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La enfermedad

La enfermedad, tan humana y tan nuestra, se


hace estos días más presente. De ella, todos tenemos
experiencia. Más, cuanto mayores somos. La
novedad es que hoy, con la pandemia del
coronavirus, nos cerca. Se ha incrustado en nuestra
vida afectándonos profundamente. Todos somos
siempre potenciales enfermos pero, en estos días, la
potencialidad -como probabilidad-, nos atenaza con
más congoja.

La enfermedad la sentimos muy dentro, tanto


cuando nos afecta personalmente como cuando
afecta a uno de nuestros seres queridos. Levanta o
hunde, nos ayuda o destruye. Con ella nos
conformamos o nos desesperamos. Es algo que se
quiera o no sucede siempre en la vida, aunque casi
nunca estamos preparados para ello y, menos aún,
dispuestos a ello.

Pero no debe hablarse de la enfermedad en


abstracto sino en concreto. Afirma un axioma
médico, empírico por experimentado: “no hay
enfermedades sino enfermos”.
Quiere con ello expresarse que los tratamientos,
clínicos o quirúrgicos, que deben adoptarse para el
tratamiento de las enfermedades no pueden hacer
abstracción de las concretas circunstancias de salud,
edad y ánimo que concurran en la persona que se
pretende curar. No caben, pues, soluciones o recetas
abstractas, sino que es preciso abordar la
enfermedad desde la concreta realidad integral del
paciente.

Pues bien, tomando pie de esta sabia máxima,


quisiera discurrir, desde un punto de vista espiritual,
sobre la enfermedad -de la tuya o de la mía, de la
presente o de la futura, de la personal o de la ese
alguien que te duele más, que si fuera tuya -, y lo
voy a hacer desde la persona del enfermo.

La primera realidad a destacar es que enfermos


somos todos. Afirma el Juan Pablo Magno en su
Exhortación Apostólica Christifideles laici: “El
hombre es llamado a la alegría, sin embargo,
frecuentemente, tiene experiencias personales de
sufrimiento y de dolor”. En este marco general del
sufrimiento humano, la enfermedad física es uno de
los males que inevitablemente acompañan la vida
humana. Asimismo, es naturalmente humano el
sentimiento y el deseo de evitar el sufrimiento y de
liberarse de él cuando nos alcanza.

Dios no quiere el mal. Tampoco desea nuestro


sufrimiento. El mal y el sufrimiento penetran en el
mundo como consecuencia del pecado. No estaban,
ni uno ni otro, en los primigenios planes de Dios.
Ahora bien, partiendo de que Dios no es, en ningún
caso, la causa del mal ni del sufrimiento del hombre,
es preciso advertir que la enfermedad, como toda
forma de sufrimiento, puede convertirse en una
ocasión privilegiada de acercamiento a Dios. Todo
dependerá de la gracia y de nuestras disposiciones a
aceptarla.

Como la enfermedad llegará en cualquier


momento, previsible o imprevisible, de nuestra vida
es necesario prepararse. Sonreír al infortunio, poner
al mal tiempo buena cara, llevarlo con garbo,
afrontar con serenidad la situación, en suma, no
rebelarse contra lo inevitable, son otras tantas
recetas prácticas de hacer más llevadera esa
situación, incluso desde un punto de vista
meramente humano y curativo.

El “enfermo paciente”, el “enfermo


esperanzado”, el “enfermo optimista”, el “enfermo
sereno”, es un “buen enfermo” que colabora
esencialmente a su propia curación. Son cada vez
más frecuentes los estudios clínicos que ofrecen
como resultado experimental esta realidad. Y es que
el poder de la mente es insospechado.

Pero no quisiera yo quedarme en este plano,


pues, siendo importante no es el más importante, ni
es el sentido de mi reflexión. Pretendo penetrar en
regiones más hondas del alma. Quisiera intentar
tocar las fibras últimas del ser humano doliente, para
desde ellas intentar buscar esa “Luz” que ilumina lo
que no comprende. Decía que la enfermedad hunde
o libera, mortifica o santifica. Todo depende de la
actitud del enfermo.

La enfermedad puede ser considerada,


traspasando su sentido más doliente y tangible,
como un “don” del que pueden obtenerse beneficios
y no sólo males. Es evidente que esta consideración
que rebasa lo natural, por ser sobrenatural, solo es
posible desde la fe. Y ésta es preciso suplicarla,
pedirla sin desmayo. Desde Cristo, como nos
advierte el Apóstol San Pablo, “todo es para bien”
(Rom. 8, 28). También la enfermedad. Si sabemos
asociar nuestro dolor al de Cristo, la enfermedad nos
“cristifica”, nos hace uno con Cristo. Podemos
elevarla, en sentido redentor, hasta convertirla en
purificación de nuestros pecados y los de los otros,
corredimiendo con Cristo y “completando lo que
falta a la Pasión del Señor” (Col. 1, 24).

A pesar del normal rechazo a aceptar la


enfermedad pretendo cada día, desde la fe,
convencerme de que es posible alcanzar paz en la
enfermedad. Los Santos, esos que están más cerca
del modelo, los que imitan a Cristo, incluso
experimentan la felicidad en la enfermedad. Ello es
un ideal de dificilísimo alcance. Los cristianos
corrientes, sin renunciar a nada, podríamos aspirar a
lograr la paz a través de la confianza en Dios.
En estos días en que cualquiera de nosotros
puede ingresar en un hospital, traigo a colación un
pensamiento que pudiera aliviar algo nuestro miedo
a ser hospitalizados o serenarnos en nuestra estancia
hospitalaria. Para acercarse a ello, se hace preciso
discurrir sobre algunas realidades en las que no
solemos reparar y que, bien consideradas, pueden
ayudarnos a vencer nuestro pánico.

Donde está Cristo, se está bien. Y en los


hospitales está Él. Y está presentísimo. En primer
lugar, bajo el mismo techo. En nuestro país, gracias
a Dios, en la práctica totalidad de los centros
sanitarios, públicos o privados, hay siempre una
capilla hospitalaria en la que hay un Sagrario. En él,
Jesús te espera pacientemente. Y está para que tú y
yo - enfermo o familiar de un enfermo-, sepamos
que si vamos a Él -aunque sea con el pensamiento-,
nos oye, consuela y ayuda.

Además, su presencia en los hospitales no se


reduce a esta presencia sacramental. Dios mismo
está también en la persona del otro enfermo. Ese que
está a tu lado, junto a tu cama o en la habitación
contigua. Ahí está Cristo doliente, para que le
reconozcas y le prestes tu atención. Así, los
hospitales son “lugares sagrados” en los que la
presencia de Dios se hace más visible. Debemos
estar convencidos que Jesús está enfermo, junto a
los enfermos y en los enfermos. Son sus preferidos,
objeto preferente de atención y de asistencia.

“Bienaventurados los que lloran porque serán


consolados” (Mt. 5, 4). Si lo creyésemos sólo un
poco, ¡qué consuelo tendríamos en nuestra
enfermedad!. No podemos creerlo solo con nuestras
fuerzas. Es una gracia que debemos pedir con
confianza. Pidámosla como lo hizo aquel padre que
rogaba a Cristo la curación de su hijo: “Señor creo,
pero ¡ayúdame en mi incredulidad!” (Mc. 9, 24). No
dejaremos de oír, inmediata, la respuesta de Cristo:
“todo es posible para el que cree”. (Mt. 9, 23). Y
añade el Evangelio de San Mateo: “Y el niño quedó
curado desde aquella hora”. Hoy, como en los
tiempos de Cristo, “no se ha aminorado el brazo de
Dios”. (Dt. 4, 34).

Te deseo si estás enfermo o lo está uno de los


tuyos: que tu fe te consuele, que tu fe te haga fuerte,
que tu fe dé sentido a tu sufrimiento.

Tuyo. ¡Que Dios te guarde!

Federico
Fernández de Buján

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