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INSTITUCIÓN EDUCATIVA COLEGIO LA SALLE

MUNICIPIO DE OCAÑA
LEGALIZADA MEDIANTE RESOLUCIÓN N° 005681 DEL 01 DE NOVIEMBRE DE 2019
DANE: 154498002223

GUIA DE TRABAJO N°4 GRADO UNDÉCIMO 1 ,2 Y 3


Acciones pedagógicas como medida preventiva para afrontar el COVID – 19

AREA:Lengua castellana
DOCENTE: JEINE RAQUEL REYES SEDE: SECUNDARIA
QUINTERO

OBJETIVO: Lectura y comprensión de un cuento


DBA: Determina los textos para leer y la manera en que abordará su comprensión, con base en
sus experiencias de formación e inclinaciones literarias.
TEMA: comprensión lectora cuento

CONTENIDO TEMÁTICO:
LEE LOS CUENTOS. SOLO LEERLOS NO CONSIGNAR. “ LA VIUDA DE
MONTIEL Y ALGUIEN DESORDENA ESTAS ROSAS”
Vas a ir identificando con color rojo personajes, con color azul palabras
desconocidas, con color amarillo frases que te llamen la atención, con color
morado lugares.

EJERCICIOS O ACTIVIDADES:
En el cuaderno :
1. Busca las palabras desconocidas en el diccionario, mínimo 15 palabras( de
los dos cuentos).
2. Identifica personajes principales y haz una descripción física y sicológica
de ellos ( de cada cuento).
3. Haz un resumen identificando INICIO, NUDO Y DESENLACE ( de cada
cuento).
4. Tipo de cuento, ¿por qué? ( de cada cuento)
5. ¿Cuál fue el momento que más te gustó del cuento? ( de cada cuento)
6. ¿Cuál es el tema central del cuento?( de cada cuento)
7. ¿De qué otros temas trata el cuento?( de cada cuento)
INSTITUCIÓN EDUCATIVA COLEGIO LA SALLE
MUNICIPIO DE OCAÑA
LEGALIZADA MEDIANTE RESOLUCIÓN N° 005681 DEL 01 DE NOVIEMBRE DE 2019
DANE: 154498002223

8. Menciona eventos importantes del cuento ( de cada cuento).


9. Menciona tres reflexiones sobre el cuento leído ( de cada cuento)

ACTIVIDADES DE PROFUNDIZACIÓN: para terminar puedes hacer una


historieta, una dibujo, un comic, una infografía, un mapa conceptual,
un mapa metal sobre el cuento (escoge solo una forma).LO HACES
EN EL CUADERNO.( de cada cuento)

OBSERVACIONES:

FIN
1

La viuda de Montiel

Cuando murió don José Montiel, todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se nece-
sitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían
poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas
de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido
de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como enton-
ces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de
la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo
emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no
se estaba haciendo el muerto.
Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José
Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por
la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado
y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió
en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había
prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa
fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congre-
gaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo -
desde su puesto consular de Alemania- y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres
páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos,
y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía
regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza
el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un re-
sentimiento. «Me encerraré para siempre -pensaba-. Para mí, es como si me hubieran metido en el
mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo.» Era sincera.
Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus pa-
dres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había
estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el ca-
dáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encon-
trar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.
Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la
combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apo-
yada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda
una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos
por el alcalde. «Esto era lo último que faltaba -pensó-. Cinco años rogando a Dios que se acaben los
tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa.» Aquel día hizo un esfuerzo de
concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tre-
menda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.
La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se
sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El se-
ñor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración.
Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel
salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los mue-
bles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las pare-
des. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día -los ojos
enrojecidos e hinchados de tanto llorar- se dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa
con el paraguas abierto.
-Cierre ese paraguas, señor Carmichael -le dijo-. Después de todas las gracias que tenemos, sólo
nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.
2

El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido
de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los ca-
llos.
-Es sólo mientras se seca.
Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
-Tantas desgracias, y además este invierno -murmuró, mordiéndose las uñas-. Parece que no va a
escampar nunca.
-No escampará ni hoy ni mañana -dijo el administrador-. Anoche no me dejaron dormir los ca-
llos.
Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la
placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro de José Mon-
tiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos
compromisos que heredó de su esposo y que nunca lograría comprender.
-El mundo está mal hecho -sollozó.
Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero
nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las
lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pen-
sando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.
-Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas -decía-. Al fin y
al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.
La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concre-
to para concebir pensamientos sombríos.
Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba
de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel, que
monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes
que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en
sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo ador-
nado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años
de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiem-
po. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, José Montiel era un discreto partidario
de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta
de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen cre-
yente, porque prometió en voz alta regalar al templo un san José de tamaño natural si se ganaba la
lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se
le vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz,
que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó por ser su informador
confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la
menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló
la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo de 24 horas para abandonar el pueblo.
Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofo-
cante, mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina,
ella le cerraba el paso a su marido.
-Ese hombre es un criminal -le decía-. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lle-
ven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo.
Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: «No seas pendeja.»
En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres sino la expulsión de los ricos. Después de
que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José
Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar.
-No seas tonto -le decía su mujer-. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre
en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.
Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:
-Vete para tu cocina y no me friegues tanto.
3

A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más
rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto consular en
Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desafora-
da riqueza.
Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera
sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. «Otra vez los bandole-
ros -decían-. Ayer cargaron con un lote de 50 novillos.» Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las
uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.
-Yo te lo decía, José Montiel -decía, hablando sola-. Éste es un pueblo desagradecido. Aún estás
caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda.
Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no
dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas ce-
rrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José
Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se
permitió hacer algunas consideraciones personales sobre la salud de la viuda. Siempre recibió res-
puestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regre-
sar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda
y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina.
-Mejor -dijo ella-. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que
le haga falta y déjeme morir tranquila.
Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a
fines de cada mes. «Éste es un pueblo maldito -les decía-. Quédense allá para siempre y no se preo-
cupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices.» Sus hijas se turnaban para contestarle.
Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien ilumina-
dos y que las muchachas se veían repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampo-
co ellas querían volver. «Esto es la civilización -decían-. Allá, en cambio, no es un buen medio para
nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políti-
cas.» Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza.
En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mata-
ban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas de
flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: «Imagínate, que el clavel más
grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo.» Leyendo aquella frase, por primera vez en dos
años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de
acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de
noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho,
irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la
mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepida-
ción de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano
con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana
blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
-¿Cuándo me voy a morir?
La Mamá Grande levantó la cabeza.
-Cuando te empiece el cansancio del brazo.
Gabriel García Márquez: ‚La viuda de Montiel’, in: Gabriel García Márquez: Todos los cuentos (1947-1972) (Novelis-
tas del día). Esplugas de Llobregat (Barcelona): Plaza y Janés 1975, S. 155-161.
Gabriel
Gareía Márque:
Alguien
desordena
estas rosas

Como es domingo y ha dejado de llover, pienso llevar un ramo lámpara en alto, el saquito oscuro y las medias rosadas. Todo
de rosas a mi tumba. Rosas rojas y blancas, de las que ella eso fue para mí como una revelación, porque· entonces no fue
vende para hacer altares y coronas. La mañana estuvo entriste- la mujer que desde hace veinte años cultiva rosas en el huerto,
cida por este invierno lento y sobrecogedor que me ha hecho sino la niña que condujeron a la pieza vecina para que cambiara
pensar -ahora con más insistencia- en la colina distante don- de ropa y que regresaba con una lámpara, gorda y envejecida,
de la gente del pueblo abandona sus muertos. Es un sitio pelado, cuarenta años después.
sin árboles, barrido apenas por las migajas providenciales que Mis zapatos tienen todavía la dura costra de barro que se les
regresan después de que el viento ha pasado. Desde el comienzo formó aquella tarde, a pesar de que permanecieron secándo5.e
de este invierno sombrío tengo deseos de ver el túmulo en cuyo durante veinte años junto al fogón apagado. Un día fui a bus-
fondo reposa el cuerpo de un niño, ahora confundido, desme- carlos, mucho después de que clausuraron las puertas, descolga-
nuzado entre caracoles y raíces. ron el pan y el ramo de sábila y se llevaron los muebles, salvo
Ella está prosternada frente a sus santos. Permanece abstraída la silla del rincón que me ha servido para reposar durante todo
desde cuando me moví por primera vez en la habitación y traté este tiempo. Yo sabía que los zapatos habían sido puestos a secar
de coger en el altar las rosas más encendidas y frescas. Tal vez y que ni siquiera se acordaron de ellos cuando abandonaron la
entonces habría podido retirar las rosas. Pero la lamparita pes- casa.
tañeó y ella, despertada de su éxtasis religioso, levantó la cabeza Ella volvió muchos años después. Había transcurrido tanto
y miró hacia el rincón donde está la silla. Debió pensar: "Es tiempo, que el olor a almizcle del cuarto se había confundido
otra vez el viento", porque algo crujió en la habitación y toda con el olor del polvo y con el seco y minúsculo tufo de los in-
ella -su rostro devastado, su olor a felpa antigua- onduló sectos,. Sólo yo habitaba esta casa. Sentado en el rincón, en espe-
por un instante en el nivel removido de los recuerdos. Entonces ra de nadie, había aprendido a distinguir el rumor de la madera
he podido coger las rosas, pero observé que hoy están más fres- en descomposición, el aleteo del aire envejecido en las alcobas
cas que de costumbre y que habría podido sobresaltada el ruido cerradas. Entonces fue cuando vino ella. Estaba parada en la
del agua en el piso. Dentro de una hora saldrá de la habitación. puerta con una maleta en la mano, un sombrero verde y el
Se dirigirá a la pieza vecina donde dormirá la siesta medida e mismo saquito de algodón que sigue usando desde entonces. Era
invariable del domingo. Es posible que entonces pueda salir con todavía una muchacha y no había empezado a engordar ni los
las rosas para estar de regreso antes de que ella vuelva a esta tobillos le abultaban bajo las medias, como ahora. Cuando abrió
habitación y se quede mirando la silla. la puerta, yo estaba cubierto por el polvo, por la telaraña. El
olvido empezaba a pesar en mis hombros, como una materia
El domingo pasado tuve que esperar casi una hora antes de
viva y amarga de sobrellevar. Un grillo cantaba en el rincón
que caye~a en el éxtasis. Parecía intranquila, preocupada, como desde la mañana en que abandonaron la alcoba, veinte años
SI la hubiera perseguido la certidumbre de que súbitamente su
antes. Pero a pesar de las transformaciones, de la telaraña y el
soledad en la casa se había vuelto menos intensa. Dio varias
polvo y la nueva edad de la recién llegada, yo reconocí 'en ella
vueltas en la habitación con el ramo de rosas, lo abandonó luego
a la niña que en la tormentosa tarde de agosto me acompañó a
en el altar y salió al pasadizo. Entonces yo sabía que estaba
coger nidos en el establo. Así como estaba, parada en la puer-
buscando la lámpara. Y después, cuando volvió a pasar frente
ta y con la maleta en la mano y el sombrero verde, me parecía
a la puerta y la vi en la claridad del corredor con el saquito
oscuro y las medias rosadas, me pareció igual a la niña triste estar oyendo las mismas palabras que dijo hace cuarenta años,
que hace cuarenta años se inclinó sobre mi cama, en este mismo cuando me encontraron en el establo todavía aferrado al trave-
cuarto, y dijo: "Ahora que le han puesto los palillos, tiene los saño de la escalera rota. Cuando ella abrió la puerta, los goznes
ojos abiertos y duros." Era igual, en verdad, como si no hubiera crujieron y el polvillo del techo se derrumbó a golpes (como si
.transcurrido tiempo alguno entre ese domingo y aquella remota alguien se hubiera puesto a martillar en el caballete. Entonces
tarde de agost~ en que se recostó a llorar contra la pared, tem- el grillo dejó de cantar. Y sólo después de que cesaron los ruidos,
blorosa de llUVia y con la ropa pegada al cuerpo. ella se quedó parada un instante en el marco de claridad. Des-
Desde hace cuatro o cinco domingos estoy tratando de llegar pués introdujo medio cuerpo en la habita'tión y dijo con la voz
hasta las rosas, pero ella permanece junto al altar, vigilándolas de quien está llamando a una persona dormida: "¡ Niño! ¡Ni.
con un celo, con una sobresaltada diligencia que no le había ño!" Y yo permanecí quieto en la silla, rígido, con los pies es·
conocido en los veinte años que lleva de vivir en la casa. Pero tirados.
a pesar de eso, el último, cuando salió a buscar la lámpara, lo- Creí que sólo venía a ver el cuarto, pero siguió viviendo en
gré componer un ramo con las mejores rosas y seguramente la casa. Aireó la habitación y fue como si hubiera abierto la
las habría llevado hasta mi tumba si ella no hubiera regresado maleta y de ella hubieran salido otra vez el olor a almizcle que
antes de lo previsto. Apareció en el vano de la puerta, con la tuvo este cuarto hace cuarenta años. Los otros se llevaron los

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Grabados de Manilla
muebles, la ropa en los baúles. EHa sólo se había llevado los olo- Así está en el mecedor desde hace veinte años, zurciendo sus
J
res del cuarto y veinte años después los trajo de nuevo, los colocó cositas, meciéndose, mirando hacia la silla, como si no cuidara
e al niño que compartió su infancia, sino al nieto inválido que
en su lugar, y reconstruyó el aItarcillo; igual que antes. Su sola
presencia bastó para restaurar lo que el tiempo había destruido está aquí, sentado en el rincón desde hace cuarenta años. Es
con implacable laboriosidad. Desde entonces come y duerme en posible que cuando vuelva a bajar la cabeza pueda retirar las
la pieza de al lado, pero pasa los días en esta habitación, donde r~sas. Iré hasta la colina y regresaré a mi puesto, a esperar el
conversa en silencio con los santos. Por la tarde se sienta en el dla en que ella no vuelva al cuarto y cesen los ruidos en la
mecedor, junto a la puerta, y zurce la ropa mientras atiende a pieza vecina. Entonces tendré que salir otra vez de la casa a
quienes llegan a comprarle flores. Ella si está meciendo mien- avisarle a alguien (si es que entonces existirá alguien) que' la
tras zurce la ropa. Y cuando alguien viene por un ramo de rosas, señora de las rosas, la que vive sola en la casa arruinada está
guarda las monedas en la esquina del pañuelo que se anuda a necesitando cuatro hombres que la conduzcan a la colin;. Tal
la cintura y dice invariablemente: vez entonces se sienta satisfecha, cuando sepa que no es el viento
-Cógelas de la derecha, que las de la izquierda son para los invisible lo que todos los domingos llega hasta su altar y le des-
santos. ordena las rosas.

UII

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