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Edad Contemporánea

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La carga de los mamelucos dibujado por Francisco de Goya en 1814, representa un


episodio del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos,
convertidos en protagonistas de su propia historia y a los que se les había
proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron favorablemente la «imposición de
la libertad» que suponía la extensión de los ideales revolucionarios franceses
mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la
extensión de la Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y
políticos no implicaba su orientación progresista, sino que penduló de un extremo a
otro del espectro político.

Pittsburgh en 1857. La Edad Contemporánea generó un nuevo tipo de paisaje


industrial y urbano de gran impacto en la naturaleza y en las condiciones de vida.
La revolución de los transportes y de las comunicaciones permitió que la unidad de
la economía-mundo lograda en la Edad Moderna se aproximara más aún al acortar el
tiempo de los desplazamientos y aumentar su regularidad.

Le Démolisseur pintado por Paul Signac en 1897. Además de ser una obra
estéticamente vanguardista (técnica del puntillismo), la elección consciente de un
protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico conducen a su lectura
alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.

We Can Do It! (en inglés: ¡Podemos hacerlo!), fue un cartel de propaganda de 1942
(durante la Segunda Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el
trabajo de la mujer, un paso decisivo en su emancipación.

Mujeres de Afganistán en 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera


deseado suprimirse junto con otras opresiones durante la república socialista
(durante la cual se inició la guerra civil) pasó a ser obligatorio como parte de la
re-islamización durante el régimen de los talibanes entre 1996 y 2001, y sigue
siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para
la intervención internacional en la guerra librada entre 2001 y 2014 como también
en la actual guerra.
La Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa al periodo histórico
comprendido entre la Declaración de Independencia de los Estados Unidos o la
Revolución francesa, y la actualidad. Comprende, si se considera su inicio en la
Revolución francesa, de un total de 231 años, entre 1789 y el presente. En este
período, la humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las
sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor
parte (los países subdesarrollados y los países recientemente industrializados),
que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente
la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de
productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de
los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han
agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro
próximo graves incertidumbres medioambientales.1

Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones


aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre
de Revolución industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se
construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el
declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y
desarrollo de uno nuevo (el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon
distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las
transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo,
totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores
guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y
fecundidad; mientras que el arte contemporáneo y la literatura contemporánea
(liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas y abiertos a un público
y un mercado cada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los nuevos
medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que
les provocó una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y
las vanguardias y aún no se ha superado.2

En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y
político),3 puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las
fuerzas rectoras de la modernidad o más bien significa el periodo en que triunfan y
alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que
durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía;
y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.

En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social


histórica del estado liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo
Régimen.4 El Antiguo Régimen había sido socavado ideológicamente por el ataque
intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se justifique
a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los
privilegios contrarios a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-
social) o la economía moral5 contraria a la libertad (la de mercado, la propugnada
por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar de lo espectacular
de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y
fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador
perspicaz como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para
que todo siga igual: el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no
homogénea, sino de composición muy variada) que, junto con la vieja aristocracia
incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de la acumulación de
capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,6
consciente de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya
base era la gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos
estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez
controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.

En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones


mediante violentos cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera
Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros planos mediante cambios paulatinos (por
ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer). Por una parte, en
los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena
parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda
este como concesión pactista al desafío de las expresiones más radicales del
movimiento obrero, o como convicción propia del reformismo social) tendió a llenar
el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable enfrentamiento entre
la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente
combatido, aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase,
enfrentados entre sí: el anarquismo y el socialismo (dividido a su vez entre el
comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia económica, los
presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía neoclásica,
keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la
incapacidad del mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de
juegos -estrategias de cooperación frente al individualismo de la mano invisible-).
La democracia liberal fue sometida durante el período de entreguerras al doble
desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el
expansionismo de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).7

En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación


que se dio a la revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación
alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser el actor predominante en las
relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de los
grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1976, portugués desde
1821 hasta 1975; ruso, alemán, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento
en la Primera Guerra Mundial) y la de los imperios coloniales (británico, francés,
neerlandés y belga tras la Segunda). Si bien numerosas naciones accedieron a la
independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y muchos
se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces
provocados por la arbitraria fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los
anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los estados nacionales, después
de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos relevantes en el
mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados
Unidos y la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea)
no se ha reproducido con éxito en otras zonas del mundo, mientras que las
organizaciones internacionales, especialmente la ONU, dependen para su
funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.

La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en
que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen
tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo
tipo de identidades,8 personales o individuales,9 colectivas o grupales,10 muchas
veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de edad, nacionales, culturales,
étnicas, estéticas,11 educativas, deportivas, o generadas por una actitud
-pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición,
incluso las problemáticas -minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-).
Particularmente, el consumo define de una forma tan importante la imagen que de sí
mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de consumo ha pasado a
ser sinónimo de sociedad contemporánea.12

Índice
1 Modernidad: ruptura y continuidad
2 La "Era de la Revolución" (1776-1848)
2.1 Revolución industrial
2.1.1 Motivos por el cual la Revolución industrial surgió en Inglaterra
2.1.2 La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro
2.1.3 Oposición a los cambios
2.1.4 Revolución demográfica
2.2 Revoluciones liberales
2.2.1 Contexto social, político e ideológico
2.2.2 Independencia de los Estados Unidos
2.2.3 Revolución francesa e Imperio napoleónico
2.2.3.1 Modelo de proceso revolucionario
2.2.3.2 Napoleón Bonaparte
2.2.4 Movimiento independentista en América Latina
2.2.4.1 Rebelión de esclavos en Haití
2.2.4.2 Brasil: de colonia a Imperio independiente
2.2.4.3 Independencia hispanoamericana
2.2.5 Otros movimientos y ciclos revolucionarios
2.2.5.1 Revolución de 1820
2.2.5.2 Revolución de 1830
2.2.5.3 Revolución de 1848. La "primavera de los pueblos" y el nacionalismo
2.2.5.4 Revoluciones fuera de Europa
2.3 Reacción contra la Ilustración: el Romanticismo
2.4 Equilibrio europeo
2.4.1 Guerras revolucionarias y guerras napoleónicas
2.4.2 Congreso de Viena
2.4.3 Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Sistema Metternich
2.5 Apertura de espacios continentales "vírgenes"
2.5.1 Expansión de los Estados Unidos
2.5.2 Formación y expansión de los estados latinoamericanos
2.5.3 Expansión de Rusia
2.6 La "era victoriana" británica
3 La "Era del Capital" y la "Era del Imperio" (1848-1914)
3.1 Cuestión de Oriente, levantamientos nacionalistas y Sistema Bismarck
3.1.1 Unificaciones de Alemania e Italia
3.2 El reparto colonial
3.3 Positivismo y "eterno progreso"
3.4 El asentamiento de la revolución liberal
3.4.1 Capitalismo industrial y financiero. Segunda revolución industrial
3.4.2 La cuestión social y el movimiento obrero
3.4.2.1 Socialismo y anarquismo
3.4.2.2 Cuestión social y leyes sociales
3.4.3 La sociedad de masas
3.4.4 Moral victoriana, tradiciones inventadas y comunidades imaginadas
3.4.5 Abolición de la esclavitud
3.4.5.1 Guerra civil de los Estados Unidos
3.4.5.2 La abolición en otros países
3.4.6 La emancipación de la mujer
3.4.7 Descristianización y renovación del cristianismo
3.5 La paz armada y la Belle Époque
4 La "crisis de los treinta años" (1914-1945)
4.1 La Primera Guerra Mundial y sus consecuencias
4.1.1 Tratado de Versalles y fracaso de la Sociedad de Naciones
4.1.2 Surgimiento de los totalitarismos
4.1.2.1 Revolución rusa
4.1.2.2 Fascismo
4.1.2.2.1 Surgimiento del fascismo en Italia
4.1.2.2.2 Alemania y el nazismo
4.1.2.2.3 De la Segunda República Española al franquismo
4.1.3 Crisis de 1929 y Estado del bienestar
4.1.4 Empequeñecimiento de Europa y protagonismo de nuevos continentes
4.1.4.1 Kemalismo en Turquía
4.1.4.2 De la restauración Meiji al militarismo japonés
4.1.4.3 Revolución china
4.1.4.4 Violencia y no-violencia en India
4.1.4.5 El mundo anglosajón no europeo
4.1.4.6 América Latina en el mundo
4.1.4.6.1 Revolución mexicana
4.2 Segunda Guerra Mundial
4.3 Revoluciones científicas y estéticas
4.3.1 Revolución relativista
4.3.2 Vanguardias artísticas y literarias
5 La "historia inmediata" del "mundo actual": hacia la globalización
5.1 El mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial (1945-1973)
5.1.1 Las superpotencias y el equilibrio del terror: la Guerra Fría
5.1.1.1 Telón de acero, macarthismo y espionaje
5.1.1.2 Carrera espacial y carrera de armamentos
5.1.1.3 Socialismo realmente existente, Plan Marshall y "milagro" europeo
5.1.2 Mercado Común y Unión Europea
5.1.3 Las nuevas organizaciones internacionales
5.1.4 Descolonización
5.1.5 Tercermundismo
5.1.6 Populismo latinoamericano y revolución cubana
5.1.7 Medio Oriente y el petróleo
5.1.8 Contracultura y contestación juvenil. Nuevos movimientos sociales. Las
protestas de 1968
5.1.9 Aggiornamento de la Iglesia católica
5.2 El fin de la Guerra Fría (1973-1989)
5.2.1 Crisis de 1973 y tercera revolución industrial
5.2.2 Caída de las dictaduras mediterráneas europeas y golpes de estado en el Cono
Sur
5.2.3 Estados Unidos tras el Watergate
5.2.4 Reacción conservadora católica
5.2.5 Revolución islámica
5.2.6 Glasnost y Perestroika
5.2.6.1 Revoluciones de 1989
5.2.6.2 Disolución de la Unión Soviética
5.3 ¿"Fin de la Historia" o "Choque de civilizaciones"? (1989-actualidad)
5.3.1 Nuevo orden posterior a la caída del muro de Berlín
5.3.1.1 Reunificación alemana
5.3.1.2 Guerras yugoslavas
5.3.1.3 Las antiguas repúblicas soviéticas
5.3.1.4 El despertar de China
5.3.1.5 Expansión y "decadencia" de Europa
5.3.1.6 El "poder blando" de Estados Unidos
5.3.1.7 Democratización de América Latina
5.3.2 Globalización y antiglobalización
5.3.3 El mundo posterior al 11-S
6 Cronología
7 Véase también
8 Referencias
9 Bibliografía
10 Enlaces externos
10.1 Departamentos universitarios de historia contemporánea
10.2 Recursos educativos sobre historia contemporánea
Modernidad: ruptura y continuidad

Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de


guerra Téméraire. Sus años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
La denominación "Edad Contemporánea" es un añadido reciente a la tradicional
periodización histórica de Cristóbal Celarius, que utilizaba una división
tripartita en Edad Antigua, Edad Media y Edad Moderna; y se debe al fuerte impacto
que las transformaciones posteriores a la Revolución francesa tuvieron en la
historiografía europea continental (específicamente la francesa, española y
portuguesa), que les impulsó a proponer un nombre diferente para lo que entendían
como estructuras antagónicas: las del Antiguo Régimen anterior y las del Nuevo
Régimen posterior. Sin embargo, esa discontinuidad no parece tan marcada para el
resto de los historiadores, como los anglosajones que prefieren utilizar el término
Later o Late Modern Times o Age ("Últimos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Tardía"
o "Edad Moderna Posterior"), contrastándolo con el término Early Modern Times o Age
("Tempranos Tiempos Modernos", "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior")
ya que siguen usando la periodización de Celarius; mientras que restringen el uso
de Contemporary Age para el siglo XX, especialmente para su segunda mitad.13

La cuestión de si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la


Contemporánea depende, por tanto, de la perspectiva. Si se define la modernidad
como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos derivados de los valores del
antropocentrismo frente a los del teocentrismo medieval (concepciones del mundo
centradas en el hombre o en Dios, respectivamente): idea de progreso social, de
libertad individual, de conocimiento a través de la investigación científica, etc.;
entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación e intensificación
de todos estos conceptos. Su origen estuvo en la Europa Occidental de finales del
siglo XV y comienzos del XVI, donde surgió el Humanismo, el Renacimiento y la
Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia
europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió
a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden
entenderse como la culminación de las tendencias iniciadas en el período
precedente. La confianza en el ser humano y en el progreso científico y tecnológico
se plasmó a partir de entonces en una filosofía muy característica: el positivismo;
y en los diversos planteamientos religiosos que van del secularismo al
agnosticismo, al ateísmo o al anticlericalismo. Sus manifestaciones ideológicas
fueron muy dispares, desde el nacionalismo hasta el marxismo pasando por el
darwinismo social y los totalitarismos de signo opuesto; aunque las formulaciones
políticas y económicas del liberalismo fueron las dominantes, incluyendo
notablemente la doctrina de los derechos humanos que, desarrollada a partir de
elementos anteriores, dio forma a la democracia contemporánea y se fue extendiendo
(como predijo un notable estudio de Alexis de Tocqueville -La democracia en
América, 1835-) hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de
gobierno, con notables excepciones.

Sin embargo, fue la evidencia del triunfo de las fuerzas de la modernidad lo que
hizo que precisamente en la Edad Contemporánea se desarrollara un discurso paralelo
de crítica a la modernidad, que en su vertiente más radical desembocó en el
nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica a la modernidad en el
romanticismo y su búsqueda de las raíces históricas de los pueblos; en la filosofía
de Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche y posteriores movimientos
(irracionalismo, vitalismo, existencialismo, Escuela de Frankfurt);14 en los rasgos
más experimentales del arte contemporáneo y la literatura contemporánea que, no
obstante, reivindican para sí la condición de literatura o arte moderno
(expresionismo, surrealismo, teatro del absurdo); en concepciones teóricas como la
postmodernidad; y en la violenta resistencia que, tanto desde el movimiento obrero
como desde posturas radicalmente conservadoras, se opuso a la gran transformación15
de economía y sociedad. Superar el ideal ilustrado de progreso y confianza
optimista en las capacidades del ser humano, implicaba una noción progresista y de
confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas
"superaciones de la modernidad" fueron de hecho nuevas variantes del discurso
moderno.16

La "Era de la Revolución" (1776-1848)


En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el
Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una
aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales
conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas
en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una revolución,
y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.17 Suele hablarse de tres
planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el
triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el
predominio del sector primario (Revolución industrial); el social, caracterizado
por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el
mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los
privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e
ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas
representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes,
justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Revolución industrial
Artículo principal: Revolución Industrial

Coalbrookdale de noche (Philipp Jakob Loutherbourg, 1801). La actividad incesante y


la multiplicación de las nuevas instalaciones industriales, y sus repercusiones en
todos los ámbitos, transformaron irreversiblemente la naturaleza y la sociedad.

Máquina de hilados en una fábrica francesa del siglo XIX.


La Revolución industrial es la segunda de las transformaciones productivas
verdaderamente decisivas que ha sufrido la humanidad, siendo la primera la
Revolución Neolítica que transformó la humanidad paleolítica cazadora y recolectora
en el mundo de aldeas agrícolas y tribus ganaderas que caracterizó desde entonces
los siguientes milenios de prehistoria e historia.

La transformación de la sociedad preindustrial agropecuaria y rural en una sociedad


industrial y urbana se inició propiamente con una nueva y decisiva transformación
del mundo agrario, la llamada revolución agrícola que aumentó de forma importante
los bajísimos rendimientos propios de la agricultura tradicional gracias a mejoras
técnicas como la rotación de cultivos, la introducción de abonos y nuevos productos
(especialmente la introducción en Europa de dos plantas americanas: el maíz y la
papa). En todos los periodos anteriores, tanto en los imperios hidráulicos (Egipto,
Mesopotamia, India o China antiguas), como en la Grecia y Roma esclavistas o la
Europa feudal y del Antiguo Régimen, incluso en las sociedades más involucradas en
las transformaciones del capitalismo comercial del moderno sistema mundial,18 era
necesario que la gran mayoría de la fuerza de trabajo produjera alimentos, quedando
una exigua minoría para la vida urbana y el escaso trabajo industrial, a un nivel
tecnológico artesanal, con altos costes de producción. A partir de entonces,
empieza a ser posible que los sustanciales excedentes agrícolas alimenten a una
población creciente (inicio de la transición demográfica, por la disminución de la
mortalidad y el mantenimiento de la natalidad en niveles altos) que está disponible
para el trabajo industrial, primero en las propias casas de los campesinos
(domestic system, putting-out system) y enseguida en grandes complejos fabriles
(factory system) que permiten la división del trabajo que conduce al imparable
proceso de especialización, tecnificación y mecanización. La mano de obra se
proletariza al perder su sabiduría artesanal en beneficio de una máquina que
realiza rápida e incansablemente el trabajo descompuesto en movimientos sencillos y
repetitivos, en un proceso que llevará a la producción en serie y, más adelante (en
el siglo XX, durante la Segunda revolución industrial), al fordismo, el taylorismo
y la cadena de montaje. Si el producto es menos bello y deshumanizado (crítica de
los partidarios del mundo preindustrial, como John Ruskin y William Morris), no es
menos útil y sobre todo, es mucho más beneficioso para el empresario que lo
consigue lanzar al mercado. Los costos de producción disminuyeron ostensiblemente,
en parte porque al fabricarse de manera más rápida se invertía menos tiempo en su
elaboración, y en parte porque las propias materias primas, al ser también
explotadas por medios industriales, bajaron su coste. La estandarización de la
producción reemplazó la exclusividad y escasez de los productos antiguos por la
abundancia y el anonimato de los productos nuevos, todos iguales unos a otros.

La Revolución industrial iniciada en Inglaterra a mediados del siglo XVIII se


extendió sucesivamente al resto del mundo mediante la difusión tecnológica
(transferencia tecnológica), primero a Europa Noroccidental y después, en lo que se
denominó Segunda revolución industrial (finales del siglo XIX), al resto de los
posteriormente denominados países desarrollados (especialmente y con gran rapidez a
Alemania, Estados Unidos y Japón; pero también, más lentamente, a Europa Meridional
y a Europa Oriental). A finales del siglo XX, en el contexto de la denominada
Tercera revolución industrial, los NIC o nuevos países industrializados
(especialmente China) iniciaron un rápido crecimiento industrial. No obstante, la
influencia de la revolución industrial, desde su mismo inicio se extendió al resto
del mundo mucho antes de que se produjera la industrialización de cada uno de los
países, dado el decisivo impacto que tuvo la posibilidad de adquirir grandes
cantidades de productos industriales cada vez más baratos y diversificados. El
mundo se dividió entre los que producían bienes manufacturados y los que tenían que
conformarse con intercambiarlos por las materias primas, que no aportaban
prácticamente valor añadido al lugar del que se extraían: las colonias y
neocolonias (África, Asia y América Latina, tanto antes como después de los
procesos de independencia de los siglos XIX y XX).

Motivos por el cual la Revolución industrial surgió en Inglaterra


La Revolución industrial se originó en Inglaterra a causa de diversos factores,
cuya elucidación es uno de los temas historiográficos más trascendentes.

Como factores técnicos, era uno de los países con mayor disponibilidad de las
materias primas esenciales, sobre todo el carbón, mineral indispensable para
alimentar la máquina de vapor que fue el gran motor de la Revolución industrial
temprana, así como los altos hornos de la siderurgia, sector principal desde
mediados del siglo XIX. Su ventaja frente a la madera, el combustible tradicional,
no es tanto su poder calorífico como la mera posibilidad en la continuidad de
suministro (la madera, a pesar de ser fuente renovable, está limitada por la
deforestación; mientras que el carbón, combustible fósil y por tanto no renovable,
solo lo está por el agotamiento de las reservas, cuya extensión se amplía con el
precio y las posibilidades técnicas de extracción).

Como factores ideológicos, políticos y sociales, la sociedad inglesa había


atravesado la llamada crisis del siglo XVII de una manera particular: mientras la
Europa Meridional y Oriental se refeudalizaba y establecía monarquías absolutas, la
guerra civil inglesa (1642-1651) y la posterior revolución gloriosa (1688)
determinaron el establecimiento de una monarquía parlamentaria (definida
ideológicamente por el liberalismo de John Locke) basada en la división de poderes,
la libertad individual y un nivel de seguridad jurídica que proporcionaba
suficientes garantías para el empresario privado; muchos de ellos surgidos de entre
activas minorías de disidentes religiosos que en otras naciones no se hubieran
consentido (la tesis de Max Weber vincula explícitamente La ética protestante y el
espíritu del capitalismo). Síntoma importante fue el espectacular desarrollo del
sistema de patentes industriales.

Como factor geoestratégico, durante el siglo XVIII Inglaterra (que tras las firmas
del Acta de Unión con Escocia en 1707 y del Acta de Unión con Irlanda en 1800,
después de la derrota de la rebelión irlandesa de 1798, consiguieron la unión con
Escocia e Irlanda, formando el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda) construyó una
flota naval que la convirtió (desde el tratado de Utrecht, 1714, y de forma
indiscutible desde la batalla de Trafalgar, 1805) en una verdadera talasocracia
dueña de los mares y de un extensísimo imperio colonial. A pesar de la pérdida de
las Trece Colonias, emancipadas en la Guerra de Independencia de Estados Unidos
(1776-1781), controlaba, entre otros, los territorios del subcontinente indio,
fuente importante de materias primas para su industria, destacadamente el algodón
que alimentaba la industria textil, así como mercado cautivo para los productos de
la metrópolis. La canción patriótica Rule Britannia (1740) explícitamente indicaba:
rule the waves (gobierna las olas).

La máquina de vapor, el carbón, el algodón y el hierro

The Iron Bridge - el puente de Hierro en Shropshire, (Inglaterra) - se convirtió en


una de las estructuras más importantes de la Revolución industrial al mostrar el
uso que se le podía dar al hierro.

El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.


La experimentación de la caldera de vapor era una práctica antigua (el griego Herón
de Alejandría) que se reanudó en el siglo XVI (los españoles Blasco de Garay y
Jerónimo de Ayanz) y que a finales del siglo XVII había producido resultados
alentadores, aunque aún no aprovechados tecnológicamente (Denis Papin y Thomas
Savery). En 1705 Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor
suficientemente eficaz para extraer el agua de las minas inundadas. Tras sucesivas
mejoras, en 1782 James Watt incorporó un sistema de retroalimentación que aumentaba
decisivamente su eficiencia, lo que posibilitó su aplicación a otros campos.
Primero a la industria textil, que había ido desarrollando previamente una
revolución textil aplicada a los hilos y tejidos de algodón con la lanzadera
volante (John Kay, 1733) y la hiladora mecánica (spinning Jenny de James Hargreaves
-1764-, water frame de Richard Arkwright -1769, movida con energía hidráulica,
aplicada en Cromford Mill desde 1771- y spinning mule o mule Jenny de Samuel
Crompton, 1779); y que estaba madura para la aplicación del vapor al telar mecánico
(power loom de Edmund Cartwright, 1784) y otras innovaciones demandadas por los
cuellos de botella a los que se forzaba a los subsectores sucesivamente afectados,
poniendo a la industria textil inglesa a la cabeza de la producción mundial de
telas. Luego a los transportes: el barco de vapor (Robert Fulton, 1807) y
posteriormente el ferrocarril (George Stephenson, 1829), cuyo desarrollo se vio
obstaculizado por los recelos sociales que suscitaba; pero que permitió extraer
toda la potencialidad a las vías férreas de uso minero y tracción animal y humana
que se venían utilizando extensivamente con el hierro de Coalbrookdale fundido con
coque (Abraham Darby I, 1709; puente de Hierro, 1781). El vapor, el carbón y el
hierro se aplicaron a todos los procesos productivos susceptibles de mecanización.
El invento de Watt había representado el salto decisivo hacia la industrialización,
e Inglaterra, la primera en hacerlo, se convirtió en el taller del mundo.

Oposición a los cambios

Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885). La papa se convirtió en un


alimento casi único en muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas
hambrunas, como la hambruna de Irlanda de 1845-1849, que además originó una
emigración masiva.
Estas novedades no siempre fueron bien acogidas. La sustitución del trabajo humano
por máquinas condenaba a los trabajadores de la artesanía tradicional al desempleo
si no se adaptaban a las nuevas condiciones laborales o la pérdida del control del
proceso productivo si lo hacían. La resistencia contra ello condujo en algunos
casos a la destrucción física de las nuevas industrias mecanizadas (ludismo). Los
nuevos empresarios, liberados de las restricciones gremiales, consiguieron la
ilegalización de cualquier forma de asociación de defensa de los intereses
laborales, dejando únicamente en el contrato individual y el mercado libre la
negociación de las condiciones de trabajo y salario. Simétricamente, tampoco se
consentía la asociación de empresarios, por atentar contra el principio de libre
competencia, fuente de toda prosperidad según el triunfante liberalismo económico
de Adam Smith (La riqueza de las naciones, 1776). El debate historiográfico sobre
si la industrialización fue un proceso más o menos perjudicial para las condiciones
de vida de las clases bajas ha sido uno de los más activos, y no está resuelto.19
No disminuyeron los puestos de trabajo, por el contrario, aumentaron, haciendo
necesaria la llegada a los masificados barrios obreros del norte de Inglaterra
(Mánchester, Liverpool) de masas de emigrantes del campo (de donde eran expulsados
por las poor laws -leyes de pobres- y las enclosures -cercamientos-). Por el
contrario, la liberalización del precio de los alimentos básicos tuvo que esperar a
mediados del siglo XIX para la abolición de las Corn Laws (leyes de granos,
vigentes entre 1815 y 1846) que defendían los intereses proteccionistas de los
terratenientes británicos, desproporcionadamente representados en el Parlamento y
combatidos por el grupo de presión del capitalismo manchesteriano. La rebaja en el
nivel salarial (que David Ricardo justificó como expresión de una necesidad
económica, la ley de bronce), los horarios prolongados en trabajos insalubres y la
degradación social generalizada, condujeron al pauperismo (las durísimas
condiciones sociales fueron retratadas en las novelas de la época, como Los
miserables de Víctor Hugo, u Oliver Twist de Charles Dickens); al tiempo que
también creaban las condiciones para el surgimiento de una conciencia de clase y el
inicio del movimiento obrero. También tuvieron expresión política en las
revoluciones de 1830 y 1848, burguesas en su calificación social, pero con un
fuerte protagonismo obrero, en particular en Francia; así como el cartismo
británico.

Revolución demográfica
Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la
población, 1798), advertían de forma pesimista de la imposibilidad de mantener el
inusitado crecimiento de población que estaba experimentando Inglaterra, la primera
en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al nuevo
régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se
incorporaron al mismo proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se
habían mitigado sustancialmente dos de las principales causas de la mortalidad
catastrófica -hambrunas y epidemias-) mientras se mantenían altas las tasas de
natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado
las transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una
disminución del número de hijos).

Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la
presión social, fue el incremento de la emigración, la llamada explosión blanca
(por ser la fase de la revolución demográfica protagonizada por Europa y otras
zonas de población predominantemente europea). Campesinos arruinados y obreros sin
nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar suerte en las
colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los
franceses) o en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados
Unidos o Argentina); también miembros de las clases altas se incorporaban como
élite dirigente en colonias de explotación (como la India, el sudeste asiático o el
África subsahariana). Explícitamente los defensores del imperialismo británico,
como Cecil Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los
problemas sociales y una forma de evitar la lucha de clases. De una forma similar
lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.20 Una de las mayores
emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-
1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de
población, que convirtió ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en
ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación de los dominantes WASP, cuyas
siglas significan blancos anglosajones protestantes en español). Otras oleadas
posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos, alemanes, italianos y
de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y
comienzos del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).

Revoluciones liberales
Artículos principales: Revolución liberal, Revoluciones burguesas y Revoluciones
atlánticas.
Contexto social, político e ideológico
Véanse también: Antiguo Régimen, Ilustración y Despotismo ilustrado.

Voltaire en la corte de Federico II de Prusia, de Adolph von Menzel (reconstrucción


historicista, de hacia 1850; el hecho representado sucedió cien años antes).
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial
inglesa afectasen de forma notable a otros países, el poder económico creciente de
la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo Régimen (casi todas las demás
europeas, a excepción del Reino Unido y los Países Bajos) con los privilegios de
los dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales
(clero y nobleza). La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía
autoritaria, ya había empezado a prescindir de los aristócratas para el gobierno,
llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso gentes de
la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de
Luis XIV. La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo XVIII fue
haciendo a los burgueses cobrar conciencia de su propio poder, y encontraron
expresión ideológica en los ideales de la Ilustración, divulgados notablemente con
L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios monarcas
absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria,
Federico II de Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a
quienes se atribuyen distintas variantes de la expresión todo por el pueblo, pero
sin el pueblo.21 Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba evidenciado cada
vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a
aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización,
desvinculación, libertad de mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios,
monopolios y aduanas interiores, igualdad legal); mientras que las intocables
cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia del
absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La
resistencia de las estructuras del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con
movimientos revolucionarios de base popular, que en los territorios coloniales se
expresaron en guerras de independencia.

En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones


filosóficas y jurídicas íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y
el constitucionalismo. La idea de que existen ciertos derechos inherentes a los
seres humanos es antigua (Cicerón o la escolástica), pero se asociaba al orden
supramundano. Los ilustrados (John Locke o Jean-Jacques Rousseau) defendieron la
idea de que dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por
igual, por el mero hecho de ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del
Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa (como la de ser "hijos de
Dios"). La secularización de la política no implicaba necesariamente el
agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros
cristianos, mientras otros se identificaban con las posturas panteístas próximas a
la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue defendido con vehemencia y
compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le hizo
ser el personaje más polémico de la época.

Estos derechos son "derechos naturales", se conciben como anteriores a la ley del
Estado por oposición a los "derechos positivos" consagrados por los distintos
ordenamientos jurídicos. Los "derechos del hombre" son recogidos en una
Constitución ("derechos constitucionales") pero no creados por ella. Las
constituciones o las declaraciones de derechos explícitamente declaran que tales
derechos pertenecen al hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún
hecho propio o ajeno, o por una condición particular (nacionalidad, lugar o familia
de nacimiento, religión, etc.).22

Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la


corrupción inherente al ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar
la libertad individual limitándolo mediante una "Constitución Política",
prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre
sus preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor
autoridad del rey hasta el principio de separación de poderes (Montesquieu, El
espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio de voluntad general,
soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social,
1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las
exigencias de la razón y que proporcionara más felicidad pública (o más bien
permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada individuo). Tal
constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y
no por la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la
soberanía que reside en la nación y en los ciudadanos (no en el monarca, como
predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo XVII: Thomas Hobbes o
Jacques-Bénigne Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder
judicial habría de ser independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento
que represente a la nación y sea elegido por el pueblo, o al menos en su nombre,
por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o menos amplia
o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo
británico posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo
doctrinal del liberalismo político.

Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración


tuvo ese ejemplo, reconocido en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la
Constitución de los Estados Unidos de América (1787), está fuertemente imbuida en
la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por una constitución
escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la
ideología de la Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de
que el proceso jurídico británico se había producido en el lapso de unos 600 años,
mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas una década. El
texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde
la nada, al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas
adiciones y decantado con en el paso de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de
varios textos legales (algunos medievales, como la Carta Magna de 1215, otros
modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con
jueces independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio
de poderes entre Corona y Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y
sufragio restringido), frente al que el Gobierno de su Majestad respondía. Las
primeras constituciones escritas en Europa fueron la polaca (3 de mayo de 1791)23 y
la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal
moderno de su tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue
el Proyecto de Constitución para Córcega que Jean Jacques Rousseau redactó para la
efímera República Corsa (1755-1769).24 Las primeras españolas aparecieron como
consecuencia de la Guerra Peninsular: la redactada en Bayona por los afrancesados
(8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las
Cortes de Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo
por otras en Europa. En Hispanoamérica las primeras constituciones fueron creadas
entre 1811 y 1812, como consecuencia del movimiento juntista, que fue la primera
fase del movimiento independentista hispanoamericano provocando las guerras
coloniales. El Congreso de Angostura, con la inspiración de Simón Bolívar, redactó
la Constitución de Cúcuta (o de la Gran Colombia que incluía las actuales Colombia,
Ecuador, Panamá y Venezuela) en 1819 y que el Congreso de Cúcuta terminaría
proclamando de forma oficial en 1821. Todos estos movimientos formarían parte de lo
que se conocería como revoluciones atlánticas o ciclo atlántico.

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