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ÍNDICE

Nota de Beatriz Espejo 3

Calabazas para la abuelita Weatherall 11

Él 24
KATHERINE ANNE PORTER
Traducción y nota
BEATRIZ ESPEJO

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL


DIRECCIÓN DE LITERATURA

MÉXICO, 2007
Para Gabriela, Graciela y
Macla, amigas de siempre

Katherine Anne Porler nació el 15 de mayo de 1894.


Murió el 20 de septiembre de 1980, a los ochenta y
seis años de edad. Su educación formal fue muy es-
casa. Adquirió de manera autodidacta la mayor
parte de sus conocimientos. Desde 1921 hasta 1927
vivió en NuevaYork. Durante ese tiempo pasó tam-
bién temporadas en Europa y en México, país que le
interesó hasta el punto de prestarle atmósfera a va-
rias narraciones e inspirarle un estudio sobre las
artesanías. Por entonces, Katherine tradujo textos
escritos originalmente en español y francés y trabajó
como reportera en diversos periódicos. A partir de
1924, publicó cuentos magníficos en revistas litera-
rias. Flowering Judes (1930) reúne seis de ellos. Poco
después, una beca permitió a la escritora regresar a
Europa“para escribir y viajar”, en una época en que
los autores de la llamada Generación Perdida esta-
blecían esto como un aprendizaje indispensable. En
1934, publicó su primera novela corta, Hacienda, a la
que siguieron Vino de mediodía y Pálido caballo, pálido
jinete (1939). Dueña ya de un cierto prestigio, vivió
durante muchos años en Santa Mónica, California.
Impartió cátedra de literatura en la Universidad de
Stanford y numerosas conferencias en la de Chi-
cago. Nunca se apresuró a publicar, lo cual queda
claramente expuesto en Los días anteriores (escrito
en un lapso de tres décadas) donde reúne algunas
de sus vivencias más trascendentes. Bahía peligrosa,
Antigua condición mortal y La nave de los locos son
otras de sus obras importantes que no pueden de-
jarse de citar.

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Enemiga de los trucos publicitarios, la señora Por-
ter nunca consiguió ser una de las novelistas más leí-
das de su patria. Ello no obstante, influyó en autores
más jóvenes debido a un estilo objetivo, cuidadoso,
capaz de atinar con las expresiones irremplazables.
Esta entrevista se efectuó en el hotel Del Prado.
Había permanecido inédita por razones que ahora
me resulta difícil explicar. Bajita de estatura y hermo-
sa en una vejez que no había causado demasiados
destrozos, todavía recuerdo a Katherine tocada por
sombrero verde de ala ancha que hacía juego con el
color de sus ojos vivaces y con la enorme esmeralda
de su sortija.
—Katherine, ¿dónde nació usted?
—En Indian Creek,Texas. Hace mucho tiempo. En
Europa me divertía al comentar con la gente mi
lugar de origen. Supongo que se sorprendían porque
no llevaba plumas en la cabeza... He vivido entre los
indios norteamericanos.
—¿Dónde estudió?
—Hasta los ocho años tuve un maestro en mi
casa. Luego pasé a escuelas privadas y a conventos
en el sur de los Estados Unidos. Nunca asistí a la
universidad hasta que me presenté como maestra.
—Así que no tiene usted una carrera...
—Ni siquiera como escritora, aunque siempre me
consideré una artista y ahora me considero una es-
critora profesional, una novelista. Vivo tan callada-
mente como puedo. Trabajo a mi modo sin querer
hacerme publicidad; pero pienso que si uno conti-
núa andando por un mismo camino, la carrera se
hace por sí sola. No me interesa para nada lo que el
público piense sobre mí o sobre mi obra. En cambio,
empleo mi vida entera en saber quién soy, qué soy,
dónde estoy y en qué me ocupo. Algunas veces casi
logro encontrar las respuestas.

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—¿Cuándo descubrió usted su vocación?
—A los seis años cuando escribí mi primera no-
vela (esto me obliga a confiar en la educación que se
recibe en la propia casa). Nunce supe en qué mo-
mento aprendí a tocar el piano, contar hasta diez,
usar la regla; sin embargo, sé que a los seis años era
lo suficientemente hábil como para redactar varias
páginas de una historia que ilustré con lápices de
colores y reuní en un pequeño libro titulado “no-
bela”. Por supuesto, se trataba de una pronuncia-
ción errónea de “novela”. Había oído la palabra sin
enterarme de cómo se deletreaba. A pesar de esta
muestra de mi ingenio juvenil, no se me trataba
como niña prodigio. Mi familia pasaba por alto mis
pequeñas tonterías y se reía de ellas. Por eso guardé
para mí misma otros escritos. Cosa que me fue be-
néfica porque me ayudó a salvaguardar mi intimi-
dad. Después de los quince años, descubrí que no
me interesaban las demás cosas que estudiaba:
danza, música y pintura. Con estos pequeños talen-
tos pretendía divertirme. Aún pienso que el arte
existe para nuestro entretenimiento y para nuestra
felicidad. De no ser así no puedo ver su utilidad.
Hace mal quien pretende comercializarlo.
—¿Cuándo se convirtió usted en una escritora
profesional?
—Lo ignoro. Al principio intentaba aprender a es-
cribir. Con tal propósito leí cuanto cayó en mis
manos. Me apasionaban las grandes concepciones
de la literatura universal, las repasaba en mi memo-
ria y las comparaba con mis propios trabajos. Le ase-
guro que un ejercicio semejante vuelve a cualquier
escritor muy modesto. Le ayuda a situar las dimen-
siones de su propio talento y de su capacidad.
—¿Fueron sus padres intelectuales?

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—No. Para mi fortuna no fueron intelectuales,
sino extremadamente inteligentes, cultos y amantes
de la lectura.Teníamos una buena biblioteca, y escu-
chábamos música clásica. La sabiduría del mundo
nos llegó por medio de las artes. Nos gustaba vivir
bien aunque no eramos ricos. Déjeme explicarle que
me molesta el empleo indiscriminado de la palabra
intelectual. Algunos se adjudican el título sin tener
derecho a él. Además, suele confundirse a un inte-
lectual con un artista. El artista no necesita ser un
intelectual. Yo, por ejemplo, no lo soy en absoluto.
Nunca sostengo ideas fijas ni me empeño en nin-
guna tesis. Trabajo con mi vida, con mi sangre, y no
me sobra tiempo para la crítica. Ni siquiera atiendo
las críticas que se hacen sobre mis textos que no me
ayudan en la búsqueda en la cual me empeño. Estoy
sola con el don que me concedieron. Esto me obliga
a utilizarlo de la mejor manera y a carecer de pre-
tensiones.
—¿Dónde y cómo logró usted su primer éxito?
—Aunque escribía siempre, nunca traté de publi-
car. Todas mis cosas me parecían poco importantes.
Me costó mucho esfuerzo complacerme. Es difícil
portarse como un escritor honesto, que se empeña
en capturar sus sentimientos y en expresar sus pro-
pias apreciaciones de lo circundante. Me atreví con
un relato y no pude terminarlo. Lo abandoné por
otro. Hice lo mismo treinta o treintaicinco veces
hasta que me decidí a terminar uno que llevaba en
la mente hacía varios años. Se basaba en un pe-
queño episodio que presencié en México el año de
1921. En diecisiete días de trabajo intenso lo ter-
miné. Bueno, terminé la primera versión que rehice
luego cinco veces. No me sentía muy contenta con
los resultados y, sin embargo, me encontraba ex-

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hausta. Había subido el primer escalón para conver-
tirme en escritora. Una buena revista publicó esa
historia inmediatamente. Una revista que por desdi-
cha ha desaparecido como muchas otras. Desde en-
tonces no tuve problemas. Escribo muy poco porque
hago muchas cosas. Trabajo para vivir y eso me roba
gran parte de mi energía; pero siempre que me fue
permitido elaborar una historia la elaboré y jamás
me rechazaron una. De inmediato las aceptaban en
las diversas editoriales donde las envié. No existe en
mi poder ningún manuscrito terminado e inédito.
Todo, incluso lo que escribiré en el futuro, está com-
prometido con mis editores. ¿Dirá usted que cómo
ha sucedido esto? Lo ignoro. No busqué una agen-
cia literaria ni propaganda alguna, excepto la que se
usa normalmente para lanzar cualquier libro. Y le
confieso que los lanzamientos quedaban a cargo de
las editoriales y se efectuaban sin mi intervención.
Soy una mujer que escribe en la intimidad de su casa
para cumplir con su vocación.
—Usted que ha realizado una obra importante
¿cuál de sus relatos o novelas prefiere sobre los
demás?
—Voy a decirle una vanalidad porque no me im-
porta ser original. Ni siento miedo de hablar de
cosas triviales... Al contrario, detesto la originalidad
buscada. Contestando a su pregunta le diré que me
pasa lo que a toda buena madre respecto a sus hijos.
Los ama a todos por igual.Y de no ser así, lo oculta
... Ahora bien, hay historias que si no son mis favo-
ritas, tocan las fibras más sensibles de mi corazón.
Nacieron de episodios muy profundos de mi vida.
¡Tal vez encuentra usted mi respuesta muy egoísta,
y poco profesional! Sin embargo, algunos cuentos
se basan en hechos que me conciernen tan de cerca

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que no puedo verlos todavía objetivamente, en par-
ticular Pálido caballo, pálido jinete. Un encantador
cuento de amor ocurrido durante la primera guerra
mundial, quizá por ello trata el subtema de la vida y
de la resurrección. Hablo de una experiencia perso-
nal, estuve tan cerca de morir que vi lo que los grie-
gos llaman “un día feliz” y los cristianos “la visión
beatífica”. Usted no sabe lo que eso significa.
(Me sorprendí, en este punto de la conversación
Katherine Anne Porter cambió el tono de la voz con
que hasta entonces hablaba, como si de pronto evo-
cara un amor terminado prematuramente hacía más
de cincuenta años y, que, a pesar de ello, la entriste-
cía. Recordé que da título a la novelita el primer
verso de una canción espiritualista que los negros
entonaban en los algodonales de Texas: “Pálido
caballo, pálido jinete se ha llevado a mi amor”. Re-
cordé que cuando leí el texto, en mi adolescencia,
supuse que se trataba de ese tipo de páginas que los
escritores acuñan al costo de un sufrimiento intenso.
Cohibida, dejé que Katehrine continuara sin inte-
rrupciones.)
—Otra historia que me gusta sobre todo por su
valor autobiográfico es Flowering Judes. La descubrí
de pronto contemplando a una muchacha nortea-
mericana que enseñaba inglés en una escuela para
indígenas en las afueras de la ciudad de México. Ella
era adorable, correcta en sus modales y hermosa fí-
sicamente. Trataba a los niños con cariño. Un hom-
bre que estaba cerca la miraba insistentemente
tocando la guitarra. A primera vista la escena parecía
muy inocente; pero descubrí en ambos una serie de
sensaciones complejas. Flowering Judes no pretende
retratar México, ni se propone pintar a una sola
mujer. Para construir a mi personaje femenino recu-

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rrí a cinco o seis mujeres distintas. Para mi personaje
masculino a seis o siete hombres y mi cuento inten-
taba sostener que debemos ser fieles a nuestras
convicciones, mantenerlas incluso en contra de
todos. La muchacha de mi cuento no supo hacerlo y
el hombre no conocía siquiera sus ideales. Quería
ser patriota y revolucionario, siendo sólo un explo-
tador y un parásito de la sociedad. La joven, a pesar
de su buena voluntad, no supo entender lo bueno y
lo malo que le brindaba un país ajeno al suyo... Me
caló la situación, me llevó a escribir y a entender que
el valor es la mejor de las cualidades en esta vida.
La historia con la cual se inició, y a la que se refe-
ría, se llama María Concepción. Fue publicada en
1922. Muchos años después, sin prisas innecesarias,
con el conjunto de sus novelas ganó el Premio Pu-
litzer en 1966 y fue electa a la Academia Americana
de Letras. En 1967, obtuvo el máximo trofeo que
otorga el Instituto Nacional de Arte y Literatura en
Norteamérica y, a partir de entonces, delicada de
salud, se recluyó en una casa cercana a la ciudad
de Washington.
El poder narrativo de Katherine Anne Porter apa-
reció desde sus primeros textos, donde con un gran
dominio del estilo y del idioma acumula detalles
descriptivos para pintar una situación determinada
en la que atrapa a sus lectores irremediablemente.
Él constituye uno de los más singulares ejemplos al
respecto. Logra capturar una compleja gama de sen-
timientos contradictorios (amor y rechazo) de una
madre hacia su hijo enfermo. E inscribe su texto
dentro de la línea narrativa que tan grandes frutos
ha dado a la literatura de los Estados Unidos y que
tiene sus mejores representantes en John Steinbeck
y William Faulkner.

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Muchos de sus cuentos primerizos aluden a Mé-
xico, a un mundo entre cristiano y pagano, a las
reacciones de los extranjeros ante el supuesto exo-
tismo hispánico. Hacienda, incluso, sirve de referen-
cia para entender el criterio con el que se filmó la
célebre película ¡Que viva México! Las narraciones
más autobiográficas pintan conflictos matrimonia-
les, quizá debido a los dos casamientos desdichados
de Katherine, con Eugene Pressley —oficial del ser-
vicio exterior—, y con Albert Erskine, editor de Sou-
thern Review. Y los más famosos: Pálido caballo, pálido
jinete y Calabazas para la abuelita Weatherall plasman
la ansiedad, el miedo y las pasiones diversas que
trae consigo la cercanía de la muerte.

Beatriz Espejo

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CALABAZAS PARA LA ABUELITA WEATHERALL

Zafó su muñeca de entre los dedos regordetes y cui-


dadosos del doctor Harry y subió la sábana hasta su
barbilla. ¡El mocoso debería andar con pantalones
cortos, en vez de pasar por doctor en toda la región
usando anteojos sobre la nariz!
—Váyase ahora, tome sus libros escolares y vá-
yase. No tengo nada.
El doctor Harry puso una mano cálida, similar a un
almohadón, sobre su frente, donde una vena verde
se bifurcaba danzante crispándole los párpados.
—Bueno, bueno, sea obediente y podremos le-
vantarla dentro de poco.
—Esa no es forma de hablarle a una mujer de casi
ochenta años sólo porque está enferma. ¡Prefiero
que respete a sus mayores, jovencito!
—Está bien, señora, discúlpeme—. El doctor
Harry le palmeó la mejilla—. Tengo que prevenirla
¿o no? Usted es maravillosa pero necesita cuidarse
o no andará bien y lo lamentará.
—No me diga lo que me pasará.Ya estoy en pie,
moralmente hablando. Cornelia tiene la culpa. Tuve
que acostarme para librarme de ella.
Sentía los huesos sueltos, flotar dentro de su
cuerpo y veía al doctor Harry como un globo flo-
tante al pie de la cama. Flotaba y se bajaba el chaleco
y los lentes le columpiaban de un cordel.
—Bueno, quédese donde está, de cualquier ma-
nera no le hará daño.
—Váyase de una vez a curar a sus enfermos—,
dijo la abuelita Wheatherall—. Deje en paz a una
mujer sana. Lo llamaré cuando lo necesite... ¿Dónde

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estaba usted hace cuarenta años cuando aguanté
una flebitis y una neumonía doble? Ni siquiera
había nacido. ¡No deje que Cornelia lo domine!
—gritó porque el doctor Harry parecía flotar hasta el
cielo y salir volando. ¡Pago mis propios gastos y no
desperdicio dinero en tonterías!
Quiso hacerle un gesto de adiós, pero le costaba
demasiado trabajo.
Los ojos se le cerraban solos, era como si una cor-
tina oscura cayera alrededor de la cama. La almo-
hada levitó, flotante sobre su cabeza. Escuchó el
susurró de las hojas fuera de la ventana. No, no, al-
guien estaba hojeando periódicos ... No, Cornelia y
el doctor Harry murmuraban. Se despertó sobresal-
tada, pensando que conversaban en su oreja.
—¡Nunca estuvo así, así nunca!
—Bueno, ¿qué esperamos?
—Sí, ochenta años de edad...
—Bien, ¿y que si así era? Todavía tenía oídos. Cor-
nelia acostumbraba cuchichear tras las puertas.
Siempre contaba secretos a voces, tratando eterna-
mente de actuar con tacto y gentileza. Cornelia tenía
sentido del deber. Ese era su problema. Responsabi-
lidad y bondad.
—Es tan buena y responsable —dijo la abuelita—,
que quisiera pegarle. Se vio a sí misma golpeando
bien fuerte a Cornelia.
—¿Qué dices, mamá?
La abuelita sintió como si el rostro se le endure-
ciera:
—Me gustaría saber... ¿es que uno no puede pensar?
—Creí que deseabas algo.
—Sí. Quiero un montón de cosas. Antes que nada
que se vayan y dejen de murmurar.

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Se recostó y adormeció esperando que durante su
sueño los muchachos permanecieran fuera y la de-
jaran tranquila un minuto. Había sido un largo día.
No es que se sintiera cansada. Era que siempre re-
sultaba agradable aprovechar un momento para sí
misma. Había siempre tanto que hacer: Mañana.
Mañana quedaba muy lejos y no existía ningún
problema pendiente. Las cosas terminarían de al-
guna manera cuando llegara su tiempo; gracias a
Dios siempre había un pequeño margen de paz: en-
tonces una persona podía trazar su plan de vida y
desarrollarlo ordenadamente. Era bueno tener todo
limpio y guardado, con los cepillos de pelo y las bo-
tellas de tónico colocadas derechitas sobre la carpeta
de lino bordada. El día comenzaba sin problemas y
los estantes de la despensa estaban repletos de
pomos con mermelada, y tarros cafés y blanca por-
celana china con arabescos azules y dibujos; café, té,
azúcar, gengibre, canela, todas las especies; y el reloj
de bronce coronado por un león bien sacudido. ¡El
polvo que podía caerle a ese león en veinticuatro
horas! El desván guardaba una caja con todos esos
paquetes de cartas; mañana se ocuparía de ellas.
Todas esas cartas..., las de George, las de John y las
que ella les había enviado a los dos, andaban por allí
desparramadas y los niños podían encontrarlas y eso
la incomodaba. Sí, esa sería su tarea de mañana. No
había razón para que nadie se enterara de lo tonta
que a veces había sido.
Mientras rumiaba, encontró a la muerte en su
pensamiento y le pareció turbia y estrambótica. Se
había preparado durante tanto tiempo para afron-
tarla que no necesitaba comenzar por el principio.
Dejaría tranquilo el asunto. Cuando cumplió sesenta
años, se creyó muy vieja y acabada y estuvo viajando

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para ver a sus hijos y a sus nietos llevando un secreto
en su pensamiento: ¡Este es el fin de su madre,
niños! Hizo su testamento y cayó en cama con una
larga fiebre. No resultó sino una idea, como cualquier
otra, afortunada porque le quitó la sensación de la
muerte durante mucho tiempo. Ahora no se preocu-
paba. Esta vez tenía más sentido común. Su padre
vivió hasta los ciento dos años y en su último cum-
pleaños bebió un vaso de fuerte ponche caliente. A
los reporteros que fueron a entrevistarlo les dijo que
era su hábito cotidiano. Logró escandalizarlos y se
sintió muy satisfecho. La abuelita quiso atormentar
un poco a Cornelia:
—¡Cornelia, Cornelia!—, no escuchó pasos pero
una mano suave se posó sobre su mejilla—. Bendita
seas ¿dónde estabas?
—Aquí, mamá.
—Bien Cornelia, dame un vaso de ponche ca-
liente.
—¿Tienes frío, querida?
—Un poco, Cornelia. Permanecer en cama perju-
dica la circulación. Te lo he explicado más de cien
veces.
Podía escuchar a Cornelia diciéndole al marido
que su madre se portaba algo infantil y que le se-
guiría la corriente. Le asombraba mucho que Corne-
lia la creyera sorda, ciega y muda. Con miraditas
rápidas y gestos tímidos la señalaba como diciendo:
No la hagan enojar, síganle la corriente, tiene
ochenta años, y ella estaba allí como sentada dentro
de un capelo. Algunas veces la abuelita se proponía
empacar todas sus cosas y mudarse a su casa, donde
nadie le recordara a cada instante que estaba vieja.
¡Espera, espera, Cornelia, a que tus propios hijos se
aconsejen a tus espaldas!

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En épocas mejores habían llevado una buena casa
y trabajaba mucho. Entonces no era tan vieja puesto
que Lidia atravesaba doscientos kilómetros sólo para
pedirle consejo porque uno de los chicos se había
descarriado, y Jimmy venía aún y comentaba asun-
tos con ella: —Ahora, mamy, tú que tienes tan
buena cabeza para los negocios ¿que piensas de esto?
... ¡Vieja! Cornelia no podía ni cambiar los muebles
sin consultarla. ¡Minucias, minucias! Eran tan dulces
los chicos. La abuelita deseaba que regresaran los
viejos tiempos cuando los niños eran pequeños y
todo estaba por empezar. Fue una lucha dura, y
nunca se venció. Pensaba en toda la comida que co-
cinó, en toda la ropa que cortó y cosió, en todos los
jardines que había cultivado... los muchachos ser-
vían de muestra. Ahí estaban, hechura suya, y no
podían negarlo. Algunas veces deseaba ver a John
nuevamente y señalárselos a todos con el dedo y de-
cirle ¿no lo hice tan mal, verdad? Pero eso esperaría.
Mañana. Acostumbraba pensar en John como en un
hombre, pero ahora los muchachos eran mayores
que su padre; y él sería un niño junto a ella si volvie-
ran a estar juntos. Parecería una situación extraña y
aberrante. John ni siquiera la reconocería. Ella había
levantado una cerca alrededor de cuarenta hectá-
reas, cavando hoyos para los postes y afianzando los
alambres con la única ayuda de un muchacho negro.
Eso cambia a una mujer. Lo mismo que transitar ca-
minos del campo, en invierno, cuando va a parir,
velar noches enteras a caballos enfermos, negros en-
fermos, hijos enfermos y no perder casi ninguno;
también eso transforma a una mujer. ¡John no perdí
casi ninguno! Él entendería al instante, lo entendería
¡no necesitaría explicaciones!

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Sintió ganas de subirse las mangas para poner
otra vez todo en orden. No importaba que Cornelia
determinara estar en todas partes, había gran can-
tidad de cosas inconclusas. Ella empezaría mañana
y las terminaría. Hay que estar fuerte para aguan-
tarlo todo, incluso cuando lo hecho se desvanezca,
cambie o se resbale de las manos, tanto que al mo-
mento de terminarlo casi se olvide la razón por la
cual trabajamos. Una neblina cubrió el valle, la vio
avanzar al través del arroyo, devorando árboles, la
vio levantarse hasta la colina como un ejército de
duendes. Pronto llegaría al límite del huerto y, en-
tonces, sería el momento de encender las lámparas.
Vengan niños, no deben permanecer a la interperie
de la noche.
Era hermoso encender las lámparas. Los mucha-
chos se amontonaban y respiraban como terneritos
encerrados en el establo. Sus ojos seguían el cerillo
y miraban la flama crecer y detenerse en una curva
azul; luego se alejaban. La lámpara estaba encen-
dida y ellos no tenían motivo para sentir miedo y
colgarse a las enaguas de su madre. Nunca, nunca,
nunca más. Dios te agradezco mi vida entera. Sin ti,
mi Dios, no lo hubiera logrado. Santa María, llena
de gracia.
Quiero que recojan toda la fruta este año y que
no desperdicien nada. Alguien puede siempre apro-
vecharlo. No dejen podrir cosas buenas sin usarlas.
Se desperdicia la vida cuando se tira la buena co-
mida. Nunca permitan que las cosas se pierdan. Es
amargo perderlas. Ahora, impídanme seguir pen-
sando, estoy cansada tomando una siestecita antes
de cenar.. .
La almohada levitó contra sus hombros y pre-
sionó su cabeza y exprimió sus recuerdos. ¡Ay, quí-

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tenme esta almohada! Me asfixia. Resultaba tan
fresca la brisa y tan verde la mañana sin presagios.
Pero él no había llegado como siempre. ¿Qué hace
una señorita cuando se ha puesto el velo blanco y
preparado el pastel de bodas para un hombre que
no llega? Intentó recordar. No, juré que no me las-
timaría otra vez. Él nunca me hirió sino entonces...
¿qué había hecho? Era el día, el día, pero un remo-
lino negro se levantó y lo cubrió, se deslizó hasta el
campo brillante donde los árboles estaban plantados
cuidadosamente en hileras ordenadas. Era el in-
fierno, reconoció el infierno apenas lo vio. Durante
sesenta años había rezado para no recordarlo y para
que su alma no cayera en el pozo profundo del in-
fierno y ahora las cosas se combinaban en una y las
memorias de él se convertían en una nube de humo
infernal que invade su mente cuando apenas procu-
raba librarse del doctor Harry para descansar un mi-
nuto. Es tu vanidad herida, Ellen, precisó una
vocecita en la cima de su mente. No permitas que te
domine el orgullo. A muchas muchachas les dan ca-
labazas. ¿Te plantaron, verdad? Pues supéralo. Sus
párpados se entreabrieron y se filtraron unos rayos
de luz azulada similar a un papel de china sobre los
ojos. Debería levantarse y bajar las cortinas o nunca
podría dormir. Estaba encamada y no bajaron las cor-
tinas. ¿Cómo sucedió? Mejor era voltearse, taparse
la luz porque dormir con luz le daba pesadillas.
—Madre ¿cómo te sientes? —y un picante sudor
frío sobre la frente. ¡Pero no me gusta que me laven
la cara con agua fría!
¿Hapsy? ¿George? ¿Lidia? ¿Jimmy? No, Cornelia
y sus facciones que se dilataban y se cubrían de
manchas.

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—Ya vienen, querida, pronto estarán todos aquí—.
Vete a lavar la cara, niña, pareces payaso.
En lugar de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso
su cabeza contra la almohada. Simulaba hablar pero
no se oía ningún sonido.
—Bueno, ¿te comieron la lengua? ¿De quién es
el cumpleaños? ¿Darás una fiesta?
La boca de Cornelia se movió aprisa con extraños
gestos. —No hagas eso, me impacientas, hija.
—No, mamá, no...
Tonterías. Los niños son tercos. Le discuten a uno
cada palabra.
—¿No qué, Cornelia?
—Aquí está el doctor Harry.
—No quiero ver otra vez a ese joven. Se acaba de
ir hace cinco minutos.
—Eso fue esta mañana, madre. Ahora es de
noche. También está aquí la enfermera.
—Soy el doctor Harry, señora Weatherall. ¡Nunca
la vi tan joven ni tan feliz!
—Ay, nunca más seré joven; sin embargo, me
sentiré contenta si me dejan descansar.
Pensó que hablaba fuerte pero nadie respondió.
Sintió un peso cálido en su frente, una pulsera ca-
liente en su muñeca y una brisa que continuaba su-
surrante, intentando decirle algo. Un murmullo de
hojas en las manos eternas de Dios. Él las sopló y
las hojas danzantes musitaron.
—Madre, no te asustes, van a inyectarte.
—Fíjate aquí, hija ¿por qué hay hormigas en mi
cama? Ayer hallé hormigas en el azúcar. ¿Trajeron a
Hapsy también?
A Hapsy era a quien quería ver. Recorrió muchos
cuartos hasta encontrarla parada con un bebé en los
brazos. Le parecía que ella misma era Hapsy era

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Hapsy, y que el bebé acunado era Hapsy y él mismo
y ella, todo a la vez, y no había sorpresa en el en-
cuentro. Entonces la imagen de Hapsy se desvaneció
y se puso transparente como una gasa gris y el bebé
fue una sombra etérea... y Hapsy se acercó y dijo:
—Pensé que nunca llegarías.Y al mirarla de cerca
agregó:
—¡No has cambiado ni un poquito! Se inclinaron
para besarse cuando Cornelia empezó a murmurar
desde lejos.
—¿Quieres decirme algo? ¿Puedo hacer algo por ti?
Sí, cambió de pensar después de sesenta años y le
gustaría ver a George. Quiero que encuentres a George.
Encuéntralo y dile que lo perdono, cuéntale que de
todos modos tuve marido y mis hijos y mi casa como
cualquier otra mujer. Una buena casa y un buen ma-
rido que amé, y lindos niños suyos. Mucho mejor de
lo que imaginé. Dile que me fue devuelto todo lo que
él me quitó y mucho más. Oh, no, no, Dios, había algo
más aparte de la casa, el marido y los hijos. Segura-
mente eso no era todo. ¿Qué era? Una cosa intangi-
ble que no volvió... Su respiración se hizo dificultosa
bajo sus costillas y se convirtió en un monstruo ate-
rrador, con uñas filosas. Le taladraban el cerebro y la
agonía se volvió atroz: —Sí, John llama al doctor, no
hablemos más, mi hora ha llegado.
El nacimiento de éste debió ser el último. El úl-
timo. Debió haber sido el primero porque era el que
de verdad ella quería. Todo vino a buen tiempo.
Nada se olvidó ni estuvo relegado. Se portó fuerte,
en tres días estaba tan bien como siempre. Mejor.
Una mujer necesita tener leche para llenarse de
salud.
—Madre ¿me oyes?
—Te he dicho...

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—Mamá, el padre Connolly está aquí.
—Tomé la sagrada comunión la semana pasada.
Dile que no soy tan pecadora.
—El padre sólo desea hablar contigo.
Que hable tanto como guste. Acostumbra llegar
preguntando por el alma de uno como si inquiriera
por un bebé, y luego quedarse a tomar una taza de
té, jugar cartas o chismosear. Siempre sacaba a re-
lucir un cuento pícaro, generalmente sobre un ir-
landés que se equivocaba a menudo y lo confesaba,
y lo chistoso era alguna tontería que soltaba en la
confesión mostrando su duda entre una piedad in-
nata y su pecado original. La abuelita no temía por
su alma. ¿Cornelia, dónde quedaron tus modales?
Ofrécele una silla al padre Connolly. Se entendía
con unos cuantos santos favoritos que le abrirían el
camino hasta Dios. Estaba firmado y sellado como
los papeles relativos a las cuarenta hectáreas. Para
siempre... heredados y trasladados de dominio para
siempre. Desde aquel día en que no se cortó el pas-
tel de bodas sino que se tiró y desperdició. La razón
de su existencia había desaparecido y ella quedó allí
ciega y sudorosa, sin nada bajo los pies y con las pa-
redes cayéndosele encima. La mano de él la sostuvo
por debajo del busto, o hubiera caído; allí estaba el
piso recién encerado con el tapete verde encima,
exactamente como antes. Él lanzó una maldición si-
milar a la de un perico de marinero, y exclamó: —
Lo mataré por ti... No lo toques, hazlo por mí.
Déjale su castigo a Dios... —No, Ellen, debes creer
lo que te digo...
Así que no hubo nada, nada por qué preocuparse,
excepto ciertas veces en las noches cuando algún
niño lloraba por una pesadilla y ambos se atropella-
ban bajando de la cama y temblaban buscando los

20
fósforos mientras gritaban: —Espera un minuto,
aquí estamos. —John, busca al doctor. Hapsy se
muere. Pero allí estaba Hapsy parada junto a la cama
con una gorra blanca.
—Cornelia, dile a Hapsy que se quite esa gorra.
No puedo verla bien.
Abrió mucho los ojos y el cuarto le pareció igual
a un cuadro que había visto en otra parte. Colores
oscuros en las sombras que se levantaban como to-
rres hasta el cielo haciendo largos ángulos. La alta
cómoda negra relucía sin nada encima salvo una fo-
tografía de John, ampliada de otra pequeña, con los
ojos muy negros cuando debieron ser azules. Usted
no lo conoció ¿entonces cómo sabía cómo eran? Sin
embargo, el hombre insistía en lo perfecto de la
copia, rica en detalles y bonita. Para ser una fotogra-
fía está bien, pero este no es mi esposo. La mesa
junto a la cama tenía una carpeta de lino, un cande-
lero y un crucifijo. La luz azulada venía de las pan-
tallas de seda que puso Cornelia. ¡No era luz sino
un perifollo! Se tiene que vivir cuarenta años con
lámparas de petróleo para apreciar una buena luz
eléctrica. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harry
con un halo rosa.
—Parece un santo, doctor Harry, juro que nunca
estará usted tan cerca de la santidad.
—Está diciendo algo.
—Ya te oí, Cornelia. ¿Qué es toda esta revoltura?
—El padre Connolly dice...
La voz de Cornelia se entrecortaba y golpeaba
como una carreta en un mal camino. Bamboleaba
en las esquinas, regresaba y no llegaba a ningún
lado. Vivaz, la abuelita se subió al carro y tomó las
riendas, pero guiaba el carro un hombre sentado

21
junto a ella y lo reconoció por las manos. No lo miró
a la cara; lo supo sin verlo, en cambio miró hacia
abajo del camino donde los árboles se inclinaban y
saludaban entre sí y miles de pájaros cantaban una
misa. Quiso cantar también, pero puso su mano en
el escote de su vestido y sacó un rosario, y el padre
Connolly rezaba en latín con voz solemne y le hacía
cosquillas en los pies ¿Dios mío, quiere dejar esas
tonterías? Soy una mujer casada. ¿Qué importa si él
se fue y me dejó enfrentar sola al sacerdote? Encon-
tré un mundo mejor. No cambiaría a mi marido por
nadie, salvo por San Miguel y pueden decirle eso de
mi parte y darle las gracias en la barata.
La luz destelló sobre sus parpados cerrados, y un
bramido profundo la sacudió. ¿Es un relámpago,
Cornelia? Oí un trueno. Habrá tormenta. Cierra
todas las ventanas. Mete a los niños...
—Mamá, aquí estamos todos...
—¿Eres tú Hapsy?
—Oh, no, soy Lydia. Manejamos tan rápido como
pudimos.
Sus rostros se agacharon sobre ella. El rosario
cayó de sus manos y Lydia se lo colocó otra vez.
Jimmy intentó ayudar, las manos se encontraron a
tientas, y la abuelita apretó los dedos alrededor del
pulgar de Jimmy. No bastaban las cuentas del rosa-
rio, necesitaba algo vivo. Estaba tan asombrada que
sus pensamientos corrían en torno. Entonces, mi
amado Señor, esta es mi muerte y yo ni siquiera lo
pensaba. Mis hijos vinieron para verme morir. Pero
no puedo, no es la hora. Oh, siempre odié las sor-
presas. Quise darle a Cornelia el juego de amatis-
tas... Cornelia tendrás el juego de amatistas, pero
Hapsy lo usará cuando quiera, y, doctor Harry, cá-
llese. Nadie lo llamó. Ay, mi amado Señor, espera

22
un minuto. Necesito hacer algo con mis cuarenta
hectáreas, Jimmy no las necesita y Lydia las necesi-
tará con ese torpe marido que tiene. Debo terminar
el mantel del altar y enviarle seis botellas de vino a
la hermana Borgia para su digestión. Quiero man-
darle seis botellas de vino a la hermana Borgia,
padre Connolly recuérdamelo...
La voz de Cornelia se transformaba en sílabas y
se quebraba.
—Ay, mamá, ay, mamá, ay, mamá...
—No me voy Cornelia. Me tomaron por sorpresa.
No puedo irme.
—Verás a Hapsy nuevamente, ¿qué pasó con ella?
—Pensé que no llegarías nunca—. La abuelita
hizo un largo viaje buscando a Hapsy. ¿Qué pasa si
no la encuentro? ¿Qué hago? Su corazón se hundió
más y más, no había fondo para la muerte, no podía
llegar al final. La luz azul de la lámpara de Cornelia
se volvió un punto diminuto en el centro de su ce-
rebro, parpadeó y aleteó como un ojo y suavemente
fue disminuyendo. La abuelita yacía como ovillo,
asombrada y alerta con la mirada fija en el punto de
luz que era ella misma; ahora su cuerpo era un
hondo montón de sombras en la oscuridad eterna y
esa oscuridad se trenzaría a la luz, tragándosela.
¡Dios, haz una señal!
No hubo señal. Por segunda vez no vino el novio
aunque el cura estaba en casa. Ella no lograba recor-
dar ningún otro sufrimiento porque aquel dolor
había barrido los demás. No, nada hay más cruel que
esto. Nunca se lo perdonaré. Se distendió con un
suspiro profundo y apagó la luz.

23
ÉL

La vida de los Whipples era dura. Resultaba difícil


alimentar tantas bocas hambrientas; difícil vestir a
los niños con ropas abrigadas durante el invierno,
aunque éste durara poco.“Dios sabe lo que hubié-
ramos sido de habernos quedado en el norte”, pen-
saban frecuentemente. En verdad, era complicado
matener a los muchachos decentes y limpios.
—Parece que la suerte nunca nos favorece
—decía el señor Whipple, pero la señora Whipple
recordaba la estoica idea de aceptar como bueno lo
que se les presentara, al menos cuando los vecinos
escuchaban.
—No permitamos que nadie nos oiga quejarnos
—pedía a su marido, detestando pensar que alguien
le tuviera lástima—. No, ni aunque tuviéramos que
vivir en un vagón recogiendo algodón por todo el
país, nadie tendría oportunidad de mirarnos feo.
La señora Whipple amaba a su segundo hijo, el
retardado, mucho más que a los otros dos hijos jun-
tos. Lo comentaba siempre, y al hablar con sus ve-
cinos comparaba el amor por su hijo con el que
sentía por su marido y por su madre.
No necesitas decírselo a todo el mundo —repetía
el señor Whipple—. Parece que sólo tú lo quieres.
—Es algo natural en una madre —recordaba la
señora Whipple—. Sabes que este tipo de cariño es
más propio de la madre. La gente no espera tanto
de los padres.
Ello no evitaba que entre sí los vecinos no habla-
ran claramente. —Sería una bendición del Señor si
él muriera —comentaban—. Es culpa de los padres

24
—agregaban—. Puede apostarse que por ahí hay
algún pecado y alguna tara. Por supuesto, todo a es-
paldas de los Whipples. De frente les decían: —No
está tan mal. Se mejorará ¡Miren que bien se des-
arrolla!
La señora Whipple odiaba tocar el asunto; inten-
taba pensar en otra cosa, pero cada vez que alguien
ponía un pie en la casa lo sacaba a relucir y hablaba
de Él antes que de nada. Parecía alivarse.
—Ni por todo el oro del mundo permitiría que
nada le pasara; pero no logro mantenerlo quieto. Él
es tan fuerte y activo. Siempre está en todo y fue así
desde que empezó a caminar. Algunas veces me pa-
rece graciosa la manera como actúa. Me divierte
verlo hacer sus travesuras. Emily se accidenta más;
a cada rato le vendo sus raspones, y Adna se rompe
un hueso cada vez que se cae. Pero Él hace de todo
sin sufrir ni un rasguño. En una ocasión en que es-
tuvo aquí, el sacerdote dijo algo tan agradable que
lo recordaré hasta el día de mi muerte. Dijo: “Los
inocentes caminan con Dios, por eso Él no se las-
tima.” Cuando la señora Whipple repetía esas pala-
bras, sentía que algo tibio le inundaba el pecho, las
lágrimas llenaban sus ojos, y sólo entonces lograba
pasar a otro tema de conversación.
Creció y jamás se lastimó. Un tablón del gallinero
cayó golpeándole la cabeza y Él pareció no adver-
tirlo. Había aprendido algunas palabras y después
del golpe las olvidó. Nunca lloriqueaba pidiendo co-
mida como lo hacen otros chicos, sino que esperaba
hasta que se la dieran; comía acuclillado en un rin-
cón del cuarto saboreando y mascullando. Como si
fuera un abrigo tenía lonjas de grasa en la espalda,
y podía acarrear dos veces más leña y agua que

25
Adna. Emily estaba la mayor parte del tiempo res-
friada: “lo hereda de mí”, comentaba la señora
Whipple. Por eso cuando hacía mal tiempo le pasaba
un cobertor extra que le quitaba al catre de Él, quien
jamás parecía sentir frío.
Sin embargo, la señora Whipple se atormentaba la
vida temiendo que a Él algo le pasara. Se trepaba a
los duraznos mejor que Adna e imitaba a un mono
de rama en rama; sí, realmente, parecía un mono.
—Señora Whipple, usted no debería permitírselo.
Puede perder el equilibrio. No comprende bien lo
que hace. La señora Whipple casi corrió a su vecino.
—¡Él sabe lo que está haciendo! Es tan capaz
como cualquier otro niño. ¡Bájate de allí, tú!
Cuando al fin llegó al suelo, ella casi no controlaba
las manos, quería pegarle por portarse así delante
de la gente.
Él sonreía con una sonrisa amplia mientras que la
preocupaba constantemente.
—La culpa la tienen los vecinos —exclamó la se-
ñora Whipple dirigiéndose a su marido—. ¡Cómo
me gustaría que se ocuparan de sus asuntos en vez
de los nuestros! No le permito casi que se mueva,
por miedo a que se metan en lo que no les importa.
Mira las abejas. Adna no las toca porque lo pican y
ahora temo pedirle a Él que lo haga. Aunque no le
importa si lo pican.
—Debido a que no tiene suficiente sentido
común para asustarse por nada— dijo el señor
Whipple.
—Deberías avergonzarte de ti mismo— respon-
dió la señora Whipple—. Hablar así de tu propio
hijo. ¿Me gustaría saber quién cuidaría de Él si nosotros
no lo hiciéramos? Observa cuanto sucede. Escucha
todo y obedece lo que le ordeno. No permitas que

26
nadie te oiga decir tales palabras. Pensarán que pre-
fieres a los otros chicos.
—Pues no es cierto ¿pero qué ganamos con vol-
ver al mismo tema? Siempre ves el peor lado de las
cosas. Déjalo tranquilo, saldrá adelante de cual-
quier forma. Tiene que comer y ropa que ponerse
¿no? — de pronto el señor Whipple se sintió can-
sado y añadió: —De todas maneras ya no pode-
mos hacer nada.
También la señora Whipple se sintió cansada y
completó con voz de tedio:
—Lo que está hecho no puede ser deshecho, lo
sé mejor que nadie. Sin embargo Él es mi hijo y no
permitiré que nadie diga una sola palabra en contra
suya. Me enferma que la gente venga a chismear a
cada rato.
Hacia los primeros días de otoño la señora Whip-
ple recibió una carta de su hermano diciéndole que
el domingo siguiente la visitaría con su mujer y sus
dos hijos.“Coloca la olla grande en lugar de la pe-
queña”, acotaba al terminar. La señora Whipple leyó
dos veces esta parte en voz alta, porque la compla-
cía. Su hermano poseía el don especial de decir
cosas chistosas.
—Le mostraremos que no se trata de una broma
—comentó—; mataremos uno de nuestros le-
choncitos.
—Es un derroche, y no puedo brindarme ese lujo
tal como están nuestras finanzas —estipuló el señor
Whipple—. Ese lechón valdrá bastante dinero para
Navidad.
—Me parece penoso no ofrecer una comida de-
cente a mi propia familia cuando viene a visitarnos
—dijo la señora Whipple—. Me daría mucha rabia
que mi cuñada regresara a su casa diciendo que aquí

27
no hay nada de comer. ¡Dios mío! es mejor aprove-
char lo que se tiene en vez de dirigirse a la ciudad
para comprar un buen pedazo de carne. ¡Allí sí que
se gasta el dinero!
—Muy bien, hazlo entonces —respondió el señor
Whipple— ¡Por Cristo todopoderoso! ¡Con razón
no logramos salir adelante!
Las complicaciones se presentaron ante la pers-
pectiva de separar al cerdito de su recia mamá
dueña de un carácter peor que el de una vaca Jersey.
Adna no quiso intentarlo.
—Bueno don miedoso— exclamó la señora
Whipple—. Él no tiene miedo. Fíjate cómo lo hace.
Se rió como si fuera una broma, al tiempo que le
daba un empujoncito hacia la pocilga. Él caminó
furtivamente, agarró de golpe al lechoncito que ma-
maba, y volvió al galope con la puerca enfurecida
casi pisándole los talones. El animalito negro se re-
torcía, chillaba como un bebé en crisis nerviosa,
ponía rígido el lomo y abría la boca de oreja a oreja.
La señora Whipple lo tomó con ademán enérgico y
le abrió la garganta de un solo tajo. Cuando Él vio la
sangre lanzó un relincho y escapó.
—Pero se olvidará y comerá a mandíbula batiente
—pensó la señora Whipple, quien al ensimismarse
movía los labios murmurando.
—Se lo comería todo si yo no lo impidiera. Si lo
dejáramos, se comería cada bocado de los otros dos.
Sintió tristeza pensándolo. Él tenía diez años y
era tan grande como Adna que cumpliría catorce.
Es una vergüenza, una vergüenza —repetía para sus
adentros— ¡Y Adna es tanto más inteligente!
Continuó sintiéndose mal por muchas otras cau-
sas. En primer lugar correspondía al hombre matar

28
a los animales, la vista del lechón despellejado, rosa
y desnudo, la hizo descomponerse. Resultaba muy
gordo, suave, con un aspecto que movía a compa-
sión. Simplemente era vergonzosa la forma como
suceden las cosas. Cuando terminó su obra, casi
deseó que su hermano permaneciera en casa.
El domingo temprano por la mañana la señora
Whipple dejó a un lado todo para lavarlo bien. Una
hora después Él estaba sucio nuevamente; se había
arrastrado debajo de las cercas correteando a una la-
gartija y se encaramó sobre, las vigas del granero en
busca de huevos en el pajar.
—¡Dios mío! ¡Mira cómo te has puesto a pesar de
que te arreglé tan bien! En cambio, Adna y Emily
están muy quietos. Me canso todo el día tratando de
mantenerte decente. Quítate esa camisa y ponte
otra. La gente dirá que no te he vestido—, y lo jaló
fuertemente de las orejas. Él parpadeó y se restregó
la cabeza, y la cara que puso hirió los sentimientos
de la señora Whipple. Las rodillas comenzaron a
temblarle y tuvo que sentarse mientras se aboto-
naba la blusa.
—Estoy agotada antes de empezar.
El hermano llegó con su saludable y regordeta
mujer y dos muchachotes gritones y hambrientos.
Tuvieron una gran cena con el cerdo asado, bien tos-
tadito, repleto de aderezos y encurtidos en la boca,
y gran cantidad de salsa para las papas. Todo en el
centro de la mesa.
—Esto demuestra prosperidad —comentó el her-
mano—. Cuando termine, tendrán que rodarme
hasta mi casa como si fuera un tonel.
—Todos rieron en voz alta; resultaba agradable
oírles reír a coro alrededor de la mesa. La señora
Whipple se sintió confortada y exclamó:

29
—Tenemos seis más como éste; pienso que es lo
menos que podemos hacer, pues ustedes vienen tan
poco a visitarnos.
Él no quiso entrar al comedor y la señora Whipple
lo excusó hábilmente.
—Es más tímido que los otros dos —dijo—. Ne-
cesita acostumbrarse a ustedes. No se confía con fa-
cilidad; ya saben cómo son los niños, incluso entre
primos.
Nadie dijo nada fuera de tono.
—Igual que mi Alfy —agregó la cuñada—. Algu-
nas veces tengo que pegarle para que dé la mano a
su abuelita.
Quedó terminado el asunto y la señora Whipple
preparó un plato bien repleto para Él, antes que para
los otros.
—Siempre digo que no debe ser desatendido,
aunque alguien se quede sin comer —comentó y
llevó el plato ella misma.
—Él es tan fuerte que podría colgarse del marco
de la puerta y levantarse por encima gracias a sus
músculos —dijo Emily como excusando la abun-
dancia de comida.
—Está bien, está bien —comentó el hermano.
Partieron después de comer. La señora Whipple
juntó los platos y dijo a los chicos que se acostaran.
Sentada, se desató los zapatos.
—¿Ves? —comentó con el señor Whipple—. Así
es mi familia, encantadora y considerada en cual-
quier momento. Sin observaciones fuera de lugar...
Son refinados. Abomino los comentarios de la
gente. ¿Verdad que estaba exquisito el cerdo?
El señor Whipple contestó.
—Sí, hemos perdido como ciento cincuenta kilos
de carne, eso es todo. Cuando uno viene a comer,

30
por lo regular se porta amable. ¿Quién sabe lo que
piensan realmente?
—Sí, igual que tú —completó la señora Whip-
ple—. No espero nada de ti. Me dirás luego que mi
propio hermano andará comentando que lo hicimos
comer en la cocina ¡Dios mío!— Se cogió la cabeza
con las manos porque sintió que un dolor comen-
zaba a molestarle a la altura de la frente.— Ahora
todo se arruinó ¡y había sido tan agradable y tan fá-
cil! Muy bien, a ti no te simpatizan y nunca te sim-
patizaron, muy bien, no vendrán de nuevo ¡no te
preocupes! Pero no podrán decir que Él no estaba
tan bien arreglado como Adna. De veras ¡algunas
veces quisiera morirme!
—Y yo quisiera que dejaras las cosas tranquilas.Ya
es bastante malo como están.
Fue un invierno duro. A la señora Whipple le pa-
reció que sólo tuvieron problemas y ahora debían
capotear un invierno como aquel. La cosecha fue
la mitad de lo esperado; el algodón no alcanzó sino
para pagar la cuenta del almacén. Cambiaron uno
de los caballos del arado y resultaron estafados; el
nuevo murió de vómitos. La señora Whipple pen-
saba todo el tiempo en lo terrible que era tener a un
hombre del que sólo dependía para ser engañada.
Ahorraron muchísimo, pero la señora Whipple
creía que algunas cosas debían comprarse aunque
costaran dinero. Se requirió ropa de lana para Adna
y Emily, quienes caminaban diez kilómetros para
llegar a la escuela durante los tres meses de in-
vierno.
—La mayor parte del tiempo, Él se sienta junto al
fuego; no necesitará mucha ropa— opinó el señor
Whipple.

31
—Por supuesto —repuso la señora Whipple— y
cuando salga a trabajar se pondrá tu abrigo imper-
meable. No podemos hacer más por Él, ni modo.
Cayó enfermo en febrero y permaneció enroscado
bajo su cobija con el rostro muy azul y respirando
como si se ahogara. El señor y la señora Whipple hi-
cieron cuanto pudieron por Él durante dos días, y
cuando se asustaron demasiado llamaron al doctor.
El médico dijo que debían mantenerlo caliente y
darle muchos huevos y leche.
—Me temo que no es tan fuerte como parece —
dijo—. Necesitan vigilarlo para ver como sigue. Y
además añadirle cobijas en la cama.
—Acabo de quitarle su colcha gruesa para lavarla
—profirió la señora Whipple avergonzada.— No so-
porta la suciedad.
—Entonces, póngasela de nuevo en cuanto esté
seca —agregó el doctor—, de otra manera le dará
neumonía.
Los señores Whipple sacaron una frazada de su
propia cama y le arrimaron el catre cerca del fuego.
—Nadie dirá que no hacemos por Él cuanto está
en nuestras manos —dijo la señora Whipple—.
Hasta dormimos con frío.
Al terminar el invierno, pareció reponerse pero
caminaba como si los pies le dolieran. Durante la es-
tación veraniega, había sido capaz de correr junto a
un bracero de algodón.
—Hice un trato con Jim Ferguson para alimentar
a la vaca, la próxima vez —remarcó el señor Whip-
ple—. Haré pastorear al toro este verano y le daré a
Jim algún forraje en el otoño. Es mejor así que estar
pagando con nuestro propio dinero, sobre todo
cuando no lo tenemos.

32
—Espero que no hayas dicho tal cosa delante de
Jim Ferguson —respondió la señora—. No debes
enterarlo de que andamos mal.
—¡Dios todopoderoso! eso no es decir que anda-
mos mal. Un hombre debe cuidar su futuro. Él
puede conducir el toro hoy; necesito que Adna se
quede.
Al principio la señora Whipple estuvo conforme
de enviarlo por el toro. Adna era demasiado inquieto
y no podía confiársele. Hay que ser tranquilo para
permanecer cerca de los animales. Después de que
Él se fue, comenzó a intranquilizarse y al rato no so-
portaba la situación. Se paró en el sendero para es-
perarlo. Había que recorrer casi ocho kilómetros y
hacía mucho calor, pero Él no tardaría tanto. La se-
ñora se colocó la mano sobre los ojos y miró fija-
mente hasta que unas manchas de color flotaron en
sus pupilas. Sucedía lo mismo en todas las cosas de
su vida; se preocupaba continuamente y desconocía
un momento de paz. Al cabo, lo vio dando vuelta
por el sendero, renqueando. Venía muy despacio,
guiaba la tremenda montaña animal por el anillo del
hocico, movía una varita en la mano, sin mirar hacia
atrás o hacia los lados, pero se acercaba como un so-
námbulo, con los ojos semicerrados.
La señora Whipple sentía un miedo enfermizo a
los toros; había escuchado historias terribles que se
contaban de que caminaban muy tranquilos y de
pronto pateaban bramando, y pisaban y corneaban
el cuerpo de quien los guiaba, hasta convertirlo en
pedazos. Instantáneamente el monstruo negro
podía atacarlo ¿mi Dios! Él nunca tendrá suficiente
sentido común para correr.
No debía hacer ruidos ni moverse; no debía asus-
tar al toro. Este levantó la cabeza y corneó en el aire

33
a una mosca. La voz de ella estalló y le gritó que co-
rriera, por lo más sagrado. Él pareció no escuchar los
gritos, y continuó meneando su vara y renqueando.
El toro se movía pesadamente detrás de Él, dulce
como un ternerito. La señora Whipple silenciosa, co-
rrió hacia la casa rezando en su interior: “Dios no
permitas que nada le pase. Dios, la gente diría que
no sabemos cuidarlo. ¡Tráelo a casa sano y salvo y lo
cuidaré mejor! Amén.”
Miró al través de la ventana mientras Él guiaba la
bestia y la ataba al granero. Era inútil desentenderse.
La señora Whipple no soportaba más. Se sentó y co-
menzó a llorar con el delantal sobre su cabeza.
Año con año los Whipple eran más y más pobres.
Pese a lo mucho que trabajaban, la casa estaba a
punto de caerse.
—Perdemos nuestro sostén —dijo la señora—.
¿Por qué no aprovechamos las oportunidades como
otras gentes? Pronto nos considerarán como unas
“pobres gentuzas”.
—Me iré al cumplir dieciséis años —externó
Adna—. Trabajaré en el almacén de Powell. Allí hay
dinero.Ya tuve bastante del campo.
—Yo seré maestra —dijo Emily—, pero necesito
terminar el octavo grado. Entonces podré vivir en la
ciudad. Aquí no veo oportunidad de progresar.
—Emily salió a la familia —apuntó la señora Whip-
ple—. Tan ambiciosa como ellos, que nunca se con-
forman con un segundo puesto en ningún lado.
A la llegada del otoño, Emily aprovechó la ocasión
de emplearse como camarera en el restaurante de
los ferrocarriles en el pueblo cercano; hubiera sido
una lástima no aceptar un salario bueno y comida
segura. La señora Whipple se lo permitió, sin preo-
cuparse por la escuela hasta el próximo año.

34
—Tendrás tiempo de sobra —aseguró—. Eres
joven y rápida como un látigo.
Cuando Adna también se fue, el señor Whipple
quiso realizar el trabajo de la granja ayudado por Él.
Hacía su trabajo y parte del trabajo de Adna sin no-
tarlo siquiera. Todo marchó bien hasta Navidad. Sa-
liendo del granero se resbaló en el hielo una
mañana. En lugar de levantarse, se revolcaba y el
señor Whipple lo encontró con una especie de ataque.
Desde entonces se quedó en cama. Las piernas se
le hincharon al doble de su tamaño normal y los
ataques se repitieron. A los cuatro meses el doctor
opinó:
—Es inútil. Creo que deben llevarlo al hospital del
Estado para un tratamiento inmediato. Haré los trá-
mites indispensables. Allí lo atenderán bien y Él es-
tará lejos.
—Nunca lo privamos de cuidados, no lo dejaré ir
—repuso la señora Whipple—. Dirán que dejé entre
extraños a mi hijo enfermo.
—Sé lo que siente —comentó el doctor—. No
tiene que explicármelo señora Whipple. Tengo un
hijo. Pero será mejor que me escuchen.Yo no puedo
ayudarlo.
Cuando se acostaron el señor y la señora Whipple
hablaron sobre el particular largo tiempo.
—No es otra cosa que una institución de caridad
—apuntó ella—. ¡A lo que hemos llegado, a la cari-
dad! No pensé que nos sucedería.
—Pagamos nuestros impuestos igual que todo el
mundo —dijo el señor Whipple—, y no lo considero
caridad.. . Creo que lo más conveniente es man-
darlo a un lugar donde le den lo mejor de todo... y
además no me encuentro en situación de pagar ho-
norarios médicos.

35
—Tal vez por eso el doctor quiere mandarlo; teme
que no le paguemos —agregó la señora Whipple.
—No pienses así —respondió el señor Whipple
sintiéndose bastante cansado—, porque no seremos
capaces de enviarlo.
—Pero no lo dejaremos allá mucho tiempo —
completó la señora Whipple—. Tan pronto mejore,
lo traeremos de inmediato.
—El doctor explicó y volvió a explicar que él no
mejorará y lo mejor es que te calles —dijo el señor
Whipple.
—Los doctores no son sabios —objetó la señora
Whipple casi con felicidad—. En el verano, Emily
vendrá a casa para pasar las vacaciones y Adna nos
visitará los domingos.Trabajaremos juntos y nos en-
derezaremos otra vez y los chicos sabrán que cuen-
tan con un lugar donde vivir.
Se imaginó de pronto en el verano con el jardín
lleno de flores, persianas nuevas en toda la casa y
Adna y Emily de vuelta y todos contentos al encon-
trarse. ¡Sería posible! ¡Tal vez en el futuro las cosas
se presentarían más dichosas!
No hablaron mucho delante de Él, pero nunca
supieron realmente cuánto había entendido. Al fin
el doctor fijó la fecha y un vecino, dueño de un ca-
rricoche de doble asiento, se ofreció a conducirlos.
El hospital hubiera enviado una ambulancia, pero
la señora Whipple no soportaba verlo irse como un
enfermo grave. Lo envolvieron en cobijas y el veci-
no y el señor Whipple lo cargaron hasta el asiento
trasero, junto a la señora Whipple que se había ves-
tido con su blusa negra fina. No le gustaba aparen-
tar pobreza.

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—Estarás bien... creo que permaneceré en casa
—dijo el señor Whipple—. No creo conveniente
irnos todos y dejar esto vacío.
—Además, no se quedará para siempre —explicó la
señora Whipple a su vecino—. Sólo una temporada.
Salieron. La señora Whipple sostenía los bordes
de la cobija evitando que se resbalara hacia un cos-
tado. Él permanecía derecho, parpadeando y parpa-
deando. Sacó los dedos fuera y comenzó a
restregarse la nariz con los nudillos y luego con la
manta. La señora Whipple no lograba creer lo que
veía: Él estaba secándose unos lagrimones que ro-
daban por sus mejillas. Gimoteaba y hacía ruidos
entrecortados. La señora Whipple le preguntaba:
—¿No te sientes mal, verdad, querido? —porque
Él parecía acusarla de algo. Quizá recordaba aquella
vez que le jaló las orejas, quizá se había asustado con
el toro, quizá sentía frío por las noches y no podía
decírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de casa
para siempre y todo porque eran demasiado pobres
para mantenerlo. Fuera lo que fuera, la señora
Whipple no lo resistió. Comenzó a llorar desespe-
rada y lo apretó en sus brazos y apoyó la cabeza con-
tra el hombro de Él. Lo había querido cuanto puede
quererse. Había que pensar también en Adna y
Emily; no podía hacer nada más. ¡Cuan doloroso
que Él hubiera nacido!
Llegaron al hospital; el vecino condujo muy rá-
pido, sin atreverse a voltear.

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