Y ese niño de aldea, de herencia indígena, de pelo negro hirsuto, de piel
tostada, de mirada furtiva con esos tristes ojos marrones, de sonrisa tímida, de baja estatura y de pasitos vacilantes, inseguro hasta la médula, ratón de biblioteca, devorador de libros y capaz de volar a través de sus sueños fantásticos, de mente creativa, dueño y señor de grandes reinos imaginarios donde era libre de vivir a sus anchas, pero incapaz de articular palabras frente a los demás, sumido en el silencio de la tiranía patriarcal, aprendió a vivir su dualidad, comulgó con su conformismo social y vivió en lo más profundo de sus frustraciones, solamente para quedar bien con los demás y no causar inconvenientes, invisible… Exactamente ese mismo niño, se vio obligado a metamorfosearse por la mismísima sociedad que lo señaló, tuvo que aprender a rebelarse, a revolucionarse desde dentro, y cambiar, hasta encontrarse a sí mismo, encontrar su valor interno, y dar la cara, gritarle al mundo para demostrar que tiene voz, y que su voz vale tanto como la de cualquier humano. Samuel. 11/05/20