido de los sacerdotes). El judaísmo no fue un obstáculo para Jesús
en su búsqueda de la dignidad humana y la justicia, como parecen insinuar
algunos teólogos de la liberación, entre ellos Jon Sobrino y Leonardo Boff,
sino una fuente altamente valorada.

En la década de los 70 apareció el primer movimiento significativo


proveniente del modelo paulino del “misterio”, como expresión acabada de la
vinculación permanente entre cristianos y judíos. Un número cada vez mayor
de teólogos protestantes y católicos comenzaron a buscar maneras de
presentar esta vinculación de modos más positivos y explícitos, que
implicaran cierta modificación de las afirmaciones cristianas clásicas
sobre el cumplimiento en y a través del acontecimiento de Cristo. Sus
perspectivas se inscribían generalmente en los marcos anteriormente
mencionados de la alianza única o la doble alianza. Algunos fueron incluso
más allá, al considerar el Sinaí y el acontecimiento de Cristo como sólo
dos de un número indeterminado de experiencias mesiánicas.

II. Perspectivas de la alianza única

Hace algunos años, Monika Hellwig propuso algunas ideas iniciales sobre una
nueva teología cristiana del judaísmo desde una perspectiva de alianza
única. Pueden encontrarse otros puntos de vista sobre la alianza única en
los escritos del filósofo católico israelí Marcel Dubois, OP, el cardenal
Martini de Milán y, con un giro un poco distinto, Michel Remaud. Las
alocuciones del papa Juan Pablo II -quien de hecho se ha referido al
vínculo teológico entre el cristianismo y el judaísmo de una manera más
sustancial y creativa que ningún otro papa de la historia-, y las Notas
sobre la catequesis católica y el judaísmo publicadas en 1985, también se
inclinan marcadamente hacia la alianza única.

Monika Hellwig sostiene que tanto el judaísmo como el cristianismo apuntan


a un acontecimiento escatológico idéntico (el final de la historia, cuando
tendrá lugar la reconciliación última entre Dios y toda la creación. Para
la tradición judía, ese es el tiempo en que finalmente llegará el Mesías y
reinarán la justicia y la paz. Para los cristianos, ese período marca la
culminación final que comenzó con Jesús, especialmente a través de su
muerte y resurrección), acontecimiento que sigue siendo una realidad
futura. Ambos comparten una misión común: ayudar a que esa era escatológica
final se revele, pero cada uno lleva a cabo esa misión en forma diferente.
Hellwig entiende perfectamente las implicancias de esa vocación conjunta
que en su perspectiva confía a los cristianos y los judíos. Todas las
afirmaciones anteriores de la Iglesia en el sentido de que Jesús dio total
cumplimiento a las esperanzas mesiánicas judías deben desecharse
inmediamente. La visión teológica de Monika Hellwig depende claramente de
que el cristianismo acceda a darle más importancia al aspecto de
no-cumplimiento del acontecimiento de Cristo, admitiendo francamente que la
tensión escatológica todavía no fue completamente resuelta. Para ella, el
acontecimiento mesiánico debe entenderse como inacabado y misterioso, lento
y complejo.

Hellwig insiste en que la alianza establecida con Israel en el Sinaí no fue


anulada con el advenimiento de Jesús. Sigue siendo completamente válida.
Esta confirmación de la perpetua fidelidad divina a la alianza con el
pueblo judío obliga a Hellwig a replantear el significado fundamental de
Jesús como Cristo. Su respuesta consiste en considerar el acontecimiento de
Cristo no como realización de las profecías mesiánicas, sino como la
posibilidad para todos los gentiles de encontrar al Dios de Abraham, Sara e
Isaac. El judío Jesús abrió las puertas a los gentiles para entrar en la
elección de alianza otorgada en principio al pueblo de Israel, y
experimentar la intimidad con Dios que esa elección les trajo. Por lo
tanto, los cristianos deben reconocer la revelación permanente de Dios en
la experiencia contemporánea judía para captar cabalmente la manera en que
Dios se da a conocer en la actualidad. Aunque hay cierta ambigüidad en el
pensamiento de Hellwig sobre este punto, también parece dar a entender que
la revelación otorgada a la humanidad en y a través del acontecimiento de
Cristo sirve al mismo tiempo como un barómetro para la expresión de la fe
judía. Su teología sobre el vínculo entre judíos y cristianos implica pues,
en última instancia, un replanteo de las respectivas autodefiniciones de
ambas comunidades de fe.

En escritos posteriores, Hellwig admite que finalmente no importa demasiado


si hablamos de una o dos alianzas en función de la relación
judeo-cristiana. El asunto crucial es si la Iglesia describe al
cristianismo como consumación de todo lo que es valioso en el judaísmo de
manera que este ya no tenga ningún papel salvífico, o si, en cambio, los
cristianos se consideran participantes simultáneos, junto con los judíos,
en una relación permanente de alianza con Dios. Hellwig prefiere conservar
el vocabulario y las imágenes de una alianza única, porque tienen bases
bíblicas sólidas y contienen lo que ella llama “un germen de ecumenismo que
puede desarrollarse”. Además, siente que el concepto de alianza única ayuda
a recordarnos que hay un solo Dios y una creación unificada y significativa
que hace posible un destino y un cumplimiento universales.

Marcel Dubois, que también sostiene el punto de vista de la alianza única,


pone el acento en la Cruz como punto unificador entre cristianos y judíos.
El Jesús de Israel resulta finalmente el Jesús crucificado de Israel, y es
ese Jesús quien se convierte en vínculo entre judíos y cristianos. Dubois
relaciona los sufrimientos de Jesús en la Cruz con los que experimentó el
pueblo judío durante el Holocausto, o como los judíos prefieren llamar hoy
a ese período, la Shoah (“aniquilamiento”). Para él, Jesús completa a
Israel en su papel de Siervo Sufriente. Y a su vez, Israel simboliza, aun
inconscientemente, el misterio de la Pasión y la Cruz.

Dubois es uno de los pocos teólogos que optan por reflexionar


teológicamente sobre las relaciones entre judíos y cristianos en el
contexto de la relación Cruz/Shoah. La mayoría de los teólogos tendieron a
evitar usar este marco como base de un nuevo modelo teológico constructivo
de las relaciones entre cristianos y judíos, por la significativa
complicidad cristiana (directa e indirecta) en el Holocausto, y porque
mientras que la pasión y la muerte de Jesús siempre fueron consideradas
elementos esenciales dentro de una misión redentora libremente elegida, el
exterminio de seis millones de judíos no tuvo absolutamente ningún carácter
voluntario. Otro ejemplo de esta clase de enfoque se encuentra en la obra
de Jürgen Moltmann El Dios crucificado. Aquí Moltmann intenta construir una
cristología en la que el sentido último de la crucifixión se hace evidente
en el monumental acontecimiento que fue la Shoah. Pero Moltmann no se ocupa
en forma directa de las implicancias que tendría ese nexo para una teología
contemporánea de las relaciones judeo-cristianas.

Una interesante nueva versión de la teoría de la alianza única fue


propuesta por el cardenal Martini de Milán, ex director del Biblicum de
Roma. Martini introduce la idea de “cisma” en el análisis de las relaciones
teológicas básicas entre judíos y cristianos. Aplica ese término a la
separación original entre la Iglesia y la Sinagoga. Al hacer esto,
incorpora a la discusión dos conceptos importantes. Porque el “cisma" es
una realidad que idealmente no debió ocurrir (el cristianismo y el judaísmo
pudieron haberse mantenido unidos), y que considera una situación
temporaria antes que una ruptura permanente. Así, el término “cisma”, que
antes se usaba exclusivamente para las divisiones intracristianas, expresa
en cierto modo un mandato contemporáneo para superar esa ruptura.

Martini sostiene también que en cada uno de los cismas, el catolicismo


sufrió una pérdida de equilibrio en su expresión de fe. Fue privado de
riquezas significativas. Pero en ningún cisma, insiste, fue esto tan cierto
como en la separación original con el pueblo judío. Esa ruptura muchas
veces desvió la articulación de la fe cristiana, especialmente la fe en
Jesús como Cristo, hacia formas que se demostraron perjudiciales para la
Iglesia. Así lo dice en La relación de la Iglesia con el pueblo judío:

Cada cisma y división de la historia del cristianismo priva al


cuerpo de la Iglesia de contribuciones que podrían ser muy
importantes para su salud y su vitalidad, y ocasiona una falta de
equilibrio en la vida de la comunidad cristiana. Si esto es
cierto para cada gran división de la historia de la Iglesia, lo
es especialmente para el primer gran cisma perpetrado en los dos
primeros siglos del cristianismo.

El teólogo católico francés Michel Remaud (Cf. Chrétiens devant Israel


serviteur de Dieu, Paris, Cerf, 1983 y Catholiques et Juifs; un nouveau
regard, Paris, Cerf, 1985) recoge algunos de los mismos temas de los otros
teólogos católicos, aunque hasta el momento sólo ha presentado un breve
esbozo de un modelo teológico. Él desacredita absolutamente toda teología
de “desplazamiento” para las relaciones entre cristianos y judíos o toda
teología de la “sustitución” en que la Iglesia se apropie completamente de
la identidad de alianza del pueblo judío, dejándolo como una cáscara vacía.
El aspecto original de los trabajos de Remaud consiste en que reinterpreta
la solución por vía del “misterio” del dilema de la coexistencia de la
Iglesia y la Sinagoga. Remaud define el “misterio” de un modo bastante
novedoso y creativo si lo comparamos con propuestas anteriores de ese punto
de vista. Para él, “misterio” significa esencialmente “realidad
espiritual”. Tanto Israel como la Iglesia participan de esa misma realidad
espiritual, que tiene diversos aspectos. El papel distintivo de Israel
consiste en subrayar en la realidad espiritual la esperanza mesiánica; por
su parte, la Iglesia da testimonio de esa esperanza ya existente que se
manifestó en el acontecimiento de Cristo, tan central a esa única, aunque
compleja, realidad espiritual.

Esta contribución de Remaud es atractiva, aunque necesitaría mayor


elaboración. Representa una nueva manera posible de construir un modelo
teológico de la relación judeo-cristiana a partir de Romanos 9-11. La
propuesta, especialmente en su interpretación del sentido paulino de
“misterio”, podría no resistir en última instancia un análisis académico.
Pero debe ser bienvenida como una contribución importante a la discusión.
Tiene la indudable ventaja de otorgarle a Israel una misión permanente y
distintiva después del acontecimiento pascual.

En cuanto a los discursos del papa Juan Pablo II, reconocemos


inmediatamente que contienen el planteo más amplio y constructivo de la
teología de las relaciones judeo-cristianas jamás presentado por un
pontífice. A través de sus diversas declaraciones, vemos que acentúa cada
vez más un vínculo estrecho, muy especial, entre la Iglesia y el pueblo
judío. Suele decir a menudo que ambas comunidades están “vinculadas a nivel
de identidad”. Y en su discurso ante la delegación judeo-católica reunida
en Roma (28-30 de octubre de 1985) para celebrar el vigésimo aniversario de
Nostra Aetate, Juan Pablo destacó aún más la profundidad de ese vínculo,
que no existe con ninguna otra religión del mundo:

Este “vínculo”... constituye el verdadero fundamento de nuestra


relación con el pueblo judío. Una relación que muy bien podríamos
llamar un verdadero “parentesco”, y que solamente tenemos con
esta comunidad religiosa, no obstante los numerosos lazos que nos
unen con otras religiones del mundo, especialmente con el
Islam... Este “vínculo” puede ser calificado de “sagrado”, ya que
procede de la misteriosa voluntad de Dios.

El papa volvió a destacar el tema de una vinculación fundamental entre el


judaísmo y el cristianismo en su histórica visita a la Sinagoga de Roma, el
13 de abril de 1986. Aquel día, Juan Pablo dijo que la Iglesia descubre ese
vínculo “escrutando su propio misterio”. Sostuvo que la religión judía no
es “extrínseca” al cristianismo, sino “en cierto modo ‘intrínseca’ a
nuestra propia religión”. Reiteró el concepto ya expresado en el acto
conmemorativo de Nostra Aetate sobre la relación de la Iglesia con el
judaísmo, diciendo que no es igual a la que tiene con otras religiones, por
su vínculo “intrínseco” a través de Cristo.

Las Notas del Vaticano, además de retomar el lenguaje de “vínculo” del papa
Juan Pablo II, hablan también de una auténtica asociación entre cristianos
y judíos en el proceso de la salvación humana, como bien señaló el Dr.
Eugene Fisher en su comentario a las Notas presentado en la conmemoración
vaticana de octubre de 1985. Esto nos hace avanzar años luz, dejando atrás
el clásico modelo de “desplazamiento”. Claramente interpreta el
acontecimiento de Cristo más como visión futura de una esperanza mesiánica
que todavía debe ser completada, en parte gracias al esfuerzo humano, que
como una realidad totalmente cumplida. Y aunque parten de diferentes
lugares, los judíos y los cristianos se encuentran en esa esperanza
mesiánica común enraizada en la promesa original hecha a Abraham.

En algunos círculos oficiales católicos se observa cierto movimiento para


aplicar el modelo de alianza única en las relaciones judeo-cristianas,
aunque muchas declaraciones teológicas vaticanas todavía persisten en el
modelo de una “absoluta superioridad” cristiana. De hecho, las mismas Notas
muestran una clara tensión en ese aspecto a pesar de sus genuinos
progresos, como lo hicieron notar varios comentaristas cristianos y judíos.

En el cristianismo protestante, encontramos el modelo de alianza única en


Bertold Klappert y Peter von der Osten-Sacken. El objetivo de Klappert es
elaborar un credo cristológico desprovisto de antisemitismo. Dicho en forma
más positiva, una cristología de este tipo contendría en su núcleo mismo un
vínculo continuado con la tradición bíblica judía, así como con el judaísmo
contemporáneo.

Peter von der Osten-Sacken sigue la línea de pensamiento de Klappert.


También pone el acento en que una cristología renovada debe afirmar la
continuidad del acontecimiento de Cristo con las Escrituras hebreas y con
el judaísmo contemporáneo. Pero agrega una idea que vale la pena señalar.
Para él, la mejor manera de expresar la relación permanente de la Iglesia
con el pueblo judío en el aspecto teológico es desarrollar una “cristología
que afirme a Israel” para reemplazar a la antigua teología de la
sustitución.

El modelo teológico más completo para las relaciones judeo-cristianas


dentro de la tradición protestante fue desarrollado por Paul van Buren. El
peso de la libertad (The Burden of Freedom) es su primera declaración,
introductoria, en la que especifica en primer lugar las deficiencias de los
modelos previos. Luego publica Discernir el camino (Discerning the Way),
Una teología cristiana del pueblo de Israel (A Christian Theology of the
People Israel) y un trabajo sobre cristología titulado Una teología de la
realidad judeo-cristiana. Parte III: Cristo en contexto (A Theology of the
Jewish Christian Reality. Part III:Christ in Context)

Van Buren sostiene que el cristianismo prácticamente erradicó todos los


elementos judíos de su expresión de fe, en favor de una tradición
paganocristiana. El Holocausto representa el coronamiento de esa tradición
empobrecida. Ahora la Iglesia debe volver a incorporar al judaísmo, tarea
nada fácil después del “ocultamiento” que según van Buren tuvo lugar en el
primer siglo de la existencia cristiana. Cuando los dirigentes cristianos
se dieron cuenta de que los prometidos signos de la era mesiánica no se
veían por ningún lado, su respuesta no fue modificar los postulados
teológicos iniciales de la Iglesia sobre el acontecimiento de Cristo, sino
empujar la consumación real de esos postulados sobre el advenimiento de una
era mesiánica hacia una esfera metahistórica, “superior”. Sólo era posible
discernir esa esfera metahistórica de cumplimiento mesiánico a través de la
fe. No estaba sujeta a verificación histórica de ningún tipo. Una vez
completada esa transferencia, quedó allanado el camino para la proclamación
del misterio pascual como triunfo ilimitado de Cristo, un triunfo en el que
el pueblo judío ya no tenía ningún papel.

En escritos posteriores, van Buren insistió cada vez más en reconocer que
Israel consiste en dos ramas conectadas pero distintas. Ambas son
esenciales para una definición completa del término “Israel”. La Iglesia
cristiana representa a la comunidad de creyentes gentiles atraídos por el
Dios del pueblo judío para adorarlo y hacer conocer su amor entre los
pueblos del mundo. Para van Buren, no se trata de que la Iglesia abandone
súbitamente su histórica proclamación de Jesús como Cristo e Hijo de Dios.
Pero Jesús no fue Cristo en un sentido decisivo. No fue el largamente
esperado Mesías judío. Y así el judaísmo post-pascual permanece como una
religión de legítima esperanza mesiánica y no de ceguera espiritual.

La visión mesiánica compartida del judaísmo y el cristianismo lleva a van


Buren al concepto de “co-formación” de las dos comunidades de fe. Con este
término quiere decir que ambas ramas de Israel deben crecer y desarrollarse
juntas, una al lado de la otra, y no en forma aislada. Cada una seguirá
teniendo sus propias características, pero ambas experimentarán una
creciente reciprocidad de comprensión y amor. Al crecer juntas en amor,
cada una de estas comunidades incrementará su libertad de mantener sus
características distintivas, y la conciencia de la necesidad de la
cooperación mutua.

Sólo después de sentar algunas bases fundamentales en sus primeros


trabajos, van Buren comienza a otorgar una minuciosa atención al
significado de Cristo en su teología de Israel. Así, van Buren interpreta
la nueva revelación en Jesús básicamente como la manifestación de la
voluntad divina en el sentido de que los gentiles también son invitados a
recorrer el camino de Dios. A través de Jesús, por primera vez los gentiles
son llamados a ser participantes plenos del continuado plan de salvación de
la alianza. Sin embargo, al apropiarse los gentiles de ese plan, reconoce
van Buren, se alejan de la alianza eterna de Dios con el pueblo judío. Pero
de ningún modo queda anulada la alianza original. Ni pueden los cristianos
eludir al pueblo original de la alianza si aspiran a unirse al Dios de
Abraham, Sara e Isaac que se les reveló a través del ministerio y la
persona del judío Jesús.

Jesús no pensaba en un futuro, en la acepción común del término. En ese


sentido, su mensaje fue ahistórico, muy parecido al de los rabbíes de su
época. Esperaba ansiosamente la venida del reino de Dios, que reemplazaría
a nuestra era. Revelaba una profunda intimidad personal con Dios, pero su
relación con Dios mantenía una clara línea de demarcación entre él y el
Padre. Su sentido de la intimidad con lo divino era muy judío. Van Buren lo
expresa de este modo:

Sólo podemos hacer especulaciones sobre lo que pasaba en el alma


de Jesús, pero podemos conocerlo por la manera en que lo
presentan los primeros testimonios. Lo presentan como se puede
esperar que los judíos presenten a un judío totalmente consagrado
a Dios. Lo presentan como alguien cuya voluntad era hacer la
voluntad de Dios. Su causa no era otra que la causa de Dios. En
este sentido, y en ningún otro, no tenía voluntad propia ni causa
propia para defender. Dicho de otro modo, era decidido y
obstinado en la causa de Dios. En una palabra: era judío.

Para van Buren, toda proclamación teológica actual, especialmente a la luz


de la experiencia del Holocausto, debe dejar perfectamente en claro que la
autoridad divina de la que gozó Jesús para hablar y actuar en nombre del
Padre, no lo eximía de las realidades de la condición humana, y que la
muerte y las tinieblas mantuvieron su poder después del acontecimiento
pascual. En suma, muchas afirmaciones cristológicas clásicas deberán ser
considerablemente modificadas a la luz de una nueva comprensión de la
relación de Jesús con la comunidad judía de su tiempo, del retorno del
pueblo judío a la existencia histórica en el moderno Estado de Israel y del
período de noche que llamamos “Shoah”. Si hay una doctrina cristológica
tradicional que debemos tomar con la mayor seriedad, es la de la
Encarnación. Los obispos reunidos en el Concilio de Calcedonia declararon
que la Palabra se hizo carne, no que la Palabra simplemente “tomó la forma”
de carne. La participación de Jesús en la condición humana era total y real
en todo el sentido del término.

Por último, van Buren se pronuncia sobre la cuestión cristológica diciendo


que Jesús es el don de Israel a la Iglesia gentil. Su misión principal es
reconciliar a los gentiles con Dios. Esto todavía es algo difícil de
admitir para la mayoría de los cristianos que siguen siendo víctimas de la
errónea creencia del primer siglo de la Iglesia, que sostiene que Jesús fue
expulsado, y no donado, por Israel. Van Buren supone que los judíos podrían
tener alguna dificultad con esta afirmación, porque el judaísmo nunca
reconoció a Jesús como su don a la Iglesia. Pero esta situación se debe en
gran parte a los sufrimientos que debió soportar durante siglos el pueblo
judío en nombre de Jesús. Con todo, si la Iglesia comenzara a cambiar su
teología de la “expulsión” de Jesús por parte de Israel, por la teología
del “don”, los judíos también deberían replantear su postura tradicional
hacia Jesús. Porque si Israel permanece unido a Dios, y es Dios quien
concede a la Iglesia el don del judío Jesús, Israel queda claramente
involucrado en ese don.

Para los cristianos, seguir a Jesús significa entregarse completamente a la


causa de Dios, especialmente a través del amor hacia quienes son muy
especiales para Dios: los pobres, los débiles, los desposeídos y los
oprimidos. Esta es la demanda a los cristianos inherente al don de Jesús
otorgado por Dios a través de Israel. Pero al aceptar a Jesús como don del
amor de Dios, la Iglesia gentil se compromete a un amor particular hacia
Israel, el amado de Dios. Si los cristianos realmente quieren seguir a
Jesús, deben aceptar cuidar del más pequeño de sus hermanos y hermanas,
empezando por el pueblo judío. Parafraseando la primera carta de Juan,
¿cómo pueden decir los cristianos que realmente aman a Dios, a quien no han
visto, y no amar a Israel, al que han encontrado en la carne y por quien
Dios tan frecuentemente ha mostrado su amor más profundo?

Al ofrecer su lealtad especial en la fe a Jesús, sostiene van Buren, los


cristianos siguen, como dice Pablo a los romanos (15, 8), a una persona que
“se puso al servicio del pueblo judío”. Aquí están las bases de la demanda
de Israel al cristianismo, una demanda sellada a través de Jesucristo. La
Iglesia nunca puede eludir esta profunda deuda hacia Israel, y se corrompe
profundamente cada vez que intenta hacerlo. Dice van Buren:

Reconocer la demanda del amor de Dios con el que se confronta la


Iglesia al dar testimonio de Cristo, es siempre reconocer la
legítima demanda de Israel. Ningún judío necesita repetir hoy esa
demanda, ya que le es incesantemente repetida a la Iglesia cada
vez que enseña las cosas concernientes a Jesús de Nazareth, a su
realidad como judío. Surge como su llamado a seguirlo en su
servicio a su pueblo.

Otra voz protestante fundamental es la de A. Roy Eckardt, un verdadero


pionero del diálogo judeo-cristiano del siglo XX, cuya perspectiva sufrió
algunos cambios en el transcurso de los años. Eckardt fue uno de los más
prolíficos escritores sobre el tema de las relaciones teológicas
judeo-cristianas, empezando por su libro Hermanos mayores y menores (Elder
and Younger Brothers, New York, Schocken, 1973). Fue también uno de los
teólogos más radicales en cuanto a encontrar un modelo actual para esas
relaciones. Examinaremos su punto de vista sobre este tema, ya que
ciertamente comenzó proponiendo el enfoque de la alianza única.

Según Eckardt, el designio divino preordenó que una mayoría del pueblo de
Israel respondiera negativamente al acontecimiento de Cristo. Esto era
necesario para preservar la integridad permanente del judaísmo. Eckardt
sostuvo durante mucho tiempo esta tesis, según la cual Israel (a diferencia
de van Buren, para él “Israel” y “el pueblo judío” son sinónimos) y la
Iglesia coexisten en tensión dialéctica en el marco de una alianza única.
Cada uno asume una función diferente en la historia de la salvación, y cada
uno está sujeto a sus propias tentaciones. La función principal de Israel
sigue siendo volverse hacia el interior del pueblo judío, mientras que el
cristianismo se dirige hacia el exterior, hacia los gentiles. Las
correspondientes tentaciones son que los judíos pueden transformar su
elección en autoexaltación, mientras que, por su parte, la confianza de la
Iglesia en la gracia puede llevarla erróneamente a sentirse exenta de todos
los deberes prescriptos en la Torah. Esta tendencia ha sido particularmente
fuerte en muchas versiones protestantes de la cristología, y más
recientemente en algunas interpretaciones liberacionistas del
acontecimiento de Cristo, en las cuales la misión salvífica fundamental de
Jesús consiste en liberar a sus seguidores de la “esclavitud” del sistema
de la Torah. Traduciendo estas tentaciones a un lenguaje más contemporáneo,
al resistir la exagerada dicotomía entre lo sagrado y lo secular, se corre
el riesgo de exagerar involuntariamente la secularización del Reino de
Dios. Por su parte, el cristianismo, al entrar al mundo secular, puede
exagerar la espiritualización del reino de Dios y negar el vínculo
fundamental que existe entre lo sagrado y lo secular. (El témino “secular”
se refiere generalmente a la esfera de la actividad humana no relacionada
directamente con la actividad divina. Comprende mayormente áreas de la vida
humana cuyo carácter trascendente no es visible. Para algunos, la
secularidad es sólo un término neutro que no tiene connotaciones
antirreligiosas. Pero otros la consideran parte de una mentalidad que se
niega a reconocerle un carácter trascendente a todas las actividades
humanas que en última instancia surgen de la presencia universal de Dios).

Para Eckardt, Jesús de Nazareth separa y al mismo tiempo une a judíos y


cristianos. La elección de Israel encuentra en cierto modo continuidad y
cumplimiento en la Encarnación. Eckardt le reconoce un carácter único a la
revelación en Jesucristo. Pero sostiene que, en último análisis, esa
revelación no tiene un significado mayor que la revelación acordada al
pueblo judío en las Escrituras hebreas. Sólo hay un sentido en el que los
cristianos pueden hablar de cumplimiento en el acontecimiento de Cristo: el
ministerio de Jesús destruyó para siempre el muro que separaba a judíos y
gentiles. La alianza permanente con Israel se abrió para la entrada de los
gentiles de una forma que el judaísmo nunca imaginó posible.
En los últimos escritos de Eckardt descubrimos algunos cambios que al
principio lo alejan de la perspectiva de alianza única, y luego parecen
hacerlo volver a ella, pero reformulándola significativamente. Primero
admite que su anterior adhesión al punto de vista de la alianza única se
debía en gran parte a su deseo de desvalorizar las tradicionales teologías
supersecesionistas cristianas sobre el judaísmo. De esa manera, la Iglesia
podría llegar finalmente al punto de librarse totalmente de la tentación de
definirse a sí misma como reemplazante de Israel; entonces sería posible
que ambas comunidades siguieran sus caminos separados, manteniendo una
relación de amor y respeto mutuos. Aquí Eckardt quiere crear un espacio
para un modelo de las relaciones judeo-cristianas en que ambas comunidades
sean entidades francamente distintivas. Esto parece oponerlo a la idea
dominante de “identidad íntima” que se encuentra en la enseñanza oficial
católica actual y en muchos importantes documentos protestantes.

Más tarde, a la luz de su reflexión más profunda sobre el Holocausto,


Eckardt sugirió que las dos ideas tradicionales sobre la alianza y la
doctrina de la Resurrección se habían vuelto obsoletas después de ese
acontecimiento decisivo. Después de la Shoah, afirma, sólo un tipo de
alianza puede seguir aplicándose al pueblo de Israel. Eckardt la define
como “la alianza de la agonía divina”. Es una relación de alianza marcada
por una radical secularidad. No está claro en los escritos de Eckardt si
cree que la Iglesia también participa en esa alianza de secularidad, aunque
parece sugerir que esa secularidad absoluta es ciertamente una condición
fundamental en la que también se encuentran los cristianos después del
Holocausto.

Sobre la doctrina de la Resurrección de Cristo a la luz del Holocausto,


Eckardt muestra alguna incertidumbre. La Shoah muestra claramente el error
de cualquier concepto completo de la Resurrección. La Resurrección con
respecto a Jesús permanece en una categoría totalmente futura. Esa futura
resurrección de Jesús tendrá un significado especial para los cristianos
porque es a través de su historia como los gentiles pudieron entrar en la
alianza permanente con Israel. Paralelamente, la futura resurrección de
Abraham y Moisés tendrá un sentido particular para la comunidad
escatológica de los judíos.

Estas últimas reflexiones sobre las relaciones judeo-cristianas parecen


hacer volver a Eckardt al terreno de la alianza única, aunque de un modo
completamente nuevo. Ahora los judíos y los cristianos están unidos en su
experiencia de radical secularidad. Pero esto también podría abrir
posibilidades para relacionar el punto de vista de Eckardt con la posición
de alianzas múltiples que examinaremos más adelante. Porque el nuevo
vínculo secular compartido por cristianos y judíos parece en principio
abierto a pueblos provenientes de otras perspectivas clásicas de fe.

Una versión final de la perspectiva de alianza única que es útil analizar


es la de J. Coos Schoneveld. Él está de acuerdo con van Buren y Eckardt al
decir que el sentido fundamental del acontecimiento de Cristo consiste
sobre todo en haber develado a los gentiles el plan de salvación humana
revelado al pueblo judío a través de Abraham y Moisés. Pero mientras que
van Buren y Eckardt son un poco ambiguos sobre el tema de una revelación
completamente nueva en y a través de Cristo, Schoneveld tiene una posición
absolutamente clara. Nada esencialmente diferente ha sido agregado por el
Nuevo Testamento a lo que ya se encontraba en la Torah. Puede haber algunas
variaciones de énfasis y expresión, pero la sustancia de la creencia es la
misma. Los cristianos comparten las promesas originalmente hechas a Israel,
y muestran su fidelidad a esas promesas en formas diferentes a las
desarrolladas por la comunidad judía. En algunos aspectos, la respuesta
cristiana permite una mayor flexibilidad. Pero de ningún modo es superior
ni se basa en conceptos sustancialmente nuevos sobre el plan divino de
salvación.

Para Schoneveld, es ilegítimo que los cristianos se refieran a Jesús como


el Mesías. Su venida no trajo las prometidas realidades del reino
mesiánico. Por lo tanto, es injusto que los cristianos reformulen aquellas
realidades para intentar demostrar que lo hizo. Por medio de Jesús, los
gentiles fueron invitados a compartir las promesas divinas y el alcance de
la enseñanza de la Torah se expandió considerablemente. Schoneveld llama a
Jesús “Torah en la carne”. Él encarnó a la Torah e hizo que su significado
último fuera transparente para los gentiles: crear una clase de existencia
humana en la que la imagen de Dios se vuelva claramente visible. Schoneveld
lo dice con estas palabras:

Cuando el judío dice “Torah”, el cristiano dice “Cristo”, y


básicamente dicen lo mismo, aunque lo expresan de manera muy
diferente. Tanto los judíos como los cristianos son llamados a
recorrer el camino de la Torah, la enseñanza del Dios de Israel
que es el Camino, la Verdad y la Vida. Los judíos recorren ese
camino incorporados al pueblo de Israel y participando de la
Alianza del Sinaí, por medio de la observancia de las Mitzvot...
Los cristianos recorren ese camino incorporados al cuerpo de
Cristo, el judío fiel que fue en sí mismo encarnación de la
Torah, y participando en su vida, su cruz y su resurrección a
través de los sacramentos y la vida de fe.

Israel y la Iglesia permanecen juntos a la espera del cumplimiento de la


Torah, ese día en que la imagen de Dios será vista en toda la humanidad. El
mismo Dios juzga la fidelidad de ambos. Los judíos expresan su fidelidad
rechazando a la Iglesia, que intentó despojarlos de su Torah. Por su parte,
los cristianos demuestran su fidelidad diciendo “sí” a Jesús, que encarna a
la Torah, y por lo tanto, diciendo “sí” al pueblo judío, con el que Jesús
está inseparablemente ligado.

Antes de terminar nuestras consideraciones sobre la perspectiva de la


alianza única, debemos decir una palabra sobre dos documentos de Iglesias
protestantes. El documento de 1982 del Consejo Mundial de Iglesias tuvo una
evolución interesante. En sus borradores preliminares, se inclinaba
decididamente por la alianza única. En su versión definitiva, en cambio,
adoptó una postura más neutral, refiriéndose a la discusión teológica con
la presentación de diversos modelos, sin adherirse a ninguno de ellos. En
este sentido, difiere sensiblemente de la posición adoptada por las Notas
de 1985 del Vaticano, que muestran una definitiva preferencia por el modelo
de la alianza única.

No cabe ninguna duda de que la declaración teológica institucional más


fuerte sobre el vínculo judeo-cristiano aparece en el documento preparado
por el Sínodo de Iglesias Protestantes de Renania (Alemania), en 1980. Ha
generado grandes debates, algunos de ellos, sumamente críticos. El
documento contiene dos confesiones fundamentales:

Confesamos a Jesucristo el judío, que como Mesías de los judíos


es el Salvador del mundo, y une a los pueblos del mundo con el
pueblo de Dios.

Creemos en la elección permanente del pueblo judío como Pueblo de


Dios, y entendemos que a través de Jesucristo, la iglesia entra a
la alianza de Dios con Su pueblo.

En general, el punto de vista del Sínodo de Renania fue bien acogido por la
mayoría de los teólogos relacionados con el proceso de replanteo
constructivo de las relaciones judeo-cristianas. Pero hubo críticas
importantes por parte de uno de esos teólogos: Paul van Buren. Este apoyó
vigorosamente la segunda de las afirmaciones citadas. Pero se mostró poco
dispuesto a apoyar la primera. Van Buren sostiene firmemente que la función
de unir a los gentiles con el pueblo judío nunca fue concebida como una
característica del Mesías en el judaísmo.

Van Buren tiene razón en esta crítica. Pero la primera afirmación debe ser
rechazada por motivos mucho más importantes. Jesús no es el esperado Mesías
judío, y por lo tanto el documento de Renania construye en última instancia
su modelo de relaciones judeo-cristianas sobre bases muy inestables. Por
esta seria debilidad fundamental, creo que el documento no tiene el mismo
status innovador para la cuestión de Jesús y la teología de Israel que
algunos otros documentos referentes al diálogo cristiano-judío.

A partir de este análisis, es evidente que la perspectiva de la alianza


única muestra muchas diferencias internas. Está muy lejos de ofrecer un
enfoque unívoco sobre la relación de Jesús con el judaísmo. Pero todos sus
adherentes ciertamente tienen algunas concepciones comunes. Comparten, por
ejemplo, la firme creencia de que en última instancia los gentiles sólo
pueden salvarse a trevés del vínculo con la alianza judía, algo que es
posible por y a través del acontecimiento de Cristo; la idea de que la
“singularidad” del cristianismo consiste mucho más en los modos de
expresión que en el contenido; y la convicción de que los judíos y los
cristianos participan en forma equivalente e integral del continuado
proceso de salvación de la humanidad.

(continúa en el próximo número)

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John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)

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