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Introducción (tema: la poesía de la generación del

27 en España).

La poesía de la Generación del 27 destaca por rasgos


comunes muy sencillos de identificar. Autores tan conocidos
como García Lorca, Dámaso Alonso, Rafael Alberti o Luis
Cernuda pertenecieron a este grupo. En este practicograma
te explicamos las características comunes de sus obras
poéticas.

1 ¿Qué autores formaban la Generación del 27?


Los autores que formaron la Generación del 27 son: Pedro
Salinas, Federico García Lorca, Dámaso Alonso, Jorge
Guillén, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados y
Manuel Altolaguirre.

2 Primera etapa: mezcla de influencias hasta 1927.


La poesía del 27 tiene tres etapas bien diferenciadas. La
primera se desarrolla hasta 1927. Este año se juntan para
celebrar un homenaje a Luis de Góngora.

Hasta ese año, la obra poética de estos autores se


caracteriza por la influencia de varios autores y estilos:
la poesía sencilla de Bécquer, la poesía pura de Juan Ramón
Jiménez, la poesía vanguardista, el romancero español y los
clásicos como Góngora, Quevedo o Manrique.

3 Segunda etapa: poesía socializada y humanizada hasta


1939.
Entre 1927 y 1939 la poesía se socializa y se rehumaniza.
Ahora la poesía toca temas humanos y el poeta pasa a
escribir lo que ve. Lo que le rodea es una época convulsa.
Además, la mejor manera que encontraron para expresarse fue
el surrealismo. En esta vertiente se encuentran 'Poeta en
Nueva York' de Lorca o 'Sobre los ángeles', de Alberti.

4 Tercera etapa: a partir de 1939.


A partir de 1939, muchos de los miembros de esta generación
no tienen más salida que el exilio aunque algunos se quedan
en España. Los exiliados tienen una poesía más crítica,
política, de protesta. Además, echan de menos a su país y
en sus versos puede apreciarse esa nostalgia.

En cambio, los autores españoles que no se exilian siguen


una tendencia muy parecida a las de la poesía española de
posguerra.

5 En los años 40 la poesía se vuelve existencialista.


En la década de los 40 tienen una poesía existencialista en
la que el autor se cuestiona el mundo que lo rodea, aún
impresionados tras la Guerra Civil española.

6 Cambios significativos en las décadas de los 50 y 60.


En los años 50 se pasa a la llamada poesía de realismo
social y, por último, en los 60 se produce una renovación
poética

En vísperas de la proclamación de la República distintos


intelectuales, que definieron su compromiso literario como
ejercicio de realismo social, acusaron a los escritores de
los años veinte de esteticismo vacío al servicio de las
minorías, de indiferencia ante los problemas políticos. Así
hubo de definir Ortega el arte de vanguardia en «La
deshumanización del arte». Así lo denunció José Díaz en un
ensayo imprescindible para comprender el cambio de talante
que coincidió con la crisis de la Monarquía, «El nuevo
romanticismo».

Sin embargo, la mala reputación de los criterios estéticos


de los años veinte es, a todas luces, excesiva. Los autores
del grupo poético más decisivo de nuestra historia
literaria contemporánea, la generación del 27, difícilmente
pueden ser calificados de intelectuales aislados de su
nación y de su tiempo. No se trataba de personajes para
quienes la literatura era un mero juego de palabras
hábilmente coordinadas, en lugar de una experiencia lírica
completa, una manera de interpretar el mundo y de aprender
a vivir en él. En la misma hora en que los entusiastas de
la poesía social culpaban a los hombres del 27 de huir de
la realidad a través de la literatura, todos estos
mostraban que la poesía, más que a un ejercicio de evasión,
obedecía al deseo de atestiguar que «vivir es estar a solas
con la muerte», como lo sentenció Cernuda en uno de los
poemas de «Un río, un amor».

Conocimiento
A diferencia de otros momentos de la historia de la lírica,
la experiencia poética se entendió por aquellos escritores
más como un modo de conocer que como una forma de
comunicar. La poesía servía para ordenar y comprender el
mundo y no debía ser utilizada como recurso de propaganda
ni como instancia demagógica para fascinar a las masas.

Pero la elección estética de aquellos poetas,


indispensables en nuestra cultura, nunca pudo interpretarse
como desdén de la experiencia trascendental del hombre, en
su patria, en su tiempo, en su esperanza indómita de
alcanzar su plenitud. Todas las reticencias ante el sentido
último de su poesía, todos los recelos y miedos de que la
lírica española pereciera en los pliegues de un virtuosismo
inane y descomprometido, parecen olvidar cuál fue la
trayectoria seguida por los escritores del 27 cuando España
entró en una grave crisis de conciencia.

Nadie pulsó con mayor sensibilidad el sufrimiento de la


nación entera ante la Guerra Civil, el destierro o la atroz
fractura interior de la posguerra. Y quienes así se
expresaron en los años en que España agonizaba,
difícilmente podían haber sido, unos pocos años atrás, un
grupo de bohemios de alcurnia, indolentes y despreocupados,
ajenos a la suerte que estaba corriendo su país.
No era una torre de marfil
No confundamos aquel entusiasmo poético con el autismo
social, ni tomemos aquella emoción de vivir la experiencia
literaria como la agotadora fabricación de una torre de
marfil. Sin aquel esfuerzo por defender la forma lírica y
ennoblecer el lenguaje no habría habido experiencia poética
española en el resto del siglo XX, porque todo movimiento
posterior se alimentó de la prodigiosa lucidez del 27. El
patriotismo de estos escritores les empujó a aplicar su
talento en poner a España en los primeros puestos del genio
literario de su época. No creo que pueda llamarse a esto
ejercicio individualista de autocomplacencia. Por el
contrario, fue la manera de incorporar su experiencia
personal al ritmo de su tiempo, permitiendo que España
encontrara en sus palabras la belleza, y la fuerza
imaginativa de la voz de un pueblo entero.

En manos de aquellos hombres del 27 el idioma español se


capacitó para incluir la tradición en los desafíos de una
literatura que avanzaba a gran velocidad. El hecho mismo de
que Góngora sirviera para agruparlos puede señalar la
lealtad a una cultura nacional. Y, junto a este, se alzó
también el genio reiterado de nuestro mayor poeta
renacentista -«si Garcilaso volviera, yo sería su
escudero»- y la atención a la métrica en que se había
expresado la poesía española en tiempos más antiguos.

El romancero
El romancero regresó, depurado, en la altísima expresión de
García Lorca, y lo hicieron también las décimas o las
silvas en la obra de Guillén o de Cernuda. Pero lo más
importante fue que esa recuperación de lo popular nunca
degeneró en populismo ni permitió, jamás, la caída de la
exigencia literaria o la tramposa confusión entre sencillez
y banalidad.
Los padres poéticos de aquella promoción deslumbrante,
Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, habían mostrado la
necesidad de atender a la labor rigurosa de la literatura
rastreando la inspiración en las propias raíces españolas.
Estos hombres no precisaron de retórica patriotera ni de
inflamaciones de pregón para demostrar su profunda
españolidad. Lo hicieron partiendo de una inmensa cultura
que les hacía conocedores de nuestra lírica más auténtica,
y de una competencia creadora que lo era todo, menos
indiferente a su tiempo y a nuestra historia. Lo hicieron
ofreciendo su extraordinaria capacidad de asimilación de lo
que se escribía en Europa a la tierra en la que la palabra
del hombre español tomó forma durante siglos. Solo la firme
conciencia de esas raíces les permitió volar tan alto, en
su viaje hacia el fondo de la poesía contemporánea.
Solo desde ese patriotismo pudieron ser el fundamento de
una materia lírica con afán de universalidad y permanencia.
Al igual que su maestro Juan Ramón Jiménez, alzaron su
voluntad de belleza echándose «en la tierra, enfrente del
infinito campo de Castilla», para poder mostrar al mundo el
significado último de su trabajo: el hallazgo de la poesía
como «humana fuente bella, árbol universal de hoja perenne,
eternidad concreta».

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