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ARQUEOLOGÍA DEL ORIGEN DEL ESTADO:

LAS TEORÍAS

VICENTE LULL
RAFAEL MICÓ

A Cristina y Roberto

1
Introducción.
El objetivo de este trabajo es proponer una síntesis de las principales teorías
sobre lo que en la actualidad definimos como “Estado”; una síntesis que pueda
ser útil para quienes aborden una investigación de las sociedades que han
desarrollado esta forma de organización política y, en especial, de aquéllas
estudiadas convencionalmente por la arqueología. No es casual, en este
sentido, que nuestra actividad docente en “Arqueología del origen del Estado”
haya influido de forma importante a la hora de escribir este libro. La
exposición no es, ni puede ser por nuestra parte, completa, un objetivo
asumido por diferentes obras generales de ciencia y filosofía políticas1.
Nuestro interés aquí reside en resumir aquellas contribuciones que, según
nuestro criterio, más favorecieron a que el Estado se fraguara en las formas en
que lo experimentamos y, sobre todo, entendemos hoy. Puede acusársenos de
lesa intencionalidad en la selección de las distintas perspectivas que
trataremos. Somos conscientes de ello. Se trata de una acusación certera y
adecuada, diríamos que hasta lógica, por cuanto, para cualquier estudioso de la
política, la elección del discurso constituye por definición lo político mismo.
Un relato sobre el Estado no puede dejar de ser político, pues, si no lo fuera,
nada lo sería.

En las páginas siguientes, trazaremos en primer lugar un recorrido por las


principales etapas del concepto que hoy nombramos como “Estado”, sin más
ánimo que situarlas en palabras de sus autores y emplazar el tema desde una
serie de definiciones y de reflexiones generales. Esta selección responde
básicamente a la influencia que todavía ejercen en la investigación
arqueológica e histórica en general, aunque a veces dicha influencia se halle
formulada bajo otros ropajes terminológicos. La presentación de cada autor se
realiza a partir de la exposición sucinta de alguna de sus obras más relevantes.
Así pues, hemos evitado tratar a cada pensador como si de una totalidad se
tratase, lo cual hubiera supuesto una tarea ciertamente fuera de nuestro
alcance, y, en cambio, hemos preferido centrarnos en lo que hemos
considerado sus aportaciones más valiosas o fecundas en relación con el tema
1
La lectura de algunas obras generales sobre teoría e historia de las ideas políticas también puede ser de
ayuda y complemento para quien desee iniciarse en estas materias. Destacamos las siguientes por su
accesibilidad a los lectores de habla castellana:
Bobbio, N. (1987), La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Fondo de
Cultura Económica, México (edición original de 1976).
Sabine, G. H. (1996), Historia de la teoría política (Revisada por T. Landon). Fondo de Cultura Económica,
México (primera edición de 1937).
Thomson, D. (ed.) (1967), Las ideas políticas. Labor, Barcelona (original de 1965).
Touchard, J. (1996), Historia de las ideas políticas. Tecnos, Madrid (primera edición de 1961).
Vallespín, F. (ed.), (1990), Historia de la teoría política. Alianza, Madrid.

2
que nos ocupa. Tan sólo Hegel y Marx han sido objeto de un tratamiento más
detallado, especialmente detallado para reflejar la complejidad de sus
propuestas (por cierto que contrapuestas) sobre la razón de ser del Estado.
Vale decir también que hemos reducido al mínimo las citas, referencias o
comentarios realizados por parte de estudiosos de las obras de los autores
incluidos aquí. En este sentido, presentamos una elaboración lo más personal
posible derivada de la lectura directa de las obras seleccionadas. En ciertos
casos, además, no nos hemos resistido a la tentación de cuestionar la calidad o
la orientación de los discursos políticos que avalan, pese a que nuestra
intención original se limitaba a mostrar sus componentes más significativos.

Se trata, en suma, de teorías que abarcan un amplio abanico cronológico y


cultural, desde la antigua Grecia hasta la filosofía política contemporánea.
Muchas de estas lecturas de la política han calado en el sentido común de
nuestra época y caracterizan una tradición netamente occidental que tuvo su
origen en la antigüedad griega. Podríamos caracterizar brevemente la
concepción clásica, de la mano de Platón y Aristóteles, por su énfasis en el
interés de una colectividad más allá de los intereses estrictamente
individuales; la perspectiva cristiana, por el dominio de la percepción
subjetiva individual del sálvese-quien-pueda frente al ideal clásico
colectivizante; y las obras renacentistas, singularizadas en El Príncipe de
Maquiavelo, por mostrar en su desnudez las estrategias del poder estatal y los
intereses concretos, materiales, que éstas persiguen. El propio término
“Estado” nace y comienza a generalizarse precisamente entonces.

De los tres criterios de Estado recién enumerados surgirá la perspectiva


ilustrada-liberal, moneda de curso legal en nuestro tiempo y en la que se
aprecian diversas variantes. La primera versión enfatiza la noción de soberanía
como clave para la solución a los males derivados de que “el hombre es un
lobo para el hombre”. Parte de la convicción de que los individuos, en un
estado natural prepolítico, luchaban permanentemente unos con otros,
sobreviviendo en un ámbito donde sólo valía la fuerza (Hobbes). El miedo
permanente a perder la vida, insoportable, sólo se superó estableciendo un
pacto que instituyese el Imperio de la Ley. Todo Estado y toda sociedad se
funda en este pacto forzado, ya que pacta quien no tiene otro remedio si quiere
seguir viviendo. Cualquier constitución vigente debe ostentar toda la soberanía
y merecer todo el apoyo, por más cruel que pueda llegarnos a parecer: todo,
menos volver a la anarquía y el caos originarios.

La segunda variante liberal hace referencia al iusnaturalismo empírico y,


paradójicamente, abstracto, de Locke y Rousseau. Ambos fundan el Estado a

3
partir de la asunción de unos derechos individuales innatos que, mediante
pacto o contrato, son cedidos a una institución de gobierno que nace
precisamente en ese momento. Vuelve a ser clave la noción de soberanía,
aunque esta vez reside, directa (Rousseau) o indirectamente (Locke) en el
“pueblo”, entendido como el conjunto de individuos con ciertos derechos
inalienables.

La tercera versión moderna sitúa al Estado en el pleno dominio de la Idea.


Todo se pliega a la razón y la razón no ve cosa más racional que pertenecer a
un Estado. El Estado es la razón hecha materia, razón objetivada. Se trata de
una tendencia metafísica-racionalista (deber de Estado) que Hegel sitúa en el
devenir de la autoconciencia del Espíritu.

Fruto de la mixtura entre estas tres variantes y del desarrollo de las ciencias en
el siglo XIX, se generaron concepciones del Estado de corte positivista y, más
tarde, evolucionista, que han aportado matices diversos a un mismo espacio
semántico. El Estado comenzó a entenderse como una forma histórica que
podía ser analizada a partir del reconocimiento y estudio de formas de
organización política pre-estatales. No se ponía en duda que era la mejor
forma posible de sociedad pero, a diferencia de las anteriores propuestas,
intentaba desterrar la idea del Estado como plasmación de una voluntad, ya
sea compartida por individuos particulares (contrato) o general y metafísica
(idea ética). Gracias a ello, la investigación histórica, antropológica y
arqueológica vieron abierto ante así un amplio campo de indagación por el que
todavía transitamos hoy. Desde el evolucionismo se considera que a lo largo
de la mayor parte de su historia, el género humano ha vivido en el marco de
sociedades “simples”, es decir, no estatales. Sin embargo, con creciente
frecuencia a partir del Neolítico, las sociedades han tenido que hacer frente a
condiciones medioambientales, demográficas y tecnológicas adversas que
plantearon serios problemas para la propia supervivencia de los grupos
humanos. Ello obligó a buscar nuevas formas de organización que permitiesen
superar la crisis; es decir, forzó a cambiar para adaptarse y sobrevivir, como es
ley en todas las especies ante el continuo filtro de la selección natural. La
institución estatal sería, justamente, un mecanismo adaptativo complejo
desarrollado por las sociedades humanas en respuesta a ciertas presiones
ambientales. La política, extensión de la categoría más amplia de “cultura”,
caracterizaría mejor que nada a la única especie que puede prescindir del azar
de la mutación genética para perpetuarse con éxito en la biosfera.

A partir del evolucionismo decimonónico, el Estado se define como aquella


institución o conjunto de instituciones políticas propias de las sociedades

4
civilizadas. Éstas constituyen un subconjunto dentro del universo de la
variabilidad humana y tanto su aparición como su funcionamiento obedecen a
factores que las nacientes ciencias sociales y humanas deberán encargarse de
dilucidar. La filosofía se materializa y el conocimiento empírico se multiplica
desde la antropología, la sociología, la historiografía y la arqueología. Los
argumentos se apoyan en numerosos y variados datos hasta que aparece la
figura del científico profesional. Éste, como trabajador al servicio del Estado,
generalmente capitalista, tiende con mucha frecuencia a elaborar discursos de
legitimación y a buscar los datos oportunos para sancionarlos.

Asomándose tímidamente a la Academia occidental a partir del siglo XX, pero


movilizador y revolucionario en la vida social de los cinco continentes, la
concepción marxista del Estado constituye el principal contrapunto respecto a
las propuestas anteriores. Así, mientras que éstas promueven discursos
legitimadores del hecho estatal, el marxismo desvela la realidad
socioeconómica explotadora y clasista a la que sirve el Estado; aquélla que
alimenta la segregación y la competencia, la jerarquía y la desigualdad, la
coerción y la explotación a manos de una clase dominante con licencia para
matar. El Estado pasa a entenderse como una organización política enraizada
en unas condiciones materiales históricamente determinadas. Niega, por tanto,
que constituya una condición intrínseca de la vida social, una necesidad
ineludible o una aspiración ética de la razón humana y, en cambio, lo sitúa en
el punto de mira de unos objetivos revolucionarios que han de desembocar en
su extinción tras construir una sociedad sin clases.

La segunda parte del libro posee un contenido más específico, por cuanto se
ocupa de exponer las aproximaciones más influyentes en la investigación
sobre el surgimiento y la dinámica de los primeros Estados. Nos situaremos,
como es de imaginar, dentro del campo de la arqueología, el ámbito que mejor
define nuestra formación y nuestra profesión. Pese a que es preciso reconocer
el trabajo acumulado por innumerables investigadores a lo largo de más de un
siglo, no dejaremos de comentar críticamente las premisas y métodos que, a
nuestro juicio, han conducido al estancamiento que hoy experimenta el estado
de la cuestión. A dicho estancamiento contribuyen básicamente dos factores.
El primero tiene que ver con la pervivencia de una tradición anticuarista y casi
fetichista, estrechamente vinculada con la historia del arte, que obtiene de la
arqueología de los primeros Estados una fuente aparentemente inagotable de
motivos y recursos. Monumentos en ruinas, joyas y armas, redimensionados
“espectacularmente” por los medios de comunicación de masas y por obra de
la industria turística, alimentan discursos e imágenes que hoy, lo mismo que
hace dos siglos, buscan impresionar a la audiencia, endosarle algún escueto

5
mensaje casi siempre de corte reaccionario o, simplemente, tenerla entretenida
durante un rato.

El segundo factor de estancamiento deviene del propio rumbo que el grueso de


la investigación académica, oficial, ha emprendido en las últimas décadas.
Pese a los innegables avances en el análisis de las manifestaciones empíricas,
las arqueologías procesuales y postprocesuales, dominantes en los países que
dedican más recursos a la investigación sobre la formación de los primeros
Estados, se mueven dentro de unos cauces excesivamente dependientes de
otras ciencias sociales. Más que constituir una herramienta para producir
conocimiento de primera mano sobre unos hechos cruciales en nuestro pasado
común, la arqueología se ve así restringida a re-conocer en los restos
materiales de los primeros Estados versiones, opiniones y planteamientos
ajenos a la materialidad objeto de la investigación. Tal re-conocimiento se ha
dotado de todas las disciplinas y formalidades propias de la Academia, de
modo que muchos profesionales han adoptado unas maneras de hacer
comunes, independientes del color de la interpretación de lo estatal que cada
cual prefiera. Si bien estas maneras de hacer contribuyeron en su día a superar
el anquilosamiento de las arqueologías más tradicionales, en la actualidad
amenazan con convertirse en un peso muerto a cuya inercia obedezcamos sin
más.

Deslumbrada (aunque siempre legitimada) por el fetichismo del hallazgo y


reglamentada por las servidumbres administrativas del oficio, la arqueología
acostumbra a tener buenas excusas para aplazar la reflexión sobre qué hace y
por qué. Tómese la modesta contribución que ofrece este trabajo como un
paso de cara a construir y dar sentido a nuestro quehacer investigador.

Agradecimientos.
A Roberto Risch y Cristina Rihuete Herrada, a quienes va dedicado el libro.
Aunque sólo sea por una vez, coincidimos con Aristóteles en reconocer a la
amistad como el máximo valor social. Su apoyo constante y sus sugerencias y
aportaciones, siempre valiosas, han alimentado una travesía no siempre libre
de dudas. Obviamente, deseamos dejar claro que no son responsables de los
errores u omisiones que el trabajo aquí presentado pueda contener.

A Mª Eugenia Aubet, por su apoyo y resolución para que este trabajo viera la
luz en las mejores condiciones, así como al personal de Ediciones Bellaterra
encargado de la preparación y edición del texto. Tampoco olvidamos a Manuel
Lull, quien derrochó paciencia en la complicada labor de revisión
bibliográfica.

6
Una parte sustancial de las reflexiones y propuestas plasmadas en este libro se
generaron en el contexto de la investigación sobre el desarrollo de la primera
sociedad estatal en la península Ibérica, el llamado Grupo Argárico. De ahí
que reconozcamos el apoyo de los organismos que han financiado los diversos
proyectos involucrados en dicha investigación: “Arqueología de los conjuntos
funerarios del Grupo Argárico. Economía, política y parentesco en las
comunidades prehistóricas del sudeste de España (2250-1500 antes de nuestra
era)” (BHA2003-04546) y “Arqueología del Grupo Argárico. Producción y
política en el sudeste de la península Ibérica (2250-1500 antes de nuestra era)”
(HUM2006-04610/HIST), ambos al amparo del Ministerio de Educación y
Ciencia, y Grup de Recerca d’Arqueoecologia Social Mediterrània, apoyado
por la Direcció General de Recerca de la Generalitat de Catalunya (2001SGR
000156 y 2005SGR 01025).

7
PRIMERA PARTE. TEORÍAS SOBRE EL ESTADO

CAPÍTULO 1
La concepción clásica

-Platón (428-347 antes de nuestra era)


En el mundo griego, el “gobierno de la ciudad”, la noción que hoy
traduciríamos como “Estado”, está determinada por dos posiciones ideológicas
enfrentadas: como expresión de la Justicia y como instrumento de Poder. Pese
a ello, ambas comparten las mismas premisas. La primera es que Estado y
Sociedad se habían dado simultáneamente y, la segunda, que el Estado era a la
vez orden y ordenación, fuera ésta deseada o impuesta.

El ideal de la polis griega, en tanto lugar de armonía entre lo colectivo y lo


individual, concedía primacía absoluta a lo social como requisito de identidad,
con capacidad para otorgar autonomía a los individuos y grupos de individuos;
el propio criterio de humanidad plena residía en dicha pertenencia. El
individuo era en cuanto estaba adscrito a su comunidad cultural, económica,
política y social. La polis, como nudo o lazo, en cualquier caso identidad
autárquica, procuraba a atenienses, corintios o espartanos, algo a que atenerse,
el lugar y el sostén específicos en aquel mundo que ahora denominamos
griego.

Los diferentes colectivos sociales y territoriales daban la plenitud al individuo.


Entre tales colectivos, la pertenencia a la polis era el único criterio concreto y
efectivo que equiparaba ser humano con ser ciudadano. La polis, como lugar
de realización del ser humano, sólo era transitado con plenas garantías por una
minoría de hombres y por alguna mujer, incluidos en las clases privilegiadas y
de raíces ancestrales reconocidas. Por ello, la armonía de la polis se mantuvo a
costa de vedar a las capas mayoritarias de la sociedad la participación en esta
esfera.

Para casi todas las escuelas filosóficas de la antigüedad clásica, el Estado era
la organización social más justa. Se creía y se defendía que el Estado
expresaba un orden inspirado por la Justicia y el Bien. Se podía debatir, no
obstante, que algunos tipos de Estado eran más justos que otros pero, en
cualquier caso, todos tendían hacia el mismo lugar. La Justicia se erigía en el
fundamento articulador de las relaciones sociales; el Estado más anhelado
sería aquel que aspirara a una mejor adecuación de las relaciones sociales en el

8
seno de la polis. El nivel de Justicia logrado era, por tanto, aquéllo que
concedía legitimidad a un Estado. Dicho nivel se medía por una ordenación
prevista cuyo objetivo apuntaba al Bien social, pero ¿para quién?

Frente a esta concepción mayoritaria se alzaban los sofistas. Éstos


consideraban al Estado como la organización deseada por el más poderoso y,
por tanto, la mejor adecuada para ejercer la injusticia, pues hacer el mal
reportaba más beneficios y placeres, y era, con mucho, más fácil que ser
virtuoso, mientras que hacer el Bien resultaba costoso y harto difícil2 .

El diálogo entre Sócrates y Trasímaco presentado por Platón en La República3


es un texto importante para reflexionar sobre la naturaleza del poder y del
Estado, sobre el vínculo entre la realidad y nuestras abstracciones y, todavía
más aún, sobre la explotación de los demás bajo el supuesto de nuestra idea
del Bien. La posición inicial de los sofistas de que la Justicia y la Ley, en tanto
cumplimiento de la primera, dependían de quien ostentara la autoridad
desembocaba en que la Justicia resultaba lo que era más provechoso al más
fuerte:

“Trasímaco: El que gobierna en cada Estado, ¿no es el más fuerte?


Sócrates: Seguramente.
Trasímaco: ¿No hace leyes cada uno de ellos en ventaja suya, el pueblo
leyes populares, el monarca leyes monárquicas y así los demás? Una
vez hechas estas leyes, ¿no declaran que la justicia para los gobernados
consiste en la observancia de las mismas? ¿No se castiga a los que las
traspasan como culpables de una acción injusta? Aquí tienes mi
pensamiento. En cada Estado la justicia no es más que la utilidad del
que tiene la autoridad en sus manos y, por consiguiente, del más fuerte.
De donde se sigue, para todo hombre que sabe discurrir, que la justicia
y lo que es ventajoso al más fuerte en todas partes y siempre son la
misma cosa”.4

Esta es una de las primeras formulaciones del Estado como representación de


un ser social en conflicto, compuesto por intereses encontrados que sólo la
2
“Glaucón: (...) nada es más bello, ni al mismo tiempo más difícil y más penoso, que la templanza y la
justicia; que, por el contrario, nada hay más dulce que la injusticia y el libertinaje, ni nada que cueste menos a
la naturaleza; que estas cosas sólo son vergonzosas en la opinión de los hombres porque la ley lo ha querido
así, pero que no es lo mismo en la práctica...” (Rep. 75). La versión que hemos utilizado aquí es la de Espasa-
Calpe, Madrid (1973, 11ª edición).
3
Rep. 54 a 69.
4
Rep. 54-55.

9
fuerza permite medir. Cualquier orden social se vale de la fuerza para imponer
sus intereses en el campo de lo político5.

En una cadena secuencial de abstracciones ascendentes, Platón estableció


fórmulas dialécticas que tendrían gran fortuna posterior y en las que el Estado,
desplegado desde el conocimiento del sabio y por encima de la realidad,
comprende y discierne el Bien, y se muestra capacitado para establecer el
papel de lo Justo. De manera inversa y en sentido descendente, el Estado se
aplicaba a sí mismo como el camino más comprehensivo del hombre hacia el
Bien y, a su vez, se constituía en el objetivo necesario para todos aquellos que
desearan convivir en armonía.

Platón se refiere a un Orden determinado por el Bien, un bien natural en tanto


Cosmos. Todo Orden y Justicia proceden del Bien. Por ello, el Estado
propiamente dicho debería ser aquel que evitara a toda costa la ignorancia y su
pareja, la anarquía, y que tuviera como objetivo principal el Bien,
concluyendo, en un bucle perfecto, universal y social, que acaba donde
empezó, en los que deciden el Bien.

Los estamentos sociales en “La República” de Platón.


Resituado por un instante en el pragmatismo, Platón no duda en calificar que
la misión del Estado es ostentar el poder, preocuparse del exterior y ocuparse
en el interior de las cosas materiales, del trabajo, de la economía y del orden
social. Para alcanzar este objetivo, la población para el Estado ideal de Platón
debía quedar estructurada en tres segmentos o capas con misiones sociales e
intelectivas claramente diferenciadas. La primera capa, de la que surgirían los
Jefes del Estado, estaría formada por los magistrados, a su vez gobernantes y
filósofos. La única solución para los males de cualquier Estado y del género
humano es que los gobernantes sean los mejores, en otras palabras, filósofos-
sabios dedicados a la contemplación de la verdad6 y la búsqueda del Bien. La
idea del Bien es algo con lo que sólo los filósofos están familiarizados:

“Sócrates: Lo que da al alma la facultad de conocer, es la idea del bien,


que es el principio de la ciencia y de la verdad (...). Por bellas que sean
5
Estaríamos en los orígenes de las posiciones nietzscheanas en lo político (luego transplantadas al
conocimiento). Esta perspectiva compartiría con el marxismo la existencia de divergencias profundas de
intereses en las sociedades de clases, pero difiere en las causas que mueven dichos intereses: para el
marxismo radican en que los grupos ocupan posiciones disimétricas en la organización de la producción
material (relaciones de producción), mientras que para Trasímaco y los otros sofistas los motivos se hallan en
el ejercicio o no del poder político (el poder que veremos en elaboraciones liberales recientes al lado de
conceptos como “estatus” y “prestigio”), un poder que se obtiene, se conserva o se pierde a raíz de factores
éticos, morales, psicológicos, religiosos o puramente bélicos.
6
Rep. 174.

10
la gracia y la verdad, puedes asegurar, sin temor de engañarte, que la
idea del bien es distinta de ellas, y las supera en belleza.(...) en el mundo
inteligible pueden considerarse la ciencia y la verdad como imágenes
del bien, pero no habrá razón para tomar la una o la otra por el bien
mismo, cuya naturaleza es de valor infinitamente más elevado>”7

Los sabios son aquéllos para quienes las cosas materiales no son objeto de
codicia. Aquéllos que, como sabedores de la razón verdadera y conocedores
de la dialéctica8, son los únicos que pueden guiar a la sociedad hacia el Bien9
mediante el establecimiento y salvaguarda de un Orden y una Justicia
adecuadas para tal fin. El gobierno será “bueno” sólo cuando tenga como
gobernante “a un hombre que una el conocimiento del bien al de lo bello y al
de lo justo”10. Ante todo, los magistrados-filósofos deberán poseer el control
de la gestión social. Resulta esclarecedora una de sus competencias, la de
seleccionar en el nacimiento a qué estamento adscribir a los nuevos
individuos. Decía la fábula que los dioses compusieron de oro a los destinados
a gobernar, de plata a los defensores del Estado, los guerreros, y de hierro y
bronce a los labradores y artesanos que debían procurar ropa, cobijo y sustento
a toda la sociedad. Por ello, a los magistrados les correspondería averiguar con
qué tipo de metal estaba compuesta el alma de cada niño, para así destinarlo a
la función que más se ajustara a su naturaleza11. Resulta relevante que Platón
considerara que las mujeres podían acceder a esta primera capa,
desmarcándose un tanto de la pésima consideración de Aristóteles hacia el
sexo femenino. En cualquier caso, Platón suscribe la inferioridad genérica de
las mujeres12, de entre las cuales sólo destaca y acepta a aquéllas que posean a
cualidades análogas a las de los hombres.

La segunda capa está formada por guardianes-guerreros, destinados a vigilar y


mantener la seguridad del Estado. Debía ser un grupo muy bien entrenado y
escaso en número, que había de seguir un plan de educación muy estricto para

7
Rep. 203.
8
“Y así, el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo
mediante la razón, hasta la esencia de las cosas; y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido
mediante el pensamiento la esencia del bien, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como
el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles> (Rep. 222).
9
La búsqueda del bien se conecta con el tema de la epistemología idealista platónica y el mito de la caverna:
para ello, véanse pp. 205-211, en especial la p. 208.
10
Rep. 200.
11
Rep. 121-122
12
<<Sócrates: Ya ves, mi querido amigo (Glaucón), que en un Estado no hay propiamente profesión que esté
afecta al hombre o a la mujer por razón de su sexo, sino que, habiendo dotado la naturaleza de las mismas
facultades a los dos sexos, todos los oficios pertenecen en común a ambos, sólo que en todos ellos la mujer es
inferior al hombre.
Glaucón: Es cierto.>> (Rep. 155).

11
evitar que se convirtieran en tiranos o protectores de tiranos. El cuidado en su
formación debía de ser muy meticuloso, porque en ocasiones algunos de ellos
podían acceder a la capa de los magistrados.

Platón nos instruye sobre las peculiaridades de su educación, que debía estar
guiada y dirigida hacia las ideas de Bien y Verdad. Platón propone que
escuchen fábulas y relatos que muestren a los dioses como seres que sólo
hacen cosas buenas, rectas y veraces. Su instrucción ha de evitar la literatura
sentimental y emotiva, y deben incluir un cierto tipo de gimnasia y de música.
La exigencia de que las mismas tareas y entrenamiento se aplicasen a mujeres
y hombres constituye un postulado revolucionario para su época13.

El estamento de guerreros-guardianes está compuesto por hombres, mujeres y


sus hijos e hijas, permitiéndose la cohabitación común entre hombres y una
comunidad en la educación de los hijos14. Desde el Estado se reglamenta su
reproducción15: “Las mujeres darán hijos al Estado desde los veinte a los
cuarenta años, y los hombres desde que haya pasado el primer fuego de la
juventud hasta los cincuenta y cinco años”16. Los hijos y las hijas serán
comunes. Pasados entre siete y diez meses después de la unión, los guerreros
considerarán hijos o hijas a todos quienes nazcan; éstos, entre sí serán
hermanos o hermanas.

Este es el estamento cuya caracterización resulta más detallada en La


Republica de Platón, al constituir una categoría social, el ejército, susceptible
de alterar el Estado y sembrar la injusticia. También se detalla el tipo de vida
que han de seguir los guardianes para evitar que se conviertan de protectores
en dueños y tiranos. Para asegurar dicho fin no les es permitido poseer más
que una pequeña propiedad individual. Su casa y despensa no pueden estar
cerradas a nadie. Además, el alimento que necesitan lo proporcionarán los
ciudadanos en compensación por sus servicios, para que nada les sobre o les
falte17 .

La tercera y última capa social es la formada por los campesinos, que deben
proporcionar los medios de subsistencia, así como los artesanos y a aquéllos
que reciben salario por su trabajo (“mercenarios”). Todos ellos se ocupan de

13
Se señala que es preciso formar a las mujeres para la guerra y tratarlas como a los hombres (Rep, 151, 165)
y que la única diferencia entre los sexos es la de que “el varón engendra y la mujer pare” (Rep.154)
14
Rep.156-157.
15
Este ámbito está controlado secretamente por los magistrados, quienes procuran mediante mentiras y trucos
que se apareen con mayor frecuencia los individuos más sobresalientes de ambos sexos.
16
Rep. 160.
17
Rep. 123, 165, 230.

12
cubrir las necesidades sociales básicas a partir de una dedicación a tiempo
completo en las tareas imprescindibles para reproducir materialmente la
sociedad. Según el ordenamiento de Platón, resulta obvio que ninguno de ellos
podrá dirigir el Estado, pues, recordemos, sólo los sabios-filósofos han
accedido racionalmente al conocimiento del Bien y, por tanto, sólo ellos
pueden garantizar un orden social justo que tienda hacia él. El resto de los
ciudadanos, guerreros y productores, deben atesorar la virtud de la templanza
que no es más que reconocer la autoridad de quien manda; y ello no por
miedo, sino por el convencimiento de que quien gobierna es el más capacitado
intelectualmente para hacerlo y que sus decisiones siempre estarán guiadas en
pos del Bien común, nunca del beneficio particular. Contra el Orden, la
Justicia y el Bien, sólo actúa el ignorante.

El orden social ideado por Platón se configura mediante un reparto de tareas


cuidadosamente planificado. Cada cual ocupa un lugar social en función de
una combinación entre aptitudes innatas (composición del alma con oro, plata
o bronce y hierro) y educación dirigida (selección de fábulas y de
composiciones musicales acordes con las ideas de virtud, templanza,... que
inspiran el Estado). Por tanto, la República no se basaría en el principio
hereditario, según el cual el ejercicio de determinadas ocupaciones se
transmitiría de padres a hijos.

Sin embargo, se observa una cierta contradicción entre el respeto a preceptos


propios de un sistema de castas (“los hijos de cada grupo aprenden desde
pequeños”18), y una derivación de su concepto de Justicia, según la cual lo
justo es que cada cual haga lo que por naturaleza está en condiciones de hacer
mejor. Ello implica un reclutamiento no restringido a la hora de cubrir el
número de individuos necesarios para tal o cual ocupación; es decir, que, en
principio, todos los individuos serían potencialmente aptos para ocupar
cualquier puesto en la sociedad. Ello sólo depende, según pone Platón en boca
de Sócrates, de la composición de su alma, es decir, de sus aptitudes y
habilidades innatas, no de consideraciones de riqueza hereditaria o de
endogamia de casta. De ahí que lo que Sócrates plantea en el Libro Quinto de
La República sea contrario a las reglamentaciones expuestas, puesto que lo
que precisamente plantea ahí es una especie de endogamia de grupo.

La ordenación social del Estado platónico constituye, de hecho, una jerarquía


que concede un mayor valor a determinadas funciones. Siempre se supone que
las normas de comportamiento propuestas por el reducido grupo de guardianes

18
Rep. 165-166.

13
y magistrados serán acertadas y producirán beneficios extensibles al resto de
la sociedad. Ello supone implícitamente conceder una mayor primacía a los
sectores militares y gestores sobre campesinado y artesanado. Esto se señala
explícitamente en pasajes breves, como por ejemplo, “¿No son los guerreros la
mejor clase del Estado?”19, o cuando recomienda que a los guardianes que
muestren cobardía o indignidad se les “degrade y relegue entre los artesanos y
labradores”20 .

De momento, sin embargo, el Estado no contempla la reglamentación de una


desigualdad económica. No se niega la existencia de desigualdades en la
riqueza (se habla en ocasiones de la existencia de ricos y pobres21), pero éstas
no deben existir entre las clases o castas de los guardianes y los magistrados.
Ambos constituirían una especie de funcionarios cuyas necesidades básicas
mínimas serían satisfechas por el cuerpo social, y a quienes se prohíbe poseer
fuentes de enriquecimiento privado. Así pues, la posibilidad de enriquecerse o
empobrecerse parece quedar restringida al sector de los “mercenarios”
(artesanos, labradores, comerciantes), aunque esta cuestión, como apenas nada
de lo relativo a dicho sector, no merece la atención de Platón.

Las formas de gobierno.


Platón equipara formas de gobierno con Estado. Considera, además, que la
mejor forma de gobierno, la más buena y, por tanto, la más justa, es el Estado
aristocrático. El resto de las formas de gobierno acontece por degeneración de
éste, como la Timocracia, la Oligarquía, la Democracia y la Tiranía. Es decir
de mal en peor, pero, a pesar de ello, en el Estado nunca se debe justificar la
rebelión porque es la única arma que puede acabar con él. En el capítulo VIII
de La República se exponen las características de estas formas de Estado. Así,
la Aristocracia es aquel Estado regido por los mejores. La Timocracia es el
gobierno de los ambiciosos que se creen superiores por ser buenos cazadores,
deportistas o soldados y que son, en suma, hombres de acción que ostentan
propiedades y se enriquecen ocultamente. La Oligarquía representa el
gobierno de un pequeño grupo de ricos que ostentan el poder. En la
Democracia no hay criterio, ni ideal de orden y derecho, pues no se cree en la
verdad en sí, sino en los propios apetitos subjetivos, con vistas a los cuales se
gobierna la ciudad. Sólo en apariencia es la forma de gobierno ideal, sin que
nadie mande, sin coerciones, donde lo igual se reparte por igual. La Tíranía es
la degeneración de la democracia y surge cuando la libertad desemboca en el
libertinaje y el pueblo necesita un Jefe para dirimir los conflictos internos
19
Rep. 156.
20
Rep. 167.
21
Rep. 164.

14
provocados por los deseos y egoísmos particulares.

Platón ejerció una gran influencia tanto en la filosofía como en la política


posteriores. Sus propuestas políticas, las primeras reflexiones sistemáticas en
su género, siguen en gran parte todavía vigentes. Platón es el primer defensor
del Estado como única forma racional y real de vivir en sociedad. Aunque
considere que no todos los Estados son buenos, la solución es transformarlos
conforme a nuevas fórmulas producto de la razón. El Estado, en tanto orden
racional orientado por la Idea de Bien, tenderá hacia él en un proceso
dialéctico de conocimiento que permitirá alcanzar la felicidad social. No es
extraño este anhelo en el contexto que le tocó vivir a Platón. La Grecia del
siglo IV era un mundo convulso, sacudido por frecuentes conflictos entre
ciudades y en el propio seno de las mismas. La polis tradicional se encontraba
en crisis y a punto de ser engullida por entidades políticas de mayor
envergadura. Los imperios de Filipo de Macedonia y Alejandro Magno
realizarán esta transición.

Conclusión.
Platón propone una “revolución desde arriba”; es decir, realizada cuando el
hijo de algún monarca o el gobernante de algún Estado sea “filósofo” y
aplique desde su posición las normas que inspiran el Estado ideal delineado
por Sócrates en su diálogo. A partir de ahí, se supone que las ventajas y el
éxito que acompañarán la materialización de tales preceptos hará que el
ejemplo se extienda22.

La República expresa el consentimiento general ante una desigualdad basada


en la sabiduría, y el reconocimiento de una autoridad que hay que acatar con
templanza. El reparto de tareas y responsabilidades en el marco de la
República platónica es el más justo y adecuado, ya que cada cual ocupa su
lugar obedeciendo la planificación realizada por los más aptos (los filósofos),
quienes obran valorando las cualidades innatas de las personas y afianzándolas
mediante la educación correcta. De esta forma, el papel social asignado a cada
cual constituye lo mejor para todos, pues garantiza la armonía dentro de un
orden que persigue el Bien.

Platón concierta la idea del Bien con lo establecido en la comunidad política,


añadiéndole después el valor del conocimiento y la razón, de tal manera que el
Bien no se muestre paradójico. Un Bien que actúa y se reconforta como
ideología del Bien.

22
Rep. 196 y ss.

15
Cuando cualquier idea es compartida por un grupo deviene ideología. La
ideología constituye y define el lugar de las ideas compartidas. Se originan a
partir de reflexiones sobre la práctica social concreta y están enraizadas en las
condiciones materiales que posibilitan dicha práctica. Las ideologías buscan
razones para legitimar esas raíces o para subvertirlas. Por ello, las ideologías
implican necesariamente concepciones opuestas sobre el bien social. De ahí
también que, por desgracia para el ideal platónico, el Bien para unos suele
conllevar el Mal para otros. El Bien no es un absoluto que trascienda
condiciones históricas ni situacionales. Las ideologías son formas de
pensamiento que proceden del mundo y actúan en él gracias a unas
condiciones que las sustentan. Por ello, las ideologías sólo cuentan si se llevan
a la práctica y sólo se llevan a la práctica las que disponen de las condiciones
apropiadas. Lo importante es qué se hace o se consigue con las ideologías, no
la representación o la opinión de lo que es bueno o conveniente hacer. Platón
ofertó con su República un modelo utópico de orden social que careció de
implantación real porque materialmente no interesó a nadie como para llevarlo
a la práctica.

Los supuestos de los que partía Platón son cuestionables y, en algún caso,
incluso paradójicos. En primer lugar, la consideración de que la reunión de
muchos hombres originó lo que llamamos Estado para auxiliarse mutuamente
iguala la noción de Estado a la noción de sociedad, confundiendo el gobierno
con cualquier tipo de relación social. Este supuesto presupone a su vez otro
más, la individualidad como punto de partida social: la impotencia de un solo
hombre para ser autosuficiente respecto a lo que necesita para vivir le impulsó
a vivir en sociedad23. Este punto de partida de conciencia subjetiva e
individualista llega a asimilar el arte de gobernar al oficio de pastor o de
timonel, arrastrando consigo el convencimiento de que todo gobernante no
persigue su propio beneficio24, sino el de sus súbditos, o que el gobierno
persigue siempre un interés general.

La propia libertad tiene un nombre condicionado y unos adjetivos adecuados


para gozar de ella. No somos libres para hacer lo que deseemos; nuestros
márgenes están demarcados por las condiciones materiales. En la sociedad de
Platón, lo mismo que en la nuestra, el espacio de “libertad” era el que los

23
Rep. 79-80.
24
<<-Sócrates: (...) todo hombre que gobierna, considerado como tal, y cualquiera que sea la naturaleza de su
autoridad, jamás se propone, en lo que ordena, su interés personal, sino el de sus súbditos. A este punto es al
que se dirige, y para procurarles lo que les es conveniente y ventajoso dice todo lo que dice y hace todo lo
que hace>> (Rep. 58)

16
propietarios de las condiciones materiales querían asignar para ampliar el
suyo. En ambas, un pobre no puede decidir “libremente” dejar de serlo: si en
la polis se le negaba la ciudadanía, ahora la libertad pregonada en las
Constituciones no puede ni evitar ni esconder la reproducción de la miseria
social. Si la riqueza del pobre y, con ella, su libertad real, suponen la pobreza
del rico, éste lo impedirá con todo su arsenal de violencias.

Platón es un auténtico miembro de la polis tardía, para él, la justicia “consiste


en que cada uno haga lo que tiene la obligación de hacer”25 una obligación
inequívoca para un colectivo que se sabe como tal y que quiere progresar en el
orden de las exigencias sociales de una colectividad que conoce su lugar en el
mundo. Los principios morales se instituyen así en preceptos sociales
(templanza, justicia, virtud, etc.) y presagian el ámbito político que Hegel les
otorgará después. Con ellos y la idea de Bien razonable como armas, Platón
pretendía superar las formas de gobierno corruptas conocidas en su tiempo.

-Aristóteles (384-322 a.n.e.).


La Política26 de Aristóteles difiere en el método y en algunos objetivos de La
República de Platón. Aristóteles analiza lo que es, en este caso las
constituciones políticas de su tiempo, para sólo tangencialmente sugerir lo que
debería ser. Así pues, su finalidad primera no es formular la receta de un
mundo ideal, sino extraer enseñanzas prácticas a partir de la observación de lo
existente.

En el terreno de la política, lo primero que llama la atención son las


diferencias entre los grupos que forman la comunidad. Aristóteles zanja la
cuestión de manera clara y tajante recurriendo a una determinación natural: se
es jefe si se es capaz de planificar, y súbdito cuando se es capaz de ejecutar
con el cuerpo27. El varón goza de autoridad y de capacidad de dirección por
ser superior a la mujer, mientras que ésta es regida y, aunque posea capacidad
deliberativa, está desprovista de autoridad28. El niño también posee capacidad
deliberativa, pero imperfecta. Por ello, el varón maduro es más apto que el
joven e inmaduro. Se es esclavo cuando se es capaz de ser de otro, pues se
carece de facultad deliberativa y, aunque participe de la razón (la reconoce),

25
Sentencia puesta en boca de Sócrates (Rep.136). La injusticia sería precisamente el desorden de funciones
dentro del Estado. Cada cual debe mantenerse en los límites de su oficio, los “mercenarios” (labradores y
artesanos), los guerreros y los magistrados) (Rep. 137 y 144).
26
La versión que hemos usado aquí es la de Julián Marías y María Araujo para el Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1970.
27
Pol. 2.
28
Pol. 8.

17
no la posee (los animales no dan cuenta de la razón)29. En utilidad, animales y
esclavos difieren poco (suministran lo necesario para el cuerpo). En lo que
concierne a la Justicia, la templanza platónica es sometida de nuevo a la
determinación de un ser naturalizado:

“ (...) parece que la justicia consiste en igualdad, y así es, pero no


para todos, sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y
lo es en efecto, pero no para todos, sino para los desiguales”30.

Así pues, el punto de partida queda fijado por lo que las cosas son
“naturalmente”, la primera de las cuales es que el ser humano es por
naturaleza un animal social, dado que “ningún individuo se basta a sí
mismo”31. Sin embargo, esta noción de naturaleza original que debiera
establecer una idea prístina de comunidad por encima de las intenciones o de
la voluntad de los individuos tropieza con numerosos asertos que reposan en
otra convicción opuesta que señala que la vida en común se elige. Para la vida
social resulta necesaria la unión entre hombre y mujer y también la amistad,
igualmente necesaria para la elección de la vida en común ya comentada.

La unidad organizativa mínima de la sociedad es el oikos (la casa). Una


reunión de casas conforma una aldea que prefigura, a su vez, la ciudad o
comunidad perfecta, constituida a partir de la unión entre varias aldeas. El
oikos perfecto se compone de esclavos y de individuos libres cuyas funciones
son la del señorío (patriarcal y propietario), la conyugal y la procreadora y,
por último, la crematística u obtención de bienes32. Casa y propiedad quedan
estrechamente ligadas y se configuran como el fundamento material de todo
ciudadano. Para Aristóteles, las revoluciones giran precisamente en torno a
conflictos sobre la propiedad y sólo se pueden evitar por medio de la
educación y las leyes.

“El principio de la reforma consistirá, más que en igualar las haciendas,


en procurar que los ciudadanos naturalmente superiores no quieran
poseer más, y que las clases bajas no puedan; es decir, que sean inferiores
29
Pol. 24-25.
30
Pol. 83
31
Pol. 5.
32
La principal actividad de la economía es la agricultura. Otras actividades productivas se consideran el
pastoreo, la caza, la pesca, así como la piratería. Claramente diferenciada queda la crematística, especialmente
la crematística comercial, definida como “adquisición ilimitada de dinero”. Dentro de la crematística figuran,
además del comercio y la usura, el trabajo asalariado, así como la explotación de recursos naturales no
subsistenciales como la madera o los minerales. Esta actividad es censurada por Aristóteles (“no es natural,
sino a costa de otros”); se aborrece la usura, porque el dinero sólo procura más dinero y no aquéllo para lo
que éste se inventó (Pol. 13-21).

18
pero sin injusticia”33.

Esta sentencia supone la defensa de un determinado status quo inmovilista y


estable, y una sanción moral de los excesos que perturban el ideal de orden y
dominio.

Para Aristóteles, el ciudadano es aquel “que tiene derecho a participar en la


función deliberativa o judicial de la ciudad”34. Esta participación es la esencia
de la política, “el mayor y más excelente bien”35, y de la Ley, que es “la razón
sin apetito”36. Política y Razón sin intereses egoístas se unen a la Virtud como
nociones fundamentales para impartir Justicia. El empleo de tales nociones
descubre ecos platónicos, aunque no hay que llevarse a engaño sobre esta
cuestión, ya que Aristóteles contextualiza los absolutos. Así, la Justicia
consiste “en lo conveniente para la comunidad”37 y lo conveniente es todo
aquello que aproxime la felicidad. Para Aristóteles, “si la vida feliz es la que
se desarrolla de acuerdo con la virtud y la virtud es un término medio, la vida
media será la mejor”38. Por ello, dado que en “la ciudad hay tres estamentos,
los muy ricos, los muy pobres y los intermedios es preciso reforzar el papel de
los ciudadanos de clase media”39.

Felicidad y régimen armonioso constituyen sinónimos del mismo objetivo, el


deseo de la ciudadanía. Esa aspiración de todo ciudadano en tanto buena para
él y para su ciudad va acompañada de una intensa batería de preceptos y
sentencias éticas y morales que intentan convencer políticamente sobre lo que
resulta necesario para vivir en sociedad: “No se obtienen las virtudes mediante
los bienes, sino al revés”40; “La vida feliz, ya consista en el placer, en la virtud
o en ambos, es patrimonio de los hombres cuya superioridad está en su
carácter y en su inteligencia”41; “La causa de los bienes exteriores es el azar y
la suerte; en cambio, nadie es justo ni prudente por suerte ni mediante la
suerte”42; “(...) es imposible que les vaya bien a los que no obran bien, y no
hay obra buena ni del individuo ni de la ciudad fuera de la virtud y la

33
Pol. 46.
34
Aristóteles define ciudad como una muchedumbre de ciudadanos suficiente para vivir con autarquía (Pol.
69) y también como una comunidad de hombres libres (Pol. 80).
35
Pol. 90.
36
Pol. 104.
37
Pol. 90.
38
Pol. 186.
39
Pol. 186 y ss.
40
Pol. 110.
41
Pol. 110.
42
Pol. 111.

19
prudencia”43.

El posicionamiento idealista de Aristóteles no deja lugar a dudas: “La división


más grande es quizá la que separa la virtud de la maldad, después la que
separa la riqueza de la pobreza, y así otras más o menos graves...”44. Primero
la idea, la noción, el sustantivo abstracto, lo real subjetivo, luego la materia, lo
concreto, lo real objetivo. Ello no impide que las virtudes espirituales y las
condiciones materiales deban de ir de la mano en el mejor de los casos “(...) la
vida mejor, tanto para el individuo aislado como en común para las ciudades,
es la que va acompañada de una virtud suficientemente dotada de recursos
para participar en acciones virtuosas”45 (las cursivas son nuestras).

El lector moderno puede asombrarse de la actualidad del pensamiento de


Aristóteles o, con la misma intensidad, de que el nuestro esté tan viejo y
caduco. Como la nuestra, la ciudadanía a la que se refiere Aristóteles está
constituida de antemano, prefijada. Sólo unos pocos pueden ingresar en ella si
disponen de un determinado nivel de recursos y respetan las condiciones
establecidas por la ciudad. En este punto, Aristóteles no necesita los
subterfugios de las políticas actuales, que proclaman derechos universales a
sabiendas de que nunca podrán ser ejercidos con plenas garantías. En una
ilustración sin precedentes y al desnudo de la política real nos comunica: “Los
ciudadanos no deben llevar una vida de obrero ni mercader (...) ni tampoco
deben ser labradores (…) Para las actividades políticas es indispensable el
ocio”46. Así el gobierno será asumido por quienes estén en condiciones de
llevar una vida ociosa y, entre ellos, quienes tiendan al justo medio: es natural
que haya ricos y pobres; la cuestión es evitar que el desequilibrio entre ellos
no alcance un nivel tal que ponga en peligro el gobierno de la ciudad.

El tratamiento que Aristóteles concede a la educación de los jóvenes es muy


relevante. En un principio, parece progresista y un adelantado a su tiempo
cuando defiende que la educación debe ser una y la misma para todos los
ciudadanos y, en consecuencia, regulada por ley y no privada47. Sin embargo,
más adelante queda claro que la educación a la que se refiere sigue unas metas
estrictas y exclusivas para un grupo reducido de los habitantes de la ciudad,
los ciudadanos, a quienes dirige mensajes como el siguiente:

43
Pol. 111.
44
Pol. 211
45
Pol. 111. Las cursivas son nuestras.
46
Pol. 126.
47
Pol. 149.

20
“(...) han de considerarse envilecedores todos los trabajos, oficios y
aprendizajes que incapacitan el cuerpo, el alma o la mente de los
hombres libres para la práctica y las actividades de la virtud. Por eso
llamamos viles a todos los oficios que deforman el cuerpo, así como a
los trabajos asalariados, porque privan de ocio a la mente y la
degradan”48 .

El ocio vuelve a aparecer como base de la vida del ciudadano: aquéllo que,
primero, le permite acceder a una educación selecta y, más adelante, llevar las
riendas de la ciudad. El ocio es así “el principio de todas las cosas (...) es
preferible al trabajo y fin de él”49. Sorprendentemente, no se valora de la
misma manera las posibilidades de ocio en las clases bajas de sociedad,
cuando se lamenta que “los más perezosos son los pastores, pues los animales
domésticos les suministran el alimento sin que ellos se preocupen de
trabajar”50. En definitiva, no es el tipo de actividad lo que determina las
aptitudes de las personas, sino su “naturaleza”51.

Formas de gobierno.
Aristóteles prefiere algunas formas de gobierno, a las que denomina rectas,
sobre otras que tilda de desviadas, aunque no reniegue de ellas. Las formas
rectas de gobierno serían la Monarquía, o gobierno unipersonal que mira al
interés común; la Aristocracia, gobierno de unos pocos que se propone lo
mejor para la ciudad y sus habitantes, y la República o politeia, cuando
quienes poseen las armas gobiernan en aras del interés común. Entre las
formas desviadas, es decir, aquéllas que no buscan el provecho de la
comunidad, distingue la Tiranía, una Monarquía orientada al interés del
soberano; la Oligarquía, formada por unos pocos aristócratas que buscan el
exclusivo interés de los ricos, y la Democracia, una desviación de la República
que persigue el interés de los pobres.

Los cambios políticos y la inestabilidad de los regímenes se producen debido a


corrupciones propias de cada una de las formas de gobierno. Sin embargo,
Aristóteles asume que el objetivo de todo Estado es mantenerse y, en este
sentido, adelanta consejos útiles para lograrlo. De todas formas, expresa sus
preferencias por una constitución basada en una clase media de ciudadanos
responsables, autosuficientes económicamente y que respeten el principio
48
Pol. 150.
49
Pol. 151.
50
Pol. 13.
51
“El arte de la guerra [es] en cierto modo un arte adquisitivo, puesto que el arte de la caza es una de sus
partes, y éste debe utilizarse frente a los animales salvajes y frente a los hombres que, habiendo nacido para
ser regidos, no quieren serlo, porque esta clase de guerra es por naturaleza justa” (Pol. 14).

21
básico que consiste en “velar porque el número de los que quieren el régimen
sea superior al de los que no lo quieren”. Aun así, lo que parece una simbiosis
entre el principio aristocrático (los puestos de rectores no están al alcance de
cualquiera) y el democrático (la mayoría tiene su peso en el mantenimiento del
orden político) pronto se esfuma, pues, para Aristóteles, la mejor forma de
gobierno acaba siendo una monarquía ocupada por hombres de virtud
excepcional52.

A diferencia de la República de Platón, Aristóteles no se ocupa de trazar el


plan detallado de un gobierno ideal que está por venir. Parte de lo conocido y
lo analiza, sancionándolo en muchos casos por propio derecho de existencia,
es decir, por “naturaleza”. Aristóteles aconseja pragmáticamente sobre la
consecución de una ciudad feliz frente a la ciudad ideal de Platón. Destaca en
él la preocupación por las cuestiones prácticas, aquéllas que conciernen a la
ubicación geográfica de la ciudad, el clima, su tamaño, la arquitectura o la
industria. Se ocupa también de las condiciones óptimas para la reproducción
biológica, que ya Platón trató anteriormente, y no duda en entrar en todo tipo
de detalles sobre la cuestión53. El legislador debe tener en cuenta cuestiones
como que “las mujeres deben iniciar su vida conyugal hacia los dieciocho
años, y los hombres hacia los treinta y siete; de este modo la unión tendrá
lugar cuando los cuerpos estén en la plenitud de sus facultades, y coincidirá
oportunamente el tiempo del cese de la procreación en ambos”54. Ordena que
no se críe a ningún hijo defectuoso y prohíbe tener descendencia fuera de unos
límites de edad precisos, que en el hombre fija en torno a los 55 años. Estipula
también que la unión conyugal debe producirse en invierno y propone limitar
el número de hijos, y hacer abortar si este número amenaza con ser superado.
Condena el adulterio, incluso con la pérdida de los derechos cívicos55 .

Los ciudadanos, un grupo de hombres con capacidad de deliberar (legislar,


gestionar y decidir), administrar justicia, hacer la guerra y dirigir los cultos, no
deben ser excesivamente ricos, pero sí lo suficiente como para permitirse el
ocio, que es la base para una vida política virtuosa, es decir, para una vida que
tienda al Bien y a la Felicidad de la ciudad. Obviamente, ello presupone una
población de esclavos, artesanos, campesinos, mercaderes y mujeres que
producen para garantizar el ocio de los ciudadanos. En suma, Aristóteles
defiende el modelo de una polis gobernada por un grupo suficientemente
amplio de propietarios terratenientes ociosos, los únicos con derecho a

52
Pol. 96-97.
53
Pol. 142 y ss.
54
Pol. 144.
55
Pol. 145.

22
llamarse ciudadanos. En la medida en que este grupo consiga el equilibrio del
término medio (en la riqueza de sus miembros, en la prudencia de sus
decisiones) hallaremos la clave del éxito y de la perduración de la constitución
política que compartieron.

En cierto sentido, la Política de Aristóteles constituye un precedente de El


Príncipe, ya que en sus últimos libros contiene una serie de instrucciones para
la conservación de los regímenes políticos, tiranía incluida, aunque, como
hemos señalado, él prefiera la monarquía liderada por hombres virtuosos. Por
ello, no se trata únicamente de una obra con pretensiones exclusivamente
teóricas o eruditas, sino que proporciona elementos de “tecnología política”,
dirigidos a quienes podían acceder a su lectura. Éstos, de nuevo, no eran otros
que los ciudadanos de las clases dominantes griegas y macedonias, en este
caso lideradas por la monarquía expansionista de Filipo y de su hijo
Alejandro.

Conclusiones.
Aristóteles no desarrolló una teoría para explicar la diversidad de las
constituciones políticas, sino que se centró en clasificar las formas conocidas
de convivencia civilizada, definiendo tipos y subtipos e ilustrándolos a partir
de las informaciones disponibles en su tiempo. Los únicos intentos por dar
cuenta de lo existente parten indefectiblemente de una serie de apriorismos
que se justifican “por naturaleza”: (1) el hombre es un animal social que vive
en comunidades, preferiblemente en ciudades; (2) el hombre es superior a la
mujer y a los niños; y (3) hay hombres destinados al mando y otros a la
obediencia. Estos principios “naturales” fijos, combinados con dos factores
dinámicos, como son la búsqueda de la Felicidad por medio de la Justicia y el
Bien, y los avatares de la contingencia histórica, permitirían entender la
multiplicidad de las formas de gobierno de que se tiene noticia.

Aristóteles parte de una ideología concreta y de conformidad con ella enuncia


principios estrechamente relacionados con las condiciones materiales de su
época, basadas en el dominio esclavista y patriarcal. Su obra tiene la virtud de
mostrarnos en toda su crudeza los fundamentos de la participación en el
gobierno. Dicha participación se articula en torno a la pertenencia a la
ciudadanía y a los derechos políticos que tal estatus conlleva. Sin embargo, la
condición ciudadana dista mucho de ser universal. Aristóteles concebía el
Estado como una “asociación para la buena vida”, basada en la familia y la
comunidad de propietarios. De hecho, como hemos reiterado anteriormente,
sólo serán ciudadanos aquéllos cuya posición social y económica les permita
beneficiarse de la explotación del trabajo esclavo y de la servidumbre

23
doméstica. Esta realidad que Aristóteles señala para la Grecia antigua debería
constituir una invitación permanente a la reflexión sobre el ejercicio del
gobierno en cualquier lugar y momento histórico, incluido el que nos toca
vivir bajo el signo de la democracia parlamentaria moderna.

-Diferencias y similitudes en el seno de la concepción clásica.


Platón y Aristóteles continúan siendo referencias obligadas para el análisis
político, principalmente porque juntos plantearon un amplio abanico de
interrogantes cruciales sobre las relaciones en y entre los grupos humanos, que
todavía hoy siguen abiertos. Y no sólo esto, sino que también articularon
respuestas desde diferentes puntos de vista que, de una manera u otra, han
satisfecho y satisfacen aún las expectativas o las maneras de ver y afrontar la
vida social por parte de mucha gente. Sin ellos, resulta difícil comprender
cómo se generaron otras propuestas posteriores, que se han sucedido hasta
configurar los instrumentos conceptuales de que hoy disponemos.

Aparentemente, Platón no incluyó en su reflexión lo que podríamos llamar el


análisis empírico de la política de su tiempo. En realidad, sí debió abordarlo y,
al no satisfacerle el diagnóstico, vio la necesidad de habilitar un cambio. La
meta era una sociedad justa y ordenada, regida por la idea del Bien. Una
sociedad ideal administrada por magistrados-filósofos que, pese a haber
alcanzado la sabiduría mediante el ejercicio de la dialéctica racional, detienen
la dialéctica social a cambio de una armonía planificada por unos pocos y
asumida con templanza por los demás. Platón persigue un absoluto, el Bien en
tanto imperativo ético compartido; un ideal social que requería una
especialización asumida conscientemente y de buen grado por las diferentes
capas de la sociedad; el advenimiento de una sociedad justa mediante la fe
compartida en unos principios.

Aristóteles, en cambio, incluye explícitamente el análisis de las formas de


gobierno concretas, las ordena en tipos y les otorga “carta de naturaleza” sin
detenerse demasiado a formular una teoría de su existencia y su devenir. A
partir de ahí, se contenta con extraer una serie de consejos y recomendaciones
orientados al fin pragmático de la felicidad social que, como tal vez sabía, sólo
eventualmente merecía que se hiciera el esfuerzo de identificarla con los
atributos de un Bien ideal. Aristóteles buscaba una conciliación real en lugar
de una utopía. En sus palabras, una Constitución que proteja al pobre del
abuso del rico y al rico de la expropiación del pobre. En otros términos, una
sociedad dominada por una clase media propietaria que moderase los
conflictos entre ricos y pobres, constituyera su contrapeso y aportase
estabilidad al orden político. En suma, una sociedad feliz establecida mediante

24
acuerdos de convivencia, que contaba con algunos precedentes en la historia
de las polis griegas56.

Platón y Aristóteles elaboraron esquemas de evolución política que se


desplegaban en orden descendente desde las formas de gobierno mejores y
más justas hasta sus versiones cada vez más degeneradas. Definieron tipos a
partir de una serie de características relacionadas con elementos políticos
(quiénes tienen el poder -y a veces por qué lo tienen- y cómo lo ejercen) y los
ilustraron profusamente (al menos Aristóteles). Muchas de las etiquetas
empleadas y las definiciones que las acompañaron (aristocracia, oligarquía,
democracia, tiranía) mantienen hoy plena vigencia como síntesis certeras de
relaciones políticas constatables en la práctica. Ambos filósofos se fijaron
también en el tránsito entre una forma de gobierno y otra, señalando con
frecuencia motivaciones de orden moral (corrupción, debilidades en la virtud,
grietas y adversidades de los regímenes). No hay duda de que estaban
descontentos con el orden social de su tiempo y buscaban un futuro que
superase los inconvenientes que ellos apreciaron en su presente. Ahora bien,
pese a que Platón y Aristóteles perseguían el proyecto de una sociedad mejor,
sus deseos distaron mucho de cumplirse. La instauración de una República
platónica fracasó en el ensayo realizado en la Siracusa gobernada por
Dionisio, mientras que años después la polis moderada de Aristóteles fue
superada por el imperio de Alejandro y luego por las monarquías helenísticas.
Tal vez ambas propuestas desatendieron el análisis de las condiciones
materiales que, finalmente, suelen reconducir los anhelos políticos idealistas.

El idealismo de Platón y Aristóteles no confunde sus distintos colores. En


Platón es más evidente, ya que el mundo (la materia) se rige por la Idea. En
Aristóteles, el idealismo se muestra al atribuir el derecho a gobernar a los
propietarios virtuosos, una virtud que descansa en un apriorismo, por más
“natural” que se lo presente. El pensamiento platónico y aristotélico, con su
énfasis en las ideas de Bien, Orden, Justicia o Felicidad, da cuenta de aquéllo
que se quiere explicar referenciándolo consigo mismo, mediante una
argumentación sesgada por el interés y preñada de circularidad. De este modo,
argumentos y explicación no resultan tales, sino más bien una especie de
ilustración en apoyo a una “verdad” metafísica construida previamente y que
en ningún momento se cuestiona. Afirmar el ser de algo “por naturaleza”

56
En la Atenas del 411, los ciudadanos hoplitas, es decir, aquéllos que podían costearse el armamento y no
necesitaban recibir sueldo del Estado por dedicarse a la política, derrocaron a los 400 oligarcas en el contexto
de la guerra con Esparta. A continuación, instituyeron la Constitución de los Cinco Mil, que otorgaba el
protagonismo a la clase media. Sin embargo, este ordenamiento político fue efímero, derivándose pronto
hacia posiciones más democráticas.

25
supone una tautología y un juicio de valor; una tautología, porque sanciona lo
que es porque es; un juicio de valor, porque asigna a lo que es natural una
calificación positiva de bondad. Se trata de fundamentos cargados de
arbitrariedad y connotaciones morales. A partir de ellos, los clásicos griegos
desarrollaron argumentos y teorías para explicar fenómenos del mundo físico
o bien para resolver y programar cuestiones morales, éticas, religiosas,
políticas o sociales, sin darse cuenta que sus conclusiones razonadas y,
muchas veces, razonables, partían de fundamentos iniciales muy emparentados
con el sentido común de la época o, más bien, con el del sector de la sociedad
al que pertenecían. Raramente abordaron en detalle cuál había sido el proceso
de construcción del conocimiento que valoraban como Bueno o Justo, de
dónde procedían estos conceptos ampulosos y pretendidamente universales y
bajo qué condiciones podían ser pronunciados, recibidos y aplicados. Aunque
el mundo de la polis fue el primero en cuestionar las conclusiones de la razón
que no tuvieran un correlato en los hechos del mundo físico, y el primero en
exigir una aplicabilidad real de los principios sociológicos en el mundo social
(filosofías socio-políticas frente a teologías), descuidó, en el más amplio
sentido de la palabra, la metodología instrumental o práctica que debería
derivarse del pensamiento razonado. Este ámbito quedaba en manos de las
técnicas y la experimentación, cuyo devenir pocas veces tiene que ver con el
lugar de producción de las teorías filosóficas y, en cambio, mucho más con las
necesidades pragmáticas de la subsistencia o de los correlatos materiales de la
dominación política.

26
CAPÍTULO 2
El Estado según el Cristianismo

En la antigüedad clásica, el Estado constituía la institución garante del Orden


y de la Justicia, ámbitos para alcanzar la Felicidad social. Las diferencias entre
las aspiraciones platónicas y aristotélicas eran mínimas, ya que compartían el
interés de asegurar una vida cómoda y feliz, o si se prefiere, ordenada y justa
para todos los iguales, o sea, los escasos hombres libres con capacidad
económica para serlo. En Occidente, la reflexión sobre el Estado nace de una
necesidad teorética y apologética de la clase dominante, que construye un
edificio sectario y dirigista que cierra sus puertas a una mayoría productora
obligada a permanecer en la intemperie. Este edificio exclusivo comenzó a
construirse en Grecia apelando a una mentira: la inferioridad o la incapacidad
por naturaleza de mujeres, esclavos y artesanos para participar en el gobierno
de la comunidad en que vivían.

Aun así, la virtud de esta perspectiva estriba en el reconocimiento expreso de


la segmentación social en grupos o clases que contribuye a sustentar al mismo
Estado. Todos ellos tienen un papel en el mismo, desigual e injusto según se
mire, pero necesariamente interrelacionado y, por tanto, colectivo, en un
estado social de las cosas. Lejos de vindicar a los individuos como entes
autónomos y soberanos, la clase que domina este Estado apela al colectivo
particular que se autodenomina “ciudadanía” en la búsqueda del mejor camino
para lo que concibe como su ciudad.

El panorama político en Europa cambió netamente a partir del siglo IV de


nuestra era, conformándose una neta división entre las esferas de lo colectivo,
lo particular y lo individual. La filosofía del Estado cristiano, desde la
formulación de Agustín de Hipona hasta la de Tomás de Aquino en pleno
siglo XIII, supuso una mutación en el pensamiento occidental que desplazó la
política hacia una ideología doctrinal que prima lo individual sobre cualquier
expresión particular o universal, sea esta clase o nación, casta o grupo de
interés, ámbitos que irán derivando hacia espacios de sublimación de las
prácticas de convivencia. La ética y la moral fueron reducidas a discursos de
sumisión y caridad que permitirán que la esfera política se inunde de una
doctrina fideísta caracterizada por el habitual recurso a la Providencia. La
Iglesia cristiana, en propiedad, es una institución diferente a cualquier Estado
político. Constituye algo así como una institución paraestatal o transestatal
pero que, curiosamente, reclama para sí el control y el juicio sobre la base
moral y ética de los Estados. Con el objetivo de gobernar los asuntos

27
espirituales de la humanidad con independencia de las instituciones políticas,
se instituye en una fuerza material que a través de su desarrollo apoya o
desoye Estados a conveniencia.

-Los precedentes del pensamiento político del Cristianismo.


En apariencia, el referente principal es la figura central de la doctrina, Jesús, o,
si se prefiere, la versión de sus enseñanzas progresivamente depurada y
finalmente oficializada a través de los diferentes concilios celebrados en la
Antigüedad tardía. Sin embargo, muchas de las concepciones sociales de los
primeros cristianos no diferían de las sostenidas por los paganos estoicos y,
más tarde, neoplatónicos. Es más, ciertos atributos y consignas fueron incluso
rescatados de viejas y olvidadas tradiciones espirituales, como el mitraísmo.
Sin embargo, lo que nos interesa aquí no es esta historia del discurso religioso,
sino sus componentes e implicaciones en el campo de la política. Éstos, en
pocas palabras, se pueden resumir en cuatro: creencia en el gobierno
providencial del mundo, la obligación de estar sometido al derecho divino, la
exigencia de ser justos y la premisa de igualdad de todos los hombres a los
ojos de Dios.

Las enseñanzas de Cristo, siempre según los evangelios seleccionados por la


Iglesia en la redacción del Nuevo Testamento, resultaba conflictiva para la
sociedad judía de su tiempo. Implicaba una firme crítica al fariseísmo y
anunciaba el término de la Ley humana proclamando un verdadero final
apocalíptico de la Historia, el final de los Tiempos. Aquellas enseñanzas
contenían un mensaje altamente conflictivo: desprenderse de las propiedades
terrenales y abrazar la Verdad mediante la conversión, antes del Fin del
Mundo.

Estas instrucciones morales no conforman, sin embargo, lo que podríamos


calificar como un programa político propiamente dicho. En realidad, prevé el
final de la política misma, porque el Reino de la Buena Nueva no es de este
mundo. Cada cual lleva en su interior, en su espíritu, ese mundo nuevo, el
Reino de Dios, pero su advenimiento no se hará efectivo hasta el final de los
tiempos; hasta después de la muerte. Aun así, se adivinan ya dos elementos
que constituyen pilares básicos de la posterior doctrina política de la Iglesia, a
saber, la obediencia y la sumisión como virtudes del comportamiento
individual. Jesús admitía el sometimiento a los poderes terrenales que, al ser
de este mundo, no incumben a la verdadera y primordial relación del alma
individual con Dios: “pagad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios” (Mateo XXII, 21) es la famosísima sentencia que supone una

28
aceptación del creyente a los poderes terrenales del status quo57 .

En principio y por lo expuesto anteriormente, los Evangelios no contienen un


pensamiento político organizado, dado que los asuntos de la comunidad
terrenal son radicalmente distintos de los celestiales y espirituales, que deben
ser los prioritarios para el cristiano. Sin embargo, la actitud del cristianismo
frente a la política fue tomando consistencia en los escritos de Pablo de Tarso,
quien se mostraba contrario a la despreocupación de Jesús respecto a las cosas
de este mundo. Con Pablo se pasa de “Mi reino no es de este mundo” a “Los
reinos de este mundo son de Dios”58. Ello abría la puerta a la participación
activa del creyente en la esfera política, y constituyó la invitación para el
desarrollo doctrinal posterior. Sin embargo, el signo de la implicación que
propugna Pablo no rompía con la que dejaba entrever Jesús, sino que se
situaba en la misma senda de la sumisión al poder:

“Todos estén sometidos a la autoridad de los superiores. Porque no


hay autoridad que no provenga de Dios, y cuantas existen han sido
establecidas por Dios. De modo que quien desobedece a las
autoridades, desobedece a la ordenación de Dios. Por consiguiente,
los que tal hacen, ellos mismos se acarrean la condenación.
Mas los magistrados no son de temer por las buenas obras que se
hagan, sino por las malas. ¿Quieres tú no temer de aquel que tiene el
poder? Pues obra bien y merecerás de él alabanza. Porque es un
ministro de Dios para tu bien. Pero, si obras mal, tiembla, porque no
en vano se ciñe la espada, siendo como es ministro de Dios, para
ejercer su justicia castigando al que obra mal” (Romanos XIII, 1-4).

Probablemente, Pablo, o lo que Pablo significó, fue la respuesta a las


tendencias anárquicas de las primeras comunidades cristianas. Frente a esta
situación, llamó al orden y clamó por la paz social y el mantenimiento de las
relaciones de obediencia vigentes que, como en la Grecia clásica, sustentaban
una estructura social esclavista y patriarcal. La obediencia al ordenamiento
político imperial y la práctica de la caridad constituyen las principales
actitudes potenciadas por la política cristiana primigenia, bajo el mandato
cobertor de que la obediencia es un deber impuesto por Dios.

Aunque este no sea el lugar para exponer las vicisitudes del Cristianismo
desde sus orígenes, conviene recordar que las primeras iglesias cristianas
57
Federico Guillermo I, creador del Estado militarista y burocrático prusiano, actualizaría en el siglo XVIII
este principio político de la siguiente manera: “El alma es de Dios; todo lo demás me pertenece a mí”.
58
Touchard, op. cit., 89.

29
acogieron mayoritariamente a esclavos y gente pobre, y que los cristianos de
las clases altas podían amortiguar su participación en la vida política y en el
culto imperial al sentir que debían fidelidad a una autoridad que creían
superior. Tal vez estos factores contribuyan a explicar por qué el Estado
romano consideró al Cristianismo en momentos determinados una fuente de
inestabilidad o de sedición y, por tanto, objeto de persecuciones. En cualquier
caso, en el año 313 el Edicto de Milán autorizó el culto cristiano. Constantino
proclamó el Cristianismo como religión oficial del Imperio, aunque mantuvo
la tolerancia respecto al paganismo.

A partir de ahí, las relaciones entre Estado y religión hicieron cambiar la


actitud de los cristianos respecto al Estado y del Estado respecto a su
justificación. En este sentido, la obra de Agustín de Hipona (354-430), en
especial La Ciudad de Dios, es considerada como uno de los fundamentos de
la doctrina que sirvió para que la Iglesia medieval absorbiera el derecho del
Estado o, en otras palabras, para dotar a la Iglesia del derecho a influir o
dirigir los gobiernos.

Agustín destaca en el ideario político cristiano por ser el primero en remarcar


las diferencias entre el Estado político y la Iglesia, otorgando la autoridad
moral a esta última y reclamando a la vez que sea ella, única depositaria del
mensaje de Jesús, la que gobierne indirectamente y la que debe, por tanto,
inspirar las costumbres y las leyes. Un deseo bien certero: que el Imperio se
subordine moralmente a la Iglesia. En términos metafóricos, Agustín habla de
la existencia de dos ciudades: la ciudad terrenal o sociedad civil, la sociedad
del cuerpo, del pecado y del mal, y la ciudad de Dios, que es la Iglesia
cristiana celestial y la comunidad de los creyentes, en este mundo y en el
futuro. Sólo en ésta última es posible la paz, la justicia y el triunfo del bien.

Los argumentos agustinianos en teoría política pueden resumirse en el axioma


siguiente: de Dios proviene el principio de todo poder terrenal, aunque Dios
no designe los regímenes políticos específicos. De él emerge el postulado de
que la historia de los gobiernos está regida por la Providencia, cuya finalidad
sólo es conocida por Dios. Este axioma le permite, en primer lugar, afirmar el
poder absoluto de Dios sobre todos los asuntos políticos. En segundo lugar,
huir del compromiso estrecho con uno u otro régimen político, una
vinculación que podía acarrear riesgos para la supervivencia de Iglesia ante
eventuales cambios en las tornas políticas. Así pues, la Iglesia se situaba por
encima de los gobiernos: en un lugar donde era necesaria para revestirlos de
legitimidad moral, pero a salvo de los avatares que pudiesen afectarlos. Esta
ha sido, y es todavía, la posición que ha asegurado a la Iglesia Católica

30
europea mantenerse a lo largo de los siglos sin abandonar los círculos de
gobierno y de poder en muchos Estados.

Pese a los beneficios globales de esta actitud, el cristiano vio dividida desde
entonces su lealtad y obligaciones a dos gobiernos. El gobierno divino era el
principal y se colocaba por encima del derecho político y del Estado, aunque
sin oponerse a él sino reforzándolo. Sin embargo, para muchos cristianos ha
sido muy difícil comulgar con las decisiones de ciertos gobiernos. Así,
armonizar ambas lealtades ha constituido una fuente de tensión importante,
que ha condicionado la generación de otras propuestas desde la órbita del
pensamiento cristiano. Pretender ser la luz y, a la vez, el interruptor que
permite su paso, no es en modo alguno una tarea fácil de justificar.

-Tomás de Aquino (1225-1274).


El pensamiento de Tomás de Aquino está influido básicamente por Agustín de
Hipona, pero también, y en gran medida, por Aristóteles, de quien toma la
exigencia de que el Estado debe partir de una autarquía económica, social y
política. Tuvo gran influencia en el pensamiento cristiano posterior y, al igual
que Agustín, fue santificado.

En la época en la que vivió Tomás de Aquino, la de las Cruzadas, la religión


galvanizaba las fuerzas sociales y el poder material y político de Roma era
muy relevante. En este contexto, surgieron fuertes rivalidades entre el Papado
y los Estados europeos. En éstos comenzaba a modificarse el modelo de
Estado aristocrático encabezado por un primus inter pares y, en su lugar,
tomaban fuerza las tendencias centrípetas en aras de una mayor centralización
del poder. La obra de Tomás es un ejemplo a favor de la primacía papal y
contra la independencia del poder secular.

Las obras que tratamos aquí son La monarquía59 (De Regno, 1265-1267) y,
puntualmente, la Suma Teológica (Summa Theologica, 1267-1274), en
especial los extractos dedicados a la Ley60, donde se matizan ciertos asertos de
la primera obra. La Monarquía se divide en dos libros y destaca en ella el uso
frecuente de citas bíblicas para ilustrar o apoyar argumentos y también
metáforas de la sociedad como un organismo vivo que precisa de la
coordinación de sus miembros de cara a la satisfacción de un fin. En algunas

59
Utilizamos aquí la 3ª edición de la editorial Tecnos (Madrid, 1995), que cuenta con un excelente estudio
preliminar de L. Robles y A. Chueca.
60
Hemos acudido al volumen titulado La Ley, que incluye la versión en castellano de un extracto del Tratado
de la Ley incluido en la Suma realizada por Constantino Fernández-Alvar y publicada por Editorial Labor
(Barcelona, 1936).

31
ocasiones, sustituye la metáfora del organismo por la metáfora del navío que
exige un timonel o un capitán que conduzca la nave a buen puerto en provecho
de todos (el bien común y la felicidad); en otros casos, se sirve de la metáfora
del rebaño y del pastor. Resulta también reseñable la mención esporádica de
ejemplos de la Antigüedad, básicamente procedentes de la historia de Roma.

En el inicio de esta obra, Tomás de Aquino expone los fundamentos a partir de


los cuales habrá que entender la razón de ser del Estado. En primer lugar,
señala que el hombre es un ser social y político por naturaleza. El hombre, a
diferencia de los animales, posee la razón, instrumento mediante el cual va a
satisfacer sus necesidades. Ahora bien, la razón de un individuo aislado no
basta para que sobreviva. Para lograrlo, se requiere la vida en común. La
comunidad procura el contexto para la ayuda mutua y permite e impulsa que
haya grupos de individuos que se ocupen de diferentes aspectos útiles para el
resto, como oficios, tareas u ocupaciones distintas. Se trata de un punto de
partida tomado de Aristóteles que no es otro que el de la premisa de la
naturaleza social de los hombres, debida a la insuficiencia de un solo
individuo para subsistir por sus propios medios.

La naturaleza social de los seres humanos nos lleva a otro punto que concierne
a la organización de la propia vida social que, según Tomás, exige la
existencia de una autoridad gestora: el Estado. No vivir en un Estado o no
aspirar a él es un indicio de anarquía y animalidad:

“Pues al existir muchos hombres y preocuparse cada uno de aquello que


le beneficia, la multitud se dispersaría en diversos núcleos a no ser que
hubiese alguien en ella que cuidase del bien de la sociedad (...) Por este
motivo dijo Salomón: Cuando no hay gobierno se dispersa el pueblo”61.

Se advierte pronto una importante paradoja en el discurso tomista: si es natural


que el hombre viva en sociedad, ¿por qué va a querer disgregarse? ¿Por qué
debe haber alguien destinado a que la sociedad no se disperse cuando por
naturaleza no lo va a hacer? No hay otra respuesta que la de justificar,
ignorando cualquier paradoja, la necesidad natural de un liderazgo, en este
caso el del rey. La cadena alcanza así el punto de afirmar que el Estado es
consecuencia de la naturaleza del hombre. En consecuencia, si ésta deviene de
Dios, toda ley humana emanará de Él.

Una vez formado, el Estado tiene tres finalidades. La primera, procurar lo

61
La Monarquía, 7. El subrayado es nuestro.

32
necesario para la vida (alimento, cobijo); la segunda, defender a la sociedad de
los enemigos externos62 y, por último, la tercera y más importante, procurar
que la vida terrenal encamine a las almas hacia la Salvación eterna.

“Pero como el hombre que viva virtuosamente se ordena a su fin


ulterior que consiste en la visión divina, (...) conviene que la sociedad
humana tenga el mismo fin que el hombre individual. Y no es, por
tanto, el último fin de la multitud reunida vivir virtuosamente, sino
llegar a la visión divina a través de la vida virtuosa”63.

La felicidad total del ser humano se alcanza, por tanto, con la contemplación
de Dios tras la Salvación del alma. El Estado, como instrumento para un buen
gobierno, constituye un medio esencial para alcanzar dicho objetivo. A fin de
cumplir con las misiones práctica, ética y trascendental que le han sido
encomendadas, el Estado se ayuda mediante leyes: “De todo lo dicho hasta el
presente se desprende la definición exacta de la ley. Ésta, pues, no será otra
cosa que “cierta ordenación de la razón en orden al bien común, promulgada
por aquel que tiene el cuidado de una comunidad”64. Las leyes deben
promover y garantizar la unidad social que, para Tomás de Aquino, es
sinónimo de paz65. Las leyes deben salvar los impedimentos internos y
externos que dificultan la vida perfecta en sociedad, tales como las
oscilaciones en el vigor de los hombres, las vicisitudes de la vida que les
dificultan obrar correcta y uniformemente, la maldad de las voluntades o las
guerras inspiradas desde el exterior66.

Ahora bien, ¿hay alguna forma de gobierno mejor capacitada que las demás
para promulgar las leyes más adecuadas? Para Tomás, como para Agustín,
toda autoridad procede de Dios, pero es a los individuos a quienes
corresponde señalar la forma de gobierno. Su juicio evalúa tres formas buenas
de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia, en las cuales la autoridad
debe estar en manos de hombres destacados por su virtud y saber. Frente a
ellas coloca las tres corruptas, a saber, la tiranía, la oligarquía y la
demagogia67. Finalmente, expresa sus preferencias por el gobierno

62
La Monarquía, 10
63
La Monarquía, 71-72.
64
La Ley, 23.
65
La Monarquía, 13.
66
La Monarquía, 77.
67
No obstante, tiempo más tarde, en la Suma Teológica considerará más conveniente que el poder esté más
repartido: sigue siendo partidario de un rey, pero aboga por que las magistraturas y otros cargos sean elegidos
por el pueblo (mezcla de monarquía, aristocracia y democracia). Así nos lo recuerdan Robles y Chueca en la
introducción a la edición castellana de La Monarquía.

33
monárquico68, argumentando para ello que la unidad social se consigue mejor
si gobierna una persona que si lo hacen muchas y, por otro lado, que el
modelo de gobierno unipersonal coincide con el divino69.

Tomás ha cumplido ya una de sus metas: la defensa de la institución


monárquica. El rey es un ministro de Dios en la Tierra, se encarga de gobernar
lo creado por Dios según un modelo similar al divino.

Sin embargo, la justificación de la monarquía no era su principal objetivo.


Tomás no plantea un modelo de monarquía absoluta, sino que la subordina en
función de un poder superior. Es importante remarcar que el fin ético del rey
debería consistir en procurar la Salvación eterna a sus súbditos, gobernando
para que lleven una vida virtuosa, es decir, aquélla que les situase en
disposición de acceder al Reino de Dios. Ahora bien, de ello se deduce que
todos los reyes han de ser a su vez súbditos de los sacerdotes y, sobre todo, del
Papa70, ya que a la Iglesia compete el conocimiento de la ley divina71, con
acuerdo a la cual deben legislar y gobernar los reyes. Así pues, Tomás se pone
del lado de Roma en su disputa con las monarquías europeas por el control de
los asuntos políticos de la Cristiandad. Los reyes son los encargados de
acercar a sus súbditos al bien universal y, por tanto, a la felicidad, mediante un
buen gobierno que se ajuste a los principios divinos. Los reyes son servidores
de Dios en la tarea de encaminar a los hombres hacia un fin elevado, y deben
supeditarse a la Iglesia en su calidad de intérprete privilegiada de los mandatos
divinos.

Hemos presentado el hilo principal de la filosofía política de Tomás de


Aquino, pero su discurso contiene otras líneas de interés. Demostrado que el
mejor gobierno es la monarquía, Tomás pone empeño en resaltar los peligros
de la tiranía y advierte que el primer rey debió ser elegido de entre los
hombres menos proclives a caer en ella72. Sin embargo, ¿qué hacer si
finalmente llega a instaurarse? Aquí se manifiesta un Tomás de Aquino
contemporizador: “a veces es mejor soportar temporalmente una tiranía
moderada que oponerse a ella, ya que los peligros de la oposición son grandes

68
En la Suma Teológica considerará más conveniente que el poder esté más repartido: sigue siendo partidario
de un rey, pero aboga por que las magistraturas y otros cargos sean elegidos por el pueblo, con lo que
propone una mezcla entre monarquía, aristocracia y democracia.
69
La Monarquía, 14. Sobre la conveniencia del gobierno unipersonal, véase también pp. 18-19 y 27-28,
donde señala que un régimen pluralista tiene más posibilidades de derivar en tiranía, el peor de los gobiernos
(infra).
70
La Monarquía, 73.
71
La Monarquía, 76.
72
La Monarquía, 29.

34
y siempre hay el riesgo de que luego venga un tirano peor”73. Ello, antes de
mostrarse tan conservador como Pablo cuando señala que, ante una tiranía
fuerte:

“(...) nos enseña Pedro que los súbditos deben obedecer reverentemente
no sólo a los señores buenos y sencillos, sino también a los malos.
Porque es una gracia que alguien soporte con la ayuda de Dios los
males que le afligen injustamente”74.

En realidad, argumenta que la tiranía es tanto un castigo divino por los


pecados de una sociedad, como el medio que tiene dicha sociedad para
redimirse. La tiranía, pues, constituye una herramienta indirecta en manos de
la Providencia para que los súbditos alcancen la virtud. Tras cualquier
acontecimiento siempre se encuentra Dios (la Providencia y Omnipotencia
Divinas), en lo positivo como premio y, en lo negativo, como castigo.

“Pero, para que el pueblo merezca conseguir de Dios este beneficio


(liberarse del tirano), debe abstenerse de pecar, pues para castigo del
pecado los impíos toman el poder por concesión divina”75.
“Dios permite que tomen el mando los tiranos para castigar los
pecados de sus súbditos (...) Luego no permite Dios que los tiranos
reinen mucho tiempo, sino que, desencadenada la tempestad contra el
pueblo por medio de ellos, le devuelve la tranquilidad al ser arrojados
del poder”76.

En la Suma Teológica, sin embargo, plantea la posibilidad de cambiar esta


actitud sumisa ante las leyes, concretamente respecto a las leyes injustas. Entre
éstas se incluirían aquéllas que califica contrarias al bien humano y al bien
divino. Éste es el único resquicio que Tomás de Aquino concede a la
inobservancia de la ley y, por tanto, a la rebelión. Sin embargo, tampoco ésta
se libra de la tutela eclesiástica, fiel representación en la Tierra de la
omnipotencia divina. Vale la pena reproducir el pasaje, porque en su “concreta
ambigüedad” proporciona las claves argumentales en torno a las cuales la
Iglesia planteará en adelante su adhesión u oposición a los diferentes
regímenes políticos, según conviniese:

“[Las leyes injustas] serían aquéllas que, 1. son contrarias al bien

73
La Monarquía, 30.
74
La Monarquía, 31.
75
La Monarquía, 36-37.
76
La Monarquía, 55-56.

35
humano, como cuando por razón del fin, (…) un soberano impone
leyes onerosas a sus subordinados, enemigas del bien común y sólo
favorecedoras de los intereses particulares y de la gloria del soberano;
o por razón del autor, cuando éste, en el ejercicio de su poder
legislativo, traspasa los límites de la potestad que se le ha investido; o
por último, por razón de su forma, como cuando reparte las cargas
entre la multitud con notoria desigualdad, y ello aun cuando esas
cargas sean beneficiosas al bien común. Las leyes que aquí son
injustas, mejor debieran llamarse violencias que no leyes, porque,
como dice San Agustín, “una ley que no es justa, no es ley”.
Desprovistas del carácter y sin la naturaleza de las leyes, no pueden,
por consiguiente, obligar en el fuero interno, a no ser por el escándalo
o del desorden que el incumplimiento de las mismas pudiera originar
(…) 2. Son asimismo injustas las leyes contrarias al bien divino; tales
son las leyes que dictan los tiranos prescribiendo la idolatría, u otras
cosas opuestas a los mandatos de Dios. Las leyes que por este motivo
son injustas, jamás deben ser acatadas y obedecidas; pues, como dice
el Apóstol, “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”77.

En cuanto al rey, ¿cuál es el premio que merece? El honor y la gloria


terrenales son recompensas muy efímeras, aunque merecidas a cambio de los
muchos “trabajos y desvelos”78, pero son desaconsejables por que con ellas se
busca aparentar ante el resto de los hombres, lo que es una muestra de
hipocresía. Con ello, denuncia a las riquezas y al placer, pues implican la
rapiña del pueblo79. La auténtica recompensa digna es la felicidad eterna que
proviene de Dios, ya que el monarca es sólo un servidor de Él. Este será el
premio a un gobierno que haya hecho feliz a sus súbditos80.

Además, la felicidad alcanzada por los reyes y procedente de Dios es mucho


mayor que la alcanzada por los hombres corrientes, ya que “la principal virtud
es aquella por la que cualquier hombre no solamente se autogobierna, sino que
puede también regir a otros”81. Es decir, que es más difícil autogobernarse y
gobernar que sólo ser gobernado; en consecuencia, el premio para los
primeros deberá ajustarse a su mayor mérito82. Con todo, Tomás también
señala que el castigo para los reyes que no gobiernen rectamente será también

77
La Ley, 108.
78
La Monarquía, 34.
79
La Monarquía, 37.
80
La Monarquía, 39-41.
81
La Monarquía, 45.
82
La Monarquía, 48.

36
proporcionalmente mayor83.

Conclusiones
Las palabras claves de la política de Tomás de Aquino son obediencia y
sumisión hacia Dios en todas las direcciones: del pueblo hacia Dios, del
pueblo hacia el soberano en tanto ministro de Dios, del soberano hacia la
Iglesia como intérprete de la ley divina. El relato político que nos brinda la
metafísica teológica lo inunda todo y lo justifica todo con el fin de inculcar la
“moral esclava” típica del Cristianismo. Aquélla que acepta y sobrelleva la
adversidad y el sufrimiento a mayor gloria de Dios; es decir, la que trafica con
sufrimiento material a cambio de metafísica redentora.

La doble moral de compartir el sentimiento de los oprimidos, mientras se


justifica el poder que los oprime por considerarlo una metáfora del Reino de
Dios en la Tierra, construye una interpretación de la realidad que sólo atiende
y obedece, en última instancia, al Papa como el verdadero, y no metafórico,
vicario de Dios. Tomás conjuga la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal
agustinianas con una Iglesia omnipotente, a la que todos, humildes y
poderosos, deberán pedir consentimiento para abordar cualquier iniciativa
social. Se trata de una filosofía política terrenal, que arguye las alturas del
cielo como fundamento de obediencia al Estado y que inmoviliza al súbdito-
creyente bajo la terrible amenaza del castigo que recibirá antes de la muerte
por la espada del gobernante y, tras morir, de Dios por toda la eternidad. La
línea inaugurada por Pablo consigue así edificar una institución paraestatal
que, con Tomás de Aquino, se arrogó la potestad de controlar a los Estados
concretos sin por ello menoscabar sus fundamentos.

Este apartado dedicado a la filosofía política del Cristianismo dista mucho de


ser una síntesis de ideas sin vigencia actual. Casi ocho siglos después, la
Iglesia católica continúa siendo un colectivo altamente jerarquizado que
cuenta con un Estado terrenal propio, el Vaticano. En los restantes Estados
donde está implantada, y pese a que las constituciones de muchos de ellos
establecen su aconfesionalidad, mantiene la pretensión de erigirse como
árbitro moral de las acciones políticas. Haciendo suyos, como de costumbre,
los intereses de las clases dominantes, la Iglesia constituye en Estados como el
español un poder fáctico paraestatal de suma importancia. Su capacidad de
influencia no se deriva solamente de la autoridad de los Evangelios. Goza de
privilegios fiscales, administra sus propios y cuantiosos bienes dentro del
sistema capitalista y asume parcelas destacadas en la educación y en la

83
La Monarquía, 60.

37
sanidad. De hecho, algunos de sus miembros, integrados en organizaciones
como el Opus Dei o los “Legionarios de Cristo”, llegan a desempeñar elevadas
responsabilidades de gobierno. Desde su mensaje de sumisión y obediencia al
poder del Estado capitalista, la Iglesia abandera las políticas más reaccionarias
a favor del mantenimiento de las relaciones patriarcales en el seno de la
familia y de la santificación del trabajo asalariado dentro del modo de
producción capitalista.

El oscurantismo religioso, sea del signo que sea, se expande en la actualidad.


Por un lado, presidentes de EE.UU. que se creen investidos de autoridad
divina o partidos políticos que vindican la tradición cristiana occidental en la
redacción de la Carta Magna de la Unión Europea. Por otro lado, y en
respuesta a la brutalidad con que actúan los abanderados fundamentalistas del
Cristianismo, otros fundamentalismos, islámicos o de cualquier otro signo,
actúan de modo similar. Mientras tanto, crece el espacio para telepredicadores,
sectas e infinidad de corrientes esotéricas. El desarrollo capitalista, su
globalización brutal y sin fronteras, exige más que nunca subordinación e
ignorancia y, por lo que parece, es capaz de generarlas incluso en quienes
reaccionan contra él.

38
CAPÍTULO 3
El renacimiento del Estado

-N. Maquiavelo (1469-1527).


A finales del siglo XV, el Papado había perdido fuerza en su pretensión de
guiar el gobierno terrenal de la Cristiandad. A lo largo de la Baja Edad Media
se fueron consolidado en Europa los Estados aglutinados en torno a dinastías
que centralizaron, sustituyeron o controlaron los poderes locales de tradición
feudal: la nobleza, el clero y las ciudades. Los soberanos dejaron de ser el
primus inter pares de las aristocracias feudales, al ser investidos de un poder
cada vez más absoluto por la nobleza y la emergente burguesía mercantil, que
consideraron esta estrategia como la mejor medida para mantener sus
privilegios tradicionales e instituir otros nuevos. Fue una época de fuerte
crecimiento económico y del nacimiento de nuevas fortunas, como
consecuencia de la expansión de la producción y del comercio, y también del
saqueo del Nuevo Mundo. En este contexto, los Estados europeos enzarzados
en la lucha por la hegemonía adoptaron pragmáticamente la combinación de
un gobierno fuerte en el interior y agresivo en el exterior.

El humanismo renacentista, expresión con la que conocemos el ambiente


intelectual de la época, secularizó la filosofía política. Aunque las referencias
a la divinidad no desaparecieron, ni mucho menos, de la reflexión política, el
tema del gobierno comenzó a ser abordado como un asunto específica y
estrictamente humano. La política se hizo de nuevo ciudadana y allí fraguó la
concepción del soberano como fuente de todo poder. Los nuevos vientos
soplaron al unísono con los de la Reforma, movimiento mediante el cual las
ideas religiosas se fueron amoldando a las nuevas bases del poder económico-
social. La defensa de una nueva relación con Dios bajo una religiosidad por
fin sin intermediarios supuso, al igual que la secularización del pensamiento
político, un fuerte cuestionamiento de la visión del mundo defendida desde la
jerarquía católica.

Maquiavelo vivió en una época convulsa y brillante. Ocupó cargos oficiales en


la República de Florencia, aunque no accedió a los de embajador o gobernador
por ser de una familia notable venida a menos. Su itinerario político se
mantuvo hasta que las vicisitudes coyunturales de su ciudad le apartaron en
1513 de la vida pública. Fue el primero en exponer una idea madura y realista
del Estado, al cual considera una institución netamente humana y, por tanto,
desprovista de fundamento metafísico. Escribió dos obras principales en las
que la política ocupaba un papel protagonista, una de ellas práctica, El

39
Príncipe (1513) que es la que nos interesa aquí84, y otra estrictamente teórica
titulada Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1513-1518).

Maquiavelo no se preocupaba por un estado filosófico, sino por su propia


ciudad, por su tierra y por su tiempo, la Florencia cuyo gobierno se disputaban
alternativamente un consejo de notables acaudalados y el linaje de los
Médicis. De tradición republicana, obtuvo un puesto en la Cancillería pocos
años después de implantarse la República tras la expulsión de los Medicis en
1494. Cuando, en 1512, éstos volvieron al poder, destituyeron el gobierno
republicano y desterraron a Maquiavelo. A partir de entonces y hasta su
muerte, se dedicó intensamente a la actividad intelectual y literaria. En 1513
redactó El Príncipe en un intento por granjearse el favor de los Médicis; favor
que obtuvo años después aunque en una frágil y modesta medida. La nueva
caída de los Médicis en 1527 y la ascensión republicana le sitúa otra vez como
perdedor. Enfermó y murió poco después.

La intención de Maquiavelo consiste en proponer una doctrina política


práctica, argumentada y apoyada sobre la realidad de los hechos históricos85.
Podríamos caracterizar El Príncipe como una guía sobre cómo conseguir,
ejecutar y conservar el poder político. En sus páginas se describe todo tipo de
supuestos en que este poder se pone en juego y sugiere las soluciones
pertinentes para la consecución del objetivo último, que no es otro que el de la
conservación de dicho poder. Este es el supremo fin que justifica todos los
medios, medios que son aquí profusamente descritos, analizados e ilustrados
con ejemplos procedentes de la Italia de Maquiavelo (las repúblicas como
Venecia, Génova o Florencia, el Papado, las potencias extranjeras presentes
como Francia y Aragón) y también de la Antigüedad (Esparta, Atenas, las
ciudades griegas del sur de Italia, Roma, Persia). Todos estos casos sirven para
exponer las diversas vicisitudes que conlleva el ejercicio del poder, qué
aciertos o errores pueden cometerse y, finalmente y decisivo, qué enseñanzas
se derivan de ello. Hay que estar en el mundo para observarlo, estudiar su
trayectoria y decidir qué y cómo hacer para realizar la voluntad de poder,
evitando tensiones hábilmente, desterrando los atentados contra la propiedad o
apoyándose en ideales si es oportuno con tal de evitar la pérdida del mando
del Estado.

El interlocutor de Maquiavelo es el “príncipe nuevo”, el dirigente supremo de

84
La edición que utilizamos para El Principe es la publicada por Cátedra (Madrid, 20038) a partir de la
traducción de Helena Puigdoménech.
85
"Pero siendo mi fin escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente buscar la verdadera
realidad de las cosas que la simple imaginación de las mismas" (El Príncipe, 129).

40
un Estado que ha adquirido esta posición sin la mediación de una ley de
sucesión hereditaria; un individuo que ha conquistado el poder gracias a su
virtud. Sin embargo, aquí “virtud” no tiene el significado que le atribuía la
Antigüedad griega o el Cristianismo, consistente en obrar según el Bien
obedeciendo las leyes de la polis o las de Dios. Para Maquiavelo, la virtud es
la capacidad para llevar a cabo con éxito estrategias dirigidas a la obtención y
la conservación del poder político. Así pues, se trata de una cualidad
eminentemente pragmática, cuya posesión o no variará en función de un
resultado concreto. A fin de alcanzarlo, resulta necesario conocer el
funcionamiento real de los asuntos humanos (de la “naturaleza humana”
podríamos decir), lo cual obliga a revisar y poner en cuestión los
planteamientos sobre el tema propuestos desde la ética y la religión. A
diferencia de la doctrina tradicional al respecto, Maquiavelo afirma que el
hombre no es bueno por naturaleza, sino más bien todo lo contrario. Los seres
humanos se mueven estrictamente por el interés egoísta, y se hallan más
preocupados por su vida y su patrimonio que por promover virtudes y
sentimientos elevados como el amor, la amistad, la lealtad o la bondad:
“Porque de los hombres, en general, puede decirse esto: que son ingratos,
volubles, hipócritas, falsos, temerosos del peligro y ávidos de ganancias; y
mientras les favoreces, son todo tuyos, te ofrecen su sangre, sus bienes, la vida
e incluso los hijos –como ya dije antes- mientras no los necesitas; pero cuando
llega el momento, te dan la espalda”86. Por si quedara alguna duda de la visión
de Maquiavelo sobre la condición humana, basta atenerse a sentencias casi
proverbiales como ésta: “(…) los hombres olvidan antes la muerte del padre
que la pérdida del patrimonio”87.

La primera lección que debe extraer el príncipe de esta ontología de lo


humano es olvidarse de seguir preceptos éticos que, como acaba de señalarse,
ningún ser humano respeta en realidad: “(…) porque un hombre que quiera en
todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo
son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a
poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite”88. El
pragmatismo político de Maquiavelo prescinde de referentes éticos cuando
éstos no son aptos para mantener el Estado. Se elude así toda ética que se
declare por encima de la razón de Estado; se obvia la referencia a cualquier
derecho natural humano, como hará el pensamiento moderno posterior, o a
cualquier teleología, como era habitual desde la Antigüedad clásica. La norma
de conducta del gobernante consistirá en atraer a la multitud hacia sus
86
El Príncipe, 135.
87
El Príncipe, 136.
88
El Príncipe, 129-130.

41
intereses, ganándose a los hombres o anulándolos. En saber hacerlo reside,
precisamente, su virtud.

Para conquistar un Estado se necesita, aparte de la fuerza militar, la buena


voluntad de los habitantes. Para conservar lo recién conquistado aconseja
extinguir el linaje anterior, no alterar las leyes locales, no aumentar los
impuestos y trasladar la residencia al territorio conquistado para poder
controlarlo de cerca89. No ha de vacilar en emplear la violencia si con ello
consigue que los súbditos respeten las obligaciones contraídas hacia el
príncipe: “Por lo tanto un príncipe no debe preocuparse de la fama de cruel si
con ello mantiene a sus súbditos unidos y leales”90. La fuerza física debe
considerarse como un instrumento más de cara a la consecución del consabido
objetivo. Un instrumento valioso y efectivo al que no debe renunciarse a
riesgo de ser criticado por ello: “Surge de esto una duda: si es mejor ser amado
que temido o viceversa. La respuesta es que convendría ser lo uno y lo otro;
pero como es difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido
que amado cuando se haya de prescindir de una de las dos”91. Sin embargo,
usar el terror como sistema habitual constituiría un grave error político, ya que
el pueblo intentará siempre liberarse de la tiranía. El príncipe inteligente usará
la crueldad de forma calculada, intentando hacer “buen uso” de ella92 y
combinándola con todo tipo de simulaciones. En lo que respecta a las virtudes
que la opinión asigna a todo buen gobernante, tales como la “grandeza de
ánimo, valor, gravedad, fortaleza”93, así como la generosidad o la piedad, la
conclusión es clara: si son realmente practicadas, hay que procurar que las
incomodidades y el coste que ello suponga recaiga sobre otros94, pero, en
cualquier caso, lo más importante es aparentar que se tienen; es decir, el
príncipe ha de lograr que la representación ocupe el lugar de la realidad. “Un
príncipe ha de tener necesariamente todas las cualidades citadas, pero es muy
necesario que parezca que las tiene. Es más, me atrevería a decir eso: que son
perjudiciales si las posees y las practicas siempre, y son útiles si tan sólo haces
ver que las posees: como parecer compasivo, fiel, humano, íntegro, religioso,
y serio; pero estar con el ánimo dispuesto de tal manera que si es necesario no
serlo puedas y sepas cambiar a todo lo contrario”95. Hay una razón de fondo
para que sea tan imprescindible mantener unas determinadas apariencias: la

89
El Príncipe, cap. III.
90
El Príncipe, 134.
91
El Príncipe, 135.
92
El Príncipe, 105.
93
El Príncipe, 142.
94
Se ha de ser generoso, pero “a costa de los enemigos”, pues “de lo que no es tuyo o de tus súbditos se
puede ser mucho más espléndido” (El Príncipe, 133).
95
El Príncipe, 140.

42
mayoría de los hombres sólo saben lo que el príncipe es a partir de lo que ven
y, los pocos que realmente lo saben y que podrían oponerse no se atreverán a
ir contra la opinión de la mayoría96.

El juicio sobre la “bondad” o la “maldad” de un príncipe no debe girar en


torno a la valoración de sus acciones tomando como criterio de referencia un
código ético u otro, sino que dicho juicio remite solamente al hecho
constatable de si sus actos le han permitido conservar o no el gobierno. De ahí
que Maquiavelo provoque el escándalo al afirmar que el tirano es tan príncipe
como cualquier otro y que su valía como soberano se medirá según logre
mantenerse más o menos tiempo a la cabeza del Estado. Cualquier medio vale
potencialmente para perpetuar el mando: recordemos que el fin los justifica.
Será el príncipe quien acierte o yerre en la selección y aplicación de tales
medios. Él será el responsable de la mediación política, pues es medio y fin a
la vez. Sólo si se mantiene en el poder será “bueno” e instaurará
“legitimidad”97; si no, habrá fracasado. Nada le debe detener para conseguir su
objetivo, aunque para ello deberá dosificar acertadamente crueldad y
apariencias, fuerza y astucia, según una estrategia calculada. Ahí se pondrá a
prueba su “virtud”.

Maquiavelo defiende la secularización radical de la política, planteamiento


que destaca más por cuanto fue defendido en un contexto dominado ideológica
e intelectualmente por el Cristianismo y la influencia de los clásicos. Los
objetivos del gobierno no son los de la religión. De hecho, ésta se convierte en
instrumento del príncipe para sus fines, quien no debe vacilar ante cualquier
acción que pueda ir en contra de la moral cristiana (asesinatos, brutalidades,
mentiras...). Todo se dará por bien empleado si se consigue el objetivo, pues,
como dice el propio Maquiavelo, “un señor prudente no puede, ni debe,
mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y
hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla”98. Para preservar el
poder, el príncipe puede verse obligado “a obrar contra la fe, contra la caridad,
contra la humanidad, contra la religión”99.

Conclusiones
Maquiavelo no propone ideas sobre lo que se debería hacer en política en
función de algún imperativo ético trascendental (el Bien, la Felicidad, la
96
El Príncipe, 140-141.
97
“Procure pues el príncipe ganar y conservar el estado: los medios serán siempre juzgados honorables y
alabados por todos; ya que el vulgo se deja cautivar por la apariencia y el éxito, y en el mundo no hay más
que vulgo” (El Príncipe, 141).
98
El Príncipe, 139.
99
El Príncipe, 140.

43
Salvación eterna,...), sino que describe crudamente lo que observa y ofrece
una obra repleta de tácticas que en otros tiempos o lugares resultaron exitosas.
Así pues, se desmarca de la tradición filosófica que establece una determinada
norma ética, ideal, como rasero para medir la bondad o maldad de las acciones
políticas. Todo ocurre aquí, en el mundo: medios, estrategias y resultados,
que, a la postre, son lo único que cuenta. A fin de conservar el Estado, las
consideraciones éticas clásicas quedan canceladas y subsumidas en la praxis
del poder. Sólo queda exponer a las claras lo que los gobernantes con éxito
hacen, alejando de sus obligaciones cualquier evaluación moral y, de sus
actos, cualquier juicio de bondad, y extraer enseñanzas de ello.

Desde que Pablo IV lo incluyera en 1559 en el índice de libros prohibidos por


la Iglesia, El Príncipe ha sido objeto de comentario y de debate. Muchos
filósofos y gobernantes, desde Descartes o Hegel hasta Napoleón
Bonaparte100, han opinado sobre la obra de Maquiavelo. A menudo, los
“encontronazos” de opiniones se producen cuando en la discusión se cruzan
dos filosofías contrapuestas de entender la política: una basada en el realismo
de lo que se hace y, la segunda, en el deseo idealista de lo que debería hacerse.
Fue mérito de Maquiavelo haber sentado las bases para que esta discusión se
planteara y mantuviese su vigencia hasta nuestros días. Sin embargo, aun lo
fue más haber contribuido a inaugurar una visión de la historia centrada en el
análisis de los hechos sociales y en sus consecuencias, idéntica y
exclusivamente sociales. Si nos atenemos a este terreno, resulta difícil no darle
la razón a Maquiavelo cuando sostiene la amoralidad del poder, ya que la
historia posterior ha proporcionado y proporciona sin cesar ejemplos de
comportamientos que, sin duda, merecerían la aprobación del florentino y de
su admirado César Borgia.

Otra de las razones del interés secular que ha despertado El Príncipe la sugirió
Rousseau, quien se sorprendía al ver que Maquiavelo, fingiendo dar lecciones
a los príncipes, las haya dado y de gran relevancia a los pueblos. Y es que, a
fuerza de dar consejos sobre cómo conseguir y conservar el poder del Estado,
enseñanzas ajenas a cualquier consideración ética o moral humanista, uno
llega a dudar sobre si el texto es un manual para los príncipes absolutistas o,
por contra, un testimonio poco común del funcionamiento normal del poder
estatal que sirve para prevenir a los gobernados. En otras palabras,

100
Vale la pena mencionar al respecto el Antimaquiavelo de Federico II de Prusia, redactado antes de su
subida al trono y publicado de forma anónima en Holanda en 1739. A pesar de esta crítica juvenil, el largo
reinado de este monarca representa un caso modélico de la puesta en práctica de los principios de
Maquiavelo. En este sentido, conservó e incrementó su poder hasta el punto de recibir el calificativo de
“Federico el Grande”.

44
Maquiavelo muestra cuál es el auténtico proceder de los príncipes y, por
extensión, de cualquier poder político instituido, lo cual proporciona
elementos para saber a qué atenerse en las relaciones con los gobernantes. Así
pues, pueden efectuarse dos lecturas: el Maquiavelo reaccionario que
alecciona y aconseja al poder absoluto por encima de cualquier posible reparo
ético o moral, y el Maquiavelo progresista que desvela públicamente la
naturaleza amoral del poder y que pone a disposición del saber social los
mecanismos mediante los cuales aquél actúa para así aprender a combatirlo
mejor.

45
CAPÍTULO 4
El siglo XVII: el miedo y la propiedad.

Durante el siglo XVII, el mercantilismo y la protoindustrialización


contribuyen decisivamente a la formación de las relaciones de producción
capitalistas. En Europa, el peso económico y político se desplaza desde el
Mediterráneo hacia el oeste y el norte, donde Inglaterra, Francia y los Países
Bajos disputan con éxito la hegemonía a las monarquías ibéricas. La
vanguardia del pensamiento recorre el mismo camino. Los viejos focos
meridionales del saber renacentista serán sustituidos poco a poco por las
filosofías de la modernidad, al amparo del espectacular desarrollo de las
ciencias experimentales y de las matemáticas.

La secularización del pensamiento domina ahora la filosofía política. Las


monarquías absolutas dan cuerpo a políticas fuertes, centralistas y
proteccionistas en el interior a la vez que expansionistas hacia el exterior. El
absolutismo otorgará fuerza, sentido y recorrido a un capitalismo incipiente
que, en su momento, dará buena cuenta de su progenitor. Los defensores del
absolutismo favorecerán el éxito de sus futuros verdugos, quienes, bajo la
bandera de innovadoras propuestas republicanas y de patriotismos
nacionalistas, darán forma a diferentes ideologías de la “libertad”, que se
erigirá en emblema de lucha contra los privilegios dinásticos.

Las principales teorías políticas harán florecer los contrapuntos que las
cuestionarán; de los privilegios monárquicos por mandato divino se
argumentará el paso a la idea de igualdad social, sin detenerse en analizar el
papel de las condiciones reales que sustentan ambas consignas. Se inaugura
así el camino de la política tal y como la conocemos hoy: un campo habitado
por formas de conciencia que, supuestamente, obligan a las formas de
convivencia a respetar ciertas consideraciones éticas y morales. Asistimos a la
emergencia y el asentamiento de la conciencia burguesa, capaz de escribir las
páginas más bellas sobre la libertad humana, mientras niega a la mayoría el
alimento necesario para vivirla.

-Thomas Hobbes (1588-1679). El lobo razonable.


Hobbes era hijo de un clérigo y, como tal, se beneficiaba de su posición en la
cima del establishment inglés. Ello le permitió aprender las costumbres y
maneras de relacionarse en este mundo privilegiado y, a la vez, llegar a ser un
reputado intelectual que conoció personalmente a Galileo, estudiar
profundamente la literatura clásica, y llegar a ser preceptor y más tarde
secretario del Conde de Devonshire. Inglaterra vivía un periodo de crisis y

46
enfrentamiento entre la Corona y el Parlamento. Aunque los motivos
económicos se encuentran en la base de las desavenencias políticas en la época
de Cromwell, el conflicto se tiñó de formas religiosas doctrinarias y también
propició vías para la reflexión política, cuyos principales argumentos todavía
constituyen hoy en día marcos para el debate.

Para muchos teóricos de la política, las raíces de la democracia moderna se


esbozan en la obra de Hobbes, cuya influencia se puede rastrear fácilmente en
los pensadores que le siguieron, desde Locke hasta Hegel pasando por
Rousseau y llegando incluso a Marx. A diferencia de la propuesta política de
Maquiavelo, derivada directamente de la praxis política mediante la que se
expresa, conserva e imparte el poder, Hobbes encuentra el carburante del
orden social en una psicología avant la lettre que busca fundamento en la
biología. El género humano es entendido como materia en movimiento. Unos
hombres chocan contra otros. Hobbes parte del individuo en tanto entidad
fisiológica concreta que tiene la obligación de mantenerse viva (tendencia que
representa lo bueno), frente a los mecanismos o circunstancias que pueden
conducir a la muerte y extinción, tanto física, víctima del conflicto de intereses
y pulsiones, como intelectual, mediante el encarcelamiento de su razón. El
individuo constituye el centro de su teoría política, mientras que las relaciones
sociales ocupan una posición derivada, cuya principal razón de ser estriba en
proporcionar seguridad a los ciudadanos.

Su obra política principal es Leviatán o La materia, forma y poder de una


república eclesiástica y civil (1651)101. El término “Leviatán”, metáfora del
Estado, designa una especie de superhombre artificial construido entre todos,
un “dios mortal” que posee la facultad de garantizar la paz y de conjurar el
miedo que caracterizaba las relaciones humanas en estado primigenio y
natural, marcadas por la violencia entre los individuos. Su obra es la de un
filósofo que se denomina a sí mismo el hermano del miedo y que defiende con
firmeza una política dirigida a acabar con los impulsos naturales de los
hombres, que suelen llevarles a la ruina. Desea sustituirlos por una razón
social poderosa y efectiva, capaz de imponerse a dichas pulsiones y de
ahuyentar las guerras internas y externas. En suma, vindica un Estado político
fuerte sobre los egoísmos particulares o individuales.

En el estado de naturaleza originario, preestatal y prepolítico, todo ser humano


se guiaba únicamente por consideraciones que afectaban a su propia seguridad
y supervivencia. Deseo de seguridad y deseo de poder se hallan en el mismo
101
Hemos utilizado la traducción de Enrique Tierno Galván y M. Sánchez Sarto para la editorial Tecnos
(Madrid, 1991, 2ª edición).

47
continuo, ya que este último no responde sino a la pretensión de garantizar
permanentemente la seguridad conjurando por anticipado eventuales
agresiones. Todos los hombres eran iguales102; no porque así lo dictase alguna
constitución, sino porque cada cual se veía sujeto a las mismas pasiones,
desconfiaba de los demás y sólo contaba con sus propias fuerzas e ingenio
para sobrevivir en un mundo en que el principio de que “el hombre es un lobo
para el hombre” hallaba su máxima expresión. En el estado de naturaleza, la
vida de los seres humanos era solitaria, miserable, dura y breve103. Se hallaban
expuestos a continuos peligros, siempre bajo el temor de ser asesinados. No
existía una ley común, sino una situación de conflicto permanente, de guerra
de todos contra todos104. En tal tesitura, sin embargo, nada podía considerarse
injusto: “Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no
hay justicia”105. El único derecho, “derecho de naturaleza”, era una extensión
del instinto de conservación, que concede a cada cual la libertad para usar
cualquier medio que permita salvar su vida.

Bajo semejantes condiciones, dominadas por el conflicto incesante, la


igualdad no implicaba en modo alguno libertad. Dado que el individuo se
pasaba la vida intentando sobrevivir, cualquier propiedad era siempre eventual
y dependía de la fuerza individual de quien la detentaba. Por ello, no había
uniones que pudiesen ser calificadas como sociales: “Cada vez que dos o más
personas desean lo mismo, pero que no es compartible, uno se convierte en
enemigo de otro e intentará someterlo o matarlo”106 (...) “los hombres están en
desacuerdo entre ellos por la desconfianza y ansia de gloria”107. Vida y
propiedad estaban expuestas a constante amenaza y la única ley era la lucha.

El único camino que posibilitó dejar atrás el agobiante estado de naturaleza


fue edificado gracias al uso de la razón, de una razón que explica, resume y
subsume en conocimiento la condición verdaderamente humana. La razón
permitió analizar el mundo, comprenderlo e idear mecanismos para crear un
mundo nuevo. Hobbes no procede apoyándose en la inducción como las
ciencias emergentes de su tiempo, sino a partir de entender la razón como un
mecanismo de cálculo y previsión, orientado en este caso a la búsqueda de una
fórmula que garantizase la seguridad individual. El precepto básico de la
razón, que Hobbes asimila a ley fundamental de la naturaleza, dicta que “cada

102
“La naturaleza ha dotado a todos los seres humanos, respecto a su fuerza física y a posibilidades mentales
de forma igual” (Leviatán, 112).
103
Leviatán, 125.
104
Leviatán, 125.
105
Leviatán, 127.
106
Leviatán, 114.
107
Leviatán, 115.

48
hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla”108.
Si ello no fuera posible, siempre puede remitirse al derecho de naturaleza, en
virtud del cual cualquier cosa vale con tal de sobrevivir. No obstante, una
segunda ley de la naturaleza, derivada de la primera, señala “que uno acceda,
si los demás consienten también (...) a renunciar este derecho a todas las cosas
y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea
concedida a los demás con respecto a él mismo”109. En otras palabras, la razón
aconsejó pactar a los individuos. Mediante dicho pacto, los hombres
transfirieron sus derechos, en especial el uso de la fuerza para defenderse, a un
poder soberano, al cual quedaron sometidos. Crearon así el Estado civil, el
Leviatán.
“Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una
persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos realizados
entre sí, ha sido instituida por cada uno como autor, al objeto de que
pueda utilizar la fortaleza y los medios de todos como lo juzgue
oportuno para la paz y la defensa común”110.

No es que a los individuos les agradase renunciar a satisfacer sus apetitos y


pasiones naturales, pero la razón les hizo decantarse por el pacto pues esta
solución permitía evitar males mayores, precisamente los males que acechaban
por doquier en el estado de naturaleza. El Estado civil se entiende como un
instrumento necesario, en tanto aleja de la convivencia los riesgos de perder la
vida. El pacto entre los hombres que funda el Estado transforma al individuo
en súbdito y, al hacerlo, crea la sociedad. El Estado se dota de leyes civiles
(“cadenas artificiales”, según palabras de Hobbes111) y, sobre todo, de la
fuerza necesaria para hacerlas cumplir y sin la cual no serían más que papel
mojado. La seguridad y la paz se obtuvieron por miedo al castigo, un castigo
útil y necesario que sólo el Estado-Leviatán se halla capacitado y autorizado
para decidir y ejecutar.

El contrato al que alude Hobbes es un componente clave en su teoría política y


en la mayoría de las que le sucederán. En este caso, se basa en una cesión
permanente y consentida de todos o parte de los derechos naturales del
individuo, esencialmente el de la autodefensa, a un poder superior. En suma,
los individuos se someten libremente a un poder fuerte que garantice la vida
gracias al mantenimiento de la paz. Las voluntades de todos se reducen a una
sola.

108
Leviatán, 129.
109
Leviatán, 129.
110
Leviatán, 146.
111
Leviatán, 161.

49
La argumentación de Hobbes favorecía en cierto modo el discurso legitimador
de las monarquías absolutistas, en aquel momento cuestionadas por las
aspiraciones políticas de las pujantes clases burguesas, puesto que rechaza
cualquier tentativa de rebeldía frente al poder establecido. Pese a ello, la teoría
del contrato no presupone necesariamente en sí misma un instrumento para
justificar el poder absoluto del monarca, sino que también es susceptible de
involucrarse en argumentos que desembocarán en formulaciones contrarias. Si
para Hobbes el contrato otorgaba al gobierno (en aquellos momentos, la
monarquía, defendida como el sistema más útil para alcanzar la paz social) un
poder absoluto, para otros pensadores, como veremos, el contrato no supondrá
dicha atribución. De ahí que, pese a constituir un argumento central en
Hobbes, el contrato se supedita a un concepto superior, el de soberanía. De
hecho, las diferencias entre Hobbes y otros filósofos residirán en buena parte
en sus distintas actitudes a la hora de decidir qué proporción de la misma es
cedida por los individuos al establecer el gobierno y el carácter reversible o no
de dicha cesión.

El contrato funda la soberanía en dos atributos fundamentales: el ser absoluta


y el ser indivisible112. Para Hobbes, los términos de la elección en el campo de
la política se plantean entre poder soberano absoluto o anarquía. Desde este
punto de vista, las diferencias entre las formas de gobierno no indican sino
matices acerca de la composición del representante que detenta la soberanía:
uno en monarquía, muchos en democracia y varios en aristocracia113. Ahora
bien, en cualquiera de estos casos, la soberanía sigue siendo absoluta. En
consecuencia, la cuestión principal no se centra en clasificar las formas de
gobierno entre buenas y malas, sino en establecer si los gobiernos vigentes
ostentan el poder soberano (absoluto) o no. Hobbes mantiene que no existen
criterios objetivos para distinguir el buen rey del tirano o el aristócrata del
oligarca. Tales distinciones son juicios subjetivos basados en la opinión; es
decir, criterios basados en la pasión y no en la razón. “(...) quienes están
descontentos bajo la monarquía la denominan tiranía; a quienes les desagrada
la aristocracia la llaman oligarquía; igualmente, quienes se encuentran
agraviados bajo una democracia la llaman anarquía”114. No hay diferencias
entre príncipes buenos y malos, sino entre príncipes y no príncipes, entre
quien puede y quien no está en condiciones de ejercer el poder soberano115.

112
Bobbio, N. (1987), La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Fondo de
Cultura Económica. México, 95.
113
Leviatán, 157.
114
Leviatán, 157.
115
Bobbio, op. cit, 95-107.

50
Hobbes se enfrenta decididamente contra cualquier menoscabo de la
soberanía. En este sentido, critica desde los planteamientos que defendían la
división de poderes en el seno del Estado (que, empero, acabarán triunfando
en los futuros programas ilustrados y liberales), hasta cualquier tipo de
conducta supeditada a consideraciones distintas del deber supremo que hay
que rendir al Estado, como por ejemplo la “conciencia” interior o la
obediencia al Papa: “Si el poder soberano está dividido ya no es soberano”. Y
si un poder soberano no puede o deja de serlo, ello equivale a retroceder de
nuevo a un estadio de guerra de todos contra todos, “a la confusión de una
multitud disgregada”116. Si no hay nada capaz de hacer cumplir la ley,
prevalece de nuevo el derecho de naturaleza y cada cual es libre de obrar
según quiera y pueda, con lo que vuelven las calamidades que azotaban
originalmente al género humano.

Hobbes no niega las leyes naturales y divinas. Sin embargo, también afirma
que no son como las leyes civiles, porque no se pueden hacer valer con la
fuerza de un poder común, al no ser obligatorias exteriormente, sino sólo en
conciencia. Por ello, si el súbdito no observa las leyes positivas, puede ser
obligado a hacerlo, mientras que si el soberano no respeta las leyes naturales o
divinas, nadie puede obligarlo y castigarlo117. El poder absoluto no debe tener
límites, a riesgo de comprometer la salud y la supervivencia del Estado. Una
vez constituido éste, el campo de las relaciones privadas se disuelve en el de
las públicas, de forma que la libertad de cada individuo sólo tiene sentido en el
marco de lo que ha predeterminado el soberano118. Ni la religión queda por
encima de la potestad del soberano. Éste tiene la facultad de ordenar el credo
que mejor convenga al bien de sus súbditos, así como de habilitar los medios
para transmitirlo y celebrar el culto. La Iglesia no constituye ni representa una
fuente de autoridad a la que deba doblegarse el poder civil. Bien al contrario,
los clérigos son otros tantos servidores del Estado, iguales en estatus a
cualquier funcionario119.

Individuo y sociedad.
Hobbes se distancia de la tradición aristotélica, ya que para él el hombre no es
un ser social por naturaleza. Tampoco resulta ser la persona integrada en una
“comunidad perfecta” ordenada jerárquicamente por Dios, como propone el
Cristianismo. Ahora, las relaciones de poder y explotación requieren un

116
Leviatán, 147.
117
Bobbio, op. cit., 95-107.
118
Leviatán, 162.
119
Leviatán, 192-204.

51
diferente tipo de legitimación. El ser humano es reconocido a partir de su
individualidad y comprendido como un sujeto capaz de decidir y dirigir sus
condiciones de vida, lo que exige una nueva comprensión de las razones que
guían la convivencia humana y el papel desempeñado por las organizaciones
políticas.

Los argumentos de Hobbes se apoyan en dos premisas: una ontología del


individuo como ser egoísta y competitivo, y la aspiración del individuo a una
vida segura120. La comunidad queda relegada a mera comparsa en aras de la
satisfacción de dicha necesidad, y es entendida como un artificio consciente
que congrega intereses particulares. La cooperación no tiene sentido si no
reporta beneficios a sus miembros, en tanto individuos aislados. El individuo
constituye la sustancia de lo humano, mientras que la sociedad se limita a
auspiciar las relaciones necesarias para la supervivencia de las entidades
particulares cuando aquéllas lo deciden racionalmente. La sociedad se
convierte en un medio para el individuo; es una invención de éste por medio
del contrato (consentimiento); es un invento racional de mentes pensantes
individuales en busca de su utilidad. Aun así, el individualismo de Hobbes es
más atenuado que en otros filósofos posteriores como Locke, debido al papel
central que cobra el poder soberano en su teoría. Una vez instituido dicho
poder, el individuo no guarda para sí ni un ápice de soberanía o, ni siquiera, de
la “libertad” innata que los siglos posteriores acordarán atribuirle. Su vida sólo
se concibe según los cauces marcados por las leyes civiles, y no hay ruptura
entre la voluntad del soberano y su voluntad particular. Es por ello que
Hobbes condena cualquier pensamiento que aliente la conciencia individual
como criterio a la hora de orientar la conducta (lo que se conoce como “obrar
en conciencia”) o el sentimiento individual de propiedad absoluta de los
bienes121, ya que ello no conduce sino a menoscabar al poder soberano, sin el
cual no sería posible la misma propiedad.

Hoy en día, la primacía de lo individual frente a lo colectivo ha convertido al


individualismo en el sustrato de todas las ideologías dominantes hasta
configurarse él mismo en metaideología. Desde la figura del líder político,
religioso o deportivo, hasta los idearios que ensalzan la persona como entidad
subjetiva medida de todas las cosas y, el desarrollo personal, como meta de las
relaciones sociales, el individualismo se configura como una de las principales

120
Así resume Tierno, en el estudio preliminar incluido en la edición consultada (1991: x), el núcleo de la
filosofía de Hobbes: “El hombre es un animal esencialmente egoísta, y la fórmula primera y fundamental del
egoísmo es la supervivencia” (Tierno, E. “Estudio preliminar”, en HOBBES, T., Del ciudadano y Leviatán.
Editorial Tecnos. Madrid, pp. ix-xvi (p. x).
121
Leviatán, 176-178.

52
señas de identidad de la ideología de la sociedad burguesa. Desde ahí se
alienta el mito de la subjetividad indomable del individuo y del “querer es
poder”, aunque tales argumentos desemboquen en irracionalismos que, sin
duda, contrariarían a quienes ven en cada individuo un depositario del
precioso bien de la razón.

Ya sea en el siglo XVII como en el XXI, estos planteamientos presuponen una


ontología del ser humano que rinde el ser social a individuos pretendidamente
autosuficientes y autónomos. Asumir que la sociedad no existe sino en cuanto
suma de individualidades puras que definen plenamente lo humano, se
fundamenta en la batería de prejuicios y supersticiones ideológico-religiosas
que defienden desde tiempo inmemorial que todas las habilidades humanas,
incluido el lenguaje, provienen de un lugar exterior a la condición humana y
no de la misma materialidad social. Así se enuncia desde el bíblico “Yo soy el
que soy”. Se encumbra de esta manera a los que compiten por su primacía, a
los héroes, a los “grandes hombres”, a los individuos mejor dotados tanto para
la competición (victoria en la lucha social) como para el reconocimiento
(prestigio o gloria debido al reconocimiento público de la virtud).

La sociedad, por el contrario, es siempre previa al individuo, lo excede y lo


comprende. El individuo procede de ella y en ella se constituye a partir de dos
en la fecundación, de otra en la gestación y de multitud en la crianza y la
educación, hasta que finalmente las relaciones sociales deciden en cada
momento histórico cuáles son los criterios de lo humano, individualizado o no.
Así pues, el estado de naturaleza imaginado por Hobbes, formado por figuras
masculinas egoístas y sin historia, no pudo existir jamás. El propio Hobbes
debía saberlo cuando, refiriéndose al papel de los padres en la educación
infantil, deja caer que “aunque al instituir el Estado los padres de familia
renunciaron ese poder absoluto, nunca se entendió que hubiesen de perder el
honor a que se hacían acreedores por la educación que procuraban”122. Señalar
que en el estado de naturaleza existía la familia contradice la caracterización
de dicho estado como situación prepolítica, ya que la familia configura
alianzas y presupone un marco legal donde éstas resultan posibles.
Deconstruyendo el texto de Hobbes, habríamos de sugerir que la bellum
omnium contra omnes protagonizada por hombres egoístas no es tanto una
precondición de lo social, como ya un producto plenamente social.

El que Hobbes, o tantos otros después de él, decidan ocultar y prescindir tanto
de las mujeres como de la descendencia y de las relaciones que forzosamente

122
Leviatán, 187 (las cursivas son nuestras).

53
tejen cualquier comunidad humana, mientras que, en cambio, priman una
conciencia individualista masculina sólo se entiende en función de una
ideología patriarcal creada para justificar y defender determinadas formas de
propiedad, entre ellas la de ciertos hombres sobre las mujeres y sus hijos e
hijas. El mito de que en el origen todos los hombres eran autónomos y
autárquicos es un subterfugio encaminado a legitimar pretensiones materiales
de dominio y propiedad, ya que naturaliza un punto de llegada (el poder
decisorio de los hombres) colocándolo como punto de partida (el mundo pre-
social). Sobre estos precedentes ideológicos, en la Edad Moderna europea se
reformuló la idea ancestral de individuo, asumiendo sus tintes androcéntricos
y colocándolo en el centro de una filosofía política que lo equiparaba a
“ciudadano”, justamente donde más le convenía al derecho laboral burgués.

Conclusión.
La ley básica de Hobbes es la ley de la supervivencia: los hombres tratan de
sobrevivir a costa de los demás. En ausencia de algún tipo de control o
regulación, los hombres se destruyen unos a otros en un ambiente dominado
por el miedo. Sólo la constitución de un poder absoluto es capaz de instaurar
una paz que garantice la supervivencia y que conjure el miedo. De ahí que el
poder político, el Estado, sea un artificio, un Leviatán que, en cierto sentido,
resulta contrario a la naturaleza humana.

Hobbes justifica el poder absoluto del Estado porque éste contribuye a la


seguridad de los individuos. La búsqueda de la seguridad movió a los
individuos a abandonar el estado de naturaleza, por vía del sometimiento
voluntario y racional a un poder común tan fuerte que impidiese el uso
anárquico de la fuerza privada. El bien supremo al que se apega la voluntad de
los individuos es la vida. Esta máxima nunca pierde su vigencia. Defiende el
absolutismo en función del supremo interés de los individuos, la conservación
de su vida. Logra así su legitimación aludiendo a la utilidad del poder
absoluto. Quedan atrás las referencias a la Providencia o al Bien absoluto. El
espacio secular y pragmático abierto, entre otros por Maquiavelo, se amplía y
afianza.

En Hobbes se constata una oposición lógica que perdura hasta el liberalismo


actual. Por un lado, se afirma que los individuos y las agrupaciones de diverso
tipo desarrollan trabajos y funciones socialmente útiles, regulados por el
gobierno para el bien de todos y dentro de una armazón jurídica que hace del
grupo una comunidad. Sin embargo, por otro lado se considera que la sociedad
se compone de individuos esencialmente egoístas, que sólo apoyan a un poder
político común para protegerse de otros egoístas. Es una filosofía que en otra

54
dirección servirá oportunamente a los intereses del liberalismo, por su defensa
del individuo con intereses naturales propios y exclusivos, y una visión de la
colectividad como instrumento de los deseos particulares de felicidad.

-John Locke (1632-1704). El promotor de los “derechos humanos”123.


La interrogación fundamental que Locke trata de responder gira en torno a las
fuentes del poder político, un poder que consiste en el derecho de promulgar
leyes para la reglamentación y protección de la propiedad y en la posibilidad
de emplear las fuerzas del Estado para imponer la ejecución de tales leyes,
únicamente con miras al bien público124. En su ensayo, combina tanto
consideraciones de tradición cristiana, como propuestas del ideario burgués
emergente. Así, Locke define la ley natural como expresión de la voluntad
divina en alusión a todos aquellos derechos inherentes a la condición humana
que resultan vigentes en cualquier situación, ya sea durante el originario
estado de naturaleza o en el, como veremos, posterior gobierno civil. Tales
derechos son universales e inalienables: nadie puede atentar contra ellos. Por
tanto, Locke se sirve de un fundamento natural y teológico precisamente para
socavar la doctrina, también teológica, del derecho divino de los reyes, que
justificaba el poder absoluto de las monarquías europeas del Antiguo
Régimen. Por otra parte, Locke fue el primero en manifestar el papel central
de la propiedad privada en el desarrollo de la sociedad moderna y, en
definitiva, del Estado (burgués). Su intención fue elaborar un modelo político
pragmático que otorgaba la soberanía a los individuos en detrimento de la
arbitrariedad dinástica. Su propuesta, más moderada y menos coherente que la
defendida en el Leviatán, gozó sin embargo de mucha mayor repercusión en la
práctica, ya que influyó directamente en la Constitución Americana y en otras
cartas magnas europeas del siglo XIX. Sus ecos todavía se dejan sentir con
fuerza en el discurso político de las democracias parlamentarias liberales de
hoy en día.

En Locke, la ley propia del estado natural, aquél originario en el que habitan
individuos sin estar sujetos a ningún gobierno, no surge de las características
innatas del ser humano, sino que coincide con los mandatos divinos, y es
reconocida empíricamente mediante una razón individual. Ley natural e
individuo llegan a armonizar cuando éste busca la conservación del propio ser
humano y persigue la felicidad. El precepto básico es que nadie puede dañar a

123
Centraremos nuestro interés en el comentario del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo
acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil, obra editada por vez primera en 1690. Nos
hemos basado en la traducción de Carlos Mellizo (Alianza Editorial, Madrid, 20021)
124
Segundo Tratado, 35.

55
otro (ni, por supuesto, a sí mismo) en su libertad, salud o bienes125. Cuando
esto sucede, el perjudicado puede ejercer un castigo, puesto que el transgresor
ha demostrado que para él no rige la razón y la equidad. Con ello, se ha
colocado fuera de la ley natural al declarar la guerra al género humano y
merece recibir un castigo justo, que puede ser administrado por cualquiera que
haya reconocido la transgresión126. Sin embargo, y a diferencia de Hobbes,
Locke imagina un estado de naturaleza primigenio que no estaba dominado
por la violencia, sino por la ayuda mutua y el respeto a los principios de la ley
natural. En esta situación existe igualdad en cuanto al poder y la
jurisdicción127 y puede darse cuando hay hombres que viven juntos guiándose
por la razón pero sin tener un jefe que ejerza de juez entre ellos128.

Locke argumenta que la propiedad constituye el derecho natural individual


más importante y el que tendrá más peso de cara a la constitución del poder
político. Inaugurando una tradición de gran influencia en la economía política,
ubica el origen de la propiedad en el trabajo que todos los hombres
desarrollaban en estado de naturaleza. Dado que todo hombre tiene la
propiedad de su propia persona, el esfuerzo de su cuerpo y la obra de sus
manos también lo deben ser. Al invertir ese esfuerzo en la naturaleza, agrega
algo suyo a ésta y, en consecuencia, convierte sus frutos en propios129. Así, se
remarca que sólo el trabajo confiere derecho de propiedad al otorgar valor a la
tierra inculta. En los primeros tiempos, cada cual invertía trabajo en la tierra
común y, sin perjuicio sobre otros individuos, obtenía de ella lo justo para
cubrir sus necesidades.

Como vemos, para Locke el trabajo no es una actividad social, sino una
facultad individual que otorga carta de propiedad al producto obtenido; es
obra, pues, de individuos aislados que trabajan parte de una tierra que es
común en la situación originaria del estado de naturaleza. No existe todavía
ninguna sociedad propiamente dicha, sino series de individuos concretos
cuyos lazos parecen inexistentes. De hecho, la definición de lo que es tierra
común delata este presupuesto en Locke: tierra común es la no trabajada por
ningún individuo y no aquélla que una asamblea de individuos haya acordado
declarar común. Locke supone para el estado natural un modelo de autarquía
individual, en el que cada cual obtiene lo suficiente para vivir de la tierra
mediante su trabajo; en el que la propiedad individual se limita a aquéllo que

125
Segundo Tratado, 38.
126
Segundo Tratado, 38-40, cap. 3.
127
Segundo Tratado, 36.
128
Segundo Tratado, 48.
129
Segundo Tratado, 56-57.

56
cada cual puede usar o consumir; en el que la actividad de trueque se limitaba
a satisfacer la subsistencia, y en el que, en suma, no existían ni grandes
acumulaciones de riqueza ni desigualdades agudas.

Sin embargo, las cosas cambiaron con la aparición del dinero: “una cosa que
los hombres podían conservar sin que se pudriera, y que, por mutuo
consentimiento, podían cambiar por productos verdaderamente útiles para la
vida, pero de naturaleza corruptible”130. El dinero abrió la posibilidad de
aumentar la riqueza, intercambiar bienes y valorar también el trabajo, origen
de toda propiedad, como una mercancía. Conviene señalar que, gracias a esta
justificación teórica avanzada por Locke, el trabajo asalariado comenzó a ser
reconocido como parte de la economía, rompiéndose con el pensamiento
aristotélico hasta entonces dominante que lo incluía dentro de la crematística,
actividad indigna de cualquier ciudadano de pleno derecho (véase supra). Sin
embargo, Locke no argumenta por qué fue ventajosa y necesaria la
introducción del dinero, ni tampoco lo incluye en su posterior argumentación
sobre la fundación de la sociedad civil. Lo único que retendrá es el carácter
individual de la propiedad como fruto de un trabajo individual y la necesidad
de salvaguardarla.

¿Cómo y por qué se produjo el tránsito del estado de naturaleza a la sociedad


civil? Entra en materia señalando que la primera sociedad humana fue la
formada por el hombre y la mujer como cónyuges. De ella surgió la sociedad
de los padres y los hijos y, más adelante, la de los amos y los servidores. Para
Locke, la sociedad conyugal constituye un pacto voluntario que tiene que ver
con la unión carnal y su finalidad, la procreación, así como con un apoyo
mutuo y unidad de intereses para criar a los hijos131. Ahora bien, la sociedad
civil incorpora un cambio cualitativo. Vimos que en virtud de la ley natural,
cualquier hombre tiene derecho a defender su vida, su libertad y sus bienes, y
a castigar los quebrantos de este derecho. La sociedad política conservará la
defensa de aquellos derechos, pero diferirá sustancialmente en la manera de
conseguirlo:

130
Segundo Tratado, 73.
131
Segundo Tratado, 96-97. Pese a señalar la voluntariedad del pacto entre marido y mujer, Locke establece
la jerarquía familia y sus límites atendiendo a razones distintas: “Pues sucede que el marido y la mujer,
aunque tienen una preocupación común [la cría y enseñanza de los hijos], poseen sin embargo entendimientos
diferentes; y habrá casos en los que, inevitablemente, sus voluntades respectivas habrán de diferir. Será por
tanto necesario que la última decisión, es decir, el derecho de gobierno, se le conceda a uno de los dos; y
habrá de caer naturalmente del lado del varón, por ser éste el más capaz y el más fuerte. Mas esto, al ser sólo
aplicable a aquellas cosas que se refieren a sus intereses y a su propiedad, deja a la madre en plena y libre
posesión de lo que por contrato es un derecho peculiarmente suyo; y no da al hombre más poder sobre la vida
de la mujer que el que la mujer tiene sobre la vida del hombre” (Segundo Tratado, 99).

57
“(…) como no hay ni puede subsistir sociedad política alguna sin tener
en sí misma el poder de proteger la propiedad y, a fin de lograrlo, el de
castigar las ofensas de los miembros de dicha sociedad, única y
exclusivamente podrá haber sociedad política allí donde cada uno de sus
miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya entregado en
manos de la comunidad (…) Y así, al haber sido excluido todo juicio
privado de cada hombre en particular, la comunidad viene a ser un
árbitro que decide según normas y reglas establecidas, imparciales y
aplicables a todos por igual, y administradas por hombres a quienes la
comunidad ha dado autoridad para ejecutarlas”132 .

Conviene remarcar la importancia del concepto de “renuncia” individual a los


derechos de defensa de la propiedad y la libertad como rasgo clave a la hora
de entender el origen de la sociedad civil. Se establecen con ello ciertos
paralelismos con otros autores contemporáneos. Para Locke, como para
Hobbes, el pacto es consentido voluntariamente. Para ambos, también, el
Estado constituye una solución útil que conviene a la generalidad de los
intereses individuales. No obstante, si para Hobbes el factor desencadenante
del pacto que culminó en la fundación del Estado fue el miedo reinante en la
situación de guerra de todos contra todos característica del estado de
naturaleza, para Locke presenta una concatenación de factores menos precisa,
por no decir contradictoria. Aventura al respecto que el crecimiento de la
población en algunos lugares hizo que la tierra escasease y que ello movió al
establecimiento de los primeros acuerdos sobre los límites de las
comunidades133. Acto seguido, acontecería la verdadera fundación de la
sociedad civil en el momento en que cada individuo ha hecho renuncia a sus
derechos naturales, entregándolo a manos de la comunidad para mejor
proteger y conservar sus derechos naturales: la vida, la libertad y, sobre todo,
la propiedad que, en último término, constituye el objetivo supremo de la
reunión de hombres para formar Estados134. Es este acto y en estas condiciones
lo que otorga legitimidad al gobierno, quedando los individuos a partir de
entonces a acatar la voluntad de la mayoría traducida en leyes135. Una sociedad
política es aquélla en la que las personas viven unidas formando un mismo
cuerpo, con una ley común sancionada y con un organismo judicial con
capacidad para dirimir las disputas y castigar a los culpables136. De esta forma,

132
Segundo Tratado, 102-103.
133
Segundo Tratado, 66 (véanse también las pp. 111 y ss.).
134
En capítulos siguientes, esta defensa es omnipresente, llegando incluso a negar el derecho a la propiedad
mediante conquista más allá de las reparaciones inmediatas a cargo de los vencidos (Segundo Tratado, 177 y
ss.).
135
Segundo Tratado, 111-114.
136
Segundo Tratado, 103.

58
la sociedad civil, o Estado, dispone de dos poderes básicos: el legislativo y el
ejecutivo-judicial, ambos encaminados a defender la propiedad y los derechos
naturales de todos los individuos que consintieron en formar una agrupación
civil137 .

En un intento de reconstrucción histórica relativo a la formación de las


sociedades civiles, Locke reitera el tránsito inicial entre la organización
familiar y la constitución de las primeras monarquías, como una consecuencia
no forzada de la continuidad del cariño y el cuidado paternos. Se señala que
por obra de factores tales como la necesidad de un liderazgo militar, el
gobierno de la sociedad pasó a un solo hombre, en un clima de confianza
mutua. Se traza así una especie de Edad Dorada que, por desgracia, acabó
cuando la “ambición y el ansia de suntuosidad” de épocas posteriores hicieron
que los príncipes disociaran lo que era el bien exclusivo de su persona y el
bien común138. Así pues, Locke da cuenta de la creación de gobiernos
despóticos o tiránicos aludiendo a factores de índole psicológico, como el
deseo de poder, la ambición y la adulación, entre otros.

Locke fundamenta toda la legalidad en el pueblo, entendido como reunión de


los individuos que un día consintieron en constituirse como sociedad civil. Las
leyes deberán estar promulgadas por individuos electos por el pueblo y no
deberán atentar contra los derechos naturales de los individuos: “El poder de
los legisladores, aun en su máximo grado, está limitado a procurar el bien
público de la sociedad”139. En virtud de la inalienabilidad y la no caducidad de
los derechos innatos fundados en la ley natural, el pueblo siempre detenta la
soberanía. Este aspecto marca una distancia significativa respecto a Hobbes,
ya que para éste la cesión de los derechos naturales al Estado es plena y a
perpetuidad. En cambio, para Locke los derechos innatos de los individuos
siguen siendo inalienables, por lo que nadie, ni siquiera el príncipe, puede
atentar contra ellos. La soberanía y la legitimidad siempre se deben a los
preceptos de la ley natural y a sus beneficiarios, la reunión de individuos que
se designa como pueblo. En consecuencia, el pueblo siempre posee la
legitimidad para cambiar el gobierno si es que éste “se corrompe” y deja de
garantizar los derechos que protegen la vida, la libertad y los bienes. En
materia política, la fuente del Derecho y el único juez es el pueblo140.

Desde esta perspectiva, el poder absoluto constituye un atentado contra los

137
Segundo Tratado, 104.
138
Segundo Tratado, 125.
139
Segundo Tratado, 143.
140
Segundo Tratado, 170-171.

59
derechos naturales de los individuos. Cualquiera que intente poner bajo su
poder absoluto a otro hombre se coloca respecto a éste en estado de guerra, ya
que con ello sólo intenta convertirlo en esclavo al quebrantar su libertad
natural como paso previo a quitárselo todo141. A partir de este momento,
resulta legítimo que el pueblo emprenda las acciones necesarias para
enmendar esta situación:

“Ningún hombre, ninguna sociedad de hombres tiene el poder para


renunciar a su propia preservación, ni para entregar los medios de
conseguirla poniéndolos bajo el dominio arbitrario y absoluto de otro; y
siempre que haya alguien que quiera esclavizar a los hombres de esta
manera, éstos tendrán el derecho de conservar aquello a lo que no
pueden renunciar ni compartir; y tendrán, según esto, el derecho de
deshacerse de quienes violen esta fundamental, sagrada e inalterable ley
de autopreservación, guiados por la cual entraron en sociedad”142.

En casos como éste, habla abiertamente de lucha armada: “En toda clase de
estados y situaciones, el verdadero remedio contra la fuerza ejercida sin
autoridad consiste en oponer otra fuerza a esa fuerza”143. Sin embargo, en el
capítulo XIV (“De la prerrogativa”), Locke contempla la licencia para obrar al
margen de la ley establecida: “a esta facultad de actuar en favor del bien
público siguiendo los dictados de la discreción, sin esperar los mandatos de la
ley, e incluso en contra de ellos, se le llama prerrogativa”144, y aunque en el
capítulo XIX pasa revista a las formas en que es lícito y legítimo disolver un
gobierno existente y remarca una vez más la soberanía del pueblo y justifica
toda acción dirigida contra los abusos absolutistas, la prerrogativa no deja de
cuestionar los derechos naturales inalienables del pueblo y constituye un
recurso muy recurrente en las constituciones de los estados actuales.

En los últimos capítulos de su ensayo, Locke muestra su pragmatismo en


asuntos políticos concretos de la sociedad civil145 y concluye el texto sin
retomar las premisas de la misma ni la institución que las sustenta. Este lugar
primero y central del que emerge y luego se alimenta la sociedad civil es la
familia. Según su argumentación, la familia es previa a la sociedad civil. Por
consiguiente, se manifiesta en el estado de naturaleza. Este posicionamiento

141
Segundo Tratado, 46-47 y también las pp. 52-54.
142
Segundo Tratado, 155.
143
Segundo Tratado, 159.
144
Segundo Tratado, 164-166.
145
El capítulo XVI trata de la conquista y de las razones que desaconsejan el sometimiento a la esclavitud del
país vencido. Los capítulos XVII y XVIII versan sobre la usurpación y la tiranía, respectivamente. Por
último, el capítulo XIX se ocupa de las formas en que considera legítimo disolver el gobierno.

60
conlleva una contradicción, pues para Locke la célula básica del estado de
naturaleza era el individuo, y no la reunión de un hombre, una mujer y su
prole (familia). Así, queda cuestionado implícitamente el individualismo
ontológico que Locke utilizaba para dar cuenta del origen de la propiedad
mediante el trabajo; recordemos que para Locke cualquier hombre podía
cultivar una parcela de la tierra inculta común y obtener así la propiedad de los
productos que le garantizaban la subsistencia, pero ocultaba, el hecho que,
además de la tierra, cualquier hombre debía contar al menos con el apoyo de
una mujer.

Los preceptos de la ley natural son aplicables también al enfoque del poder
paterno. En consonancia con el derecho natural de la libertad individual, los
padres (padre y madre) no podrán someter a su voluntad al hijo después de
que éste haya alcanzado la mayoría de edad. Los derechos de los padres se
circunscriben a su obligación de mantener, educar, criar y proteger a los hijos
cuando son menores de edad. Los padres están obligados a usar su inteligencia
y su razón (los fundamentos para comprender la ley natural) para guiar al niño
cuando éste todavía no es capaz de usar tales facultades146. Al llegar a la
mayoría de edad se supone que ya las ha adquirido y entonces la ley natural
rige para todos igual.

Sin embargo, reconoce que los padres tienen un instrumento para obligar a los
hijos a la obediencia: el poder de decidir la transmisión de las propiedades, es
decir, la herencia147. Resulta paradójico que Locke no la cuestione, dado que
atenta contra la libertad de los hijos al constituir un mecanismo de los padres
para imponer su voluntad, quebrantando así la ley natural... (infra).
Nuevamente, una particularidad histórica, como es la aparición del dinero, es
colocada por encima de la situación surgida del derecho natural.

Conclusión.
El papel de Locke como inspirador del liberalismo político puede concretarse
en su defensa de una condición humana poseedora en pie de igualdad de una
serie de derechos inalienables relativos a la conservación de la vida, la libertad
y la propiedad de los bienes. El titular de tales derechos es el individuo, el
pilar sobre el que se fundamenta el pensamiento político y sociológico liberal.
De hecho, el nacimiento de la sociedad sería fruto de un contrato, de un
acuerdo consensuado, entre individuos libres y racionales conscientes de sus
derechos, y que buscan con su decisión situarse en mejor condición para
defender y garantizar tales derechos. Por añadidura, al considerar inviolable
146
Segundo Tratado, 79-81.
147
Segundo Tratado, 90-92.

61
este acuerdo inicial por parte de grupos de individuos concretos que ocupan un
territorio determinado148 posibilita la reflexión nacionalista posterior a su
tiempo y que tan bien se ha avenido con los principios del liberalismo político.

Es notable la indignación de Locke ante las prerrogativas de las monarquías


absolutas europeas en el tema de la defensa de la propiedad individual,
seguramente en respuesta a las requisaciones arbitrarias y a la promulgación
de impuestos a discreción del monarca. Con ello, Locke no sólo se sitúa del
lado de la clase burguesa, sino también de la nobiliaria y del pequeño
campesinado con tierras que podían ser víctimas de las rapiñas de las
monarquías absolutas; en suma, defiende los intereses de todas las clases
propietarias, excepto del sector dinástico.

El recurso a unos derechos naturales individuales, universales e inalienables


constituye el arma argumentativa de Locke en la lucha contra el absolutismo y
le sitúa como uno de los máximos exponentes del iusnaturalismo. Podría
decirse que la proclamación de una ley natural resulta similar en su forma a la
actual defensa de los llamados “derechos humanos”. La argumentación
descansa en uno u otro caso en una premisa básica: si existe un núcleo
inmutable en la naturaleza humana individual, independientemente del tiempo
y del lugar que consideremos, la vida en comunidad tendría que respetar
siempre unas condiciones mínimas de “buen gobierno” que salvaguardasen los
intereses individuales en sociedad, es decir, algunas normas fundamentales de
buena conducta y buen gobierno que nadie podría saltarse impunemente. Esos
serían los derechos y deberes morales previos y superiores al Derecho jurídico
(leyes) y que ningún gobierno debería violar si no quiere ponerse en contra de
la ley natural y, en consecuencia, perder su legitimidad.

En los planteamientos de Locke, no obstante, emergen dos puntos principales


de difícil encaje. El primero hace referencia a la familia. Mencionamos unas
líneas más arriba que Locke “naturaliza” la familia, pese a que ésta puede
considerarse como la primera institución auténticamente política. Esta
agrupación supraindividual resulta previa a la sociedad civil y su existencia en
el estado de naturaleza cuestiona el papel protagonista del individuo en la
formación de la sociedad y del gobierno civil.

El segundo punto de la controversia tiene que ver con el origen de la


propiedad. Según la ley natural, el trabajo individual es la fuente de la
propiedad. Si ello es así, ¿por qué la práctica de la herencia contradice lo
148
Véase el capítulo XVI, dedicado a la conquista, donde se prohíbe el sometimiento a la esclavitud de los
vencidos.

62
anterior al permitir la asignación de bienes a ciertos individuos sin que
procedan directamente de su trabajo? La herencia, además, es el único
mecanismo de los padres para lesionar el derecho de los hijos a su libertad
individual una vez alcanzada la mayoría de edad. He ahí, pues, otro argumento
en contra de la práctica de la herencia. ¿Por qué, entonces, Locke nunca se
plantea una crítica a fondo de esta institución? Semejante crítica le habría sido
útil para cuestionar más si cabe los privilegios de las monarquías absolutas,
cuya razón de ser y de persistir descansaba por entero en la transmisión
hereditaria de riquezas, prebendas y títulos. Sin embargo, no emitió una crítica
en estos términos, tal vez porque intervino un motivo exterior a los
argumentos de su teoría política, un motivo extradiscursivo o procedente de un
discurso diferente al enunciado en su obra. Este discurso es el de la defensa a
ultranza de la propiedad privada, uno de cuyos puntales son las disposiciones
hereditarias. Para ello, la coherencia argumental en la justificación del Estado
burgués como derivado de un estado natural regido por normas divinas, pasa a
tener una importancia menor.

La defensa de la propiedad es uno de los leitmotiv de Locke. Esta defensa debe


estar asegurada por medio de leyes explícitas y por un poder ejecutivo capaz
de hacerlas cumplir. El “bien del pueblo”, es decir, todo aquello que
contribuya a preservar sus propiedades, constituye el baremo último de la
aceptabilidad y legitimidad del gobierno. En todo caso, no es la “ley natural”,
sino el uso del dinero como equivalente universal de bienes y trabajo, lo que
altera el estado inicial de igualdad y paz social, aunque el origen de tal sistema
mercantilista quede sin explicar. En Locke, el “pueblo” es una entidad sin
fisuras, constituido por la reunión de propietarios particulares. Si aceptamos
esta definición, está claro que todo el mundo es propietario, pues todo el
mundo obtiene productos de su trabajo. Así, siendo el trabajo individual y
universal, también lo serán las propiedades. Ahora bien, Locke nunca
considera las causas de las desigualdades en la riqueza que existieron y
existían, ni, por supuesto, sus posibles efectos en las formas de gobierno. Las
únicas referencias al respecto se localizan cuando trata del origen del dinero,
en el marco de una argumentación pobre (véase supra). En este sentido, el
recurso a factores psicológicos (ambición, deseo de poder absoluto por parte
de algunos príncipes) para explicar las desviaciones posteriores de la Edad
Dorada inicial sitúa a Locke en la línea de los autores clásicos, para quienes
las virtudes o los defectos ético-morales conducen a los hombres a
determinadas tesituras políticas y económicas. Las fuentes de su riqueza o de
su pobreza, o bien no se abordan y se dan por sentadas, o bien se explican
como consecuencia de sus inclinaciones morales.

63
A nuestro juicio, Locke no concebía el mundo social como producto del
trabajo de toda la comunidad, sino que consideraba al individuo el
protagonista de las relaciones y veía siempre al propietario detrás de las cosas.
La definición del trabajo como relación entre el individuo autónomo y la
naturaleza, y como fuente de la propiedad explica algunos lugares comunes en
el pensamiento reaccionario que se han mantenido hasta la actualidad. Para
esta perspectiva, las diferencias en la riqueza se deben a diferencias de talante,
de forma que los industriosos son ricos, mientras que holgazanes, tontos o
disminuidos suelen acabar en la pobreza. Así, el Estado tiene como misión
salvaguardar la propiedad y la vida de los propietarios. Esta actitud niega el
carácter social de la producción. Parece como si el propio individuo partiera
de cero y, ya en mayoría de edad y en pleno uso de sus facultades, se pusiera a
trabajar y a obtener propiedades. Obviamente, este argumento oculta el papel
real de las disimetrías de partida, y supone naturalizar las diferencias de
riqueza, cuando su origen es de orden socioeconómico. Ello favorece
directamente al rico, a quien se atribuyen unas virtudes que rara vez proceden
de su esfuerzo y mucho más de privilegios hereditarios. El papel de Estado
propuesto por Locke consiste en velar por el principio de conservación y la
aspiración a la felicidad de los propietarios. El orden natural de las cosas
dibujado por Locke no proporciona una explicación de la inevitabilidad del
Estado, pero sí sirve para justificar los derechos de los propietarios frente, por
un lado, las pretensiones de quienes no lo son y, por otro, a las arbitrariedades
de un propietario especial: el monarca absoluto.

La reproducción de la vida social es resultado de una producción general


colectiva y no el resultado de iniciativas individuales autónomas. Este aserto
es válido desde la formación del propio individuo hasta cualquiera de sus
participaciones en los procesos de trabajo que permiten la reproducción
material de toda comunidad. Si la totalidad de la riqueza acumulada por uno
fuera fruto exclusivamente del trabajo individual, no existirían desigualdades
de partida, pues la duración de la “jornada laboral” necesaria para producir los
bienes deseados es igual para todos los miembros de la sociedad.

Locke no resuelve los problemas entre propiedad y trabajo o entre individuo,


familia y sociedad. Ello resulta paradójico para el crítico del innatismo, un
pensador que propugnaba, antes de tiempo, la fluidez y transformación de las
cosas y los pensamientos, de los cambios y las transformaciones de la
sociedad y los seres humanos, y que no admitía la suplantación de los hechos
dinámicos mediante conceptos estáticos. Quizás su mirada no se ocupaba de
esos lugares y le hizo caer en la paradoja de proponer la existencia de unos
derechos innatos e inamovibles, preocupada como estaba en poner trabas al

64
poder absoluto y a su impunidad.

Locke pasa por ser el precursor de los “derechos humanos” considerados


independientes de cualquier coyuntura material y, a la vez, asume el papel de
desgraciado promotor de su incumplimiento (véanse la herencia, el poder del
marido y del propietario, y las inquietantes “prerrogativas” del gobierno). El
modelo de sociedad que pretendía era sin duda más justo que el que padecía y
su mensaje debió suponer una esperanza para muchos en aquellos tiempos.
Aun así, se encontraba lastrado por una fuerte carga patriarcal y oligárquico-
democrática, según la cual el poder recae en “los mejores” del pueblo: al fin y
al cabo, los propietarios de las condiciones y los medios de producción y
subsistencia. La importancia de la propuesta de Locke reside en haber logrado
situar los “derechos naturales” de los propietarios por encima de cualquier otro
interés social o individual. Lógicamente, su salvaguarda constituye la principal
razón de ser de los Estados liberales.

65
CAPÍTULO 4
El siglo XVIII. Luces y sombras en el Estado

El siglo XVIII se conoce con el sobrenombre del Siglo de las Luces. Se


entiende la Ilustración como la época revolucionaria en que la burguesía de
Europa occidental se ve capaz de oponerse radicalmente a los privilegios
monárquicos de raíz feudal, y cuestionar, a la vez, la superstición, la
arbitrariedad y las costumbres ancestrales. La revolución intelectual burguesa
quiso restituir el universo de la razón y ubicarla en la encrucijada de las
decisiones sociales. Pretendía derrocar el mundo estamental del Antiguo
Régimen y sustituirlo por una constitución social realista y racional, en cuyo
imaginario se encumbra el acuerdo de la voluntad general.

Será la razón humana la que, mediante el caminar firme de la ciencia,


permitirá alcanzar un conocimiento verdadero del mundo y de la sociedad. El
proyecto ilustrado promete el progreso y la emancipación de la humanidad.
Por un lado, el desarrollo científico y técnico habría de facilitar los medios
materiales que los seres humanos necesitan para alcanzar el bienestar. Por
otro, el triunfo de los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad, medios de
producción ético-morales, situarían a las sociedades en el camino hacia la
felicidad, una felicidad por fin universal a la que tendría derecho a acceder
todo el género humano.

El orden absolutista y sus prerrogativas saltaron por los aires con la


imposición de la política económica de la burguesía: libertad para comerciar y
contratar, protección jurídica de la propiedad privada individual y constitución
de un Estado formado por ciudadanos, garante del orden interno y capaz de
imponerse en el exterior. Las fronteras se abrirán no sólo para el comercio y la
anexión territorial, sino también para la expansión política de la burguesía, que
irá colonizando paulatinamente los universos aristocráticos vecinos,
incorporándolos al nuevo orden capitalista.

Como hemos observado en los capítulos precedentes, la tesis de un contrato


social necesario para dar paso a la comunidad política a partir de un estado
natural estaba en boga ya en el siglo XVII gracias a Hobbes y Locke, entre
otros pensadores. Ambos coincidían en la existencia de ese estado natural
previo del que surgiría el Estado, aunque difirieran en sus matices. Hobbes
partía de la creencia en el egoísmo y la maldad natural del hombre y dibujaba
un estado de naturaleza dominado por la guerra de todos contra todos. Para
zanjar permanentemente el conflicto y garantizar la seguridad a los individuos

66
surgía el Leviatán, un artificio para controlar al hombre malvado, insociable
por naturaleza, pero que necesitaba asociarse para evitar un mal mayor. Este
pacto requería la renuncia al derecho individual de autodefensa por medios
violentos, que quedaba depositado en manos de un tercero, el soberano. Éste,
por su parte, no constituía parte contratante, ni quedaba por tanto ligado u
obligado a sus súbditos en modo alguno. El Estado que así nacería, ya tuviera
forma monárquica, aristocrática o democrática, gozaría de un poder absoluto
en virtud de la concentración de la soberanía.

Locke, en cambio, partía de la idea de la igualdad de origen de los seres


humanos y, sobre todo, de una serie de derechos innatos que asisten a
cualquier individuo en todo tiempo y lugar. Cuando las condiciones de vida en
el estado natural primigenio se tornaron difíciles, los individuos sellaron un
pacto que inauguró el Estado, también llamado sociedad civil. Su principal
finalidad residía en garantizar la vida, la libertad y, sobre todo, la propiedad de
los contratantes. Éstos, a diferencia de lo que sucedía en la propuesta de
Hobbes, nunca perdieron la soberanía. Por tanto, siempre conservaron la
legitimidad para provocar la caída de aquéllos gobiernos corruptos, es decir,
aquéllos que hubiesen dejado de salvaguardar las leyes deseadas por el pueblo
y obrasen interesadamente en beneficio de unos pocos.

J.-J. Rousseau, el autor al que dedicaremos este capítulo, propuso una nueva
formulación sobre la base de los argumentos avanzados por filósofos
anteriores. Su filosofía política llevó a extremos radicales la ideología del
contrato y constituyó una importante fuente de influencias para los futuros
teóricos de la sociedad.

-Jean-Jacques Rousseau (1712 - 1778).


Escribió dos obras principales para el tema que nos ocupa y que trataremos
aquí. La primera es el Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité
parmi les hommes, redactada en 1755149 y, la segunda, Du Contrat Social, en
1762. Guiaremos nuestra exposición conforme el argumento de la primera de
estas obras, donde propone un recorrido que podríamos calificar como
secuencial o histórico desde el estado de naturaleza hasta la sociedad civil, e
incorporaremos elementos diagnósticos procedentes de El contrato social,
especialmente en lo tocante a la descripción del estado de naturaleza y de la
posterior naturaleza del Estado.

149
Las versiones que utilizamos aquí son la de Mauro Armiño para el Discurso sobre el origen y los
fundamentos de la desigualdad entre los hombres (Alianza Editorial, Madrid, 1980; abreviada como
Discurso), y la de Consuelo Berges para El contrato social (Aguilar, Madrid, 1973, abreviada como
Contrato).

67
La noción política de Rousseau resulta contraria a la de Hobbes y, en cambio,
coincide en muchos puntos con la de Locke, aunque radicaliza la bondad de
los seres humanos en el estado natural. Llega a sugerir que el Estado político
debe restituir al ser humano su estado bondadoso y virtuoso original, pues el
hombre, no sólo es igual a sus semejantes (todos somos iguales por
nacimiento), sino que nacemos libres y somos, por naturaleza, pacíficos y
virtuosos.

Los problemas surgen con la convivencia y la cooperación propias de la


sociedad. El ser humano nace libre; nadie es más poderoso que otro por
naturaleza, pero la vida en sociedad ha cargado de cadenas a la mayoría. La
situación debería cambiar a través de una nueva forma de asociación
consensuada, pactada, que defienda y proteja con toda la fuerza del común a la
persona y a los bienes de cada cual, sin que por ello nadie pierda su libertad.

Como comprobaremos en la páginas siguientes, la naturaleza del contrato


social que defiende Rousseau nunca deja en manos del gobierno las riendas de
la comunidad. Es un todos para uno, siendo ese uno la voluntad general, el
pueblo reunido en asamblea. A diferencia de lo que ocurre en el estado de
naturaleza, en el Estado civil la justicia reemplaza al instinto como el deber al
apetito físico, y la razón a las inclinaciones: “Lo que el hombre pierde por el
contrato social es su libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le
tienta y está a su alcance; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo
lo que posee”. La libertad civil no es otra cosa que la obediencia a lo que uno
mismo se ha prescrito150.

El Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres se abre con una


exhortación a los dirigentes de la República de Ginebra, en la que pueden
apreciarse algunos de los rasgos que anticipan su posicionamiento político.
Declara sus preferencias por un gobierno democrático moderado, donde el
derecho a aprobar las leyes elaboradas por los magistrados correspondiese al
pueblo, donde los ciudadanos reunidos en asamblea decidiesen sobre aspectos
legales, judiciales y de gobierno. Así pues, se posiciona frente al absolutismo
dominante en la Europa de su época.

Ya en la introducción de la obra conviene resaltar algunos puntos y temas que


después serán desarrollados en mayor extensión. En primer lugar destaca la
visión de una evolución descendente, degenerativa, en el sentido de la historia

150
Contrato, 21-22.

68
humana a partir de una “Edad de Oro” inicial, equiparable al estado de
naturaleza: “todos los progresos de la especie humana la alejan sin cesar de su
estado primitivo”151. Para Rousseau, el incremento de la degeneración corre
paralelo al desarrollo de la vida social y al imperio de la razón por encima de
los sentidos152. Al igual que la domesticación degenera a los animales salvajes
(pierden vigor, fuerza y valentía), la vida civil obra el mismo efecto en el
hombre: “al volverse sociable y esclavo, se vuelve débil, temeroso, rastrero, y
su manera de vivir muelle y afeminada acaba por enervar a un tiempo su
fuerza y su valor”153. Nuevamente un juicio negativo y degenerativo de la
historia de la humanidad.

En segundo lugar, destaca que aunque los hombres sean, por naturaleza,
iguales entre sí, los cambios que se han ido introduciendo en su historia no lo
han hecho de forma homogénea, de manera que hay hombres que
“permanecieron mucho más tiempo en su estado original”154. Se abría con ello
un camino para indagar el pasado humano a partir de formas sociales
contemporáneas, a lo largo del cual transitará la antropología a partir del siglo
XIX.

Aquella mención de igualdad no nos debe llevar a engaño, pues las mujeres
están excluidas de la política, a pesar de las buenas palabras que les brinda
Rousseau antes de escamotearles la posibilidad de cualquier derecho social:

“Amables y virtuosas ciudadanas, el destino de vuestro sexo será


siempre gobernar el nuestro. ¡Dichoso él, cuando vuestro casto poder,
ejercido sólamente en la unión conyugal, no se deja sentir más que para
gloria del Estado y la felicidad pública! (...) ¿Qué hombre bárbaro
podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de una tierna
esposa? (...) A vosotras corresponde mantener siempre, con vuestro
estimable e inocente imperio y con vuestro espíritu insinuante, el amor a
las leyes en el Estado y la concordia entre los ciudadanos (...) Sed, pues,
siempre lo que sois, las castas guardianas de las costumbres y los dulces
vínculos de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasión los
derechos del corazón y de la naturaleza en provecho del deber y de la
virtud”155.

151
Discurso, 194.
152
Discurso, 247.
153
Discurso, 217.
154
Discurso, 194.
155
Discurso, 191.

69
La última frase es especialmente reveladora: la mujer como depositaria de lo
sentimental y de lo natural debe poner estas cualidades, en el ámbito de la
convivencia privada (el hogar conyugal), al servicio de las responsabilidades
propiamente masculinas: el deber y la virtud que los ciudadanos deben poseer
y poner en práctica para el gobierno y el bien de la República. De hecho, la
perspectiva rousseauniana es esencialmente masculina: el “hombre” en el
estado de naturaleza y en el tránsito a la vida civil es el hombre entendido
como individuo masculino, no el ser humano genérico.

Rousseau reconoce dos formas de desigualdad en la especie humana


obviando, eso sí, la que se da entre los sexos, puesto que para él debía ser tan
natural que se tornaba invisible. La primera forma es natural o física, y
consiste en la diferencia de edad, salud, fuerza y cualidades del espíritu. La
segunda es moral o política; depende de una convención y está establecida por
el consentimiento de los hombres. Se expresa en los privilegios de que algunos
disfrutan en detrimento de los demás (al ser más ricos, más honorables, más
poderosos, etc.)156. La convención es uno de los puntos básicos de todo su
razonamiento: dado que nadie tiene una autoridad natural sobre sus semejantes
y dado que la naturaleza no produce por sí misma ningún derecho, sólo
quedan las convenciones como fundamento de cualquier autoridad legítima157.

Conviene subrayar la importancia de este último aspecto, ya que sienta las


bases para todas las explicaciones de la desigualdad humana basadas en causas
de tipo jurídico-político. Ello es así porque al situar la causalidad en la
convención, la sitúa, por extensión, en la voluntad. No obstante, es necesario
advertir que dentro de este campo se abre un abanico de variantes. Las más
afines al liberalismo afirmarán que la gente siempre decide en función de un
deseo común que persigue un bien general. Sin embargo, otras versiones
enfatizarán el peso de la voluntad particular y de cómo ésta puede imponerse
sobre el resto de la sociedad. En este caso, nos hallaremos entre propuestas
frecuentes en la tradición anarquista y en modalidades idealistas del
marxismo. Curiosamente, y como tal vez sólo sucede entre los grandes
pensadores, en Rousseau descubriremos elementos e intuiciones que recubren
todo este campo de posibilidades.

El Discurso se centra precisamente en el segundo tipo de desigualdad que


acabamos de mencionar: ¿por qué la naturaleza se vio sometida a la ley? Para
ello es necesario remontarse al estado natural. Sin embargo, Rousseau aborda
esta investigación desde una óptica distinta a la de Hobbes o Locke, como ya
156
Discurso, 205-206.
157
Contrato, 10.

70
indicamos. Para Rousseau, estos pensadores han enfocado mal la cuestión al
caracterizar el estado natural con cualidades propias de la sociedad civil
(autoridad del más fuerte, cuando autoridad y gobierno eran conceptos
inexistentes; conservación de lo que pertenece a cada uno, cuando la palabra
pertenecer no tenía sentido...)158. De este modo, podrá criticar a Hobbes159 al
achacarle que la necesidad de satisfacer múltiples pasiones humanas no puede
proponerse como causa para explicar la salida del estado natural.

Siguiendo la tradición de los tratadistas de los siglos XVII y XVIII, la primera


parte del Discurso es un esbozo del tipo de vida propio del estado natural
humano. Rousseau anuncia que se deben investigar las características de los
seres humanos en el estado de naturaleza, ya que ahí residen los fundamentos
reales y originarios de la sociedad. Esta investigación resulta clave para el
presente y el futuro, pues “en tanto no conozcamos al hombre natural, es en
vano que queramos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene
a su constitución”160. Se trata de determinar las verdaderas necesidades
humanas y de establecer los principios fundamentales de sus deberes, y
constituye un saber imprescindible para que la voluntad humana acceda
someterse a las leyes con pleno conocimiento de causa.

En el estado de naturaleza los hombres viven dispersos, sin más ayuda que su
habilidad y su cuerpo. La vida en la naturaleza hace suponer cuerpos
vigorosos y sanos, sin más limitaciones que las heridas o la edad161. Viven
cerca del peligro, pero poseen medios para defenderse. Los machos y las
hembras se unían fortuitamente según se encontraran. Rousseau también
rompe con la tradición filosófica de Aristóteles hasta Locke, al plantear que el
hombre no está dotado de razón por naturaleza, y que ésta no lo diferencia de
los animales. La característica esencial del comportamiento humano sería su
libre voluntad, que le permite actuar como “agente libre” ante el mundo.

Anticipa, además, dos principios anteriores a la razón a partir de los cuales


pueden derivarse todas las reglas del derecho natural: el interés por el
bienestar y la propia conservación y, en segundo lugar, la repugnancia a ver
perecer o sufrir a otro ser162, es decir, la piedad163. Así pues, de entrada no es
necesario incluir el principio de sociabilidad a la hora de dar cuenta de los

158
Discurso, 206-207.
159
Discurso, 234-235.
160
Discurso, 198.
161
Por contra, “uno se siente tentado a creer que se haría fácilmente la historia de las enfermedades humanas
siguiendo la de las sociedades civiles” (Discurso, 215).
162
Discurso, 198.
163
Véase también al respecto Discurso, 235-239.

71
fundamentos humanos. Ahí se atisba uno de los rasgos del pensamiento
ilustrado-liberal: de nuevo el individualismo ontológico que detectábamos en
filósofos anteriores.

En la caracterización del estado natural no aparece la noción de sociabilidad,


pues para Rousseau los hombres vivían aislados de modo autosuficiente. No
debía haber relación moral ni deberes interpersonales; los hombres no podían
ser buenos ni malos, ni tener vicios ni virtudes164. La piedad, al llamarnos a
ayudar irreflexivamente a quien sufre, ocupa en el estado natural el lugar de
las leyes, las costumbres y la virtud165.

En la vertiente moral, Rousseau señala la capacidad humana de elegir, es


decir, la libertad de la voluntad como un rasgo específicamente humano, muy
diferente al instinto, y también la facultad de perfeccionarse. Frente a estas
virtudes, recuerda las pasiones del estado de naturaleza que nada tienen que
ver con las potenciadas por el uso de la razón y que conoce como bienes
solamente al alimento, la hembra y el reposo y, como males, el dolor y el
hambre166.

En cuanto al sentimiento amoroso, distingue el deseo físico de unión sexual


del aspecto moral o amor. Para el salvaje, el amor no es concebible, al no
poseer consideraciones de mérito, belleza, regularidad, proporción, etc. En el
hombre natural: “cualquier mujer es buena para él”167. Una manifestación de
su androcentrismo subrayado persistentemente:

“(...) es fácil ver que la moral del amor es un sentimiento ficticio;


nacido del uso de la sociedad, y celebrado por las mujeres con mucha
habilidad y cuidado para establecer su imperio, y convertir en
dominante al sexo que debería obedecer”168.

Rousseau continúa describiendo el estado de naturaleza y pone en conexión la


primera revolución caracterizada por la invención de herramientas simples de
piedra y la construcción de cabañas con el establecimiento y la diferenciación
de las familias y la introducción de “una especie de propiedad”169. Acaba de
introducir subrepticiamente a la familia y, sin causa aparente, ubica a la

164
Discurso, 233.
165
Discurso, 239-240. Ahí destacan expresiones de este sentimiento natural, como “haz con otro lo que
quieres que hagan contigo” o “Haz tu bien con el menor mal posible para otro”.
166
Discurso, 222.
167
Discurso, 242.
168
Discurso, 241-242.
169
Discurso, 252.

72
unidad familiar para forzar un cambio cualitativo respecto a una situación
anterior en la que los hombres vivían dispersos y de las mujeres y sus crías no
se decía nada. La familia, entendida como reunión en una habitación común de
maridos y mujeres y de padres e hijos170, queda caracterizada como el lugar de
origen de los sentimientos del amor conyugal y del amor paterno. Con la
familia se produce otra forma de vida: “Las mujeres se volvieron más
sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los hijos, mientras que el
hombre iba a buscar la subsistencia común”171. Los vínculos de los hijos con
los padres se rompen al alcanzar estos la mayoría de edad. Dado que la
primera ley de la naturaleza humana es velar por la propia conservación, y
dado también que todos nacemos libres, se deduce que al ser mayor de edad
cada cual puede decidir la vía mejor para conservarse. Cada cual es entonces
“dueño de sí mismo”172.

Poco a poco el tiempo de ocio se emplea en la creación de comodidades y


necesidades superfluas, lo cual se valora en términos negativos, pues tales
comodidades debilitan y hacen dependiente el cuerpo173. Con el sedentarismo
se produce un acercamiento entre los hombres, se reúnen en grupos y “forman
finalmente en cada comarca una nación particular, unida en costumbres y
caracteres no por reglamentos ni leyes, sino por el mismo género de vida y de
alimentos y por la influencia común del clima”174. Ello también favoreció la
aparición de un idioma común175. Además, se dieron también los primeros
pasos hacia el surgimiento de la estima pública en contextos lúdicos de canto y
danza (la búsqueda de consideración y prestigio), un primer paso hacia la
desigualdad y el vicio, por cuanto favorecieron el nacimiento de la vanidad, el
desprecio, la vergüenza, la envidia176.

Sobre este transfondo natural, la desigualdad está todavía lejos de tener lugar,
puesto que no hay medios en este estado para que un hombre se haga obedecer
por otro: “¿(…) cuáles podrán ser las cadenas de la dependencia entre
hombres que no poseen nada?”177. Cualquier intento de dominio y
esclavitud178 de uno hacia otro se acaba simplemente con la huida.

170
“La más antigua de todas las asociaciones y la única natural es la familia” (Contrato, 6).
171
Discurso, 253.
172
Contrato, 7.
173
Discurso, 253-254.
174
Discurso, 254-255.
175
Discurso, 254.
176
Discurso, 255-256.
177
Discurso, 246.
178
Contra Aristóteles: “(…) si hay esclavos por naturaleza, es porque ha habido esclavos contra Naturaleza.
La fuerza ha hecho los primeros esclavos, la cobardía de los mismos los ha perpetuado” (Contrato, 8).

73
“(...) al no formarse los lazos de la servidumbre más que de la
dependencia mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que
los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberlo puesto
previamente en situación de no poder prescindir de otro; situación que,
por no existir en el estado de naturaleza, deja a todos libres del yugo, y
hace vana la ley del más fuerte” 179.

Rousseau da cuenta de la división del trabajo a partir de “(L)a metalurgia y la


agricultura fueron las dos artes cuyo invento produjo esta gran revolución”180,
porque exigieron otros hombres para alimentarlos. Este origen para la división
del trabajo, será mantenida por diversas aproximaciones marxistas y
evolucionistas sobre el surgimiento de la jerarquización social y del Estado.

El cultivo de las tierras obligó a su reparto y, la propiedad, a las primeras


reglas de justicia. En Rousseau, como en Locke, el origen de la propiedad está
en el trabajo, entendido como actividad individual que produce cosas que se
convierten en propias. En este contexto, las diferencias individuales naturales
en cuanto a capacidades diversas (fortaleza, ingenio, astucia, habilidad)
promovieron diferencias en la propiedad, en la medida en que la aplicación de
tales cualidades en el trabajo se tradujo en el incremento de la productividad y
de la producción por parte de quienes las poseían. Así, “trabajando lo mismo,
uno ganaba mucho mientras el otro apenas tenía para vivir”181.

A partir de ahí se desencadena el desarrollo de las artes, la desigualdad en las


fortunas, usos y abusos, etc. En este desarrollo, entran motivaciones de tipo
caracteriológico o psicológico, de nuevo en sintonía con toda la tradición
ético-política clásica: así, la ambición devoradora, el ansia de elevar la
fortuna por encima de la de los demás, inspiran envidias y el deseo de
aprovecharse de los demás en beneficio propio182; en este sentido, desde que
los ricos conocieron el placer de dominar “despreciaron pronto todos los
demás”183. En suma, los hombres se volvieron avaros, ambiciosos y malvados
y “la sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra”184.

La importancia de este tipo de motivaciones psicologistas había quedado de


manifiesto cuando Rousseau, en un célebre pasaje, dio cuenta del comienzo de
las desigualdades. Aquí conecta propiedad con desigualdad, retrotrayendo el
179
Discurso, 246-247.
180
Discurso, 238.
181
Discurso, 261.
182
Discurso, 262-263.
183
Discurso, 263.
184
Discurso, 263-264.

74
origen de la propiedad a un acto de voluntad malvado que no mereció la
reacción oportuna por parte de las otras voluntades, ignorantes ante el peligro
futuro que ello suponía.

“El primero al que, tras haber cercado un terreno, se le ocurrió decir


esto es mío y encontró personas lo bastante simples para creerle, fue el
verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras,
asesinatos, miserias y horrores no habría ahorrado al género humano
quien, arrancando las estacas o rellenando la zanja, hubiera gritado a sus
semejantes!: “¡Guardaros de escuchar a este impostor!; estáis perdidos
si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie”185.

Sea como fuere, aquel estado de guerra que enfrentaba a ricos contra pobres,
resultaba insostenible para ambas partes. Entonces, el rico concibió “el
proyecto más meditado que jamás haya entrado en mente humana: fue emplear
en su favor las fuerzas mismas de quienes lo atacaban, hacer defensores suyos
de sus adversarios, inspirarles otras máximas, y darles otras instituciones que
le fuesen tan favorables como contrario le era el derecho natural”186. Propuso
una unión destinada aparentemente a salvaguardar a los débiles de la opresión
y a asegurar la propiedad de cada cual; la institución de reglamentos de
justicia y un poder supremo que gobernase de acuerdo a las leyes. Para
Rousseau, este fue el origen de la sociedad y de las leyes, aunque en su
opinión supuso

“nuevos obstáculos al débil y nuevas fuerzas al rico: destruyeron sin


remisión la libertad natural, fijaron para siempre la ley de la propiedad y
de la desigualdad, hicieron de una hábil usurpación un derecho
irrevocable, y sometieron desde entonces, para provecho de algunos
ambiciosos, a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la
miseria”187.

Para el origen de la desigualdad, establece varios periodos sucesivos: (1)


establecimiento de la ley y el derecho de propiedad (autorización del estado
entre rico y pobre); (2) institución de la magistratura (distinción entre el
poderoso y el débil) y (3) cambio del poder legítimo en arbitrario (existencia
de amo y esclavo)188. En este último estadio se llega a un nuevo estado natural,
diferente del primero y fruto de un exceso de corrupción en el que sólo

185
Discurso, 248.
186
Discurso, 265.
187
Discurso, 266.
188
Discurso, 278.

75
prevalece la ley del más fuerte189.

Hasta aquí, Rousseau había trazado una evolución social y política en la que
pesaron mucho una serie de factores materiales. Nos referimos en concreto a
los efectos de la adopción de la metalurgia y de la agricultura como
desencadenantes del origen de la propiedad y, de ahí, del surgimiento de
desigualdades en la riqueza. Sin embargo, también hemos advertido que los
factores psicológicos habían estado presentes también desde los primeros
inicios de la desigualdad, al aparecer como consecuencia de las exigencias de
reconocimiento público. Hacia el final del ensayo, Rousseau reafirma un tipo
de causalidad que podemos calificar como netamente idealista. Establece una
serie de desigualdades principales presentes en toda sociedad: según la
riqueza, la nobleza o rango, el poder y el mérito personal190. Según Rousseau,
las cualidades personales se hallan en el origen de todas las demás y “la
riqueza es la última a la que se reducen a la postre”191.

“Haría observar cuánto ejercita y compara los talentos y las fuerzas este
deseo universal de reputación, de honores y de preferencias que nos
devora a todos, cuánto excita y multiplica las pasiones, y cuántos
reveses, éxitos y catástrofes de toda especie causa haciendo a todos los
hombres competidores, rivales, o mejor enemigos, al atraer a la misma
lid a tantos pretendientes”192.

Es en esta última parte del Discurso donde critica a los gobiernos que utilizan
el poder de forma arbitraria (los regímenes absolutistas), cuestionando las
premisas clave de los argumentos monárquicos como: la institución del
gobierno absolutista que utiliza como pretexto la defensa de los súbditos193; el
derecho de conquista de un pueblo sobre otro194 y la autoridad paterna como
fundamento del derecho absoluto de los reyes195.

Por último, Rousseau, retomando la estratagema de los ricos al crear la


sociedad civil mediante un pacto que ligaba formalmente al pueblo y los jefes
electos en el cumplimiento de determinadas leyes (lo cual supuso la unión de
las voluntades en una sola y el disfrute tranquilo de las propiedades de cada

189
Discurso, 284.
190
Discurso, 281.
191
Discurso, 281.
192
Discurso, 281-282.
193
Discurso, 269.
194
Discurso, 267-268.
195
Discurso, 271-272. En estos puntos se remite explícita o implícitamente a la obra de Locke.

76
uno), defiende la idea de que dicho contrato no puede ser irrevocable196.

Años más tarde, Rousseau abordó en El contrato social el origen de la


sociedad civil desde una óptica distinta a la del Discurso. En esta obra había
respetado un discurso secuencial del tránsito a la sociedad civil partiendo del
primigenio estado de naturaleza. Muchos de los conceptos y categorías
empleados, como “salvajes”, sedentarismo, división del trabajo, agricultura,
etc. anticipan en un siglo las propuestas evolucionistas y todavía hoy merecen
atención. Sin embargo, en El contrato social Rousseau abandona el relato
diacrónico y presta más atención a la definición de dos situaciones opuestas:
estado de naturaleza y sociedad civil. Abandona también, como veremos, la
fuerza causal de las desigualdades en la propiedad a la hora de explicar la
emergencia del gobierno y la ley, asumiendo una posición más integracionista,
en la línea seguida por Locke.

Según Rousseau, llega un momento en que vivir según el estado de naturaleza


resulta inviable. No señala motivaciones concretas, sino sólo un punto en que
los obstáculos que dañan la conservación superan la resistencia que cada
individuo por separado puede ofrecer197. En estas condiciones, los hombres
sólo pueden unir y dirigir de común acuerdo las fuerzas de que disponen, lo
cual requiere necesariamente la cooperación entre muchos. Sin embargo,
¿cómo cooperar sin que la fuerza y la libertad de cada cual, sus primeros
instrumentos de conservación, se vean comprometidos? El problema se
enuncia mediante una formulación que se ha convertido en clásica:

(Se trataría de) “Encontrar una forma de asociación que defienda y


proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada
asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin
embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. Tal
es el problema fundamental, cuya solución a el contrato social198.

El contrato social debería conllevar la ventaja que supone abandonar una vida
natural incierta, precaria y dependiente de la sola fuerza individual, por una
vida más segura, garantizada por un derecho mutuo que crea una fuerza
invencible. El individuo se consagra al Estado y éste lo protege
continuamente199. No obstante, es absurdo pensar en alguien que se entregue o
someta gratuitamente. Si alguien o un pueblo entero lo hace es que está loco y

196
Discurso, 276.
197
Contrato, 16.
198
Contrato, 16.
199
Contrato, 35-36.

77
la locura no funda derecho. En todo caso, aunque lo haga, este acto no obliga a
sus hijos, lo cual impediría la perpetuación del dominio200. Rousseau se
manifiesta contra el derecho del más fuerte. “Ceder ante la fuerza es un acto
de necesidad, no de voluntad”201; por tanto, no funda ningún deber. La fuerza
no constituye derecho, y únicamente se está obligado a obedecer a poderes
legítimos202. Si un hombre somete sucesivamente a una serie de hombres
aislados, aunque sean muchos, no dejamos de estar ante los actos realizados
por un particular. En el caso de que se diga que es todo un pueblo el que se
entrega a un rey, Rousseau indica que, pese a que esta entrega es un acto civil
que implica deliberación pública, habría que remontarse necesariamente al
acto previo mediante el cual un pueblo se convierte en tal pueblo: éste es el
verdadero fundamento de la sociedad203. La convención fundadora y sus
objetivos debe ser renovados. En el momento del pacto, cada cual se entrega
totalmente a la comunidad en el acto que conforma la voluntad general. La
voluntad general se instituye en Estado como medio consensuado y acordado
para perseguir un bien o interés común. En este acto desaparece la persona
particular de cada contratante y nace un cuerpo moral y colectivo compuesto
por tantos miembros como votos tiene la asamblea204. En la asamblea, como
lugar de expresión de la voluntad general, reside precisamente la fuente de
toda legitimidad y soberanía. No valen representantes ni intermediarios de la
voluntad general, que obra forzosamente por boca de todos sus miembros
reunidos. En cuanto haya un amo deja de haber un soberano205. En este punto,
Rousseau es el adalid de la democracia plena y directa, la que desconfía de los
Parlamentos. Marxismo y anarquismo recogerán esta idea y la incluirán en sus
programas emancipatorios.

Una de las tareas de la asamblea es promulgar leyes. Las leyes son necesarias
para unir los derechos a los deberes en la sociedad civil. Una ley es un acto de
la voluntad general que decreta sobre una materia que la afecta como a una
totalidad. De ello se desprende que no hay nadie que se encuentre por encima
de la ley (ni el rey, porque el rey es miembro de la sociedad), ni tampoco que
la ley pueda ser injusta, pues nadie es injusto consigo mismo. La orden de un
jefe o el decreto de un rey no son actos de soberanía, no son leyes, sino actos
de magistratura. El autor de la ley debe ser el pueblo (la voluntad general).

Así, las demandas que el cuerpo social hace a un particular tienen siempre una
200
Contrato, 11.
201
Contrato, 9.
202
Contrato, 9.
203
Contrato, 15.
204
Contrato, 17-18.
205
Contrato, 27-28.

78
causa y deben ser satisfechas de inmediato por éste. Los compromisos que
ligan al cuerpo social son obligatorios porque son mutuos: vienen de todos y
se aplican a todos en función del bien común que todos persiguen. El pacto
social establece entonces una igualdad general, pues todos pactan en las
mismas condiciones y gozan de los mismos derechos206.

El contrato persigue la conservación de todos, pero en ocasiones ello implica


riesgos y pérdidas. Si para la continuidad del Estado se requiere que alguien
muera, el señalado debe morir, pues gracias al Estado ha vivido seguro hasta
entonces207: la justificación se expresa en el siguiente ejemplo: “es para no ser
víctima de un asesino, por lo que se consiente en morir, si se llega a ser
asesino”208.

Quien comete un delito infringe el pacto, se sitúa en estado de guerra respecto


a la voluntad general y merece ser castigado. Rousseau contempla la pena de
muerte, aunque recomienda un uso restrictivo. En la línea de Tomás Moro
(Utopía) Rousseau señala que “No hay hombre malo del que no se pudiera
hacer un hombre bueno para algo”, especificando que “No hay derecho a
hacer morir, ni siquiera por ejemplaridad, más que a aquél al que no se puede
conservar sin peligro”209.

Para Rousseau, no hay formas buenas o malas de gobierno, sino más o menos
adecuadas. De forma general, opina que la democracia conviene más a los
Estados pequeños, la aristocracia a los medianos y la monarquía a los grandes.
De estas distintas formas de gobierno que se originan debido a diferencias más
o menos acusadas entre los particulares en el momento de la institución del
contrato, Rousseau prefiere la democracia210, aunque dude de si alguna vez ha
tenido lugar y desconfíe de si se producirá en el futuro: “Si hubiera un pueblo
de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no
conviene a los hombres”211.

206
Contrato, 33-34.
207
Este argumento es parecido al que Platón pone en boca de Sócrates en el diálogo “Critón o el deber del
ciudadano”, en el cual Sócrates renuncia a la petición de un amigo para huir de la prisión y salvar así su vida
tras la sentencia de muerte que le ha sido comunicada. Sócrates dice que al aceptar la muerte tal y como
prescriben las leyes atenienses obró coherentemente con el respeto a las mismas que observó y predicó
durante toda su vida. En el Diálogo, las leyes cobran personalidad y se dirigen imaginariamente a Sócrates,
objetándole que toda su vida se debe a ellas, desde el matrimonio de sus padres pasando por su educación y el
compromiso de habitar en la ciudad (Platón, Critón o el deber del ciudadano. Espasa-Calpe, Madrid (12ª ed.
1981), en especial las pp. 130-137.
208
Contrato, 37.
209
Contrato, 38.
210
Discurso, 276-277.
211
Contrato, 71.

79
Conviene subrayar aquí que Rousseau distingue entre forma de gobierno y
fuente de soberanía o poder. Para él, todas estas formas de gobierno pueden
darse, siempre y cuando el pueblo decida qué tipo de gobierno quiere.
Rousseau muestra también simpatías hacia la aristocracia; ahora bien, aquella
clase de aristocracia cuyos miembros fueran elegidos, y secunda igualmente a
Platón sobre lo beneficioso de un gobierno de sabios:

“(…) el orden mejor y más natural es que los sabios gobiernen a la


multitud, cuando se está seguro de que la gobiernarán en provecho de
esta y no en el propio”212.

Finalmente, la monarquía suscita muchos recelos, ya que pese a ser la forma


que moviliza más fuerza y se muestra más ágil en la toma de decisiones,
también es la más proclive a utilizar dicha fuerza en fines distintos al de la
“felicidad pública”213.

Rousseau y la participación política.


El Discurso defendía la voluntad, ejercida en una situación de desarrollo
material determinado, en el origen de la propiedad y, la propiedad, como causa
de la desigualdad. Todo ello, inserto en una visión degenerativa de la historia
humana. Más adelante, el Contrato da carta de naturaleza al individuo,
muestra sus necesidades y expone su política de voluntad general y las
soluciones sociales que brinda el acuerdo mutuo.

Rousseau se encuentra en el origen de diversas tendencias sin caracterizar por


completo a ninguna de ellas. Se ganó el respeto de Kant y Hegel, por lo que se
le puede considerar como una de las fuentes del idealismo. No obstante,
cuestiona las condiciones económicas que suponen la disimetría social,
aspecto con el cual simpatizaría con el materialismo. Además, condena los
desarrollos históricos de los Estados como causantes de todo mal social, en lo
que constituye un anuncio de los futuros posicionamientos anarquistas. Al
postular que la desigualdad moral y política es contraria al derecho natural, y
posicionarse en contra de la propiedad, abre el camino a propuestas de formas
de vida más igualitarias. Se trata de una propuesta aparentemente progresista
que está basada paradójicamente en una vía involucionista, es decir, la vuelta a
un estadio pasado ignorando las nuevas condiciones materiales. La oferta
política rousseauniana ofrece una vuelta atrás, una mirada nostálgica a la
búsqueda de formas de vida más próximas al estado de naturaleza y a los
momentos iniciales del contrato social. Un retorno que acoge de buen grado el
212
Contrato, 73.
213
Contrato, 75.

80
mito del buen salvaje y el anhelo de una sociedad formada por pequeños
propietarios asamblearios y, por supuesto, sus importantes aunque casi
invisibles familias. Para lograrlo reclama, como haría cualquier anarquismo,
un nuevo acto de voluntad, esta vez positivo, que contrarreste aquel otro acto
de voluntad nefasto que supuso la expulsión del Paraíso.

Por todas estas ideas, Rousseau sufrió una persecución pertinaz y, en


ocasiones, se manifiesta con la contundencia con la que pensadores como
Marx lo harían más adelante.

“Probaría, en fin, que si se ve un puñado de poderosos y de ricos en el


pináculo de las grandezas y de la fortuna, mientras la multitud se
arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros sólo
estiman las cosas de que gozan en la medida en que los otros están
privados de ellas, y que, sin cambiar de estado, dejarían de ser felices si
el pueblo dejara de ser miserable”214.

En El contrato social, Rousseau supone un estado de naturaleza que queda


atrás cuando los hombres acuerdan dotarse de leyes y constituirse en sociedad
civil. Los individuos quedan vinculados por el común interés de la
conservación del todo, y a tal fin establecen derechos y deberes tras entregarse
cada uno totalmente a la comunidad en el acto que conforma la voluntad
general (asamblea).

Hobbes hablaba de conquista a la fuerza y de la fuerza de la soberanía


absoluta, Locke hablaba de superar la fuerza con la fuerza si la soberanía
faltaba a la ley natural. Rousseau apela a la fuerza de la legitimidad. Para él el
autor de la ley debe ser el pueblo en asamblea (la voluntad general), pues lo
importante y fundamental no es la fuerza sino el poder legítimo, es decir,
aquél fundamentado en el acuerdo. La legitimidad proporciona la única fuerza
lícita para detener a la voluntad individual cuando se manifieste contraria a la
general. En suma, para hacer cumplir la leyes se necesita esa fuerza legítima
que se manifiesta cuando la voluntad general otorga al cuerpo político un
poder soberano orientado al bien común y que procede del acuerdo popular. El
Estado protege al individuo permanentemente, porque el individuo se ha
consagrado al Estado y es su protagonista activo. El ciudadano es el que da
legitimidad al Estado y no al revés.

En el capítulo III del Contrato, Rousseau esboza su concepción contraria al

214
Discurso, 282.

81
sistema de la democracia representativa, en favor de un sistema de democracia
directa. La formación de la voluntad general requiere que cada ciudadano
opine sólo según su entender, evitando que haya facciones o partidos políticos
que capitalicen voluntades y diferencias individuales, y que las reduzcan a
intereses pretendidamente generales. La voluntad general, al actuar
únicamente “cuando el pueblo está reunido”215, conlleva una exigencia de
actualización constante del pacto original mediante la realización frecuente de
asambleas populares. Así pues, no basta que en un principio el pueblo hubiese
dado su visto bueno a un Estado civil mediante la aprobación de un conjunto
de leyes. La reunión del pueblo debe realizarse de forma fija y periódica, así
como en los casos excepcionales que se puedan presentar216. En tales
asambleas se suspende el poder ejecutivo del gobierno y todo ciudadano es
absolutamente igual a efectos de representación217.

“(…) desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es


libre, ya no existe”218. Este precepto supone la defensa radical de la
involucración efectiva de todos los ciudadanos en los asuntos públicos de cara
a la buena marcha del Estado: “Toda ley no ratificada por el pueblo en persona
es nula; no es una ley”219. La voluntad general del pueblo “no se representa: es
la misma o es otra. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus
representantes; no son más que sus mandatarios”220.

Para el proyecto social de Rousseau, el mayor bien al que debe tender el


sistema legislativo es conseguir la libertad y la igualdad. Se debe tender a
igualar poderes y riquezas en un universo donde todos cuenten con los mismos
derechos y deberes. Sin embargo, estas esperanzadoras palabras no llevan
aparejadas grandes alternativas de política social. Así, no aboga por una
igualdad de las fortunas como medio para alcanzar el objetivo emancipatorio
citado, sino que sólo se atreve a aconsejar “(...) que ningún ciudadano sea lo
bastante pobre como para verse obligado a venderse. Lo cual supone, por parte
de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y, por parte de los
pequeños, moderación de avaricia y de ambición”221. En cuanto al poder, se
limita a expresar un deseo: no ejercerlo por encima de lo que marcan las leyes.
A fin de conseguir estas metas, el idealismo rousseauniano recurre de nuevo a
la ética: será la voluntad individual bajo la forma de “moderación” de unos y

215
Contrato, 94.
216
Contrato, 95.
217
Contrato, 97.
218
Contrato, 101.
219
Contrato, 99.
220
Contrato, 99.
221
Contrato, 54-55.

82
otros la que permitirá alcanzar un término medio aproximado que se considera
como la forma menos proclive a la conflictividad social. Esta posición
rememora ecos de la Antigüedad griega, cuando Aristóteles aconsejaba en La
Política un modelo de ciudad dominado por el justo término medio. En ambos
casos, la sociedad ideal estaría regida por un grupo numeroso de propietarios
masculinos. Sin embargo, mientras que Aristóteles todavía llegó a ver
ejemplos de lo que predicaba, el mismo ideal para Rousseau constituía un
discurso utópico.

En cuanto a la razón de ser del gobierno del Estado, Rousseau advierte que
sólo se trata de una comisión encargada y subordinada al pueblo, que es en
todo momento la fuente de la soberanía. El poder legislativo sólo puede
pertenecer al pueblo, mientras que el poder ejecutivo es un agente que pone en
acción la fuerza pública según las directrices de la voluntad general. La
voluntad del gobierno debe concordar con la voluntad general, es decir, con la
ley.

“Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y el soberano para


su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes y del
mantenimiento de la libertad, tanto civil como política.
Los miembros de este cuerpo se llaman magistrados o reyes, es decir,
gobernantes, y el cuerpo entero lleva el nombre de príncipe. (...)
Llamo, pues, gobierno, o administración suprema, al ejercicio legítimo
del poder ejecutivo, y príncipe o magistrado al hombre o cuerpo
encargado de esta administración”222.

Por último, señala un aspecto interesante en lo que respecta a la


fundamentación posterior de las doctrinas nacionalistas. Rousseau indica que
la legislación de cada Estado concreto debe modificarse en función de
situaciones locales y del carácter de los habitantes. De ello se desprende que
no existe la mejor legislación en términos absolutos, sino legislaciones
adecuadas al pueblo que las promulga223, quien, por supuesto, siempre tiene la
capacidad de derogarlas o cambiarlas. Este discurso político resalta las
particularidades e identidades, y da argumentos a un discurso académico que
pretenda investigarlas con parámetros particularistas y relativistas.

Según Rousseau, la ambición, la corrupción, el vil interés o “motivos


secretos”, todos ellos motivos de orden ético, hacen inevitable que tarde o
temprano el gobierno tienda a tratar de oprimir al pueblo. En este momento,
222
Contrato, 60.
223
Contrato, 55-56.

83
los Estados entran en decadencia y caen224. El contrato social que los edificó
queda entonces roto y el ciclo puede iniciarse de nuevo.

Conclusión.
Rousseau plantea un fue así, y así debería ser y maneja el derecho natural
como referente ético para criticar los sistemas políticos vigentes y apostar por
otros venideros. Al mismo tiempo, rechaza la política de su época y mira al
pasado a través de razones de su tiempo. De ese pasado se nutre un ideal
protagonizado por un agregado de pequeños propietarios agrarios, patriarcal,
asambleario y precapitalista, que tiene como referente la polis griega. Para
Rousseau, como para la mayoría de los teóricos liberales contemporáneos, el
gobierno no es más que una comisión encargada y subordinada al pueblo, que
constituye la fuente de la soberanía. En este sentido, la voluntad del príncipe
debe concordar con la voluntad general, es decir, con la ley225. Sin embargo, la
diferencia principal entre Rousseau y otros teóricos del derecho natural estriba
en que para él la soberanía debe residir siempre en el pueblo, sin que sea
posible delegarla a unos representantes. Ideas como ésta todavía serían
revolucionarias hoy en día.

En su propuesta colectivizante, Rousseau enfatiza los valores éticos solidarios,


en contra del mundo de los privilegios monárquicos y del afán de riquezas del
naciente capitalismo. Para él no hay justificación ante el derrumbe de las
virtudes políticas, como el patriotismo y la solidaridad. De un modo similar a
Moro, aunque partiendo de una concepción laica, toma de marco referencial
un humanismo de respeto mutuo y colaboración afectiva y efectiva entre los
seres humanos. Coincide con otros iusnaturalistas en que si se fuerza al pueblo
a obedecer en contra de los deseos de su libertad natural, hará bien en
obedecer porque no le queda otro remedio. Ahora bien, si emprende acciones
para liberarse de la opresión, hará mejor. En este sentido, el iusnaturalismo de
Rousseau es, como en Locke, un arma para la revuelta contra el poder
establecido, que en aquella época encarnaba la monarquía absoluta y al que
apoyaba la religión cristiana. Por ello califica al cristianismo como un serio
obstáculo para el progreso social y la liberación de la Humanidad.

“El cristianismo no predica más que servidumbre y dependencia. Su


espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que esta no se
224
Contrato, 89 y ss.
225
Véase también Contrato, 103-106, sobre todo la p. 105, de donde vale la pena extraer un fragmento
especialmente conciso: “(...) que el acto que instituye el gobierno no es un contrato, sino una ley, que los
depositarios del poder ejecutivo no son los jefes del pueblo, sino sus oficiales, que puede nombrarlos y
sustituirlos cuando le plazca, y que, al encargarse de las funciones que el Estado les impone, no hacen más
que cumplir su deber de ciudadanos, sin tener en modo alguno derecho a discutir las condiciones”.

84
aproveche siempre de él. Los verdaderos cristianos están hechos para
ser esclavos; ellos lo saben y apenas se apuran por ello: piensan que esta
corta vida tiene poco valor”226.

Debido a este tipo de sentencias y críticas, El contrato social fue quemado


públicamente en la ciudad donde nació, Ginebra, y prohibido y perseguido en
múltiples lugares. La Iglesia, los poderes fácticos ligados a sus intereses y los
defensores de rancios absolutismos intentaron por todos los medios que sus
ideas quedaran en el olvido. No lo consiguieron.

226
Contrato, 145.

85
CAPÍTULO 5
El Estado Absoluto

-Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831).


Hegel nació el 1770, el mismo año que Beethoven y Hölderlin, y un año
después que Napoleón, todos ellos personajes representativos de los cambios
políticos y culturales de finales del siglo XVIII. Era descendiente de una
familia de pastores protestantes y de buena posición social radicada en el
ducado de Württemberg. La Alemania de la época de Hegel era una sociedad
dividida territorial (los diferentes Länder disputaban entre sí y con el Imperio)
e ideológicamente (distanciamiento entre protestantes y católicos), y mantenía
una economía básicamente agrícola y tradicional, con los recursos agrarios en
manos de los terratenientes y un incipiente sector industrial, a diferencia de lo
que estaba sucediendo contemporáneamente en Francia e Inglaterra. Una
sociedad que va a recibir el impacto de los cambios políticos acaecidos en
Francia, pero a un ritmo e intensidad bien diferentes y con efectos antagónicos
a los del país vecino.

En aquella Alemania, el orden político expresaba una profunda contradicción


entre la realidad absolutista de los gobernantes de los diferentes Länder y las
corporaciones gremiales que protegían los intereses particulares de sus
miembros y actuaban como verdaderas instituciones socializadoras. Por
encima de ellos, el Sacro Imperio Romano en manos del Archiduque de
Austria agonizaba hasta su colapso definitivo en 1806, poco antes de que
apareciera la Fenomenología del espíritu.

Hegel valoraba la Revolución Francesa de 1789, a pesar del espanto que


supusieron para él los estragos de 1793. Por ello, y quizás no tan
paradójicamente como se suele pensar, pasa por ser un ideólogo reaccionario,
maestro del Estado prusiano, y a la vez, sustrato metodológico de las ideas
revolucionarias del siglo XIX. No es extraño que, en ocasiones, sus
publicaciones sean políticamente equívocas. Es capaz de defender
instituciones reaccionarias, como el mayorazgo, en los Fundamentos de la
filosofía del derecho, y todo lo contrario en un artículo sobre la Reformbill
inglesa en 1831, poco antes de morir227.

Puede ser considerado, hasta cierto punto, un hombre ilustrado y, por tanto,
moderno. El proyecto moderno pretendía que el progreso y la emancipación

227
Véase al respecto D´Hondt, J. (2002), Hegel. Tusquets editores. Barcelona, pp. 373-380.

86
humanas llegaran por medio del conocimiento científico y el uso de la razón.
El desarrollo de la ciencia y las leyes liberaría a las personas de la opresión y
el sufrimiento. La Ilustración pretendía acabar con los viejos privilegios
feudales y con la superchería de la Providencia, el destino o el azar. Este
“Tribunal de la Razón”, como lo llamó Kant, se arrogaba la capacidad de
decidir la validez o no de las pretensiones de alcanzar la verdad y la justicia
desde la ciencia, el arte, la religión, la moral o la práctica cotidiana. La
filosofía hegeliana pretende aportar el sistema y a la vez proporcionar la vara
de medir el conocimiento necesario para que los cambios imaginados cobren
la realidad que suponen.

La filosofía hegeliana y sus tríadas.


Para Hegel todo está constituido por tríadas, desde la dialéctica misma (ser-
afirmación, no ser-negación, unidad-negación de la negación) hasta la filosofía
(lógica o pensamiento en sí, filosofía de la naturaleza o pensamiento
exteriorizado y filosofía del espíritu o retorno de la idea para sí). El espíritu
también se realiza y retorna en tres momentos (subjetivo-interior, objetivo-
exterior y absoluto o espíritu mismo), cada uno de ellos dividido a su vez en
otros tres: el primero, el espíritu subjetivo, en alma natural, conciencia (del
otro y de sí misma) y espíritu en tanto voluntad; el segundo, espíritu objetivo,
en derecho abstracto, moralidad y eticidad (vida social) y, por fin, el espíritu
absoluto o unidad dialéctica subjetivo-objetiva, que manifiesta la unión
procesal entre pensamiento y realidad, idea y naturaleza fundidas en su
despliegue. Este es el lugar de la conciliación y expresión para sí de las más
puras manifestaciones del espíritu: el arte, la religión o la filosofía.

Encontramos el análisis de las instituciones sociales en el depliegue del


espíritu objetivo (derecho abstracto, moralidad y eticidad), que está fuera del
sujeto y en la naturaleza sin ser naturaleza. El derecho abstracto es la
expresión de la libre voluntad del ser humano en tanto persona, se funda en
ella. Es la manifestación misma de la persona jurídica, en tanto una razón. La
voluntad es el motor que procura tres momentos fuera de sí (fuera de ella
misma) comprendidos por la propiedad, el contrato y el derecho en sí.

La propiedad, como primera manifestación objetiva de la voluntad, presupone


la apropiación de la cosa en un dominio para sí y manifiesta la libertad
particular. La propiedad lograda mediante el ejercicio de la voluntad
particular puede verse requerida por otros deseos, las voluntades de otros, que
exigen su despliegue hacia el contrato o conciliación de voluntades. El tercer
momento, el derecho en sí o derecho pleno, procura, por último, el cauce
necesario para que se restituya el orden preexistente a las vulneraciones

87
contractuales. En este cauce desembocan todos los sedimentos de las disputas
y enfrentamientos producidos por las distintas voluntades objetivadas y,
simultáneamente, los frena y contiene mediante penas susceptibles de
restablecer el orden jurídico.

La moralidad es el segundo momento del espíritu objetivo. Ahora, concierne a


la persona en tanto sujeto implicado en unas normas del correcto vivir. La
moralidad abarca la motivación para cualquier acción y estipula el ámbito del
deber ser, ámbito que caracteriza este momento como la ley caracterizaba al
primero.

La eticidad es el logro de la integración. Para Hegel, ley y moral son


indisolubles, de forma que el derecho es sólo una expresión ética de la
libertad, verdadera esencia de la vida en sociedad. Al integrar ser y deber ser,
persona y sujeto, la eticidad manifiesta la sustancia de la vida social en tres
cuerpos: la familia, la sociedad civil y el Estado, cada uno de ellos con su
despliegue correspondiente.

Para Hegel, la familia es el lugar natural del ser humano. El individuo no


existe aisladamente, sino que está supeditado a esta institución que lo produce,
acoge y forma. Las familias que se comportan entre sí como “personas
autónomas concretas”228 resaltan la unión por encima de lo unido. La familia
se realiza en el matrimonio y, mediante el trabajo, en la propiedad familiar,
factores ambos que permitirán cubrir las necesidades de su finalidad: la
crianza y educación de los hijos hasta que la unidad se segmente para formar
otras.

La sociedad civil es el segundo lugar de la vida social y está ocupado por el


ciudadano. Constituye el mundo fenoménico de lo ético229 y manifiesta la
totalidad de las relaciones sociales. El mandamiento del ciudadano sobre la
persona y el sujeto son ahora evidentes, pues para Hegel si un objetivo
individual contradice un fin general, aquél debe rechazarse.

La sociedad civil está constituida por otros tres factores. El primero se


manifiesta por las necesidades de los individuos y por el choque inevitable
que ocasionan. Esta situación hace tomar cuerpo a un segundo factor, la
administración de la justicia, que evite el conflicto, y a un tercero, la policía y

228
Hegel, G. W. F. (1821, 1993), Fundamentos de la filosofía del derecho. La versión que utilizamos aquí es
la traducción de Carlos Díaz de la edición de K. H. Ilting sobre el original de 1821. Las cursivas en las citas
entre comillas son siempre suyas (obra citada de ahora en adelante como Fil. der.). Fil. der., 614.
229
Fil. der., 614.

88
las corporaciones, que sirvan para prevenir subversiones o para anular
alteraciones al orden social. El primer factor despliega a su vez la fortuna, el
trabajo y la inteligencia, que intentaran cubrir las necesidades individuales.
Como hemos visto no evitarán, sino que hasta incluso motivarán, los
conflictos. Una vez desencadenados, éstos requerirán de un segundo factor, la
administración de la justicia, que promulgará y realizará un derecho formal,
un derecho individual y, por último, una actividad judicial que, bajo la mirada
subjetiva, atenta y experta del juez, impondrá la justicia adecuada y se valdrá
de las instituciones preventivas y de vigilancia del tercer factor, la policía y las
corporaciones, para paliar los estragos causados por la libertad particular,
capacitada por naturaleza para violar las normas.

El Estado es el universo pleno del espíritu objetivo, aquél que ubica los
lugares precedentes, los contiene y los funde. Un universo de la razón
constituido para proporcionar armonía entre individuo y sociedad, así como
libertad y voluntad particulares y sociales. El Estado es la sustancia social que
ha llegado a la conciencia de sí y congrega en sí a la familia y a la sociedad
civil. Es una forma superior del despliegue conjunto de moralidad y ley.

El Estado, en tanto fin absoluto de la vida en sociedad, aparece ante los ojos
de Hegel como “voluntad divina como Espíritu presente y que se despliega en
la forma real y la organización de un mundo”. El Estado supone la realización
de la libertad y, a su vez, el modo de dicha realización. Se trata de un Estado
estructurado y constituido, un Estado de derecho que sigue el rumbo y la
dirección de la Historia.

Dedicaremos el resto del capítulo a profundizar en el recorrido esbozado a


grandes rasgos en las líneas anteriores, mediante la guía ofrecida por los
Fundamentos de la filosofía del derecho.

Los fundamentos de la filosofía del derecho.


La filosofía de Hegel es una filosofía del concepto, en tanto identidad del
sentido y de la vida, de la idea y de la realidad. La razón es esta identidad
concreta de las diferencias y, la dialéctica, el “principio que mueve, no sólo en
cuanto disolvente de las particularidades de lo universal, sino también como
productor de ellas”230.

Hegel nos habla de la filosofía del derecho como una ciencia. Con ello vuelve
a manifestarse un firme defensor del proyecto moderno, ilustrado y

230
Fil. der., 160.

89
racionalista, frente al auge de las actitudes románticas de su época que
abandonaban toda explicación racional del mundo en favor del libre arbitrio,
el corazón, la fantasía, la intuición, el capricho y la contingencia231, y que para
Hegel acompañaban las formas más degradadas de la filosofía. Desde el
momento en que la filosofía declara insensato el conocimiento de la verdad, se
desacredita y abre la puerta a la igualación de todos los pensamientos y de
todas las materias: vale lo mismo la ley que la opinión sobre aquélla232. Con la
misma firmeza ataca otros supuestos valores de su época, tales como la
consideración del entusiasmo o del sentimiento en tanto criterios de lo que es
justo o no233. Hegel expresa una condena sin paliativos del libre arbitrio y de
las justificaciones que éste atribuye a las acciones humanas, como la buena
intención, el buen corazón o la convicción subjetiva234.

Hegel carga también contra el historicismo que intenta “explicar” el derecho a


través de la mera exposición de la concatenación de acontecimientos
antecedentes (circunstancias, “contexto”, peculiaridades). En lugar de esto,
prefiere llegar al fundamento del derecho por deducción pura, y elaborar un
sistema de deducciones universales que vayan más allá de la erudición
empírica235.

Hegel refleja la dirección de todo su pensamiento en el siguiente aserto: “Lo


que es racional es real, y lo que es real es racional”236. Lo que importa es
conocer la sustancia y lo eterno en lo temporal y pasajero. “Comprender lo
que es constituye la tarea de la filosofía, pues lo que es la razón”237. El
pensamiento debe dar cuenta de los sentimientos y del mundo. Sólo el
pensamiento racional conduce a la verdad, y el mundo es exterioridad respecto
a la Idea, tales son los fundamentos profundamente racionalistas e idealistas
de la filosofía de Hegel.

“Contemplar algo racionalmente no significa aportar una razón al


objeto desde fuera y elaborarlo mediante ella, sino que el objeto es
para sí mismo racional; (...) la tarea de la ciencia consiste
únicamente en traer a la conciencia este trabajo propio de la razón
de la cosa”238.

231
Fil. der., 46, 51-52.
232
Fil. der., 56.
233
Fil. der., 444.
234
Fil. der., 504, 506, 508, 510.
235
Fil. der., 82.
236
Fil. der., 57.
237
Fil. der., 59.
238
Fil. der., 162.

90
Basándose en el desarrollo de las ideas de voluntad y de libertad, pilares de su
edificio, Hegel concibe el ámbito del derecho en lo espiritual, como no podía
ser de otra manera: “el derecho es algo sagrado en general, solamente porque
es la existencia del concepto absoluto, de la libertad consciente de sí
misma”239. Su punto de partida es la voluntad, que es libre e irreductible a
cualquier cosa; nada la determina; es en sí y para sí y, en tanto racionalidad,
tiende siempre a lo universal. La voluntad contiene en primer lugar “el
elemento de la pura indeterminación o de la pura reflexión del yo en sí”
(mismo). La voluntad es “frente a lo real su realidad negativa que sólo se
refiere a sí (misma) abstractamente, (y es) en sí (la) voluntad individual de un
sujeto (individual)240 .

Hegel aclara que hay una primera voluntad libre que obedece a los instintos
naturales y a los deseos, aunque en este caso no cabe hablar propiamente de
libertad. A la verdadera libertad se llega mediante el pensamiento, cuando éste
consigue de forma racional establecer el derecho y la eticidad (las leyes, el
Estado). Ya vimos como Hegel se enfrentaba al libre arbitrio individual, pues
para él lo individual debe tender a lo universal. Dado que este universal es
racional, todos los seres humanos pueden acceder a él mediante la reflexión.

“la voluntad únicamente es voluntad verdadera, libre, en cuanto


inteligencia pensante (...) Esta autoconciencia que se capta como
esencia por el pensar y que por ende se aparta precisamente de lo
contingente y de lo no verdadero constituye el principio del derecho, de
la moralidad y de toda eticidad” 241.

El derecho es el reino de la libertad realizada242. El Estado será la forma más


perfecta para alcanzar la libertad y llevar a la realidad práctica la pura
reflexión racional humana. Dado que los individuos deben llevar una vida
relacional universal, obrar de acuerdo a derecho no resulta otra cosa que
obedecer las leyes promulgadas para poder gozar de esta libertad en su
universalidad243.

239
Fil. der., 158.
240
Fil. der., 172.
241
Fil. der., 138.
242
Fil. der., 96.
243
Lenin escribió en El Estado y la Revolución (Anagrama, Barcelona, 1976, p. 75), aunque sin citar
expresamente a Hegel, que “según la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea”, o sea,
traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios sobre la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse
realidad la eterna verdad y la eterna justicia”.

91
Derecho abstracto.
En la primera parte de su obra, Hegel aborda el derecho abstracto y su
despliegue en la propiedad y el contrato para alcanzar, al fin, el derecho en sí.
El protagonista de este proceso es la persona o conciencia que de sí mismo
tiene el individuo, figura de la voluntad libre. La persona toma conciencia de
su finitud y, esta determinación la sitúa mediante la razón en el infinito
universal y libre244.

“La personalidad sólo comienza allí donde el sujeto no sólo tiene


una autoconciencia en general respecto de sí como concreto, de
alguna manera, determinado, sino sobre todo una autoconciencia de
sí como yo plenamente abstracto, en el que toda limitación y
validez concreta está negada y sin valor (...) no tienen aún
personalidad alguna individuos y pueblos si todavía no han llegado
a este puro pensar y saber de sí”245.

Se trata de una sólida vindicación individualista y hasta nacionalista que


flaqueará en otros pasajes de la obra (infra). Un individuo, factor esencial, que
se elevará por encima de su finitud gracias a la razón y se reconocerá como
persona y como parte de lo universal y también de un pueblo, próximo al yo-
nosotros fichteano, que debe tomar conciencia de sí mismo para definir su
personalidad, lo propio en lo universal; en otras palabras, su identidad.
Acceder a esta autoconciencia es el primer paso para la auténtica libertad
dentro del universo de lo humano; pueblo-conciencia de sí-identidad
constituyen expresiones caras al nacionalismo. No se debe olvidar que para
Hegel el auténtico espíritu libre es aquél que supera la mera existencia natural
y pasa a darse una existencia suya, consciente y propiamente libre, y es ahí
donde comienza el derecho y la ciencia jurídica, y donde la esclavitud pasa a
ser definitivamente injusta246.

En primera instancia, Hegel define el derecho como la existencia que la


libertad se da en forma inmediata247. Esta inmediatez se expresa en forma de
propiedad o relación de una persona consigo misma respecto a las cosas
exteriores que llega a poseer, y contrato o relación entre personas propietarias.
Ambas desembocan en el derecho en sí, que da cuenta de lo injusto, el delito,
la coerción, el castigo o la pena.

244
Fil. der., 174. “(…) la determinación es mi universalidad” (Fil. der., 175).
245
Fil. der., 176 y 178.
246
Fil. der., 228.
247
Fil. der., 184.

92
Todo lo distinto del espíritu libre es exterior a él, es cosa, impersonal y
ajurídica. Esta cosa tiene su fin en el hecho de recibir mi voluntad. Cuando mi
voluntad la posee, ejerce un derecho de apropiación y se convierte en
propiedad mía, en propiedad privada248. La propiedad privada sólo está
subordinada a una instancia superior, que es el Estado. Así pues, la toma de
posesión de las cosas exteriores (naturales) es el origen de la propiedad.
Acontece quizás gracias a la astucia, a la habilidad, etc., pero, en cualquier
caso, se origina en el momento en que hay una voluntad libre de apropiación.

La primera propiedad privada es mi propio cuerpo, el cuerpo que mi espíritu


ha poseído249. Por ello, toda violencia ejercida contra mi cuerpo es una
violencia contra mí, contra mi espíritu y contra mi persona como voluntad
libre, pues “en tanto que vivo, mi alma (el concepto, y, más altamente, la
libertad) y el cuerpo no están separados, éste es la existencia de la libertad, y
yo siento en él”250.

La propiedad privada es, para Hegel, la expresión verdadera de la persona


libre y el derecho a la misma, un derecho absoluto o derecho absoluto del
hombre sobre todas las cosas (“la cosa después del contrato es mía”251).

En castellano, propiedad alude tanto a la facultad específica, lo propio de cada


individuo, como a la posesión de algo exterior. Por tanto, resulta fácil
identificar la propiedad de algo como algo propio de lo humano. Ambas se
confunden también en el discurso hegeliano y llegan a constituir una misma
entidad, como propiedad y uso que no pueden existir separados. La cosa
poseída sirve para cubrir una necesidad o exigencia determinada, que es
cuantitativa y comparable en el universo de las relaciones entre individuos.
Así, lo propio presupone igualmente la voluntad integradora de apropiación de
lo exterior.

La esfera del contrato aparece cuando la propiedad de una cosa deviene de un


acuerdo común entre varias voluntades libres252. El contrato supone
reconocimiento mutuo y afecta a cosas individuales exteriores.

“La estipulación del contrato es ya ella misma la existencia de mi


decisión volitiva, en el sentido de que de este modo yo enajeno lo

248
Fil. der., 200 y 202.
249
Fil. der., 208.
250
Fil. der., 216.
251
Fil. der., 297.
252
Fil. der., 280.

93
mío, que ahora ha cesado de ser mi propiedad, y de que la reconozco
abiertamente como propiedad del otro”.

El establecimiento originario de relaciones contractuales entre las personas


con el fin de salvaguardar su cuerpo y sus propiedades no expresan, para
Hegel253, la razón de ser del Estado, al contrario de lo que defendían
iusnaturalistas como Locke y Rousseau. Para él, la naturaleza del Estado hay
que buscarla en la eticidad (infra). En cambio, los fundamentos del derecho sí
proceden de la propiedad en cuanto toma de posesión de la cosa por parte de
mi voluntad libre y del contrato entre voluntades254. Es por ello que el derecho
surge de la persona y del respeto a las relaciones entre las personas. Dado que
la persona es abstracta al trascender todas las determinaciones que pueda
realizar, el derecho de la persona es un derecho abstracto que sólo puede
referirse a la identidad conceptual abstracta de las personas, una igualdad pura,
indiferenciada. En este lugar sólo existe la voluntad libre, que tropezará con
otras al exteriorizarse y afirmarse en el mundo empírico mediante la posesión
de las cosas.

La naturaleza es la expresión de la desigualdad, es exterioridad en sí misma.


Sus cosas no tiene derechos y, en consecuencia, son objetos de contrato255.
Para Hegel, el derecho se origina en la persona libre, forjada en la misma
sociedad, que nada tiene que ver con situaciones naturales de no-derecho: el
derecho natural es un contrasentido. Lo que la sociedad emancipada debe
lograr es “limitar y sacrificar la arbitrariedad y la violencia de la situación
natural”. En cambio, la sociedad se fundamenta en la relación entre individuos
que desarrollan diversas tareas, “circunstancias contingentes cuya
multiplicidad produce la diversidad en el desarrollo de las disposiciones
naturales, corporales y espirituales ya de por sí desiguales”256 (por sí mismos
en la naturaleza). La división del trabajo es la que genera la desigualdad entre
las personas. Ella supone desigualdad patrimonial y personal entre los
individuos y se presupone como condición de la sociedad civil.

El derecho en sí es una manifestación objetiva que se realiza cuando reprime


toda vulneración de sí mismo. Su imperio es su propio restablecimiento
permanente, y para ello penaliza o castiga sin tener en cuenta los factores
subjetivos del delincuente. Es el delito o la falta los que realizan el derecho al

253
Fil. der., 288.
254
Fil. der., 318.
255
Fil. der., 193. Hegel incluye aquí conocimientos, ciencias, talento que puedan obtener una existencia
externa.
256
Fil. der., 632.

94
obligar su aplicación. En el proceso dialéctico de Hegel, lo injusto niega el
derecho y la subsiguiente pena tiene como objetivo restablecer de nuevo el
derecho lesionado. Lo justo del derecho constituye la posición primera, la idea
de Bien y Justicia; lo injusto del delito, pretende negar ambos criterios y, por
último, la pena se instituye como la superación de ambos, necesaria para la
restauración del derecho en la realidad. Por tanto, la pena es necesaria y,
además, reconoce y reinstaura al delincuente como persona (había dejado de
serlo al transgredir el derecho). Por tanto, la pena también le beneficia. Queda
claro también que la vulneración que supone el delito existe sólo como
voluntad particular del delincuente257. El delito no puede repararse mediante
una venganza particular, pues la venganza sólo es capaz de generar un nuevo
delito y “como tal contradicción, cae en el proceso al infinito y se trasmite de
generación en generación ilimitadamente”258.

Moralidad.
En la segunda parte de la obra, Hegel detiene su mirada en el segundo
momento del espíritu objetivo, que define la moralidad. El principio del punto
de vista moral es para él la “infinita subjetividad para sí de la libertad”259. La
moral representa el momento subjetivo de la voluntad. Lo moral no es, en
principio, opuesto a lo inmoral, sino que es el punto de vista universal que
descansa en la subjetividad de la voluntad260. Se aborda en este apartado el
tema de la finalidad de la acción voluntaria; de hecho, la acción se define
como exteriorización de la voluntad subjetiva o moral261.

Lo particular de cada acción es lo que Hegel llama “contenido interior”. Allí


se halla la intención y su contenido, cuyo fin particular es mi bienestar. Sin
embargo, este contenido interior, elevado a la universalidad y objetividad,
refiere al fin absoluto de la voluntad: el Bien; el propósito, en cuanto
procedente de un ser pensante, no contiene simplemente la individualidad,
sino esencialmente un aspecto universal, la intención262 .

Hegel establece una neta demarcación entre, por un lado, fines relacionados
con la voluntad natural ubicada en ámbitos pre-políticos y, por otro, el fin
universal de la acción pensante o racional: el bienestar o la felicidad. Según
Hegel, en contraposición con lo que ocurría en la Antigüedad, en la época
moderna se da el derecho del sujeto a tener una libertad subjetiva. Reconoce el
257
Fil. der., 342.
258
Fil. der., 360.
259
Fil. der., 364.
260
Fil. der., 380.
261
Fil. der., 386.
262
Fil. der., 320.

95
papel del Cristianismo en la instauración de este derecho y lo acepta como el
principio universal que ha dado una nueva forma al mundo263. Sin embargo, la
satisfacción de mi subjetividad implica de hecho asimismo, obrar de cara al
bienestar de otros, en rigor, el bienestar de todos, dada la universalidad del
pensamiento racional264. De esta forma, ha quedado instituido el lugar del
deber ser, punto de partida para las normas del correcto vivir en sociedad.

La intención de mi bienestar no puede justificar una acción injusta265.


Tampoco, como veremos más adelante con respecto al ciudadano y la
sociedad civil, puede darse curso a la satisfacción de un fin individual cuando
vaya en contra de un fin general. Así, el bien público, el bienestar del Estado
como universalidad, prima por encima de la subjetividad individual. El bien
común (Estado) trasciende al individuo. Sólo en casos de peligro extremo
contra la vida individual puede el sujeto resistirse (derecho de indigencia)266.

El Bien constituye lo sustancial para la voluntad. El Bien se hace realidad por


medio de la voluntad subjetiva267. Hegel establece el deber de hacer el bien,
hacer justicia y velar por el bienestar, tanto propio como el de todos268. Sin
embargo, de la Idea abstracta de hacer el bien no se puede pasar a la
determinación de deberes particulares. Para ello es necesaria la eticidad (la
vida social), que da contenido objetivo a la conciencia moral que, en sí misma,
es sólo formal269.

“Lo que es derecho y es deber, en cuanto lo es en sí y para sí racional


en las determinaciones de la voluntad, no es esencialmente ni la
propiedad particular de un individuo, ni lo que está en la forma del
sentimiento o de cualquier otro saber singular, es decir, sensible, sino
esencialmente en la forma de las determinaciones universales,
pensadas, o sea, en la forma de leyes y principios270.

A la doble valoración del individualismo, ahora criticado, aludíamos más


arriba. En este apartado, Hegel se manifiesta claramente contra la
fundamentación del derecho en el individuo e, implícitamente, contra el
iusnaturalismo, al declararse a favor de la racionalidad universal como

263
Fil. der., 420
264
Fil. der., 438.
265
Fil. der., 442.
266
Fil. der., 444.
267
Fil. der., 452.
268
Fil. der., 462.
269
Fil. der., 470.
270
Fil. der., 472.

96
forjadora de normas para la conducta individual, y concebir la ley como
resultado de un ejercicio racional vinculante.

Eticidad.
El tercer momento del espíritu objetivo viene expresado por la eticidad o idea
de libertad que se ha convertido en mundo existente y en naturaleza de la
autoconciencia271. Lo ético o deber hacer, aparece como objetivo por medio
de las leyes y las instituciones. Éstas otorgan contenidos fijos que tienen una
existencia por encima de la opinión subjetiva y del capricho272. Ambas
conforman la sustancia ética y proporcionan una autoridad y un poder
absolutos273. Además, las leyes éticas no son algo extraño para el sujeto, sino
que el espíritu las toma como su propia esencia274.

Las determinaciones éticas son deberes para el individuo, vinculantes para su


voluntad275. Aparentemente, este deber puede aparecer como limitación a la
subjetividad o libertad abstracta del individuo que determina a su arbitrio su
bien indeterminado. Sin embargo, el individuo tiene en el deber más bien su
liberación276. La virtud es lo ético reflejado en el carácter individual, la
adecuación del individuo a los deberes de las relaciones a las que pertenece
(honradez). La ética determina en una sociedad lo que el hombre virtuoso debe
hacer277.

En la identidad entre voluntad universal y particular se aúnan derecho y deber:


por medio de lo ético tiene el ser humano derechos en la medida en que tiene
deberes, y deberes en la medida en que tiene derechos278. La sustancia ética es
el espíritu real de una familia y de un pueblo. Este concepto se objetiviza en
dos momentos fundamentales: la familia, o espíritu ético inmediato o natural,
y la sociedad civil, o unión de miembros en cuanto que individuos
independientes en una universalidad que tiene un orden interno, con una
constitución jurídica como medio de seguridad de las personas y de la
propiedad, y un orden exterior para sus intereses particulares como Estado279.

La familia encuentra su determinación en el afecto (amor). Además, por la


pertenencia a una familia las personas reconocen su individualidad como
271
Fil. der., 530.
272
Fil. der., 532.
273
Fil. der., 536.
274
Fil. der., 532.
275
Fil. der., 542.
276
Fil. der., 544.
277
Fil. der., 544.
278
Fil. der., 556.
279
Fil. der., 558.

97
miembros de tal familia280. La familia se concreta en los tres aspectos
siguientes. En primer lugar y como concepto inmediato, el matrimonio, que
mantiene la vida de la especie (“unidad exterior”) y donde la autoconciencia
de la unidad de los sexos se transforma en amor espiritual o autoconsciente
(“unidad interior”)281, un punto que Hegel juzga muy importante.

El matrimonio parte del consentimiento de dos individuos para constituir una


sola persona, abandonando la personalidad natural de cada una. El matrimonio
es, además, un deber ético. En él se recibe el consentimiento de las respectivas
familias y también de la comunidad282. Hegel no otorga al matrimonio carácter
contractual283, al situarlo en un indefinido “nirvana”, ajeno a los egoísmos
particulares que sí requiere el contrato. En el despliegue del matrimonio sólo
caben amor, unidad (monogamia) e indisolubilidad.

El papel de hombres y mujeres es distinto. El hombre realiza su vida


sustancial en el Estado, la ciencia, la lucha y el trabajo, y debe hallarse al
frente de la familia284; la mujer tiene su determinación sustancial en la familia
y en la piedad285. Esta defensa a ultranza de la monogamia, la presupone como
uno de los principios absolutos donde descansa la eticidad de una
comunidad286.

En segundo lugar, Hegel sitúa el patrimonio familiar. Equipara el origen del


matrimonio al de la propiedad287 y se refiere al patrimonio familiar como su
existencia exterior, propietario de bienes y encargado de su cuidado288. Es al
hombre, como cabeza de familia, a quien corresponde realizar la ganancia del
exterior, cuidar de las necesidades de la familia y administrar dicho
patrimonio289.

En tercer lugar, encontramos el objetivo de la crianza y la educación de los


hijos, así como la disolución de la familia en relación con la herencia290. Los
hijos tienen derecho a ser alimentados y educados con el patrimonio familiar
común. En la familia se educa a los hijos y se les mantiene en una disciplina

280
Fil. der., 562.
281
Fil. der., 564 y 566.
282
Fil. der., 578.
283
Fil. der., 286 ss. y 574.
284
Fil. der., 590.
285
Fil. der., 582.
286
Fil. der., 584.
287
Fil. der., 590.
288
Fil. der., 564.
289
Fil. der., 592.
290
Fil. der., 564.

98
con el fin de hacerles autónomos algún día y de que adquieran una
personalidad libre con capacidad de salir de la unidad natural de la familia291.
Con la disolución de la familia, entendida como la muerte del padre, el
testamento debe encaminarse a mantener la familia, evitándose donaciones
disparatadas que comprometan la supervivencia de los miembros
supervivientes.

En el tránsito de la familia a la sociedad civil, la familia se disuelve merced al


principio de personalidad en una pluralidad de familias que se comportan
mutuamente como personas autónomas concretas292. Así, el pueblo y la nación
surgen como ampliación de la familia. Ambos tienen un origen natural
común293. La sociedad civil es la sociedad entendida como un sistema de
dependencia multilateral universal, “de suerte que la subsistencia y el
bienestar del individuo y su existencia jurídica se entrelaza con la subsistencia,
el bienestar y el derecho de todos (...) A este sistema se le puede considerar en
primer lugar como Estado exterior, Estado de necesidad y de
entendimiento”294.

La sociedad civil también atraviesa sus tres momentos. El primero es


denominado por Hegel el sistema de las necesidades, que consiste en la
satisfacción de las necesidades del individuo mediante su trabajo y, también
mediante el trabajo, la satisfacción de las necesidades de todos los demás295.
La base social, en tanto determinación recíproca entre los individuos, se basa
en el trabajo como medio para satisfacer tales necesidades296. El desarrollo de
la división del trabajo, origen de la desigualdad social como vimos
anteriormente, se erige ahora en motor de su opuesto, la solidaridad orgánica,
aunque en el caso de Hegel se trate de una solidaridad de concepción liberal,
en la que el goce o las satisfacciones personales particulares contribuirán a
lograr el equilibrio colectivo. Ello es así porque confía en que lo que es bueno
para mí será bueno para los demás, una emulación desafortunada de la idílica
división del trabajo en la que el goce de unos produce el de los otros297. No
obstante, la posibilidad de participar en el patrimonio universal está
condicionada por el capital privado y las habilidades particulares que, junto a
las múltiples circunstancias contingentes, generan desigualdad, diferencias y

291
Fil. der., 596.
292
Fil. der., 614.
293
Fil. der., 616. Los sentimientos nacionalistas podrían hundir sus raíces en la naturaleza al modo fichteano,
si atendemos a esta expresión de Hegel.
294
Fil. der., 619.
295
Fil. der., 625.
296
Fil. der., 630.
297
Fil. der., 632.

99
disimetrías que se plasman en clases298.

El segundo momento de la sociedad civil es la administración de la Justicia, o


protección de la propiedad mediante leyes universales conforme a las cuales
juzgar. Esta administración se ocupará de que la libertad general, la de todos,
domine en la realidad mediante la ley establecida objetivamente por el derecho
formal, el derecho individual y la actividad concreta de jueces y magistrados.
La administración de justicia pone freno a los problemas generados por la
libertad individual que camina fuera del cauce legítimo del derecho. Hegel
considera este momento como el instante de la prevención y la reparación.
Dado que la ley no funciona sin conflictos, se realiza cuando los atiende para
el cuidado del interés particular en cuanto interés común. Para mantener el
orden preestablecido se acude a la policía y a la corporación299, que
constituyen un tercer momento de garantía ininterrumpida para la seguridad de
la persona y de la propiedad300.

El Estado.
El momento definitivo del espíritu objetivo es el Estado: “la realidad de la
idea ética, el espíritu ético en cuanto voluntad patente, ostensible a sí misma,
sustancial, que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe y en la medida en
que lo sabe”301. El Estado es una realización racional; de hecho, el fin último
de toda racionalidad. En el Estado la autoconciencia individual se eleva a la
universalidad y la unidad así establecida es “autofinalidad absoluta, inmóvil,
donde la libertad llega a su supremo derecho”302.

El deber supremo de cualquier individuo es ser miembro de un Estado303. Esta


posición se opone de nuevo al iusnaturalismo, para el que el Estado es una
institución al servicio y en función de los intereses de los individuos que
acuerdan entre sí formarlo. Para Hegel, el individuo forma parte del Estado
como un deber, ya que sólo formando parte de un Estado el individuo posee
objetividad, verdad y eticidad, y puede llevar una vida universal304. La
diferencia con respecto a Rousseau o Locke es clara: para Hegel el Estado no
se funda en la coincidencia de voluntades particulares en su búsqueda de un
fin inmediato y material (la seguridad en la vida y las propiedades
individuales). Para Hegel, el Estado se funda en un acto de razón, una razón

298
Hegel reconoce clases campesinas, industriales y de los servidores del Estado (Fil. der., 632 y 634).
299
Fil. der., 625.
300
Fil. der., 661.
301
Fil. der., 678.
302
Fil. der., 678.
303
Fil. der., 679.
304
Fil. der., 679.

100
pensada individualmente pero en la que, en cuanto que tal razón es universal,
coinciden en ella todos los individuos. El Estado es una creación del
pensamiento: he ahí el idealismo racionalista de Hegel. El Estado reúne
universalidad e individualidad: la voluntad busca su finalidad particular
actuando según leyes y principios pensados, es decir, universales305.

El tránsito de la familia, horda, tribu, multitud a la condición de Estado


requiere la realización de la idea ética. Un pueblo no es todavía un Estado. Sin
personalidad y autoconciencia, un pueblo no tiene leyes en tanto
determinaciones pensadas y, por lo tanto, no tiene autonomía ni es reconocido
por otros. Hegel sitúa a los colectivos preestatales en la prehistoria, donde se
da “por una parte la inocencia apática, embotada, y por otra parte el arrojo de
la lucha formal del reconocimiento y de la venganza”306. El estadio Estado
supera todo ello y logra la culminación de la vida social a través de la armonía
racional y real entre persona (individuo o familia) y sociedad, y con el
concierto entre voluntades que desemboca en la realización de la libertad
general.

Hegel distingue tres momentos de la Idea del Estado: el derecho político


interno, el derecho político externo y la historia misma. El derecho político
interno o constitución es el Estado en cuanto se refiere a sí mismo. Constituye
la legislación que estructura y organiza el Estado. El Estado es la realidad de
la libertad concreta, es decir, que la individualidad personal y los intereses
particulares no sólo obtienen su reconocimiento y el derecho a desarrollarse,
sino que persiguen por sí mismos el interés de lo universal307.

“El interés particular no debe, en verdad, ser dejado de lado o incluso


reprimido, sino que debe ser concordado con lo universal. El individuo,
súbdito en cuanto a sus deberes, encuentra como ciudadano en el
cumplimiento de los mismos la protección de su persona y de su
propiedad, la consideración de su bienestar particular, y la satisfacción
de su esencia sustancial, la conciencia y el sentimiento de la propia
dignidad de ser miembro de ese todo, y en este cumplimiento de los
deberes como prestaciones y servicios para el Estado tiene su
conservación y su existencia”308.

El Estado se articula en instituciones, que son sus garantías objetivas. El

305
Fil. der., 680.
306
Fil. der., 795.
307
Fil. der., 687.
308
Fil. der., 690-691.

101
conjunto de éstas compone la constitución o racionalidad evolucionada y
realizada en lo particular309. Ello se plasma en diversos poderes estatales, que
desempeñan las tareas por medio de las cuales lo universal se produce
continuamente310. Hegel distingue tres poderes constitucionales: legislativo,
gubernativo y el poder del príncipe. El primero determina lo que es
universal311 y establece las leyes que dictaminan lo que el Estado permite
gozar y beneficiar a los individuos, y lo que los individuos deben aportar al
Estado312. Hegel no es partidario del sufragio universal, sino de una
representación estamental en la que se concede gran peso a la nobleza313 y, en
general, a las clases dominantes. Los diputados son representantes, no de
individuos particulares, sino de “esferas esenciales de la sociedad” (el
representar no es ya estar en lugar de otro, sino que el interés mismo está ya
presente)314.

El segundo comprende los poderes judiciales y policiales, y concierne también


al funcionariado en general, en tanto servidores del Estado ligados por un
deber necesario en el que el capricho es intolerable. Ambos poderes se ocupan
igualmente de los necesarios mecanismos de control de los funcionarios por
instancias superiores, a fin de evitar posibles abusos315.

El tercer poder, el del príncipe, sitúa la subjetividad como última decisión de


la voluntad316. En el príncipe están reunidos los diferentes poderes en la
unidad individual correcta. La monarquía constitucional, obra del mundo
moderno, supone para Hegel el máximo perfeccionamiento del Estado.
Supone la culminación de la historia del mundo, por cuanto libera a sus
miembros (ciudadanos reconocidos como tales) y, al tiempo, mantiene la
unidad de la racionalidad estatal. El poder del príncipe contiene los tres
momentos de la totalidad: la universalidad de las leyes, lo consultivo como
relación de lo particular con lo universal y el momento de la última decisión
como autodeterminación317. Él personifica y garantiza la unidad del Estado318,
y es el depositario de la soberanía como totalidad. Hegel no está de acuerdo
309
Fil. der., 691-692.
310
Fil. der., 695.
311
Fil. der., 715.
312
Fil. der., 750.
313
Fil. der., 760.
314
Fil. der., 765.
315
Fil. der., 745 y ss.
316
Fil. der., 726 y 733. Por esta argumentación, Marx cargará contra Hegel en su Critica de la filosofía del
derecho (infra). La aleatoriedad del sistema hegeliano del derecho queda ilustrada para Marx en la necesidad
de corporeizar el más alto poder del Estado en el monarca, y situar por tanto la mayor obra de la razón a la
altura de la carne.
317
Fil. der., 722.
318
Fil. der., 715.

102
con que la soberanía resida en el pueblo, ya que un “pueblo” sin monarcas y
sin todos los mecanismos de articulación (soberanía, gobierno, tribunales,
clases) es una masa amorfa que no es Estado ni es nada319.

Hegel se manifiesta en contra de la posibilidad de idear una constitución


válida universalmente, aun siguiendo principios racionales. La constitución de
un pueblo depende del “modo y la cultura de su autoconciencia”, pues “cada
pueblo tiene por ende la constitución que le es adecuada y le corresponde”320.
Con ello, defiende un particularismo histórico avant la lettre al concebir la
existencia de “pueblos” con personalidad, es decir, que saben que su fin es el
objetivo de su voluntad. Por ello, la comunión de sus miembros se caracteriza
por una cierta forma de autoconciencia. Inversamente, supone también un
freno al intervencionismo napoleónico o a las ansias imperialistas en general,
pues no es posible “exportar” fórmulas revolucionarias de organización socio-
política argumentando que reflejan la universalidad de unos principios justos.
Cada “pueblo” se dota de las formas de organización que es capaz de pensar y
establecer.

El derecho político externo es el segundo momento de expresión del Estado.


Se refiere a la relación de un Estado individual con otros Estados. Concierne a
los tratados, al derecho internacional, y está obligado por los derechos de los
pueblos que lo trascienden. Al existir el Estado también como individualidad
(exclusividad, ser-para-sí de cada Estado), se expresa asimismo en la relación
con otros Estados, cada uno de los cuales es autónomo321. Hegel habla del
“momento ético de la guerra”, como necesidad de defender la autonomía del
Estado a costa de las posesiones y la vida322. El Estado, en tanto racionalidad
sustancial e inmediata realidad, es el poder absoluto sobre la tierra. Por tanto,
cada Estado se halla frente a otros en autonomía soberana. Así, el derecho
internacional surge de las relaciones entre Estados autónomos, los cuales
establecen tratados que deben ser respetados. Sin embargo, se reconoce que no
existe una voluntad universal constituida por encima de tales Estados (un
Estado de Estados), por lo cual Hegel admite la guerra como “institución de
derecho internacional”. Los conflictos entre Estados, en tanto que las
voluntades no encuentran conciliación, sólo pueden decidirse mediante la
guerra323.

319
Fil. der., 729.
320
Fil. der., 720-721.
321
Fil. der., 776.
322
Fil. der., 778.
323
Fil. der., 787.

103
El tercer momento, la historia, no es propiamente un tal momento, pues una
vez las políticas interior y exterior del Estado se manifiestan, el Estado colma
de justicia la realidad y culmina el despliegue de individuo y sociedad bajo el
común criterio de su soberanía. Sin embargo, tras él, con él y sobre él, siendo
él, está la historia marcando el paso, actualizando el destino y realizando el
devenir paulatinamente. Es por ello que el último momento no es más instante
que el aire que respira la libertad en su devenir; la historia universal del
espíritu que retorna autoconsciente en toda su magnitud para sí.

La historia universal se concibe como tribunal universal. Es el despliegue


necesario a partir de los conceptos de libertad, autoconciencia y razón. Es la
exposición y realización del espíritu universal324. La historia universal es la
exposición de cómo el espíritu trabaja para saber lo que es en sí. En el
despliegue de la idea, en tanto progreso de la conciencia para tomar conciencia
de libertad, se atraviesa una serie de estadios. En cada uno de ellos hay un
pueblo dominante que se encarga de realizar este estadio de progreso. Los
otros pueblos contemporáneos que no son portadores del estadio actual de
despliegue del espíritu universal carecen de derecho (su época ya ha pasado) y
no cuentan para la historia universal325.

Como ya dijimos, para Hegel la historia comienza cuando surgen


determinaciones legales e instituciones objetivas. Dado que el movimiento del
espíritu es saberse absolutamente y liberar su conciencia de la inmediatez
natural, Hegel distingue cuatro “imperios históricos universales” en el proceso
de liberación de esta autoconciencia: oriental, griego, romano y germánico326.
Con ello, contribuye a sentar las bases de las series procesalistas y
evolucionistas de la segunda mitad del siglo XIX. Para Hegel, “la historia es el
devenir que se mediatiza a si mismo”327, marca el límite espacial y temporal de
la voluntad libre, y expresa el escenario en el que el espíritu se manifiesta.

Conclusión. Los problemas del Estado hegeliano.


Al hilo de lo que acabamos de mencionar, surge la primera crítica a la política

324
Fil. der., 791.
325
Fil. der., 795.
326
El periodo oriental representa la infancia de la humanidad. La libertad solo está en manos de uno y se le
niega a todos menos al soberano. Los periodos griego y romano representan la humanidad adolescente. Es la
primera llamada de la conciencia que busca, a partir de ahora, la libertad. En ambas fases prevalecía la
comunidad sobre el individuo. El periodo germano representaría la madurez de la humanidad y abarcaría
desde el cristianismo hasta la época de Hegel. En esta fase y tras un tiempo de búsqueda infructuosa en el que
perduraron formas de esclavitud, se alcanza la plenitud de la conciencia de libertad y su realización histórica
a través del Estado.
327
G. W. F. Hegel (1807), Fenomenología del espíritu. Hemos utilizado la versión de W. Roces para el
F.C.E. en su sexta reimpresión (1999, 472).

104
de Hegel. Diferenciar un pueblo como “elegido” o “protagonista” de una
época y descartar a otros pueblos como incompetentes en el devenir de la
civilización es síntoma de chauvinismo y mesianismo y, a la vez, una
justificación para la subordinación de los mismos. Hegel reproduce este pensar
jerárquico en otros lugares de su obra, alcanzando su manifestación más
extrema cuando pone el devenir de la historia en las manos de los grandes
hombres de los diferentes pueblos. Ellos han mostrado la síntesis preclara del
camino que la humanidad había de seguir. Bajo esta idea, contempla también
el proceso histórico una vez abandonada la prehistoria328.

Esta obediencia debida a la jerarquía es todavía más impactante cuando acude,


como comentamos anteriormente, al príncipe como síntesis concreta de la
soberanía, ámbito y protagonista de la subjetividad en tanto última decisión de
la voluntad. Un personaje que reunía en su subjetividad toda la racionalidad
objetiva del Estado y encarnaba el vínculo necesario entre lo individual y lo
particular, constituía, sin duda, un blanco fácil para la crítica marxiana329.

Si seguimos atendiendo a Marx, el verdadero contenido del Estado está bien


lejos de la ficticia racionalidad que cree ver Hegel en él. El Estado se
encuentra más allá de las constituciones que dicen expresarlo; su verdadero
contenido es las propiedad privada.

El supuesto asunto común que para Hegel era el contenido decisivo del
Estado, sólo representará para Marx los intereses de una clase dominante
propietaria de los medios de producción. El Estado, entendido como entidad
política, constituye exclusivamente la parte ceremonial de la realidad social330.
El Estado apela a su propia abstracción y se desvincula efectivamente de
responsabilidades particulares, es decir, de la vida concreta de los ciudadanos
en relación a la propiedad privada. De hecho, cuanto más abstracto y

328
Fil. der., 796.
329
La crítica de Marx fue contundente: “Hegel define aquí al monarca como «la personalidad del Estado, su
certeza de sí mismo». El monarca es la «soberanía personificada», la «soberanía hecha carne», la conciencia
palpable del Estado. Con ello quedan excluidos todos los demás de esta soberanía, de la personalidad y de la
conciencia del Estado. Pero a la vez Hegel es incapaz de dar a esta «Souveraineté Personne» otro contenido
que el «quiero», el factor de la arbitrariedad en la voluntad. La «razón del Estado», la «conciencia del
Estado» es una persona empírica «única» con exclusión de todas las otras; pero esta razón personificada
carece de todo otro contenido que la abstracción del «quiero». L'État c'est moi”. Todavía más gruesa resulta la
analogía que le sugiere: “El nacimiento determinaría la calidad del monarca, lo mismo que determina la
calidad del ganado” (Marx, K. (1843/2002), Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel. Biblioteca Nueva.
Madrid. Traducción de J. Mª Ripalda, pp. 95 y ss. y 103).
330
“El Estado constitucional es el Estado cuyo interés es sólo formalmente el interés real del pueblo (...). Se
ha convertido en una formalidad, en el haut goût de la vida del pueblo, en una ceremonia. El elemento
estamentario es la mentira legalmente sancionada de los Estados constitucionales” (Marx, K. (1843/2002),
Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel, p. 142).

105
ceremonial sea, más difícil será acabar con las desigualdades. Además, el
individuo niega su propia realidad concreta cuando pasa a ser un verdadero
ciudadano. Lo político posee, con el Estado hegeliano, una entidad propia,
independiente de toda realidad socio-económica. Bajo el enunciado de que
ahora todos somos iguales ante la Ley, el Estado sanciona como verdad lo que
en verdad es distancia y disimetría. Al defender como cosa común una
igualdad que no lo es, aliena al ciudadano de su vida y sitúa su libertad en el
único ámbito donde ésta cabe: el pensamiento.

El Estado, para Hegel el máximo exponente de la racionalidad y


determinación de los seres humanos, instituye una apariencia de realidad
igualitaria, donde solo existe división, diferencia e interés privado. Al traducir
la dialéctica de las cosas por la dialéctica de las ideas, Hegel traslada el
sentido y la referencia de las palabras a universos imaginarios que tranquilizan
la conciencia de quienes temen por las condiciones de vida que poseen, al
tiempo que instruye en el deber a los desfavorecidos, desatendiendo en un
paraíso de formalidades su derecho a vivir y trabajar como personas en pie de
igualdad real.

Es probable que el anhelo de Hegel por elaborar una Constitución posible para
su país y su tiempo le hiciera explicitar proposiciones que podemos considerar
hoy impropias de su capacidad de análisis, por paradójicas y hasta
contradictorias. Por ello, hay que mantener la duda y preguntarse si no sopesó
también la posibilidad de desplegar una teoría política más descarnada y
menos retórica y contradictoria que la que propuso, y si aquélla hubiera
llegado más lejos que ésta dadas las condiciones de la realidad social en la que
vivió.

En la constitución de las ideas revolucionarias del siglo XIX, pesaron tanto la


crítica a Hegel como el proceder dialéctico de su discurso. Sin la apelación a
lo concreto de la filosofía hegeliana y su exigencia de realización para todo
pensamiento en orden de cobrar autoconciencia, difícil hubiera resultado
concebir un cambio formal de las conciencias. El esbozo ordenado de un
“mundo al revés” (como aseverarán sus críticos) cuyas piezas, no obstante,
encajarán con la realidad simplemente invirtiendo el proceso y su sujeto (ser y
existencia por idea y esencia), manifiesta la calidad de su contribución tanto
filosófica como política.

106
CAPÍTULO 6
La crítica del Estado en Marx

La obra de Marx constituye un referente fundamental a la hora de entender el


panorama del pensamiento contemporáneo y, en cierto modo, una parte
singularmente importante de la historia reciente de la Humanidad. Tal vez, la
principal razón de su enorme influjo reside en haber promovido un
compromiso dialécticamente relacionado entre, por un lado, el conocimiento
científico de la realidad social y, por otro, la ética y la praxis política. Marx
elaboró la última propuesta emancipadora surgida de Occidente, cuyo objetivo
consistía, y consiste todavía, en superar las condiciones impuestas por la
explotación capitalista y en alcanzar una sociedad más justa. Marx fue testigo
del triunfo revolucionario de la burguesía y, a la vez, auguró que sólo otra
revolución tan violenta como la primera acabaría con el orden burgués. Para
lograr este objetivo, planteó una ética que exige una actitud solidaria y una
práctica colectiva orientada a la transformación revolucionaria de las
condiciones materiales que sustentan la realidad social en un momento dado
de su historia. En este sentido, el conocimiento objetivo de dicha realidad se
convierte en un instrumento al servicio del cambio revolucionario de la
misma. Con este horizonte a la vista, la tarea del pensamiento y de la
investigación histórica debe centrarse en descubrir las contradicciones
existentes en la realidad social para luchar y cambiarla, no en promover la
reflexión como si ésta constituyera un objetivo en sí mismo (“ensimismado”).
Marx pretende acabar con la filosofía especulativa y contemplativa, e
inaugurar la ciencia de la Historia, de la mano de un estudio materialista de la
sociedad que hoy conocemos como materialismo histórico.

Marx es materialista porque el pensamiento y la voluntad son productos de la


experiencia previa, material y real, de la producción de la vida en sociedad; de
la tensión y contradicciones establecidas entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción vigentes en un momento dado;
entre qué se produce y el lugar de los grupos sociales en la organización de
dicha producción. Todo pensamiento es objetivo, pero no gracias a la voluntad
pura de un Sujeto o de una entidad anónima también metafísica, sino
precisamente como producto histórico influido por las condiciones objetivas y
subjetivas de la vida social que modelan cualquier voluntad o reflexión. Marx
es también dialéctico porque, a su vez, cualquier anhelo o deseo sólo llega a
ser efectivo si favorece activamente, en la práctica, el cambio de aquellas
condiciones desfavorables para la vida social. Las contradicciones deben
resolverse en la realidad, no basta con que sean enunciadas en el discurso
filosófico.

107
El pensamiento es una síntesis, un resultado y un eventual instrumento para el
cambio social; no un punto de partida o un motor autónomo, tal y como se le
atribuía postular a la filosofía hegeliana. Para Marx, sin embargo, la filosofía
de Hegel sí fue un auténtico punto de partida, hasta el punto de que aspectos
fundamentales, como la lógica dialéctica, no le abandonaron jamás. En otros
puntos, como el que nos ocupa aquí en torno a la filosofía del Estado, la
divergencia fue, en cambio, temprana y radical, si bien, como veremos, el
verdadero distanciamiento de Hegel tardó años en verificarse y se produjo más
en el terreno ontológico que en el del procedimiento (dialéctica). Para Marx, el
significado del “Estado” varió a medida que sus ideas sobre lo real fueron
cobrando un ajuste material. El método para abordar su estudio también
atravesó el mismo proceso de concreción. Método y concepto fueron
adaptándose mutua y paulatinamente hasta que el sujeto real de las cosas
suplantó en Marx a la “esencia hegeliana” de las mismas.

-Del humanismo idealista al materialismo histórico.


El repaso diacrónico por la noción de Estado en Marx se inicia en 1842,
cuando, como redactor de la “Gaceta Renana”, órgano de oposición burguesa
al despotismo prusiano, trató en uno de sus editoriales331 temas de Estado y de
religión. En este texto de juventud, Marx parece alinearse con una concepción
del Estado como agrupación de hombres libres que aspiran a la realización de
la libertad: “la filosofía es la que interpreta los derechos de la humanidad, la
que exige que el Estado sea el Estado de la naturaleza humana”332. Para Marx,
fueron “Fichte y Hegel quienes comenzarán a ver el Estado con ojos humanos
y desarrollarán sus leyes partiendo de la razón y de la experiencia”333.
Siguiendo la estela de estos filósofos, el Estado se constituye así como “el
gran organismo en que debe realizarse la libertad jurídico-moral y política y
en que el individuo ciudadano del Estado obedece en las leyes de éste
solamente a su propia razón, a la razón humana”334.

Pese a que en aquellos años la libertad constituía para Marx la esencia del
Hombre y, el Derecho, un efecto de la razón humana, hay indicios de que
comenzó a vislumbrar una convicción que, con el tiempo, fue madurándose y
haciéndose extensiva a la política en general: el Estado, aparentemente

331
El texto titulado “El editorial del número 179 de la Gaceta de Colonia (Kölnische Zeitung)” apareció en la
Rheinische Zeitung (“Gaceta Renana”) los días 10, 12 y 14 de julio de 1842. Hemos utilizado aquí la
traducción al castellano de W. Roces, en la compilación titulada Escritos de juventud de Carlos Marx (Fondo
de Cultura Económica, México, 1982; citado como Escritos a partir de ahora).
332
Escritos, 234.
333
Escritos, 235.
334
Escritos, 236.

108
consecuencia de una aspiración racional y, una vez establecido, elemento
rector de la vida humana, no es más que un puro formalismo. La realidad
social era y es bien distinta y en un artículo contra la ley que castigaba la tala
ilícita335, Marx denunció que, con dicha ley, “todos los órganos del Estado se
convierten en oídos, ojos, brazos y piernas (...) del propietario del bosque”.
Aun así, el posicionamiento político de Marx hasta mediados de 1843 seguía
expresando lecturas diversas, desde el cinismo con que critica al Estado
prusiano al calificarlo como una propiedad dinástica336, al anhelo de un Estado
y un mundo nuevo fundado en un humanismo democrático.

La verdadera crítica y la superación de la “trampa” hegeliana comenzarán a


fraguarse en el Manuscrito de Kreuznach337, redactado en el verano de 1843.
Aunque las consideraciones idealistas y humanistas se mantienen en
ocasiones, dejan paso a un incipiente análisis materialista histórico. Se suele
reconocer que el Manuscrito de Kreuznach fue redactado bajo la influencia de
las Tesis provisionales para la reforma de la filosofía de L. Feuerbach. Según
éste, “Hegel no ha pensado los objetos más que como predicados del
pensamiento que se piensa a sí mismo”338, cuando lo correcto sería afirmar que
el ser es sujeto y el pensamiento es predicado y, por tanto, que el pensamiento
surge del ser y no al contrario. Ahora bien, el Manuscrito supuso más que una
simple inversión de la dialéctica de Hegel, inversión que sustituye el sujeto
hegeliano ideal (el Estado) por un sujeto real (la Sociedad civil o burguesa)339.
Más allá de todo ello, el texto constituye un primer reclamo a la investigación
(científica) de la estructura material e histórica de las sociedades que sustentan
precisamente las formas políticas estatales. Por tanto, la obra no se limita a
335
Publicado en la “Gaceta Renana” los días 25, 27 y 30 de octubre, y 1 y 3 de noviembre de 1842.
336
Carta de Marx a Ruge (Colonia, Marzo 1843) (Escritos, 446).
337
Se trata del texto conocido en castellano bajo el título Crítica de la Filosofía del Estado de Hegel. Fue
publicado por primera vez en 1927 a cargo del Instituto Marx-Engels de Moscú (Escritos, nota 153). En él se
recogen los comentarios de Marx a la obra de Hegel Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrech
und Staatswissenschaft im Grundrisse (Fil. der.), concretamente sobre los §§ 261 a 313, donde se trata el
problema del Estado. Desafortunadamente, el manuscrito se conservaba incompleto, al faltar las cuatro
primeras páginas y el título. La Crítica tampoco trata el apartado “Opinión pública” (§§ 314-320) que Hegel
desarrolla al final de su obra.
Para unificar referencias, hemos utilizado aquí la traducción de J. Mª Ripalda en la versión más reciente
revisada y actualizada para la edición de A. Prior (a partir de ahora citada como CFEH, Biblioteca Nueva,
Madrid, 2002). Cuando puntualmente acudamos a su versión anterior (Crítica de la filosofía del Estado de
Hegel, Obras de Marx y Engels (OME 5). Karl Marx. Manuscritos de París. Anuarios Francoalemanes.
1844. Barcelona, Crítica 1978) o a la traducción de otro autor, así lo hacemos constar.
338
Citado por Ripalda en la nota 18 de su traducción de CFEH (OME 5), a partir de Feuerbach, L., Aportes
para la Crítica de Hegel. Traducción de Alfredo llanos, La Pléyade, Buenos Aires, 1974, pp. 80-81.
339
Ahí se queda Engels en su texto "Carlos Marx", Demokratisches Wochenblalt, 34 ["Semanario
democrático"] del 21 de agosto de 1869: “Partiendo de la filosofía del derecho de Hegel, Marx llegaba a la
conclusión de que la esfera en que debe basarse la clave para comprender el proceso histórico del desarrollo
de la humanidad no es el Estado, que Hegel considera como la 'coronación del edificio', sino más bien la
'sociedad civil', colocada por él en segundo plano" (a partir de Escritos, nota 153).

109
cambiar un proceso lógico por otro, sino que intenta buscar la determinación
de la institución política en la materialidad misma de la sociedad, al tiempo
que arremete contra la filosofía hegeliana del Derecho y el Estado, que los
concebía como la culminación de la historia y de la conciencia humana.

Pese a la denuncia de los planteamientos hegelianos, el concepto marxiano de


Estado en el Manuscrito de Kreuznach no se halla exento de los componentes
idealistas que se reprochaban al filósofo de Jena. Así, Marx se refiere al
Estado como una abstracción pero, paradójicamente, al referirse al ámbito
único de lo concreto que se hallaría en la raíz de aquél, coloca otra
abstracción: el “Pueblo”340. Resulta claro que “Pueblo” no revela algo más
concreto que “Estado”. Por tanto, Marx desplazó el énfasis de un concepto a
otro sin modificar en la práctica el proceder de Hegel, para quien nociones
como “Estado” tienen su lugar en el proceso de alienación o mediación en el
que el Espíritu se realiza históricamente.

Otra deuda del Marx de esta época con el idealismo se descubre a propósito
del nuevo sujeto facilitado por la inversión feuerbachiana-marxiana: la Familia
y la Sociedad burguesa: “(razonablemente) el estado político no puede existir
sin la base natural de la familia y la base artificial de la sociedad burguesa, sus
condiciones sine qua non”341. El enunciado mueve a dos consideraciones. La
primera y más evidente se refiere a la cualidad de los conceptos “Familia” y
“Sociedad burguesa”. El primero reduce la familia, una institución de por sí
política y polimorfa en sus manifestaciones concretas, a una representación
naturalista y ahistórica, mientras que el segundo está cargado de presentismo.
El primero añade una deuda con Rousseau342, y sólo recibirá un impreciso
contenido histórico por parte de Marx muchos años después343. El segundo
obliga a considerar que, para el Marx de 1843, la noción “Estado” y las reglas
de juego que lo acompañan, en tanto realidad concreta, sólo pudieron darse

340
CFEH, 97.
341
CFEH, 73. El Estado moderno, o Estado político propiamente dicho, sería incapaz de emerger fuera de la
Sociedad burguesa, una sociedad que, en este texto, sólo está caracterizada filosóficamente como productora
de realidades alienantes, vacías y únicamente transitadas por la razón: “El Estado político como forma
organizadora (...) carece de contenido propio; el contenido reside en la propiedad, el contrato, el matrimonio,
la sociedad burguesa, en tanto formas de existencia distintas del Estado político” (CFEH, 100).
342
En palabras del filósofo ginebrino, “La más antigua de todas las asociaciones y la única natural es la
familia” (Contrato, 4); “La familia es el primer modelo de sociedad política: el jefe, el padre, y los hijos, el
pueblo” (Contrato, 5). Locke también tocó el tema señalando que “La primera sociedad que se creó fue la de
hombre y mujer; y esto dio luego lugar a la sociedad entre padres e hijos. Conforme fue pasando el tiempo, a
ésta se le añadió la sociedad entre amo y siervo” (Segundo Tratado, 96).
343
Véase CFEH, nota 80. La historicidad y polimorfia de la familia eran conocidas al menos tardíamente por
Marx, como se desprende de los resúmenes y comentarios a los trabajos de antropólogos como H. Morgan.
Véase al respecto Los apuntes etnológicos de Karl Marx (transcritos, anotados e introducidos por Lawrence
Krader. Pablo Iglesias/Siglo XXI, Madrid, 1988), en especial las pp. 77-101.

110
como culminación de un proceso ideal, humanista, guiado por la exigencia de
libertad abanderada por la burguesía más que, como hubiera dicho más tarde,
en función de un nivel dado de desarrollo histórico y dialéctico entre las
fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción.

El meollo de la cuestión sobreviene en la crítica a los §§ 305 y 306 de la obra


de Hegel: “La Constitución política culmina por tanto en la constitución de la
propiedad privada. La suprema convicción política es la convicción de la
propiedad privada”344. El Estado político sería el propio poder de la propiedad
privada, su ser hecho existencia. ¿Qué le queda al Estado político frente a este
ser? La ilusión de que es él quien determina, cuando en realidad es
determinado. Ciertamente, el Estado doblega la voluntad de la familia y de la
sociedad, pero sólo para dar existencia a la voluntad de una propiedad privada
sin familia ni sociedad y para reconocer esta existencia como la suprema del
Estado político, como la suprema existencia ética”345. La conclusión es
entonces inevitable: “la propiedad privada se ha convertido en el sujeto de la
voluntad, la voluntad ya no es más que el predicado de la propiedad
privada”346.

Esta crítica enlaza con una nueva perspectiva implícita sobre el sentido
verdadero del Estado: “El estado constitucional es el estado cuyo interés es
sólo formalmente el interés real del pueblo (..) se ha convertido en una
formalidad (...) en una ceremonia. El elemento estamentario es la mentira
legalmente sancionada de los Estados constitucionales, según la cual el
Estado es el interés del pueblo o el pueblo el interés del Estado”347. Esta
realidad formal y ceremonial del Estado moderno salpicará a partir de ahora
toda la consideración marxiana sobre esta institución, equiparando sus efectos
alienantes a los de la religión: “Así como los cristianos son iguales en el cielo
y desiguales en la tierra, los individuos que componen un pueblo son ahora
iguales en el cielo de su mundo político, desiguales en la existencia terrena de
la sociedad”348; “el ciudadano, como idealista político, es un ser
completamente distinto, en desacuerdo con su realidad, diferente y opuesto a
ella”349.

A pesar del giro realista que el texto va tomando en sus últimos desarrollos, el
Manuscrito de Kreuznach conserva todavía un regusto humanista y demócrata
344
CFEH, 182.
345
CFEH, 184.
346
CFEH, 185.
347
CFEH, 142.
348
CFEH, 158.
349
CFEH, 156.

111
que seguirá aflorando en otros textos, como La cuestión judía y la
Introducción350 al propio Manuscrito largamente inédito, hasta que el
proletariado comience a personificar para Marx la posibilidad de una
transformación social real y radical351. Mientras tanto, la sociedad burguesa
continuó siendo la condición real de lo político352 y, este ámbito, blanco de sus
críticas en tanto ficción creada a partir de la representación burguesa de la
“libertad”. Al asegurar los intereses privados, la libertad burguesa no es ni
relacional ni común, sino individual y egoísta. Marx argumenta que la libertad
política que abandera la burguesía no es la libertad real, pues nace y se orienta
en pos del interés del individuo burgués insolidario, aquél que entiende la
libertad como emancipación del colectivo, y que utiliza un presunto
presupuesto natural, la propiedad individual353, para imponer su egoísmo
privado sobre la relación social como un todo. Para Marx, la emancipación
política así reclamada y articulada en torno a las figuras de “individuo” y
“ciudadano”, no pretende sino sancionar una escisión en virtud de la cual la
burguesía se arroga la libertad para apropiarse de lo común y para sembrar el
mundo con leyes destinadas a la vigilancia de lo propio354. Esta realidad del
mundo burgués crea una ficción política a su medida, al igualar aparentemente
los derechos de los individuos y hacerles creer que gobiernan su desigualdad
gracias a la opinión del sufragio.

Con claridad meridiana a partir de uno de los artículos publicados en la revista

350
Ambos publicados a finales de 1843 en Los Anales Franco-alemanes. Hemos utilizado la versión de J. M.
Bravo en K. Marx y A. Ruge (1843). Los Anales Franco-alemanes. Martínez Roca, Barcelona, 1970 (“La
cuestión judía” (abreviada como CJ) pp. 223-257; “Introducción” difundida en castellano con el título
“Contribución a la crítica del derecho” (abreviada como CCD), pp. 101-116).
351
“Para que coincidan la revolución de un pueblo y la emancipación de una clase en particular de la
sociedad civil, para que una clase valga para toda la sociedad, es necesario, por el contrario, que todos los
defectos de la sociedad se condensen en una clase, que una determinada clase resuma en sí la repulsa general
(...) una esfera social (que) sea considerada como el crimen notorio de toda la sociedad, de tal modo que la
liberación de esa esfera aparezca como la autoliberación general (…) una clase a la que le resulte imposible
apelar a ningún título histórico, y que se limite a reivindicar su título humano (...) una esfera que no pueda
emanciparse sin emanciparse en el resto de las esferas de la sociedad y, simultáneamente emanciparlas a todas
ellas; que sea en una palabra, la pérdida completa del hombre. Esta descomposición de la sociedad, en cuanto
clase particular, es el proletariado” (CCD, 113).
352
”La necesidad práctica, el egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se manifiesta como tal en
toda su pureza tan pronto como la sociedad burguesa alumbra totalmente de su seno el Estado político” (CJ,
254).
353
Con aquello que la burguesía denomina libertad política, el hombre “no se vio liberado de la propiedad,
sino que obtuvo la libertad de la propiedad” (CJ, 248).
354
“La seguridad es el concepto social supremo de la sociedad burguesa, el concepto de policía, de acuerdo
con el cual toda la sociedad existe para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona,
de sus derechos y de su propiedad (..) El concepto de seguridad no hace que la sociedad burguesa supere su
egoísmo. La seguridad es, por el contrario, la garantía de ese egoísmo” (CJ, 244).

112
Vorwärts! (1844)355, Marx sostendrá que la esfera política, instituida como
forma característica del Estado burgués, desaparecerá al diluirse la propia
burguesía tras la autoemancipación revolucionaria del proletariado. El propio
Marx resumió años después en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la
economía política (1859) sus reflexiones sobre el Estado en esta época de
juventud: “Mis investigaciones dieron este resultado: que las relaciones
jurídicas, así como las formas de Estado no pueden explicarse ni por sí
mismas, ni por la llamada evolución general del espíritu humano; que se
originan más bien en las condiciones materiales de existencia que Hegel,
siguiendo el ejemplo de los ingleses y franceses del siglo XVIII, comprendía
bajo el nombre de “sociedad civil”; pero que la anatomía de la sociedad hay
que buscarla en la economía política”356. Una economía política que se
instituyó como principal objetivo del pensamiento de Marx a partir de los
Manuscritos de París357. La propiedad privada ya no es considerada
mecánicamente la fuente de todos los males, sino en función del trabajo
enajenado que la sustenta358, por constituir causa y consecuencia de la riqueza
y de la miseria. Este giro se tradujo en una reducción de las referencias
explícitas a la categoría “Estado”. Estado y otros conceptos políticos perdieron
toda centralidad, pues la determinación social no reside en las formas de
gobierno ni en las constituciones políticas, sino en la economía política. De
hecho, Marx explicita que “en la presente obra, las relaciones de la economía
política con el Estado, el derecho, la moral, la vida civil, etc. sólo son objeto
de referencias en la medida en que la economía política misma tiene que ver
expresamente con esos temas”359 (…) “La religión, la familia, El Estado, la
ley, la moral, la ciencia, el arte, etc. son sólo formas particulares de la
producción y caen dentro de su ley general. La supresión positiva de la
355
El artículo llevaba por título “Notas críticas al artículo: “El Rey de Prusia y la reforma social. Por un
prusiano”. Hemos acudido a la traducción de J. Mª Ripalda, publicada en Obras de Marx y Engels (OME),
vol. 5, Crítica, Barcelona (1978), pp. 227-245.
356
K. Marx. Prefacio a la contribución a la crítica de la economía política. Traducción J. Merino, Alberto
Corazón, Madrid 1970, pp. 36-37.
357
Los Manuscritos de París no fueron publicados en vida de Marx. Hubo que esperar hasta 1932 para contar
con una edición correcta, preparada por D. Riazanov, y que lleva por título el que conocemos hoy para este
trabajo, Manuscritos: Economía y Filosofía (Marx, K. y Engels, F., Historisch-kritische Gesamtausgabe,
Marx-Engels Verlag, Berlín 1932, sección 1, tomo III). Una primera edición en ruso, muy deficiente,
apareció en 1927. Marx concluyó el texto a los 26 años en París. Hemos manejado dos versiones en
castellano. La primera (MEFa) es la traducción de J. Campos de una versión en inglés realizada por T.
Bottomore y publicada en el Apéndice 1 de la obra de E. Fromm, Marx y su concepto de Hombre (original de
1961) por Fondo de Cultura Económica en 1998, en su 15ª reimpresión. Dicha versión en inglés se basaba en
el original en alemán. Hemos utilizado también la realizada por F. Rubio Llorente para Alianza Editorial en
1968, en su 11ª reimpresión (1985) (MEFb), cuando la considerábamos más adecuada en expresión o
contenido.
358
“El análisis de este concepto demuestra que, aunque la propiedad privada aparece como la causa y la base
del trabajo enajenado, es más bien una consecuencia de este último” (MEFa, 115). Así, la propiedad privada
viene a ser para Marx “la realización de esta enajenación” (MEFa, 115).
359
MEFa, 99.

113
propiedad privada como apropiación de la vida humana, es pues la supresión
positiva de toda enajenación y la vuelta del hombre, de la religión, la familia,
el Estado, etc. a su vida humana, es decir, social”360.

-Las condiciones históricas del Estado: La Ideología Alemana.


La supeditación de la política respecto a la producción no desaparecerá en
toda la obra posterior de Marx, ya se trate de textos teóricos de carácter
general o bien de análisis históricos concretos. En La Ideología Alemana361,
hallamos párrafos que indican inequívocamente la firmeza con que había
operado este cambio estructural, así como una clara orientación materialista en
cuanto al proceso de conocimiento histórico:

“Nos encontramos, pues, con el hecho de que determinados


individuos, que, como productores, actúan de un determinado modo,
contraen entre sí estas relaciones sociales y políticas determinadas.
La observación empírica tiene necesariamente que poner de relieve
en cada caso concreto, empíricamente y sin ninguna clase de
falsificación, la trabazón existente entre la organización social y
política y la producción. La organización social y el Estado brotan
constantemente del proceso de vida de determinados individuos;
pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la
imaginación propia y ajena, sino tal y como realmente son: es decir,
tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites,
premisas y condiciones materiales, independientes de su
voluntad”362.

En el análisis del proceso histórico que condujo al capitalismo, Marx trazó en


varias ocasiones una caracterización de las “formas particulares de
producción” históricamente dadas que le precedieron. En La Ideología
Alemana, el hilo conductor corresponde al desarrollo de la división del trabajo
que, en cada etapa, “determina también las relaciones de los individuos entre
sí, en lo tocante al material, el instrumento y el producto del trabajo”363. La
división del trabajo trae consigo una “distribución desigual, tanto cualitativa
como cuantitativamente, del trabajo y sus productos; es decir, la propiedad”364.

360
MEFa, 136.
361
Hemos utilizado la traducción realizada por Wenceslao Roces y coeditada por Ediciones Pueblos Unidos y
Ediciones Grijalbo en su quinta edición de 1974. La Ideología Alemana es un manuscrito redactado
conjuntamente por Marx y Engels entre 1845 y 1846, pero que permaneció inédito hasta 1932, cuando se
publicó íntegramente por primera vez (de ahora en adelante, Ideología).
362
Ideología, 25.
363
Ideología, 20-21.
364
Ideología, 33.

114
A partir de esta premisa, Marx y Engels esbozaron allí tres formas de
propiedad (más adelante, “modos de producción”) características de las
sociedades precapitalistas: tribal, antigua y feudal. El Estado aparece como la
institución política propia de las dos últimas y adquiere diferente ropaje no en
función de motores idealistas como el progreso de la razón, el avance de la
libertad de la mano del espíritu en cada época o la voluntad de felicidad o de
poder de los individuos, sino en virtud de las formas de propiedad que
vehiculan la producción en diferentes momentos históricos. Aquellas formas
que den cabida a la propiedad privada, ya sea a modo de la suma de títulos
individuales o como derecho de un sector de la sociedad, indican una división
de la sociedad en clases y proporcionan el contexto donde el Estado adquiere
su razón de ser. El Estado se establece así como

“(…) la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen
valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad
civil de una época (…)”365.

Todas las “instituciones comunes” pasan a tener “como mediador al Estado y


adquieren a través de él una forma política”366 y también jurídica (ley). Este
papel intermedio (más que de mediación) propicia que el mandato de la ley
aparezca como fruto de la voluntad general. Es justo ahí, en la ilusión del
carácter independiente del Estado y de la voluntad libre367 que supuestamente
lo inspira, donde los intereses particulares de la clase dominante encuentran el
medio para hacerse pasar por comunes. Por ello, el Estado constituye la
“expresión idealista-práctica”368 del poder de una clase dominante, pues aúna
el desequilibrio social real al cual sirve y la negación del mismo bajo una
ilusión de generalidad369.

365
Ideología, 72.
366
Ideología, 72.
367
Ideología, 72.
368
Ideología, 81.
369
“Si se ve en el poder el fundamento del derecho, como hacen Hobbes, etc., tendremos que el derecho, la
ley, etc., son solamente el signo, la manifestación de otras relaciones, sobre las que descansa el poder del
Estado. La vida material de los individuos, que en modo alguno depende de su simple “voluntad”, su modo
de producción y la forma de intercambio, que se condicionan mutuamente, constituyen la base real del Estado
y se mantienen como tales en todas las fases en que siguen siendo necesarias la división del trabajo y la
propiedad privada, con absoluta independencia de la voluntad de los individuos. Y estas relaciones reales,
lejos de ser creadas por el poder del Estado, son, por el contrario, el poder creador de él. Los individuos que
dominan bajo estas relaciones tienen, independientemente de que su poder deba constituirse como Estado,
que dar necesariamente a su voluntad, condicionada por dichas determinadas relaciones, una expresión
general como voluntad del Estado, como ley, expresión cuyo contenido está dado siempre por las relaciones
de esta clase, como con la mayor claridad demuestran el derecho privado y el derecho penal (…) El Estado,
no existe, pues, por obra de la voluntad dominante, sino que el Estado, al surgir como resultante del modo
material de vida de los individuos, adopta también la forma de una voluntad dominante” (Ideología, 386-
388).

115
La ruptura con la filosofía política tradicional es ya definitiva. El individuo
abstracto de la Modernidad y la Ilustración pierde su protagonismo como
sujeto central de la historia, de una historia dirigida desde la razón y la
voluntad como inspiradoras de la decisión política. También queda atrás el
idealismo según el cual el Estado recoge los preceptos éticos de una época y se
erige en rector de las relaciones sociales. En lugar de ello, el Estado es la
consecuencia necesaria de ciertas relaciones previas; las luchas que se libran
en su interior (entre democracia, aristocracia, monarquía, etc.) no tiran del
carro de la historia, sino que se limitan a ser “las formas ilusorias bajo las que
se ventilan las luchas reales entre las diversas clases”370.

Las formas de propiedad tribal, antigua y feudal reciben un tratamiento


conciso y, como es lógico, muy condicionado por lo restringido de los
conocimientos historiográficos y, sobre todo, etnográficos y arqueológicos,
que todavía se hallaban en mantillas en la primera mitad del siglo XIX371. La
primera forma de propiedad fue la tribal. Ésta, cuando no coexiste con
ninguna otra en una sociedad concreta, es la única que prescinde del Estado.
Se caracteriza por una producción incipiente basada en la caza, la pesca, la
ganadería o “a lo sumo”, en la agricultura, y por un escaso desarrollo de la
división del trabajo que existe de manera natural en el seno de la familia. A la
cabeza de la familia se encuentra el patriarca (el marido), que domina a
mujeres e hijos conforme una relación que contiene en sí el germen de la
esclavitud. Ésta, como tal, se desarrollará progresivamente a medida que
aumenten los intercambios exteriores y las guerras. La organización social
constituiría una extensión de la estructura familiar: en la cima, el consejo de
patriarcas; después, los miembros de la tribu y, por último, los esclavos, al
principio presentes sólo en reducido número.

La segunda forma de propiedad tiene como referente histórico la antigüedad


grecolatina. Aquí la propiedad tribal no ha desaparecido, sino que coexiste con
una propiedad privada mueble e inmueble cada vez más concentrada y
determinante gracias al desarrollo del esclavismo. La división del trabajo ha
traspasado ya un umbral decisivo que supone la separación del trabajo
industrial y del comercial respecto al agrícola. Esta división halla su
traducción más relevante en la oposición campo-ciudad. En un inicio, la
370
Ideología, 35.
371
Nótese que, a mediados de la década de 1840, cuestiones básicas como la “Antigüedad del Hombre” eran
todavía un misterio; Ch. Darwin meditaba sobre la evolución de las especies tras publicar las notas sobre su
viaje en el Beagle y, obviamente, L. H. Morgan aún no había aplicado la teoría de la evolución desde una
perspectiva antropológica. Las informaciones sobre el pasado humano al alcance de Marx y Engels por aquel
entonces provenían sobre todo de las fuentes clásicas y de la tradición historiográfica europea.

116
ciudad se constituye a partir de la fusión, por acuerdo o conquista, de diversas
tribus. Paralelamente, el Estado surge como instrumento mediante el cual la
reunión de ciudadanos (léase el colectivo de maridos-patriarcas) puede
“ejercer su poder sobre los esclavos que trabajan para ellos, lo que ya de por sí
los vincula a la forma de la propiedad comunal. Es la propiedad privada en
común de los ciudadanos activos del Estado, obligados con respecto a los
esclavos a permanecer unidos en este tipo natural de asociación”372. La
aparición de la ciudad inaugura una nueva situación fecunda en conflictos:
entre propietarios de esclavos y éstos, entre intereses urbanos y rurales, entre
unas ciudades y otras, y entre sectores ciudadanos dentro de las mismas
(industria, comercio), lo cual abre variados horizontes para el desarrollo
histórico.

La tercera forma de propiedad, denominada feudal o por estamentos, tuvo el


campo como punto de partida. Un inmenso territorio descabezado a causa del
colapso del Imperio Romano presentaba, tras el conflicto con los
conquistadores, una población dispersa y escasa, y una agricultura y comercio
en decadencia. Sobre este sustrato se desarrolló la propiedad feudal que
presenta, para Marx, una estructura jerárquica similar a la del ejército
germánico conquistador. La forma feudal se articulaba en torno a la propiedad
territorial en manos de la nobleza. Frente a ésta, y como clase productora y
dominada, se encontraban los siervos de la gleba. Si esto ocurría en el campo,
en las ciudades tomó cuerpo la organización feudal del artesanado en el marco
de las corporaciones gremiales. En los gremios, la propiedad procedía del
trabajo individual de cada cual, y su razón de ser estribaba en la necesidad de
hacer frente a la nobleza “rapaz”, en un momento en que artesano y
comerciante solían ser la misma persona.

Los campesinos en régimen de servidumbre eran los productores directos que


pasaron a ocupar el papel de los esclavos en el campo. Sus miserables
condiciones de vida les empujaban a refugiarse en las ciudades, donde
alimentaron una creciente plebe de jornaleros. Éstos se situaron en la base de
un escalafón estamentario formado también por maestros, oficiales y
aprendices, mientras que en el campo la estructura social separaba nítidamente
campesinos, clero y nobleza. En el periodo de apogeo del feudalismo, la
división del trabajo tuvo un alcance muy limitado: el cultivo de la tierra se
mantenía en niveles rudimentarios y en la industria artesana la división del
trabajo dentro de cada oficio, e incluso entre oficios, era escasa. Más tarde, el
desarrollo de la división del trabajo entre producción (artesanos) y cambio

372
Ideología, 21.

117
(mercaderes), la subsiguiente división del trabajo a nivel geográfico entre
ciudades y la aparición de la manufactura fueron las condiciones históricas
para la formación de la clase burguesa y la instauración del capitalismo.

-Las condiciones históricas del Estado: las “Formen”.


Al igual que sucedió con La Ideología Alemana, la segunda ocasión en que
Marx se ocupó con cierto detenimiento del pasado de la humanidad
permaneció como manuscrito inédito hasta mucho después de su muerte. Nos
referimos al texto conocido como Formen (“Formas que preceden a la
producción capitalista”), integrado en un extenso estudio preparatorio para la
redacción de la Crítica de la economía política y El Capital. Dicho estudio,
Grundrisse der Kritik der Politischen Ökonomie, fue escrito entre 1857 y
1858, pero no vio la luz hasta 1939/1941 en Moscú, y años más tarde, en
1953, en Berlín, edición que sirvió para difundirlo por Occidente373.

Uno de los principales objetivos de Marx al incluir en su análisis etapas


pretéritas del desarrollo humano era mostrar que el trabajo asalariado “libre”,
característico del capitalismo, es un producto histórico y no una condición
inherente al género humano. Así pues, hay que entender el excurso histórico
de Marx como un intento por mostrar la trayectoria concreta que desembocó
en la formación del trabajo asalariado y, al mismo tiempo, para recordar que la
historia humana ha seguido múltiples derroteros que no pueden ser
aprehendidos aludiendo a supuestas esencias inmutables o reduciéndolos a
etapas prefijadas del despliegue de la Idea. En otras palabras, aquéllo que
proviene de un cambio histórico, puede a su vez ser cambiado. El trabajo
asalariado surgió en la confluencia de una serie de factores, a saber, la
desvinculación del trabajador respecto a la tierra y los medios de trabajo, y la
posibilidad de que el trabajo sea utilizado como valor de uso cambiable por
dinero para valorizar el propio dinero. Tales presupuestos sólo pudieron darse
en la Europa moderna tras la disolución de las formas de propiedad previas
que, a su vez, eran consecuencia de la transformación histórica de otras
todavía más antiguas.

Al igual que en La Ideología Alemana, la categoría “propiedad” ocupa un


lugar central. Ésta se define en sentido amplio como la “relación del sujeto
que trabaja con las condiciones de su producción o reproducción como con sus

373
Hemos utilizado la traducción de las “Formas que preceden a la producción capitalista” realizada por
Javier Pérez Royo (Líneas fundamentales de la crítica de la economía política, OME 21-22, Crítica,
Barcelona, 1977-1978, pp. 427-468). Las citas corresponden a la reproducción de este texto incluida en Marx,
K. y Hobsbawm, E., Formaciones económicas precapitalistas, Crítica, Barcelona (2ª edición de 1984), por
tratarse de una obra de gran difusión y fácilmente accesible (de ahora en adelante, Formen).

118
propias condiciones”374, unas relaciones que varían históricamente. Marx
comienza por fijar su atención en un conjunto de formas de propiedad basadas
en la “propiedad comunitaria” de la tierra, entendida ésta como el “gran
laboratorio, arsenal”, que “provee tanto el instrumento de trabajo, como el
material del mismo”375. Estas formas comparten una característica decisiva,
como es que la pertenencia del individuo a la comunidad constituye el
presupuesto para la apropiación de la tierra a través del trabajo376. Los
individuos son, ante todo, miembros de una comunidad que, además, trabajan,
y que, como resultado de este trabajo, reproducen la comunidad. En sus
diversas variantes, los individuos se relacionan entre sí en tanto propietarios o
poseedores de la tierra, condiciones que siempre exigen como
fundamento previo el ser miembro de la comunidad.

Marx pasa de puntillas por la primera forma de propiedad comunitaria377, cuyo


presupuesto residiría en una “comunidad natural” basada en la familia, la
familia ampliada a tribu o la combinación entre familias o tribus. La
“comunidad natural”, o su sinónimo “comunidad tribal”, se caracteriza por su
nomadismo, al fundarse inicialmente en el pastoreo o la caza. Con el paso del
tiempo, cuando esta comunidad se sedentarice, experimentará
transformaciones más o menos intensas dependiendo de factores diversos.
Como acabamos de señalar, la pertenencia a la comunidad es el presupuesto
principal para la “apropiación de las condiciones objetivas”, contenidas todas
en la tierra como instrumento y material para el trabajo y base física de la
comunidad, y también para la objetivación de las actividades que procuran la
vida (caza, pastoreo, cultivo).

La forma de propiedad comunitaria puede realizarse de manera diferente,


aunque respetando siempre la apropiación comunitaria de la tierra como
relación fundamental. Marx comenta en primer lugar el caso de las formas
asiáticas378. En éstas, la sociedad se articula en comunidades locales que
combinan agricultura y manufactura, de modo que resultan prácticamente
autosuficientes. En virtud de su pertenencia a una comunidad, el individuo

374
Formen, 116. Unas líneas antes, Marx había expresado esta idea más extensamente: “Originariamente, por
lo tanto, propiedad no quiere decir más que relación del hombre con sus condiciones naturales de producción
como con algo que le pertenece, que es suyo, como con algo presupuesto juntamente con su propia
existencia; relación con las mismas en cuanto presupuestos naturales de sí mismo, que, por así decirlo,
constituyen solamente una prolongación de su cuerpo” (Formen, 109).
375
Formen, 85.
376
La relación del individuo con la tierra “está mediada desde el principio por la existencia natural, más o
menos desarrollada y modificada históricamente, del individuo como miembro de una comunidad – su
existencia natural como miembro de una tribu, etc.” (Formen, 99-100).
377
Formen, 84-85.
378
Formen, 85-87.

119
puede acceder a la posesión de un lote de tierra a título temporal o hereditario,
pero nunca es propietario del mismo. En otras ocasiones, simplemente el
trabajo en el campo se acomete en común. En las formas asiáticas, la
propiedad recae en la comunidad local que, a su vez, la ha recibido de una
unidad global que se presenta como la propietaria última. Dicha unidad,
personalizada en el “déspota como en el padre de muchas comunidades” y
representada a nivel local por un jefe tribal o por un consejo de padres de
familia, es capaz de apropiarse de los excedentes producidos por las
comunidades. Una parte de este plustrabajo puede destinarse a objetivos
comunes (desde la guerra al culto) y otra se vehicula como tributo. En este
contexto, la ciudad, que hace su aparición por vez primera, es el lugar donde el
déspota y su corte centralizan los tributos y los gastan e intercambian. Sin
embargo, la base corresponde siempre al campo, siendo la ciudad mera
“excrecencia” de éste, el “campamento del príncipe”379.

A la hora de ilustrar la variedad de las formas asiáticas, Marx menciona de


pasada ejemplos tan alejados en el tiempo y en el espacio como los antiguos
celtas, “algunas tribus indias” o México y Perú prehispánicos. Pese a que no
aborda la cuestión directamente, la presencia del Estado se da por sentada en
todas ellas. En este sentido, Marx se refiere al déspota en una ocasión como
“jefe de estado”380, y en otros lugares parece entenderse que las comunidades
viven en una situación de esclavitud generalizada, lo cual permite inferir la
existencia de una división en clases coherente con la razón de ser del Estado
enunciada con claridad desde La Ideología Alemana.

El papel del Estado merece un tratamiento más explícito en la forma de


propiedad antigua, que sigue manteniendo la pertenencia a la comunidad como
presupuesto para la apropiación. Aquí se dan de hecho dos formas de
propiedad. La primera es de carácter comunal y se articula sobre la base de la
reunión de familias en una ciudad, unidas frente a la amenaza exterior y
representadas en un Estado. La ciudad, como entidad pública, es propietaria de
un territorio común. Ahora bien, cada ciudadano, en tanto miembro de esta
comunidad, puede ostentar también la propiedad de la tierra a título individual.
Ambas formas de propiedad pasan por la existencia de la comunidad: sólo en
cuanto miembro de ella puede accederse al suelo público y sólo mediante la
participación en las empresas comunes, principalmente la guerra, se garantiza
la propiedad individual que existe al lado de la anterior381.

379
Formen, 95.
380
Formen, 87.
381
“Continúa siendo un presupuesto para la apropiación de la tierra, el ser miembro de la comunidad; pero
como miembro de la comunidad el individuo es propietario privado” (Formen, 89). “La propiedad del trabajo

120
Los referentes más claros de la forma de propiedad antigua se establecen con
Grecia y Roma. El ideal corresponde a una sociedad donde, a diferencia de las
formas asiáticas, la ciudad predomina sobre el campo y donde la base social
está constituida por la suma de los propietarios agrícolas libres e iguales,
aquéllos que pueden ostentar propiamente el título de ciudadanos.

A diferencia de las anteriores, la base de la forma germánica382 se establece en


la propiedad individual del suelo por parte de familias campesinas que
rehúyen la vida en ciudades y habitan distanciadas unas de otras, produciendo
de manera independiente y prácticamente autónoma. La comunidad se realiza
únicamente en la reunión ocasional o periódica de las familias para fines
comunes, como, por ejemplo, la guerra, el culto religioso y la administración
de justicia. Es cierto que existe una tierra común, al margen de la propiedad
individual de cada familia, pero su papel se reduce a un mero complemento de
ésta y sólo se hace valer cuando es defendida frente a tribus enemigas.

La comunidad germánica se sustenta más en los vínculos de lengua y de


sangre (descendencia) que en los políticos. El Estado no se desarrolla en las
formas germánicas, ya que no resulta necesario para garantizar la propiedad
individual-familiar de la tierra, que es la base de la vida económica y social.
Marx apunta que en las formas germánicas “La comunidad (…) no existe en
realidad como Estado, como sistema estatal, como ocurría en los antiguos,
porque la comunidad no existe como ciudad”. De entre todas las formas de
propiedad comentadas hasta ahora, la germánica es la que menos importancia
otorga a la existencia de la comunidad como prerrequisito para la apropiación
de la tierra. De hecho, parece plantearse todo lo contrario, al definirse la
comunidad en términos diríamos que casi virtuales. Sin embargo, la necesidad
de ésta se adivina al considerar que los lazos de lengua y de sangre remiten
inevitablemente a un pasado común (sin el cual la ocupación dispersa pero
continuada del territorio no hubiera sido posible), y también a unas relaciones
de presente sin las cuales los citados vínculos de sangre no podrían renovarse
(las familias no son unidades autónomas en cuanto a la reproducción
biológica)383.
propio es mediada por la propiedad de la condición del trabajo, de la porción de tierra, y está garantizada por
la existencia de la comunidad, y ésta a su vez está garantizada por el plustrabajo de los miembros de la misma
en la forma de servicio militar, etc. No es mediante la cooperación en el trabajo productor de riqueza como se
reproduce el miembro de la comunidad, sino mediante la cooperación en el trabajo para los intereses
comunitarios (imaginarios y reales), para la conservación de la asociación hacia el exterior y hacia el interior”
(Formen, 91).
382
Formen, 95-98.
383
Detenemos aquí nuestra exposición. Marx menciona una forma de propiedad adicional, llamada “eslava”,
apenas esbozada y de la que señala sería una modificación de la forma asiática (Formen, 119). Más adelante,

121
-Formas de propiedad y Estado.
Marx empleó las categorías “formas de propiedad” y, tardíamente, “modos de
producción” para figurar la expresión histórica de la producción social en
ciertos lugares y épocas, figuras a las que correspondía, o no, una organización
política de tipo estatal. En La Ideología Alemana y en las Formen, las formas
de propiedad no constituyen categorías de ordenación estancas; no son
autoexplicativas ni se suceden unas a otras según un orden preestablecido,
características todas ellas asignadas desde ciertas lecturas evolucionistas de los
textos de Marx384. En su lugar, hay que considerarlas como diagnósticos de
situación emitidos al paso de una realidad dinámica que hay que descubrir
fácticamente en cada momento de su desarrollo. Marx dejó claro que las
formas de propiedad sólo se realizan en la producción385, materialmente.
Dicha producción supone en la práctica un “desarrollo de las fuerzas
productivas” que, tarde o temprano, provoca la crisis de las condiciones
previas que la encauzaron, su disolución y la formación de otras nuevas
conforme reglas que no pueden fijarse mediante un ejercicio intelectual
estrictamente racionalista y deductivo. De ahí que la investigación histórica
sea irremplazable, pues ha de permitir descubrir cómo se concreta la realidad,
lo específico, en el marco general de la producción que caracteriza a la
totalidad de las sociedades humanas. En este sentido, el método histórico de
Marx es diametralmente distinto al del idealismo anterior y al del
evolucionismo posterior (infra). Marx ofrece instrumentos dirigidos a
descubrir la especificidad de los órdenes concretos de las sociedades humanas
y su variación diacrónica. La clave es insistir en averiguar qué produce cada
sociedad y cómo se organiza para hacerlo. Este objetivo plantea un interés
general para la investigación que sirve para encauzarla, pero sin prejuzgar o
anticipar el resultado de la pesquisa. Las formas de propiedad que menciona
en La Ideología Alemana y las Formen son puntos de llegada de la
investigación empírica. Idealismo y evolucionismo, en cambio, obran de muy
distinta manera. Comienzan por considerar las múltiples realidades concretas
accesibles a la observación en un momento dado, las diseccionan mediante un
tamiz analítico universal (separando la realidad observable en apartados como
“tecnología”, “parentesco”, “creencias”, etc.) y, a continuación, componen

centra su atención en los orígenes y presupuestos históricos inmediatos del capital, que se sitúan en el
contexto de la sociedad feudal europea.
384
Lecturas a las que contribuyó en buena medida el propio Engels en su obra El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, muy influido por el evolucionismo unilineal de L. H. Morgan. El camino
hacia esta simplificación atravesó otros caminos en el siglo XX, que pasaron por el encadenamiento de los
diferentes modos de producción definidos por la investigación histórica (traslación socioeconómica de las
“formas de propiedad”) en secuencias uni o multilineales de pretendida necesidad universal.
385
Formen, 112.

122
categorías sociológicas sintéticas (“Salvajismo”, “Barbarie”, “Civilización”,
etc.) que pretenden cubrir toda la variabilidad universal humana aunque sin
que ilustren exactamente ninguna sociedad en concreto. Asumido que los
límites de estas generalizaciones abstractas acotan toda la diversidad humana,
la tarea de la investigación consiste a partir de entonces en identificar uno u
otro de estos “instantes sociales congelados” en las realidades humanas que las
nuevas pesquisas empíricas vayan sacando a la luz. Al hacerlo, las categorías
de síntesis idealistas-evolucionistas dejan de ocupar su puesto como puntos de
llegada de una investigación actualista, y pasan a desempeñar desde ahora el
punto de partida de una actividad que tiene mucho de re-conocimiento y
clasificación y bastante menos de auténtico descubrimiento.

Por su propia génesis, las categorías sintéticas idealistas-evolucionistas


postulan su aplicabilidad universal; las formas de propiedad marxianas, no.
Aquéllas conforman un conjunto necesariamente acotado; éstas uno tan
amplio como la investigación sea capaz de proveer. Con la excepción de la
escasamente tratada “propiedad tribal” originaria, las restantes formas de
propiedad comentadas en la Ideología Alemana y las Formen se propusieron a
partir del análisis de unas realidades históricas principalmente europeas,
seleccionadas precisamente por su proximidad e influencia en la formación del
capitalismo. Su valor reside justamente ahí, y no en proporcionar una
hipotética periodización para la historia de la humanidad que haya de
rastrearse, y mucho menos imponerse, en lugares y épocas distintas al pasado
reciente del occidente europeo. En este sentido, el que algunas de las
características estructurales relevadas puntualmente en ciertos escenarios del
Viejo Mundo coincidan con desarrollos observados en otros momentos y
escenarios geográficos, no tiene por qué condicionar la investigación de estas
otras realidades, ya que de lo que se trata no es de ir clasificando los nuevos
descubrimientos en una u otra del conjunto de categorías sintéticas prefijadas
sino, al revés, de llegar a enunciar la categoría (la “forma de propiedad”
correspondiente) tras hallar lo que hay de nuevo en una realidad previamente
ignorada.

Una vez realizadas estas consideraciones generales, conviene ahora que nos
centremos específicamente en el tema del Estado. La primera, y quizás más
importante es que, tras ocupar un lugar relevante en las primeras obras de
Marx, el “Estado” no llegó a constituir una categoría central de su
pensamiento posterior. De la exposición previa se extrae que Marx, a partir de
la década de 1840, colocó el énfasis en el terreno de la producción, si bien la
expresión “formas de propiedad” presenta claras connotaciones hacia el
ámbito jurídico. El Estado, su forma, evolución o sus conflictos internos, no

123
lidera el proceso histórico. Por el contrario, aparece como una institución
política característica de las sociedades divididas en clases, lo cual conlleva su
ausencia en las demás. En dos de las tres formas de propiedad tratadas en La
Ideología Alemana, la antigua y la feudal, el Estado desempeña un claro papel
en la defensa de la comunidad de ciudadanos propietarios frente al exterior y a
los propios esclavos, o bien de la propiedad territorial nobiliaria frente a los
siervos de la gleba, respectivamente. No así en la forma de propiedad tribal,
donde el escaso desarrollo de la división del trabajo no habría favorecido la
formación de clases antagónicas y donde, por tanto, el Estado permanecería
inédito.

Sin embargo, desde nuestro punto de vista hay varias razones para no
descartar el desarrollo de instituciones estatales en las sociedades donde la
propiedad tribal fuese la única. En primer lugar, porque los mismos Marx y
Engels señalaron en un pasaje poco desarrollado posteriormente que la
primera forma de propiedad está contenida en la familia, “donde la mujer y los
hijos son los esclavos del marido”, aunque admiten a continuación que esta
forma de esclavitud era “todavía muy rudimentaria”386. Así pues, ¿por qué no
pensar en calificar como estatales los órganos rectores de una comunidad
donde un grupo de patriarcas disponen a discreción del trabajo de los restantes
miembros del grupo?387 Tal vez una concepción de la familia muy ligada a la
unión biológica y en la que el protagonismo corresponde al macho (en la
tónica de la tradición iusnaturalista) les hiciera ver todo lo relativo a ella más
del lado del “mundo animal” que del humano. Marx y Engels pecan de
naturalismo cuando en algunos pasajes consideran la familia, o la tribu
integrada por la suma de familias, como ámbitos de relación prepolíticos, toda
vez que la familia constituye tal vez la primera y más persistente forma de
relación política. Así pues, si la familia no es “natural”, sino que como
cualquier forma política manifiesta una enorme diversidad histórica, no hay
por qué asumir que la división del trabajo en su seno venga dada también “por
naturaleza”, más allá de las actividades ligadas a la gestación y el
amamantamiento. Se abre, por tanto, un enorme campo de variabilidad social
que la investigación debería dilucidar.

La segunda razón se halla muy relacionada con la primera y deviene de las


consideraciones metodológicas expuestas más arriba. Recordemos que las
“formas de propiedad” marxianas no constituyen herramientas para la

386
Ideología, 33.
387
En este sentido, habría que precisar cuidadosamente la diferencia entre “disponer” y “explotar”,
averiguando en especial si se produce una acumulación material diferenciada a favor de los patriarcas. En
suma, si la plusvalía extraída es o no de uso privado.

124
clasificación y supuesta explicación de otras sociedades, sino productos de una
investigación de lo históricamente concreto que ninguna categoría apriorística
puede reemplazar. En el caso que nos ocupa, aun admitiendo que en una
sociedad dada la propiedad comunitaria de la tierra se mantenga en solitario (y
que por ello se hiciese también acreedora al título de “comunitaria” o “tribal”),
habría que examinar mediante metodologías adecuadas si el grado de división
del trabajo y su distribución en el seno del grupo acompañan o no a
mecanismos de apropiación y de disfrute diferenciados materialmente, en cuyo
caso cabría identificar el funcionamiento de una organización política de
carácter estatal.

Finalmente, en La Ideología Alemana ni Marx ni Engels tuvieron el interés y


las posibilidades empíricas de abordar una investigación pormenorizada sobre
las formas de propiedad tribal, debido entre otros motivos a lo embrionario de
los conocimientos arqueológicos y etnológicos a mediados del siglo XIX. De
ahí que la “primera forma de propiedad de la tierra” reciba un tratamiento tan
sumario y poco específico, y que en su caracterización pesen más las
supuestas perduraciones tribales en otras formas posteriores que los datos de
primera mano relativos a una u otra sociedad. En suma, no es probable que
Marx pensase que las formas de propiedad tribales de las que pudiera tener
noticia hubiesen desarrollado el Estado, pero al menos nunca excluyeron
explícitamente esta posibilidad, porque ni su método ni los datos disponibles
se lo permitían. De hecho, es significativo que una década después de la
redacción de La Ideología Alemana, y en posesión de un mayor bagaje de
conocimientos empíricos, Marx fue capaz de establecer diferencias en las
sociedades basadas en la propiedad comunal de la tierra e identificó el
componente estatal en unas de ellas, las agrupadas bajo la etiqueta de formas
asiáticas.

-El futuro del Estado.


Hemos señalado que el afianzamiento del papel protagonista de la producción
en el pensamiento de Marx siguió un camino inversamente proporcional al de
la importancia de la noción de “Estado”. Desde la segunda mitad de la década
de 1840 en adelante, este tema no llamó su atención más que de forma breve y
en ocasiones puntuales, casi siempre a propósito del relato y comentario de
acontecimientos históricos contemporáneos (por ejemplo, en El Dieciocho
Brumario de Luis Bonaparte y La guerra civil en Francia) o bien en contextos
relacionados directamente con su activismo político. Un escrito de este
género, el titulado “Crítica del Programa de Gotha”388, nos servirá para ilustrar
388
El texto principal, titulado “Glosas marginales al Programa del Partido Obrero Alemán”, fue enviado por
Marx a W. Bracke el 5 de mayo de 1875, para que lo leyera e hiciese partícipes a los demás líderes del

125
la claridad con que Marx concebía la política en relación al Estado y en qué
términos predijo el futuro histórico de esta institución.

El texto tenía como objetivo cuestionar el programa fundacional del Partido


Obrero Socialista Alemán, surgido de la unificación del Partido Obrero
Socialdemócrata y de la Unión General de Obreros Alemanes. Marx critica
duramente la orientación del nuevo partido, cuyo programa ideológico y
político es considerado en el fondo inocuo para el orden burgués. Uno de los
aspectos en que mejor se manifestaría la conformidad del programa con la
legalidad capitalista tiene que ver precisamente con la posición frente al
Estado. Según las aspiraciones expresadas en el programa de Gotha, el Estado
de la sociedad futura ha de ser un “Estado libre”, entre cuyos cometidos
figurarán ayudar a la creación de cooperativas de producción, tutelar una
“educación popular” y llevar a la práctica una serie de reivindicaciones
mantenidas por el partido en Alemania, concretamente el sufragio universal,
legislación directa, derecho popular y milicia del pueblo. Además, el partido
restringía su campo de actuación al interior de las fronteras alemanas.

La crítica de Marx a estas ideas se realizó desde la defensa de un objetivo


revolucionario que excluía todo dirigismo o siquiera complicidad con el
Estado burgués y que, de hecho, auguraba a corto o medio plazo la
desaparición de la propia institución estatal en el marco de una sociedad
comunista sin clases. Desde esta perspectiva, Marx argumentaba que los
puntos programáticos del futuro Partido Obrero Socialista Alemán, lejos de
plantearse tal escenario revolucionario, aspiraban más bien a reformar el
Estado Alemán de aquel entonces389 en una república democrática, forma de
gobierno vigente en algunos países capitalistas como los Estados Unidos y
Suiza. De ahí que las reformas programáticas en nada subvertían el orden
burgués sino que, en todo caso, se limitaban a actualizarlo conforme las
formas más progresivas de estatalidad burguesa (reformas que, dicho sea de
paso, también eran reclamadas desde los sectores más liberales de la misma
burguesía). Nada más lejos de las intenciones de Marx, quien auguraba que
“es precisamente bajo esta última forma de Estado de la sociedad burguesa
donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de
clases”390. Marx consideraba intolerable que el partido ignorase la realidad de
la confrontación entre clases, y que colocase al Estado como un ente

partido. El manuscrito no fue publicado hasta 1891, a iniciativa de Engels, en la revista Neue Zeit. Hemos
utilizado la traducción incluida en C. Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. III. Progreso, Moscú, pp. 9-27
(en adelante, Gotha).
389
Calificado por Marx como “un despotismo militar de armazón burocrático y blindaje policíaco, guarnecido
de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la burguesía” (Gotha, 26).
390
Gotha, 24.

126
autónomo ajeno a dicha confrontación cuando, en realidad, actuaba en favor
de una de las partes: la clase burguesa. La única lectura posible era que los
dirigentes del nuevo partido obraban de manera oportunista, al obtener
pequeñas mejoras en la situación económica y política del proletariado alemán
a cambio de dejar intactos los pilares de la sociedad burguesa.

En cambio, para Marx la prioridad consistía en subvertir de manera


revolucionaria, violenta, las condiciones materiales de producción capitalistas,
de las cuales el Estado es sólo un instrumento que garantiza la propiedad y el
monopolio burgués de los medios de trabajo. El objetivo último es la
instauración de una sociedad comunista, organizada en torno a la propiedad
colectiva de las condiciones materiales de la producción, una propiedad
colectiva que, forzosamente, impondrá nuevas reglas para la distribución de
los productos de consumo y nuevas formas políticas. Ahora bien, no es de
esperar que este objetivo se alcanzase de la noche a la mañana, sino tras un
“largo y doloroso alumbramiento”: “Entre la sociedad capitalista y la sociedad
comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera
en la segunda. A este período corresponde también un período político de
transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del
proletariado”391. El Estado subsiste en este periodo de transición hacia la
plena sociedad comunista, aunque esta vez para defender por la fuerza un
orden social muy distinto al burgués. En la dictadura del proletariado, se ha
arrebatado ya a capitalistas y terratenientes la propiedad de los medios de
trabajo y, con ello, se ha eliminado la explotación capitalista (la apropiación
del trabajo asalariado). La violencia estatal, ahora dirigida por el proletariado,
se dirige en todo caso contra las ultimas resistencias del sistema anterior.
Ciertamente, el cambio resulta ya radical pero, sin embargo, en la sociedad
recién surgida de la revolución subsiste todavía en cierta medida un derecho
burgués, en virtud del cual cada trabajador recibiría de los depósitos sociales
el equivalente de lo producido en su jornada laboral, una vez descontada la
parte destinada al fondo colectivo (reserva o seguro ante imprevistos,
mantenimiento de personas incapacitadas, escuelas, sanidad, administración,
reposición de medios de producción consumidos y ampliación de los mismos).
En estas condiciones, la eliminación de la explotación capitalista no haría
desaparecer automáticamente la desigualdad, ya que las diferencias
individuales en la cantidad e intensidad de la actividad laboral que pueden
391
Gotha, 23. Esta expresión apareció inicialmente en El manifiesto comunista (1848). Acontecimientos
como la Comuna de París contribuyeron a separarla del reino de las utopías y a llenarla de contenido real
(véanse, Marx, K., La guerra civil en Francia (en C. Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. II. Editorial
Progreso, Moscú, 1974, pp. 188-259); Engels, F., “Carta de Engels a Bebel (18-28 de marzo de 1875)” (en C.
Marx y F. Engels. Obras escogidas. Vol. II. Editorial Progreso, Moscú, 1974, pp. 455-458); y también Lenin,
V. I., El Estado y la Revolución. Anagrama, Barcelona (1976).

127
realizar propiciarían la recepción y acumulación también diferencial de
productos.

La “fase superior de la sociedad comunista” se alcanzará cuando se rebase el


derecho burgués que sobrevive durante la dictadura del proletariado y las
comunidades organicen la producción respetando el principio “¡De cada cual,
según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades!”392. En este momento,
la desaparición de las diferencias de clase supondrá la extinción del Estado, al
haber desaparecido también la motivación básica que lo hizo existir. Para
Marx, el Estado ni era vehículo de esencias humanas ni inauguraba un camino
sin retorno en el devenir social. Su vigencia y su desaparición, como la de
cualquier otra institución, está ligada a condiciones económicas y sociales
históricamente dadas. Si la razón de ser del Estado actual estriba en mantener
la explotación capitalista y la división en clases que ésta lleva aparejada, de
igual manera que otros Estados anteriores garantizaron la explotación
esclavista o la servidumbre, en la sociedad comunista sin clases el Estado
simplemente se extinguirá, al no existir ya los motivos que otrora le dieron
sentido.

-La tradición marxista y el Estado.


La crítica del Estado realizada por Marx, junto con la reubicación de esta
institución en el marco de la vida social, han tenido un peso considerable en el
pensamiento social y humanístico y, como no podía ser de otra manera, en la
acción política. El repaso, siquiera somero, del signo y del alcance de dichas
influencias excede con mucho los objetivos del presente trabajo, ya que habría
que considerar tanto las propuestas de raíz marxiana, en toda su polimorfia,
como las no-marxistas pero en mayor o menor medida inspiradas o
condicionadas por la presencia previa de la obra de Marx. Nos contentamos
aquí con apuntar que la historiografía, la antropología y la arqueología
prehistórica han sido las disciplinas que con mayor empeño se han dedicado a
desvelar los orígenes y desarrollo de las formas estatales. Pese a que la
incidencia de los posicionamientos marxistas en estos campos de investigación
ha sido y es muy desigual, tanto en rigor como en extensión, permanecen
varios elementos:

• El Estado es un producto histórico. Constituye una especificidad en el


terreno de la organización política, desarrollada en los lugares y épocas
en que la producción social ha generado la división de la sociedad en
clases antagónicas.

392
Gotha, 15.

128
• El Estado, como máximo exponente y factor decisivo de la vida política
en las sociedades clasistas, no constituye, sin embargo, el motor de su
devenir. El protagonismo corresponde, como siempre, a la producción
social de las condiciones materiales.

• En función del punto anterior, la vida política y sus avatares posee tintes
de ser un ceremonial carente de autonomía. En este sentido, no conviene
confundir tipos de Estado con formas de gobierno (“monarquía”,
“aristocracia”, “democracia”, “república”, etc.). Los primeros vienen
adjetivados por la relación social prioritaria que dicta la producción de
los medios de vida, por lo que hablaremos según los casos de Estado
esclavista, de Estado capitalista, etc. Las segundas, en cambio, nominan
la concreción de las instituciones estatales dentro de cada tipo de
Estado. Un mismo tipo de Estado puede admitir diversas formas de
gobierno. Por ello, los cambios y sustituciones que se dan entre éstas no
marcan por sí solas rupturas decisivas en la marcha de las sociedades.
Constituyen, en sentido estricto, una apariencia de cambio y, en tanto
apariencia, un ceremonial.

• Para el proletariado, la clase revolucionaria de nuestros días, el objetivo


no debería residir en reemplazar las actuales formas de gobierno por
otras más “justas”, “libres” o “progresistas”, sino en acabar con las
relaciones de propiedad que determinan la existencia del tipo de Estado
capitalista. Más allá de eso, la revolución aspira a una sociedad sin
clases, comunista, en la que el Estado deje de tener razón de ser.

Las aportaciones posteriores a Marx y, por tanto, justamente ya llamadas


marxistas, comenzaron por el propio Engels, quien, en su célebre obra El
Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado393, reiteró el papel del
Estado como instrumento de la clase explotadora para mantener dentro de un
“orden” (el orden que obviamente le interesa) los antagonismos
irreconciliables de clase en que la producción divide a la sociedad394. A Engels
corresponde, además, el haber llamado la atención sobre varios aspectos que
enriquecen la definición del Estado, independientemente de los tipos y formas
que adopte a lo largo de la historia.

393
Esta obra vio la luz en 1884, un año después de la muerte de Marx. Hemos utilizado la traducción al
castellano realizada por la Editorial en Lenguas Extranjeras de Moscú, cotejada y revisada por Horacio
García Brito para la Editorial de Ciencias Sociales (La Habana, 1975) (en adelante, abreviada como Origen).
394
Origen, 201, 204.

129
1. El primero es la dimensión territorial del Estado. A diferencia de la
organización gentilicia previa, el Estado agrupa a los individuos según
divisiones territoriales395. En otras palabras, más que tener unos u otros
parientes y antepasados, lo que cuenta verdaderamente es haber nacido
en el interior de las fronteras de uno u otro Estado.

2. Con el Estado se institucionaliza una fuerza pública armada, que ya no


es el pueblo en armas396. Dicha fuerza está formada por destacamentos
de hombres armados y también por cárceles y otros medios coercitivos
que resultan inéditos en las sociedades organizadas estrictamente sobre
las relaciones de parentesco.

3. Una burocracia capaz de recaudar impuestos con los que mantener la


fuerza pública represora y, por extensión, a sí misma como
administración397.

Burocracia y ejército permanente, como instituciones básicas de cualquier


Estado, fueron características que Engels y, años más tarde, Lenin398, se
encargaron de subrayar con especial énfasis. Como veremos en el capítulo
siguiente, la definición empírica de ambas señala hoy en día uno de los
epicentros del debate arqueológico sobre los orígenes del Estado. De lo que no
parece dudarse es de la relevancia de tales instituciones en los estados
plenamente consolidados. En la actualidad, cuando los Estados neoliberales se
dicen en retirada y se atreven de desligarse de muchas atribuciones
tradicionales, privatizándolas, subcontratándolas o simplemente ignorándolas,
la burocracia impositiva y los “destacamentos especializados y permanentes
de personal armado” (ya no sólo de “hombres”), continúan siendo bandera del
Estado y objeto de un mimo especial.

395
Origen, 202.
396
Origen, 202-203.
397
Origen, 203.
398
Lenin, V. I., El Estado y la revolución, redactado en 1917. Hemos utilizado la edición de Anagrama
(Barcelona, 1976) a partir de la traducción de Editorial Progreso de Moscú. Véase la p. 27.

130
CAPÍTULO 7
Evolucionismo y Estado

La idea de que las sociedades humanas, o incluso toda la Humanidad en su


conjunto, han seguido una trayectoria a través de diferentes estadios sucesivos,
puede rastrearse desde al menos la Antigüedad clásica, se halla presente en el
Cristianismo y se manifestó con mayor frecuencia en la filosofía de la Edad
Moderna y en el pensamiento ilustrado. Los relatos que hilvanan dichas
trayectorias ofrecen las previsibles diferencias terminológicas, y pueden ser
clasificados según el signo de la connotación moral que guía su argumento.
Así, para unos el recorrido ha seguido una línea ascendente, positiva y
progresista, en función de la cual cada nueva etapa ha conllevado una mejora
en las condiciones materiales e intelectuales de la vida humana. Partiendo
desde la oscuridad de las cavernas, la servidumbre respecto a la naturaleza, la
violencia y la precariedad, el género humano ha ido avanzando a través de un
camino que le lleva a hacerse dueño de su destino y del de las cosas que le
rodean. En cambio, otros planteamientos han defendido una valoración
totalmente opuesta. Lejos de alcanzar cotas cada vez más elevadas de
bienestar, felicidad o libertad, la humanidad se ha ido degradando a lo largo de
la historia, más en sentido moral que en el plano estrictamente material o
técnico. Hoy en día, apenas quedaría el recuerdo de aquella situación
originaria en la que el género humano vivía feliz e inocente, antes de que
calamidades de una u otra índole la fueran erosionando o la eliminasen de
golpe. En virtud de esta concepción, “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

Hasta fecha relativamente reciente, muchos de estos relatos desempeñaban, en


la forma y en el fondo, el papel de genealogía mítica para los grupos humanos
que los asumían como parte de su cosmovisión histórica o de su credo
religioso o moral. Como comprobaremos más adelante, con ello no
pretendemos afirmar que las propuestas contemporáneas se hallan exentas de
este componente ideológico. Tan sólo que las referencias sobre las realidades
sociales originarias y pretéritas, aquéllas situadas más allá de la noticia escrita
y del recuerdo, se alimentaban mayoritariamente de la leyenda, de la tradición
oral o simplemente de la imaginación, mientras que los argumentos que
enjuiciaban dicho pasado lejano estaban inspirados por proyecciones directas
desde una u otra escala de valores morales.

El evolucionismo aplicado al estudio de las sociedades humanas abordó la


cuestión desde bases distintas. Se desarrolló en un contexto intelectual de raíz
ilustrada que postulaba un conocimiento sustentado en la observación
empírica y en un método causalista aplicable a cualquier realidad, orgánica o

131
inorgánica. El proyecto de una ciencia unitaria y objetiva alcanzó logros
básicos en geología (Lyell) y biología (Darwin). Sobre este trasfondo, se
abordaron estudios sobre la evolución social de la mano de Maine, Tylor,
McLennan, Spencer, Lubbock y Morgan, entre otros. Esta “Antropología”,
entendida en la más amplia de sus acepciones, combinaba observaciones
etnográficas, narraciones y registros históricos, datos filológicos y hallazgos
arqueológicos. Las informaciones obtenidas de estas pesquisas empíricas, cada
vez más rigurosas, se articulaban siguiendo un proceder comparativo que se
justificaba atendiendo al principio de la unidad psíquica de nuestro género o,
en otras palabras, al carácter unitario de la “naturaleza humana”. El
razonamiento se inicia con la detección, en sociedades correspondientes a
épocas y lugares diversos, de manifestaciones o desarrollos similares en o
entre algunos de los campos en que fue dividida la experiencia humana como,
por ejemplo, la tecnología, las normas de parentesco, las formas jurídicas y de
gobierno, el lenguaje, el arte o la religión y las creencias. Si tales similitudes
se constatan con la suficiente frecuencia y consistencia, pueden ser entendidas
como regularidades. A partir de ahí, y siempre bajo la premisa básica que
enuncia la unidad psíquica humana, las regularidades pueden ser explicadas
por el efecto de causas también similares. El objetivo último consistía en
formular generalizaciones, es decir, enunciados en forma de ley orientados a
explicar el comportamiento humano, de la misma manera que las leyes de la
evolución natural hacen lo propio con el de las restantes especies vivas.

La investigación antropológica se propuso conocer científicamente aquéllas


sociedades diferentes a la occidental que, por poner un símil aún cercano en
aquel entonces, se encontraban todavía en el “Estado de naturaleza” o a medio
camino entre éste y la Civilización encarnada en la sociedad burguesa. Aunque
volveremos más adelante sobre esta importante cuestión, conviene avanzar
que las dos premisas que sustentaban esta investigación eran:
1. La suposición de que las sociedades “vivas” en el momento de la
observación testimoniaban diferentes niveles de desarrollo dentro de
una misma escala de referencia.
2. Los datos obtenidos a partir de la observación de dichas sociedades
“vivas” ofrecen las claves para reconstruir y explicar el pasado remoto
de todas las sociedades analizadas.

Los datos sobre los que se desarrolló esta investigación procedían de


observaciones efectuadas por militares, cronistas, viajeros, burócratas,
comerciantes y religiosos en los dominios coloniales de las potencias
europeas, y, más tarde, durante la plena expansión imperialista del
capitalismo, por etnógrafos profesionales. Gracias a las informaciones de unos

132
y otros, la antropología evolucionista de los siglos XIX y XX propuso
esquemas secuenciales, jerárquicos, para la clasificación de la diversidad
humana. Además, apuntó factores encaminados a dar cuenta del cambio social
que iba a culminar con la aparición de la Civilización o del Estado. De ello nos
ocuparemos en este capítulo, concretando este objetivo en las obras de varios
antropólogos.

El primero que centrará nuestra atención, L. H. Morgan, merece su tratamiento


aquí por figurar entre los “padres fundadores” tanto del pensamiento
evolucionista como de la disciplina antropológica en su conjunto. Su obra
rebasó particularismos teóricos y fronteras disciplinares para dejar sentir su
influjo, por ejemplo, en la tradición marxista por intermedio de Engels. Los
otros dos investigadores que incluiremos aquí, M. Fried y E. Service, han
contribuido decisivamente a modelar la manera en que sectores muy amplios
de la arqueología moderna otorgan sentido sociológico a la secuencia de
hallazgos materiales en muchas regiones del mundo; una secuencia que suele
ser entendida en clave de un incremento paulatino de la “complejidad” social y
que, eventualmente, culmina con la emergencia de la Civilización y el Estado.
El tratamiento más extenso de este tema, ya plenamente arqueológico, nos
ocupará en el siguiente y último capítulo.

-Lewis Henry Morgan (1818-1881).


Al lado de otras obras destacadas en el campo de los estudios antropológicos,
nos interesa en especial su trabajo más importante, titulado Ancient Society, or
Researches in the Lines of Human Progress from Savagery through
Barbarism to Civilization (1877)399. El objetivo de Morgan queda expuesto de
forma concisa al inicio del libro:

“Mi propósito es presentar algunas pruebas del progreso humano a lo


largo de estas diversas líneas [subsistencia, gobierno, lenguaje, familia,
religión, vida de hogar y arquitectura, y propiedad] y a través de
periodos étnicos sucesivos, según se halla revelado por invenciones y
descubrimientos y por el crecimiento de las ideas de gobierno, de
familia y de propiedad”400.

Los “periodos étnicos” a que hace referencia Morgan son tres: “Salvajismo”,

399
Ancient Society ha sido traducida al castellano como La sociedad primitiva. Hemos recurrido a la edición
de Ayuso, publicada en Madrid en 1975 (referenciada de ahora en adelante como Sociedad).
400
Sociedad, 79.

133
“Barbarie” y “Civilización”401, subdivididos los dos primeros en tres niveles
(“inferior”, “medio” y “superior”). Los criterios para su definición proceden
del ámbito de las “invenciones y descubrimientos”, es decir, de la tecnología,
y, en concreto, de las “artes de subsistencia”, que comprenden las formas de
obtención de alimentos y las artesanías402. Morgan otorgó una relevancia
indudable a los aspectos tecnológicos en el progreso humano, razón por la cual
éstos proporcionan la espina dorsal de su periodización. Así, el tránsito de un
estadio a otro viene marcado por innovaciones técnicas relevantes, a modo de
hitos que posibilitan avances cualitativos. Sin embargo, Ancient Society no
plantea una reducción de la evolución humana al paso del progreso técnico, y
ello se refleja de entrada en el índice de la obra. Ahí podemos comprobar que
la exposición de los periodos étnicos ocupa sólo la primera parte, titulada
“Desenvolvimiento de la inteligencia a través de invenciones y
descubrimientos”, mientras que el grueso del trabajo se ocupa de los
desarrollos producidos en los conceptos de gobierno, de familia y de
propiedad. En el primero de éstos traza la evolución de la organización social,
desde la basada en el sexo, pasando por la gens, fratría, tribu, confederación
hasta llegar, finalmente, al Estado. La evolución familiar sigue un camino
pautado por las formas primitiva, consanguínea, punalúa, sindiásmica y
patriarcal, y, por último, monógama. Finalmente, el desarrollo histórico del
concepto de propiedad parte de modalidades iniciales de tipo comunitario y
culmina con la propiedad privada enajenable e individual.

De hecho, la tecnología y los “conceptos” cuyo desarrollo se traduce en


sucesivas instituciones de gobierno, familiares y de propiedad, configuran dos
líneas de investigación paralelas aunque conectadas:

“Recomponiendo las diversas trayectorias del progreso hacia las edades


primitivas del hombre, esperando una de otra según el orden de
aparición de los inventos y hallazgos por un lado, e instituciones por
otro, comprendemos que aquellos mantienen entre sí un vínculo
progresivo y éstos una relación de desenvolvimiento. Mientras los
inventos y descubrimientos han estado unidos a una forma más o menos
directa inmediata, las instituciones se han desarrollado sobre el
401
Semejante secuencia tripartita, idéntica a nivel terminológico, había sido propuesta por diferentes
pensadores ilustrados del siglo XVIII. Para un repaso de las teorías estadiales en el pensamiento occidental
moderno, véase Meek, R. (1981), Los orígenes de la ciencia social. El desarrollo de la teoría de los cuatro
estadios. Siglo XXI, Madrid.
402
Morgan no propuso sus periodos étnicos desde la nada, ni en el plano conceptual ni siquiera en el
terminológico. El pensamiento moderno e ilustrado del siglo XVII y, sobre todo, del XVIII, había
desarrollado la idea de una periodización de la humanidad conforme una sucesión de estadios caracterizados
por las estrategias de obtención de alimentos (véanse al respecto Lisón, C. (1975), “Prólogo” a Morgan, L.
H., La sociedad primitiva. Ayuso, Madrid, pp. 9-68 y Meek, op. cit.).

134
fundamento de unos principios primarios del pensamiento (...) Por esto,
dos líneas independientes de investigación captan nuestra atención. Una
nos lleva a través de los inventos y descubrimientos, y la otra a través de
las instituciones primitivas. Con los conocimientos así logrados,
podemos confiar en señalar las etapas principales del desarrollo
humano”403.

Es importante destacar que Morgan no plantea relaciones de causalidad


unívocas y directas entre tecnología e instituciones sociales. Subraya las
diferencias en la dinámica de cambio entre los dos ámbitos, y se limita a
sugerir la existencia de vinculaciones ante la observación de ciertas
regularidades. Por tanto, sin negar el liderazgo de los factores tecnológicos, da
la impresión de que ideas como las de gobierno o propiedad poseen cierta
autonomía respecto a sus correlatos tecnológicos más frecuentes. De hecho, en
ocasiones parece como si el motor del desarrollo social correspondiera a una
de las líneas conceptuales, como sucede con la propiedad404.

“Es imposible valorar en toda su magnitud la influencia de la propiedad


en la civilización del género humano. Fue el poder que logró arrancar
las naciones arias y semíticas de la barbarie para conducirlas hacia la
civilización. El desenvolvimiento del concepto de la propiedad en la
mente humana comenzó en flaqueza y acabó por ser una pasión
soberana. Los gobiernos y las leyes se instituyen con referencia primaria
a su creación, protección y goce. Ella introdujo la esclavitud humana
como instrumento de producción; y tras una experiencia de varios
millares de años causó la abolición de la esclavitud al descubrir que el
hombre libre era una máquina productora mejor” (Sociedad, 500).

A título de hipótesis, señala que la explicación de las regularidades observadas


entre “inventos” e “instituciones” residiría en que las sociedades han
encontrado soluciones parecidas frente a condiciones y necesidades similares,
pues las capacidades mentales son iguales en todas partes (principio de la
unidad psíquica del ser humano).

“Se puede observar, finalmente, que la experiencia del género humano


ha sido casi uniforme; que las necesidades humanas bajo condiciones
similares han sido esencialmente las mismas, y que las evoluciones del

403
Sociedad, 77-78.
404
En este sentido, Morgan no abandona el protagonismo de la propiedad a la hora de dar cuenta del devenir
social, tal y como había sostenido la tradición iusnaturalista desde el siglo XVII (véase a título de ejemplo el
apartado dedicado a Locke en este mismo volumen).

135
principio mental han sido uniformes en virtud de la identidad específica
del cerebro en todas las razas humanas”405.

Antes de proseguir con el comentario de la relevancia e implicaciones de la


propuesta de Morgan, conviene presentar una exposición resumida de los
periodos étnicos406.

1. Salvajismo.
Inferior.
Este estadio corresponde a la “infancia del género humano”, es decir, el inicial
y más primitivo tras abandonar la mera condición animal. Su caracterización
se realizó a partir de un ejercicio estrictamente deductivo, ya que Morgan no
halló grupo humano que hubiera sobrevivido para ilustrar esta etapa. Los
alimentos, básicamente frutos y nueces, se obtenían mediante la recolección.
La vida transcurría parcialmente en los árboles en el marco de un ambiente
selvático y también en cuevas. Existía ya el lenguaje articulado, pero todavía
no el arte. La familia era de tipo consanguíneo, es decir, articulada en función
del matrimonio entre hermanos y hermanas en un grupo. La propiedad no
rebasaba el ámbito personal, mientras que el gobierno se constituía a través de
un pacto entre hombres.

Medio.
El uso del fuego y la práctica de la pesca señalan el tránsito a este nuevo
estadio. Sin embargo, pese a esta innovación en las estrategias de subsistencia,
las contingencias en la provisión de alimentos conducían con frecuencia a la
antropofagia. En el salvajismo medio hallamos ya instrumentos de piedra
tallada y las primeras armas (maza, lanza). La forma típica de familia es la
punalúa, que excluye la unión entre hermanos uterinos y primos. El gobierno y
los derechos de propiedad corresponden ahora a la gens, entendida como
grupo de parentesco similar al linaje, cuyos miembros tienen prohibido el
matrimonio entre sí. Sobre la base de la organización gentilicia surgirán
posteriormente las fratrías, tribus y confederaciones de tribus. En la época en
que Morgan realizó sus investigaciones, este estadio se hallaba ejemplificado
por los aborígenes australianos y por diversos grupos polinesios.

Superior.
La principal novedad tecnológica que hizo posible acceder a este estadio fue la

405
Sociedad, 80-81.
406
Véase Sociedad, 99-111. Puede hallarse una primera presentación y resumen de los periodos étnicos en
Sociedad, 82-84, así como una útil tabla sintética en el estudio introductorio de Lisón a la edición en
castellano (Lisón, op. cit., 37).

136
invención del arco y la flecha, lo que a su vez permitió conceder a la caza una
mayor importancia en la obtención de alimentos. Este campo también se vio
favorecido por el consumo de raíces farináceas. Paralelamente, se registran los
primeros intentos de vida sedentaria y avances en la manufactura. Continúa el
dominio de la familia punalúa y el gobierno de la gens. Diversas tribus
costeras del continente americano ilustraban típicamente el estadio superior
del salvajismo.

2. Barbarie.
Inferior.
La fabricación de recipientes de barro cocido es la innovación tecnológica que
demarca en tránsito a la barbarie, aunque Morgan hace referencia a otras
novedades relevantes, tales como el tejido a mano con trama y urdimbre, que
brindó la posibilidad de confeccionar vestidos que permitían una mejor
protección contra las inclemencias climáticas. Continúan vigentes las formas
previas de obtención de alimentos, aunque el sedentarismo se consolida con la
construcción de viviendas más grandes y de aldeas defendidas por una
empalizada. Perdura la familia punalúa, aunque ahora coexiste con la
sindiásmica, caracterizada por el hecho de que un hombre vive con una o
varias mujeres. Sin embargo, no ocupan una residencia exclusiva, sino que
habitan en un hogar común que acoge a diversas unidades familiares. Surgen
organizaciones sociales como la fratría y la confederación, y el gobierno se
ejerce mediante un consejo de jefes, aunque en tiempos de guerra un solo jefe
asume el mando. Diversas tribus de alfareros europeos y asiáticos sin animales
domésticos y otras que habitaban al este del Missouri tipificaban en el siglo
XIX el estadio inferior de la barbarie.

Media.
El elemento tecnológico clave que indica el inicio de este estadio es la
domesticación de animales y plantas, un fenómeno que tuvo una expresión,
temporalidad y consecuencias distintas en el Viejo y el Nuevo Mundo. Se
destaca también el empleo del adobe y la piedra en la arquitectura, así como el
inicio de la metalurgia del bronce en el Viejo Mundo. La familia sindiásmica,
que había aparecido en la barbarie inferior, es ahora la modalidad dominante.
El gobierno corre a cargo de un consejo de jefes, al tiempo que adquiere
protagonismo la figura del comandante militar. Esta vez, las tribus que
ejemplifican este estadio se localizan en diversas regiones del continente
americano.

Superior.
Además de señalar el comienzo del último estadio de la barbarie, Morgan

137
otorga a la metalurgia del hierro una importancia de primer orden crucial407.
La razón estriba en que el hierro permitió la producción de una extensa gama
de herramientas, cuya aplicación a distintos sectores económicos, desde la
agricultura a la artesanía, sentó las bases para el ulterior desarrollo de la
civilización. En el terreno de la organización familiar, se generaliza la
modalidad sindiásmica y patriarcal, que supone el matrimonio de un varón con
una o, más frecuentemente, varias esposas. El grupo resultante habita ya en
una casa de manera exclusiva. Existe la esclavitud. El gobierno se reparte en
una asamblea popular, un consejo de jefes y la figura del líder o comandante
militar. Pese a que se daba ya la propiedad individual de bienes muebles, la
tierra mantuvo en buena parte la titularidad colectiva. Los ejemplos del estadio
superior de la barbarie remiten, entre otros, a las tribus griegas narradas por
Homero, a las itálicas antes del auge de Roma y a las germanas
contemporáneas a Julio César.

3. Civilización.
Finalmente, la escritura basada en un alfabeto fonético constituye el elemento
que revela la entrada en la civilización408. Este periodo étnico se subdivide en
antiguo y moderno (la sociedad capitalista en la que Morgan vivió), una
distinción en la que Morgan no profundiza. La civilización está caracterizada
por el desarrollo espectacular de las manufacturas y del arte. La familia
monógama predomina ahora, y en su seno se vehicula la propiedad enajenable
individual, que se transmite de padres a hijos mediante disposiciones
hereditarias. La propiedad individual es garantizada por el Estado y coexiste
también con la de titularidad directamente estatal. Y es que en la civilización
la organización gentilicia tradicional es desplazada por una organización
propiamente política basada en la adscripción territorial de las personas: el
Estado. Para Morgan, la aparición del Estado marca un antes y un después en
el desarrollo de las instituciones de gobierno:

“La experiencia humana, como ya se dijo, ha desarrollado sólo dos


planes de gobierno, empleando el término plan en su sentido científico.
Ambos fueron organizaciones definidas y sistemáticas de la sociedad.
La primera y más antigua, fue una organización social, asentada sobre
las gentes, fratrías y tribus. La segunda y posterior en tiempo, fue una
organización política, afirmada sobre territorio y propiedad. Bajo la

407
“La producción del hierro fue el acontecimiento de los acontecimientos en la experiencia humana”
(Sociedad, 110).
408
“El empleo de la escritura, o su equivalente en jeroglíficos sobre piedra, nos proporciona una prueba
terminante del comienzo de la civilización. A falta de registros históricos literarios, no se puede decir con
propiedad que existe historia ni civilización” (Sociedad, 101).

138
primera, se creaba una sociedad gentilicia, en la que el gobierno actuaba
sobre las personas por medio de relaciones de gens a tribu. Estas
relaciones eran puramente personales. Bajo la segunda, se instituía una
sociedad política, en la que el gobierno actuaba sobre las personas a
través de relaciones territoriales, por ejemplo, el pueblo, el distrito y el
estado. Estas relaciones eran puramente territoriales. Los dos planes
diferían fundamentalmente. El uno pertenece a la sociedad antigua y el
otro a la moderna”409.

Las razones para explicar la sustitución de la organización gentilicia por una


política son esbozadas por Morgan en la última parte de Ancient Society,
cuando se ocupa del desarrollo del concepto de propiedad410. El momento de
transición se sitúa en las postrimerías de la barbarie superior, cuando se
produce un incremento de la propiedad individual, el origen de la esclavitud y
la familia patriarcal. La abundancia de alimentos resultado de una pujante
agricultura favoreció el aumento demográfico. Las tribus, enraizadas en zonas
fijas y presionadas por una población creciente, intensificaron su lucha por el
control de las tierras más fértiles. El resultado fue “el perfeccionamiento del
arte de la guerra” y el “aumento de la recompensa del trabajo individual”411. El
desarrollo de estos factores propició en la antigüedad la entrada de ciertas
sociedades en el estadio de la civilización.

Los sentidos de la periodización evolucionista.


Morgan propuso los periodos étnicos como categorías clasificatorias,
ordenadas secuencial y jerárquicamente, cuyo objetivo es emplazar todos los
conocimientos sobre la diversidad humana. Morgan presentó su esquema
evolutivo en la primera parte de Ancient Society, pero no expuso el método
que condujo a su elaboración ni tampoco, de forma sistemática, algunas de las
consecuencias que conlleva adoptarlo como herramienta para el estudio de la
humanidad. Más allá de estas críticas, cabría distinguir un sentido dual en la
propuesta de Morgan que seguidamente pasaremos a comentar.

a) Unidireccionalidad y jerarquía. El esquema evolutivo prescribe una


trayectoria pautada según un orden de estadios sucesivos por los que todas las
sociedades humanas han pasado o deberían pasar. Resultaba evidente que
entre las sociedades observadas se apreciaban marcadas diferencias en cuanto
a sus medios técnicos, formas organizativas, costumbres o creencias. Sin
embargo, el evolucionismo entiende esta diversidad en términos de diferencias
409
Sociedad, 126.
410
Sociedad, 534-535.
411
Sociedad, 535.

139
jerárquicas a lo largo de una escala vertical. Las sociedades instaladas en los
estadios más elevados poseen un nivel de complejidad superior a las que
aguardan en los estadios inferiores, por tal razón adjetivadas como simples. La
humanidad respeta la ley general aplicable a todas las especies, según la cual
el desarrollo tiende a ir desde lo simple hacia lo complejo. Sin embargo, a
diferencia de los restantes seres vivos, el motor del progreso es la acumulación
de conocimientos, que se traducen periódicamente en logros tecnológicos.
Para Morgan, la condición sine quae non para la superación de un estadio y el
acceso al siguiente es la adquisición de determinadas innovaciones
tecnológicas en el campo de la producción de alimentos y de manufacturas.
Cuando una sociedad se instala en un nuevo estadio mantiene contactos y
relaciones con otras que permanecen en estadios ya superados por la primera.
De esta forma, los inventos se propagan y favorecen el avance progresivo en
una misma dirección.

“La porción más adelantada de la raza humana fue detenida, por así
decirlo, en ciertas etapas del progreso, hasta que algún gran invento o
descubrimiento, tal como la domesticación de animales o el proceso de
fundición del hierro mineral, diera un nuevo y pujante impulso hacia
delante. Mientras permaneciera así detenida, las tribus más rústicas,
avanzando siempre, se acercaban en diferentes grados de aproximación
al mismo estado; porque dondequiera que existiera una conexión
continental, todas las tribus deben haber participado en alguna medida,
de los progresos de las otras. Todos los grandes inventos y
descubrimientos se propagan solos; pero las tribus inferiores deben
haber apreciado su valor antes de poder apropiárselos”412.

El evolucionismo de Morgan posee un innegable componente materialista a la


hora de dar cuenta de los motivos del cambio social, ya que privilegia como
elemento determinante la dimensión tecnológica directamente ligada con la
subsistencia. Sin embargo, admite la influencia de otros factores causales que
el evolucionismo del siglo XX dejará de lado, como son el citado papel de la
difusión en el cambio social y también cierto particularismo unido a ésta. En
este sentido, puede decirse que si bien el vector tecnológico lidera la evolución
humana, las innovaciones decisivas sólo surgen en el seno de uno o unos
pocos grupos con la inteligencia o el “genio” adecuados. Tal es el caso de la
metalurgia del hierro, cuya complejidad técnica lleva a Morgan a sugerir la
improbabilidad de que hubiese sido inventada más de una vez. Así, pese
asumir el principio de que, a condiciones y necesidades análogas, los grupos

412
Sociedad, 107 (las cursivas son nuestras).

140
humanos generan respuestas también similares, en la práctica Morgan admite
diferencias en la supuesta unidad psíquica humana. Éstas se traducen en la
existencia de “familias” (no en sentido parental), concretamente la semítica y
la aria, con capacidad para erigirse en época reciente en la punta de avance del
desarrollo de la humanidad413.

La asunción de un referente jerárquico conlleva la formulación de juicios de


valor en términos de superioridad o inferioridad y avance o atraso. Morgan
connotó positivamente a la civilización414, colocándola en la cima de la
pirámide evolutiva humana. Más en concreto, la civilización occidental de raíz
aria de la cual era partícipe el propio Morgan aparecía como la manifestación
más lograda del género humano, por lo que, según el razonamiento
unidireccional que acabamos de exponer, se erigía en el modelo al que debían
aspirar las restantes sociedades. El progreso técnico contemporáneo y las
instituciones burguesas a él asociadas deberían constituir la meta o, si se
prefiere, el fin necesario que aguardaba a las demás. Desde esta perspectiva, la
propuesta de Morgan contiene prejuicios ideológicos que la acercan a las
genealogías míticas tradicionales a que hacíamos referencia al inicio de este
capítulo. De Morgan se ha criticado su etnocentrismo, que le llevó a elevar a la
sociedad de que se sentía partícipe a la cima del desarrollo humano. Además,
proporcionó una justificación “científica” para dicha “superioridad occidental”
y, por ende, para la intervención colonial e imperialista de las potencias
capitalistas occidentales.

“En rigor, solamente dos familias, la semítica y la aria, cumplieron la


tarea [alcanzar la civilización] mediante su esfuerzo propio. La familia
aria representa la corriente céntrica del progreso humano, porque
produjo el tipo más elevado de hombre y ratificó su superioridad
intrínseca al adueñarse paulatinamente del señorío del mundo”415.

b) El presente conserva el pasado. Morgan utilizó en sus investigaciones datos


etnográficos correspondientes a sociedades aproximadamente
contemporáneas, así como referencias historiográficas de la antigüedad
grecolatina. Por tanto, el espectro cronológico considerado puede calificarse
como reciente, en comparación con la enorme profundidad temporal de la
presencia humana. Pese a ello, el esquema evolutivo de Morgan pretende
413
“Desde el periodo medio de la barbarie, sin embargo, las familias aria y semítica parecen representar
satisfactoriamente las hebras centrales de este progreso, que en el periodo de la civilización han sido
gradualmente asumidas por la familia aria sola” (Sociedad, 107).
414
“El hecho de que una parte de la familia humana, hace más o menos cinco mil años, alcanzase la
civilización debe ser considerado como un hecho maravilloso” (Sociedad, 544).
415
Sociedad, 544-545.

141
representar todo el recorrido histórico y prehistórico de la humanidad.
Semejante pretensión parte de la premisa de que la actualidad contiene
suficientes evidencias del pasado como para efectuar una reconstrucción del
mismo. Esta premisa, a su vez, se apoya en otras tres:

• La humanidad progresa mediante la acumulación de conocimientos, de


forma que los estadios más recientes conservan, total o parcialmente,
elementos materiales (tecnología) y conceptuales (instituciones) sin los
cuales no se hubiera podido acceder al estadio actual.
• La civilización occidental decimonónica encarna el grado de progreso
más elevado alcanzado nunca por la humanidad. Las restantes
sociedades permanecen detenidas en diferentes estadios que ya han sido
superados por aquélla. En consecuencia, podría afirmarse que “sus
presentes ilustran nuestro pasado”416.
• Las formas de vida más simples constatadas etnográficamente nos
hablan de las formas de vida más antiguas de la humanidad y, a la vez,
también de las más extendidas.

Estas premisas muestran claramente el carácter deductivo del proceder


evolucionista. Morgan llegó incluso a conjeturar que la presencia humana
sobre la Tierra se remonta a cien mil años, de los cuales el salvajismo habría
ocupado las primeras tres quintas partes, es decir, sesenta mil años417. Ahora
bien, resulta claro que deducciones como ésta no se convierten per se en
enunciados verdaderos sobre la realidad del pasado, porque son formulados
desde una combinación de premisas formales, teóricas, no de observaciones
empíricas. Todo enunciado sobre el pasado, reclama pasado real para ser
validado o no; es decir, pruebas pertenecientes al pasado en el cual se hallaron
plenamente vigentes las formas que hoy sólo inferimos o imaginamos.
Justamente ahí entra en juego la arqueología.

Si la biología darwinista favoreció el desarrollo de la paleontología, la


antropología animó el de la arqueología418, si bien es cierto que ésta había
iniciado una andadura propia tiempo atrás y había comenzado a adecuar las
premisas del método científico a la especificidad de sus materiales mediante el
Sistema de las Tres Edades. Morgan conocía este logro fundamental de la
arqueología nórdica. De hecho, barajó la posibilidad de estructurar sus

416
“Al estudiar el estado de las tribus y naciones en estos períodos étnicos, tratamos, substancialmente, de la
historia antigua y condición de nuestros propios antepasados remotos” (Sociedad, 89).
417
Sociedad, 106.
418
Véase al respecto Childe, V. G. (1965), La evolución de la sociedad. Ciencia Nueva, Buenos Aires, p. 18
(traducción de Mª Rosa de Madariaga a partir del original de 1951).

142
periodos étnicos según las edades de la piedra, el bronce y el hierro, aunque
finalmente descartó esta posibilidad419. En términos generales, si bien Morgan
retuvo algunas enseñanzas de la arqueología a la hora de dotar de contenido a
ciertos periodos étnicos420, el aporte de esta disciplina en la elaboración del
esquema evolutivo es poco relevante. Hacia la década de 1870, el
conocimiento científico del pasado a partir de los restos materiales sólo se
hallaba en sus comienzos. La arqueología se prestigiaba a golpe de grandes
descubrimientos, que servían para alimentar la pasión anticuarista y los
estudios de arte antiguo, mientras que avanzaba lentamente en la tarea de dotar
de un orden cronológico a un flujo de hallazgos que aumentaba sin cesar.

Cuando Morgan redactó Ancient Society, la arqueología aún no se hallaba en


condiciones de brindarle un apoyo seguro ni sobre la profundidad y ritmos
temporales de la evolución humana, ni sobre cómo ésta se materializó en los
cinco continentes. En sentido contrario, los trabajos de la antropología
evolucionista constituyeron un acicate para ampliar las miras de la
investigación arqueológica, ya que presuponían una gran cantidad de premisas
y afirmaciones sobre el pasado humano que sólo la arqueología se hallaba en
condiciones de contrastar. Confirmar o desmentir la propia secuencia de
periodos étnicos era una de las cuestiones cruciales, si no la mayor. La
arqueología ya había comenzado desarrollando un método propio para la
obtención de cronologías relativas (el tipológico-contextual plasmado en el
Sistema de las Tres Edades), y en este cometido encontró el auxilio de la leyes
estratigráficas formuladas desde la geología. En juego estaba, no sólo
comprobar el ajuste de una secuencia empírica, sino la validez de las premisas
sobre las que se asentaba el método. Por supuesto, no faltaba la curiosidad por
resolver otros interrogantes de carácter más puntual. Morgan formuló uno de
éstos en referencia a los orígenes de la metalurgia del hierro, calificado como
el mayor descubrimiento de la humanidad: “Sería una singular satisfacción si
nos fuera dado saber a qué familia y tribu debemos este conocimiento, y con
él, la Civilización”421.

En suma, el evolucionismo incentivó una disciplina arqueológica todavía


incipiente a mediados del siglo XIX. Pese a que por aquel entonces
consolidaron sus trayectorias académicas separadas, también es verdad que
antropología y arqueología sentaron las bases para una relación que se ha

419
Sociedad, 81.
420
Así, por ejemplo, cuando señala que “los instrumentos de pedernal o de piedra son más antiguos que la
alfarería, puesto que en numerosos casos han sido hallados depósitos antiguos de aquéllos no acompañados
de restos de ésta” (Sociedad, 85-86).
421
Sociedad, 110.

143
mantenido hasta la actualidad y que ha tenido en la investigación sobre la
formación de la Civilización y el Estado uno de los temas de mayor interés.

-Neoevolucionismo.
Tras contribuir decisivamente a la consolidación de la antropología como
disciplina, el evolucionismo comenzó a ser cuestionado y perdió su posición
hegemónica como guía para la investigación. El particularismo histórico
ocupó entonces este lugar. Al calor de la filosofía idealista alemana, el estudio
de la diversidad de los seres humanos abandonó la pretensión de hallar
regularidades, de formular generalizaciones y mucho menos de delinear
trayectorias evolutivas unilineales de validez universal. Por el contrario,
comenzó a entender las múltiples formas de vida humana como un mosaico de
culturas. La cultura se define como una entidad de naturaleza significativa e
ideal que pertenece al ámbito del pensamiento, y es, por tanto, refractaria a
cualquier causalidad de orden tecnológico y, en general, materialista. Cada
cultura remite a una esencia propia y distintiva, modelada a lo largo de una
concatenación particular de acontecimientos históricos, que se traduce en
configuraciones distintas de costumbres, creencias y objetos materiales. Así
pues, si cada cultura es única, resulta vano, como señalamos antes, intentar
buscar causas aplicables a una generalidad de ellas. De detectarse, las
similitudes entre culturas se deberían a fenómenos de difusión, préstamo o
influencia, cuyo alcance e intensidad se creen dependientes de la idiosincrasia
de las partes y de la situación histórica en que acaecieron. También resultaría
equivocado proponer órdenes jerárquicos entre los grupos humanos en función
de un criterio universal, ya sea el tecnológico o cualquier otro. El
convencimiento en la singularidad de los fenómenos culturales conduce a
posturas relativistas que combaten las atribuciones en términos de
superioridad-inferioridad o de desarrollo-atraso con que el evolucionismo
connotaba la comparación entre las sociedades estudiadas. Aun así, el
etnocentrismo burgués estaba demasiado arraigado como para que muchos de
los partidarios del historicismo cultural dejasen de admitir la diferencia entre
“altas” y “bajas” culturas. Evidentemente, las civilizaciones figuraban entre
las primeras…

La arqueología aportó argumentos que contribuyeron al descrédito del


evolucionismo decimonónico. Por un lado, certificó errores en la secuencia
evolutiva de Morgan, como por ejemplo que las primeras civilizaciones
surgieron antes de que se tuviese conocimiento de la metalurgia del hierro y
no como consecuencia más o menos directa de ésta; o, de hecho, que ni
siquiera la propia práctica de la metalurgia ha sido un requisito cumplido por

144
todas las civilizaciones422. Por otro lado, la excavación de yacimientos
plurifásicos, la definición de prolongadas secuencias estratigráficas y el
establecimiento de las primeras periodizaciones regionales puso de manifiesto
que el desarrollo de los grupos humanos distaba de haber sido uniforme, y
que, a épocas que registraron progresos tecnológicos, institucionales e incluso
artísticos destacados, siguieron otras con retrocesos marcados en todos esos
campos. La arqueología, en síntesis, puso su grano de arena en la crítica de la
unilinealidad evolutiva, la causalidad de raíz tecnológica y la universalidad de
la idea de progreso, mientras que, por otro lado, se sumó a la corriente de
quienes consideraban que la diversidad (material en el caso arqueológico) era
signo de idiosincrasia cultural.

Sin embargo, como suele ocurrir cuando no se extingue del todo “esa parte de
razón” que hace alguna vez hegemónico a un planteamiento teórico, desde
mediados del siglo XX se produjo una reformulación y revitalización de los
planteamientos evolucionistas. En antropología, suelen señalarse los trabajos
de J. Steward y L. White como hitos fundamentales en el resurgimiento de una
tradición que vivirá sus mejores años en las décadas de los sesenta y de los
setenta, y que tuvo como escenario principal las universidades
estadounidenses. Este neoevolucionismo releva nuevos acentos en viejas
ideas, al tiempo que aporta argumentos inéditos. El evolucionismo
antropológico del siglo XIX debía más a la tradición filosófica ilustrada, y en
especial a la idea de progreso, que a la influencia directa de la biología
darwinista. En cambio, en los postulados neoevolucionistas este influjo se deja
sentir mucho más claramente. Las sociedades humanas son expresiones de la
especie humana que, al igual que las restantes especies vivas, debe superar la
criba de la selección natural para sobrevivir. De ahí la importancia concedida a
las variables ecológicas, que demarcan el hábitat en el que se desarrolla la vida
social, y de la categoría “adaptación”. Ésta mide el éxito con el que los grupos
humanos afrontan la supervivencia, sólo que, a diferencia de otros animales y
plantas, el papel de la mutación genética se halla minimizado a favor de la
tecnología, la organización socio-política y en general de la cultura, entendida,
en palabras de White, precisamente como “medio extrasomático de
adaptación”. A la hora de dar cuenta del cambio en el comportamiento
humano, volvemos a asistir a la primacía de las variables materiales de orden
tecnoeconómico y demográfico. La humana es una especie que se vale de la
tecnología para extraer del medio los recursos que le permiten vivir y
reproducirse con éxito. Las normas y significados culturales, desde las
instituciones al lenguaje o la religión, se hallan en función de esta necesidad

422
Véase un ilustrativo repaso al respecto en Childe (op. cit. cap. 2).

145
imperiosa, razón por la cual el neoevolucionismo establecerá nexos
deterministas entre el ámbito de la subsistencia material (caza, recolección,
horticultura, agricultura de regadío,…), verdadero motor de la existencia, y las
demás instancias en que se analiza la realidad social.

Ahora bien, el citado énfasis en las variables tecnoeconómicas se combina con


un destacado protagonismo de las formas de organización política, hasta el
punto de que muchos trabajos presentados bajo la rúbrica neoevolucionista
han pasado a formar parte del dominio de la antropología política. De hecho,
tanto el método empleado para elaborar los nuevos esquemas evolutivos,
como la terminología empleada para designar sus estadios, reflejan la
influencia de una filosofía política liberal-burguesa que parte de una ontología
individualista y que prima el criterio de la centralidad del liderazgo a la hora
de entender la organización de los grupos humanos. Así pues, el
neoevolucionismo privilegia las correlaciones entre grado de centralidad
política y tecnología subsistencial en la definición del conjunto de tipos
sociales. Cada uno de éstos ejemplificaría soluciones ventajosas, ya sea desde
el punto de vista estrictamente adaptativo (supervivencia) o material en
sentido amplio (mayor nivel de beneficios generales y de bienestar). A su vez,
con tales tipos se pretende sintetizar toda la diversidad humana, un proyecto
éste que coincide con uno de los objetivos primordiales de Morgan: dar cuenta
mediante enunciados simples de toda la aparente diversidad humana en
cualquier tiempo y lugar.

Tampoco es casual que el incremento de las desigualdades, medido en


términos de “complejidad”, así como el origen del Estado en tanto
culminación de dicho proceso, hayan sido de nuevo temas clave en el
programa neoevolucionista. Ante todo, se trata de desarrollos acaecidos con
mayor o menor intensidad en todo el mundo y, en cierto número de casos, en
el seno de sociedades que no mantuvieron contactos entre sí, por lo que cabe
descartar las explicaciones de índole difusionista tan caras al historicismo
cultural. Se vindica de esta manera una de las premisas principales del
evolucionismo clásico, a saber, la unidad básica del género humano como
generadora de regularidades en su comportamiento social: a condiciones y
necesidades similares, respuestas también similares, aunque a veces éstas
puedan diferir en su apariencia formal.

En cambio, a diferencia del evolucionismo decimonónico, el


neoevolucionismo no insiste en la uniformidad ni la universalidad del proceso
evolutivo. A grandes rasgos, mantiene que la trayectoria general discurre
desde las formas organizativas simples hasta las complejas, singularizadas en

146
civilizaciones y Estados. Sin embargo, no dictamina que los pasos intermedios
hayan de ser de obligado cumplimiento y, sobre todo, admite la realidad de los
fenómenos involutivos, que tendrán un campo de estudio propio vinculado a
las causas de las crisis y los colapsos.

Entre los representantes más señalados del neoevolucionismo antropológico


figuran M. Sahlins (en sus primeras obras), E. Service y M. Fried. Tal y como
apuntamos más arriba, nos centraremos en las aportaciones de los dos últimos
por su especial repercusión en la investigación arqueológica de la formación
del Estado y la Civilización.

-Elman R. Service (1915-1996).


Dos obras de E. Service merecen comentario aquí. En la primera, titulada
Primitive Social Organisation: An Evolutionary Perspective423, el autor
expone una versión inicial de su esquema de evolución de las sociedades que,
sin duda, hizo fortuna, tanto en el contenido como en el plano terminológico.
Dicho esquema se subdividía en cuatro estadios, cuya caracterización
resumiremos seguidamente.

1. Bandas.
Se trata de la forma de estructura social más simple y antigua, algunos de
cuyos testimonios se mantenían vivos en el siglo XX como, por ejemplo, entre
los atapascanos, los isleños de Andamán o los bosquimanos ¡Kung. Las
bandas constan de entre 30 y 100 individuos, vinculados entre sí en familias
nucleares o extensas creadas mediante prácticas de exogamia. La densidad
demográfica máxima se estipula en torno a tan solo un habitante por milla
cuadrada. Este valor oscila en función de la disponibilidad de alimentos, que
son obtenidos principalmente mediante la caza y la recolección. La división
del trabajo es inexistente a nivel suprafamiliar.

2. Tribus.
Al igual que sucedía en las bandas, en las sociedades tribales no existen
jerarquías políticas. Las únicas formas de liderazgo son de carácter situacional
y se basan en las cualidades personales. Aumentan, sin embargo, el número de
posiciones de estatus reconocido. El tamaño de las agregaciones poblacionales
y el número de grupos residenciales también aumenta. La organización tribal
contiene asociaciones de raíz parental, como linajes y clanes, y, asimismo,
admite la creación de sociedades secretas. Hay constancia, finalmente, de
disputas y relaciones violentas entre las tribus, que se traducen en asaltos y

423
Publicada en 1962 por Random House, Nueva York.

147
golpes de mano.

3. Jefaturas.
Las jefaturas suponen la formación de agregados poblacionales más densos y
grupos de residencia más amplios. Este desarrollo corre parejo al incremento
de la productividad en el sector subsistencial (agricultura desarrollada) y
también niveles superiores de complejidad y organización internas. El
liderazgo político implica una dirección centralizada en manos de jefes. Este
cargo posee un carácter adscrito y su desempeño va ligada a la institución de
normas sucesorias y al disfrute de bienes de lujo. Una de las funciones
asumidas por los jefes es la gestión del intercambio redistributivo entre grupos
de productores con cierta especialización regional en virtud de las condiciones
ecológicas.

4. Estados primitivos y civilizaciones arcaicas424.


Finalmente, los Estados se caracterizan por poseer gobiernos burocráticos que
monopolizan el uso legítimo de la fuerza. Pueden expandirse hasta formar
imperios que incluyeron diversas culturas y grupos étnicos en el marco de un
orden civil. Estados primitivos y civilizaciones arcaicas no constituyen
entidades cualitativamente distintas, sino más bien variaciones de grado en un
mismo estadio. Las civilizaciones arcaicas representan tentativas exitosas de
integración estable, de forma que acabaron por dar origen a un nuevo tipo de
cultura, distinta de la de los componentes iniciales. De esta forma, las
civilizaciones arcaicas constituirían la culminación del potencial integrador de
los Estados primitivos preindustriales.

La segunda de las obras de Service, Origins of the State and Civilization. The
Process of Cultural Evolution (1975)425, constituye un trabajo más extenso y
documentado sobre las características y funcionamiento de los tipos de
organización socio-política. De hecho, para Service el vector evolutivo
corresponde a la política y, en concreto, a la institucionalización del liderazgo.
En contraposición a las tesis marxistas abanderadas, entre otros, por V. G.
Childe,

“La tesis alternativa que aquí vamos a presentar sitúa los orígenes del
gobierno en la institucionalización del liderazgo centralizado. El
liderazgo, al desarrollar sus funciones administrativas necesarias para el

424
Service prestó en esta obra una atención muy limitada a la definición de los estadios situados entre el nivel
de jefatura y los modernos Estados industriales (véase Service, op. cit., 174-177).
425
Hemos utilizado la traducción al castellano de esta obra: Los orígenes del Estado y de la civilización. El
proceso de la evolución cultural. Alianza Universidad, Madrid (1984) (citada en lo sucesivo como Orígenes).

148
mantenimiento de la sociedad, se convirtió en una aristocracia
hereditaria. Las incipientes funciones económicas y religiosas de la
burocracia se desarrollaron a medida que aumentaba la dimensión de
sus servicios, su autonomía y su tamaño. De este modo, el gobierno, en
sus comienzos, funcionaba no para proteger a otra clase o estrato de la
sociedad, sino para protegerse a sí mismo. Se legitimaba con su papel de
mantenedor de toda la sociedad.
El poder político organizó la economía y no al contrario. El sistema era
redistributivo, asignativo, no adquisitivo: no se necesitaba riqueza
personal para obtener poder político personal. Y parece claro que estos
primeros gobiernos reforzaron su estructura realizando bien sus tareas
económicas y religiosas –proporcionando beneficios-, más que
utilizando la fuerza física”426.

De hecho, Service reserva el término “Estado” para referirse a formas políticas


caracterizadas, aquí sí, por el uso de la fuerza física como instrumento para
lograr un control represivo. Algunas de estas organizaciones han sido
documentadas etnográficamente (por ejemplo, los estados Zulú y de Ankole) y
a ellas dedica una parte del libro, designándolas como “Estados primitivos”.
Sin embargo, Service insiste que se trata de fenómenos relativamente
recientes, cuyo origen se debe por lo general a las repercusiones de la
expansión colonial europea sobre sociedades de jefatura teocráticas. En
cambio, utiliza la expresión “civilizaciones arcaicas” para referirse a las
primeras estructuras políticas jerárquicas e institucionalizadas que aparecieron
en Mesopotamia, Egipto, China, el valle del Indo, Mesoamérica y Perú, hace
varios miles de años. Service centra entonces sus esfuerzos en cómo estas
civilizaciones “se formaron a partir de la matriz de la sociedad igualitaria
primitiva”427, estructurada inicialmente en sociedades segmentarias igualitarias
y, más tarde, en jefaturas. Detengámonos en mostrar la caracterización de
estos tipos evolutivos.

1. Sociedades igualitarias o segmentarias.


La mayoría de las sociedades igualitarias obtienen los alimentos mediante la
caza y la recolección. Se trata de grupos pequeños, en los cuales el liderazgo
político está basado en las cualidades personales (capacidad, inteligencia,
condiciones físicas) que confieren ventajas en contextos de vida determinados
y que reciben a cambio un reconocimiento social en forma de estatus. El
carácter de dicho liderazgo es efímero, dado que el líder carece de los medios
para dominar permanentemente a otras personas. En ausencia de fuerza
426
Orígenes, 26.
427
Orígenes, 26.

149
coercitiva, las decisiones colectivas o la resolución de conflictos
interpersonales dependen de juicios emitidos por quienes ostentan autoridad
moral (por ejemplo, los ancianos) o bien de arbitrajes por parte de parientes
lejanos o por la inclinación de la opinión pública. En ocasiones, los conflictos
desembocan en acciones violentas, aunque éstas se reducen a combates
expiatorios o batallas a pequeña escala. Cuando este tipo de sociedades sufre
una agresión externa, los grupos afectados pueden huir y dispersarse, o bien
generar grandes confederaciones con las que plantar cara al ataque. A su
cabeza pueden figurar jefes que poseen una autoridad mucho mayor que las de
un líder en tiempos de paz.

Por otro lado, la solución a los conflictos internos puede tomar el cauce de la
segmentación, proceso por el cual una parte del grupo local se desvincula de
éste y reproduce en otro lugar una unidad social análoga a la originaria. Del
reconocimiento de esta dinámica segmentaria proviene precisamente el
segundo apelativo que utiliza Service para designar a estas sociedades.

Finalmente, el trueque y el matrimonio constituyen las formas más comunes


de intercambio, ambas guiadas por el principio de reciprocidad. El
intercambio de bienes y personas no constituiría una actividad enfocada a la
obtención de un beneficio económico en términos capitalistas, sino un medio
para consolidar alianzas y reducir el riesgo de conflictos.

2. Sociedad de jefatura.
Las jefaturas o cacicazgos configuran un tipo sociopolítico que hace de puente
entre las sociedades igualitarias y las civilizaciones. Supone un paso decidido
hacia la institucionalización del liderazgo y la consolidación de una estructura
de estatus ordenados jerárquicamente. En estas sociedades, el liderazgo
corresponde a la figura del jefe, quien ocupa un cargo transmitido
hereditariamente por primogenitura. Entre las razones del desarrollo de este
tipo de organización, Service destaca la función gestora del jefe dentro de un
sistema redistributivo de intercambios. Las sociedades de jefatura sedentarias
habitan normalmente en áreas dotadas de recursos naturales variados. Ello
favorece una simbiosis local y regional que se traduce en el desarrollo de la
distribución de productos entre asentamientos cada vez más especializados en
la explotación de los nichos ecológicos donde se localizan. Cuando esta
práctica se combina con formas de liderazgo rudimentario, como por ejemplo
la denominada de “grandes hombres” (big men), se estimula la formación de
un sistema institucionalizado de poder centralizado en torno al jefe y a su
grupo de parentesco.

150
A la gestión de los intercambios redistributivos, necesarios en una sociedad
formada por colectivos cada vez más especializados, se añaden posteriormente
otras funciones como la judicial, bélica, religiosa o la organización del
comercio exterior, que pasan a ser asumidas por una jerarquía de cargos
encabezada por el jefe. Nos hallamos ante el origen de la burocracia, cuyo
desarrollo es explicado por Service en virtud de las ventajas que conlleva su
labor de gestión y que la población percibe positivamente. Esta unanimidad,
reforzada ideológicamente mediante la religión y la frecuente investidura del
jefe con atributos sobrenaturales, se halla en la base de la capacidad de las
jefaturas para movilizar gran cantidad de mano de obra destinada a la
realización de obras o empresas colectivas, como la construcción de acequias,
templos y tumbas. La producción artesanal experimenta un notable auge. En
este sentido, es de destacar la fabricación de símbolos para uso de quienes
ostentan la autoridad, en ocasiones realizados a partir de materias primas
alóctonas que son obtenidas gracias al establecimiento de relaciones de
intercambio a larga distancia.

Pese a la insistencia de Service en afirmar que el apoyo consciente de la


población es un factor decisivo a la hora de explicar el afianzamiento de los
sistemas de jefatura, el mismo autor apunta la práctica de conductas
coercitivas. Así, cualquier acto contra el jefe es interpretado como un atentado
a la sociedad y se hace merecedor de castigos. En un orden parecido de cosas,
Service indica que la tendencia al crecimiento de las jefaturas, con la
subsiguiente expansión de la burocracia y del consumo conspicuo asociado a
los puestos de rango elevados, puede acarrear rebeliones por parte de la
población gobernada. Si éstas tienen éxito, el sistema entra en crisis y reduce
su envergadura. Sin embargo, si el sistema las supera se coloca en la tesitura
de traspasar el umbral que separa la jefatura de la civilización.

3. Civilización arcaica y Estado.


Tal y como hemos apuntado anteriormente, para Service en el mundo antiguo
es preferible hablar de civilizaciones más que de Estados. Las civilizaciones
son sistemas de gobierno caracterizados por un liderazgo centralizado con
finalidad gestora que obvia el recurso a la coerción física. A su frente se hallan
personajes revestidos de una autoridad con tintes teocráticos, cuya dirección es
aceptada y celebrada por toda la sociedad. En su labor gestora son auxiliados
por un estamento burocrático que toma a su cargo funciones muy variadas,
desde la construcción de infraestructuras hasta la organización del culto
religioso. No obstante, su cometido original y más importante fue la
administración de un sistema redistributivo de intercambios, que garantizaba
el abastecimiento general en una situación de creciente especialización

151
productiva.

El precedente inmediato de las civilizaciones arcaicas fueron las jefaturas


hereditarias, donde la gestión eficaz de una burocracia incipiente
proporcionaría beneficios al conjunto de la sociedad. Las medidas de
autoconservación promovidas por la propia burocracia, unidas al apoyo del
resto de la población, contribuyeron al incremento y expansión de las
funciones gubernamentales hasta que, en algunos casos, la envergadura de los
cambios supuso la evolución de algunas jefaturas al rango de civilización. Así
pues, las diferencias entre unas y otras son más de grado, dentro de una misma
escala, que cualitativas.

“Las civilizaciones del tipo clásico no se crearon de novo; sus


características básicas estaban todas prefiguradas en las etapas
anteriores de la sociedad. El término civilización es, pues, un concepto
relativo y no debe definirse en términos de la aparición de algún atributo
singular (…). Desde un punto de vista evolutivo, la relatividad se
alcanza no pensando en términos de unos puntos arbitrarios de
demarcación, sino de un continuo de cambio direccional (…). Luego la
clave guarda relación con el “mayor” o “menor” avance a lo largo de la
línea direccional. La noción más común, porque es la más obvia, de la
dirección que ha tomado la evolución cultural es la de que ha partido de
las culturas sencillas para llegar a las complejas, o el corolario de las
sociedades pequeñas a las grandes”428.

En el contexto de las primeras civilizaciones arcaicas, la violencia, si es que la


hubo, se restringió a episodios de competición entre diferentes facciones
gubernamentales o, excepcionalmente, a conflictos entre unidades políticas
por el acceso a ciertos recursos. Service subraya que el control social interno
estuvo basado en el consentimiento del grueso de la población ante la
percepción de los beneficios de la economía redistributiva, un consentimiento
reforzado adicionalmente por una ideología religiosa que atribuía al
gobernante supremo una aureola de sacralidad e incluso de divinidad. Desde
esta perspectiva, el “Estado como institución represiva basada en el uso
secular de la fuerza”429 constituyó un desarrollo tardío y ajeno a las
civilizaciones arcaicas.

-Morton H. Fried (1923-1986).

428
Orígenes, 329.
429
Orígenes, 330.

152
En The Evolution of Political Society. An Essay in Political Anthropology430,
Fried expuso la caracterización detallada de un esquema evolutivo
cuatripartito, cuyas líneas maestras resumiremos a continuación.

1. La sociedad igualitaria.
La exposición se abre con una advertencia que suena a paradoja: “La igualdad
es un imposible social”431, ya que los mismos individuos muestran múltiples y
marcadas diferencias entre sí (edad, sexo, resistencia, velocidad, agudeza
auditiva o visual, etc.). Por tanto, Fried añade que el encabezamiento debe ser
leído como “sociedad relativamente igualitaria”, y que las sociedades aludidas
tienen en común la falta de una estructura jerárquica o estratificada, sin que
ello suponga que alcancen una igualdad total.

Una vez hecha esta salvedad, Fried enfoca la definición de la sociedad


igualitaria desde la consideración de los conceptos de “estatus”, “rol” y
“prestigio”. “Estatus” equivale a posición social, “rol” se define como la
dimensión activa del estatus, mientras que “prestigio” es el componente
ideológico del estatus y está asociado al concepto de “autoridad”, entendida
como la “capacidad para canalizar el comportamiento de otros sin recurrir a la
amenaza o a la aplicación de sanciones”432. A partir de este planteamiento,
Fried define la sociedad igualitaria en los siguientes términos:

“Una sociedad igualitaria es aquélla en la que hay tantas posiciones de


prestigio en cualquier nivel dado de edad-sexo como personas capaces
de ocuparlas. Dicho de otro modo, una sociedad igualitaria se
caracteriza por el ajuste entre el número de estatus valorados y el
número de personas con la capacidad de asumirlos”433.

Al estar basado en la autoridad, no en la coerción, el liderazgo posee un


carácter efímero y se limita a las situaciones puntuales en que dicha autoridad
es reconocida. La organización social está basada en familias y en pequeñas
bandas exógamas móviles, que ocupan el territorio con una baja densidad de
población. La subsistencia procede de la caza, la pesca y la recolección,
430
Editada por Random House, Nueva York (1967) y citada en adelante como Evolution. Todas las citas
literales tomadas de esta obra han sido traducidas al castellano por nosotros. Del mismo autor, hemos tenido
en cuenta también un trabajo anterior de carácter sintético titulado “Sobre la evolución de la estratificación
social y del Estado”, en Llobera, J. R. (ed.), Antropología Política. Anagrama, Barcelona, pp. 133-154 (1985)
(citado como Sobre la evolución). Este artículo fue publicado originalmente en 1960, como parte de un
volumen editado por S. Diamond que llevaba por título Culture in history: essays in honor of Paul Radin.
Columbia University Press, Nueva York.
431
Evolution, 27.
432
Evolution, 13.
433
Evolution, 33.

153
actividades que proporcionan alimentos que no suelen ser almacenados en
gran volumen de almacenamiento. El acceso a los recursos imprescindibles o
“críticos” para la subsistencia, como alimentos y materias primas, es
igualitario.

La división del trabajo se articula según el sexo y la edad, siendo la familia la


unidad de producción mínima, aunque ciertas actividades puedan requerir una
cooperación puntual que exceda este ámbito. El nivel tecnológico es bajo. La
reciprocidad, inmediata o diferida, es la forma dominante en la circulación de
los productos, y tiene lugar con ocasión de visitas o fiestas. Finalmente, la
guerra resulta un acontecimiento de carácter breve, puntual y de baja
intensidad, cuyas causas residen en la competición por los recursos. La
confrontación no origina ni presupone guerreros profesionales, y las armas
empleadas suelen ser las mismas utilizadas en la caza.

Los bosquimanos !Kung y los esquimales proporcionan los ejemplos más


ajustados de este tipo de sociedades.

2. La sociedad jerarquizada o de rango.


Una sociedad jerarquizada se define como aquélla en que las “posiciones de
estatus valorados están limitadas de alguna manera, por lo que no todos
aquellos con suficiente talento para ocuparlas realmente lo hacen”434. Ello es
así porque funcionan mecanismos sociales que restringen a unos pocos los
cargos de estatus o de autoridad, ejemplificados en la figura del jefe o del
“gran hombre” (big man). La aparición de las sociedades jerarquizadas
coincide con la adopción de la agricultura y ganadería, y el comienzo de la
vida sedentaria en poblados, donde se concentran las viviendas y se realizan
actividades colectivas. La densidad demográfica aumenta con respecto a las
sociedades igualitarias. La práctica totalidad de los alimentos se producen
localmente, lo que confiere a los grupos un elevado nivel de autosuficiencia.
De hecho, sólo ciertas materias primas se consiguen a través de intercambios.

Las nuevas estrategias agrícolas, con sus implicaciones en lo que respecta a la


producción, acumulación y gestión de grandes cantidades de alimentos, el
sedentarismo y la importancia creciente de la redistribución como forma
dominante de intercambio interno de bienes constituyen motivos que ayudan a
explicar el tránsito de las sociedades igualitarias a las jerarquizadas. Fried
coincide con Service en que la importancia adquirida por la redistribución
permite entender la aparición de la figura del jefe carismático como gestor

434
Evolution, 109.

154
económico carente de poder de explotación: “El jefe reúne, no expropia,
distribuye, no consume”435. En este sentido, otra característica importante en la
definición de las sociedades de rango es que se mantiene el acceso igualitario
a los recursos subsistenciales básicos, como la tierra y el agua. Por tanto, la
jerarquía política no se traduce en una desigualdad marcada ni permanente.

Al igual que sucedía en las sociedades igualitarias, la división del trabajo se


organiza principalmente según los criterios de edad y sexo. No obstante, ahora
se aprecia una limitada especialización del trabajo a tiempo parcial fundada en
criterios distintos a los dos citados. Así, por ejemplo, la obtención de materias
primas o la fabricación de manufacturas pueden tender a ser asumidas por un
grupo concreto, que, en compensación por su dedicación a estas tareas, recibe
del resto de la comunidad los alimentos que no tuvo posibilidad de producir.

Por último, la organización social descansa sobre la trama del parentesco, en


forma de linaje o clan. Las relaciones interpersonales y económicas pasan por
la pertenencia individual a una estructura parental de este tipo.

Algunos de los ejemplos más notorios de sociedades jerarquizadas se han


documentado en Polinesia y Melanesia.

3. La sociedad estratificada.
La sociedad estratificada constituye un estadio de transición entre las
sociedades jerarquizadas y el Estado. Su surgimiento tiene que ver con el
incremento demográfico y los problemas derivados de la presión sobre los
recursos subsistenciales que ello provoca y que la organización social basada
en el parentesco se ve en dificultades para solventar. La sociedad estratificada
es inherentemente inestable, pudiendo derivar hacia formas estatales o bien
retroceder a otras de tipo más igualitario. De hecho, Fried admite que es casi
imposible documentar sociedades estratificadas que no sean ya estatales. Y es
que la principal característica que las define es compartida con los Estados:

“Una sociedad estratificada es aquella en la que los miembros del


mismo sexo y edad equivalente no tienen acceso igualitario a los
recursos básicos que permiten la vida”436.

En la práctica, ello supone que ciertos individuos o grupos controlan dichos


recursos y que, debido a este motivo, otros padecen escasez. Para acceder a
tales recursos básicos, éstos deben proporcionar productos o trabajo a quienes
435
Sobre la evolución, 138.
436
Evolution, 186.

155
ostentan el control y el acceso directo. A esta situación le acompaña la
adopción de complejas disposiciones sobre la transmisión hereditaria de
derechos y obligaciones entre grupos de parentesco cerrados y jerarquizados
entre sí.

Los recursos alimenticios se obtienen gracias a tecnologías intensivas, que


contemplan el uso del arado, sistemas de regadío o la práctica del pastoreo
especializado. Las novedades alcanzan también a la esfera de la división del
trabajo. Ahora surgen especialistas a tiempo completo, una parte de los cuales
dedicados a la fabricación de bienes lujosos, lo que supone la existencia de un
sector de la población alejado de la producción directa de alimentos. La
complejidad de la manufactura también aumenta, de modo que por lo general
la tecnología necesaria ya no puede ser fabricada por un solo individuo, como
ocurre con la producción metalúrgica.

La guerra aumenta en frecuencia e intensidad, ya que posibilita la acumulación


de recursos (botín, anexiones territoriales, mano de obra esclava) en manos de
los vencedores. En sintonía con la mayor relevancia de la guerra, aparecen
especialistas en actividades coercitivas (ejército) y los cargos militares hallan
un escenario idóneo para aumentar su influencia social.

4. El Estado.
La mayor parte de las características propias de la sociedad estratificada
resultan válidas para las sociedades estatales. La definición de Estado reza así:
“complejo de instituciones por medio de las cuales el poder de la sociedad se
organiza sobre una base superior a la del parentesco”437. Surge así una
burocracia cuyos miembros no están unidos por relaciones parentales, y cuya
principal finalidad consiste en mantener y reforzar el acceso desigual a los
recursos básicos para el sostén de la vida; es decir, el orden de la
estratificación. Para cumplir este cometido, el Estado dispone de instrumentos
de poder coercitivo bajo la forma de cuerpos armados. Se definen, así mismo,
los límites fronterizos dentro de los cuales se hallan los recursos y los
individuos que quedan bajo el control del complejo institucional.
Paralelamente, se crea un aparato fiscal que moviliza recursos hacia la
institución estatal. Por último, cabe señalar la codificación de las conductas
punibles en forma de leyes explícitas en registros escritos438.

Fried consolidó la distinción entre Estados prístinos y secundarios, enunciada


por V. G. Childe y asumida también por J. Steward años atrás. Con la primera
437
Evolution, 229.
438
Para un desarrollo más pormenorizado de las características básicas del Estado, véase Evolution, 235-240.

156
expresión se hace referencia a aquellos Estados que surgieron como
culminación de procesos que no registraron la influencia de otros Estados. La
historia de la humanidad ha proporcionado seis casos de estatalidad prístina o
de surgimiento independiente: Mesopotamia, Egipto, valle del Indo,
Mesoamérica y la costa del Perú. Por otra parte, los Estados secundarios serían
todos los demás, es decir, todos aquellos en cuya formación intervinieron,
directa o indirectamente, otros Estados ya consolidados.

-Neoevolucionismo: comentario y valoración.


Los trabajos de Service, Fried, y de otros investigadores neoevolucionistas han
generado una ingente bibliografía que incluye desde matizaciones a las
propuestas iniciales hasta críticas más o menos detalladas. Lejos de pretender
ser exhaustivos en el inventario de todas estas reacciones, nos limitaremos
aquí a subrayar cuáles son los aspectos fundamentales de las propuestas
evolucionistas y a esbozar un comentario crítico sobre las mismas, alguno de
cuyos argumentos avanzamos en el capítulo anterior.

Comencemos por examinar cuestiones de método relativas a la construcción


de las secuencias de tipos sociales evolutivos. La definición de cada uno de
estos tipos se basa en la consideración de que las relaciones políticas
constituyen la dimensión fundamental de la vida social. Dicha dimensión, en
principio abstracta, se convierte en una categoría lista para ser operativa en el
análisis empírico al establecer:
a) que lo esencial de las relaciones políticas se manifiesta de manera
privilegiada en la institucionalización de la centralidad política,
entendida en términos de liderazgo, y
b) que dicha institucionalización admite una gradación, en este caso desde
formas de liderazgo efímeras, flexibles, simples y escasamente
formalizadas, hasta otras de tipo permanente, centralizado, complejas y
altamente reglamentadas. Como hemos comprobado en la exposición
anterior, la escala de gradación contempla usualmente tres o cuatro
niveles.

En función de estas premisas, la investigación neoevolucionista emprende la


organización de una gran cantidad de datos correspondientes a numerosos
grupos sociales documentados etnográficamente en todo el mundo. Tomando
las relaciones políticas como guía, cada caso particular es asignado a uno u
otro de los niveles que expresan los grados de institucionalización del
liderazgo. A continuación, se observan cuáles son las características relativas a
la tecnología, intercambios, división del trabajo, demografía, patrón de
asentamiento, sistema de parentesco, derecho, actividades bélicas y

157
organización del culto religioso que se dan con mayor frecuencia entre las
sociedades adscritas a cada nivel. A partir de ahí, los elementos recurrentes
marcan la pauta para la caracterización general del mismo. Como resultado del
proceso, los niveles de centralidad política acaban condensándose en tipos
sociales abstractos, síntesis de una generalidad de grupos humanos reales,
distantes y distintos. Ninguno de éstos se identifica plenamente con la
definición de uno o de otro tipo, pero ninguno escapa tampoco de los límites
marcados por la secuencia tipológica.

¿En qué sentido este aspecto de la metodología condiciona la comprensión de


la vida social en toda su diversidad? Para dar respuesta a este interrogante,
conviene detenerse específicamente en los efectos que ocasiona dar por
sentado que la política constituye la dimensión fundamental de las relaciones
sociales. Algunos investigadores neoevolucionistas le conceden más
autonomía que otros respecto a los factores tecnológicos, demográficos y
ambientales que entran en juego en la partida siempre crucial y cotidiana del
adaptarse para sobrevivir. Sin embargo, pese a estas diferencias hay
coincidencia en señalar que el elemento fundamental que distingue unas
sociedades de otras radica en su organización política. Ahora bien, “política”
tiene un campo semántico potencialmente amplio. Para avanzar es necesario
concretarlo o, en otras palabras, optar a favor de una definición de entre varias
posibles. ¿Desde dónde realiza el neoevolucionismo su selección? Desde una
concepción de las relaciones políticas que releva las ideas de consenso y
necesidad.

Las jefaturas o sociedades jerarquizadas primero, y las civilizaciones y


Estados después, indicarían que el citado éxito ha pasado por fortalecer el
liderazgo masculino. En las sucesivas formas en que éste se ha manifestado,
desde los primeros big men hasta los teócratas y reyes, se da siempre por
sentado el beneplácito colectivo a la acción de gobierno. Service, por ejemplo,
afirma incluso que el apoyo popular al líder y a la burocracia llega a
conformarse en la principal fuerza motriz del incremento en la complejidad
política. El núcleo del razonamiento que justifica el consenso social es el
siguiente: si la organización política contribuye decisivamente a la
supervivencia del grupo y, en ocasiones, incluso a la abundancia y al
crecimiento del mismo, sería absurdo cuestionarla, puesto que ello significaría
ir en contra del principal instinto humano439. Necesidad y conformidad
resultan así inseparables. Así pues, las poblaciones humanas generan líderes y
los institucionalizan y engrandecen si es necesario. La medida de esta
439
Individuos que prefieran morir a vivir constituyen casos excepcionales, y resulta más raro todavía el
suicidio de sociedades enteras.

158
necesidad la dan las condiciones materiales que puedan poner en riesgo la
subsistencia física y, por tanto, la supervivencia; en resumidas cuentas, la
provisión de alimento y cobijo. Al afectar a todos por igual, la política se
convierte en medio para alcanzar el interés general.

Desde esta perspectiva, el neoevolucionismo se añade a la tradición de


filosofía política que, desde Platón, entiende el gobierno, el liderazgo, como
servicio al conjunto de la sociedad. La diferencia respecto a otros
planteamientos es la argumentación materialista que la acompaña. Así, en
lugar de perseguir la realización de una idea ética, en el neoevolucionismo la
organización política constituye un mecanismo adaptativo orientado a
conseguir la supervivencia del grupo en unas condiciones materiales dadas. La
evolución política general, sintetizada en secuencias de tipos, ilustra así un
continuo de soluciones exitosas que han permitido la proliferación y
expansión de nuestra especie.

Avancemos un argumento más. Hemos subrayado que el evolucionismo


contemporáneo plantea un escenario donde las relaciones políticas recogen la
esencia de la vida social. Ahora bien, para el neoevolucionismo “política” es
ante todo relación intersubjetiva, entre sujetos, entre individuos, ya que en
todas las especies vivas la selección natural siempre se realiza a este nivel; son
grupos flexibles de individuos quienes autorizan a un big man en un momento
dado y quienes lo desautorizarán más tarde; son todos los individuos de una
sociedad quienes aprueban el afianzamiento de cargos permanentes de
liderazgo y quienes darán su conformidad para que la burocracia les gobierne
cada día más, y se supone que mejor. En suma, el neoevolucionismo vincula la
dimensión política, prioritaria en su propuesta, a decisiones individuales
guiadas por el instinto o el afán de supervivencia. De esta forma, nos conduce
por derroteros muy familiares para el pensamiento de la modernidad, que
vimos especialmente transitados por los filósofos iusnaturalistas. El acuerdo
con esta tradición se pone de nuevo de manifiesto cuando se señala que las
decisiones individuales exitosas son aquéllas que consienten y favorecen el
liderazgo individual, por lo general masculino.

Si el neoevolucionismo se detuviese ahí, se quedaría corto, pues su único


mérito consistiría en barnizar ideas viejas con palabras nuevas. Las ideas
viejas rememoran el iusnaturalismo, un postulado jurídico acogido por
filosofías que se sirven de él para plantear éticas y morales de corte
individualista e integrador. Sin embargo, el evolucionismo no se contenta con
ofrecer una perspectiva filosófica más, sino que aspira a construir una ciencia
del comportamiento humano; y una ciencia no puede basar su método (sólo)

159
en un convencimiento o juicio filosófico. El neoevolucionismo así lo entendió
y de ahí que acudiese a la biología darwinista. Solo que entonces hay que
reclamar que se aplique rigurosamente la metodología adoptada y que se
exploren los caminos que se abren al hacerlo. Recordemos que, según la teoría
de la evolución, resulta fundamental atender a cómo se produce la variación a
nivel intraespecífico (mutación) y a cómo obra la selección natural a nivel
interespecífico (competición). Ahora bien, la especie humana ofrece
singularidades destacadas. En primer lugar, el lugar reservado a la mutación
intraespecífica, de carácter estocástico, estaría ocupado en nuestro caso por la
decisión política, de carácter racional. En segundo lugar, la competición,
interespecífica según la teoría general, posee también entre los seres humanos
una dimensión intraespecífica cuando se señala que dicha competición se
entabla entre unidades políticas, es decir, la traducción antropológica de la
población entendida según la terminología biológica (una traducción cuando
menos controvertida, dicho sea de paso)

Las dos singularidades que acabamos de mencionar resultan inéditas en el


resto del mundo vivo. Por tanto, resulta obligado preguntarse si pese a ello la
teoría de la evolución darwiniana puede ser una herramienta adecuada para el
conocimiento de los asuntos humanos tan útil como ha demostrado serlo para
las especies de animales y plantas. Sin embargo, aun soslayando esta duda o
concediendo un voto de confianza ante una respuesta afirmativa, habría que
admitir a continuación que la variación es la norma y, en consecuencia, que
las sociedades humanas han generado y generan múltiples formas de relación
política, tanto a nivel interno como entre grupos sociales distintos. Así pues,
asumir que todas las relaciones políticas están basadas en la conformidad y el
consenso en torno al liderazgo, y/o que sólo éstas han probado ser
“adaptativas”, como propugna el neoevolucionismo, constituye un prejuicio
que la teoría cobertora no autoriza.

Cabría traducir esta crítica en varios interrogantes. Admitida la variación


como uno de los pilares en la evolución de las especies, y que, en la humana,
la conformidad hacia el líder pudo ser un criterio organizativo pero no
necesariamente el único, ¿cómo sabemos qué criterio o criterios han acabado
imponiéndose? ¿cómo averiguar qué criterios han conformado la civilización
y el Estado, erigidas finalmente en las formas hegemónicas de organización
política? ¿Es el Estado la solución que más conviene a la especie o la más
conveniente para tan sólo una parte de la misma?

La metodología neoevolucionista en antropología halla dificultades para dar


respuestas satisfactorias. Una razón para ello procede de sesgos presentes en

160
ciertas observaciones etnográficas. En estos casos, el líder autóctono era
erigido a tal estatus más por la administración colonial, que requería
interlocutores y delegados, que por un proceso de generación interno a nivel
local. En relación con ello, el consenso observado en torno a la figura del líder
era producto, ante todo, de la Pax impuesta por las guarniciones coloniales y,
en una medida incierta, por su prestigio, su carisma y sus eventuales servicios
en pro de la comunidad. En otras ocasiones, el resultado estaba puramente
predeterminado al asumir de entrada el criterio de centralidad política
masculina y la idea de consenso social en torno a la autoridad o el poder del
líder. Puede darse el caso de que una sociedad se clasifique como igualitaria
porque así parecen establecerse las relaciones políticas entre los hombres, pese
a que el colectivo femenino se encuentre totalmente sometido a ellos. Aquí, el
prejuicio inicial simplemente ha ocultado a más de la mitad de la población y a
las relaciones mantenidas con el resto. La paradoja que aquí se sirve
conduciría a calificar como igualitaria lo que puede ser una sociedad patriarcal
que explote y oprima a la mayoría de sus miembros.

Las objeciones anteriores tienen como escenario el presente etnográfico. Sin


embargo, la principal fuente de dificultades surge cuando las alusiones atañen
al pasado humano previo a la observación etnográfica. Como señalamos en la
exposición y comentario de Ancient Society, la construcción de tipologías de
evolución social se efectúa a partir de datos referentes a grupos humanos que
se mantenían en funcionamiento en el momento de la observación etnográfica
o de la narración historiográfica, es decir, en su mayoría correspondientes a
los últimos dos o tres siglos. Aun así, pese a la cronología actual o subactual
de la muestra empírica, las tipologías manifiestan la pretensión de abarcar la
totalidad de la diversidad humana. Además, se confía en trazar su desarrollo
diacrónico desde los orígenes, asumiendo que las formas simples o débilmente
institucionalizadas observadas en la actualidad ilustran las etapas ya superadas
por aquellas sociedades con un mayor grado de complejidad y estratificación.

La pretensión de que los tipos socio-políticos neoevolucionistas dan cuenta


sintéticamente del comportamiento humano y que, por tanto, son capaces de
iluminar el pasado remoto de la humanidad, descansa, por un lado, en el
convencimiento de que el presente etnográfico abarca la totalidad de la
variabilidad social y de las condiciones materiales que la determinan. Sin
embargo, la antropología no se halla en condiciones de probarlo, ya que carece
de acceso a las evidencias que informan sobre las condiciones materiales,
naturales y sociales, de tiempos pretéritos. Esta carencia no puede ser suplida
apelando al principio uniformitarista de la unidad psíquica humana y
asumiendo, a partir de ahí, que el comportamiento actual constituye una

161
muestra válida para cualquier otro tiempo. Está claro que las características
biológicas comunes de nuestra especie propician regularidades conductuales
en y entre los grupos humanos, pero las dimensiones genética, fisiológica,
psíquica o cognitiva no son capaces por sí mismas de explicar la polimorfia
espacio-temporal de las organizaciones sociales y sus mecanismos de cambio.
La razón de esta insuficiencia radica en la imposibilidad de aquello que es
común y general para dar cuenta plenamente de las manifestaciones
específicas. Todas aquellas dimensiones constituyen elementos constantes de
la especie, por lo que proporcionan un sustrato de capacidades presentes en
cada individuo; sientan las condiciones de posibilidad para cualquier situación
humana, pero no determinan el sentido concreto de aquello que sucede.
Piénsese que si la dinámica de las sociedades humanas dependiera
directamente y por entero de constantes biológicas, una subespecialidad de la
etología bastaría para abordar su estudio. En tal supuesto, seguramente sería
complicado discernir algo llamado evolución política. Si, en cambio,
colocamos el énfasis en las condiciones materiales que rodean la existencia de
los grupos humanos, como el clima, el relieve o la abundancia y diversidad
biológicas, tampoco completamos el argumento: seguimos desconociendo cuál
fue el estado del medio ambiente en el pasado. Y si, finalmente, concedemos
importancia a las tecnologías subsistenciales y artesanales, hay que reconocer
que nos situamos ante medios que han debido ser producidos. La producción
es un hecho colectivo que no se explica tan sólo combinando factores
biológicos, psíquicos ni ambientales, algunos de ellos identificables hoy, sino
que remiten a condiciones sociales variables históricamente: trabajo
acumulado y formas de división del trabajo y de cooperación. Es esta
variabilidad histórica la que tampoco podemos asegurar que contenga la
muestra etnográfica, ya que toda ella pertenece a una sola época, la actual.

Ya lo avanzábamos al comentar la obra de Morgan: la traslación al pasado


precapitalista de las situaciones dibujadas por las tipologías neoevolucionistas,
al igual que sucedía con la sucesión de “periodos étnicos” del antropólogo
norteamericano, constituyen hipótesis, no certezas evidentes. Los tipos
sociopolíticos son abstracciones que se sitúan al margen de la historia; su
proceso de elaboración la elimina porque coloca todos los casos empíricos
considerados en un tiempo presente “cero”; una vez definidos, los tipos no
requieren el tiempo para cobrar sentido. Así pues, otorgarles una dimensión
histórica es una operación intelectual a posteriori que supone, estrictamente,
plantear una posibilidad, no establecer una verdad. Ahora bien, someter a
escrutinio dicha posibilidad excede los límites de la antropología, puesto que,
como hemos indicado, no puede acceder a las condiciones materiales
pretéritas que pretende reconstruir. El conocimiento del pasado de las

162
sociedades debe partir de otro lugar del saber y elaborarse también siguiendo
otro método distinto del comparativo. Con él, el evolucionismo se limita a
invitarnos a reconocer mundos pasados tal y como han sido construidos a
partir de retazos de mundos presentes, pero no es capaz de garantizar el
conocimiento del pasado real.

La trayectoria reciente que ha vinculado, por un lado, la incapacidad de


método y de objeto por parte de la antropología neoevolucionista y, por otro,
el desarrollo de la arqueología procesual recabará nuestra atención en el
próximo capítulo. Por ahora, dedicaremos las últimas líneas del actual a
plantear algunas cuestiones que también tendrán continuidad en el siguiente.

Cada una de las secuencias evolutivas de tipos sociales proporciona una escala
de referencia para clasificar las sociedades. Ello permite compararlas, como
paso necesario para detectar recurrencias asociativas y, de ahí, establecer
generalizaciones con valor causal. Dado que las formas de organización
política se entienden como respuestas sociales frente a determinadas
condiciones materiales, se trata de dilucidar si puede identificarse algún factor
o conjunto de factores que aparezcan reiteradamente en uno u otro estadio y a
los cuales pueda atribuirse un valor explicativo. Service y Fried dedicaron
muchos más esfuerzos a la confección de las secuencias clasificatorias que a
enunciar posibles relaciones de causalidad que explicasen el tránsito de un tipo
social a otro. Ambos coinciden en la importancia de la implantación de una
economía redistributiva a la hora de trazar el camino desde el igualitarismo
hacia formas jerarquizadas y de liderazgo institucionalizado. Sin embargo, en
lo que respecta al surgimiento de la civilización y el Estado, la situación es
menos unánime. Así, Service coloca el acento en el apoyo consciente y abierto
de la población a la gestión del líder y de la burocracia, como factor principal
a la hora de comprender la transformación de algunas jefaturas en
civilizaciones antiguas. Por su parte, Fried es más ambiguo, y sólo es posible
encontrar alusiones a los efectos del incremento poblacional o a la necesidad
de aplicar ciertas tecnologías de subsistencia.

La explicación del tránsito al Estado desde una perspectiva evolucionista ha


hecho verter ríos de tinta. Desde mediados del siglo XX se han propuesto
múltiples modelos, cuya sola enumeración y exposición cubriría aquí muchas
páginas. La mayoría han sido elaborados por antropólogos o por arqueólogos
con cierta formación antropológica, y han sido aplicados a raíz de
investigaciones arqueológicas regionales sobre la formación del Estado en
diversas regiones del mundo. Por esta razón preferimos aguardar al capítulo
siguiente para entrar a valorarlos. Aun así, podemos avanzar aquí que

163
mantienen diferencias en cuanto a si el peso causal tiende a recaer en un factor
(modelos monocausales) o si lo reparten en una red de interacciones que
involucra varios factores en orden similar de importancia (modelos
multicausales). Otras diferencias atañen al carácter concreto de los factores.
Unos relevan el crecimiento demográfico y sus consecuencia en forma de
presión sobre los recursos; otros, los efectos de las tecnologías para la gestión
del agua, especialmente las orientadas a la agricultura; otros, la gestión de los
intercambios y el alcance y envergadura de éstos; otros más, en suma, la
importancia de los conflictos intercomunales y, sobre todo, de la guerra. Pese
a estas distinciones y diferencias, suele mantenerse incólume un principio
inherente al evolucionismo decimonónico y al neoevolucionismo
contemporáneo: los primeros líderes, gobernantes y élites surgieron porque
eran capaces de ofrecer servicios cruciales a la comunidad. Su función residía
en solucionar problemas que ponían en peligro la supervivencia del conjunto
de la población y, por tanto, su labor fue siempre ventajosa, aun cuando
alguien quiera entender el proceso de su emergencia como un mal menor. En
otras palabras: lo ocurrido, ocurrió porque fue necesario; la necesidad afectó a
todos por igual; la necesidad general sobreentiende el consenso unánime en la
solución finalmente adoptada.

Conclusión.
Las consideraciones críticas anteriores han intentado mostrar las carencias
teóricas y metodológicas del evolucionismo a la hora de dar cuenta de la
evolución social que desembocó en la formación del Estado. Sin embargo, ello
no quiere decir que las investigaciones inspiradas por estos planteamientos
hayan sido baldías o infructuosas.

El evolucionismo cuenta entre sus aciertos el haber perseguido hallar


relaciones de causalidad objetivables mediante variables materiales,
principalmente aquéllas incluidas en el terreno de la tecnología. La búsqueda
de relaciones causa-efecto forma parte de los mecanismos cognoscitivos de los
seres humanos. Cuando nos enfrentamos al estudio de los grupos humanos,
resulta difícil atribuir al azar la mayor parte de las manifestaciones de la vida
social observadas. Por eso, la comunidad investigadora se divide entre quienes
persiguen hallar las causas que rigen el funcionamiento y el devenir social, y
quienes, sin negar que pueda haberlas, se confiesan escépticos acerca de la
posibilidad de llegar a descubrirlas. Los planteamientos evolucionistas se
alinearon con el primer grupo en un momento muy importante para el
desarrollo de las ciencias sociales y humanas. Gracias a ello, el proyecto
evolucionista de convertir el estudio de las sociedades en una actividad
científica favoreció el desarrollo de disciplinas como la antropología y la

164
arqueología.

No sorprende que desvelar las causas que condujeron a la civilización y el


Estado hayan acaparado la atención de las investigaciones evolucionistas a lo
largo de más de un siglo. La experiencia de haber vivido en el seno de
sociedades estatales proporciona la certidumbre de que se deja poco margen al
azar. Si a ello sumamos que la organización política estatal se desarrolló en
diversas partes del mundo de forma autónoma entre sí, la intuición de que en
ello obraron mecanismos universales se hace muy intensa. El evolucionismo
criticó el particularismo cultural que ve todo lo humano como un rosario de
configuraciones únicas y se puso a buscar la regularidad por debajo de la
diversidad, la pauta entre la concatenación de singularidades; en definitiva,
observó efectos similares y trató de descubrir las causas que los propiciaron.
Desde nuestra perspectiva, hay que reconocer los méritos de este proyecto. En
las páginas anteriores, no obstante, hemos mostrado que la búsqueda de
principios causales generales no puede obviar la especificidad de la
(pre)historia de cada caso, también repleta de causas y condiciones materiales.
Desatender esta realidad a favor de grandes generalizaciones sólo permite
formular enunciados extraordinariamente laxos y de escaso valor
cognoscitivo. Así, afirmar que ningún Estado se ha desarrollado en sociedades
basadas en la caza y la recolección que habitan nichos ecológicos extremos
(como el desierto o los hielos árticos) poseen una utilidad limitada. En el
mismo sentido, sostener que la civilización y el Estado, adjetivadas como
sociedades complejas, surgieron a partir de sociedades previas no civilizadas o
preestatales, consideradas más simples, es también cierto, pero sólo expresa
una tendencia observable a la escala de la humanidad que roza el perogrullo.

Pese a todo, los esquemas evolucionistas han ejercido un innegable atractivo


en otros planteamientos teóricos y metodológicos. La tradición marxista
proporciona un buen ejemplo de ello. Engels incorporó la periodización de
Morgan en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.
Ya en el siglo XX, V. G. Childe aplicó estos parámetros en su exposición de la
prehistoria del Viejo Mundo. Más adelante, hallamos desde expresiones
canónicas del unilinealismo histórico en forma de sucesión rígida de modos de
producción (Stalin), hasta debates más abiertos sobre cuestiones de
periodización histórica a la luz del estructuralismo marxista de los años
sesenta y setenta. Todo ello, como comprobamos en el capítulo anterior, lejos
del materialismo histórico tal como fue aplicado por el propio Marx.

Todavía no podemos dar por acabada la discusión en torno a las propuestas de


la antropología neoevolucionista. Una de las críticas que hemos planteado

165
incidía en las carencias teóricas y metodológicas a la hora de validar las
hipótesis referidas al pasado remoto. En el capítulo siguiente, nos ocuparemos
de mostrar de qué manera la arqueología ha modificado este estado de la
cuestión.

166
SEGUNDA PARTE. ARQUEOLOGÍAS DEL ESTADO

CAPÍTULO 8
La arqueología y la investigación sobre el Estado

La arqueología ha dedicado grandes esfuerzos a conocer el cuándo, el cómo y


el porqué de la formación de los primeros Estados. Pese a que se ha alcanzado
un destacado nivel de consenso sobre determinadas cuestiones teóricas y
metodológicas, ciertos problemas entorpecen todavía el progreso de la
investigación o bien provocan que ésta tome derroteros controvertidos.
Nuestro principal objetivo al escribir estas líneas es poner de manifiesto las
raíces y las formas de expresión de tales obstáculos por medio de un
diagnóstico crítico de la estructura de la investigación dominante en la
actualidad, así como sugerir ciertas vías para superarlos.

En los capítulos precedentes hemos tenido sobrada ocasión de comprobar que


la reflexión sobre el fenómeno político que hoy llamamos “Estado” forma
parte de la historia del pensamiento occidental desde la Antigüedad y que, por
tanto, antecede con mucho a la institucionalización de la arqueología. Durante
largo tiempo, y propiciados por las obras de los filósofos clásicos y de la
doctrina cristiana, los argumentos en torno a la esencia y a las funciones de la
“República”, la “Polis”, la “Civitas”, el “Gobierno” o el “Reino” habían
estado unidos indisolublemente a una reflexión más general sobre la
naturaleza y los fines de las sociedades humanas. Más tarde, a partir de la
Ilustración y sobre todo de la eclosión de las ciencias sociales en el siglo XIX,
el “Estado”, como institución política claramente diferenciada, y el estadio de
desarrollo social y cultural al que correspondía, la “Civilización”, pasaron a
entenderse como manifestaciones concretas de la diversidad humana, de
aparición relativamente reciente y todavía en proceso de expansión. El
carácter histórico del Estado, es decir, su consideración como resultado de una
serie de condiciones previas y no como algo consustancial a la naturaleza
humana, contribuyó a que su estudio dejase de ser patrimonio de la
especulación filosófica. Ello despejó el camino para que las disciplinas
empíricas lo tomasen como objeto de investigación y, al hacerlo, hallasen a su
vez un acicate para su propio desarrollo y consolidación.

El convencimiento de lo que podríamos llamar “historicidad del Estado” y, a


raíz de ello, la necesidad de inquirir sobre las circunstancias concretas en que
se expresó dicha historicidad, constituyó una invitación para que la
arqueología asumiese competencias propias en el horizonte intelectual recién

167
establecido. En el capítulo anterior, recalcamos que los esquemas evolutivos
propuestos por autores como Morgan daban por sentado una suerte de
transposición cronológica, en virtud de la cual algunas sociedades actuales
ilustraban etapas ya superadas en el pasado por otras. Esta premisa era el
punto final de un razonamiento igualmente deductivo basado en otras dos
premisas:
1. El sentido de la evolución discurre siempre desde lo simple a lo
complejo.
2. La tecnología proporciona una escala de referencia adecuada para medir
la distancia entre dichos términos y establecer las gradaciones
intermedias oportunas.

Ahora bien, en tanto fruto de un razonamiento deductivo, las conclusiones


evolucionistas sobre el curso del desarrollo humano no podían rebasar el
campo de las hipótesis. Verificar o rechazar la sucesión de estadios propuesta
desde la antropología (en el caso de Morgan, “Salvajismo” y “Barbarie” con
sus subdivisiones internas y “Civilización”) exigía una pesquisa empírica
directa sobre las sociedades que habitaron el planeta en épocas remotas.
Precisamente ahí entró en juego la arqueología. Sólo ella estaba capacitada
para sumergirse a tal profundidad en el pasado humano hasta épocas
inalcanzables para la memoria, ni siquiera para aquélla que nos ha sido legada
por escrito.

A lo largo de más de un siglo de andadura, la arqueología ha puesto en


práctica diferentes estrategias para abordar el problema de la evolución social
a largo plazo hasta perfilar una vía que hoy es seguida por buena parte de la
profesión. Dedicaremos las próximas páginas a mostrar y a comentar cuáles
son sus líneas maestras.

-La definición del objeto de estudio.


¿Cuáles fueron y dónde se localizaron los primeros Estados de la Humanidad?
Diversas noticias contenidas en la Biblia y en textos de la Antigüedad clásica
mencionaban la existencia en tiempos remotos de Reinos, Repúblicas o
Imperios en Sumer, Egipto, Babilonia, Asiria, Israel, Persia, las riberas del
Egeo y Roma. En ellas se hacía referencia a unidades políticas lideradas
generalmente por un gobernante supremo, y que alcanzaron celebridad por
haber extendido un dominio duradero sobre amplios territorios y numerosos
pueblos. Este tipo de sistema político siempre resultó familiar en la Europa
medieval y moderna. Ello facilitó que aquellas fuentes antiguas se erigiesen en
referencias obligadas a la hora de elaborar ensayos y doctrinas filosóficas
referidas a la naturaleza y los orígenes del gobierno, así como para reflexionar

168
sobre las causas de las desigualdades humanas en cuanto al reparto de la
riqueza y el poder.

A lo largo del siglo XIX y a inicios del XX, la contribución de la arqueología


fue cobrando importancia. En primera instancia, se encargó de ilustrar con
objetos e imágenes las noticias escritas sobre las grandes civilizaciones con las
cuales pretendía emparentarse la sociedad burguesa, principalmente Roma,
Grecia y Egipto. Esta empresa recibía dosis adicionales de aventura y emoción
cuando se descubría la existencia de ciudades o de reinos mencionados en los
textos, aunque desconocidos en sus detalles e incluso en su ubicación
geográfica precisa. El halo romántico y el prestigio inicial de la arqueología
deben mucho a hechos como la localización de Troya y de los centros
palaciales de la Grecia homérica y de la Creta minoica, la excavación de la Ur
de los caldeos, la exploración de las localizaciones bíblicas en Tierra Santa o
la búsqueda de reinos míticos como el de Tartessos.

Ya fuera en estas ocasiones excepcionales o en expediciones arqueológicas


hacia objetivos mejor conocidos, los hallazgos realizados pasaban a engrosar
las colecciones privadas de mecenas pertenecientes a la nobleza y la
burguesía, que los utilizaban como elementos denotadores de refinamiento
estético, éxito económico y, en suma, distinción social. Otro destino destacado
eran los fondos de los grandes museos estatales de las potencias colonialistas e
imperialistas, donde eran exhibidos y celebrados como signos de ostentación
nacional.

En estos momentos, la arqueología mantenía un papel subsidiario respecto a la


historia basada en textos. Las excavaciones redescubrieron las ciudades
mencionadas en las fuentes escritas de la Antigüedad, dieron con las lujosas
sepulturas de reyes, príncipes, sacerdotes y aristócratas, y sacaron a la luz la
magnificencia de los centros estatales. Pero también consiguieron algo más de
singular importancia: se multiplicaron los hallazgos de textos sobre tablillas de
barro, papiros o bloques de piedra escritos por los propios protagonistas del
pasado que, en su mayoría, pudieron ser descifrados gracias al esfuerzo y el
ingenio de insignes filólogos. Muchos de estos registros revelaban finalidades
contables y administrativas; no obstante, algunos recogían la genealogía de los
gobernantes de un territorio dado hasta donde alcanzó la memoria de los
cronistas. Este hecho adquirió una relevancia fundamental para la
investigación, ya que configuró el escenario que perdura hasta hoy con plena
vigencia. Arqueólogos, historiadores y antropólogos comenzaron a asumir,
tácita o explícitamente, que los primeros Estados o Civilizaciones emergieron
en el momento y el lugar en que precisamente determinados gobernantes y sus

169
escribas se habían cuidado de manifestar; es decir, coincidiendo con el inicio
expreso de las genealogías dinásticas o con la aparición de los sistemas de
escritura en que aquéllas fueron registradas. Desde entonces y todavía hoy,
las ciudades del sur de Mesopotamia y el Egipto faraónico ostentan el título de
Primeros Estados de la Humanidad. La aparición de la escritura sobre tablillas
de barro en el nivel IV de la estratigrafía de Uruk y el reinado del primer
faraón de la Primera Dinastía del Egipto unificado, Menes-Narmer, marcaron
respectivamente los puntos de inflexión. En términos cronológicos, nos
hallamos a finales del IV milenio antes de nuestra era. Hace, pues, poco más
de 5.000 años.

No es, por tanto, casual que la escritura se haya erigido en el elemento


diagnóstico básico de la estatalidad. Por una parte, constituye el vehículo de
esta “confesión”. Por otra, es el elemento empírico más relevante al que se le
atribuye una trascendencia capaz de marcar un antes y un después: logro
intelectual de primer orden, medio para la expresión perdurable del
pensamiento, inicio de la Historia. Tanto es así que ha llegado a bastar la
identificación de un sistema codificado de signos, traducible o no en nuestros
días, para adjetivar como estatal a la sociedad que lo utilizó. Y en un sentido
diferente, las pocas sociedades ágrafas admitidas en el grupo exclusivo de las
estatales-textuales debían acreditar los requisitos más frecuentes y comunes en
éstas, fundamentalmente los emblemas de ostentación y de poder asociados a
la figura de un gobierno supremo y centralizado.

Este proceder analógico e inductivo que acabamos de señalar ha ido


configurando un referente de estatalidad, cuyo referente último y fundamental
son, en realidad, sólo ciertos Estados pero que, en la práctica, ha hecho suyo
todo el campo semántico. La amplia aceptación de categorías como “Estados
prístinos”, “Estados primarios”, “Estados Arcaicos”, “primeras civilizaciones”
y “las civilizaciones más tempranas” (earliest civilizations) entre otras, aun
con los matices propios de cada una, ha contribuido a interiorizar todavía más
dicho referente, fijando en lo más hondo de la conciencia de la investigación
un listón que distingue canónicamente qué sociedades merecen o no ser
calificadas como estatales o civilizadas. Sumer440 y Egipto441, con sus sistemas
440
El periodo Uruk en la baja Mesopotamia ostenta el título del “hogar” más antiguo de la civilización en el
mundo. Sus precedentes y desarrollo no dejan de suscitar nuevas perspectivas y debates. Para un repaso
actualizado de los mismos, puede consultarse Redman (1990), Forest (1996), Frangipane (1996), Pollock
(1999), Rothman (2001, 2004), Algaze (2001, 2004), Postgate (2002), Butterlin (2003), Huot (2004) y
Yoffee (2005).
441
Las últimas investigaciones en yacimientos clave como Hieracómpolis y, sobre todo, Abydos (Dreyer
1998) permiten plantear que, cuando menos en el Alto Egipto, los primeros Estados pudieron haber surgido
en época protodinástica (Naqada III), si no incluso antes (Naqada IIc-d), de la mano de las llamadas
“Dinastías 00 y 0”. El escenario nos coloca un mínimo de dos siglos antes de Menes-Narmer, el primer

170
de escritura y su mayor antigüedad, son las decanas y proporcionan la mayoría
de los criterios clasificatorios. En virtud de éstos, se adhirieron al grupo las
civilizaciones del valle del Indo442 y del río Amarillo 443, Mesoamérica444 y los
Andes centrales445. Todas las sociedades previas o contemporáneas a las
citadas quedan situadas automáticamente un escalón por debajo del Estado,
mientras que el diagnóstico de las posteriores depende de su ajuste al estándar
derivado de las características comunes al grupo fundador.

Podemos extraer una primera conclusión de lo expuesto hasta ahora. La


investigación arqueológica no ha decidido cuál era y dónde se situaba el
umbral de la estatalidad mediante una elaboración conceptual y metodológica
propia, sino que ha adoptado los límites de dicha condición según fue
enunciada por los mismos Estados antiguos, convenientemente traducida por
la filología y glosada a partir de entonces por la historiografía. Podría decirse

monarca de la I Dinastía, que reinó sobre un valle unificado en torno a 3000 antes de nuestra era. Sin
embargo, tampoco faltan quienes retardan el nacimiento del Estado hasta el inicio del Imperio Antiguo, ya
bien entrado el III milenio antes de nuestra era. Para una panorámica del estado de la cuestión, véase Hassan
(1988), Kemp (1992), Wilkinson (1996, 1999, 2004), Bard (2000), Campagno (2002) y Midant-Reynes
(2003).
442
Recientemente, se han alzado voces críticas que reclaman que la civilización del Indo, cuyos centros mejor
conocidos son Mohenjo-Daro y Harappa, no desarrolló instituciones políticas estatales (Posselh 2002).
443
Tradicionalmente, se ha considerado que la Dinastía Shang representa la primera civilización china,
surgida en la segunda mitad del II milenio antes de nuestra era. Sin embargo, no habría que descartar que la
aparición del Estado fuese varios siglos anterior, cuando menos a la luz de los nuevos descubrimientos
correspondientes al periodo Erlitou (véase Liu 1996, 2004; Liu y Chen 2003; Liu et alii 2004; Bagley 1999;
Maisels 1999).
444
La consideración en términos estatales de la sociedad Olmeca (tierras bajas del golfo de México; finales
del II milenio a mediados del I antes de nuestra era) se halla sujeta a controversia. Si bien la monumentalidad
de las estructuras arquitectónicas documentadas en yacimientos como San Lorenzo y La Venta, o el
refinamiento de la estatuaria en piedra han sido valoradas por algunos autores como síntomas de una
auténtica “civilización madre” mesoamericana, para otros investigadores estos elementos no resultan
suficientes para situar a la sociedad olmeca por encima del nivel de las jefaturas (véanse Demarest 1989;
Grove 1997; Clark 1997; Flannery y Marcus 2000; Spencer y Redmond 2004). Menos dudas ofrece la
consideración de Monte Albán como capital del primer Estado Zapoteca (Oaxaca) a finales del I milenio
antes de nuestra era (Marcus y Flannery 1996; Blanton et alii 1999; Spencer y Redmond 2004). Y, por
supuesto, menos todavía las posteriores civilizaciones centradas en Teotihuacán y en las ciudades mayas a
partir de inicios del I milenio de nuestra era.
445
A decir verdad, el establecimiento de una frontera clara entre “jefatura” y “Estado” nunca ha recibido un
respaldo unánime en la arqueología peruana. Las diferentes propuestas han colocado el umbral de la
estatalidad en puntos diversos entre el llamado periodo Inicial (a caballo entre el II y el I milenios antes de
nuestra era) con desarrollos como el documentado por Chavín de Huántar (Lumbreras 1981, 1989), hasta las
sociedades Moche, Nazca, Wari y Tiwanaku del I milenio de nuestra era (Stanish 2001, Billman 2002). En
los últimos años, no obstante, las investigaciones en diversos asentamientos provistos de construcciones
arquitectónicas monumentales en la región de Norte Chico han suscitado el debate en torno a la posibilidad
de que los primeros Estados hubiesen surgido en ciertos valles costeros en una fecha tan temprana como el III
milenio antes de nuestra era (véase al respecto Shady, R. y Levya, C. (eds), (2003), La ciudad sagrada de
Caral-Supe: Los orígenes de la civilización andina y la formación del estado prístino en el antiguo Perú.
Instituto Nacional de Cultura, Lima). Para una discusión actualizada en la que intervienen puntos de vista
contrapuestos, consúltese también Haas, J. y Creamer, W. (2006), “Crucible of Andean Civilization. The
Peruvian Coast from 3000 to 1800 BC”, Current Anthropology, 47 (5), pp. 745-775.

171
que la investigación aceptó que el objeto de su interés fuese establecido por la
“voz” del objeto mismo. De este modo, la arqueología ha tomado por primeros
Estados lo que, en rigor, corresponde estrictamente a los-Estados-que-
pusieron-por-escrito-a-sus-gobernantes-sobre-soportes-duraderos. Esta
realidad expresa indirectamente la situación de subdesarrollo o, si se prefiere,
de dependencia que ha padecido y que todavía padece la arqueología respecto
a otras disciplinas sociales o humanísticas. En virtud de ello, no parece haber
problema en identificar como estatal a una sociedad si ésta consignó por
escrito el gobierno centralizado que la rigió o si observadores cualificados,
como historiadores y etnógrafos, así lo han certificado; es decir, todo está
claro si la antropología y la historiografía testifican a favor. Sin embargo, se
plantean muchas dudas a la hora de proponer esta cualificación a partir de
argumentos basados exclusivamente en el registro arqueológico y en
razonamientos vinculados con éste. Es hora de profundizar en los motivos de
esta aparente incapacidad prestando atención a cómo la arqueología ha
abordado la cuestión una vez asumido el estándar de la primera estatalidad.
Nos interesará especialmente cuáles son los engranajes de la investigación y a
qué nos obligan si nos equipamos con ellos.

-La impronta de V. G. Childe (1892-1957).


Como apuntamos en el capítulo anterior, a finales del siglo XIX el
evolucionismo fue perdiendo crédito en favor del particularismo histórico. La
arqueología, que tanto debía al impulso evolucionista, contribuyó a frenarlo
cuando comenzó a aportar cada vez más pruebas que contradecían la
linealidad y unidireccionalidad del desarrollo humano. El estudio de las
culturas, configuraciones mentales únicas modeladas a lo largo de trayectorias
históricas particulares, fue sustituyendo la búsqueda de factores comunes
materiales subyacentes a la diversidad humana. Esta afirmación describe una
tendencia general en el devenir académico, pero si la tomamos en su
simplicidad nos arriesgamos a olvidar que en el mundo del saber las
sustituciones completas y las rupturas teóricas radicales son raras. Las
novedades nunca dejan de lado todo el bagaje anterior, y las tenidas por más
brillantes han sabido seleccionar elementos previos en combinaciones
afortunadas y fecundas. Tal vez con esta frase hayamos resumido lo que ha
supuesto la obra de Childe para la arqueología. Pocos como él han sabido
armonizar conceptos y métodos en apariencia contradictorios hasta lograr
influir en la maneras de hacer de sus colegas y, además, en las maneras de
entender el pasado para amplias generaciones de lectores.

La orientación teórica de su obra mostró distintos acentos a lo largo de su


vida. En conjunto, estuvo influida decisivamente por el marxismo, sobre todo

172
del Engels de El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado,
aunque también recogió aportes del evolucionismo y del funcionalismo. Del
idealismo de G. Kossinna y la tradición geográfica alemana tomó la categoría
de “cultura” y la aplicó a la ordenación del registro arqueológico. Entendió la
“cultura arqueológica” como la expresión material de un pueblo concreto
unido por tradiciones sociales comunes, depojando la definición de las
connotaciones raciales que atribuía Kossinna a las culturas. Además, dicha
expresión material no constituiría el derivado físico de una configuración
mental dada, al modo del particularismo histórico, sino que halla su razón de
ser en el ámbito de la tecnología (fuerzas productivas) y, cada vez con mayor
énfasis en sus últimos trabajos, en las relaciones sociales de producción.

Childe negó la posibilidad de formular leyes universales de la conducta


humana, objetivo perseguido por el evolucionismo. En cambio, buscó la
determinación de la evolución social (cuyos términos morganianos
“Salvajismo”, “Barbarie” y “Civilización” utilizó repetidamente con fines
clasificatorios) en los procesos concretos en que ésta se manifiesta siempre,
concediendo prioridad a las variables económicas por encima de las formas
políticas y las creencias. Como señaló en una de sus obras más conocidas,

“(…) las revoluciones económicas reaccionan sobre la actitud del


hombre ante la naturaleza y promueven el desenvolvimiento de las
instituciones, de la ciencia y de la literatura; en una palabra, de la
civilización en la significación más general”446.

Al igual que Morgan pero a diferencia de la corriente principal del


evolucionismo posterior, Childe admitía la difusión como medio para la
transformación social. Aquélla podía vehicularse a través de la migración
poblacional, la conquista o como efecto del desarrollo de los intercambios
comerciales. La migración y el comercio aportan beneficios, suponen
progreso, mixtura, multiplicación de las variables para el comportamiento. Sin
embargo, en cualquiera de estas eventualidades, la adopción de novedades no
constituye un acontecimiento automático o natural, sino que depende de las
condiciones sociales y económicas previas entre las comunidades locales447.
Ello le distancia también del particularismo histórico, pese a que desde esta

446
Childe, V. G., Los orígenes de la civilización. Traducción de Eli de Gortari. Fondo de Cultura Económica,
México (1954), p. 55. Su título original era Man Makes Himself, y fue publicada por primera vez en 1936.
447
“(…) la difusión no es un proceso automático, como ocurre con el contagio de una enfermedad. Una
sociedad puede copiar una idea –un invento técnico, una institución política, un rito supersticioso o un motivo
artístico- sólo cuando encaja dentro de la pauta general de la cultura de la sociedad; en otras palabras, sólo
cuando esta sociedad ha evolucionado hasta una etapa que permite la aceptación de la idea” (La evolución
social, 172).

173
estrategia de investigación también se considera la difusión como agente
básico del cambio cultural. Sin embargo, desde los planteamientos
historicistas no suele aducirse el entramado causal que conduce a la adopción
de tales o cuales rasgos por parte de ciertos grupos en un momento
determinado. Ahora bien, las más de las veces este silencio no provenía ni de
la ignorancia ni del desinterés respecto a la obligación de proporcionar
explicaciones sobre el cambio cultural. Simplemente, la explicación se daba
por sentada y ésta era posible mediante una escala valorativa de raíz idealista:
las “altas” culturas exportan innovaciones; las restantes culturas las adoptan.
En otras palabras, hay culturas más geniales, superiores a otras, y, por esta
razón, constituyen “crisoles” desde donde se irradian influencias. Childe, en
cambio, evita que el núcleo de la explicación histórica resida en la
arbitrariedad inherente a un juicio de valor. Para él, no había duda que la
determinación material prima sobre las ideas y que aquélla reside en la
economía, entendida en buena medida como desarrollo tecnológico.

Conviene ahora que nos centremos en sus aportaciones al problema de la


formación del Estado. Childe fue autor de algunas de las síntesis más
brillantes sobre la prehistoria del Viejo Mundo, en las que combinó un
conocimiento enciclopédico de los hallazgos arqueológicos y una
interpretación materialista de las trayectorias estudiadas. Mantuvo una
concepción progresista de la historia, según la cual las sociedades humanas
acumulan y transmiten experiencias de generación en generación, lo cual
posibilita la adopción de mejoras tecnológicas para la satisfacción de las
necesidades básicas de alimento y cobijo. Ello se ha traducido a lo largo del
tiempo en una creciente capacidad de adaptación y de dominio sobre la
naturaleza.

Ahora bien, este desarrollo progresivo y acumulativo se halla jalonado por


cambios cualitativos de enorme trascendencia, que merecen el calificativo de
“revoluciones”. Childe acuñó la célebre expresión “Revolución Urbana” para
aludir al surgimiento del Estado y la Civilización. Con ella se subrayaban dos
cuestiones. Por un lado, la palabra “Revolución” enfatizaba el alcance y la
trascendencia de los cambios organizativos que acompañaron el surgimiento
de los primeros Estados. Por otro, se consignaba el protagonismo de la vida en
ciudades en este proceso, un hito de extraordinaria relevancia habida cuenta de
su papel en la vida humana hasta nuestros días.

La Revolución Urbana tuvo protagonistas con nombres y apellidos. El mérito


de Childe consistió en trascender los límites de las culturas individuales que
poblaban el panorama arqueológico y despojarse de los corsés evolucionistas,

174
para proponer una explicación histórica del fenómeno en las regiones en que
tuvo lugar y con las sociedades concretas que lo protagonizaron, además de
dar cuenta de sus repercusiones en otros grupos humanos cuya trayectoria
quedó en adelante marcada por este hecho. El tratamiento de la cuestión fue
abordado por primera vez de manera amplia y sistemática en The Most Ancient
East (1928)448, donde se analizó el surgimiento de la Revolución Urbana en
Egipto, Mesopotamia y el valle del Indo. Sin embargo, fue en Man Makes
Himself (1936)449 y en What Happened in History (1942)450 donde Childe
expuso de manera más clara y completa su visión en torno a los orígenes de la
civilización en el Viejo Mundo. Recordemos sus aspectos más destacados.

La Revolución Urbana no pudo producirse sin el bagaje proporcionado por la


otra gran revolución, la llamada “Revolución Neolítica”, que aconteció cuando
los seres humanos dejaron de ser meros “parásitos” de la naturaleza para
producir artificialmente sus alimentos mediante la agricultura y la ganadería.
Las manifestaciones neolíticas más tempranas aparecieron en el Próximo
Oriente, primero en Palestina y acto seguido en el arco que va desde el Bajo
Egipto hasta el noroeste de Irán, región conocida como “Creciente Fértil”. El
Neolítico, equiparado por Childe con el estadio evolucionista de la Barbarie,
trajo consigo la vida sedentaria en aldeas y poblados donde sus habitantes
mantenían un elevado nivel de autosuficiencia.

Sin embargo, pese a los avances registrados, esta forma de vida debía hacer
frente a dos serias cortapisas. La primera venía dada por el carácter limitado
de los recursos disponibles para alimentar a una población en aumento.
Mientras hubiese tierras para el cultivo y áreas de pastos desocupadas, la
población podía extenderse sin problemas. Ahora bien, cuando aquéllas
comenzaron a escasear, las tensiones entre los grupos locales amenazaban
fácilmente en desembocar en conflictos territoriales. La segunda limitación
provenía de una de las principales características de las comunidades
neolíticas: su capacidad de autoabastecimiento. Ello se traducía en la
acumulación muy limitada de reservas alimenticias a nivel local, de forma que
cualquier revés en la producción agropecuaria podía traer consigo penurias
severas e incluso la muerte por inanición. Así pues, podría decirse que en la
fortaleza de las comunidades, su capacidad de autosuficiencia, residía también
su fragilidad.
448
Traducida al castellano como Nacimiento de las civilizaciones orientales. Esta obra fue reeditada en 1934
con el título de New Light on the Most Ancient East. Hemos consultado la traducción de esta última obra a
cargo de E. A. Llobregat, cedida por Edicions 62 (Barcelona) a Planeta-De Agostini (Barcelona, 1986).
449
Los orígenes de la civilización. Fondo de Cultura Económica, México (1954).
450
Qué sucedió en la historia. Traducción de Elena Dukelsky. La Pléyade, Buenos Aires (1973) (en adelante,
Qué sucedió).

175
Ambos límites comenzaron a ser superados por las poblaciones de la Edad del
Cobre en el Próximo Oriente. Una de las claves fue la invención y adopción de
útiles de metal, mejores que los fabricados en piedra o hueso ya que permitían
un incremento de la productividad en aquellos sectores de la economía en que
eran aplicados. Sus ventajas eran evidentes, pero la complejidad del proceso
de producción metalúrgico impuso la creación de la figura del especialista
dedicado a tiempo completo a esta actividad y, por tanto, desvinculado de la
producción directa de alimentos. De esta forma, si la comunidad quería
disponer de herramientas metálicas, debía de hacerse cargo de las necesidades
subsistenciales del personal especializado en la metalurgia. Debía, en palabras
de Childe, producir un excedente de alimentos que, una vez distribuido por
trueque o comercio, serviría para mantener al grupo de especialistas
metalúrgicos. Al hacerlo, se dio el primer paso, aunque decisivo, para destruir
y superar la autosuficiencia neolítica.

Nuevos inventos, como el arado, contribuyeron a incrementar la productividad


de la agricultura, lo cual facilitó la obtención de los excedentes alimentarios.
Otras innovaciones, como la rueda, favorecieron la expansión de los
intercambios y, con ello, dieron alas a la creación de nuevos especialistas
dedicados a la producción de manufacturas cada vez más diversas.

No lejos del Creciente Fértil, en las llanuras aluviales de la baja Mesopotamia,


se dieron muy pronto las condiciones óptimas para rebasar el marco neolítico
y desarrollar formas cualitativamente distintas de organización social. Es
cierto que la aridez circundante y la falta o escasez de materias primas básicas,
como la piedra, la madera y los metales imponían exigencias muy severas. Sin
embargo, la potencialidad de la agricultura de regadío para obtener excedentes
era enorme. Las comunidades se coordinaron para afrontar las grandes
inversiones en trabajo necesarias para la puesta en marcha y el mantenimiento
de las obras hidráulicas. A partir de entonces, diques, canales y acequias
permitieron que el inmenso aunque irregular caudal del Tigris y el Éufrates
convirtiera en vergel lo que antes era un inhóspito desierto. Se había dado el
paso decisivo para dejar atrás la autosuficiencia local e inaugurar una nueva
era caracterizada por una organización económica centralizada. Gracias a la
planificación de la producción y de la distribución de alimentos, y a las buenas
condiciones para la comunicación y el transporte, los excedentes alimentarios
permitieron obtener las materias primas deseadas mediante intercambios a
larga distancia, así como mantener a un número creciente de artesanos
especializados en la transformación de éstas.

176
La instancia social que planificaba la economía y administraba el excedente
era un estamento sacerdotal asociado a la institución del templo. El lugar
donde se concentraban el templo mismo y los sacerdotes adscritos a su
servicio, los talleres con sus artesanos especializados y también una masa
variable de población dedicada a otras ocupaciones, desde la agricultura al
comercio, constituye un tipo de asentamiento inédito hasta entonces: había
nacido la ciudad. Sus primeros ejemplos nos han llegado en yacimientos como
Eridu y Uruk donde, además de los restos arquitectónicos característicos de la
nueva realidad urbana, se han recuperado los testimonios más antiguos de
registros escritos, mediante los cuales los administradores del templo llevaban
el control y la contabilidad de numerosas transacciones económicas.

Hasta entonces, el excedente había sido el fruto de un gigantesco esfuerzo


colectivo que revertía en beneficios también colectivos por medio de la
gestión del templo. No obstante, en opinión de Childe, con anterioridad a 2500
antes de nuestra era los sacerdotes y altos funcionarios comenzaron a
apropiarse del excedente por medio de la extorsión, concentrándolo en pocas
manos y empleándolo en su propio beneficio. En estos momentos, la sociedad
se encontraba ya dividida en clases en conflicto451. Entrecomillando frases de
Engels aunque sin referirse explícitamente a él como la fuente, Childe señala
que para “refrenar” tanto la lucha de clases como las incursiones de pueblos
bárbaros “famélicos”, se hizo necesaria una nueva institución: el Estado. El
germen del Estado se hallaría en el llamado “gobernador urbano” o “rey”. Sus
indicios más antiguos pueden identificarse en las fases de Uruk y Jemdet Nasr,
aunque en aquellos tiempos la hegemonía del templo todavía relegaba la
figura real a un segundo plano. Más tarde, asumieron plenamente una función
estatal en la que éste aparecía “como un poder evidentemente superior a la
sociedad, pero necesario para moderar el conflicto entre las clases y
mantenerlo dentro de los límites del orden”452.

Pese a aceptar la definición marxista del Estado, Childe no dudaba en valorar


positivamente aspectos generales de la estatalidad en una actitud más acorde
con el progresismo evolucionista. La misma cita anterior procede de un
párrafo en el que se relata cómo Urukagina, gobernador de la ciudad sumeria
de Lagash, promovió un decreto para frenar las exacciones a favor de los
ricos. Por tanto, en ocasiones como ésta Childe tiende a considerar el Estado
como una institución mediadora que desempeña su papel desde una posición
de neutralidad, una afirmación totalmente ajena a las formulaciones de Marx y
451
Qué sucedió, 113.
452
Qué sucedió, 114. Se trata de una cita tomada de El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el
Estado, de F. Engels (op. cit., 202).

177
Engels. En otros casos, el juicio llega a ser incluso favorable: “Las
organizaciones del Estado, basadas en la residencia en vez del parentesco,
abolieron las sangrientas contiendas entre los clanes, mitigando la violencia de
otros conflictos internos, y probablemente aminoraron también la frecuencia
de las guerras”453. En suma, hallamos en su tratamiento del Estado una
síntesis, no exenta de eclecticismo, entre funcionalismo, evolucionismo y
marxismo.

Hacia el final de su vida, Childe publicó un breve artículo divulgativo donde


se sintetizaban las características más relevantes para la definición de la
Revolución Urbana454. Dicha caracterización se basaba en evidencias
arqueológicas procedentes de Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo y el área
maya. No es que se enfocase la cuestión desde una óptica distinta a la
adoptada en trabajos anteriores, pero el carácter concreto y sintético de esta
publicación ha favorecido que su influencia en la investigación sobre los
orígenes del Estado haya sido muy destacable. Por tanto, vale la pena
detenernos en presentar las citadas diez características diagnósticas de la
Revolución Urbana:
1. Urbanismo. Las primeras ciudades fueron asentamientos más grandes
(se barajan cifras de entre 7.000 y 20.000 habitantes) y más densamente
poblados que cualquier poblado previo.
2. La composición y funciones de la población que residió en las primeras
ciudades también resultaron inéditas. En concreto, encontramos grupos
dedicados a tareas diversas en el marco de una amplia división del
trabajo, que pudo mantenerse gracias a los excedentes de la producción
alimentaria. Los colectivos desvinculados de ésta no obtenían la comida
mediante el intercambio directo de sus productos con una población
campesina que habitaba en la misma ciudad y/o en aldeas dependientes.
3. Concentración del excedente alimentario bajo la forma de impuesto o
diezmo que se entrega a una divinidad imaginaria o a un rey divino. Sin
esta concentración, la economía rural habría sido incapaz de conseguir
un “capital efectivo” con el que asumir mayores retos económicos.
4. Construcción de edificios públicos monumentales, como templos,
palacios y tumbas. Muy a menudo, junto a estas grandes edificaciones
hallamos los almacenes donde se concentró el excedente social.
5. Formación de una clase dominante compuesta por sacerdotes, líderes
civiles y militares, y funcionarios. Esta clase social estaba totalmente
desvinculada de las tareas manuales y acaparaba una parte sustancial del

453
Qué sucedió, 145.
454
Childe, V. G. (1950), “The Urban Revolution”, Town Planning Review, 21 (1), pp. 3-17.

178
excedente acumulado. Según Childe, la clase dominante brindaba
beneficios sustanciales en cuestiones de planificación y organización.
6. Invención de sistemas de registro (escritura, notación numérica),
necesarios para realizar las tareas propias de una administración
centralizada.
7. Uno de los corolarios de la invención de sistemas de registro y notación
fue el desarrollo de las ciencias exactas y predictivas (aritmética,
geometría y astronomía). Entre los logros más destacados figura la
elaboración de un calendario con el cual planificar las tareas del ciclo
agrícola.
8. El arte como actividad desarrollada por especialistas mantenidos
también gracias al excedente social. Escultores, pintores y grabadores
representaron personas y cosas conforme a estilos sofisticados y
distintivos.
9. Intercambios regulares sobre largas distancias, destinados a obtener las
materias primas requeridas por la industria o el culto. Al pago de estas
importaciones se destinó una parte del excedente social previamente
concentrado. Algunos de los materiales objeto de intercambio, como
metales y obsidiana, resultaban vitales para las primeras ciudades en
una medida superior a como antes nunca lo había sido.
10. El Estado: una organización basada en la adscripción residencial más
que en el parentesco. El Estado proporcionaba seguridad a los artesanos
especializados, además de las materias primas sobre las que trabajaban.
Sin embargo, tanto artesanos como campesinos fueron relegados a las
clases bajas. Esta división en clases, ya mencionada en el punto 5, tiene
otras implicaciones. Por un lado, Childe señala que todos los colectivos
ciudadanos, desde los gobernantes a los campesinos, desarrollaban
funciones mutuamente complementarias. Esta interdependencia
constituía una forma de “solidaridad orgánica” según la clásica
distinción de Émile Durkheim. Sin embargo, la concentración del
excedente provocó un conflicto económico entre una clase dominante
minoritaria que controlaba dicho excedente y la mayoría de la
población, cuya vida quedaba reducida al nivel de la mera subsistencia
y al margen de los “beneficios espirituales de la civilización”. Ante este
conflicto, el mantenimiento de la solidaridad social requirió
mecanismos ideológicos respaldados por la fuerza del Estado.

En esta lista de diez puntos455 se incluyen características de distinto orden.


Algunas poseen un referente empírico directo, como ocurre con los edificios
455
Ch. Maisels ha ampliado a doce los puntos sugeridos por Childe, al señalar que el punto nº 10 incluye de
hecho tres aspectos diferenciados y, los dos primeros, incluso contradictorios: complementariedad funcional

179
monumentales (punto 4) o la escritura (punto 6). Sin embargo, otras suponen
una combinación de evidencias, como la especialización del trabajo (punto 2),
la clase dominante (punto 5) o la “organización estatal” (punto 10).
Investigadores posteriores, como R. McAdams456 y Ch. Redman457, se
percataron de ello y reordenaron la lista distinguiendo entre cinco
“características primarias”, aquéllas relacionadas con aspectos organizativos, y
otras cinco “características secundarias”, en alusión a los elementos materiales
concretos que delatan la existencia de alguna de las características primarias.
Más adelante incidiremos en las consecuencias de esta subdivisión en el marco
de las investigaciones desarrolladas desde la arqueología procesual. Sin
embargo, para nuestros propósitos inmediatos basta con que retengamos que
Childe no confeccionó una lista de diez criterios de entidad y peso
equiparables. Trabajó sobre una muestra necesariamente reducida compuesta
por las cuatro primeras y únicas civilizaciones que a mediados del siglo XX la
arqueología consideraba como de surgimiento autónomo, y sobre las cuales
disponía de suficiente información. Su intención principal fue detectar rasgos
comunes vinculados estructuralmente en los cuatro casos empíricos
estudiados. Ahora bien, lejos de presentar una enumeración de características
discretas homologables, la estructura que las articula es jerárquica y se edifica
sobre dos ideas fundamentales:
1. Concentración y gestión centralizada de excedentes producidos
socialmente. El esfuerzo colectivo de las comunidades campesinas se
halla en la base de todo.
2. División del trabajo que contempla la especialización a tiempo
completo entre quienes producen y quienes gestionan el excedente
social acumulado.

Este es el núcleo conceptual que define la Revolución Urbana. En sí misma, la


ciudad no es sino la expresión espacial y material de esta situación económica
y social, mientras que la escritura, las obras públicas monumentales, el
calendario, el comercio a larga distancia, etc. serían elementos funcionalmente
relacionados con el núcleo que acabamos de enunciar y expresa y
concretamente vinculados con las cuatro civilizaciones que Childe tuvo en
consideración. El propio Childe confesó que incluso entre éstas las similitudes

entre campesinos, artesanos y gobernantes; medios ideológicos para mantener la solidaridad orgánica y
organización estatal (Maisels, Ch. K., Early Civilizations of the Old World. The Formative Histories of Egypt,
The Levant, Mesopotamia, India and China. Routledge, Londres, 1999, p. 26).
456
Adams, R. McC. (1966), The Evolution of Urban Society. Early Mesopotamia and Prehispanic Mexico.
Aldine, Chicago, pp. 10-12.
457
Redman, Ch. (1990), Los orígenes de la civilización. Desde los primeros agricultores hasta la sociedad
urbana en el Próximo Oriente. Crítica, Barcelona, pp. 281-282.

180
sólo podían establecerse a un nivel notablemente abstracto458 y que, si bien
proporcionaron el “capital cultural y material” sobre el que se edificaron las
siguientes revoluciones urbanas, éstas no constituyeron meras réplicas de
aquellas primeras civilizaciones.

En suma, sugerimos que la intención de Childe no fue ofrecer una lista cerrada
de rasgos que debiera cumplir canónicamente toda Revolución Urbana para
ser reconocida como tal. Pese a que el formato de su presentación en el
artículo de Town Planning Review podría llevar a entender que tal intención
existió, un examen más atento revela más bien que elaboró una definición
estructural de la Revolución Urbana combinando componentes de la tradición
marxista y evolucionista, a la que asoció determinados elementos empíricos
que se manifestaban en estrecha relación con el fenómeno en los cuatro casos
estudiados. Childe incidió en la importancia decisiva de la base económico-
social, focalizada en la concentración de excedentes agrícolas y en su gestión
centralizada en el marco de una profunda y determinante división del trabajo.
Las clases sociales tuvieron su origen en esa división, y el Estado fue la
organización que respaldó la nueva situación social. Este esquema se halla en
la órbita del materialismo histórico, aunque, como en el resto de su obra,
también aquí Childe cultivó cierta ambigüedad. Así, mientras que en algunos
pasajes describe un escenario caracterizado por la lucha de clases, en otros
momentos parece abogar por una visión contractualista o funcionalista de la
sociedad, en la que la clase dominante aportaría “beneficios organizativos” a
la vida en común e incluso asumiría tareas que “muchos hallarían más
fastidiosas que cualquier trabajo físico”459.

Childe combinó marxismo, funcionalismo y evolucionismo en una síntesis que


consiguió hacer entrar la visión arqueológica de la prehistoria dentro del relato
de la Historia Universal de la Humanidad. Del evolucionismo tomó la noción
de progreso tecnológico, y también una terminología apta para pautar su
periodización (“Salvajismo”, “Barbarie”, “Civilización”). Sin embargo, eludió
el método comparativo característicamente evolucionista, ya que éste conducía
a situar cualquier explicación fuera de la historia concreta testimoniada por los
vestigios objeto de la investigación. Las comparaciones que efectúa Childe se
establecen siempre entre resultados obtenidos mediante un proceder que no es
comparativo. Hemos repasado un ejemplo de ello a raíz de la definición de
“Revolución Urbana”: tan sólo tras culminar la investigación arqueológica de
una serie de trayectorias concretas por separado se consigue estar en
disposición de efectuar comparaciones a fin de sintetizar factores comunes.
458
Childe 1950, op. cit., 16.
459
Childe 1950, op. cit., 13.

181
Childe reconocía la fuerza de los restos arqueológicos en sus expresiones
concretas y particulares, en tanto denotadores de una realidad que hay que
atender en sí misma, evitando subsumirla de entrada en una abstracción
uniformizadora del tipo “periodo étnico”. De ahí el énfasis en la definición de
las culturas arqueológicas, pues demarcan trayectorias históricas reales e
irrepetibles. Sin embargo, no se contentó en enumerar las manifestaciones
materiales de las culturas, al modo de la lógica de archivo del empirismo
escéptico, sino que los materiales arqueológicos informaban sobre otra cosa
distinta de sí mismos: de relaciones sociales. Del funcionalismo tomó la visión
de la sociedad como un todo interrelacionado y equilibrado. Un equilibrio que
sólo un factor externo al sistema puede quebrar. Del marxismo, y de ahí las
ambigüedades o contradicciones que hemos señalado, que dicho equilibrio es
siempre fugaz y que la incesante dialéctica entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y el estado de las relaciones de producción constituye el motor de
la(s) historia(s).

-La arqueología procesual y la investigación sobre la formación del Estado.


Tras la muerte de Childe, la arqueología practicada en los países capitalistas
situó su figura como un referente obligado para la comprensión de la
prehistoria del Próximo Oriente y Europa. Propuestas explicativas de
fenómenos concretos como las revoluciones neolítica y urbana, o perspectivas
para entender globalmente la prehistoria de extensas regiones (como, por
ejemplo, los llamados “sistemas-mundo”) figuran entre los elementos de
mayor aceptación y seguimiento. Sin embargo, en general se procuró soslayar
los componentes marxistas de la obra childeana y, en cambio, se tendió a
subrayar el materialismo evolucionista y la importancia concedida a la noción
de “cultura arqueológica” como herramienta metodológica para organizar los
hallazgos.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la investigación sobre los


orígenes de la Civilización y del Estado experimentó un auge que con el paso
de los años sigue sin mostrar síntomas de fatiga. Hoy en día continúa siendo
un clásico, un tema que siempre suscita interés. Hay varias razones que dan
cuenta de ello. Las llamadas “Primeras Civilizaciones” suelen ser consideradas
desde el “Primer Mundo” como mundos perdidos, pero en modo alguno
ajenos. Por así decirlo, las primeras ciudades quedaron enterradas hace
milenios, pero una parte de ellas, ya sea en el ámbito tecnológico, jurídico,
religioso o artístico, pervive en la llamada civilización occidental. En
conformidad con una visión progresiva de la historia universal según la cual
avanzamos gracias al conocimiento acumulado por las generaciones pasadas,

182
conservamos el legado de las primeras revoluciones urbanas y, de hecho,
nuestra existencia presente habría sido imposible sin él. Los aspectos más
significativos de esta herencia son denominados “hitos” y “logros” de la
humanidad, y reciben una connotación positiva y elogiosa, en lo que a menudo
constituye una flagrante y alarmante falta de autocrítica. El atractivo de este
sentimiento de “tan lejos, tan cerca” es alimentado por la industria turística,
cinematográfica e incluso la de la moda, que hallan en la estética de las
antiguas civilizaciones una fuente generosa de reclamo e inspiración.

Con la complicidad del gran público, la arqueología ha seguido profundizando


en el estudio de las civilizaciones. Las arqueologías histórico-culturales las
han incluido en una clase específica de culturas, las “más extensas y ricas”460.
Sin embargo, ello no les hace perder su especificidad, ya que se considera que
cada civilización es única al estar inspirada por una configuración singular e
irrepetible de ideas; una configuración cuyo núcleo es previo al auge de la
civilización porque formaría parte del “espíritu” o del “genio” del pueblo
protagonista. Cuando las hay, las similitudes entre civilizaciones suelen ser
entendidas recurriendo a fenómenos de difusión (o sinónimos como
“influencia” y “préstamo cultural”) que, empero, no menoscaban el carácter
original de cada una. Más allá de los elementos económicos que contribuyen a
definirlas y, por supuesto, dejando en segundo término cualquier
determinación materialista para explicar su emergencia, las civilizaciones
expresarían ante todo un nuevo orden mental, un salto cualitativo en la
conceptualización humana de la vida en común. En palabras de S. Piggott:

“(…) el término civilización se emplea referido a una sociedad que ha


elaborado una solución al problema de vivir en una comunidad
permanente y relativamente grande, en un nivel de desarrollo
tecnológico y social superior al de la banda de cazadores, de la familia
de agricultores, de la aldea independiente o de la tribu de pastores. La
civilización es algo artificial, hecho por el hombre; constituye el
resultado de fabricar instrumentos de creciente complejidad en
respuesta a los conceptos cada vez más amplios de la vida de
comunidad que van desarrollándose en las mentes humanas”461.

Las arqueologías histórico-culturales admiten la conveniencia de efectuar

460
Daniel, G. (2003), The First Civilizations. Phoenix Press, Londres (original Thames & Hudson 1968), p.
6.
461
Piggott, S. (1992), “Introducción. El mundo forjado por el hombre”, en Piggott, S. (coord.), El despertar
de la civilización. Labor, Barcelona, pp. 11-15 (original Thames & Hudson. Londres, 1961), p. 11 (las
cursivas son nuestras).

183
interpretaciones sobre el pasado, pero suelen descuidar el trabajo de definir
criterios precisos para realizarlas y desconfían, por “especulativas”, de las vías
planteadas desde otras posiciones teóricas y metodológicas. La única
esperanza de vincular interpretativamente presente y pasado se sostiene sobre
argumentos humanistas, según los cuales los seres humanos compartimos un
“fondo común” de naturaleza básicamente mental que nos permite comprender
las vivencias tenidas por otros individuos. En el caso de las civilizaciones, esta
tarea es más factible por cuanto compartimos ciertos componentes relevantes
de una historia común. La estética, mediante las manifestaciones artísticas en
que se expresa, es uno de los aspectos en que mejor pueden conectarse las
sensibilidades espirituales del pasado y del presente. De ahí la proximidad
entre Arqueología Clásica (justamente la que se ocupa del estudio de las
civilizaciones de la antigüedad) e Historia del Arte, tan claramente plasmada
en la organización de la docencia universitaria vigente aún hoy en muchos
países. La arqueología histórico-cultural de las civilizaciones ha desembocado
en un humanismo esteticista en el que se vindican valores de tolerancia
entendidos desde un prisma liberal: comprender, admirar y preservar la
diversidad de las realizaciones humanas en todo tiempo y lugar. La expresión
actual de mayor eco y consenso es el discurso de la UNESCO y de los Foros
Internacionales de las Culturas, que celebra y vela por el llamado
“patrimonio” de la Humanidad como fruto del espíritu de los pueblos que
llegaron a materializarlo.

La arqueología procesual, también conocida como “Nueva Arqueología”,


reaccionó en la década de los sesenta del siglo XX contra esta manera de
enfocar las cosas. Rechazó el humanismo empático como perspectiva y
método para comprender las obras del pasado y, en su lugar, pretendió
refundar la arqueología desde un proyecto cientifista que hunde sus raíces en
la filosofía de la modernidad ilustrada. Así, se establece que:

1. Ontología: las sociedades no son agregados humanos configurados por


azarosas trayectorias históricas o por la pertinaz voluntad de sus
integrantes. Son sistemas integrados y autorregulados, cuyas pautas de
funcionamiento muestran regularidades interculturales. Más allá de la
multiplicidad de sus manifestaciones concretas, las sociedades humanas
responden a determinantes materiales, preferentemente de orden
tecnológico, medioambiental y demográfico.
2. Epistemología: el conocimiento objetivo de las sociedades a través de
sus vestigios materiales es posible. Es responsabilidad del sujeto
cognoscente articular las hipótesis relevantes y las pesquisas empíricas
que les otorgarán veracidad o que justificarán su rechazo. La

184
arqueología debe aspirar a adquirir el estatuto de disciplina científica, y,
por consiguiente, a abandonar el terreno de la empatía humanista.
3. Política: el conocimiento del funcionamiento y del devenir sociales
resulta útil para conocer nuestro presente y dirigir nuestro futuro. Desde
esta perspectiva, no es extraño que la formación de las primeras
civilizaciones haya figurado entre los temas de mayor interés para la
arqueología procesual, dado que, al hacerlo, se pretende investigar
nuestros propios orígenes, cómo funciona nuestra sociedad y cuçal
puede ser su futuro.

El conocimiento de la variación y del cambio en las sociedades humanas está


estrechamente vinculado con la concepción de la ontología social que
acabamos de mencionar. En este capítulo, las influencias decisivas proceden
del evolucionismo y del funcionalismo. En virtud de éstas, el fin último de la
conducta humana es lograr la adaptación del grupo en un entorno dado o, en
términos menos ecológicos y más funcionales, el equilibrio u homeostasis
entre los subsistemas que componen el sistema social. De este modo, la
instauración de relaciones de desigualdad social y política debe ser entendida
como una respuesta orientada a conseguir la supervivencia de los individuos y,
por ende, de todo el grupo social. Los términos de la alternativa que se
plantearía a la sociedad son claros: o crisis y extinción, o emergencia de
sistemas jerarquizados y estratificados. Se supone que la sociedad, enfrentada
ineludiblemente a la satisfacción de sus necesidades subsistenciales básicas462,
se encarga de generar una serie de posiciones directivas o gestoras (líderes) en
aras del bien común, de concederles un estatuto especial y de marcarlo con
atributos materiales distintivos, los llamados “objetos de prestigio”. En suma,
las élites deben su razón de ser a que proporcionan servicios y beneficios
organizativos que redundan en la satisfacción de necesidades sociales.

Cuando se afirma que “la sociedad” genera estas posiciones, queda


sobreentendido que la sociedad en su conjunto aprueba su creación. Sin
embargo, ¿quién integra ese conjunto? ¿Quién tiene capacidad de decidir o de
asentir? En última instancia, se reconoce que el sujeto individual o el grupo
doméstico (household) constituyen las instancias racionales de decisión, libres
y soberanas en sus actos (el primero de los cuales, por cierto, consistió en dar

462
Como veremos, la satisfacción de tales necesidades requiere soluciones diferentes en cada caso, que pasan
a conceptualizarse como los “motores” del cambio. Así, según las zonas y las épocas, factores como el
comercio, la guerra, la necesidad de coordinar o ampliar el alcance de las labores agrícolas, la lucha contra la
incertidumbre en la provisión anual de alimentos mediante el “almacenaje social” o la necesidad de regular
los flujos de información se encuentran a menudo en la base de las explicaciones sobre la evolución de la
humanidad.

185
conformidad a las normas que rigen la sociedad463). En clara continuidad con
la sociología liberal y sus precedentes filosóficos (Hobbes, Locke), se afirma
que todos los individuos son organismos autónomos que persiguen la
realización de sus deseos y necesidades. Para ello, utilizan las facultades,
habilidades y recursos a su alcance para, en competición con otros individuos,
maximizar sus objetivos económicos (Homo oeconomicus), políticos (Homo
politicus) o cualquier otro que se suponga “natural” en nuestra especie. De
este modo, el procesualismo identifica la satisfacción de los deseos e intereses
individuales o particulares con el bien común, dando por sentado que el fin es
correcto (la supervivencia de la sociedad por medio de una adaptación
satisfactoria) y que los medios para conseguirlo no pueden ser otros que los
que son (individuos en competición a la búsqueda de sus fines particulares).

Los líderes iniciales que ocuparon los puestos de gestión y decisión satisfacían
una serie de requisitos: eran individuos masculinos y, según se dice, solían ser
los mejor dotados en términos de inteligencia, habilidad o fuerza física. Ello
les confirió prestigio social y político que se expresaba en correlatos
materiales. Bebiendo directamente de las fuentes del neoevolucionismo
antropológico, se afirma que en las sociedades más simples el Big Man
encarna todas estas características y se constituye en el elemento dinámico,
transformador del originario igualitarismo, que posibilita una jerarquización
incipiente. En cambio, en otras formas sociales más evolucionadas, donde las
posiciones de rango personales se transmiten hereditariamente, la competición
no se establece entre todos los integrantes de la sociedad. Intervienen entonces
los conceptos de “representatividad” y “legitimidad”, en virtud de los cuales
un individuo asume las aspiraciones colectivas delegadas en su persona. Pasa
entonces a constituirse en elemento dinamizador de su grupo y de los que
entran en contacto con él gracias al mismo mecanismo que medió en la
desigualdad originaria: la dinámica “competición-interacción”, esta vez
mantenida entre élites mediante mecanismos de emulación (la denominada
peer polity interaction y las economías de “bienes de prestigio”) y/o bien por
conflicto, guerra y eventual conquista. La maleabilidad de la “sociología de la
competencia” permite su aplicación tanto en un marco explicativo ecológico-
adaptacionista, como en el menos funcionalista que supone la maximización
de las necesidades y deseos individuales o grupales como tendencia natural de
la humanidad.

Conviene retener de cara a la argumentación que desarrollaremos a


463
Las teorías sociológicas adoptadas por la arqueología procesual presuponen que la vida social fue fundada
mediante un acuerdo o comunidad de intereses individuales, una premisa que remite a la idea iusnaturalista de
un contrato social.

186
continuación que la perspectiva sociológico-antropológica adoptada por la
arqueología procesual considera que el mérito y el beneficio individual
constituyen condiciones para el bien común, y que ahí se encuentra el meollo
de los orígenes de la desigualdad social. Así pues, ciertos individuos
destacados desempeñan roles y funciones útiles de cara a la supervivencia
social. Como consecuencia de ello, pueden pasar a ocupar posiciones
jerárquicas de rango más o menos institucionalizadas, respecto a las cuales se
supone una aprobación colectiva (prestigio) y que son simbolizadas mediante
la ostentación de determinados ítems de uso restringido (bienes de prestigio).

Complejidad.
Profundicemos en cómo las investigaciones procesuales establecieron los
mecanismos concretos mediante los cuales la desigualdad social cobró carta de
naturaleza; o, en otras palabras, veamos cómo se definieron las causas
concretas que propiciaron la aparición y el desarrollo de dicha desigualdad, así
como las formas socio-políticas conforme a las cuales ésta se expresó. Como
comprobaremos a continuación, la antropología neoevolucionista desempeñó
un papel decisivo en todo ello.

Resulta evidente que las sociedades se transforman y que en apariencia su


polimorfia es enorme. Sin embargo, ¿se debe esta multiplicidad al azar de los
eventos sociales, a la difusión aleatoria de rasgos, a la idiosincrasia cultural
irreductible? Ya hemos avanzado que la respuesta es ahora negativa. Los y las
defensores de una arqueología cientifista comparten la creencia de que las
sociedades funcionan y se transforman en respuesta a imperativos causales
que la arqueología está en disposición de conocer y formular en enunciados
generales o, al menos, de representar en forma de modelos que habrá que
contrastar con las evidencias empíricas. De cualquier manera, desde esta
perspectiva se asume que la evolución de la humanidad se ha regido por
factores determinados y se ha llevado a cabo de manera ordenada, siguiendo
una escala gradual de creciente jerarquía política e intensificación económica.

El estudio de la gradación en proceso fue abordado desde la noción de


complejidad social. Ésta posee un doble sentido, ya que designa tanto una
trayectoria de desarrollo en términos formales como, a la vez, los estadios más
avanzados de dicha trayectoria. De esta manera, puede afirmarse que una
sociedad es más compleja que otra y, por otro lado, también calificar a una
determinada sociedad como “compleja” si es que manifiesta una organización
estratificada o estatal. Así pues, la complejidad describe, bien sea en términos
relativos (comparación entre cantidades: la sociedad “x” es más compleja que
la sociedad “y”) o absolutos, cualitativos (la sociedad “x” es una sociedad

187
compleja). “Complejidad” es una noción muy utilizada en el pensamiento
evolucionista. En época reciente, ha sido K. Flannery464 quien la ha definido
seguramente de manera más rigurosa. Además, partiendo de los presupuestos
de la teoría de sistemas, se esforzó en trazar las vías para hacerla operativa en
arqueología.

Para Flannery, la complejidad puede medirse en función de dos procesos. El


primero recibe el nombre de segregación y hace referencia al grado de
diferenciación y especialización interior de los subsistemas que componen
cualquier sociedad. En este sentido, la aparición de nuevas instituciones o de
nuevos niveles en la jerarquía de los controles respondería a una segregación
creciente. El segundo proceso es la centralización, es decir, el grado de
vinculación entre los distintos subsistemas y los controles de orden superior en
una sociedad. En este caso, el refuerzo de dichos controles reflejaría un
aumento en el grado de centralización465. El desarrollo de la segregación y
centralización más allá de un determinado umbral traduciría el desarrollo que
culminó en la formación de los Estados.

Los principales mecanismos que favorecen dicho desarrollo son la promoción


y la linealización466. La primera contribuye al proceso de segregación, por
cuanto genera nuevas instituciones de orden superior. Un ejemplo de ello pudo
ser el surgimiento del cargo estable de “jefe” a partir de una situación en la
que el liderazgo era ocupado de manera más informal o inestable. En cambio,
la linealización abunda en el proceso de centralización, al absorber
competencias o funciones hasta entonces asumidas por instancias de menor
nivel. La linealización actúa cuando, por ejemplo y según el propio Flannery,
una agencia estatal pasa a regular los mecanismos de irrigación que
previamente eran gestionados por órganos de las comunidades locales.

La propuesta de Flannery supuso un intento de definir y formalizar con rigor


la noción de complejidad. Sus acotaciones se centraron en definir cómo obra y
se manifiesta, y por ello, hay que reconocerle el mérito de haber reducido
potenciales fuentes de ambigüedades y malentendidos. Sin embargo, no basta
con trazar el movimiento de lo complejo, sino que también hay que acotar el
uso de “complejidad” como adjetivo; es decir, con qué elementos debe contar
una sociedad para merecer el calificativo de “compleja” y, sobre todo, cómo
pueden éstos ser identificados arqueológicamente. El primer problema atañe al

464
Flannery, K. (1975), La evolución cultural de las civilizaciones. Anagrama, Barcelona (título original:
“The Cultural Evolution of Civilizations”, Annual Review of Ecology and Systematics, 3, pp. 399-426, 1972).
465
Flannery, op. cit., 31.
466
Flannery, op. cit., 38-43.

188
establecimiento de umbrales categoriales (¿qué es y qué no es?) y, con ello,
entramos de lleno en contacto con las tipologías de evolución socio-política.

El calificativo de “sociedad compleja” quedó reservado a aquéllas


clasificables en los estadios de jefatura, estratificación y civilización o Estado.
Por debajo de esa línea hallaríamos sociedades “simples”, separadas de las
complejas por lo que se suponen diferencias concluyentes. Las más destacadas
hacen referencia a la dimensión institucional de la vida social, ya que tanto el
surgimiento de las mismas instituciones como su proliferación constituyen los
indicadores más claros del desarrollo de la complejidad: la sociedad se divide
en partes, cada vez más numerosas, más consolidadas y más relacionadas entre
sí tanto horizontal como vertical o jerárquicamente. Las jefaturas y los Estados
se caracterizan por la institucionalización del liderazgo político, pero también
por una gama cada vez mayor de actividades especializadas. LaMotta y
Schiffer han propuesto una de las definiciones más completas de esta
dimensión institucional básica para definir el umbral de la complejidad:

“(…) proponemos que cualquier sociedad compleja es el producto de


sectores e instituciones que han llegado a desarrollarse de manera
diferenciada. Una institución es un amplio componente conductual que
posee una estructura burocrática, a saber, jerárquica (…). En concreto,
una institución es un campo de actividades relacionadas, organizado a
nivel supradoméstico, en cualquier parte de la sociedad, como pueda ser
el gobierno, las iglesias, el ejército, las universidades, los sindicatos
laborales y los deportes profesionales. Las instituciones, que pueden ser
asimiladas a sistemas de conducta especializados, dedican lugares y
estructuras para sus actividades y regulan flujos de gente, objetos,
energía e información en el interior de dichos lugares y entre lugares
distintos. El funcionamiento de una institución depende de las
conexiones que el sistema establece, por medio de factores vinculantes,
con otras actividades externas e instituciones”467.

La importancia de la institucionalización de las relaciones sociales va unida a


la pérdida de influencia de las relaciones de parentesco como vertebradoras de
la vida social. De ahí que las sociedades complejas se definan, además de por
su nivel de institucionalización y de relación funcional interna entre
instituciones, por descansar sobre una base territorial, residencial y
propiamente política468.
467
LaMotta, V. M. y Schiffer, M. (2001), “Behavioral Archaeology. Toward a New Synthesis”, en Hodder, I.
(ed.), Archaeological Theory Today. Polity Press, Cambridge, pp. 14-64 (pp. 50-51, la traducción es nuestra).
468
Adams , op. cit., 14.

189
Evolución, tipologías y encuestas.
Hasta aquí, la arqueología procesual había priorizado un ámbito de la vida
social (la política), había definido el orden de su variabilidad (complejidad
entendida como grado de institucionalización) y había modelizado su
desarrollo formal (segregación y centralización). Sin embargo, tomar como
objeto la emergencia de la civilización requería adoptar una visión de
conjunto de las sociedades humanas en la que dicha emergencia fuese
resultado de un proceso diacrónico regido por causas objetivables. Para dar
cuenta de este proceso en toda su extensión, la arqueología recurrió a la
antropología neoevolucionista. Autores como Service, Fried y Sahlins
propusieron nuevos esquemas evolutivos en la estela de los “periodos étnicos”
de Morgan (véase el capítulo anterior) y en la mucho más próxima de los
“niveles de complejidad sociocultural” de Steward. La nueva arqueología ha
hecho un amplio uso de estas tipologías de evolución social. De esta forma, la
sucesión formada por bandas, tribus, jefaturas y estados (propuesta por
Service en 1962) o por sociedades igualitarias, jerarquizadas, estratificadas y
estatales (según el esquema desarrollado por Fried en 1967) constituyeron los
referentes básicos con los que trabajar. No está de más recordar brevemente
cuál ha sido el procedimiento seguido para elaborar estas secuencias
tipológicas.

Antes de nada, se establece el criterio de referencia: en las sociedades


humanas resulta prioritario el nivel de institucionalización del liderazgo,
medido en términos de la estabilidad y centralidad de las relaciones políticas.
Además, es de esperar que dicho nivel de institucionalización varíe
significativamente. Con estas directrices en la mano, se procede a organizar el
material empírico proporcionado por multitud de grupos documentados
histórica o etnográficamente en todo el mundo. Dado que, en efecto, la
variabilidad institucional es alta, el resultado de la ordenación adopta la forma
de una gradación clasificatoria. Ésta se inicia en las posiciones efímeras y
situacionales de mando, donde la institucionalización es mínima. Prosigue por
las sociedades de Grandes Hombres y las jefaturas, en las que los cargos
políticos surgen tímidamente primero y se afianzan hasta convertirse en
hereditarios. Finalmente, se alcanzan las formas estatales centralizadas y
rígidamente institucionalizadas propias de las sociedades civilizadas. Una vez
clasificada la muestra intercultural de partida, a la definición de cada uno de
los estadios se incorporan los aspectos económicos, demográficos, parentales e
ideológicos que se asocian con mayor frecuencia a las sociedades clasificadas
según los criterios políticos de referencia. De ahí que pueda afirmarse, por
ejemplo, que las sociedades igualitarias suelen obtener su sustento de la caza y

190
la recolección o, a lo sumo, de formas simples de agricultura; o que las
sociedades civilizadas acostumbren a utilizar sistemas de escritura y a
construir edificios públicos de carácter monumental. Así pues, el proceder
seguido en la definición de cada estadio los convierte en tipos ideales, síntesis
de factores comunes observados en determinadas actividades humanas y, a la
vez, en grupos distantes geográfica y temporalmente. En su conjunto, la
secuencia estadial proporciona una escala con la que medir la complejidad
social y cultural, desde sus formas simples a las más elaboradas.

Inicialmente, las aportaciones de la arqueología procesual en la redefinición de


los esquemas evolutivos no fueron significativas, pese a que los profesionales
estadounidenses que la impulsaron poseían una destacada formación
antropológica. Tan sólo algunos autores, como por ejemplo el mismo
Flannery469 o, años más tarde, Johnson y Earle470, introdujeron variaciones que
no cuestionaron a fondo las propuestas neoevolucionistas iniciales o las
premisas en que se basaban. En cualquier caso, el principal punto de debate y
controversia ha consistido en cómo hacer operativos dichos esquemas. La
arqueología no desentierra instituciones ni unidades políticas, llámeseles
jefaturas o Estados. Afirmar la existencia en el pasado de cualquiera de estas
organizaciones requiere aplicar un método de investigación que tenga
necesariamente en cuenta los restos materiales. La arqueología procesual ha
basado su investigación en identificar en el registro empírico aquellos
elementos diagnósticos que serían propios de cada estadio de evolución social.
A fin de cumplimentar los requisitos de correspondencia, la arqueología
reciente potenció un amplio campo de investigaciones a partir de
manifestaciones o facetas específicas del registro empírico como, por ejemplo,
las deposiciones funerarias, la organización del poblamiento, las formas de
producción de alimentos o la distribución de los objetos como reflejo de
modalidades institucionalizadas del intercambio de bienes. A su vez, ello se ha
traducido en un recurso cada vez mayor a las técnicas auxiliares de la
arqueología, desde la geología hasta diversas ramas de la química. Todas estas
iniciativas explican en parte la proliferación de especialidades en que se ha
parcelado el campo profesional e intelectual de nuestra disciplina
(arqueologías de la muerte, espacial, económica, medioambiental, etc.).

469
Con su división entre sociedades igualitarias, de jefatura y estratificadas (Flannery, op. cit.).
470
En este caso, dividieron entre “grupo familiar” (Family-Level Group) , “grupo local” (Local Group) (que
incluye tanto grupos acéfalos como colectividades con sistemas de Gran Hombre) y “unidad política
regional” (Regional Polity), que agrupa jefaturas y Estados. Véase Johnson, A. W. y Earle, T. (1987), The
Evolution of Human Societies. From Foraging Group to Agrarian State. Stanford University Press, Stanford
(pp. 18-22 y 314-320) (Se dispone de una traducción al castellano: La evolución de las sociedades humanas.
Ariel, Madrid, 2003).

191
En pocas palabras, podríamos decir que la investigación procesual parte de un
procedimiento de encuesta y cotejo con fines clasificatorios. Así, un
determinado conjunto de manifestaciones materiales análogas o equiparables a
las de las sociedades que la tradición arqueológica-filológica-historiográfica-
antropológica ha considerado civilizadas o estatales (véase lo expuesto al
inicio de este capítulo) avalaría la identificación de una nueva civilización o
Estado. A continuación, se le atribuiría un funcionamiento sociopolítico
análogo al estándar que la antropología y la historiografía habían sintetizado
previamente. A este segundo paso suele llamársele “explicación” aunque, en
rigor, se trata de una interpretación metafórica: si las civilizaciones de
referencia se expresan en una serie de rasgos característicos que denotan un
determinado nivel de complejidad organizativa y conductual, toda nueva
combinación similar de rasgos será síntoma de una complejidad equiparable.

En su empeño de encuesta y cotejo referido a las sociedades complejas, se


acudió al Childe del artículo de Town Planning Review, interpretándose la
enumeración allí expuesta como una lista de rasgos que debería acreditar todo
registro arqueológico que aspirase a denotar una civilización. Tal y como
hemos subrayado, el listado básico extraído de Childe constituyó una
referencia de primer orden, que fue completada para los estadios previos a la
civilización mediante elementos derivados de los esquemas evolutivos de la
antropología (Service, Fried, Sahlins) y matizada o ampliada posteriormente
gracias a las investigaciones arqueológicas471.

Sin embargo, el procedimiento de encuesta y cotejo presentó pronto


dificultades en su aplicación a casos arqueológicos concretos. Los problemas
internos de este método surgieron a la hora de clasificar sociedades cuando los
restos arqueológicos no satisfacían plenamente los criterios estipulados por
uno u otro nivel de complejidad evolutiva, en concreto entre jefaturas y
civilizaciones o Estados. Una serie de dificultades concernían propiamente al
método arqueológico. Así, por ejemplo, se han suscitado controversias en
torno a cuestiones como las siguientes: ¿A partir de qué elementos y en qué
cantidad podemos hablar de almacenamiento centralizado? ¿Cómo evaluar el
grado de desarrollo de la especialización artesanal? ¿Qué elementos denotan
inequívocamente el estatus urbano de un asentamiento? ¿Qué indicadores
deben respaldar la propuesta de un patrón de asentamiento estructurado en
más de tres niveles y que merezca el calificativo de “jerárquico”?

Otras dificultades, igual o incluso más decisivas que las anteriores, procedían

471
Flannery, op. cit., 19-21; Redman, op. cit., 283-284.

192
de consideraciones formales o de criterio. ¿Es necesario atestiguar todos o
basta con casi todos los rasgos diagnósticos establecidos? ¿Cuántos y cuáles
serían necesarios y suficientes, habida cuenta además que no todos poseen la
misma importancia472? ¿Dónde situar las sociedades que presentan algunos
rasgos correspondientes a las jefaturas y otros a las civilizaciones? ¿Y entre
las jefaturas y otras formas “simples”? En suma, ¿dónde trazar el umbral entre
sociedades simples y complejas y, dentro de éstas, entre jefaturas y
civilizaciones? Como puede adivinarse, la investigación sobre las jefaturas ha
protagonizado buena parte de las controversias. Tal vez su condición de
categoría “puente” entre las sociedades igualitarias y las estratificadas y
estatales haya contribuido decisivamente a su amplia utilización en los
estudios prehistóricos del Viejo y el Nuevo Mundo. Distinguir únicamente
entre igualitarismo y estatalidad supondría una polarización excesivamente
simplista que reduciría demasiado la variabilidad de organizaciones políticas
constatadas etnográfica y arqueológicamente. Es este amplio espacio el que
ocuparon las jefaturas. No obstante, su extendido uso ha amenazado con
convertirlas en un cajón de sastre donde colocar todo aquello que no merecía
entrar en el selecto grupo de los primeros Estados, pero que exhibía rasgos
jerárquicos que inhibían dictar un veredicto de igualitarismo. En suma, al dar
cabida a sociedades de composición notablemente heterogénea ha cundido la
alarma sobre su operatividad.

La crisis de la categoría jefatura ejemplifica los problemas de una


investigación excesivamente enfocada a fines clasificatorios. La salida inicial
consistió en proponer subdivisiones de la categoría inicial473, pero pronto se
comprobó que ello no suponía sino una especie de “huida hacia adelante”,
pese a los intentos por reafirmar su utilidad474. La solución ha acostumbrado a
consistir en situar el principal criterio de demarcación más en la línea que
separa las sociedades simples de las complejas que en el interior de éstas
últimas. De resultas de ello, jefatura y civilización aparecen con frecuencia
hermanadas dentro del nivel general de sociedades complejas. Las diferencias
entre ambas serían más de grado que de naturaleza: estas últimas tendrían más
población, una mayor extensión territorial, un mayor grado de
institucionalización interna y, acaso, de centralización.

472
De entre los rasgos posibles, la escritura ha acostumbrado a ocupar un papel protagonista.
473
Renfrew, C. (1973), “Monuments, Mobilization and Social Organization in Neolithic Wessex”, en
Renfrew, C. (ed.), The Explanation of Culture Change: Models in Prehistory. Duckworth, Londres, pp. 539-
558.
474
Véanse a título de ejemplo los ensayos contenidos en Earle, T. K. (ed.) (1993), Chiefdoms: Power,
Economy, and Ideology. School of American Research. Advanced Seminar Series, Cambridge University
Press, Cambridge.

193
Hace poco más de una década Renfrew y Bahn475 compilaron los rasgos
aplicados con mayor frecuencia a la hora de identificar arqueológicamente las
jefaturas y los Estados primitivos. Estos autores ordenaron las técnicas de
identificación arqueológicas en función de varias líneas de investigación, cada
una de las cuales incluye diversos indicadores empíricos. Vale la pena que las
presentemos resumidamente, por cuanto muestran un estado de la cuestión
vigente en cierto modo hasta la actualidad y que se reproduce gracias a la
difusión universitaria en manuales de éxito como el que firman los dos
investigadores británicos.

1. Centros primarios (capitales), reveladores de una administración


centralizada.
- Artefactos indicadores de una organización centralizada, sobre todo de la
actividad económica (archivos, sellos, escritura).
- Edificios vinculados a funciones centralizadas de alto nivel (palacios,
grandes construcciones rituales).
- Otros indicadores, como fortificaciones o cecas.

2. Evidencias de una administración centralizada fuera del centro primario.


- Artefactos relacionados con actividades administrativas (sellos
característicos de un sistema redistributivo, emblemas de la autoridad
central y del poder).
- Uniformización del sistema de pesos y medidas (indicio de centralización
económica).
- Sistema viario desarrollado.
- Indicios de poder militar (fortificaciones, guarniciones).

3. Jerarquización social, reflejada en contrastes en cuanto a la propiedad, al


acceso a los recursos y a otras ventajas, y al estatus.
- Residencias de la élite (“palacios”).
- Concentración inusual de riqueza (por ejemplo, tesoros).
- Representaciones iconográficas de la élite y otros emblemas simbólicos de
la autoridad.
- Monumentos funerarios producto de una inusual inversión de trabajo;
ajuares espectaculares, en ocasiones acompañados por sacrificios humanos.

4. Especialización económica, como indicadora de una estructura


centralizada y, por ende, de un aumento en la eficacia productiva.
- Agricultura intensiva, por lo general vinculada con “técnicas de
475
Renfrew, C, y Bahn, P. (1998), Arqueología. Teorías, Métodos y Práctica. Akal, Madrid, pp. 190-202
(original de 1991).

194
intensificación del trabajo” (arado) y obras públicas (canales de riego).
- Impuestos, almacenaje y redistribución. Presencia de estructuras de
almacenaje permanentes para alimentos y otros bienes.
- Artesanado especializado a dedicación plena, identificado por las
tecnologías particulares aplicadas a cada oficio.

5. Relaciones entre sociedades centralizadas.


- Actividad bélica organizada.
- Rivalidades rituales y emulación, en este caso reflejada en la difusión de
determinadas costumbres o artefactos.

La síntesis de Renfrew y Bahn fue planteada cuando la investigación


procesual sobre el origen de las civilizaciones mostraba signos de fatiga. Sin
embargo, la necesidad de clasificar en términos sociopolíticos ha mantenido
una importancia fundamental en el plano epistemológico. Prueba de ello es
que, en 1998, algunos de los investigadores más destacados de la tradición
procesual estadounidense, hacían pública la lista de criterios que a su juicio
permitían distinguir entre jefaturas y Estados antiguos476.

1. Cambio en la jerarquía de los asentamientos, que pasa de tres niveles


(jefatura) a cuatro (Estado).
2. Cambio en la jerarquía de toma de decisiones, desde dos niveles
(jefatura) a un mínimo de tres (Estado).
3. Cambio fundamental en la ideología de la estratificación, en virtud del
cual se concede al gobernante un origen sagrado sobrenatural (derecho
divino a gobernar).
4. Emergencia de dos estratos endógamos, resultado de cortar los lazos de
parentesco que anteriormente vinculaban los líderes con sus seguidores.
5. El palacio se fija como residencia oficial del gobernante.
6. Cambio desde un único líder centralizado (un jefe) a un gobierno que
emplea la fuerza de manera legalizada, al tiempo que niega a los
ciudadanos el uso de la fuerza a nivel individual.
7. Establecimiento de leyes para el gobierno y capacidad para hacerlas
cumplir.

La arqueología procesual o de raíz procesual no ha cesado de perseguir con


tesón el establecimiento de límites categoriales, porque esta operación
epistemológica resulta fundamental para definir aquéllo que debe ser
explicado; es decir, la clasificación se encarga de establecer el objeto de la
476
Marcus, J. y Feinman, G. (1998), “Introduction”, en Feinman, G. y Marcus, J. (eds.), Archaic States.
School of American Research, Santa Fe, pp. 3-13 (pp. 6-7).

195
investigación. Una vez definido, se trata de abordarlo en sus dimensiones
estática y dinámica; es decir, tanto en el funcionamiento interno de las
primeras organizaciones estatales como en el proceso que condujo a su
emergencia a partir de organizaciones más simples. Veamos más de cerca
cómo se han abordado ambos objetivos.

Regularidad empírica y explicación.


En la elaboración de las tipologías evolutivas, la antropología
neoevolucionista comparaba sociedades respecto a un criterio de referencia, el
grado de institucionalización de las relaciones políticas. Una vez establecidos,
los estadios evolutivos han servido como guía para la clasificación, en nuestro
caso de las culturas arqueológicas. El siguiente paso consiste en la explicación
del funcionamiento de las sociedades complejas como un todo o de cualquier
subconjunto en que se haya dividido esta categoría general (“jefaturas
complejas”, “Estados Arcaicos”, “Primeras civilizaciones”, etc.). Este objetivo
requiere la identificación de regularidades interculturales entre los casos
empíricos incluidos en cada una de dichas subdivisiones. El método para
lograrlo hizo uso de la comparación como herramienta básica.

Con el término regularidad, hay que entender en su significado más general la


recurrencia de una determinada asociación de elementos documentados
empíricamente. Regularidad es una categoría fundamental, ya que ser capaces
de mostrarla niega por activa el papel del azar, de lo único y de la idiosincrasia
en el comportamiento humano, precisamente la base que sustenta los
planteamientos histórico-culturales. Al excluir su opuesto, la singularidad, la
regularidad reclama una explicación aplicable a una generalidad de casos. Con
la explicación se entra en el dominio de la ciencia, en la posibilidad de
formular leyes explicativas del comportamiento humano y de su evolución, y
se abandonan las vías histórico-culturales que se contentaban con el
empirismo escéptico o conducían a la celebración empática de lo particular.

Donde no hay acuerdo es a la hora de fijar el valor de las distintas


regularidades empíricas observadas; es decir, de establecer una jerarquía
causal para la explicación del funcionamiento de las sociedades y de su
transformación. Steward o Adams, por citar a dos de las figuras más
reconocidas, señalaron desde una posición funcionalista clásica la importancia
del conjunto interrelacionado de instituciones que conforma el “núcleo” de
todo sistema social. Adams apuntó que resulta mucho más probable que los
cambios en dichas instituciones desencadenen otros cambios culturales en la

196
tecnología, la subsistencia y la religión, que viceversa477. Ello supone otorgar
la prioridad a los aspectos relativos a la organización social, y relegar al papel
de “ruido aleatorio” a las demás manifestaciones culturales, sobre todo
aquellas vinculadas a las creencias y al simbolismo.

En cambio, otros investigadores como M. Harris situaron la base de la


determinación en las variables tecnoambientales (tecnología, población,
medioambiente). Éstas constituirían la “infraestructura” de la cual dependerían
la economía doméstica y la política (la “estructura”) y, finalmente, las
manifestaciones de la “superestructura” ideológica. Esta vez, se subraya que
los cambios infraestructurales poseen una probabilidad mucho mayor de
generar cambios a escala del sistema que los acaecidos en la estructura y,
desde luego, en la superestructura. Ahora bien, los elementos
superestructurales no deben ser abandonados a un supuesto comportamiento
azaroso o idiosincrásico, sino que, por inexplicables que parezcan, adquieren
sentido en referencia a los determinantes tecnoeconómicos que rigen la
conducta de los individuos y grupos en todos los sistemas socio-culturales.
Harris dedicó una obra de gran éxito a iluminar precisamente varios de estos
“enigmas” como, por ejemplo, el tabú hindú de sacrificar las vacas, o la
prohibición judía y musulmana de comer carne de cerdo478.

En lo que atañe a la metodología de la investigación centrada en los primeros


Estados y civilizaciones, ésta ha auspiciado diversos estudios comparativos
que han marcado el rumbo del estado de la cuestión. Steward incluyó cinco
ejemplos479; Childe, cuatro480; Adams, tan sólo dos481; Service hasta seis482. En
el intento más ambicioso de los últimos tiempos, Trigger incluye la muestra
más extensa y geográficamente variada, con siete483. Por lo general estas
iniciativas comparten un mismo guión:
1. Selección de una muestra de casos.
2. Análisis comparativo que se desarrolla en los cauces marcados según
diferentes áreas temáticas como, por ejemplo, “Demografía”, “Parentesco”,
477
Adams op. cit, 12.
478
Harris, M. (1977/1987), Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de la cultura. Alianza, Madrid.
479
Egipto, Mesopotamia, norte de China, tierras altas de México y Perú. Véase Steward, J. (1949), “Cultural
Causality and Law: A Trial Formulation of the Development of Early Civilizations”, American
Anthropologist, 51, pp. 1-27.
480
Egipto, Mesopotamia, valle del Indo y Mayas (Childe 1950).
481
Mesopotamia y el México prehispánico (Adams 1966).
482
Mesoamérica, Perú, Mesopotamia, Egipto, valle del Indo y China (Service 1975/1984).
483
El antiguo Egipto, Mesopotamia, la China Shang, los Aztecas y sus vecinos del valle de México, el
periodo Clásico Maya, los Incas y los Yoruba. Véase Trigger, B. (2003), Understanding Early Civilizations.
A Comparative Study. Cambridge University Press, Cambridge. Otros estudios, bien que de orientación más
divulgativa, amplían la muestra hasta al menos la decena (véase, por ejemplo, Whitehouse, R. y Wilkins, J.
(1993), Los Orígenes de las Civilizaciones. Arqueología e Historia. Folio, Barcelona).

197
“Administración”, “Producción de alimentos”, “Propiedad de la tierra”,
“Cultos religiosos”, etc.
3. Identificación de semejanzas que constituyen la base para la formulación
de regularidades y repaso paralelo de las diferencias observadas.
4. Elaboración de conclusiones que subrayan la relevancia de las distintas
regularidades y que abren la puerta para formular generalizaciones causales
sobre determinadas facetas del comportamiento humano, más allá de la
aparente diversidad de las manifestaciones analizadas.

No ha habido unanimidad en cuanto a resultados obtenidos en el punto 4,


aunque sí se ha reconocido ampliamente que ciertas regularidades entre
sociedades muy alejadas en el tiempo y en el espacio no pueden deberse al
azar ni tampoco ser explicadas por el contacto y la difusión. Así, por ejemplo,
Steward484 observó que en la base de los desarrollos que condujeron a las
civilizaciones incluidas en su estudio se hallaba la práctica de la agricultura de
regadío en entornos áridos o semiáridos. El antropólogo norteamericano
sugirió que esta combinación de factores desencadenó el establecimiento de
controles políticos que desembocaron en la formación de una clase gobernante
con tintes teocráticos. Trigger, en cambio, argumenta recientemente que en las
primeras civilizaciones las variables claves no fueron ni la densidad
demográfica ni la circunscripción ecológica, sino más bien la creciente
necesidad de proteger los suelos agrícolas y otras formas de propiedad
inmueble en las que se habían invertido grandes cantidades de trabajo. Bajo la
amenaza de unidades políticas rivales, pastores nómadas o desposeídos de la
misma sociedad, los campesinos propietarios se decantaron por someterse a
una autoridad para que ésta, constituida como gobierno, les protegiera485.

El alcance de las generalizaciones obtenidas ha sido muy desigual y no exento


de críticas486. En parte, la insatisfacción con los resultados tiene que ver con el
reducido número de casos incluidos en los estudios, circunstancia que
compromete la fiabilidad de cualquier propuesta de generalización. Sin
embargo, más que con la representatividad cuantitativa de la muestra, a
nuestro entender el problema radica en la composición cualitativa de la misma.
La comparación entre civilizaciones en busca de regularidades implica antes
de nada seleccionar el conjunto de casos que van a ser sometidos a
comparación. Y, precisamente, dicha selección descansa en una clasificación
484
Steward op. cit., 22-23.
485
Trigger op. cit., 662.
486
Basta comprobar la severidad del juicio efectuado recientemente por Trigger hacia la propuesta de
Steward (1949). Tras criticar inconsistencias a nivel empírico, finalmente no duda en calificarla como “no
sólo el estudio intercultural más influyente sobre las primeras civilizaciones (early civilizations) jamás
publicado, sino también el más pernicioso” (Trigger op. cit., 26; la traducción es nuestra).

198
previa que ya tuvo en cuenta la presencia de una serie de factores comunes a la
hora de incluir ciertas sociedades bajo la propia categoría de civilización. Por
tanto, a nadie debe sorprender que las similitudes estructurales y organizativas
sean mayores que las diferencias y singularidades, porque la proximidad entre
las unidades comparadas ya estaba sentada de partida. La base de todo el
procedimiento está anclada en una selección inicial que condiciona en buena
medida el resultado: decidir que una sociedad concreta pertenece a la propia
categoría de civilización (y, por tanto, situarla en condición de ser escogida en
un estudio comparativo) presupone haber superado satisfactoriamente el
cotejo empírico que medía la proximidad respecto al modelo estándar. Hay
algo de circular en este razonamiento. Bajo estas condiciones de selección, lo
paradójico sería que las diferencias fuesen superiores a las semejanzas. Tal vez
nuestro argumento se entienda mejor a la luz de la metáfora que F. Nietzsche
propuso para ilustrar la búsqueda de la verdad dentro de los límites de la razón
científica dominante: “Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a
continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay
mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento”487. En
suma, es preciso reconocer otra vez la influencia primordial de la designación
originaria del objeto de estudio en el planteamiento y desarrollo de la
investigación. Puede ser una ironía que aquellos viejos Estados-que-pusieron-
por-escrito-a-sus-gobernantes-sobre-soportes-duraderos sigan de alguna
manera gobernando miles de años después de haberse derrumbado.

La segunda parte del problema se detecta cuando las investigaciones han


incrementado el número de aspectos sometidos a comparación y también el
detalle aplicado a esta tarea. Por lo general, ello ha permitido apreciar cada
vez más diferencias entre las sociedades, admitidas eso sí las similitudes
generales garantizadas por su pertenencia a la misma categoría de
“Civilización” o “Estado”. En la práctica, el afloramiento de la diversidad ha
servido para posponer las tan buscadas generalizaciones y, en cambio, ha
favorecido la propuesta de nuevas subdivisiones clasificatorias. A finales de la
década de los noventa, Marcus y Feinman488 enumeraban una extensa lista de
clases de Estados fruto de este nuevo impulso tipológico: burocrático,
despótico, expansionista, rudimentario (inchoate), maduro, mercantil y
militarista489. Este abanico de nuevas categorías es consecuencia de la práctica
de análisis empíricos ciertamente detallados y minuciosos. En este sentido,
podríamos decir que la “lupa” con que se inspeccionan las sociedades ha

487
Nietzsche, F. (1990), Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Madrid, Tecnos, p. 28.
488
Marcus y Feinman, op. cit., 10.
489
Lista a la que cabría añadir “Estado Arcaico”, como se desprende del título de la obra que ambos autores
se encargaron de compilar.

199
ganado en aumentos. No obstante, esta mayor agudeza visual parece servir
básicamente para que la “tijera” analítica diseccione la categoría política de
partida y dé lugar a más y más subtipos. En suma, la investigación sigue
profundamente comprometida con una labor de clasificación, en lo que
conforma una espiral de difícil salida. Así, un ejercicio comparativo inicial
permitió establecer las categorías generales de clasificación (“bandas”,
“jefaturas”, etc.) que iban a contener los casos integrantes de la muestra
empírica. A continuación, los casos clasificados en cada categoría son
sometidos a un nuevo ejercicio comparativo, ya que sin comparación no
pueden detectarse regularidades y, por tanto, tampoco es posible llegar a
formular generalizaciones. Lo que ocurre es que esta segunda operación acaba
dando como resultado la definición de subtipos. A la vista de la proliferación
de estas subdivisiones y, en sentido inverso, de la escasez de explicaciones
interculturales fiables, uno se pregunta sobre si esta estrategia de investigación
conduce sin remisión a un ejercicio taxonómico sin final previsible; a generar
nuevas formas socio-políticas abstractas, a derivar de éstas las claves de
reconocimiento empírico que sirvan para clasificar los nuevos hallazgos o a
“revisitar” los ya conocidos y, con ello, a aplanar un terreno que recibirá
interpretaciones “dinámicas” elaboradas, como suele ocurrir, desde disciplinas
distintas a la arqueología (antropología, historiografía).

Pese a estas consideraciones críticas, podemos extraer una enseñanza de la


identificación de un determinado número de regularidades interculturales. El
viejo evolucionismo del siglo XIX postulaba que, a condicionantes materiales
similares, respuestas humanas también similares. Esta ligazón causal, o
cuando menos la sospecha de que existe cierta correlación, se mantiene
vigente. Ello proporciona apoyos a quienes defienden que la organización de
las sociedades obedece a determinantes que habrá que elucidar en cada
situación. En suma, hay razones para resistirse al relativismo y al
escepticismo.

La explicación del cambio: el porqué de la emergencia de las civilizaciones.


Afirmar que uno de los objetivos prioritarios de la arqueología procesual era
clasificar las sociedades representadas en el registro arqueológico en uno u
otro estadio evolutivo, no resulta suficiente. La Nueva Arqueología buscaba
distinguirse del escepticismo tradicional alcanzando el conocimiento de la
sociedad pretérita “detrás del artefacto”. Uno de los motivos del éxito de las
tipologías neoevolucionistas residió en que permitieron caracterizar en clave
social, económica y política los restos materiales de un yacimiento o de una
región en estudio, además de modelizar el proceso, es decir, el sistema cultural
dinámico a su paso por diferentes estadios de cambio. Su aplicación confiere a

200
los restos materiales hasta entonces considerados mudos, estáticos o
meramente estéticos, las sugerentes y vívidas imágenes sociales que describe
la etnografía.

Así pues, clasificar como “jefatura” a una sociedad de la Edad del Bronce
europea, por poner un ejemplo, no significaba tan sólo “archivarla” en el
marco de una de las tipologías tan caras a nuestra profesión. Significaba
visualizar una dinámica viva con escenarios y actores (muchos más que
actrices) sociales: jefes compitiendo entre sí por el favor de sus seguidores,
intensificación productiva, oficios emergentes, conflictos armados entre
unidades políticas, intercambios y dones, cultos y ceremonias públicas… Sin
embargo, la pesquisa tampoco se agotaba ahí. La propia denominación de
“arqueología procesual” evoca el cambio social como algo que debe ser
explicado, en y entre sistemas culturales. ¿Qué motivó el tránsito entre las
sociedades igualitarias y las primeras sociedades complejas? ¿Por qué sólo
algunas de éstas dieron el salto hasta la civilización? La antropología
neoevolucionista de investigadores como Fried y Service no se había ocupado
suficientemente de explicar el porqué del tránsito de un estadio a otro dentro
de sus respectivos esquemas. Tal vez no vieron un necesidad perentoria en
ello, porque trabajaron con un registro etnográfico igualado a un tiempo
“cero”, un presente sin historia. Sin embargo, en arqueología la dimensión
temporal es inherente a la observación, algo que nos reclama en cada estrato o
nivel que se aísla durante la excavación. De ahí que el interrogante fuese
ineludible: ¿qué factores causaron la aparición de sociedades complejas en
tales o cuáles lugares y en tales o cuáles épocas? ¿Puede observarse alguna
regularidad entre los casos conocidos, más allá de las peculiaridades formales
expresadas a nivel local o regional? ¿Qué enseñanzas podemos extraer de
ello?

La arqueología procesual ha propuesto numerosos modelos explicativos del


desarrollo de la complejidad social y la emergencia de la civilización y del
Estado en distintas partes del mundo. Como avanzamos en las páginas
anteriores, en la inmensa mayoría de las propuestas de los años sesenta y
setenta, coincidiendo con la influencia del pensamiento funcionalista, subyace
el convencimiento de que la aparición de élites gobernantes y la consolidación
de la desigualdad fue una respuesta frente situaciones de necesidad y de
carencia que suponían una amenaza para la supervivencia del conjunto de la
sociedad. En este sentido, la razón de ser del gobierno institucionalizado fue, y
continúa siendo, proporcionar un servicio enfocado al bien común del grupo
que lo genera. Las élites solucionaron problemas al liderar y así, posibilitar,
los cambios organizativos mediante los cuales una sociedad dada afrontó con

201
éxito los retos que se le presentaron. Quien acerque el oído, escuchará ecos
que resuenan desde Platón y que el pensamiento legitimador de los Estados ha
ido manteniendo hasta la actualidad.

En su configuración concreta, los modelos explicativos propuestos suelen


articular sus argumentos en torno a una vinculación causal materialista que
combina variables tecnológicas, demográficas y medioambientales. Es
frecuente leer que los modelos pueden ser divididos en monocausales o
multicausales, según prioricen una única variable como motor causal o bien la
reunión de varias. Sin embargo, es raro encontrar modelos monocausales
puros y menos aún que pretendan ser generalizables a todos los casos de
surgimiento de la civilización. En lugar de ello, tiende a concederse el papel
catalizador a una variable determinada y luego se hace entrar en juego a otras.
Hemos apuntado que en los argumentos procesuales la complejidad social se
desarrolla como instrumento organizativo para cubrir carencias básicas que
suscitan crisis. Por otro lado, todo el mundo sabe que la carencia más decisiva
para la vida humana es la falta de alimentos. Pues bien, uno de los argumentos
invocados con mayor frecuencia a la hora de dar cuenta del surgimiento del
liderazgo institucionalizado es precisamente la necesidad de asegurar la
provisión de alimentos en situaciones de incremento demográfico o de riesgos
debidos a factores medioambientales. En definitiva, la tensión entre bocas que
alimentar y recursos subsistenciales se ha erigido en la palanca explicativa
más utilizada.

A partir del desequilibrio inicial entre población y recursos, el proceso


desencadenado puede adoptar caminos diferentes según las particularidades de
cada caso. En un primer grupo de modelos, la necesidad de asegurar el
alimento, en este caso mediante el control directo de los territorios donde éste
es obtenido, conduce a situaciones de competición entre comunidades que
desembocan en conflictos armados. En estas condiciones, la actividad social
más decisiva es la guerra y, por tanto, el liderazgo militar se convierte en la
función más valorada. Si el desequilibrio subsistencial se mantiene y la guerra
resulta inevitable, liderazgo militar y liderazgo político acaban por
confundirse. En esta dinámica belicista, la anexión de nuevos territorios por
conquista favoreció la consolidación de una élite. En época reciente, los
trabajos de R. Carneiro490 y D. Webster491, amplificados por M. Harris492, son
los exponentes más citados de este tipo de argumentos. En ellos resultan

490
Carneiro, R. (1970), “A Theory of the Origins of the State”, Science, 169, pp. 733-738.
491
Webster, D. (1975), “Warfare and the evolution of the state: a reconsideration”, American Antiquity, 40,
pp. 464-470.
492
Harris, op. cit.

202
fundamentales los conceptos de “circunscripción ambiental” y
“circunscripción social”. Ambos describen situaciones en que la presión
demográfica sobre los recursos desemboca en conflictos bélicos y en las que la
fisión grupal y la huida no constituyen salidas viables. Como consecuencia, las
poblaciones vencidas acaban siendo integradas con un estatus subordinado en
el seno de unidades políticas cada vez más jerarquizadas.

Otras veces, la carencia que se supone amenaza a la sociedad procede de las


peculiaridades ecológicas del medio donde habita, partiendo siempre de que
las comunidades implicadas practican alguna forma de agricultura. Desde esta
idea básica surgen diversas variantes. En la primera, las condiciones del medio
plantean un desafío que las sociedades tratan de superar. Es el ejemplo clásico
de los grupos asentados en llanuras aluviales de grandes ríos rodeadas por un
entorno árido, como sucede en Mesopotamia, Egipto o los valles costeros del
Perú. En estas situaciones, la sequedad del clima compromete la obtención de
cosechas regulares y suficientes mediante la aplicación de sistemas de cultivo
simples. La solución consistió en invertir un enorme volumen de trabajo social
para la puesta en marcha de complejos sistemas de irrigación o de
planificación de la actividad campesina que permitiesen una agricultura
próspera. Si en el caso anterior la guerra era la actividad crucial, ahora este
lugar es ocupado por la gestión económica, ya sea orientada a la coordinación
de la construcción y mantenimiento de las grandes obras hidráulicas (presas,
canales, acequias) o a la predicción anual de las crecidas de los ríos. El modelo
explicativo de K. Wittfogel y su “Despotismo oriental”493 constituye la versión
más definida, aunque en cierta forma sus componentes principales se hallaban
presentes en Childe y también fueron enfatizados por Steward. Si bien los
casos paradigmáticos se localizan en medios desérticos, no han faltado
variantes de este mismo modelo en las que el papel coordinador de las élites se
ha atribuido a ambientes donde el reto se planteaba a raíz del exceso de agua y
las subsiguientes necesidades de drenaje, como en las tierras bajas de
Mesoamérica o en ciertas regiones de Europa y Asia.

En una segunda versión del desajuste entre población y medio ambiente, el


territorio habitado carece de un determinado recurso crucial para la marcha de
la economía. Con frecuencia, se trata de materias primas para la fabricación de
útiles, como metales y ciertos tipos de rocas. Ante esta eventualidad, la
sociedad se ve abocada a organizarse para entablar relaciones de intercambio

493
Wittfogel, K. (1957/1966), Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario. Guadarrama,
Madrid.

203
que, en ocasiones, pueden alcanzar objetivos lejanos494. El liderazgo político
recaerá entonces en aquellas personas encargadas de organizar las
expediciones comerciales, tanto en lo que respecta a la acumulación de bienes
locales susceptibles de ser canjeados como a la concreción fáctica de las
operaciones de intercambio.

La organización social de los intercambios permite también otras vías


explicativas. A una escala local o a lo sumo regional, otro grupo de modelos
han puesto de relieve los vínculos entre la aparición y consolidación del
liderazgo centralizado y las necesidades organizativas de los sistemas
económicos basados en la redistribución de bienes. En la influyente
formulación de Service publicada originalmente en 1975, los primeros jefes
hallaron su razón de ser como gestores de los intercambios mantenidos entre
comunidades cada vez más especializadas en la obtención de ciertos tipos de
productos. Dicha especialización estaba alentada por condicionantes
ecológicos, de forma que las comunidades locales tendían a centrarse en las
actividades económicas cuya práctica era más ventajosa en razón de la
proximidad de determinados recursos. En este contexto de creciente
especialización productiva, la puesta en funcionamiento de una red de
intercambios que permitiera el acceso de cada comunidad a los productos de
las demás constituía una necesidad. Según Service, la forma más exitosa
consistió en la gestión centralizada de tales intercambios siguiendo un patrón
redistributivo. El éxito convirtió a los jefes, líderes gestores de las
transacciones, en cargos hereditarios; con el tiempo, éstos fueron ampliando
sus funciones y, junto con sus auxiliares, constituyeron el tipo de gobierno
burocrático revestido de autoridad religiosa característico de las primeras
civilizaciones.

Otras veces se hace hincapié en la inseguridad periódica, aunque impredecible,


que afecta a la obtención de alimentos en cualquier sociedad. En los casos de
estudio mejor ilustrados, se menciona la existencia de multitud de factores
locales que pueden afectar el rendimiento agrícola en un año determinado. Por
eso, las comunidades de una región organizan un sistema de “almacenaje
social” encaminado a paliar las situaciones de carestía que afectan
ocasionalmente a unas o a otras (bad year economics). Los individuos
encargados de gestionar este sistema de intercambios, de prestaciones, de
contraprestaciones y de reservas alimenticias, cumplen una función esencial
para la supervivencia colectiva y, por tanto, su papel político irá ganando en

494
Rathje, W. (1971), “The origin and development of lowland Classic Maya civilization”, American
Antiquity, 36 (3), pp. 275-285.

204
importancia y centralidad495.

Una última variación subraya las dificultades genéricas asociadas al


incremento demográfico. Así, es de esperar que cuanta más gente haya, más
difícil será organizarse para acometer cualquier empresa. Desde esta
perspectiva, los líderes son necesarios para ordenar los flujos de información
cada vez más numerosos y complejos entre individuos y grupos, y para tomar
las decisiones oportunas de cara a que el sistema social pueda seguir
funcionando de manera eficiente496. En estas condiciones, no hace falta señalar
un factor causal concreto, sino que, en palabras de Flannery, las “presiones
socioambientales” que promueven el incremento de la complejidad pueden ser
de orden distinto.

En suma, más allá de los rumbos concretos que ha tomado la explicación en


los muchos casos estudiados, para la arqueología procesual el Estado ha sido
concebido como un mecanismo organizativo, institucional, que permitió a
determinadas sociedades adaptarse eficazmente y sobrevivir en situaciones de
riesgo derivado de factores tecnoambientales. Así pues, su función crucial lo
requiere y legitima. Parafraseando de nuevo a Flannery, mantener a los
dirigentes estatales “es caro, pero necesario”497.

Ahora bien, que se hubieran creído necesarios no equivale en ningún caso a


que puedan considerarse eternos, como la historia de la humanidad se ha
encargado sobradamente de mostrar en múltiples ocasiones. Así, pese a no
constituir un tema prioritario, la “Nueva Arqueología” ha dedicado cierta
atención a los colapsos sufridos por las sociedades complejas498. De nuevo
Flannery marcó buena parte del guión en su artículo de 1972 citado
anteriormente. Vimos que señalaba que la promoción y la linealización eran
mecanismos evolutivos cuya acción tuvo mucho que ver con el incremento de
la complejidad, ya que favorecían los procesos de segregación y de

495
Halstead, P. (1981), "From determinism to uncertainty: social storage and the rise of the Minoan palace",
en Sheridan, A. y Bailey, G. (eds), Economic archaeology. Towards an integration of ecological and social
approaches. British Archaeological Reports, International Series, 96. Oxford, pp. 187-213.
Hassan, F. (1988), “The Predynastic of Egypt”, Journal of World Prehistory, 2 (2), pp. 135-185.
O'Shea, J. (1981), "Coping with scarcity: exchange and social storage", en Sheridan, A. y Bailey, G. (eds),
Economic archaeology. Towards an integration of ecological and social approaches. British Archaeological
Reports, International Series, 96. Oxford, pp. 167-183.
496
Flannery, op. cit..
Wright, H. T. y Johnson, G. A. (1975), "Population, exchange, and early state formation in Southwestern
Iran", en American Anthropologist, 77, pp. 267-289.
497
Flannery, op. cit., 37.
498
Véanse al respecto Tainter, J. A. (1988), The Collapse of Complex Societies. Cambridge University Press,
Cambridge; Yoffee, N. y Cowgill, G. L. (eds.) (1988), The Collapse of Ancient States and Civilizations. The
University of Arizona Press, Tucson.

205
centralización en el seno de una sociedad. Sin embargo, puede llegar a ocurrir
que las instituciones pasen a servir a sus propios intereses más que a los de la
sociedad, o que lleguen a destruir los controles que amortiguan y rectifican las
perturbaciones entre subsistemas499. En palabras de R. Rappaport retomadas
por Flannery, ello puede provocar “patologías” que incrementen las tensiones
internas. Una de estas patologías es la hiperintegración o hipercoherencia500.
Consiste en la unión muy estrecha entre subsistemas pequeños o instituciones,
o bien en un control jerárquico central muy determinante sobre todos ellos. En
ambos casos, los subsistemas pierden mucha autonomía y capacidad de
respuesta, y el cambio (o perturbación) en una unidad puede afectarlos a todos
de manera grave y rápida.

Comentarios críticos.
La arqueología procesual supuso un punto de inflexión en el devenir de
nuestra disciplina. Ha de reconocérsele su empeño por ampliar y agudizar la
pesquisa arqueológica, criticando efectivamente la consideración tradicional
de las piezas arqueológicas como obras de arte (estética) o como carne de
tipología (archivo). En este sentido, puso en práctica proyectos que ampliaron
la escala de la investigación a nivel regional y potenció el desarrollo de
campos de análisis específicos de inestimable ayuda para conocer las prácticas
económicas, las condiciones medioambientales o los límites políticos del
territorio. Además, y seguramente en lo que ha sido su contribución más
importante, llamó la atención sobre la necesidad de formalizar explícitamente
los procedimientos a través de los cuales se genera el conocimiento de las
sociedades del pasado, y, en concreto, en lo que respecta a la problemática
vinculación entre evidencias arqueológicas (actuales) y realidad sociocultural
extinguida (pretérita). La vía escogida para determinar esta vinculación y
alcanzar el conocimiento puede resumirse así:

1. La diversidad humana, según documenta la observación etnográfica y la


historia basada en textos, es clasificada en categorías evolutivas
utilizando como criterio básico el grado de centralización e
institucionalización del liderazgo político. Una de estas categorías es el
“Estado”, que encarna la máxima expresión de dicha escala.

2. Es preciso sintetizar las características definidoras de cada estadio


evolutivo en lo tocante a los diversas facetas de la actividad humana
definidas previamente (“economía”, “demografía”, “parentesco”,
“gobierno”, “creencias”, etc.). El resultado toma la forma de una lista de
499
Flannery, op. cit., 42.
500
Flannery, op. cit., 43, 57-58.

206
elementos discretos con diferentes grados de implicación empírica:
desde el correlato directo (por ejemplo, “escritura”) al de carácter
relacional (por ejemplo, “especialización a tiempo completo”,
“burocracia”). La categoría “Estado”, al igual que las que se suponen
previas a él, se define por adición, por la suma de esta serie de
elementos diagnósticos.

3. Procedimiento de encuesta y cotejo entre los elementos materiales


agrupados en culturas arqueológicas y las citadas características
diagnósticas.

4. Construcción de una “arqueología social”: interpretación del pasado a la


luz de la dinámica de funcionamiento atribuida a cada uno de los
estadios evolutivos de referencia.

El problema de este método es que conduce a re-conocer arqueológicamente


lo supuestamente conocido en otro lugar del saber. Niega la historia y la
especificidad resultante de soluciones o conflictos inéditos, ya que parte de la
premisa de que la muestra de partida documentada por la observación
actualista recoge toda la variabilidad social. No obstante, ya señalamos en el
comentario al neoevolucionismo antropológico que semejante pretensión es
sólo un supuesto: no hay razones para probar que la muestra etnográfica es
omnicomprensiva respecto a las formas de organización social, económica y
política. En consecuencia, asumir los modelos etnohistóricos constituye una
confesión implícita de incompetencia por parte de la arqueología. Ello sigue
relegándola a una labor fundamentalmente clasificatoria: si la arqueología
histórico-cultural “archivaba” los objetos en tipos y en culturas, la arqueología
social procesualista clasifica las culturas arqueológicas en formas
sociopolíticas situadas a un nivel superior de abstracción. En la práctica, la
“rebeldía” de los casos cuyas expresiones materiales no se ajustan a los
criterios clasificatorios estipulados ha motivado la proliferación de nuevas
categorías y subcategorías.

Esta articulación de la investigación está condicionada por la convergencia de


varios factores. Uno de los de mayor peso, si no el que más, remite a las
características de los datos arqueológicos mismos. El nacimiento y desarrollo
de la arqueología ha estado guiado fundamentalmente por una tradición
anticuarista, según la cual la unidad mínima de sentido es la pieza individual.
El hallazgo concreto, en sí mismo o emparentado con otros por analogía
formal, procedencia o función, se bastaba para dar forma al discurso
arqueológico. Esta tradición ha propiciado que la mayoría de los datos

207
arqueológicos a disposición de la investigación de los primeros Estados y
Civilizaciones provengan de objetos aislados, en el mejor de los casos con una
correspondencia cronológica fiable. El problema que se deriva de esta
situación es que la arqueología apenas ha desarrollado un cuerpo teórico y
metodológico propio capaz de trabajar con fiabilidad sobre categorías como
“especialización”, “parentesco”, “territorio”, “intensificación” o “liderazgo”,
que son la base de otras como la que aquí nos ocupa: el Estado. En cambio, un
registro arqueológico ordenado según tipos y periodos permite trabajar sobre
rasgos diagnósticos con razonable facilidad y comodidad: una tablilla con
signos inscritos es escritura; una pirámide es una gran obra colectiva; una joya
realizada con metales y gemas exóticas es producto de especialistas y de redes
de comercio a larga distancia. Así pues, debido a una mezcla de inmadurez
científica y de condicionantes de la realidad empírica estudiada, la arqueología
se ha visto impelida a identificar, mostrar o probar de manera indirecta las
categorías relacionales de contenido económico y político claves en la
investigación social, como el Estado.

Otro aspecto de la crítica hace hincapié en la concepción ontológica de la


sociedad defendida por la arqueología procesual. El proyecto de una
“arqueología social” procesualista constituye, de hecho, un intento de poner en
práctica una “arqueología política”. Ello obliga a la arqueología a asumir que
su objeto de conocimiento son las relaciones políticas, elevadas a ámbito
rector de las relaciones sociales. Ahora bien, no cualquier forma de relaciones
políticas, sino aquéllas que, articuladas en torno a conceptos como “prestigio”,
“carisma” y “estatus”, se plantean en aras del consenso, el equilibrio y el bien
común. Ello constituye de nuevo una asunción difícil de validar por varios
motivos. El primero es que las nociones empleadas para aprehender lo político
hacen referencia a actitudes subjetivas de los individuos, de imposible
contrastación arqueológica. No podemos entrevistar a los protagonistas del
pasado para que nos digan si admiraban a tal o cual líder, o si daban su
conformidad entusiasta a determinadas normas instituidas como reglas de
conducta. Es decir, si se define la política como el resultado de actos
individuales motivados, nos situamos fuera del alcance de la arqueología. El
segundo de los motivos a que nos referíamos afecta a la presunción de que las
acciones políticas se encaminan hacia el bien común. En este terreno, la
“banca” siempre tiene las de ganar: la propia existencia de restos
arqueológicos en un continuo temporal permite argumentar que la sociedad
funcionaba y, si funcionaba, funcionaba con todos a bordo. Si la vida
funcionaba materialmente mejor para unos que para otros, ello se justifica por
merecimientos propios, ganados u otorgados por sus servicios a la
colectividad en el caso de los primeros, y por la obligada templanza de parte

208
de los segundos. A la luz de estos argumentos, ¿quién osa considerar
“superado” a Platón? Por otro lado, aunque hallemos evidencias arqueológicas
de violencia, la presunción del bien común siempre puede tornarse presunción
del “mal menor” necesario. En suma, la presunción de la buena fe del
liderazgo y del gobierno siempre tiene las de ganar, aunque al precio de no
permitirnos saber más de lo que presuponemos. Es el prejuicio perfecto:
inmoviliza.

-La arqueología del Estado en los tiempos postmodernos.


Desde la década de los ochenta, las críticas han arreciado sobre la
“arqueología social” procesualista. En cierto número de casos cabe calificarlas
de autocríticas, ya que proceden de investigadores procesuales “de primera
generación” que abandonaron las claves de lectura de signo ecológico-
funcionalista vigentes en las décadas de los sesenta y setenta. Sin embargo, las
objeciones más contundentes han sido planteadas por una nueva generación de
profesionales cuyos puntos de vista suelen situarse en esa constelación de
posiciones filosóficas, actitudes emocionales y sensibilidades artísticas que
suelen designarse como “postmodernidad”. Se trata, de nuevo, de
planteamientos radicados fundamentalmente en la arqueología de habla
inglesa, como también lo había sido el procesualismo. Beben de fuentes tan
diversas como las filosofías estructuralista y postestructuralista, el
neomarxismo (sobre todo de la Teoría Crítica y del marxismo estructuralista)
o las teorías de la acción y de juegos. Con tantos y tan variados referentes,
resulta inadecuado referirse a estas iniciativas como parte de una “escuela”
que abandere un programa o manifiesto unitario. Nos aproximaríamos más a la
realidad diciendo que se trata de una serie de posiciones a menudo muy
distintas entre sí, pero que tienen en común su rechazo a la mayoría de las
premisas que caracterizaban a la “Nueva Arqueología”. Este
“postprocesualismo” o, a veces, beligerante “antiprocesualismo”, comparte
una serie de planteamientos que expondremos sucintamente a continuación:

1. Las sociedades no son totalidades orgánicas que se organizan para lograr el


equilibrio interno y la adaptación al medio circundante. Las sociedades son
agregados de individuos y de grupos de interés que persiguen sus
respectivos objetivos particulares. No tienen límites marcados ni
conforman bloques uniformes, sino que aluden a una red cambiante y
difusa de relaciones entre individuos y grupos.

2. Las sociedades no se fundan necesariamente en el consenso entre sus


miembros en pos del bien común. La conducta de los sujetos no está
programada por el sistema, porque tampoco existe tal sistema como orden

209
monolítico. Los individuos, bien que instruidos en las normas sociales
dominantes, tienen la capacidad de cambiarlas, de subvertirlas mediante su
acción en los contextos situacionales donde se desarrolla su vida. El nuevo
decálogo para entender la vida en sociedad debe incluir viejos y nuevos
conceptos como poder, competición, conflicto, estrategia, ideología,
identidad, acción/agencia y toma de decisiones, enmarcados todos ellos en
una ontología de lo social que desconfía de teleologías como “adaptación”
y “homeostasis”. La inestabilidad y el conflicto son la norma, no la
excepción “patológica”.

3. La manera de abordar la investigación también debe ser distinta. La


orientación clasificatoria de la arqueología social procesualista se considera
agotada e insuficiente para captar las múltiples dimensiones de lo social en
la historia. El empeño por establecer generalizaciones se considera
contraproducente, ya que oculta y enmascara bajo la losa de la uniformidad
la riqueza de matices y de relaciones que tienen lugar en los múltiples
contextos de acción. Partiendo de la consideración de que el arqueólogo es
un intérprete ideológicamente orientado que trata de incidir en el contexto
político actual, de igual manera se trataría de narrar cómo los individuos y
grupos del pasado construyeron activamente su mundo.

Las aproximaciones críticas con la arqueología procesual también han


mostrado gran interés en tratar temas relacionados con el origen y
consolidación de las desigualdades, así como con el funcionamiento de los
primeros Estados y Civilizaciones501. A riesgo de simplificar en exceso,
podríamos señalar que buena parte de las contribuciones recientes tienden a
relegar a un segundo plano la discusión sobre la pertinencia de clasificar a las
distintas sociedades en uno u otro de los estadios propuestos por la
antropología evolucionista (bandas, tribus, jefaturas, Estados,…), para

501
En las últimas dos décadas, una miríada de planteamientos ha tratado de superar (o “revisitar”) las
principales carencias de la arqueología social procesualista, a veces “desde dentro” y en otras ocasiones
declarando una oposición frontal. Para un repaso de las contribuciones más relevantes, véanse las recogidas
en: Patterson, T. C. y Gailey, C. W. (eds.) (1987), Power Relations and State Formation. American
Anthropological Association, Washington DC; Gledhill, J., Bender, B. y Larsen, M. T. (eds.) (1988), State
and Society: The Emergence and Development of Social Hierarchy and Political Centralisation. Unwyn
Hyman, Londres; Wason, P. K. (1994), The archaeology of rank. Cambridge University Press, Cambridge;
Price, T. D. y Feinman, G. M. (eds.) (1995), Foundations of Social Inequality. Plenum Press, Nueva
York/Londres; Earle, T. K. (1997), How Chiefs Come to Power. The Political Economy in Prehistory.
Stanford University Press, Stanford; Feinman, G. y Marcus, J. (eds.) (1998), Archaic States. School of
American Research, Santa Fe; Haas, J. (ed.) (2001), From Leaders to Rulers. Kluwer Academic/Plenum
Publishers, Nueva York; Chapman, R. W. (2003), Archaeologies of complexity. Routledge, Londres; Smith,
A. T. (2003), The Political Landscape. Constellations of Authority in Early Complex Polities. University of
California Press, Berkeley / Los Ángeles; Yoffee, N. (2005), Myths of the Archaic State. Evolution of the
Earliest Cities, States, and Civilizations. Cambridge University Press, Cambridge.

210
centrarse en trayectorias históricas concretas, que permitan poner de
manifiesto el juego de relaciones de poder, los mecanismos a través de los
cuales unos sectores se imponen sobre otros, el papel de la ideología, la
competencia y tensión entre posiciones y la acción transformadora de
individuos y grupos. De hecho, se ha llegado a cuestionar e incluso a proponer
el abandono de la categoría “Estado” (y sus adjetivaciones específicas, tales
como Prístinos, Arcaicos, Tempranos…) para designar el objeto de la
investigación arqueológica, y su sustitución por expresiones más laxas como
“primeras unidades políticas complejas” (early complex polities)502 o
“estructura de autoridad generalizada”503. Con ello se trataría, por un lado, de
evitar la reificación del Estado y su consideración implícita como centro
organizador omnicomprensivo y, por otro, de reorientar la investigación
mediante conceptos más flexibles como “constitución de la autoridad”,
“gobernanza”, “poder” o “legitimidad”, que permitiesen trazar en su justa y
concreta expresión el carácter dinámico que se atribuye a las relaciones
políticas.

Y es que, en las nuevas aportaciones, la política sigue emplazada en el centro


del equipaje teórico y en la agenda de la investigación (“¡Muera el Estado,
viva la Política!” podría ser ahora la consigna). Ha cambiado, eso sí, la manera
de abordarla y definirla, ya que “inestabilidad” y “conflicto” han sustituido a
“estabilidad” y “conformidad”. Ahora, la política se entiende como el
escenario dinámico y decisivo de las relaciones humanas donde se dirime el
curso de la(s) historia(s). Es más importante narrar el proceso político que
contentarse con identificar las formas políticas a las que aquél da lugar con
mayor o menor consistencia y permanencia. En este escenario, el
protagonismo recae en la figura del individuo o bien en grupos de individuos
unidos por una afinidad o un interés particular, llámesele facción, estamento,
“lobby” o similar. El gobernante pierde centralidad al emerger en el discurso
las figuras de otros protagonistas olvidados por la historia, como esclavos,
campesinos, artesanos o prostitutas. A todos se les atribuye la capacidad de
tomar decisiones y de actuar: son agentes que obran estratégicamente según el
dictado de su subjetividad. Abandonados o puestos en entredicho los actores
de la política neoevolucionista y funcionalista, generosos Big Men, eficientes
jefes gestores y majestuosos reyes, se trata ahora de visualizar las estrategias
seguidas por aggrandizers, accumulators, emergent leaders, Great Men, Head
Men o enterpreneurs y de su éxito en función del número de seguidores
(followers) que arrastran. Los líderes dejan de ser considerados
automáticamente como “servidores sociales”, y, en su lugar, la investigación
502
Smith, op. cit.
503
Yoffee, op. cit., 17.

211
contempla que su conducta se mueve por el egoísmo, la ambición y el deseo
de incrementar su cuota de poder a expensas de otros. Se intenta mostrar de
qué manera se afianzan ciertas posiciones de poder, mientras que otras ven
socavadas sus bases y acaban por diluirse. Nuevos conceptos como
“heterarquía” o “sociedades transigualitarias”504, respaldados por una
reinterpretación crítica de los datos etnográficos a los que una vez recurrieron
funcionalismo y neoevolucionismo, se proponen para captar estos escenarios
dinámicos. Finalmente, no cuenta tanto señalar cuándo se ha superado el
umbral de la estatalidad y la vida civilizada, como en desvelar los puntos
donde se ejerce el poder de manera regular, es decir, institucionalizada.

Pese a tomar nuevos rumbos, la arqueología mantiene su dependencia respecto


a la antropología, tal vez condicionada por la propia estructura académica
vigente en los Estados Unidos, el país que mayor número de investigaciones
promueve. Es cierto que las claves de lectura funcionalistas y adaptacionistas
han perdido peso, pero en su lugar han proliferado interpretaciones inspiradas
en el pensamiento postestructuralista y en las teorías de los juegos y de la
estructuración, a menudo tras su aplicación en antropología. En su estructura
interna, el mecanismo inferencial suele ser análogo al puesto en práctica por la
“Nueva Arqueología”: nominación de fenómenos actuales (etnográficos)
correspondientes al campo de la política (poder, autoridad, conflicto),
derivación de una lista de correlatos materiales, cotejo arqueológico y
asunción para el pasado de la interpretación antropológica realizada a partir de
la documentación etnográfica. “Acción política” y, sobre todo, la categoría
“poder” cubren ahora gran parte del campo ontológico de lo social. La acción
política se supone guiada por la voluntad o, lo que es lo mismo, por los
intereses particulares y subjetivos de cada individuo o de cada grupo,
entendiendo como grupo el agregado de individuos vinculados por compartir
un motivo de egoísmo. Dado que la satisfacción de tales intereses requiere la
instrumentalización (subordinación) de otros individuos, la acción política está
indisolublemente ligada a la consecución y al ejercicio del poder. Acción
política lleva aparejada la elección estratégica entre diversas posibilidades,
aunque siempre con la finalidad de conseguir o conservar posiciones de poder.
Quien acerque el oído, escuchará ecos de Maquiavelo, resonancias de Hobbes
y, con referencias bibliográficas actualizadas, mensajes a mayor volumen de
M. Foucault, A. Giddens y A. Mann.

504
Véanse Crumley, C. (1987), "A Dialectical Critique of Hierarchy", en Patterson, T. C. y Gailey, C. W.
(eds.), Power Relations and State Formation. American Anthropological Association, Washington, D.C., pp.
155-169; Hayden, B. (2001), “Pathways to Power. Principles for Creating Socioeconomic Inequalities”, en
Price, T. D. y Feinman, G. M. (eds.), Foundations of Social Inequality. Plenum Press, Nueva York/Londres,
pp. 15-86.

212
No obstante, en un escenario protagonizado por la voluntad subjetiva también
caben formas de expresar y de entender la política diferentes a la estricta
carrera por el poder. Desde otras perspectivas se hará hincapié en que ciertas
sociedades se organizan precisamente para conjurar la consolidación de
cualquier forma de autoridad que pueda conducir al Estado. En este caso, el
referente inmediato es la antropología de P. Clastres505. Esta misma disciplina
ofrece otras formas diametralmente opuestas de encarar la cuestión, aunque
siempre guiadas desde la decisión subjetiva. Así, por ejemplo, A. Testart ha
hecho hincapié recientemente en el papel de la “servidumbre voluntaria” en el
nacimiento del Estado. El Estado se entendería entonces como “la creación de
un hombre que se apoya en sus fieles personales para asegurarse el poder”506:
“autoridad”, “fidelidad”, “poder”, variantes y facetas de las relaciones
interpersonales que subsumen toda la vida social. Éstas u otras propuestas son
objeto de una cálida bienvenida en la arqueología actual sobre la formación de
los primeros Estados.

Las propuestas recientes para el estudio de las desigualdades presentan


diversos aspectos positivos. Uno de estos es que desplazan la labor de
clasificación del lugar protagonista que hasta entonces ocupaba en la
investigación. Ello contribuye a la vez a restar trascendencia al hecho de
colocar a una sociedad más allá o más acá del umbral que da paso a la
Civilización y al Estado. En otras palabras, se trata de evitar que el criterio
fundamental para distinguir a las sociedades humanas sea que su organización
política se articule o no en instituciones estatales. Dejar de lado la fuerte carga
connotativa del hecho estatal y enfocar la investigación de la materialidad
arqueológica en trayectorias y desarrollos concretos resulta, en principio, una
garantía para lograr un acercamiento más detallado y seguramente más
ajustado a la realidad. De lo contrario, podríamos llegar a pensar que nada
sustancial ha cambiado en las sociedades humanas desde la aparición de las
ciudades-estado sumerias hasta los Estados capitalistas: a fin de cuentas, todos
son Estados, sólo que los modernos son seguramente de mayor envergadura y
“complejidad”.

Así, por ejemplo, en sintonía con una mayor atención a la especificidad de los
desarrollos estatales, ciertas investigaciones sobre las ciudades-estado

505
Clastres, P. (1974), La société contre l’État. Les Éditions du Minuit, París. Véase Blanton, R. E. (1998),
“Beyond Centralization. Steps Toward a Theory of Egalitarian Bahavior in Archaic States”, en Feinman, G. y
Marcus, J. (eds.), Archaic States. School of American Research, Santa Fe, pp. 135-172 (p. 152).
506
Testart, A. (2004), L’origine de l’État. La servitude volontaire II. Errance, París, p. 7 (la traducción es
nuestra).

213
mesopotámicas del periodo Dinástico primitivo han cuestionado el papel de
los templos y palacios como centros desde donde se regían las actividades
sociales según una lógica unitaria507. La atribución de dicho papel debe mucho
a la importancia que la investigación tradicional concedió a los textos
conservados en las tablillas de arcilla utilizadas por los propios centros de
poder. Al partir de unas fuentes ciertamente parciales, no es de extrañar que se
considerase que palacios y templos monopolizaban la vida de las primeras
ciudades. Sin embargo, el análisis de nuevos tipos de evidencias permite
argumentar que ambas instituciones eran sólo dos actores más, junto a otros
varios que hasta ahora permanecían ocultos a la investigación. De esta manera,
mientras que templos y palacios intentaban ejercer un control creciente en los
aspectos económico, político y administrativo, constituyéndose en fuerzas
centrípetas, otros sectores sociales, como los terratenientes privados, el
artesanado independiente o los esclavos se resistían promoviendo tendencias
centrífugas. Y todo ello, sobre un tablero de juego con límites difusos y
cambiantes.

De una manera similar, el reestudio de las evidencias arqueológicas de la


Creta minoica también ha permitido poner en cuestión la visión tradicional
según la cual un reducido número de centros palaciales controlaban las
actividades económicas, políticas y rituales de la población de un territorio508.
En su lugar, se propone una estructura de relaciones más flexible, difusa y
menos jerarquizada marcada por la competición entre facciones de interés
político, en la que los palacios constituían lugares de consumo y de actividad
ceremonial en el marco de una competición abierta en pos del poder.

Si en estos dos casos las nuevas interpretaciones restan rigidez, autoritarismo


y centralismo, en otros estudios se reconoce una complejidad mayor que la
reconocida tradicionalmente. Hasta fecha reciente, Norteamérica pasaba por
ser una extensa región donde el surgimiento de la civilización constituyó un
fenómeno inédito y donde, a lo sumo, resonaron leve y esporádicamente los
ecos de las civilizaciones centroamericanas. Sin embargo, las nuevas
investigaciones en el yacimiento de Cahokia, en otros cercanos y en la
comarca que los incluye (Greater Cahokia), unido a una relectura de las
evidencias conocidas con anterioridad, sugieren cambios en el estado de la
cuestión. En este sentido, la envergadura de las áreas residenciales, las
numerosas estructuras monumentales en forma de plazas, montículos y

507
Stein, G. (2001), “‘Who Was King? Who Was Not King?’ Social Group Composition and Competition in
Early Mesopotamian State Societies”, en Haas, J. (ed.), From Leaders to Rulers. Kluwer Academic/Plenum
Publishers, Nueva York, pp. 205-231.
508
Hamilakis, Y. (ed.) (2002), Labyrinth Revisited: Rethinking Minoan Archaeology. Oxbow Books, Oxford.

214
pirámides indicarían que Cahokia, junto con un complejo de asentamientos
próximos entre sí, habrían constituido un núcleo de atracción político-
administrativo y ceremonial equiparable a una auténtica ciudad. Allí, los
líderes de los grupos corporativos que presidían una sociedad estratificada
competían por el poder, sin que necesariamente uno u otro lo detentase de
forma centralizada y permanente sobre los demás (heterarquía). Cahokia no
desarrolló algunas características de los Estados típicos, como la escritura o la
expansión territorial por conquista, pero manifestaría un caso de state-making
(“de hacer Estado”), a la luz de sus impresionantes proyectos edilicios, ritos
funerarios y festejos509.

En estos y en otros ejemplos, la centralidad otorgada a la política como


instancia privilegiada para dar cuenta de la sociedad y la historia relega a un
segundo plano las determinaciones de orden material. Así, en los albores de la
complejidad, el big man, enterpreneur ambicioso y carismático, transforma o
“dinamiza” la economía al poner a más gente a producir más cosas (mediante
su carisma, su seducción, su “pico de oro”…las armas de su ambición). La
política “lidera” la economía. La política se sirve de ella para sus fines, como
cuando un jefe derrocha generosidad al promover festejos multitudinarios o
cuando destruye públicamente una ingente cantidad de bienes. La acción
política exige consumo público y la economía es aquella dimensión servicial y
casi siempre invisible (implícita) que abastece de consumibles a las voluntades
políticas en juego.

Conviene ser conscientes de dónde nos sitúan estos planteamientos.


Ciertamente, puede argumentarse que en muchas acciones humanas se da un
cierto margen de elección individual, aunque también es cierto que en muchas
otras dicho margen se reduce casi a cero510. En cualquier caso, el abanico de
posibilidades depende de que tales posibilidades sean factibles, es decir, que
hayan sido producidas o que existan las condiciones materiales para hacerlo
(hoy en día, decidir pasar las vacaciones en Plutón en lugar de en Neptuno
equivale a no haber decidido nada). Puede discutirse sobre en qué medida las
voluntades están condicionadas por la realidad de lo ya producido o, al revés,
en qué medida las voluntades influyen en aquello que es producido. Sin
embargo, lo cierto es que ninguna elección puede llevarse a término sino sobre
cosas reales o realizables; es decir, producidas o capaces de ser producidas

509
Véase Pauketat, T. R. (2004), Ancient Cahokia and the Mississippians. Cambridge University Press,
Cambridge, pp. 75, 167-174. Para una visión más atenuada de Cahokia en el contexto del periodo
Misisipiense, puede consultarse Milner, G. R. (2004), The Moundbuilders. Ancient Peoples of Eastern North
America. Thames and Hudson, Londres, pp. 124-168.
510
La posibilidad del suicidio nos recuerda que el margen para la decisión individual nunca es igual a cero.

215
bajo unas condiciones dadas.

El abanico variable de elecciones en la acción política y en el uso o el


consumo individual se reduce drásticamente cuando consideramos a los
individuos que imagina la arqueología postprocesual en el momento en que
producen; es decir, cuando han de construir efectivamente el escenario y las
condiciones que permitirán que ellos u otros puedan plantearse tomar una u
otra opción. En esta tesitura, uno pierde toda libertad para obrar según sus
deseos particulares, porque la producción depende siempre de otros en el
marco de cualquier división de tareas. En el momento de producir, uno en sí
mismo carece de la “libertad” de decidir qué se produce, cuánto, cómo e
incluso hasta con quién. La producción es un hecho cotidiano e insoslayable,
tanto como colectivo en su realización. La posición de cada cual en la
organización de la producción determina también las posibilidades de
consumir tras la distribución de lo producido. Por tanto, determina su vida y
las condiciones de su “libertad”511. Un siervo de la gleba trabajará y consumirá
como tal; un rey consumirá de acuerdo a su majestad porque el trabajo servil
lo posibilita. Considerar la capacidad de acción política de uno y de otro al
margen de la relación necesaria establecida entre ambos supone desconsiderar
la realidad. En definitiva, al analizar el ciclo productivo indispensable para la
vida social el sujeto individual pierde toda centralidad, de la misma manera
que también se descentra la acción política como motor de las cosas.

Privilegiar la dimensión política por encima de cualquier otra al investigar el


funcionamiento de las sociedades, supone, como hemos visto, asignar a los
sujetos una capacidad de acción determinada por la voluntad subjetiva, una
“agencia”. Supone considerarlos protagonistas de su futuro, sin más límites
que las voluntades de los demás actores y actrices en juego. No obstante, esta
ontología se basa en una ficción: una sociedad formada por individuos que
hacen política pero que no producen las condiciones materiales que todo
política necesita para hacerse efectiva. Aristóteles no creía en este tipo de
ficciones y sabía que sólo los ciudadanos “suficientemente dotados de
recursos” podían participar en el gobierno de la polis. En otras palabras, sólo
los hombres mantenidos gracias al trabajo de mujeres y esclavos podían ser
“libres”, verdaderos individuos políticos. Hay que objetar a las arqueologías
postprocesuales que la ontología individualista que plantean sólo es verosímil
en mundos como el de la mitología (griega); mundos donde dioses y héroes,
figuras despreocupadas por comer, vestirse o producir para que coman y se
vistan otros, ponen en juego sus deseos y pasiones, se enfrentan y confabulan,

511
Porque, paradójicamente, la libertad siempre resta condicionada.

216
haciendo de la política su única y eterna razón de ser.

-Hacia una arqueología marxista del Estado.


El marxismo incluye las múltiples y variadas líneas de pensamiento,
conocimiento y transformación social inspiradas en los textos de Marx. El
marxismo cuestiona y combate las bases que sustentan el capitalismo, por lo
que entra dentro de la lógica que este sistema niegue a quienes tratan de
socavarlo y desligitimarlo. Afirmar que la esencia del liberalismo es fomentar
la tolerancia, o que las “sociedades abiertas” se caracterizan por permitir la
libertad de pensamiento y acción no son más que mitos propagandísticos
potenciados por los Estados capitalistas; mitos de rango similar a los
patrocinados por los gobernantes de la Antigüedad (y otros cronológicamente
mucho más cercanos), cuando justificaban su gobierno aludiendo al derecho
divino. Sea como fuere, y pese a encontrarse en los bastidores de algunas de
las propuestas más influyentes para explicar el pasado de la humanidad
(Childe), el marxismo ha ocupado un lugar marginal en la arqueología
practicada desde las instituciones de investigación de los Estados capitalistas.
En las contadas ocasiones en que ha podido “colarse” en ellas para abordar
desde la Prehistoria el desarrollo de la desigualdad social y la formación del
Estado, las contribuciones más destacables se han elaborado con frecuencia
fuera del mundo académico anglosajón, como en España512, Italia513 y
Latinoamérica514, siendo su papel comparativamente menor en países como
Gran Bretaña y EE.UU.515.
512
Lull, V. y Estévez, J. (1986), “Propuesta metodológica para el estudio de las necrópolis argáricas”,
Homenaje a Luis Siret (1934-1984). Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla, pp. 441-452.
Nocete, F. (1989), El espacio de la coerción. La transición al estado en las campiñas del Alto Guadalquivir
(España) 3.000-1500 a.C. Bristish Archaeological Reports, International Series 492, Oxford.
Lull, V. y Risch, R. (1996), “El Estado Argárico”, Verdolay, 7, pp. 97-109.
Castro, P. V., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y Sanahuja Yll, Mª E. (1998), “Teoría de la
producción de la vida social. Mecanismos de explotación en el Sudeste ibérico”, Boletín de Antropología
Americana, 33, pp. 25-77.
Lull, V. (2000), “El Argar: Death at Home”, Antiquity,74, pp. 581-590.
Nocete, F. (2001), Tercer milenio antes de nuestra era. Relaciones centro / periferia en el Valle del
Guadalquivir. Barcelona. Bellaterra.
513
Tosi, M. (1976), “The dialectics of State formation in Mesopotamia, Iran and central Asia”, Dialectical
Anthropology, 1, pp. 173-180.
514
Montané, J. (1980), Marxismo y arqueología. Ediciones de Cultura Popular, México.
Bate, L. F. (1984), “Hipótesis sobre la sociedad clasista inicial”, Boletín de Antropología Americana 9, pp.
47-86.
Lumbreras, L. G. (1974), La arqueología como ciencia social. Histar, Lima.
Lumbreras, L. G. (1989), Chavín de Huántar en el nacimiento de la civilización andina. INDEA, Lima.
Lumbreras, L. G. (2005), "Estudios arqueológicos sobre el Estado", en González Carré, E. y Del Águila, C.
(eds.), Arqueología y Sociedad. Luis Guillermo Lumbreras. Instituto de Estudios Peruanos, Lima, pp. 187-
276 (en esta publicación se recogen diversos trabajos publicados desde la década de los años 80).
Vargas, I. (1987), “La formación económico social tribal”, Boletín de Antropología Americana 5, pp. 15-26.
Vargas, I. (1990), Arqueología, Ciencia y Sociedad. Abre Brecha, Caracas.
515
Gilman, A. (1976), “Bronze Age dynamics in southeast Spain”, Dialectical Anthropology, I, pp. 307-319.

217
El hecho de que las investigaciones desde el marxismo hayan sido poco
numerosas no es óbice para que los planteamientos y resultados alcanzados
sean heterogéneos. En bastantes ocasiones, se observan importantes
similitudes respecto a la arqueología procesual en el método empleado para
abordar la cuestión, sobre todo en lo que respecta al procedimiento de
encuesta y cotejo. En estos casos, la diferencia respecto a la tradición
procesual es la sustitución de la tipologías de evolución sociopolítica de Fried
o Service por otras elaboradas desde el evolucionismo marxista apuntado por
Engels en El origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado.
Términos como “formación económico social tribal” o “sociedad clasista
inicial” sustituyen en el mismo orden metodológico a otros como “tribu”,
“jefatura” o “civilización”, con la salvedad de que las claves de interpretación
cambian de signo: donde se leía consenso, se lee imposición; donde se veía
prestigio, se ve poder y explotación. Sea como fuere, dichas claves de lectura
siguen procediendo del exterior de la arqueología. Son importadas como
relatos completos principalmente desde la antropología neomarxista (M.
Godelier, Cl. Meillassoux, E. Terray) y acuden al ser evocadas tras las
operaciones de cotejo e inferencia empíricos. En consecuencia, las
consideraciones críticas expuestas a propósito de la arqueología procesual
podrían ser aplicadas a una parte de la arqueología de inspiración marxista.

Ahora bien, si convenimos en la pertinencia de plantear sobre bases distintas


la investigación de la formación de los Estados y de su funcionamiento y
dinámica, es preciso establecer qué aspectos concretos deberían ser superados
y, cuando menos, esbozar cuáles pueden ser las vías para lograrlo.

1. La identificación de los primeros Estados y civilizaciones según una


metodología anclada en la designación historiográfico-filológica y en el
cotejo de una lista de correlatos empíricos derivados de aquélla impone a la
investigación unas cortapisas severas. Demarca un umbral que connota un
antes y un después transcendental en la historia de los grupos humanos.
Dicha trascendencia impone en la práctica una clasificación general de las
sociedades entre civilizadas y no civilizadas, favorece la división

Gilman, A. (1981), "The development of social stratification in Bronze Age Europe", Current Anthropology,
22 (1), pp. 1-23.
McGuire, R. H. (1992), A Marxist Archaeology. Academic Press, San Diego.
Gailey, C. W. y Patterson, T. C. (1988), "State formation and uneven development", en Gledhill, J., Bender,
B. y Larsen, M. T. (eds.), State and Society. The Emergence and Development of Social Hierarchy and
Political Centralization. Routledge, Londres, pp. 77-90.
Patterson, T. C. (2005), “Craft specialization, the reorganization of production relations and state formation”,
Journal of Social Archaeology, 5 (3), pp. 307-337.

218
académica del saber entre Prehistoria e Historia Antigua y condiciona de
manera implícita y acrítica la forma de abordar la investigación
arqueológica de las sociedades prehistóricas. Así, el acuerdo sobre cuáles
deben ser los primeros Estados relega necesariamente a categorías
preestatales de evolución política a las sociedades situadas en épocas
anteriores a éstas y/o a las ubicadas en el exterior de sus fronteras, además
de prejuzgar el signo de la interpretación sociopolítica que debe
asignárseles. En el caso de la prehistoria europea, funciona con notable
éxito un consenso que reserva la rúbrica “estatal” a unos pocos grupos
arqueológicos con anterioridad a la expansión romana de finales del I
milenio antes de nuestra era. En concreto, dicha convención señala que los
primeros Estados en suelo europeo se desarrollaron en las riberas del Egeo
durante el Bronce Medio y Reciente (civilizaciones minoica y micénica).
Hay que esperar a la Edad del Hierro para que la consideración como
estatales o filoestatales se extienda a otras regiones del Mediterráneo y sus
áreas de influencia (Etruria, principados hallstátticos, aristocracias
prerromanas occidentales), mientras que muchas otras sociedades
accedieron a la estatalidad sólo al ser absorbidas por la expansión romana.
Ello ha conducido, en primer lugar, a la proliferación y consiguiente
“amontonamiento” de sociedades de jefatura de mayor o menor
complejidad en la Europa “bárbara” entre el V y el I milenios, ya que la
investigación descarta que alguna de estas sociedades pudiera poseer el
rango de estatal. Y, en segundo lugar, lleva a asumir que la formación de
los primeros Estados en Europa obedeció siempre a procesos secundarios o
derivados, de forma que el protagonismo causal recae en las actividades
comerciales, militares o colonizadoras de un restringido número de
civilizaciones clásicas.

2. La metodología de encuesta y cotejo propicia que investigación


arqueológica se equipare a clasificación según escalas de organización
sociopolítica derivadas del neoevolucionismo.

3. La clasificación en términos socio-políticos “arrastra” interpretaciones


sobre la dinámica social elaboradas principalmente desde la antropología
(sean éstas de signo funcionalista, estructuralista o neomarxista). Este
proceder interpretativo suele confundirse con explicación. Alimentarlo
condena a la arqueología a seguir ocupando un lugar marginal en la
producción de conocimiento. Nos condena a no saber sobre el pasado más
de lo que una parte de la comunidad académica cree saber sobre el presente
etnohistórico. Asigna hacia el pasado lecturas ideadas desde otros datos,
para otros tiempos y, además, realizadas en virtud de razonamientos

219
asumidos inconsciente o acríticamente. La dependencia interpretativa es
síntoma de una carencia metodológica más profunda. Si no intentamos
salvarla, habrá que continuar asumiendo que lo único que pueden hacer los
materiales arqueológicos es evocar interpretaciones más o menos
afortunadas en las mentes de arqueólogos ideológicamente (in)formados.

4. El método comparativo intercultural se basa en clasificaciones de las


sociedades, cuyas propias premisas condicionan los resultados en una
medida indeterminada aunque sin duda importante. Tal y como acostumbra
a ponerse en práctica, este método conduce a la proliferación de nuevas
clasificaciones o bien al debate, en cierta medida estéril, en torno al ajuste
o pertinencia de las subdivisiones propuestas por éstas.

5. Situar el motor de la política y, por ende, de la vida social, en el ámbito de


la voluntad, la decisión y la acción de los individuos o grupos de
individuos supone asumir una ontología idealista. En virtud de este
planteamiento, los materiales arqueológicos son los restos de los recursos
físicos que los hilos de las voluntades pretéritas movieron a su antojo.
Puede que esta manera de ver las cosas satisfaga la vanidad humana de
nuestro tiempo, puesto que mantiene a los seres humanos en el papel de
medida de todas las cosas. Sin embargo, si desconfiamos de las teologías
humanistas tanto como de las propiamente divinas, es hora de
concentrarnos en conocernos a partir de todo aquéllo que nos produce y
que producimos, en lugar de confortarnos y conformarnos en idear aquéllo
que supuestamente somos. En este objetivo, la arqueología tiene mucho
que decir.

Notas para una investigación arqueológica del Estado: teoría.


Nuestro objetivo en las páginas siguientes es sugerir los cauces de una
investigación sobre el Estado a partir de la materialidad social que lo produce.
En esta sección apuntaremos una definición de la categoría en el ámbito
relacional en que surge, y dejaremos para un apartado ulterior el esbozo de
cuáles podrían ser las actuaciones más adecuadas en el campo de la pesquisa
empírica.

A decir de muchos, el Estado es la máxima institución política, la más racional


y, como si estuviera viva, la más astuta e inteligente. No importa que se
manifieste bajo formas coercitivas o benefactoras; pocos disentirían al
escuchar que la política es actualmente política de Estado o no es; que sólo
merece su propio nombre cuando es de Estado, desde el Estado o a través de
los cauces que el Estado establece. Es más, si decidiéramos ampliar su campo

220
semántico para incluir en ella desde las relaciones de parentesco por afinidad
hasta consideraciones éticas en que lo político se entiende como un remedo de
lo afable, adecuado u oportuno, la política de Estado pasaría a denominarse
“alta política” y subsumiría a las demás desde una posición de dominio.

Sin embargo, la política es mucho más. La hallamos en cualquier tipo de


relaciones en que los seres humanos nos vemos sumidos. Sean económicas,
sociales o ideológicas, el matiz que lo político aporta en las relaciones
sociales, aquéllo que lo comprende exclusivamente, no es otra cosa que el
manejo que establecemos con nuestros congéneres sobre las personas y los
objetos que encontramos en nuestro deambular con-junto entre cosas. Ese
manejarse entre unos y otros al movernos regularmente en situaciones de
concurrencia fijará, con el tiempo, las maneras de comportarnos con todo lo
que nos rodea. La entidad política se dice que se alcanza plenamente cuando
ese manejo se constituye en reglas para el buen obrar o el buen vivir.

Tras un prolongado periodo de ensayos de convivencia que enredaron el


instinto comunitario de la vida social y que dieron paso a la construcción de
diferentes identidades, algunas sociedades quedaron en Estado. Instituyeron
entonces los oportunos pretextos fundacionales a modo de excusa para
impedir disensiones internas y para apropiarse de lo que desde entonces se
sancionó como ajeno. El Estado como institución de la convivencia, con sus
regulaciones y condiciones para sustentarlas, se ha producido, se concretó en
ciertos ámbitos de relación que una cierta producción de la vida social
demarcó históricamente.

La producción de la vida social.


La vida social acontece como un hecho material. Hombres, mujeres y los
objetos de los que aquéllos y aquéllas son causa y consecuencia, constituyen
las condiciones materiales objetivas indispensables para la vida social. Dichas
condiciones (hombres, mujeres y objetos) deben ser producidas continuamente
en el marco de un entorno natural determinado. La producción es, por tanto, el
primer hecho social.

En diversas publicaciones colectivas516, propusimos ampliar el alcance del


paradigma clásico de la producción, que se centraba exclusivamente en la
producción de objetos (alimentos y artefactos), para dar cabida a otros
ámbitos. De esta manera, al lado de la producción de objetos designamos con
516
Castro et alii, op. cit.; Castro, P. V., Chapman, R. W., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y
Sanahuja Yll, Mª E. (1999), Proyecto Gatas 2. La dinámica arqueoecológica de la ocupación prehistórica.
Monografías Arqueológicas. Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Sevilla.

221
“producción básica” la generación de mujeres y hombres. El reconocimiento
explícito de dicha producción implicaba la consideración de que la
reproducción biológica constituía la actividad primordial de toda sociedad y su
sostén material básico. No hay duda que la producción de nuevos hombres y
mujeres supone una tarea social primordial. Sin embargo, está todavía en
discusión si el proceso de gestación pertenece al ámbito estrictamente
biológico o bien compete al laboral. Si nos inclinamos por esta segunda
opción, habría que justificar por qué sería la única actividad laboral
determinada por condicionantes biológicos (gestar y amamantar sólo puede
correr a cargo de mujeres) e independiente de un trabajo social previamente
acumulado. Superar el dilema parece difícil, toda vez que, por otro lado, la
frecuencia de los embarazos y el hecho de que éstos culminen o no en un parto
dependen, en buena medida, de exigencias inequívocamente sociales.

En aquellos textos, propusimos además la llamada “producción de


mantenimiento”. Ésta se orienta a conservar, cuidar y mantener operativos a
los objetos y a los sujetos sociales hasta que el desuso o la amortización, en
unos casos, y la muerte, en otros, los apartan de la vida social. La producción
de mantenimiento no supone modificar cualitativamente el valor de uso inicial
de su objeto, sino actualizarlo cuando aquél se ve mermado por una u otra
razón. En resumen, podríamos señalar que el objetivo de la producción y
mantenimiento de objetos es abastecer a un colectivo de mujeres y hombres,
mientras que el objetivo de la producción básica y de la de mantenimiento de
individuos es la provisión de las mujeres y los hombres que conforman
cualquier sociedad.

División de tareas y división social de la producción517.


No todo el mundo participa de idéntica manera en los actividades implicadas
en las tres producciones de la vida social. Ello supone una cierta división en el
seno del colectivo, que puede expresarse en varias dimensiones y estar en
función de diversos motivos. Una de estas dimensiones compete al reparto de
cometidos concretos, por lo que nos referirnos a ella como división de tareas.
En la especie humana, la condición sexual y la edad han constituido dos
factores de gran importancia de cara a la asignación de tareas. El
condicionante sexual se deriva del hecho de que sólo las mujeres son capaces
de engendrar nuevos individuos y de amamantarlos. En lo que respecta a la
edad, su influencia se extiende a ambos sexos y a todas las producciones, ya
que la participación efectiva en éstas depende de la capacidad del organismo
517
Para un tratamiento inicial de las cuestiones desarrolladas en este apartado y en el siguiente, véase Castro
et alii (1998), op. cit. y, fundamentalmente, Lull, V. (2005), “Marx, producción, sociedad y arqueología”,
Trabajos de Prehistoria, 62 (1), pp. 7-26.

222
para ejercer satisfactoriamente determinadas acciones y operaciones
mecánicas e intelectuales; una capacidad que varía notoriamente en función de
la edad. Además del sexo y/o la edad, otras características físico-biológicas
como la agilidad, retentiva mental, capacidad de audición y visión, potencia
física, etc. han constituido factores de peso a la hora de realizar una u otra
tarea, sobre todo en tiempos pasados. Ahora bien, más allá de tales
condicionantes diríamos que universales, el desarrollo de la división de tareas
en cada sociedad ha obedecido a factores diversos y ha cobrado formas
también distintas a lo largo de la historia. En ocasiones, en un grupo puede
haberse promovido una mayor división de tareas como medio para aumentar la
productividad, es decir, tendiendo a una simplificación de los cometidos
concretos que redundase en la obtención de tantos o más productos que antes
invirtiendo menos trabajo en términos globales. En otros casos, como ya
recalcara Marx518, la adopción de innovaciones tecnológicas en la producción
de manufacturas o de alimentos puede llevar aparejado un nuevo y más
profundo reparto de tareas en el seno de una comunidad.

Cualquier división de tareas productivas supone una cierta fragmentación del


grupo, que se expresa en la formación de contextos relacionales distintos y
más o menos distantes. Sin embargo, existe otra dimensión de la división
social seguramente de mayor trascendencia que la que conlleva la de tareas.
En la “Introducción” a las Grundrisse y, posteriormente, en El Capital I, Marx
enunció una distinción clave. La producción, en sentido abstracto, se articula
en un ciclo que incluye varios momentos diferenciados: la producción misma,
la distribución o cambio y el consumo. La producción y el consumo forman
para Marx una unidad, ya que cualquier proceso de producción carece de
sentido si el producto resultante no es consumido o usado; además, todo
proceso productivo implica a su vez el consumo de materias primas, medios y
fuerza de trabajo. Sin embargo, unidad no equivale a identidad (la producción
de algo no es su consumo), ya que los momentos de la producción y el
consumo de algo se hallan diferidos en el tiempo y, como veremos, en el
espacio. Entre la producción y el consumo se sitúa la distribución, principal
responsable de dicho diferir. Los mecanismos concretos adoptados por la
distribución varían según las circunstancias históricas, desde la reciprocidad o
el trueque al tributo.

518
Marx utilizaba la expresión “división del trabajo” en lugar de “división de tareas”, que preferimos aquí:
“Hasta dónde se han desarrollado las fuerzas productivas de una nación lo indica del modo más palpable el
grado hasta el cual se ha desarrollado en ella la división del trabajo. Toda nueva fuerza productiva, cuando no
se trata de una simple extensión cuantitativa de fuerzas productivas ya conocidas con anterioridad (como
ocurre, por ejemplo, con la roturación de tierras) trae como consecuencia un nuevo desarrollo de la división
del trabajo” (Ideología, 20).

223
En la especie humana se dan muy pocas situaciones en las que un individuo
consuma lo que él mismo se ha encargado por entero de producir. De hecho,
tal vez el rasgo más distintivo del desarrollo de la humanidad, aquél que la ha
producido en la historia evolutiva de la vida sea la “dislocación” entre
producción y consumo, entre los agentes y el lugar implicados en la
producción, y los agentes y el lugar implicados en el consumo. A la vista de
ello, designaremos como división social de la producción a la expresión
adoptada por la “dislocación” entre los lugares de producción, los lugares de
distribución y los lugares de consumo en una sociedad. Esta dislocación
expresa una división social que se añade y, a la vez, supera la división de
tareas a que hemos hecho referencia anteriormente. La división social de la
producción genera tantos o más contextos de relación particulares que la
división de tareas. Mujeres y/o hombres concretos se reconocen socialmente
no sólo a partir de su participación respectiva en las diferentes tareas
realizadas en el marco de las tres producciones, sino también, y quizás mucho
más, por su participación, diferencial o no, en los distintos contextos de
producción y de consumo. Las relaciones particulares entabladas en el seno de
todos los contextos contribuirán a generar condiciones subjetivas individuales
(los “yoes” particulares) que pueden llegar a plasmarse o aglutinarse
socialmente en ideologías; ideologías que devendrán enfrentadas si surgen
desavenencias materiales entre los grupos particulares implicados en la vida
social.

La producción general y el “lugar” de la política.


Uno de los principales problemas para cualquier investigación materialista es
el de concretar el “lugar” y el contenido de la política en el marco general de
lo social. Al referirse tradicionalmente a la toma de decisiones por parte de
individuos y grupos, el estudio de la política ha favorecido el empleo de
argumentos volitivos o intencionales de corte idealista o psicologista, lo cual
entra de ordinario en contradicción con cualquier planteamiento materialista.
Hallamos abundantes ejemplos de ello en la arqueología actual cuando, tras
exponer una situación social de partida configurada a partir de variables
tecnológicas, demográficas y ecológicas, se introducen la “ambición de poder”
de un sector de la sociedad o la “competición” por obtener prestigio entre
ciertos individuos como factores que influyeron decisivamente en la
culminación de procesos de formación del Estado. Con la argumentación que
expondremos seguidamente, pretendemos eludir esta contradicción, ubicando
el “lugar” de la política en el ámbito de las condiciones materiales que
constituyen todo colectivo humano.

Dadas unas condiciones de división de tareas y de división social de la

224
producción, los miembros de una comunidad participan en y del resultado de
las tres producciones. Ahora bien, en el desarrollo del ciclo de la producción
existe una consideración que reviste un interés decisivo y que pocas veces ha
sido puesta de manifiesto: el desarrollo real de la producción exige un
conocimiento actualizado de cuáles son los límites y la composición del grupo
implicado, así como de la variedad y cantidad de las restantes condiciones
materiales a las que es posible acceder. ¿En cuál de los tres momentos del
ciclo de la producción general enunciado por Marx cabría ubicar dichas
consideraciones? A nuestro juicio, la respuesta es que la distribución de
objetos y sujetos“sabe” los límites de la comunidad, entendida ésta como el
grupo directamente comprometido con la participación en la producción y en
el consumo. Ante esta afirmación, resulta no obstante necesario aclarar el
sentido del término “distribución” que adoptamos aquí, ya que Marx
contempló de hecho dos acepciones. Veámoslo a continuación en sus propias
palabras:

“La distribución en su interpretación más superficial aparece como


distribución de productos y, por tanto, como muy alejada de la
producción y supuestamente independiente de ésta. Pero antes de ser
distribución de productos, ella es 1) distribución de los instrumentos de
producción y 2) determinándose de otra manera la misma relación,
distribución de los miembros de la sociedad entre los diferentes géneros
de producción (subordinación de los individuos a relaciones de
producción determinadas). La distribución de productos no es
manifiestamente sino el resultado de esa distribución, que se incluye en la
producción misma y determina su estructura. Examinar la producción sin
tener en cuenta esa distribución, incluida en ella, es manifiestamente una
abstracción huera; por el contrario, la distribución de productos está
automáticamente implicada por esa distribución, que constituye de
origen un factor de la producción”519.

A partir de esta cita, está claro que el factor que mejor contribuye a delimitar
el grupo social es la distribución de objetos y sujetos en la producción social,
y no estrictamente la de productos de cara al consumo. Aun así, para eliminar
esta posible fuente de ambigüedad o confusión podría ser oportuno emplear
términos diferentes como “asignación” o “reparto” en referencia al significado
que nos interesa subrayar.

519
Marx, K., “Introducción” a las Grundrisse escrita en 1857 y publicada por primera vez en 1903 en Die
Neue Zeit. Se cita la edición publicada como anexo en Contribución a la crítica de la economía política.
Progreso, Moscú, 1989, p. 192 (las cursivas son nuestras).

225
La distribución-asignación no debe entenderse como un punto de partida
previo y ajeno a la producción, a modo de decisión racional que la guía guiada
desde el pensamiento. Toda asignación es siempre posterior a un acontecer
material. Los dos sentidos de “distribución” a que Marx hacía referencia
acompañan ya a una cierta división social de la producción, siquiera mínima.
Es precisamente esta dislocación efectiva lo que suscita en la práctica la
ignorancia y las incertidumbres que suscitan preguntas como las siguientes:
¿Quiénes participarán en tal o cual tarea? (¿Con quién se cuenta?) ¿De qué
medios materiales se dispone para realizarla? (¿Con qué se cuenta?) ¿Cuál es
el abanico de bienes producibles y en qué cantidad deben ser producidos? ¿A
quiénes irán destinados y en qué cantidad? ¿Somos pocos, suficientes o
sobramos en relación a todo ello? Por estar implicados en relaciones que les
producen individualmente y como grupo social, todos y todas tienen algo que
responder. Sin embargo, por motivo de la dislocación implicada en la división
social de la producción y también en la división de tareas, las respuestas no
tienen necesariamente que ser unánimes; como tampoco serán de igual peso
los argumentos, verbales o materiales, esgrimidos a favor de una u otra. La
multiplicación de los ámbitos de experiencias y vivencias individuales y
grupales propiciada por la división productiva da lugar a nuevas relaciones
objetivas y subjetivas. Los sujetos aportan opiniones diversas y valoraciones
contrapuestas sobre cómo se produce y/o debería producirse la vida social520.
A la discusión acompañarán estrategias que podrán dividir aún más los
ámbitos de relación si comportan alianzas que atraviesen las divisiones
definidas por la producción. Las decisiones finales darán paso a la
cooperación o desembocarán en agravios. La política ha entrado en la vida
social.

Afirmamos que la política tiene que ver con la distribución-asignación de


individuos, grupos y objetos en relación a la producción y el consumo. Su
“lugar” se halla en la gestión de las dependencias sociales a las que obliga la
cancelación o satisfacción de las necesidades de los colectivos particulares en
el marco de una determinada división social de tareas y de la producción521.
El conocimiento social indispensable para garantizar los objetivos económicos
es la “materia prima”, por así decirlo, de las relaciones políticas. Los
miembros a los que alcance tal asignación serán considerados miembros de la
comunidad. La política surge de la relación y se encamina a la decisión, en
este caso sobre los límites del grupo y los grados y formas de afinidad
permisibles en su interior y hacia el exterior, siempre en el marco de una cierta
520
Lull 2005 op. cit., 22.
521
Véase al respecto Lull, V., Micó, R., Rihuete, C. y Risch, R. (2006), “La investigación de la violencia: una
aproximación desde la arqueología”, Cypsela, 16, pp. 91-112.

226
organización histórica de la producción de la vida social.

Desde estos planteamientos, “unidad doméstica” y “comunidad” cobran


sentido como expresiones distintas de la organización de la asignación-
distribución, entendida como parte de la producción social. Las unidades
domésticas suelen ser resultado de las experiencias reguladas por la
producción básica y el mantenimiento de los individuos. Además de este
cometido, podrán cobrar un papel más o menos relevante como unidades de
producción de alimentos y artefactos. La política se encarga también de
concretar las relaciones entre unidades domésticas, comunidades y conjuntos
de comunidades, que surgen de la posibilidad de intercambiar productos y
personas a diferentes escalas geográficas. El referente originario de la política
es siempre lo común, no las personas individuales, que no son (somos) nada
sin la relación social y económica que nos permite ser y estar.

La práctica política, en lo que contiene de reunión, deliberación y decisión,


puede desarrollarse conforme a un amplio abanico de expresiones
relacionales, desde el asamblearismo hasta el despotismo unipersonal. Con
frecuencia, su funcionamiento continuado se sanciona mediante la
instauración de cargos e instituciones. A su vez, las normas y reglas generadas
y aplicadas en estos contextos pueden plasmarse en relaciones de poder y, por
otro lado, favorecer la elaboración de ideologías de corte identitario y
exclusivista, a las que en la actualidad solemos referirnos con términos como
“etnicidad”, “nacionalismo” o “patriotismo”. Con frecuencia, estas ideologías
asumen discursos de contenido metafísico y adoptan símbolos distintivos del
grupo que se representa mediante aquéllas. En definitiva, la política establece
los grados de afinidad dentro y entre comunidades, y se dota de los medios
informativos y coercitivos para garantizar este orden de distribución en las
relaciones sociales.

Conviene subrayar que la política no se sitúa en el exterior de la producción ni


la dirige o configura desde una instancia metafísica, al estilo de la “tradición”,
la “cultura”, el “sujeto autoconsciente” o el “espíritu de la época”. Halla su
sentido como una herramienta más de la organización de la producción, y
extrae sus criterios en el saber social acumulado tras las múltiples experiencias
de ensayo y error en la organización y desarrollo de la producción de la vida
social previa. Y así hacia atrás en el tiempo, desde que el género humano se
distingue por dislocar producción y consumo. La división de tareas y la
división social de la producción, desarrolladas en el marco de la producción
de la vida social, suponen de por sí la necesidad de la política, entendida en

227
primer lugar como un ámbito de gestión o administración del ciclo
producción-consumo.

La formación del Estado.


El factor clave para dar cuenta de la formación de los Estados es el desarrollo
de la división de tareas y de la división social de la producción. La
compartimentación, la parcelación de la producción y de la vida social en
general va colocando a la gente en situación de mayor dependencia respecto a
los demás. Piénsese en un grupo de individuos especializado en una ocupación
concreta, por ejemplo, la tala de árboles o la talla del sílex. Su universo gira en
torno a estas actividades y, buena parte de sus preocupaciones y expectativas,
también. Sin embargo, su vida pasa por consumir otras cosas distintas de la
madera o la piedra, así como por entablar relación con otras personas más allá
de quienes colaboran en una tarea concreta. Así pues, a medida que se
desarrollan la división de tareas y la división social de la producción, la
distribución-asignación adquiere cada vez más protagonismo y, con ello, el
lugar de la política se amplía.

La distribución, en sociedades bajo el signo cada vez más extenso de la


división de tareas y de la división social de la producción, corre el riesgo de
tornarse en distribución desigual. Una vez más, aunque con términos algo
distintos a los adoptados aquí, Marx indicó la pauta:

“(…) con la división del trabajo, se da la posibilidad, más aun, la


realidad de que las actividades espirituales y materiales, el disfrute y el
trabajo, la producción y el consumo, se asignen a diferentes individuos,
y la posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente en
que vuelva a abandonarse la división del trabajo. (…)
Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas
contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del
trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en
diversas familias contrapuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución
y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad,
cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia,
donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido”522.

Los Estados surgen para preservar y fijar ciertas situaciones de distribución


económica disimétrica. Su emergencia no fue liderada por la voluntad, sino

522
Ideología, 33.

228
por el desencuentro entre la producción social y el consumo. La perspectiva
que sugerimos aquí también afecta a la problemática clásica en torno a las
causas del surgimiento del Estado. Por lo general, los modelos causales al uso
presuponen una situación de partida en equilibrio, situación que se ve alterada
por uno o varios factores desestabilizadores (la causa o causas como, por
ejemplo, el incremento demográfico o un cambio climático), hasta que la
sociedad accede a una nueva situación de equilibrio ya bajo una forma
civilizada o estatal. En cierta manera, este planteamiento sitúa el origen de la
causalidad en el exterior de las relaciones sociales, las cuales se limitan a
reaccionar ante algo que les viene dado. Además, siempre es complicado
justificar por qué en ciertas situaciones tales causas propician la emergencia de
la civilización y del Estado, mientras que en otros casos aparentemente
equiparables su incidencia es imperceptible o bien parecen favorecer
derroteros muy distintos. Así, ni todas las sociedades agrícolas en entornos
áridos con cauces fluviales han promovido civilizaciones, ni todas las guerras
endémicas han culminado en la emergencia de Estados militaristas.

Bajo nuestro punto de vista, resulta preferible encarar la problemática de la


formación de organizaciones estatales considerando qué condiciones las
posibilitaron, en lugar de asumir la acción de uno u otro motor causal de
alcance general. Entre las condiciones necesarias, pero no suficientes, figura
el desarrollo de la división social de la producción y la distribución-asignación
desigual. Ello, no obstante, tiene que culminar como condición indispensable
en una relación de explotación social en beneficio de unos pocos. Se trata de
un recorrido que respeta un itinerario preciso.

a) En primer lugar, la sociedad obtiene regularmente rendimientos


materiales para su reproducción y seguridad. Las formas productivas, en
todas las actividades que comprende, configuran cauces de los que suele
resultar fatuo y arriesgado salir, al estar basados en la tranquilidad que
proporciona la reiteración de experiencias y usos adoptados.

b) La comunidad determina normas de convivencia que sanciona fuera de


los ámbitos particulares y que sitúan las relaciones colectivas más allá
de los intereses subjetivos. Nacimiento de la política.

c) Los contextos fomentados a raíz de la división de tareas y de la división


social de la producción son escenario de experiencias rutinarias. De ahí
surgen subjetividades particulares que tiñen de diferencias la vida
social. El reconocimiento de esas diferencias dentro de una vida común
edifica “ceremonias” de identidad. Por un lado, cada grupo puede

229
adjetivarse como diferencia. Pero también los grupos de sujetos se
reconocen por cosas que hacen con, por y para otros, aunque no
cualesquiera otros. El ámbito del nos-otros523 expresa tanto el colectivo
real del que todos son partícipes de facto, como una entidad en la que
cada cual puede identificarse idealmente.

d) Pese a que las relaciones sociales se adocenen en maneras habituales


(“tradicionales”), algunas de las diferencias registradas en su interior
pueden dar paso a disimetrías materiales. En este caso, ciertos
colectivos particulares sacan partido de su posición en el ciclo
producción-consumo, aunque esta ventaja pueda pasar inadvertida para
aquellas maneras tradicionales, anquilosadas en el pasado. La nueva
realidad material amenaza ahora con reducirlas a puros formalismos.
Este desajuste entre realidad material y maneras de antaño reclama
actualización, lo cual no equivale necesariamente a consenso. La
división de la sociedad en clases emerge como escenario posible.

e) Las disimetrías han llegado a agudizarse, la explotación se asienta y los


intereses materiales particulares cristalizan en clases. Las relaciones
políticas pueden, bajo ciertas circunstancias, fraguar en Estados. Con
ellos, se tratará que las disimetrías se mantengan en orden, al tiempo
que desde un Orden se construirán identidades de obligada adhesión. La
ideología se especializa.

La principal misión del Estado consistirá en salvaguardar mediante el uso de


la fuerza las relaciones de explotación económica entre clases, en el momento
y en el lugar en que el antagonismo derivado de dichas relaciones sobrepasa
ciertos límites524. El Estado es, pues, un producto histórico, que surge en el
contexto de unas condiciones socioeconómicas determinadas. Hagamos un
paréntesis para aclarar categorías implicadas en esta definición. Hablamos de
“explotación” cuando un colectivo que produce se ve privado del consumo de
la parte del producto social que le correspondería en función de su aportación.
Esa parte enajenada, generada por mecanismos de “plusvalía” y que
denominamos propiamente “excedente”525, pasa a ser consumida por otro
523
Un Nosotros que integra los nosotros particulares.
524
Véase una ampliación de esta definición de raíz marxista en Lull y Risch, op. cit.
525
En arqueología prehistórica, el término “excedente” suele ser aplicado coincidiendo con el advenimiento
de las sociedades campesinas. La razón subyacente es que se atribuye, fundamentalmente a la agricultura, la
capacidad de incrementar la producción de alimentos por encima de las exigencias o requerimientos
corrientes. Ahora bien, no debe perderse de vista que estos sistemas de producción exigen sobrantes para
reiniciar con ellos un nuevo ciclo de la producción, por lo que tal sobreproducto necesario no debería ser
considerado excedente, como erróneamente suele hacerse, incluso en círculos marxistas (véase Mandel, E.,
Introducción a la economía marxista. Ediciones Era, México, Tomo I, 1969, pp. 27 y ss.).

230
colectivo, sin que éste realice contrapartidas materiales equiparables. Esta
apropiación se traduce entonces en “propiedad”, siempre “privada” porque
priva a otros de algo. Unos y otros colectivos configuran entonces “clases
sociales” que ocupan lugares antagónicos en la producción social. Las clases
están compuestas por individuos de ambos sexos y mismas clases de edad,
pero mientras unos cooperan económicamente para producir, otros cooperan
políticamente para seguir siendo producidos consumiendo lo producido por
otros, consumiéndolos. De ahí que toda discusión sobre la libertad y la acción
que no tenga en cuenta esta realidad relacional nunca abandonará el terreno de
la especulación. El garante último del mantenimiento y también de la
ampliación de las relaciones de explotación en el seno de un Estado radica en
el uso de la fuerza por parte de un sector especializado en este cometido. El
ejercicio de la violencia física con estos fines puede recibir también el nombre
de coerción. Sobre la coerción se fundan las restantes violencias ejercidas o
selectivamente toleradas desde el Estado (coacción, alienación).

Conviene puntualizar un aspecto de la relación entre explotación y violencia.


Las sociedades pueden funcionar de manera agresiva e incluso cruel sin que
exista explotación en su seno. Desigualdades entre sexos y entre grupos de
edad, por ejemplo, son circunstancias que no necesariamente traducen
relaciones de explotación, aunque contribuyan a desencadenar episodios de
violencia física. De la misma manera, es indudable que algunas guerras,
asesinatos y robos permiten una ganancia sin contrapartidas, pero el término
“botín” no debe confundir la noción de “excedente”. Los excedentes se
obtienen gracias a mecanismos de extracción de plusvalía recogidos
eventualmente en leyes y títulos de propiedad. Hay que retener que pese a que
la explotación requiera de la violencia para mantenerse (coerción), ni todo
acontecimiento violento denota relaciones de explotación ni ésta tiene lugar al
ritmo y como consecuencia de cada acontecimiento violento.

Tampoco la propiedad privada puede ser confundida con la propiedad


particular de cualquier cosa o producto. La propiedad privada a la que nos
referimos es la de los factores de la producción (objetos, fuerza y medios de
trabajo) susceptibles de engranar mecanismos de plusvalía que proporcionen
excedentes para el beneficio exclusivo de unos cuantos. Un cepillo de dientes
o un automóvil pueden ser exclusivamente míos, pero ello no me incluye entre

En la estela de otras publicaciones (Castro et alii, 1998, 1999, op. cit.), identificamos excedente en aquello
que es enajenado a quienes lo produjeron y acaba siendo consumido por otro colectivo en su beneficio
exclusivo y sin contrapartidas. Por tanto, no consideraremos excedentes a aquellos productos destinados a un
consumo colectivo diferido (como un almacén de semillas para la próxima siembra) ni tampoco a los recursos
exigidos para la obtención de enseres o alimentos suplementarios de uso colectivo.

231
las filas de la clase propietaria. Para ser admitido en ella, deberé ostentar
títulos sobre tierras, esclavos, máquinas o capitales, según la época. La
propiedad que el Estado salvaguarda es aquella que se refiere a los factores de
la producción social enajenados en unas pocas manos; es decir, a la fuente de
sus privilegios materiales. El excedente obtenido mediante mecanismos de
plusvalía expresa la materialización diferencial del beneficio social.
Explotación, propiedad privada, plusvalía y excedente van de la mano
únicamente en las sociedades estatales y suelen ser corresponsables del hecho
estatal.

La política del Estado.


No hay que confundir “Estado” con “sociedad”. Sería más correcto usar las
expresiones “sociedad con Estado” y “sociedad de Estado”, que “sociedad
estatal”, ya que esta última connota una entidad cuya propiedad esencial es la
estatalidad. El Estado se esfuerza en hacernos creer que es el alma de las
relaciones sociales, su sustancia y su sustento. Para Platón y Aristóteles, la
vida en la polis y el gobierno de la misma eran cosas inseparables; para la
tradición cristiana, reyes y emperadores trasladaban a la Tierra un modelo
inspirado en el orden divino eterno; para la filosofía moderna e ilustrada, el
contrato político que instituye el Estado inaugura la vida propiamente social;
para los idealismos contemporáneos, la razón de Estado (Hegel) o el
sentimiento colectivo encarnado en éste (romanticismo nacionalista) inundan
cualquier lógica y expresión sociales. Sin embargo, el proceso real es
justamente el inverso. Una cosa son las relaciones sociales, previas y
contemporáneas a cualquier Estado, y otra distinta la regulación interesada que
el Estado impone sobre parcelas más o menos extensas de aquéllas. El Estado
arrebata parcelas de convivencia, las reglamenta, prescribe y obliga para, al
final, presentarse como su artífice. Obviamente, no consigue sus metas
obrando como un espectro, sin cuerpo ni lugar, sino que requiere determinadas
condiciones materiales. De ahí la burocracia en todas sus expresiones
(administrativa, informativa, legislativa, militar, policial), dotada de personal,
equipos e instalaciones. Ahora bien, en tanto mecanismo de regulación y
obligación, el Estado sí mantiene algo de espectral, puesto que se mueve
según una dirección marcada ideológicamente, al servicio de un proyecto que
nunca será el de todos aunque a todos nos acabe afectando.

La regularización económica e ideológica instalada en el seno social


constituye el tejido necesario para el advenimiento del Estado, pero esa red
que atrapa a la sociedad no se materializa hasta que algún segmento de ella
misma no se instituye en órgano rector y se apropia del sentido del orden. La
política adquiere su sentido definitivamente estatal cuando pretende vincular

232
la realidad social a ciertos principios ético-morales, cuya traducción material
sólo beneficia a un sector de la sociedad. En esa sociedad dividida de la que
nos hablaba Marx, el Estado se erige como el patrón de la regulación misma
de la dinámica social y, con la excusa de mejorarla, urde un interés general
adaptado en realidad a intereses privilegiados.

Una vez regulada la explotación y controlados sus beneficios, el tiempo se


constituye en factor determinante de la producción en las sociedades estatales.
Con sus variables de eficacia y productividad, la producción social adquiere el
carácter de una institución, norma-tipificada, predicha y decidida. Por un lado,
se trata de obligar al colectivo social a invertir más tiempo para producir que
para convivir. Por otro, aquellas dos variables ayudan a construir un universo
espacio-temporal de obligaciones, que a la vez secuestra tiempos y espacio de
disfrute común. Llegados a este punto, el Estado regula reuniones y fiestas
sociales desvinculándolas del sustrato económico-social del que proceden más
o menos lejanamente. Al adoptarlas y subvencionarlas, mantiene vivas
solamente las ideas de su interés. Estos comportamientos reglados
desembocan poco a poco en el problema de las ideologías, un término que se
ha asomado ya varias veces en la exposición anterior.

Un colectivo social va incorporando en su devenir cerrado o fluido ideologías


e instituciones que lo sancionan y obligan. En ambos casos, la sociedad nutre
con su esfuerzo mitos de ignorancia construidos desde el afán de saber, junto a
relatos de supervivencia que aderezan el convivir y el comunicarse. Las
sociedades hacen de ellos recursos ideológicos que, mientras se mantienen
junto a las formas económicas, conservan su operatividad, pero que cuando se
desvinculan de ellas suelen acelerar su papel alienante.

Las ideologías resultan indisociables del Estado cuando se instauran como


mediación obligatoria de la convivencia social. No conocemos sociedades
estatales que se mantengan al margen de ese componente ideológico
mediador, pero tampoco podemos asegurar que las sociedades que lo posean
constituyan siempre Estados. Cuando ese componente mediador instituye
normativa de deberes, tipifica sanciones, regula el “bien vivir”, construye
formas exclusivas de eticidad, se sitúa a las puertas de la sociedad estatal. Sin
embargo la institución estatal no fraguará si el control de los medios de
alienación, sus símbolos y artefactos, no reportan a sus controladores la
acumulación y el beneficio diferencial de los recursos sociales. La principal
consecuencia ideológica de la explotación es la institución de un nexo
ideológico inevitable entre lo religioso, o si se prefiere moral y afectivo, y lo
político-económico como lugar efectivo a preservar.

233
Una vez en marcha, el Estado proclama las virtudes de la convivencia
ocultando los vicios que procura el beneficio de unos pocos. Cuando entra en
Estado, la sociedad aborta su propia libertad de movimientos e inventiva,
abandona la búsqueda de formas alternativas de vivencias y convivencia, y
queda obligada institucionalmente a dedicarse a actividades exclusivas que
respeten y obedezcan la normalidad interesada. Las normas-tipo que aseguran
una existencia común, que no compartida, facilitan al Estado la generación del
rostro monocromo en el que quedará fosilizada aquella presunta identidad
colectiva que ahora se manifiesta plena de gestos agresivos contra los otros,
todos ellos enemigos a partir de ese instante.

Todos los Estados son excluyentes interna y externamente. En el exterior


excluyen a todos los demás colectivos humanos contra los cuales se
instituyen. Se identifican como tales frente a ellos y se mantienen en
construcción hasta que los otros también los distinguen. Sin la exclusión, los
Estados no tendrían su razón de ser. En el interior manifiestan una clara
división, pues la exclusión alcanza a los segmentos de la población que no
interesaron a su advenimiento; un itinerario que inauguró la división social de
la producción y que sólo fue posible cuando se institucionalizó la disimetría
socioeconómica.

La historia no registra ningún Estado armónico. Todas las Constituciones


conocidas vinculan su origen a la proclamación de un acuerdo racional con los
objetivos confesos de evitar enfrentamientos internos y procurar seguridad
frente al exterior. Todas esas Constituciones reconocen de facto la relación
excluyente que sustenta la idea de Estado. Sin embargo, el hecho que mantiene
aquel presunto acuerdo es inverso. Su punto de partida reside en las
disimetrías económico-sociales que registra en su seno y sólo más adelante
precisa de una auto-proclamación que asegure ideológicamente lo que ya era
materialmente una realidad.

El Estado, en el afán de mantener su binomio privado de “norma igual a


justicia”, auspicia enfrentamientos entre lo propio y lo ajeno. La soberanía
estatal decide que lo que caracteriza a sus gobernados no reside en un hacer
compartido y colectivo, sino en el dictado del Estado mismo; una entidad
estructuralmente alienada al ubicarse afuera y encima de todo; una institución
que rige el mundo exclusivamente y según su propia disposición. Por último,
el Estado, como patrono definitivo del juicio y la moral, instituye la moral del
juicio y edifica el juicio moral adecuados a su manejo.

234
El estado-del-mundo.
Desde su aparición, el Estado prescribe políticas de convivencia. Una política
decisoria que corresponde a ciertos grupos sociales. La idea social que
defiende se encarna en representantes que se instituyen alrededor de mafias
decisivas. Antes del triunfo de las revoluciones burguesas, Rousseau alertaba
que la representación atenta de manera letal contra lo que llamaba la voluntad
general del pueblo, el lugar donde residía la soberanía: “(...) desde el momento
en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe”526. Al
parecer, advertencias como ésta cayeron en saco roto, porque el
parlamentarismo burgués declaró virtud la disposición de los representantes y
de sus partidos para decidir sobre las cosas ajenas. Con el pleno desarrollo de
la democracia capitalista, representantes y partidos semejan harto
frecuentemente ser empleados y departamentos, respectivamente, de las
empresas privadas que los patrocinan.

La política de Estado traduce la voluntad de unos pocos con los medios y las
condiciones oportunas para imponer su interés527. Desde la política doméstica
y municipal a la política de los Estados y entre Estados, las decisiones son
tomadas en ciertos cotos restringidos por personas decisivas, cargadas de
condiciones materiales, y que mueven el mundo a su antojo; ciertamente, una
manifestación inequívoca del libre albedrío y del triunfo de la libertad, aunque
sólo aplicable a ellos en sentido estricto. Los grupos de poder de los Estados
poderosos, sólidamente Unidos, deciden la alta política de los Estados
subsidiarios y ordenan a su vez la ruta que la vida social debe emprender.
Frente a ellos se rebelan resistencias que poco a poco van minando la
credibilidad de aquel sistema político o que mueren en el intento.

Por detrás de este estado-del-mundo, la política diluye su sentido primigenio


anclado en la distribución y modela, en manos de los poderosos, un simulacro
que sustenta el sentido de la política en una pretendida libertad de las ideas. Se
insiste en que la política es política de ideas o no es. La política activa o de
participación efectiva va siendo sustituida por la política como ideología
compartida. Esta política de afinidades ideológicas en las que la empatía
constituye su remedo empírico se escuda en que pensar lo mismo construye
comunidad, mientras olvida que si la política tuviera que hacerse entre gente

526
Contrato, 101.
527
“En los procesos electorales estadounidenses, por poner un solo ejemplo, la cuarta parte del 1 por 100 de
los norteamericanos más ricos aporta el 80 por 100 de todas las donaciones políticas individuales y las
empresas superan a los trabajadores por un margen de 10 a 1. (…) las donaciones equivalen a inversiones”.
Huelgan los comentarios ante la contundencia de los datos presentados por R. W. McChesney en su
introducción a Chomsky, N. (2000), El beneficio es lo que cuenta. Neoliberalismo y orden global. Crítica,
Barcelona, p. 11.

235
material e ideológicamente afín, no existiría por innecesaria. Emergiendo de
esta confusión está la política “en primera persona”, la dictadura subjetiva, la
de quienes creen que sus ideas son la realidad, la de quienes viven en un
mundo paralelo y confuso de la idea como encarnación de la realidad, roja de
vergüenza al no tener ningún vínculo con ella.

Hemos recorrido desde la alta política a la baja realidad. Y ahora nos


preguntamos: ¿qué es lo que merece la pena investigar de la política? ¿La
política del trabajo, la política de relaciones sociales, la política de las
relaciones políticas en tanto relaciones sociales de decisión, la política de lo
que deberían ser las relaciones que no son pero deberán venir, o
definitivamente investigar el pasado de la política, su arqueología? El punto de
partida es evidente. Las políticas siempre fueron arqueológicas: se convive en
un mundo usado, decidido por lo que nos precedió. Así, la política, contra lo
que pudiera parecer, tiene poco que ver con aspiraciones de futuro. Como
pretendido eslabón entre la realidad social y los principios morales, habrá que
advertir que suele respetar principios obsoletos anclados en realidades
trasnochadas y que objetan mediante ideologías cargadas de recursos punitivo-
jurídicos los avances materiales de la sociedad.

Notas para una investigación arqueológica del Estado: método.


Una cosa es la teoría y otra la investigación (pre)histórica que aquélla debería
ayudar a articular. Hay teorías o premisas de la misma que se asientan como
prejuicio e inhiben la investigación. Así, si uno pensase que el Estado es
consustancial a la vida humana en sociedad, resultaría inútil que la
arqueología inquiriese sobre cuáles fueron sus orígenes, ya que este tema, si
acaso, recibiría la atención de las disciplinas que se ocupan de la ontogenia
humana (paleontología, genética, etología). De igual modo, si se cree que sólo
determinados objetos emblemáticos denotan la aparición del Estado, se cierra
la posibilidad de averiguar si las relaciones que producen a los Estados tanto
como las que éstos inauguran son compatibles con otros objetos. Podríamos
decir lo mismo de ambas situaciones: si ya sabemos tanto de principio, el
aliciente para ponerse a investigar resulta escaso o incluso nulo.

En el caso de las notas sobre teoría que acabamos de exponer, hemos tratado
de sortear esta objeción. Es cierto que ofrecemos una definición de Estado en
la que convergen varias categorías, pero en sí misma no predetermina el
resultado de la investigación empírica que contribuiría a inspirar. En síntesis,
hemos señalado que el Estado salvaguarda mediante el uso de la fuerza
(coercitivamente) las relaciones de explotación económica entre clases, y que

236
surge en el momento y en el lugar en que el antagonismo derivado de dichas
relaciones sobrepasa un límite.

La definición propuesta no admite como prerrequisito que los primeros


Estados hayan tenido que surgir en los escenarios reconocidos como
“prístinos”, ni que cualquier forma de explotación suponga necesariamente la
existencia de un Estado ni, por supuesto, que la explotación sea inherente a
todas las sociedades. Como hemos señalado, constituye una guía con la que
formular preguntas para las que todavía no tenemos respuesta antes de iniciar
la pesquisa empírica. Adoptar esta actitud conlleva una serie de efectos en el
plano metodológico. Tal vez el más importante sea desconfiar de aquéllas
aproximaciones que identifican o desestiman la existencia de Estados
basándose en el cotejo entre materiales arqueológicos concretos y una lista de
características denotadoras de tipos de desarrollo sociopolítico. ¿Por qué la
escritura debe ser tomada como metonimia inequívoca de la Civilización y del
Estado? ¿Por qué tiene que ser síntoma inequívoco del poder y de la
desigualdad? ¿Acaso la explotación y la coerción exigen constancia por
escrito? En el mismo sentido, ¿por qué tiende a suponerse que toda gran obra
arquitectónica o infraestructura productiva debe ser fruto de la coacción y del
mando ejercidos desde una posición de poder, preferiblemente unipersonal?
¿Es que nuestras sociedades de la jerarquía y la obediencia nos han hecho
perder de vista que la colaboración y la coordinación productiva no tienen por
qué depender de la amenaza del látigo? La situación no mejora
epistemológicamente aunque vayamos añadiendo rasgos discretos, como
“irrigación”, “artesanado especializado” u “obras monumentales”. En última
instancia, como vimos, esta metodología reposa sobre una doble asunción de
partida, a saber, (1) que sólo se reconocerá como Estado aquéllo que respete el
estándar elaborado conforme a la evidencia procedente de unos pocos Estados
concretos y, (2) que no ha sido la arqueología (ni siquiera la antropología)
quien ha otorgado el estatuto de Estados a este reducido grupo de referencia,
sino que fueron ellos mismos al poner por escrito a sus gobernantes.

A diferencia de una metodología basada en la identificación de elementos


diagnósticos, sugerimos que la investigación debe orientarse a comprobar en
el registro arqueológico las relaciones designadas por las categorías clave que
definen el hecho estatal, como “explotación económica”, “clases sociales” y
“fuerza coercitiva” que, a su vez, se apoyan en otras como “plusvalía”,
“excedente” y “propiedad”. Todas estas categorías deben utilizarse como
herramientas para interrogar a la materialidad social que estudia la
arqueología, nunca para que suplanten sus respuestas en nuestro nombre. Hay
que subrayar que lo común a todas ellas es que se refieren a realidades de

237
carácter relacional. En consecuencia, los interrogantes que plantean no pueden
recibir respuesta mediante un único elemento empírico o tipo de vestigio
material (llámeseles “escritura”, “trono” o “pirámide”), sino que requerirán la
identificación previa de los agentes o términos en relación y, posteriormente,
la propuesta argumentada del sentido de la misma.

La “explotación económica” es sin duda la categoría central, la condición


necesaria para el surgimiento del Estado, aunque no condición suficiente para
su manifestación. Determinar si una sociedad alimentó formas de explotación
y, en caso afirmativo, delimitar su alcance obliga a la investigación
arqueológica a inquirir, en primer lugar, sobre cómo se articuló en lo concreto
el ciclo de producción, distribución y consumo, y a descubrir el grado de
extensión alcanzado por la división de tareas y la división social de la
producción: qué sujetos y objetos produce una sociedad, cómo y dónde; cómo
se distribuyen objetos y sujetos y con qué inmediatez; quiénes consumen lo
producido, en qué medida y dónde. Responder estas cuestiones implica
atender el lugar de las prácticas sociales en su manifestación y actividad
concreta528. La materialidad de cada yacimiento arqueológico, parcelada en las
distintas áreas de actividad identificadas en espacios estructurales, es capaz de
proporcionar las respuestas precisas (producción de x en los espacios a y b con
los medios c y d; almacenamiento de x1 en el espacio e: consumo de x2 en el
espacio z…). Los objetos descontextualizados que pueblan buena parte del
territorio arqueológico por razones varias no resultan yermos para la
investigación, aunque su orfandad los haya obligado a ser menos locuaces.

La existencia de relaciones de explotación podrá proponerse si se constatan


disimetrías materiales relevantes y duraderas entre dos o más colectivos. Tales
disimetrías se aprecian cuando sus respectivas contribuciones a la producción
social guardan una relación inversa con el beneficio de los productos
obtenidos de ella, cualitativa y/o cuantitativamente. Un colectivo “A” explota
a otro, “B”, cuando “A” consume lo que produce “B” por encima de lo que
“A” aporta para el consumo de “B”. Este consumo sin contrapartidas debe
traducirse en diferencias relevantes en las condiciones materiales de vida de
unos y otros. Si ello se da, cabe referirse a cada grupo usando el término
“clase social”. Aquéllo que es consumido de forma diferencial por la clase
privilegiada recibe el nombre de “excedente”, en último término “trabajo
enajenado”, apropiado mediante mecanismos de plusvalía y, en consecuencia,
denotador de relaciones de “propiedad”.
528
Castro, P. V., Chapman, R., Gili, S., Lull, V., Micó, R., Rihuete, C., Risch, R. y Sanahuja Yll, Mª E.
(1996), “Teoría de las prácticas sociales”, Complutum Extra, 6. Homenaje a Manuel Fernández-Miranda, pp.
35-48.

238
Diferencia no equivale a disimetría o explotación. Las diferencias expresan un
grado de heterogeneidad enriquecedor en términos de producción social,
aunque, como hemos señalado, también puedan desembocar en un
distanciamiento efectivo y afectivo entre los diversos segmentos que
componen el colectivo. El desarrollo de tareas y funciones sociales disocia la
entidad de convivencia y construye mundos complementarios o alternativos.
Los primeros suelen procurar sociedades abiertas y fluidas y, los segundos,
cerradas y conflictivas. Las diferencias sociales reportan más éxito que
obstáculos. La diversidad en habilidades, tareas, dedicaciones, consideraciones
e ideas no conlleva necesariamente exclusión, sino que pueden nutrir, bien al
contrario, el ánimo de compartir y convivir al depositar la satisfacción social
en los otros y otras, aquéllos sin los cuales la sociedad no sería. Las
diferencias son causa de encuentro si no median estrictamente para sí. En
cambio, cuando se materializan en disimetrías económico-sociales manifiestan
la exclusión y la explotación de la que hablamos. Así pues, el diálogo troca en
conflicto si las disimetrías son de orden material. Las diferencias propias de
los distintos cuerpos y pensamientos se materializan con un armamento de
bienes en propiedad que evita apropiadamente el repartir y el compartir.

La arqueología, al trabajar con frecuencia sobre contextos de amortización o


consumo, en especial aquéllos de carácter funerario, tiende a observar
disimetrías justamente en el plano consuntivo (obviamente, si las hubiere). A
partir de ahí, resulta lícito plantear la hipótesis de que las disimetrías
observadas en el consumo corresponden a otras en la producción. Sin
embargo, que sea lícito no quiere decir que sea cierto. Por tanto, tales hipótesis
deben considerarse acicates para orientar el futuro de las pesquisas hacia los
ámbitos productivos, con el fin de contrastarlas afirmativa o negativamente.

Conviene además tener en cuenta varios aspectos a la hora de analizar los


materiales arqueológicos en función de la categoría “explotación”.

1. No toda diferencia material que seamos capaces de detectar traduce


una situación de explotación económica. Dichas diferencias pueden
observarse en la materia prima empleada para la fabricación de artefactos,
en determinados elementos estilísticos de los mismos o estrictamente a
nivel cuantitativo. Toda diferencia entre conjuntos de objetos que no
afecte al carácter de la actividad productiva que se realiza con ellos, no
puede ser considerada síntoma inequívoco de disimetría. El que un grupo
utilice punzones de hueso y otro punzones metálicos para coser no implica
que el segundo explote al primero.

239
Las diferencias cualitativas expresadas en la deposición diferencial de
algunos objetos calificados como símbolos tampoco revelan de por sí el
funcionamiento de relaciones de explotación. Un cetro o una corona no
equivalen a un rey, aunque muchos reyes hayan dispuesto de ellos.
Interpretar tales objetos como “bienes de prestigio” o como “emblemas de
poder” constituyen atribuciones gratuitas si no somos capaces de
demostrar que sus poseedores recibían tributo más que la admiración
pública (“prestigio”) o que, en cambio, era el público quien padecía el
flagelo de la voluntad de aquéllos (“poder”). Interpretarlos directamente
como reflejo de relaciones de explotación es, como en los casos anteriores,
imponer un prejuicio por encima de lo que los objetos manifiestan.

2. El incremento de la producción y/o la centralización de lo producido no


implican necesariamente relaciones de explotación. La obtención de una
mayor cantidad de productos y/o la centralización de los mismos, lejos de
responder necesariamente a la generación y control de excedentes, pueden
también obedecer a políticas comunitarias de previsión que no supongan
relaciones de explotación. Debido a ello, la constatación de elementos
como almacenes supradomésticos o herramientas e instalaciones con una
mayor capacidad productiva, no deben ser valorados como indicadores
inequívocos a la hora de identificar relaciones de explotación y mucho
menos instituciones estatales. Recordemos que los excedentes, expresión
material de la extracción de plusvalía y, por tanto, de explotación, se
identifican en aquéllos bienes enajenados de quienes los produjeron y
finalmente consumidos por otro colectivo en su beneficio exclusivo y sin
contrapartidas. Por tanto, no entran en dicha categoría los productos
destinados a un consumo colectivo diferido, ni los recursos para la
obtención de productos suplementarios de uso colectivo. Para proponer la
existencia de excedentes habrá que invocar otras clases de evidencias que
atestigüen la obtención y disfrute de lo producido en manos privativas y
sectores privilegiados. Tampoco la división de tareas o la división social
entre trabajadores directos e indirectos, ni la dislocación de la sociedad en
diversos ámbitos de obtención de recursos debe implicar explotación
aunque, como hemos señalado, puedan facilitarla.

3. No toda relación de explotación económica que seamos capaces de


proponer presupone o conlleva una estructura de Estado.
De acuerdo con la definición de Estado ofrecida, no todas las relaciones de
explotación económica generan políticas estatales. Es posible detectar
situaciones de disimetría económica, pero cuyo alcance no suponga una

240
tensión permanente entre los grupos implicados. La explotación es
condición necesaria y suficiente de la estatalidad sólo cuando alcanza un
cierto grado y redunda en él hasta institucionarlo como propio y natural de
lo social que dice constituir. Ese umbral no es visible estrictamente en las
relaciones económicas de explotación, sino en la nueva división social a la
que da lugar: la que ocupará a quienes se ocuparán de salvaguardar las
relaciones de explotación económica mediante el ejercicio de la violencia
física.

Un cierto grado y extensión de la explotación económica alumbró las


condiciones para la aparición de especialistas en el ejercicio de la violencia
física, ejércitos y policías, destacamentos provistos de objetos también
especializados en el oficio de destruir y que conocemos propiamente como
armas. La aparición de especialistas en el ejercicio de la violencia física en las
sociedades de clase señala el punto en que resulta justificado calificar como
estatal al orden que rige sus relaciones políticas529. Hemos de advertir que nos
referimos a destacamentos armados desde la explotación social y no de
guerreros, armados desde vínculos comunitarios que desconocen mecanismos
de explotación. Poco importa que aquellos destacamentos especializados se
recluten exclusivamente entre las filas de la clase explotadora, de la explotada
o bien que tengan orígenes distintos, incluso en tierras lejanas. Poco importa
que ocasionalmente se pretendan defensores de todo el colectivo en las
conflagraciones interestatales, pues esta falacia esconde que lo son por cuenta
ajena. Su razón de ser seguirá anclada en el conflicto de clases, sin el cual la
historia habría continuado por otros derroteros. La violencia física asociada a
la explotación es la primera institución del Estado.

La violencia física ejercida por el Estado será la base para el desarrollo de


otras formas de violencia (psíquica, simbólica), y el sostén de la
reglamentación obligatoria con la que el Estado somete a las relaciones
sociales que toma bajo su égida. Para reglamentar y obligar, el Estado puede
potenciar ulteriores divisiones sociales. Burócratas, especialistas en Derecho,
Moral o Educación colonizarán parcelas de las relaciones sociales hasta
entonces carentes de intermediarios decisivos y decisorios. En su actividad se
dotarán de los materiales oportunos, con frecuencia objetos muebles únicos y
edificios singulares, a menudo monumentales. Esta red de nuevas reglas y
obligaciones, de alcance históricamente diverso, pudo quedar fijada en leyes,
aunque es la violencia física el medio que, en primera o última instancia,
garantiza o suspende cualquier norma u ordenamiento jurídico.
529
Para un tratamiento más extenso de la violencia física, en sus motivos desencadenantes y expresiones
materiales, véase Lull et alii (2006), op. cit.

241
Los cauces metodológicos que hemos apuntado plantean una aproximación
relacional entre los conjuntos de evidencias que conforman el registro
arqueológico. No se trata ya de cotejar hallazgos individuales con una lista de
rasgos representativos de una estatalidad estándar. En primer lugar, supone
trabajar sobre una documentación arqueológica razonablemente completa y
abundante referida a contextos estructurados de distinto orden. Las áreas de
actividad identificadas en ellos justificarán la caracterización de unidades
sociales, y proporcionarán la medida de su implicación en los momentos de la
producción social. A continuación, habrá que sopesar la contribución de cada
grupo en la producción en su conjunto y, al tiempo, el reparto de los productos
de cara al consumo. Será entonces cuando estaremos en condiciones de
descubrir el funcionamiento o no de relaciones de explotación económica.

Todavía quedará por evaluar el alcance y el sentido de la violencia física en las


relaciones sociales. Efectos (la expresión material del padecimiento), medios
(materiales empleados para provocarlo) y representaciones (la recreación
simbólica e ideológica de efectos y medios) de la violencia permitirán dirimir
si el conflicto armado se ha instalado en la política y si la clase explotadora se
halla en disposición de arbitrarlo en su beneficio con personal y medios
especializados. La investigación arqueológica del Estado podrá finalmente
completarse con otras evidencias de su papel intermediador y regulador en
otras parcelas de las relaciones sociales (“culto”, “administración de justicia”,
etc.).

Entre las políticas más decisivas del Estado figuran las que se orientan a la
regulación de las conciencias. Quizás por ello, tradicionalmente la arqueología
ha considerado como una de las manifestaciones más reveladoras de los
Estados sus sistemas ideológicos y la miríada de objetos que ayudaron a
materializarlos. Bien es cierto que estos objetos destinados a la comunicación
se registran en muchas otras sociedades. Cuando una forma material concreta
una función ideológica y “materializa” una abstracción, adquiere un carácter
regular que fija el símbolo en la exclusividad deseada de obediencia, respeto y
entrega, si es necesaria. Cuanto mayor espacio social invade, menor distancia
formal suelen adoptar los objetos ideológicos. Además, la especialización de
emblemas distintivos concretados en tatuajes, marcas, peinados o distintos
objetos puede servir para caracterizar a un grupo o segmento social de distinta
clase o condición, sexo, edad o consideración. Al igual que hemos mantenido
anteriormente, evitaremos considerar ciertos símbolos como denotadores de
estatalidad, si no acompañan a la consabida acumulación material disimétrica.

242
En última instancia, siempre habrá que atender qué grupos controlan y
disfrutan los bienes y los recursos, y contra quién.

A la luz de los planteamientos expresados aquí, tal vez ciertas sociedades que
la arqueología liberal ha clasificado como jefaturas deban ser incluidas en el
conjunto de las que alimentaron Estados. Y a la inversa, quizás otras
cómodamente instaladas en el grupo selecto de las primeras civilizaciones no
denoten la explotación clasista propia de los Estados. La diversidad está ahí y
en su conocimiento vale la pena seguir trabajando.

243
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