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Con tenedores

A fuerza de caminatas aprendí a desarrollar creciente fobia a un modelo específico de


contéiner: precisamente, al que má s abunda en la ciudad que me toca.
Buenos Aires despliega variados tipos de contenedores de basura, algunos
flamantes, otros casi fó siles, pero todos —los que aquí nos interesan— de plá stico o
símil. Entre tanta heterogeneidad se recorta algo semejante a la cruza de un tercio de
pan lactal grande, sin rebanar, con (ponele) un casco de soldado del Imperio —versió n
tardía— o un drenaje como (ponele, también) los perpendiculares a las alcantarillas,
todo recubierto en implacable gris. Motivos que no alcanzo a dilucidar me remiten
también, cada vez que veo uno, a la idea de una casa hobbit en plena Comarca, pero
admito que la analogía puede resultar excesivamente personal…
No toda la flota de cascos lactales me genera, sin embargo, aprensió n: si
conservan sus tapas o [com]puertas, que tienen la bondad de abrirse para adentro,
todo bien. Lo jodido es que alto porcentaje de estos cosos (¿la mitad?) perdió su tapa o
[com]puerta, como descubriendo los imaginarios ojos del no menos imaginario
soldado del Imperio.
Entendá monos: no temo que de repente el contéiner se eleve dejando al
descubierto un gigantesco resto de soldado. Los miedos, para valer la pena, tienen que
venir repletos de posibilidad, y la posibilidad de que salte algo, repentinamente, desde
adentro de estos proliferantes objetos descompuertados es digna de ser tenida en
consideració n.
Ese algo es lo de menos: segú n el humor y las intoxicaciones informativas del
día, puede ser un caco, un monstruo o el chupacabras. No hay temor a un dañ o
concreto má s allá del sobresalto, que se intuye doblemente sobresaltante estando
alerta. Los miedos, para valer la pena, aparte de posibilidad tienen que transportar
algo intransmitible: enunciar el miedo lo atenú a; no poder hacerlo, obviamente, lo
magnifica.

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