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Paul Lafargue

Estudios Sociales y Filosóficos

Fuente Paul Lafargue :(1906)


Publicado por Charles H. Kerr & Company, Chicago 1918.
Transcrito y marcado por Einde O'Callaghan para el Archivo de Internet de
los Marxistas.
Traducido al español: Juancho C.F.

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Índice

Causas de la creencia en dios

(Porqué la burguesía cree en dios)

I. La burguesía religiosa y el proletariado irreligioso…………..3

II. Orígenes naturales de la idea de Dios en lo salvaje………...6

III. Orígenes econó micos de la creencia en el Dios de los


burgueses………………………………………………………………………8

IV. Evolució n de la Idea de Dios………………………………………..22

V. Causas de la Irreligió n del Proletariado……………………….30

Notas a pie de pá gina……………………………………………………...35

El origen de las ideas abstractas

I. Opiniones contradictorias sobre el origen de las ideas


abstractas…………………………………………………………………….41

II. Formació n del instinto y de las ideas abstractas………….49

Notas a pie de pá gina……………………………………………………….65

El origen de la idea de justicia

I. La Ley de Represalias - Justicia Retributiva…………………….75

II. Justicia distributiva…………………………………………………….93

Notas a pie de pá gina……………………………………………………..104

El origen de la idea del bien

I. Formació n del Ideal Heroico……………………………………....112

II. Descomposició n del Ideal Heroico……………………………119

III. El ideal moral burgués…………………………………………….127

Notas a pie de pá gina……………………………………………………132


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Causas de la creencia en Dios

El modo de producció n de los medios físicos de vida domina por regla


general el desarrollo de la vida social, política e intelectual. - Carlos
Marx

I. La burguesía religiosa y el proletariado irreligioso

El libre pensamiento burgués, bajo los auspicios de dos ilustres


científicos, Berthelot y Haeckel, ha establecido su plataforma en Roma,
frente al Vaticano, para lanzar sus rayos oratorios contra el catolicismo,
que con su clero jerá rquico y sus supuestos dogmas inmutables se erige
en la mente burguesa de la Religió n. ¿Piensan los librepensadores, por
el hecho de que se está juzgando al catolicismo, que se han emancipado
de la creencia en Dios, el fundamento de toda religió n? ¿Piensan que la
burguesía, la clase a la que pertenecen, puede prescindir del
cristianismo, del cual el catolicismo es una manifestació n?

El cristianismo, aunque ha logrado adaptarse a otras formas sociales,


es ante todo la religió n de las sociedades fundadas sobre la propiedad
individual y la explotació n del trabajo asalariado, y por eso ha sido, es y
será , diga lo que diga y haga, la religió n de la burguesía. Desde hace má s
de diez siglos todos sus movimientos, ya sea para organizarse,
emanciparse o extenderse en un nuevo territorio, han estado
acompañ ados y complicados por crisis religiosas; siempre ha puesto
bajo la cobertura del cristianismo los intereses materiales cuyo triunfo
buscaba, que afirmaba querer re-formar y volver a la pura doctrina del
Divino Maestro.

Los revolucionarios burgueses de 1789, imaginando que Francia


podía ser descristianizada, persiguieron al clero con inigualable vigor;
los má s ló gicos, pensando que nada se lograría mientras existiera el be
lief en Dios, abolieron a Dios por decreto, como un funcionario del
antiguo régimen, y lo volvieron a colocar por la Diosa de la Razó n. Pero

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cuando la fiebre revolucionaria había terminado, Robespierre
restableció por decreto el ser supremo, siendo el nombre de Dios
todavía pasado de moda, y unos meses má s tarde los cu rates salieron
de sus celdas y abrieron sus iglesias, donde los fieles celebraban fiestas
de amor, y Bonaparte para satisfacer a la turba burguesa firmó el
Concordato: entonces apareció un cristianismo de cará cter romá ntico,
sentimental, pintoresco y macarró nico, adaptado por Chateaubriand a
los gustos de la burguesía triunfante.

Los poderosos intelectos del pensamiento libre han afirmado y


siguen afirmando, a pesar de las evidencias, que la ciencia
desenmascararía el cerebro humano de la idea de Dios haciéndola
inú til para la comprensió n del mecanismo del universo. Sin embargo,
los hombres de ciencia, con pocas excepciones, están todavía bajo el
encanto de esta creencia; si en su propio campo un científico, para usar
la frase de Laplace, no tiene necesidad de la hipó tesis de Dios para
explicar los fenó menos que estudia, no se atreve a declarar que es inú til
para dar cuenta de los que no está n resumidos en la lista de sus
investigaciones; y todos los científicos reconocen que Dios es má s o
menos necesario para el buen funcionamiento de los engranajes
sociales y para la moral de las masas. No só lo la idea de Dios no está
completamente desterrada del cerebro de los científicos, sino que la
superstició n má s grosera florece, no en los bosques y entre los
ignorantes, sino en las capitales de la civilizació n y entre los burgueses
cultos; algunos entran en sesiones con los espíritus para recibir
noticias de má s allá de la tumba, otros se postran ante San Juan
Bautista. Antonio de Padua para encontrar algo perdido, para adivinar
el nú mero de la suerte en la lotería, para pasar un examen en el
Politécnico; consultan a palmistas, clarividentes, lectores de cartas,
para aprender el futuro, interpretar sueñ os, etc. Los conocimientos
científicos que poseen no los protegen contra la má s estú pida
credulidad.

Pero mientras que en todos los grupos de la burguesía el sentimiento


religioso conserva su vitalidad y se manifiesta de mil maneras, el
proletariado industrial se caracteriza por una indiferencia religiosa
poco razonable, pero inquebrantable.

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El Sr. Charles Booth, el conocido soció logo, al término de su vasta
investigació n sobre el estado religioso de Londres, que su ejército de
asistentes "ha visitado distrito por distrito, calle por calle, y a menudo
casa por casa", afirma que "La masa del pueblo no hace ninguna
profesió n de fe ni se interesa por las observancias religiosas... La gran
parte de la població n que pasa por el nombre de las clases
trabajadoras, que se encuentra socialmente entre la clase media baja y
los pobres, queda, en su conjunto, fuera de todos los organismos
religiosos ... Las iglesias han llegado a ser consideradas como los
centros de los acomodados y de aquellos que están dispuestos a
aceptar la caridad y el patrocinio del pueblo mejor que ellos mismos ...
El trabajador medio de hoy en día piensa má s en sus derechos o en sus
errores que en sus deberes y en su falta de cumplimiento. La humildad
y la conciencia del pecado, y la actitud de adoració n, tal vez no sean
naturales para él". [2]

Estas pruebas innegables de la irreligió n instintiva de los obreros


londinenses, generalmente considerados tan religiosos, pueden ser
igualadas por la observació n má s superficial de las ciudades
industrializadas de Francia: Si se encuentran allí obreros que asumen
sentimientos religiosos, o que los tienen realmente (estos ú ltimos son
raros) es porque la religió n les parece una forma de alivio caritativo; si
otros son librepensadores faná ticos, es porque han sufrido la
intromisió n del sacerdote en sus familias o en las relaciones con su
patrono.

La indiferencia en materia religiosa, el síntoma má s grave de la


irreligió n, para citar a Lamennais, es innato en la clase obrera moderna.
Mientras que los movimientos políticos de la burguesía pueden haber
tomado una forma religiosa o antirreligiosa, no se puede ver en el
proletariado de las grandes industrias de Europa y América ninguna
inclinació n hacia la elaboració n de una nueva religió n que reemplace al
cristianismo, ni ningú n deseo de reformarlo. Las organizaciones
econó micas y políticas de la clase obrera de ambos hemisferios no
está n interesadas en ninguna discusió n doctrinal sobre dogmas
religiosos e ideas espirituales; esto, sin embargo, no impide que hagan
la guerra a los sacerdotes de todos los cultos, considerá ndolos como los
domésticos de la clase capitalista.
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¿Có mo es que los burgueses, que reciben una educació n científica en
mayor o menor medida, está n todavía atascados en las ideas religiosas,
de las que los trabajadores, sin la educació n, se han liberado?

II. Orígenes naturales de la idea de Dios en lo salvaje

Declarar contra el catolicismo como lo hacen los librepensadores, o


ignorar a Dios como lo hacen los positivistas, no tiene en cuenta la
persistencia de la creencia en Dios a pesar del progreso y la
popularizació n del conocimiento científico, ni tampoco tiene en cuenta
la persistencia del cristianismo a pesar de las burlas de Voltaire, las
persecuciones de los revolucionarios y los resultados de la crítica
exegética. Es fá cil declamar e ignorar y es difícil de explicar porque
para ello hay que empezar por indagar có mo y por qué la creencia en
Dios y las ideas espiritistas se deslizaron en el cerebro humano, se
arraigaron allí y se desarrollaron; y las respuestas a estas preguntas
só lo se encuentran volviendo a la ideología de los salvajes, donde se
esbozan claramente las ideas espiritistas que entorpecen el cerebro de
las personas civilizadas.

La idea del alma y de su supervivencia es un invento de los salvajes,


que se permitieron a sí mismos un espíritu inmaterial e inmortal para
explicar los fenó menos de los sueñ os.

El salvaje que no tiene ninguna duda de la realidad de sus sueñ os


imagina que si durante su sueñ o caza, lucha o se venga, y si al despertar
se encuentra en el lugar donde se ha acostado es porque otro yo, un
doble, como él dice, es impalpable, invisible y ligero como el aire ha
dejado su cuerpo dormido para ir lejos a cazar o a luchar, y si llega a ver
en sus sueñ os a sus antepasados y a sus compañ eros muertos concluye
que ha sido visitado por sus espíritus, que sobreviven a la destrucció n
de sus cadá veres.

El salvaje - "ese niñ o de la especie humana", como le llama Vico-


tiene, como el niñ o, nociones pueriles sobre la naturaleza. Piensa que
puede dar ó rdenes a los elementos en cuanto a sus miembros, que
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puede con palabras y ritos má gicos ordenar que caiga la lluvia, que
sople el viento, etc.; si, por ejemplo, teme que la noche le sobrepase en
su marcha, anuda de cierta manera ciertas hierbas para detener el sol,
como hizo el Josué de la Biblia con una oració n. Como los espíritus de
los muertos tienen este poder sobre los elementos en un grado má s
elevado que los vivos, les llama para que produzcan el fenó meno
cuando él no lo consigue. Puesto que un valiente guerrero y un há bil
hechicero tienen má s efecto sobre la naturaleza que los simples
mortales, sus espíritus, cuando está n muertos, deben por consiguiente
tener un poder mayor sobre ella que los dobles de los hombres
ordinarios; el salvaje los elige entre la multitud de espíritus para
honrarlos con ofrendas y sacrificios y para rogarles que hagan llover,
cuando la sequía compromete sus cosechas, para darle la victoria
cuando toma el campo, para curarlo cuando está enfermo. El hombre
primitivo, partiendo de una explicació n erró nea de los sueñ os, elaboró
los elementos que luego sirvieron para la creació n de un solo Dios, que
cuando se define no es má s que un espíritu, má s poderoso que los otros
espíritus.

La idea de Dios no es ni una idea innata, ni una idea a priori, sino una
idea a posteriori, como lo son todas las ideas, ya que el hombre no
puede pensar hasta que no se ha puesto en contacto con los fenó menos
del mundo real que explica como puede. Es imposible exponer en un
artículo la manera ló gicamente deductiva en que la idea de Dios
procedía de la idea del alma, inventada por los salvajes.

Grant Allen, reuniendo y resumiendo las observaciones e


investigaciones de exploradores, folcloristas y antropó logos e
interpretá ndolas e iluminá ndolas con su ingeniosa y fértil crítica, ha
seguido en sus principales pasos el proceso de formació n de la idea de
Dios en su notable obra titulada, The Evolution of the Idea of God; an
Enquiry into the Origin of Religions, Londres 1903. También demostró
con amplias pruebas que el cristianismo primitivo con su Hombre-Dios,
muerto y resucitado, su Virgen-Madre, su Espíritu Santo, sus leyendas,
sus misterios, sus dogmas, su ética, sus milagros y sus ceremonias,
simplemente reunía y organizaba en una religió n, ciertas ideas y mitos,
que durante siglos fueron rajados en el mundo antiguo.

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III. Orígenes económicos de la creencia de Dios en la burguesía

Se podría haber esperado razonablemente que el extraordinario


desarrollo y la popularizació n del conocimiento científico y la
demostració n de la necesaria vinculació n de los fenó menos naturales
podrían haber establecido la idea de que el universo regido por la ley
de la necesidad se había alejado de los caprichos de cualquier voluntad
humana o sobrehumana y que, por consiguiente, Dios había llegado
inú til, ya que fue despojado de las mú ltiples funciones que la ignorancia
de las edades salvajes le había impuesto; Sin embargo, no se puede
dejar de reconocer que la creencia en un Dios, que puede a su voluntad
derrocar el orden necesario de las cosas, persiste todavía en los
hombres de ciencia, y que tal Dios es todavía demandado por los
burgueses educados, que le piden como lo hacen las edades salvajes
para la lluvia, la victoria, las curas, etc.

Aunque los científicos hubieran logrado crear en los círculos


burgueses la convicció n de que los fenó menos del mundo natural
obedecen a la ley de la necesidad de tal manera que, determinados por
los que les preceden, determinan los que les siguen, todavía habría que
demostrar que los fenó menos del mundo social también está n sujetos a
la ley de la necesidad. Pero los economistas, los filó sofos, los moralistas,
los historiadores, los soció logos y los políticos que estudian las
sociedades humanas y que incluso asumen la direcció n de las mismas,
no han logrado y no podrían lograr crear la convicció n de que los
fenó menos sociales dependen de la ley de la necesidad como los
fenó menos naturales; y es porque no han podido establecer esta
convicció n de que la creencia m Dios es una necesidad para los
cerebros burgueses, incluso los má s cultivados. Si el determinismo
filosó fico reina en las ciencias naturales es só lo porque la burguesía ha
permitido a sus científicos estudiar libremente el juego de las fuerzas
naturales, que tiene todos los motivos para sostener, ya que las utiliza
en la producció n de sus riquezas; pero por la situació n que ocupa en la
sociedad no ha podido conceder la misma libertad a sus economistas,
filó sofos, moralistas, historiadores, soció logos y políticos, y por eso no
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han podido introducir el determinismo filosó fico en las ciencias del
mundo social. La Iglesia Cató lica, por una razó n similar, prohibió en el
pasado el libre estudio de la naturaleza, y su dominio social tuvo que
ser derrocado para crear las ciencias naturales.

El problema de la creencia en Dios por parte de la burguesía no puede


ser abordado sin una noció n exacta del papel que juega esta clase en la
sociedad. El papel social de la burguesía moderna no es producir
riquezas, sino hacerlas producir por los asalariados, apoderarse de
ellas y distribuirlas entre sus miembros después de haber dejado a sus
productores manuales e intelectuales lo justo para su alimentació n y
reproducció n.

La riqueza arrebatada a los trabajadores forma el botín de la clase


burguesa. Los guerreros bá rbaros, después de la toma y saqueo de una
ciudad, ponen los productos del saqueo en un fondo comú n, los dividen
en partes lo má s iguales posibles y los distribuyen por sorteo entre
aquellos que han arriesgado sus vidas para conquistarlos.

La organizació n de la sociedad permite a la burguesía apoderarse de


las riquezas sin que ninguno de sus miembros se vea obligado a
arriesgar su vida. La toma de posesió n de este botín colosal sin incurrir
en peligros es una de las mayores marcas del progreso de nuestra
civilizació n. Las riquezas despojadas a los productores no se dividen en
partes iguales para ser distribuidas por sorteo; se distribuyen en forma
de rentas, ingresos, dividendos, intereses y beneficios industriales y
comerciales, proporcionalmente al valor de los bienes inmuebles o
personales; es decir, a la medida del capital que posee cada burgués.

La posesió n de una propiedad, un capital, y no la de cualidades


físicas, intelectuales o morales es la condició n indispensable para
recibir una parte en la distribució n de la riqueza. Un niñ o en pañ ales,
así como un adulto, puede tener derecho a su parte de la riqueza. Un
muerto la posee mientras que un vivo no haya perfeccionado todavía su
título de propiedad. La distribució n no se hace entre los hombres, sino
entre las propiedades. El hombre es un cero; só lo cuenta la propiedad.

Se ha establecido una falsa analogía entre la lucha darwiniana que


los animales libran entre sí por los medios de subsistencia y
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reproducció n y la que se libra entre los burgueses por la distribució n
de la riqueza. Las cualidades de fuerza, coraje, agilidad, paciencia,
ingenio, etc., que aseguran la victoria del animal, constituyen partes
integrantes de su organismo, mientras que la propiedad que le da al
burgués parte de la riqueza que no ha producido no está incorporada
en su individualidad. Esta propiedad puede aumentar o disminuir y así
procurarle una parte mayor o menor sin que su aumento o disminució n
sea ocasionado por el ejercicio de sus cualidades físicas o intelectuales.
A lo sumo se puede decir que la astucia, la intriga, la charlatanería, en
una palabra, las cualidades mentales má s bajas permiten al burgués
tomar una parte má s grande que la que el valor de su capital le autoriza
a tomar; en ese caso, él hurta a sus hermanos burgueses. Si entonces la
lucha por la vida puede ser en muchos casos una causa de progreso
entre los animales, la lucha por la riqueza es una causa de degeneració n
para el burgués.

La misió n social de captar las riquezas producidas por los


asalariados hace de la burguesía una clase parasitaria; sus miembros
no contribuyen a la creació n de riquezas, a excepció n de unos pocos
cuyo nú mero disminuye constantemente, y el trabajo que proporcionan
no corresponde a la parte de riqueza que les corresponde. Si el
cristianismo, después de haber sido en los primeros siglos la religió n de
las muchedumbres mendicantes que el Estado y los ricos sostenían con
las distribuciones diarias de alimentos, se ha convertido en la de la
burguesía en la clase parasitaria por excelencia, es porque el
parasitismo es la esencia del cristianismo.

Jesú s en su sermó n de la montañ a explicó su cará cter de manera


magistral; es allí donde formula el Padrenuestro, la oració n que todo
creyente debe dirigir a Dios para pedirle el "pan de cada día" en lugar
de pedirle un trabajo; y para que ningú n cristiano digno de ese nombre
sea tentado a recurrir al trabajo para obtener lo necesario para la vida,
añ ade el Cristo, "Considerad las aves del cielo, que no siembran ni
cosechan, y vuestro Padre celestial las alimenta, no os preocupéis por
ello y no digá is mañ ana qué comeremos o qué beberemos, o con qué
nos vestiremos. "Tu Padre Celestial sabe que tienes necesidad de todas
estas cosas". El Padre Celestial de la burguesía es la clase de asalariados
manuales e intelectuales; es el Dios que provee todas sus necesidades.
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Pero la burguesía no puede reconocer su cará cter parasitario sin
firmar al mismo tiempo su sentencia de muerte; así que mientras deja
la brida al cuello de sus hombres de ciencia, para que sin preocuparse
por ningú n dogma ni detenerse por ninguna consideració n se
entreguen al estudio má s libre y profundo de las fuerzas de la
naturaleza, que aplica a la producció n de sus riquezas, prohíbe a sus
economistas, filó sofos, moralistas, historiadores, soció logos y políticos
el estudio imparcial del mundo social, y los condena a la bú squeda de
razones que puedan servir de excusa para su fenomenal fortuna.
Preocupados só lo por los rendimientos recibidos o por recibir, tratan
de averiguar si por alguna casualidad la riqueza social no tiene otras
fuentes que el trabajo del asalariado, y han descubierto que el trabajo
es la economía, el método, la honestidad, el conocimiento, la
inteligencia y muchas otras virtudes de los fabricantes burgueses, Los
mercaderes, propietarios de tierras, financieros, accionistas y los que
obtienen ingresos, contribuyeron a su producció n de una manera
mucho má s eficaz que el trabajo de los asalariados manuales e
intelectuales, y por lo tanto tienen el derecho de tomar la parte del leó n
y dejar a los demá s só lo la parte de la bestia de carga.

El burgués los escucha con una sonrisa, porque le cantan sus


alabanzas, incluso repite estas afirmaciones insolentes, y las llama
verdades eternas; pero, por muy delgada que sea su inteligencia, no
puede admitir estas cosas en lo má s íntimo de su alma, pues só lo tiene
que mirar a su alrededor para percibir que los que trabajan su vida, si
no poseen capital, son má s pobres que Job, y que los que no poseen
nada má s que conocimiento, inteligencia, economía, honestidad, y que
ejercen estas cualidades, deben limitar su ambició n a su miseria diaria,
y rara vez esperan algo má s allá de Entonces se dice a sí mismo: "Si los
economistas, los filó sofos y los políticos con todo su ingenio y
formació n literaria no han sido capaces, a pesar de su bú squeda
concienzuda, de encontrar razones má s vá lidas para explicar la riqueza
de la burguesía, es porque hay algo torcido en el negocio, alguna causa
desconocida cuyos misterios está n má s allá de nosotros". Un
desconocido del orden social se planta ante los ojos del capitalista.

El capitalista, por el bien de la paz social, está interesado en que los


asalariados crean que sus riquezas son el fruto de sus innumerables
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virtudes, pero en realidad le importa tan poco saber que son la
recompensa de sus buenas cualidades como saber que las trufas, que
come tan vorazmente como el cerdo, son vegetales capaces de ser
cultivados; só lo una cosa le importa, a saber, poseerlas, y lo que le
preocupa es pensar que puede perderlas sin ninguna culpa suya. No
puede evitar tener esta perspectiva desagradable, ya que incluso en el
estrecho círculo de sus conocidos, ha visto a ciertas personas perder
sus posesiones, mientras que otras se hicieron ricas después de haber
estado en apuros. Las causas de estos reveses y golpes de fortuna está n
má s allá de él, así como de las personas que los experimentaron. En una
palabra, observa un continuo ir y venir de la riqueza, cuyas causas
está n para él dentro del reino de lo Incognoscible, y se ve reducido a
dejar estos cambios de fortuna al azar, a la suerte. [4]

Es demasiado esperar que la burguesía llegue alguna vez a una


noció n positiva del fenó meno de la distribució n de la riqueza, ya que en
la medida en que se desarrolla la producció n mecá nica, la propiedad se
despersonaliza y adopta la forma colectiva e impersonal de las
corporaciones con sus acciones y bonos, cuyos títulos son finalmente
arrastrados al torbellino de la bolsa. Allí pasan de mano en mano sin
que los compradores y vendedores hayan visto la propiedad que
representan, ni siquiera saben exactamente el lugar geográ fico donde
se encuentra. Se intercambian, se pierden por unos y se ganan por
otros, de una manera que se acerca tanto al juego que la distinció n es
difícil de establecer. Todo desarrollo econó mico moderno tiende cada
vez má s a transformar la sociedad capitalista en una gran casa de juego
internacional donde la burguesía gana y pierde capital, gracias a
acontecimientos desconocidos que escapan a toda previsió n, a todo
cá lculo, y que le parecen no depender má s que del azar. Lo incó gnita
está entronizado en la sociedad burguesa como en una casa de juego.

Los juegos de azar, que en la bolsa se ven sin disfraz, han sido
siempre una de las condiciones del comercio y de la industria; sus
riesgos son tan numerosos y tan imprevistos, que a menudo las
empresas que se conciben, calculan y realizan con má s habilidad
fracasan, mientras que otras emprendidas a la ligera, de manera feliz,
triunfan. Estos éxitos y fracasos, debidos a causas imprevistas
generalmente desconocidas y aparentemente surgidas só lo del azar,
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predisponen al burgués a la actitud mental del jugador; el juego de la
bolsa fortalece y vivifica este molde mental. El capitalista cuya fortuna
se invierte en acciones vendidas en la bolsa, que ignora la razó n de las
variaciones de sus precios y dividendos, es un jugador profesional.
Ahora bien, el jugador, que só lo puede dar cuenta de sus ganancias o
pérdidas como una buena o mala racha, es un individuo
eminentemente supersticioso; los frecuentadores de las casas de juego
tienen todos encantos má gicos para obligar a la buena fortuna; uno
murmura una oració n a San Antonio de Padua, o no importa qué
espíritu del Cielo, otro juega só lo cuando ha ganado un determinado
color, otro tiene una pata de conejo en su mano izquierda, etc.

Lo Incognoscible del orden social envuelve al burgués como lo


Incognoscible del orden natural rodea al salvaje; todos o casi todos los
actos de la vida civilizada tienden a desarrollar en él el há bito
supersticioso y místico de asignar todo al azar, como el jugador
profesional. El crédito, por ejemplo, sin el cual el comercio y la
industria son imposibles, es un acto de fe en el azar, en lo desconocido,
realizado por quien lo da, ya que no tiene ninguna garantía positiva de
que quien lo recibe podrá cumplir sus obligaciones al vencimiento su
solvencia en funció n de mil y un accidentes que no se pueden prever ni
comprender. Otros fenó menos econó micos inculcan cada día en la
mente del burgués la creencia en una fuerza mística sin soporte
material; desprendida de todo lo material. El billete de banco, por citar
un solo ejemplo, encierra en sí mismo una fuerza social tan superior a
su pequeñ a consecuencia material que prepara la mente burguesa para
la idea de una fuerza, que debe existir independientemente de la
materia. Este miserable trapo de papel, que nadie se rebajaría a
recoger, si no fuera por su poder má gico, da a su poseedor todas las
cosas materiales má s deseables en el mundo civilizado; pan, carnes,
vino, casa, tierras, caballos, mujeres, salud, consideració n, honores, etc.,
los placeres de los sentidos y los deleites del alma; Dios no podría hacer
má s. La vida burguesa está tejida de misticismo. [5]

Las crisis comerciales e industriales enfrentan a las aterrorizadas


fuerzas burguesas, - incontrolables y descontroladas de un poder tan
irresistible que dispersan desastres tan terribles como la ira del Dios
cristiano. Cuando se desencadenan en el mundo civilizado arruinan a
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los capitalistas por miles y destruyen productos y medios de
producció n por cientos de millones. Durante un siglo los economistas
han registrado sus rendimientos perió dicos sin poder adelantar
ninguna hipó tesis plausible sobre su origen. La imposibilidad de
encontrar sus causas en la tierra ha sugerido a ciertos economistas
ingleses la idea de buscarlas al sol; sus manchas, dicen, destruyendo
por sequías las cosechas de la India, podrían disminuir su capacidad de
compra de las mercancías europeas y podrían determinar las crisis.
Estos graves sabios nos remiten científicamente a la astrología judicial
de la Edad Media, que sometía los acontecimientos de las sociedades
humanas a la conjunció n de los astros, y a la creencia de los salvajes en
la acció n de las estrellas fugaces, los cometas y los eclipses de luna
sobre sus destinos.

El mundo econó mico está plagado de misterios insondables para los


burgueses, misterios que los economistas se resignan a dejar sin
explorar. El capitalista, que gracias a sus científicos ha logrado
domesticar las fuerzas naturales, está tan asombrado por los
incomprensibles efectos de las fuerzas econó micas que las declara
incontrolables, como Dios, y piensa que lo má s sabio es soportar
pacientemente los males que infligen y aceptar con gratitud los favores
que conceden. Dice con Job: "El Señ or dio y el Señ or quitó , bendito sea
el nombre del Señ or". Las fuerzas econó micas se le aparecen en un
fantasma como espíritus amistosos y hostiles. [6]

Los terribles e inexplicables fenó menos del orden social que rodean
al capitalista y le golpean sin que él sepa por qué o có mo en su
industria, su comercio, su fortuna, su bienestar, su vida, le inquietan
tanto como al salvaje los terribles e inexplicables fenó menos de la
naturaleza que excitaron y sobrecalentaron su exuberante imaginació n.
Los antropó logos explican la creencia del hombre primitivo en la
brujería, en el alma, en los espíritus y en Dios; por su ignorancia del
mundo natural, la misma explicació n vale para el hombre civilizado:
sus ideas espiritistas y su creencia en Dios deben ser atribuidas a su
ignorancia del mundo social, la duració n incierta de su prosperidad, y
las causas desconocidas de sus fortunas y desgracias, predisponen al
burgués a admitir, como el salvaje, la existencia de seres superiores,
que actú an sobre los fenó menos sociales a medida que sus fantasías los
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conducen favorable o desfavorablemente, como lo describen los
teoginos y los escritores del Antiguo Testamento. Para propiciarlos
practica la má s grosera superstició n, se comunica con espíritus del otro
mundo, enciende velas ante las imá genes sagradas y reza al Dios
trinitario de los cristianos o al Dios ú nico de los filó sofos.

El salvaje, en contacto diario con la naturaleza, se impresiona


especialmente por las cosas desconocidas del orden natural, que por el
contrario preocupan un poco al burgués; la ú nica naturaleza que
conoce ha sido agradablemente adornada, recortada, gravada,
rastrillada y generalmente domesticada. Los numerosos servicios que
la ciencia ha prestado ya para su enriquecimiento, y los que aú n espera
de ella, han engendrado en su mente una fe ciega en su poder. No duda,
pero que algú n día ella resolverá los problemas desconocidos de la
naturaleza e incluso prolongará indefinidamente su propia vida, como
prometió el microbio-maníaco Metchnikoff. Pero no ocurre lo mismo
con las cosas desconocidas del mundo social, las ú nicas que le
preocupan; éstas le parecen imposibles de comprender. Es lo
incognoscible del mundo social, no del mundo natural, lo que insinú a
en su cabeza poco imaginativa la idea de Dios, una idea que no tuvo el
problema de inventar, pero que encontró lista para apropiarse. Los
incomprensibles e insolubles problemas sociales hacen a Dios tan
necesario que lo habría inventado, si hubiera sido necesario.

El burgués, desconcertado por el desconcertante ir y venir de las


fortunas y desgracias, y por el desconcertante juego de las fuerzas
econó micas, se confunde aú n má s por la brutal contradicció n de su
propia conducta y la de sus semejantes con las nociones actuales de
justicia, moralidad, honestidad; las repite sentenciosamente, pero se
abstiene de regular sus actos por ellas, aunque insiste en que sean
estrictamente observadas por las personas que entran en contacto con
él. Por ejemplo, si el comerciante entrega a su cliente mercancías
dañ adas o adulteradas, sigue queriendo que se le pague en libras
esterlinas; si un fabricante engañ a al trabajador en la medida de su
trabajo, no se someterá a perder ni un minuto del día por el que le
paga; si el patriota burgués (todos los burgueses son patriotas) se
apodera de la patria de una nació n má s débil, su dogma comercial sigue
siendo la integridad de su país, que segú n Cecil Rhodes es un vasto
15
establecimiento comercial. La justicia, la moral y otros principios má s o
menos eternos, son valiosos para el burgués, pero só lo si sirven a sus
intereses; tienen una doble cara, una indulgente y sonriente vuelta
hacia sí misma, y una cara fruncida y dominante vuelta hacia los demá s.

La constante y general contradicció n entre los actos de la gente y sus


nociones de justicia y moralidad, que podría pensarse que es de una
naturaleza que perturba la idea de un Dios justo en la mente burguesa,
má s bien la confirma y prepara el terreno para la de la inmortalidad del
alma, que había desaparecido entre las naciones que habían alcanzado
el período patriarcal. Esta idea se conserva, se refuerza y se reaviva
constantemente en el burgués por su costumbre de esperar una
recompensa por todo lo que hace o deja de hacer. Emplea trabajadores,
fabrica bienes, compra, vende, presta dinero, presta cualquier servicio,
sea cual sea, só lo con la esperanza de ser recompensado, de cosechar
un beneficio. La constante expectativa de beneficio hace que no realice
ningú n acto por placer, sino que se embolse una recompensa; si es
generoso, caritativo, honorable, o incluso si se limita a no ser
deshonesto, la satisfacció n de su conciencia no le basta; una
recompensa es esencial si quiere estar satisfecho y no sentirse
engañ ado por sus buenos y sinceros sentimientos; si no recibe su
recompensa en la tierra, que es generalmente el caso, cuenta con
obtenerla en el cielo. No só lo espera una recompensa por sus buenos
actos y su abstenció n de malos actos, sino que espera recibir una
compensació n por sus desgracias, sus fracasos, sus vejaciones y hasta
sus molestias. Su ego es tan agresivo que para satisfacerlo anexa el
cielo a la tierra. Los males de la civilizació n son tan numerosos y tan
clamorosos, y aquellos de los que es víctima asumen a sus ojos
proporciones tan ilimitadas, que su sentido de la justicia eterna no
puede concebirlos, pero que algú n día será n reparados; y só lo en otro
mundo puede brillar este día; só lo en el cielo tiene la seguridad de
recibir la recompensa de sus desgracias. La vida después de la muerte
se convierte para él en una certeza, porque su buen Dios, justo y
adornado con todas las virtudes burguesas, no puede sino concederle
recompensas por lo que ha hecho y no ha hecho, y enmendar lo que ha
sufrido; en el tribunal de negocios del cielo, las cuentas no ajustadas en
la tierra será n auditadas.

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El burgués no da el nombre de injusticia a su acaparamiento de las
riquezas creadas por los asalariados; para él este robo es la justicia
misma, y no puede concebir có mo un Dios imaginable pueda tener una
opinió n diferente sobre el tema. Sin embargo, no considera que sea una
violació n de la justicia eterna permitir que los trabajadores abracen el
deseo de mejorar sus condiciones de vida y de trabajo; pero como sabe
muy bien que estas mejoras tendrían que hacerse a sus expensas, cree
que es una buena política prometerles una vida futura, en la que se
dará n un festín como burgueses. La promesa de la felicidad pó stuma es
para él el medio má s econó mico de satisfacer las exigencias de los
trabajadores. La vida má s allá de la tumba, al principio un placer de
esperanza para la satisfacció n de su ego, se convierte en un
instrumento de explotació n.

Una vez que se establece que en el cielo las cuentas de la tierra


deben ser saldadas definitivamente, Dios se convierte necesariamente
en juez teniendo a su disposició n un Eldorado para unos y una prisió n
para otros, como lo establece el cristianismo, siguiendo a Plató n. El juez
celestial dicta sus decretos de acuerdo con el có digo judicial de la
civilizació n, enriquecido por algunas leyes morales que no pueden
figurar en él, debido a la imposibilidad de establecer la ofensa y
encontrar la prueba.

El burgués moderno se ocupa principalmente de las recompensas y


compensaciones má s allá de la tumba; no se interesa má s que
moderadamente por el castigo de los malvados, es decir, de las
personas que le han hecho dañ o personalmente. El infierno cristiano le
molesta poco; primero, porque está convencido de que no ha hecho
nada y no puede hacer nada para merecerlo, y segundo, porque su
resentimiento contra sus semejantes que han pecado contra él no es
má s que pasajero. Siempre está dispuesto a renovar sus relaciones de
negocios o de placer con ellos si ve alguna ventaja en ello; incluso tiene
cierta estima por los que le han engañ ado, ya que después de todo no le
han hecho má s que lo que él ha hecho o hubiera querido hacerles.
Todos los días en la sociedad burguesa vemos a personas cuyos robos
han hecho un escá ndalo, y que se podría pensar que se han perdido

17
para siempre, volver a la superficie y alcanzar una posició n honorable;
nada má s que dinero se les exigía como condició n para reanudar los
negocios y obtener beneficios honorables. [9].

El infierno só lo pudo haber sido inventado por los hombres y para


los hombres torturados por el odio y la pasió n de la venganza. El Dios
de los primeros cristianos es un verdugo despiadado, que se complace
en deleitar sus ojos con las torturas infligidas por toda la eternidad a
los infieles, sus enemigos.

"El Señ or Jesú s -dice san Pablo- subirá al cielo con los á ngeles de su
poder, con llamas de fuego ardiente, haciendo venganza contra los que
no conocen a Dios y no obedecen al Evangelio; será n castigados con un
castigo eterno ante la faz de Dios y ante la gloria de su poder". - II. El
Testamento. I, 6–9. El cristiano de aquellos días esperaba con una fe
igualmente ferviente la recompensa de su piedad y el castigo de sus
enemigos, que se convirtieron en enemigos de Dios. El burgués, que ya
no abriga estos odios feroces (el odio no trae beneficios), ya no necesita
un infierno para apaciguar su venganza, ni un Dios verdugo para
castigar a sus asociados que se han enfrentado a él.

La creencia de la burguesía en Dios y en la inmortalidad del alma es


uno de los fenó menos ideoló gicos de su entorno social; no la perderá
nunca hasta que no sea desposeída de su riqueza robada a los
asalariados y transformada de una clase parasitaria en una clase
productiva.

La burguesía del siglo XVIII, que luchó en Francia para apoderarse de


la dictadura social, atacó furiosamente al clero cató lico y al
cristianismo, porque eran pilares de la aristocracia; si en el ardor de la
batalla algunos de sus jefes, Diderot, La Mettrie, Helvetius, d'Holbach,
empujaron su irreligió n hasta el punto del ateísmo, otros, tan
representativos de su espíritu, si no má s, Voltaire, Rousseau, Turgot,
nunca llegaron a la negació n de Dios. Los filó sofos materialistas y
sensualistas, Cabanis, Maine de Biran, de Gerando, que sobrevivieron a
la Revolució n, se retractaron pú blicamente de sus doctrinas infieles. No
debemos perder el tiempo en acusar a estos hombres notables de haber
traicionado las opiniones filosó ficas que, al principio de su carrera, les
habían asegurado la fama y el sustento; só lo la burguesía es culpable. Al
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vencer, perdió su irreligiosa combatividad y, como el perro de la Biblia,
volvió a su vó mito. Estos filó sofos sufrieron la influencia del entorno
social; siendo burgueses, evolucionaron con su clase.

Este ambiente social, del que no se liberan ni los má s eruditos ni los


má s emancipados de la burguesía, es responsable del deísmo de los
hombres de genio, como Cuvier, Geoffroy Saint-Hilaire, Faraday,
Darwin, y del agnosticismo y el positivismo de los científicos
contemporá neos, que, sin atreverse a negar a Dios, se abstienen de
ocuparse de él. Pero este mismo acto es un reconocimiento implícito de
la existencia de Dios, a quien necesitan para comprender el mundo
social, que les parece el juguete del azar, en lugar de regirse por la ley
de la necesidad, como el mundo natural.

M. Brunetiere, pensando en lanzar un epigrama al libre pensamiento


de su clase, cita la frase del jesuita alemá n Gruber, que "lo
incognoscible es una idea de Dios apropiada para la masonería libre".
Lo incognoscible no puede ser la idea de Dios de nadie; pero es su causa
generadora, tanto en los salvajes y bá rbaros como en los burgueses
cristianos o los masones libres. Si los elementos desconocidos del
medio natural hicieron necesaria para el salvaje y el bá rbaro la idea de
un Dios, creador y gobernante del mundo, los elementos desconocidos
del medio social hacen necesaria para el burgués la idea de un Dios que
distribuirá las riquezas robadas a los asalariados manuales e
intelectuales, dispensará bendiciones y maldiciones, recompensará las
buenas obras, vengará las heridas y reparará los males. El salvaje y el
burgués se ven arrastrados sin sospechar nada a la creencia en Dios, de
la misma manera que son arrastrados por la rotació n de la tierra.

IV. Evolución de la idea de Dios

La idea de Dios, plantada y germinada en el cerebro humano por los


elementos desconocidos del medio natural y del medio social, no es
algo invariable, sino que varía por el contrario segú n el tiempo y el

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lugar; evoluciona en proporció n al desarrollo del modo de producció n,
transformando el medio social.

Dios, para los griegos, los romanos y otros pueblos antiguos, tenía su
morada en un lugar determinado, y existía só lo para ser ú til a sus
adoradores e hiriente a sus enemigos; cada familia tenía sus dioses
privados, los espíritus de los antepasados deificados, y cada ciudad
tenía su dios municipal o estatal. El dios municipal o diosa moraba en el
templo que se le consagraba y se incorporaba a la imagen que a
menudo era un bloque de madera o una piedra; se interesaba por el
destino de los habitantes de la ciudad de éstos solamente. Los dioses
ancestrales só lo se ocupaban de los asuntos familiares. El Jehová de la
Biblia era un dios de este tipo; se alojaba en una caja de madera,
llamada Arca de la Alianza, que se llevaba consigo cuando las tribus
cambiaban de lugar; la ponían a la cabeza del ejército, para que Jehová
luchara por su pueblo; si los castigaba cruelmente por sus infracciones
a su ley, también les prestaba muchos servicios, como informa el
Antiguo Testamento. Cuando el dios municipal no estaba en las mejores
circunstancias, asociaron con él otra divinidad; los romanos, durante la
segunda guerra pú nica, trajeron de Pessinonte la estatua de Cibeles,
para que la diosa del Asia Menor les ayudara en su defensa contra
Aníbal. Los cristianos no tenían otra idea de la divinidad cuando
demolieron los templos y rompieron las estatuas de los dioses para
expulsarlos y evitar que protegieran a los paganos.

Los salvajes pensaban que el alma era la réplica del cuerpo, por lo
que sus espíritus deificados, aunque incorporados a piedras, bloques de
madera o bestias conservaban la forma humana. De la misma manera,
para San Pablo y los apó stoles, Dios era antropomó rfico, hicieron de él
un Hombre-Dios, como ellos mismos en cuerpo y mente; mientras que
el capitalista moderno lo concibe como sin cabeza ni brazos, y presente
en todos los rincones de la tierra, en lugar de estar acuartelado en una
localidad determinada.

Los griegos y los romanos, al igual que los judíos y los primeros
cristianos, no pensaban que su dios fuera el ú nico dios de la creació n;
los judíos creían en Moloch, Baal y otros dioses de las naciones con las
que combatían tan firmemente como en Jehová , y los cristianos de los

20
primeros siglos y de la edad media, aunque llamaban a Jú piter y a Alá
dioses falsos, aú n los tomaban por dioses, que podían hacer maravillas
tan bien como Jesú s y su Padre Eterno. Esta creencia en una
multiplicidad de dioses hizo posible que cada ciudad tuviera un dios
adjunto a su servicio, encerrado en un templo e incorporado a una
estatua o algú n objeto de ese tipo; Jehová estaba en una piedra. El
capitalista moderno que piensa que su Dios está presente en todos los
lugares de la tierra no puede dejar de llegar a la noció n de un solo Dios;
y la ubicuidad que le atribuye a su Dios le impide representarlo con
rostro y nalgas, brazos y piernas, como el Zeus de Homero y el Jesú s de
San Pablo.

Las divinidades municipales, que pertenecían a las ciudades


guerreras de la antigü edad, siempre en pugna con los pueblos vecinos,
no podían responder a las necesidades religiosas que la producció n
mercantil creaba en las democracias burguesas de las ciudades
comerciales e industriales, obligadas por el contrario a mantener
relaciones pacíficas con las naciones vecinas. Las necesidades del
comercio y la industria obligaron a la burguesía naciente a desmembrar
las divinidades de las ciudades y a crear dioses cosmopolitas. Seis o
siete siglos antes de la era cristiana observamos en las ciudades
marítimas de Jonia, la Magna Grecia y Grecia intentos de organizar
religiones cuyos dioses no deben ser monopolizados exclusivamente
por una ciudad, sino que deben ser reconocidos y adorados por
diferentes naciones, incluso hostiles. Estas nuevas divinidades, Isis,
Deméter, Dionisos, Mitra, Jesú s, etc., varias de las cuales pertenecían a
la época matriarcal, todavía tomaron forma humana, aunque se
empezaba a sentir la necesidad de un Ser Supremo que no debía ser
antropomó rfico; pero no es hasta la época capitalista que se impone la
idea de un dios amorfo, como consecuencia de la forma impersonal que
toma la propiedad de las corporaciones.

La propiedad impersonal, que introdujo un modo de posesió n


absolutamente nuevo y diametralmente opuesto al que había existido
anteriormente, estaba necesariamente destinada a modificar los
há bitos y costumbres del burgués y, por consiguiente, a transformar su
mentalidad. Hasta su aparició n, las posibilidades de posesió n se
limitaban a un viñ edo en el Bordelais, a un establecimiento de tejido en
21
Rouen, a una herrería en Marsella o a una tienda de comestibles en
París. Cada una de estas propiedades, distintas en el cará cter de la
industria y en su situació n geográ fica, era poseída por un solo
individuo, o por dos o tres como má ximo; era raro que un individuo
poseyera varias de ellas. Lo mismo sucede con la propiedad
impersonal: un ferrocarril, una mina, un banco, etc., son poseídos por
cientos y miles de capitalistas, mientras que un mismo capitalista
puede tener en su cartera bonos de Francia, Prusia, Turquía y Japó n,
con acciones de minas de oro en el Transvaal, ferrocarriles eléctricos en
China, una línea de vapores transatlánticos, una plantació n de café en
Brasil, una mina de carbó n en Francia, etc. Ningú n vínculo afectivo de
este tipo puede vincular al capitalista con la propiedad impersonal que
posee como vincular al burgués con la propiedad que administra o que
opera bajo su control; su interés en ella es proporcional só lo al precio
pagado por la acció n y al tipo de dividendo que conlleva. Le es
indiferente que el dividendo sea declarado por una empresa carroñ era,
una refinería de azú car o una hilandería de algodó n, y que la
producció n se lleve a cabo en París o en Pekín. Una vez que el
dividendo adquiere importancia, desaparecen las características
distintivas de las propiedades que lo producen, y estas propiedades en
diferentes industrias, situadas en diferentes lugares, son para el
capitalista una ú nica propiedad que produce dividendos, cuyos
certificados, que circulan en la bolsa de valores, siguen manteniendo
diversos nombres de oficios y de países.

La propiedad impersonal, que abarca todos los oficios y se extiende


por todo el mundo, desenrolla sus tentá culos armados de ventosas
á vidas de dividendos, en una nació n cristiana al igual que en los
á mbitos del mahometanismo, el budismo o el fetichismo. La
acumulació n de riqueza es la pasió n absorbente y dominante del
capitalista, por lo que esta identificació n de propiedades de diferentes
tipos y países en una sola y cosmopolita propiedad estaba destinada a
reflejarse en su inteligencia e influir en su concepció n de Dios. La
propiedad impersonal, sin duda alguna, lo lleva a amalgamar los dioses
de la tierra en un solo Dios cosmopolita que, segú n los países, lleva el
nombre de Jesú s, Alá o Buda y es adorado segú n diferentes ritos.

22
Es un hecho histó rico que la idea de un Dios ú nico y universal, que
Anaxá goras fue uno de los primeros en concebir, y que a través de los
siglos vivió só lo en el cerebro de unos pocos pensadores, no se
convirtió en una idea actual hasta que apareció la civilizació n
capitalista. Pero así como al lado de esta propiedad impersonal, ú nica y
cosmopolita existen todavía innumerables propiedades personales y
locales, así ciertos dioses locales y antropomó rficos se codean en el
cerebro del capitalista con el Dios ú nico y cosmopolita. La divisió n en
naciones, que son rivales comerciales e industriales, obliga a la
burguesía a repartir su Dios ú nico en tantos dioses como naciones
haya; así cada nació n de la cristiandad piensa que el Dios cristiano, que
es al mismo tiempo el Dios de todos los cristianos, es su dios nacional,
como Jehová de los judíos y Palas-Atenas de los atenienses. Cuando dos
naciones cristianas declaran la guerra, cada una ora a su Dios nacional
y cristiano para que pelee de su lado, y si sale victoriosa, canta el Te
Deums para agradecerle por haber vencido a la nació n rival y a su Dios
nacional y cristiano. Los paganos hicieron que diferentes dioses
pelearan entre ellos, los cristianos hacen que su ú nico Dios pelee
consigo mismo. El Dios ú nico y cosmopolita no podría destronar
completamente a los dioses nacionales en el cerebro burgués a menos
que todas las naciones burguesas se centralizaran en una sola nació n.

La propiedad impersonal posee otras cualidades que ha transmitido


a su Dios ú nico y cosmopolita. El propietario de un campo de trigo, de
una carpintería o de una mercería puede ver, tocar, medir y tasar su
propiedad, cuya forma clara y precisa golpea sus sentidos. Pero el
propietario de bonos del gobierno y de acciones de un ferrocarril, una
mina de carbó n, una compañ ía de seguros o un banco no puede ver,
tocar, medir, tasar la parcela de propiedad representada por sus bonos
y acciones, en cualquier bosque o edificio del gobierno, en cualquier
vagó n, tonelada de carbó n, pó liza de seguros o caja fuerte del banco
que pueda suponer que es. Su fragmento de propiedad se pierde,
enterrado en un vasto conjunto que no puede ni siquiera imaginar para
sí mismo; porque si ha visto locomotoras y estaciones, así como
galerías subterrá neas, nunca ha visto un ferrocarril ni una mina en su
totalidad; y una deuda nacional, un banco y una compañ ía de seguros
no son capaces de ser representados por ninguna imagen en absoluto.
La propiedad impersonal de la que es copropietario no puede asumir
23
en su imaginació n má s que una forma vaga, incierta, indeterminada; es
para él má s bien un ser racional, que revela su existencia por medio de
dividendos, que una realidad tangible. Sin embargo, esta propiedad
impersonal, aunque indefinida como concepció n metafísica, le provee
de todas sus necesidades, como el Padre Celestial de los cristianos, sin
exigirle má s trabajo de cuerpo y cerebro que el de recibir sus
dividendos: los recibe en bendita pereza de cuerpo y alma como una
Gracia de Capital, de la cual la Gracia de Dios, "la má s verdadera de las
doctrinas cristianas", como dice Rená n, es el reflejo religioso. Le
preocupa a su cerebro tan poco estudiar la naturaleza de la propiedad
impersonal que le da interés y dividendos, como saber si su ú nico y
cosmopolita Dios es hombre, mujer o bestia, inteligente o idiota, y si
posee las cualidades de fuerza, ferocidad, justicia, bondad, etc., con las
que los dioses antropomó rficos habían sido dotados. No pierde tiempo
en oraciones, porque está seguro de que ninguna sú plica modificará el
tipo de interés o dividendo sobre la propiedad impersonal de la que su
Dios ú nico y cosmopolita es el reflejo intelectual.

En el mismo momento en que la propiedad impersonal estaba


transformando al Dios antropomó rfico de los cristianos en un Dios
amorfo y un ser racional, - en una concepció n metafísica, estaba
quitando al sentimiento religioso de la burguesía la virulencia que
había producido la fiebre faná tica de los má rtires, cruzados e
inquisidores; estaba transformando la religió n en una cuestió n de gusto
personal, como la cocina, que cada uno se ajusta a su gusto, con
mantequilla o con aceite, con ajo o sin él. Pero si la burguesía capitalista
necesita una religió n y encuentra el cristianismo liberal a su gusto, no
puede aceptar sin serias enmiendas a la Iglesia Cató lica, cuyo
despotismo inquisitorial desciende hasta los detalles de la vida privada,
y cuya organizació n de obispos, curas, monjes y jesuitas, disciplinados y
obedientes a guiñ ar el ojo y asentir, es una amenaza a su orden pú blico.
La Iglesia cató lica era soportable para la sociedad feudal, cuyos
miembros, desde el siervo hasta el rey, estaban clasificados en una
jerarquía y vinculados entre sí por derechos y deberes recíprocos; pero
no puede ser tolerada por la democracia burguesa, cuyos miembros,
iguales ante la ley, pero divididos por sus intereses, libran entre sí una
perpetua guerra industrial y comercial, y siempre reclaman el derecho

24
a criticar a las autoridades constituidas, y a hacerlas responsables de
sus infortunios econó micos.

El capitalista, que no quiere ningú n obstá culo para enriquecerse,


encontró igualmente imposible tolerar la organizació n gremial de
maestros-obreros, que supervisan la manera de producir y la calidad
del producto. Lo aplastó . Liberado de todo control, no tiene ahora má s
que su propio interés en consultar para hacer su fortuna, cada uno
segú n los medios de que dispone: de su conciencia elá stica depende
ú nicamente la calidad de los bienes que fabrica y vende; corresponde al
cliente ver que no se le engañ a en cuanto a la calidad, el peso y el precio
de lo que compra. Cada uno para sí mismo y Dios, es decir, el dinero,
para todos. La libertad de la industria y del comercio no puede sino
reflejarse en su manera de concebir la religió n, que cada uno bajo su
techo se presenta a su gusto. Cada uno hace sus propios arreglos con
Dios, como con su conciencia en un asunto de negocios; cada uno segú n
sus intereses y su luz interpreta las enseñ anzas de la Iglesia y las
palabras de la Biblia, que es puesta en manos de los protestantes, como
el Có digo es puesto en manos de todos los capitalistas.

El capitalista no puede ser ni má rtir ni inquisidor, porque ha perdido


el furor del proselitismo que inflamó a los primeros cristianos. Tenían
un interés vital en aumentar el nú mero de creyentes, con el fin de
engrosar el ejército de descontentos, dando batalla a la sociedad
pagana. Sin embargo, tiene una especie de proselitismo religioso, sin
aliento y sin convicció n, que está condicionado por su explotació n de la
mujer y del asalariado.

La mujer debe ser flexible a sus deseos. É l la desea fiel e infiel segú n
sus deseos. Si es la esposa de un hermano capitalista, y si la está
cortejando, le exige su infidelidad como un deber hacia su Ego, y
despliega su retó rica para liberarla de sus escrú pulos religiosos; si es
su esposa legítima, se convierte en su propiedad, y debe ser inviolable;
le exige una fidelidad igual a cualquier prueba, y emplea la religió n para
forzar el deber conyugal hacia él en su cabeza.

El asalariado debe resignarse a su suerte. La funció n social de


explotador del trabajo exige que el capitalista propague la religió n
cristiana, predicando la humildad y la sumisió n a Dios, que elige a los
25
amos y despide a los siervos, y que complete las enseñ anzas del
cristianismo con los principios eternos de la democracia. Le interesa
mucho que los asalariados agoten su capacidad intelectual en las
controversias sobre las verdades de la religió n y en las discusiones
sobre la Justicia, la Libertad, la É tica, el Patriotismo y otras trampas
semejantes, para que no les quede ni un minuto para reflexionar sobre
su miserable condició n y los medios para mejorarla. El famoso radical y
libre comerciante John Bright apreciaba tanto este método
embrutecedor que dedicaba los domingos a leer y comentar la Biblia
para sus trabajadores. Pero la profesió n de destructor de cerebros
bíblicos, que los capitalistas ingleses [12] de ambos sexos pueden
emprender para matar el tiempo o por capricho, es necesariamente
irregular, como cualquier trabajo de aficionados. La clase capitalista
necesita tener a su disposició n profesionales en la destrucció n de
cerebros para cumplir esta tarea. Los encuentra en el clero de todos los
cultos. Pero cada medalla tiene su reverso. La lectura de la Biblia por
parte de los asalariados presenta peligros que un día algú n piadoso
Rockefeller reconocerá ; y para hacer frente a esta situació n organizará
una empresa para la publicació n de Biblias populares expurgadas de
las quejas contra las iniquidades de los ricos y de los gritos de
envidiosa ira contra su escandalosa buena fortuna. La Iglesia Cató lica,
previendo estos peligros, había previsto contra ellos, prohibiendo a los
fieles la lectura de la Biblia y quemando a Wycliffe, el primero en
traducirla a una lengua vulgar. El clero cató lico, con sus neuvaines, sus
peregrinaciones y sus otras momias, es de todos los clérigos el que
practica má s sabiamente el arte de la destrucció n del cerebro; es
también el mejor equipado para proporcionar hermanos y hermanas
ignorantes para enseñ ar en las escuelas primarias, y monjas para
vigilar a las mujeres en las fá bricas. Los grandes capitalistas
industriales, por sus mú ltiples servicios, la sostienen política y
financieramente, a pesar de su antipatía por su jerarquía, su rapacidad
y su intrusió n en los asuntos familiares.

V. Causas de la Irreligión del Proletariado

26
Los numerosos intentos de cristianizar al proletariado industrial en
Europa y América han fracasado completamente; no han logrado
sacarlo de su indiferencia religiosa, que se generaliza
proporcionalmente a medida que la producció n mecá nica recluta a
nuevos miembros de los campesinos, artesanos y pequeñ os
comerciantes para el ejército de asalariados.

La producció n mecá nica, que convierte al capitalista en religioso,


tiende por el contrario a convertir al proletariado en irreligioso.

Si es ló gico que el capitalista crea en una Providencia atenta a sus


necesidades, y en un Dios que le elige entre miles de miles, para cargar
con riquezas su pereza e inutilidad social, es aú n má s ló gico que el
proletario ignore la existencia de una Providencia divina, pues sabe que
ningú n Padre celestial le daría el pan de cada día si rezara de la mañ ana
a la noche, y que el salario que le produce lo esencial de la vida lo gana
con su propio trabajo: y sabe muy bien que si no trabajara se moriría de
hambre, a pesar de todos los buenos dioses del cielo y de todos los
filá ntropos de la tierra. El asalariado es su propia providencia. Sus
condiciones de vida hacen que cualquier otra providencia sea
inconcebible para él; no tiene en su vida, como el capitalista en la suya,
esos golpes de fortuna que podrían por magia levantarle de su triste
situació n. Asalariado nace, asalariado vive, asalariado muere. Su
ambició n no puede ir má s allá de un aumento de sueldo y un trabajo
que durará todos los días del añ o y todos los añ os de su vida. Los
peligros imprevistos y las oportunidades de fortuna que predisponen al
capitalista a las ideas supersticiosas no existen para el proletario, y la
idea de Dios no puede aparecer en el cerebro humano a menos que su
llegada esté preparada por ciertas ideas supersticiosas, sin importar su
origen.

Si el asalariado se dejara arrastrar por la creencia en ese Dios del


que oye hablar sin prestar atenció n, comenzaría por poner en tela de
juicio su justicia, que no le asignaba má s que el trabajo y la pobreza;
haría del Dios un objeto de horror y de odio, y lo retrataría bajo la
forma y el aspecto de un explotador capitalista, como los esclavos
negros de las colonias, que decían que Dios era blanco, como sus amos.

27
Por supuesto, el asalariado no tiene má s idea del curso de los
fenó menos econó micos que el capitalista y sus economistas, ni
entiende por qué, tan regularmente como la noche sucede al día, los
períodos de prosperidad industrial y de trabajo a alta presió n son
seguidos por crisis y cierres patronales. Esta incomprensió n, que
predispone la mente del capitalista a la creencia en Dios, no tiene el
mismo efecto en la del trabajador asalariado, porque ocupan posiciones
diferentes en la producció n moderna. La posesió n de los medios de
producció n da al capitalista la direcció n absoluta y arbitraria de la
producció n y distribució n de los productos, y le obliga, en
consecuencia, a ocuparse de las causas que los rigen: el asalariado, por
el contrario, no tiene derecho a ocuparse de ellos. No tiene parte en la
direcció n del proceso productivo, ni en la elecció n y obtenció n de las
materias primas, ni en el modo de producir, ni en la venta del producto;
só lo tiene que proporcionar el trabajo como una bestia de carga. La
obediencia pasiva de los jesuitas, que despierta la indignació n verbosa
de los librepensadores, es la ley en el ejército y en el taller. El capitalista
pone al asalariado delante de la má quina en movimiento, cargada de
materias primas, y le ordena que trabaje; se convierte en un engranaje
de la máquina. No tiene en la producció n má s que un objetivo, el
salario, el ú nico interés que el capitalismo se ha visto obligado a
dejarle; cuando lo ha conseguido, ya no tiene nada má s que reclamar.
Siendo el salario el ú nico interés que le ha permitido mantenerse en la
producció n, tiene por tanto que preocuparse simplemente de tener
trabajo para recibir un salario; y como el empleador o sus
representantes son los dadores de trabajo, son ellos, hombres de carne
y hueso como él, a quienes culpa, si tiene o no trabajo, y no a los
fenó menos econó micos, que puede ignorar por completo; es contra
estos hombres que se irrita a causa de las reducciones de salario y la
holgazanería del trabajo, y no contra las perturbaciones generales de la
producció n. Los hace responsables de todo lo que le llega, sea bueno o
malo. El asalariado personaliza los accidentes de producció n que le
afectan, mientras que la posesió n de los medios de producció n se
despersonaliza proporcionalmente a medida que toman forma de
maquinaria.

La vida que lleva el trabajador en las grandes industrias lo ha alejado


aú n má s que el capitalista de las influencias del medio ambiente de la
28
naturaleza que en el campesino mantienen la creencia en fantasmas, en
hechicerías, en brujería y otras ideas supersticiosas. Só lo ve el sol a
través de las ventanas de las fá bricas; só lo conoce la naturaleza del
campo que rodea la ciudad donde trabaja, y que só lo ve en raras
ocasiones; no podría distinguir un campo de trigo de un campo de
avena ni una planta de patata de cá ñ amo; só lo conoce los productos de
la tierra en la forma en que los consume. Ignora por completo el trabajo
de los campos y las causas que afectan al rendimiento de las cosechas;
la sequía, las lluvias excesivas, el granizo, los ciclones, etc., nunca le
hacen pensar en su acció n sobre la naturaleza y sus cosechas. Su vida
urbana lo protege de las ansiedades y los cuidados molestos que
asaltan la mente del agricultor. La naturaleza no tiene ningú n control
sobre su imaginació n.

El trabajo de la fá brica mecá nica pone al asalariado en contacto con


terribles fuerzas naturales desconocidas para el campesino, pero en
lugar de ser dominadas por ellas, las controla. El gigantesco mecanismo
de hierro y acero que llena la fá brica, que lo hace moverse como un
autó mata, que a veces lo agarra, lo mutila, lo golpea, no engendra en él
un terror supersticioso como el trueno en el campesino, sino que lo
deja impasible, porque sabe que los miembros del monstruo mecá nico
fueron moldeados y montados por sus camaradas, y que só lo tiene que
empujar una palanca para ponerlo en movimiento o detenerlo. La
má quina, a pesar de su milagroso poder y productividad, no tiene
ningú n misterio para él. El obrero de las obras eléctricas, que no tiene
má s que girar una manivela en un cuadrante para enviar millas de
fuerza motriz a los tranvías o luz a las lá mparas de una ciudad, no tiene
má s que decir, como el Dios del Génesis, "Sea la luz", y hay luz. Nunca se
imaginó una hechicería má s fantá stica, y sin embargo, para él esta
hechicería es una cosa simple y natural. Se sorprendería mucho si
alguien viniera y le dijera que un cierto Dios podría, si eligiera, detener
las má quinas y apagar las luces cuando la electricidad estuviera
encendida; respondería que este Dios anarquista sería simplemente un
engranaje mal colocado o un cable roto, y que le sería fá cil buscar y
encontrar a este Dios perturbador. La prá ctica del taller moderno
enseñ a al asalariado el determinismo científico, sin que éste tenga que
pasar por el estudio teó rico de las ciencias.

29
Como el capitalista y el proletario ya no viven en el campo, los
fenó menos naturales no pueden durar mucho tiempo. Los fenó menos
naturales ya no pueden producir en ellos las ideas supersticiosas, que
fueron utilizadas por el salvaje en la elaboració n de su idea de Dios;
pero si el primero, por ser anhelado por la clase dominante y
parasitaria, se somete a la acció n de los fenó menos sociales que
generan ideas supersticiosas, el otro, por pertenecer a la clase
explotada y productiva, se aleja de su acció n de cultivo de la
superstició n. La clase capitalista nunca podrá ser descristianizada y
liberada de la creencia en Dios hasta que no sea expropiada de su
dictadura de clase y de la riqueza que saquea diariamente de los
trabajadores asalariados.

El estudio libre e imparcial de la naturaleza ha engendrado y


establecido firmemente en ciertos círculos científicos la convicció n de
que todos los fenó menos está n sujetos a la ley de la necesidad, y que
sus causas determinantes deben buscarse dentro de la naturaleza y no
fuera de ella. Este estudio ha hecho posible, ademá s, el sometimiento
de las fuerzas naturales al uso del hombre.

Pero el uso industrial de las fuerzas naturales ha transformado los


medios de producció n en organismos econó micos tan gigantescos que
escapan al control de los capitalistas que los monopolizan, como lo
demuestran las crisis perió dicas de la industria y el comercio. Estos
organismos de producció n, aunque de creació n humana, perturban el
entorno social, cuando estallan las crisis, tan ciegamente como las
fuerzas naturales perturban la naturaleza cuando se desencadenan. Los
medios de producció n modernos ya no pueden ser controlados excepto
por la sociedad, y para que ese control se establezca, primero deben
convertirse en propiedad social; só lo entonces dejará n de engendrar
desigualdades sociales, de dar riqueza a los pará sitos y de infligir
miserias a los productores asalariados, y de crear perturbaciones
mundiales que el capitalista y sus economistas só lo pueden atribuir al
azar y a causas desconocidas. Cuando la sociedad los posea y controle,
ya no habrá un Incognoscible en el orden social; entonces y só lo
entonces, la creencia en Dios será eliminada definitivamente de la
mente humana.

30
La indiferencia en materia religiosa de nuestros trabajadores
modernos, cuyas causas determinantes he estado rastreando, es un
fenó meno nuevo, producido ahora por primera vez en la historia: las
masas populares han elaborado hasta ahora siempre las ideas
espirituales, que los filó sofos só lo han tenido que refinar y oscurecer,
así como las leyendas y las ideas religiosas, que los sacerdotes y las
clases dirigentes só lo han organizado en religiones oficiales e
instrumentos de opresió n intelectual.

Notas a pie de página

1. La Revue Scientifique del 19 de noviembre de 1904 corrobora estas


afirmaciones. M.H. Pieron, en su discusió n de un trabajo sobre el
Materialismo Científico, reconoce que "Dios es la conveniente causa
residual de todo lo que no se puede explicar... que la fe siempre ha sido
enmarcada para complementar la ciencia... y que la ciencia no tiene
nada que ver con las creencias o la fe,... pero que la religió n no es
absolutamente incompatible con la ciencia, con la condició n, sin
embargo, de que se encierre en un compartimiento completamente
cerrado". También protesta contra "la sucesió n de científicos actuales
que no buscan en la ciencia má s que pruebas de la existencia de Dios o
de la verdad de la religió n, así como contra el sofisma de quien debe
buscar en la ciencia pruebas de la no existencia de Dios". Hasta la época
moderna, se consideraba una negació n de la existencia de Dios, si no se
reconocía su acció n incesante para el mantenimiento del orden en el
universo. Só crates reprochó a Anaxá goras haber querido explicar los
movimientos de los cuerpos celestes sin la intervenció n de los dioses, y
Plató n relata que los atenienses consideraban ateos a los filó sofos que
admitían que las revoluciones de los astros y los fenó menos de la
naturaleza estaban regulados por la ley (Leyes, VII : 21). En otro pasaje,
demuestra la existencia de Dios por la creació n, el orden que reina en
ella, y el consentimiento de todas las naciones, griegas y bá rbaras (el
mismo, X : 1). Dios es "el que equilibra el mundo", decían los sacerdotes
egipcios.

31
2. Influencias religiosas: Serie III de la investigació n realizada por el Sr.
Charles Booth sobre la vida y el trabajo del pueblo de Londres.

3. La historia de la economía política es instructiva. En una época en


que la producció n capitalista, en la primera etapa de su evolució n,
todavía no había transformado a la masa de la burguesía en pará sitos,
los fisió cratas, Adam Smith, Ricardo, etc., podían hacer un estudio
imparcial de los fenó menos econó micos, y buscar las leyes generales de
la producció n. Pero como la má quina herramienta y el vapor requieren
el esfuerzo cooperativo de los asalariados para la creació n de riqueza,
los economistas se limitan a recoger hechos y cifras estadísticas,
valiosas para las especulaciones del comercio y la Bolsa, sin tratar de
agruparlas y clasificarlas, para sacar conclusiones teó ricas, ya que éstas
só lo podrían ser peligrosas para el dominio de la clase poseedora. En
lugar de construir la ciencia, está n luchando contra el socialismo;
incluso han querido refutar la teoría ricardiana del valor porque la
crítica socialista se había apoderado de ella.

4. La mente capitalista ha sido atormentada en todas las épocas por la


constante incertidumbre de la fortuna, representada en la mitología
griega por una mujer alada parada sobre una rueda con los ojos
vendados. Teognis, el poeta megalítico del siglo quinto antes de la era
cristiana, cuya poesía, segú n Isó crates, era un libro de texto en las
escuelas griegas, dijo: "Ningú n hombre es la causa de sus ganancias y
de sus pérdidas, los Dioses son los distribuidores de la riqueza. *
Nosotros los seres humanos abrigamos pensamientos vanos, pero no
sabemos nada. Los Dioses hacen que todas las cosas se realicen segú n
su propia voluntad. * Jú piter inclina la balanza a veces hacia un lado y
otras veces hacia el otro, segú n su voluntad, para que uno sea rico y
luego en otro momento no posea nada. * Ningú n hombre es rico o
pobre, noble o plebeyo, sin la intervenció n de los Dioses".

Los autores de Eclesiastés, Salmos, Proverbios y Job hacen que


Jehová desempeñ e el mismo papel. El poeta griego y los escritores
judíos expresan el pensamiento de los capitalistas. Megara, al igual que
Corinto, su rival, fue una de las primeras ciudades marítimas de la
antigua Grecia en la que se desarrolló el comercio y la industria. Allí se
formó una numerosa clase de artesanos y capitalistas que atizaron

32
guerras civiles en su lucha por el poder político. Unos sesenta añ os
antes del nacimiento de Teognis, los demó cratas, tras una revuelta
victoriosa, suprimieron las deudas de los aristó cratas y exigieron la
restitució n de los intereses que habían sido extorsionados. Theognis,
aunque era miembro de la clase aristocrá tica y aunque abrigaba un
odio feroz contra los demó cratas, cuya sangre negra, como decía,
habría bebido con gusto, porque le habían robado y desterrado, no
pudo escapar a la influencia del entorno social burgués. Está
impregnado de sus ideas y sentimientos, e incluso de su lenguaje: así,
en varias ocasiones, extrae metá foras de los ensayos de oro, a los que
los comerciantes se veían constantemente obligados a recurrir para
conocer el valor de las monedas y lingotes que les daban a cambio.
Precisamente porque la poesía gnó mica de la Teogonía, al igual que los
libros del Antiguo Testamento, llevaba las má ximas de la sabiduría
burguesa, era un libro escolar en la Atenas democrá tica. Era, decía
Xenofonte, un tratado sobre el hombre como un há bil jinete podría
escribir sobre el arte de la equitació n.

5. Rená n, cuya mente cultivada estaba nublada por el misticismo, había


decidido que la simpatía por la forma impersonal de la propiedad.
Cuenta en sus Memorias de la Infancia (VI) que en lugar de dedicar sus
ganancias a la adquisició n de bienes inmuebles prefería comprar
"acciones y bonos má s ligeros, má s frá giles, má s etéreos". El billete de
banco es un valor tan etéreo como las acciones y los bonos.

6. Las crisis impresionan tan vivamente a los burgueses que hablan de


ellas como si fueran seres corpó reos. El célebre humorista
estadounidense Artemus Ward relata que escuchar a ciertos financistas
y fabricantes en Nueva York afirma tan positivamente: "La crisis ha
llegado, está aquí", pensó que debía estar en la sala, y para ver qué tipo
de cabeza tenía, empezó a buscarla bajo las mesas y sillas.

7. Theognis, al igual que Job y otros autores del Antiguo Testamento, se


siente avergonzado por la dificultad de reconciliar la injusticia de los
hombres con la justicia de Dios. "Oh Hijo de Saturno", dice el poeta
griego, "¿có mo puedes conceder la misma suerte al justo y al injusto? *
* * Oh rey de los inmortales, ¿es justo que sufra quien no ha cometido
ningú n acto vergonzoso, no ha transgredido la ley, no ha hecho

33
juramentos falsos, pero siempre ha permanecido honorable? * * * El
hombre injusto, lleno de sí mismo, que no teme la ira de los hombres ni
de los dioses, que comete actos de injusticia, se atiborra de riquezas,
mientras que el hombre justo será despojado y será consumido por una
dura pobreza. * * ¿Qué mortal es aquel que, viendo estas cosas, teme a
los dioses?" El salmista dice:

"He aquí que estos son los impíos, que prosperan en el mundo;
aumentan en riquezas" Cuando pensé en saber esto, fue demasiado
doloroso para mí. * * Tenía envidia de los necios (los que no temen al
Eterno) cuando vi la prosperidad de los malvados". (Salmo LXXIII.) Los
teognistas y los judíos del Antiguo Testamento, al no creer en la
existencia del alma después de la muerte, piensan que es en la tierra
donde se castiga a los malvados, "porque má s alta es la sabiduría de los
dioses", dice el moralista griego.

"Pero eso irrita el espíritu de los hombres, ya que no es cuando se


comete el acto que los inmortales se vengan de la falta. Uno paga la
deuda en su propia persona, otro condena a sus hijos a la desgracia".
Los hombres son castigados por el pecado de Adá n, segú n el
cristianismo.

8. Só crates, en el décimo y ú ltimo libro de la Repú blica, cita como


digna de creerse la historia de un armenio que, dejado por muerto diez
días en el campo de batalla, volvió a la vida, como Jesú s, y relató que
había visto en el otro mundo "almas castigadas diez veces por cada acto
injusto cometido en la tierra". Fueron torturados por "hombres
horribles, que aparecieron todos en llamas". * Desollaron a los
criminales, los arrastraron sobre espinas, etc." Los cristianos, que
sacaron parte de sus ideas morales del sofisma plató nico, no tuvieron
má s que completar y mejorar la historia de Só crates para establecer su
infierno, adornado con tales horrores espantosos.

9. Emile Peréire, al día siguiente de la escandalosa caída del Credit


Mobilier, del que fue fundador y gerente, encontrá ndose en los
bulevares con un amigo que hizo como si no lo reconociera, se dirigió
directamente a él y le dijo en voz alta: "Puedes saludarme, todavía
tengo varios millones" El desafío, interpretando tan bien el sentimiento

34
burgués, recibió el debido comentario y apreciació n. Peréire murió cien
veces millonario, honrado y arrepentido.

10. Tertuliano en su Apologética y San Agustín en su Ciudad de Dios


relatan como hechos innegables que Esculapio había resucitado de
entre los muertos a varias personas, mencionadas por su nombre, que
una Vestal había llevado agua del Tíber en un tamiz, que otra Vestal
había remolcado un barco con su faja.

11. “Wealth engenders not satiety,” says Theognis, “the man who has
the most strives ever to double it.”

12. The author might have included American capitalists; witness the
famous Bible class of John D. Rockefeller, Jr. – Translator

El origen de las ideas abstractas

35
I. Opiniones contradictorias sobre el origen de las ideas abstractas

A menudo sucede en la historia del pensamiento que las hipó tesis y


teorías, después de haber sido objeto de estudio y discusió n,
desaparecen del campo de la actividad intelectual para reaparecer só lo
después de una temporada de olvido má s o menos prolongada. Luego
se examinan de nuevo a la luz del bagaje de conocimientos acumulados
durante el intervalo, y algunas veces terminan siendo incluidas en el
bagaje de las verdades adquiridas.

La teoría de la continuidad de las especies - admitida


inconscientemente por el salvaje, que toma para sus antepasados
plantas y animales dotados de cualidades humanas, previstas
científicamente por los pensadores de la antigü edad y del
Renacimiento, brillantemente definidas por los naturalistas a finales
del siglo XVIII - se había hundido en un olvido tan profundo tras el
memorable debate entre Geoffrey Saint-Hilaire y Cuvier, que su
concepció n fue atribuida a Darwin cuando lo revivió en 1859 en su
Origen de las especies. Las pruebas que en 1831 faltaban para que
Geoffrey Saint-Hilaire consiguiera la victoria de su tesis, Unidad del
Plan, se habían acumulado en tal abundancia que Darwin y sus
discípulos habían sido capaces de completar la teoría e imponerla al
mundo científico. La teoría materialista del origen de las ideas
abstractas tuvo una experiencia similar: planteada y discutida por los
pensadores de Grecia, retomada en Inglaterra por los filó sofos del siglo
XVII, y en Francia por los del siglo XVIII -desde el triunfo de la
burguesía ha sido eliminada de las preocupaciones filosó ficas.

Junto a las ideas que corresponden a las cosas y a las personas,


existen otras que no tienen una contrapartida tangible en el mundo
objetivo, como las ideas de lo justo, lo verdadero, lo bueno, lo malo; del
nú mero, la causa y el infinito. Si ignoramos el fenó meno cerebral que
transforma la sensació n en idea, así como no sabemos có mo un dínamo
transforma el movimiento en electricidad, no tenemos ningú n
problema en tener en cuenta el origen de las ideas que son las
concepciones de los objetos aprehendidos por los sentidos; mientras
que el origen de las ideas abstractas que no corresponden a ninguna
36
realidad objetiva, ha sido objeto de estudios que no han dado todavía
resultados definitivos.

Los filó sofos griegos, a los que encontramos a la entrada de todas las
vías del pensamiento, han declarado y tratado de resolver el problema
de las ideas abstractas. Zenó n (el fundador de la Escuela Estoica)
consideraba los sentidos como la fuente del conocimiento, pero la
sensació n se convirtió en una concepció n só lo después de haber sufrido
una serie de transformaciones intelectuales.

Los salvajes y bá rbaros, que fueron los creadores de las lenguas


latina y griega, anticipá ndose a los filó sofos, parecían creer que los
pensamientos procedían de las sensaciones, ya que en griego eidos, la
apariencia física del objeto, lo que golpea la vista, significa "idea"; y en
latín sapientia, el sabor de un objeto, lo que golpea el paladar, se
convierte en "razó n". [1].

Plató n, por el contrario, pensaba que las ideas del Bien, la Verdad, la
Belleza, eran innatas, inmutables, universales. "El alma en su viaje por
la senda de Dios, desdeñ ando lo que impropiamente llamamos seres, y
levantando sus miradas hacia el ú nico y verdadero Ser, lo había
contemplado y recordado lo que había visto". (Phaedrus). Só crates
también había puesto aparte de la humanidad un Derecho Natural
cuyas leyes, no escritas en ninguna parte, son sin embargo respetadas
por todo el mundo, aunque los hombres nunca se hayan reunido para
promulgarlas de comú n acuerdo. [2]

Aristó teles no parece tener una fe tan robusta en el Derecho Natural,


con el que se burla agradablemente cuando asegura que es inviolable
só lo para los dioses, sin embargo, los inmortales del Olimpo estaban
muy a gusto con este Derecho Natural, y sus acciones y prá cticas eran
tan groseramente chocantes para la corriente moral entre los mortales,
que Pitá goras condenó a los tormentos del infierno a las almas de
Homero y Hesíodo por haberse aventurado a relatarlas.

Cierto, decía Aristó teles, no era universal. Segú n él, só lo podía existir
entre personas iguales. El padre de familia, por ejemplo, no podía
cometer una injusticia hacia su esposa, sus hijos o sus esclavos, ni hacia
ninguna persona que dependiera de él. Podía golpearlos, venderlos y
37
matarlos sin por ello apartarse del derecho. Aristó teles, como se suele
hacer, adaptó su Derecho a las costumbres de su época; como no
concibió la transformació n de la familia patriarcal, se vio obligado a
erigir sus costumbres en principios de derecho. Pero en lugar de
otorgarle al Derecho un cará cter universal e inmutable, le concedió só lo
un valor relativo y limitó su acció n a personas situadas en un plano de
igualdad.

Pero, ¿có mo es que su maestro Plató n, cuya mente era tan sutil, que
tenía bajo sus ojos las mismas costumbres y que no tenía idea de su
abolició n, ya que en su repú blica ideal introdujo la esclavitud, no tenía
las mismas opiniones con respecto a la relatividad de la Justicia? Una
palabra de Aristó teles da lugar a la teoría de que Plató n, al igual que los
sacerdotes de los Sagrados Misterios y la mayoría de los sofistas, no
había explicado en sus escritos toda su filosofía, sino que só lo la había
revelado a un pequeñ o nú mero de discípulos de confianza. Podría
haberse sentido intimidado por la condena de Só crates y los peligros
que le acarrearon en Atenas los Anaxogaras, que habían importado allí
de Jonia la Filosofía de la Naturaleza, y que só lo escaparon de la muerte
en su huida.

Esta opinió n se ve confirmada por una lectura atenta y comparativa


de los diá logos de Plató n, que, como señ ala Goethe, hace a menudo el
juego a sus lectores. En todo caso, el maestro de Só crates y varios de los
discípulos de este ú ltimo no tenían má s que una idea muy ligera de la
inmutabilidad de la Justicia. Arquelao, que merecía el apellido de
"Naturalista" (Phusikos), y que fue el maestro de Só crates, negó el
Derecho Natural y sostuvo que las leyes civiles eran el ú nico
fundamento de las nociones de lo Justo e Injusto. Aristipo, que, como
Plató n, fue discípulo de Só crates, declaró su profundo desprecio por el
Derecho Natural y Social, y profesó que el sabio debía ponerse por
encima de las leyes civiles y permitirse hacer todo lo que éstas
prohibían cuando podía hacerlo con seguridad: la acció n que prohibían
era mala só lo en la opinió n vulgar, inventada para mantener a raya a
los necios. Plató n, sin tener la osadía de exponer tales doctrinas,
demostró con su reconocido respeto a la pederastia la poca
importancia que daba a las leyes del derecho natural. Este amor contra
la naturaleza, prohibido a los esclavos, era el privilegio de los
38
ciudadanos libres y de los hombres virtuosos; en la Repú blica (Libro 5)
Só crates hace de esto una de las recompensas por el valor bélico. La
disputa sobre el origen de las ideas se reavivó en los siglos XVII y XVIII
en Inglaterra y Francia, cuando la burguesía se puso en marcha y se
preparaba para apoderarse de la dictadura de la sociedad. No hay ideas
innatas, declararon Diderot y los Enciclopedistas. El hombre viene al
mundo como una tabla en blanco en la que los objetos de la naturaleza
graban sus impresiones a medida que pasa el tiempo. La escuela
sensacionalista de Condillac formuló su famoso axioma: "Nada existe en
el entendimiento que no haya sido originalmente en los sentidos".
Buffon aconsejó la recopilació n de hechos para obtener ideas, que no
son má s que sensaciones comparadas, o má s exactamente, asociaciones
de sensaciones.

Descartes, reviviendo el método de introspecció n y el "Conó cete a ti


mismo" de Só crates, y volviendo a utilizar el rompecabezas chino de la
Escuela Alejandrina, "Darse a sí mismo, para encontrar a Dios", se aisló
en su ego para conocer el universo, y fechó en su ego el comienzo de la
filosofía, por lo que es reprochado por Vico. Como en su ego purificado
de las creencias enseñ adas, o por así decirlo, de los prejuicios
concebidos desde la infancia por los sentidos, así como de todas las
verdades enseñ adas por las ciencias, Descartes encontró las ideas de la
Sustancia, de la Causa, etc.; supuso que eran inherentes a la inteligencia
y no adquiridas por la experiencia. Eran, segú n la expresió n de Kant,
ideas universales y necesarias, conceptos racionales cuyos objetos no
pueden ser proporcionados por la experiencia, pero que existen
incontestablemente en nuestra mente; lo sepamos o no, sostenemos en
todo momento ciertos juicios necesarios y universales; en las
proposiciones má s simples está n contenidos los principios de
Sustancia, Causa y Ser.

Leibnitz respondió a quienes con Locke afirmaban que las ideas se


introducían por medio de los sentidos, que en realidad no existía nada
en el entendimiento que no hubiera estado originalmente en los
sentidos, excepto el entendimiento mismo. El hombre, segú n él, trajo
consigo al nacer ciertas ideas y concepciones ocultas en su
entendimiento que el encuentro de objetos exteriores sacó a la luz. La
inteligencia está preformada antes de que comience la experiencia
39
individual. Comparó las ideas y concepciones anteriores a la
experiencia con las diferentes vetas de color que se extienden por un
bloque de má rmol y que el há bil escultor utiliza para adornar las
estatuas que talla en él.

Hobbes, que antes de Locke había dicho en su tratado sobre la


Naturaleza Humana, que no había .ideas que no hubieran existido
previamente en la sensació n, y que las sensaciones son el origen de las
ideas - reproduciendo la tesis de Arquelao, sostenida en su De Cive, que
hay que recurrir a las leyes civiles para saber lo que era justo y lo que
era injusto. Ellas nos indican lo que debe llamarse robo, asesinato,
adulterio o injuria a un ciudadano; pues no es un robo el quitarle a
alguien lo que posee, sino lo que le pertenece; ahora le corresponde a la
ley determinar lo que es nuestro y lo que es de otro. Asimismo, no todo
homicidio es asesinato, sino cuando se mata a alguien a quien la ley
civil prohíbe dar muerte; ni tampoco es adulterio acostarse con una
mujer, sino só lo tener que ver con una mujer a la que la ley prohíbe
acercarse. [4].

Los patricios de Roma y Atenas no cometieron ningú n adulterio al


tener conexió n con las esposas de los artesanos, en quas stuprum non
committitur - "contra quienes no se comete un crimen", dijo la brutal
fó rmula legal. Se consagraron al libertinaje aristocrá tico. En nuestros
días, el marido que en Inglaterra debía matar a su esposa, tomada en
acto de adulterio, sería colgado sumariamente como un vulgar asesino;
mientras que en Francia, lejos de ser castigado se convierte en un
héroe, que ha vengado su honor. El curso de un río basta para
transformar un crimen en un acto virtuoso, así lo dijo, ante Pascal, el
escéptico Montaigne. (Libro 2, Capítulo 13.)

Locke sostenía que las ideas procedían de dos fuentes, la sensació n y


la reflexió n. Condillac aparentemente privó a la doctrina del filó sofo
inglés de una de sus fuentes, la reflexió n, dejando só lo la sensació n, que
se transformó en atenció n, comparació n, juicio, razó n y finalmente en
deseo y voluntad.

Su ex-discípulo, Maine de Biran, echando la sensació n a los vientos y


restaurando para honrar el método de Descartes, que sacaba todo de su
ego como de un pozo, encontró en la comprensió n el punto de partida
40
de sus ideas. Los conceptos de "Causa y Sustancia", dijo, "son
antecedentes en nuestra mente de los dos principios que los
contienen". Primero pensamos estas ideas dentro de nosotros mismos,
en nuestro conocimiento de la Causa y la Sustancia que somos; una vez
adquiridas estas ideas, la inducció n las lleva fuera de nosotros y nos
hace concebir causas y sustancias dondequiera que haya fenó menos y
cualidades". El principio de la Causa y de la Sustancia se reduce a un
fenó meno o má s bien a una ficció n de nuestro entendimiento, para usar
la frase de Hume. El método introspectivo de Descartes y Só crates, del
que los espiritualistas burgueses abusaron tan generosamente,
conduce por un lado al escepticismo y por otro a la impotencia, pues
"pretender iluminar las profundidades de la actividad psicoló gica por
medio de la conciencia individual es como querer iluminar el universo
con un fó sforo", dice Maudsley.

La victoria final de la burguesía en Inglaterra y en Francia imprimió


una revolució n completa al pensamiento filosó fico. Las teorías de
Hobbes, Locke y Condillac, después de haber ocupado el centro del
escenario, fueron destronadas. Ya no se dignaron a discutirlas y nunca
se mencionaron a menos que se truncaron y falsificaron, para servir de
ejemplo de las andanzas en las que cae el espíritu humano cuando
abandona los caminos de Dios. La reacció n llegó tan lejos que bajo
Carlos X incluso la filosofía de los sofistas del espiritismo cayó bajo
sospecha. Se intentó prohibir su enseñ anza en los colegios. [6]

La burguesía triunfante restableció en el altar de su Razó n las


verdades eternas y el espiritualismo má s vulgar. La justicia, que los
filó sofos de Grecia, Inglaterra y Francia habían reducido a proporciones
razonables, que la adecuaban a las condiciones del medio social en el
que se manifestaba, se convirtió en un principio necesario, inmutable y
universal. La "justicia", clamaba uno de los sofistas má s académicos de
la filosofía burguesa, "es invariable y está siempre presente", aunque
só lo llega por grados en el pensamiento humano y en los hechos
sociales. Los límites de su campo de acció n se extienden siempre y
nunca se estrechan; ninguna fuerza humana puede hacerla salir del
terreno una vez adquirida.

41
Los enciclopedistas se lanzaron con entusiasmo revolucionario a la
bú squeda del origen de las ideas, que esperaban encontrar
cuestionando la inteligencia de los niñ os y los salvajes. La nueva
filosofía rechazó desdeñ osamente estas investigaciones que, por su
naturaleza, conducían a resultados peligrosos[7]. "Dejemos de lado en
primer lugar la cuestió n del origen", exclamó Víctor Cousin, el maestro
sofista, en su argumento sobre la Verdad, el Bien y la Belleza.

"La filosofía del siglo pasado era demasiado complaciente con este
tipo de cuestiones. ¿Con qué fin llamaremos a la regió n de las tinieblas
para la luz, o a una mera hipó tesis para la explicació n de la realidad;
por qué volver a una pretendida etapa primitiva para dar cuenta de una
etapa actual que puede ser estudiada en sí misma; por qué indagar en
el germen de lo que puede ser percibido y que necesita ser conocido en
su forma acabada y perfecta? Negamos absolutamente que la
naturaleza humana deba ser estudiada en el famoso salvaje de Aveyron
o en sus pares de las islas de Oceanica o del continente americano. El
verdadero hombre es el hombre perfecto en su tipo; la verdadera
naturaleza humana es la naturaleza humana que ha llegado a su pleno
desarrollo, ya que la verdadera sociedad es también la sociedad
perfeccionada. Apartemos los ojos del niñ o y del salvaje para fijarlos en
el hombre verdadero, el hombre real y acabado". (Lecciones 15 y 16)

El ego de Só crates y Descartes no podía sino conducir


inevitablemente a la adoració n de los burgueses, el hombre perfecto en
su especie, real, acabado, - el tipo de naturaleza humana llegó a su
completo desarrollo y a la consagració n de la sociedad burguesa, el
orden social acabado, fundado en los principios eternos e inmutables
de la Bondad y la Justicia. Ha llegado el momento de investigar el valor
de esta Justicia y de estas eternas verdades del espiritualismo burgués
y de reabrir el debate sobre el origen de las ideas.

II. Formación del instinto y de las ideas abstractas

42
Podemos aplicar al instinto de los animales lo que los filó sofos
espiritualistas llaman ideas innatas. Las bestias nacen con una
predisposició n orgá nica, una preformació n intelectual, segú n la frase
de Leibnitz, que les permite realizar espontá neamente, sin pasar por la
escuela de ninguna experiencia, los actos má s complicados necesarios
para su conservació n individual y la propagació n de su especie. Esta
preformació n no es en ningú n lugar má s notable que en los insectos
que pasan por metamorfosis, como la mariposa y el may-bug. Segú n sus
transformaciones, adoptan diferentes tipos de vida rigurosamente
correlacionados con cada una de las nuevas formas que asumen.
Sébastien Mercier tenía toda la razó n cuando declaró que "el instinto
era una idea innata". [8].

Los espiritistas, no teniendo la idea de que el instinto pueda ser el


resultado de la lenta adaptació n de una especie de animales a las
condiciones de su entorno natural, concluyen rotundamente que el
instinto es un don de Dios. El hombre nunca ha dudado en poner fuera
de su alcance las causas de los fenó menos que se le escapan. Pero el
instinto no es como la justicia de los sofistas del espiritismo, una
facultad inmutable, susceptible de ninguna desviació n, de ninguna
modi ficació n. Los animales domésticos han modificado má s o menos
los instintos que Dios, en su inagotable bondad, concedió a sus salvajes
antepasados. Los pollos y patos de nuestros patios traseros casi han
perdido su instinto de vuelo, que se ha vuelto inú til en el ambiente
artificial en el que el hombre los ha colocado durante siglos. El instinto
acuá tico ha sido borrado en los patos de Ceilá n hasta tal punto que hay
que empujarlos para que se metan al agua. Diferentes variedades de
pollos, Houdans, LaFleche, Campine, etc., han sido despojados del
instinto imperativo de la maternidad; aunque son excelentes
ponedoras, nunca piensan en sentarse sobre sus huevos. Los terneros
en ciertas partes de Alemania, durante generaciones, han sido
arrancados de sus madres al nacer, y entre las vacas se ha observado
un notable debilitamiento del instinto maternal. Giard piensa que una
de las principales causas de ese instinto en los mamíferos podría ser la
necesidad orgá nica de alivio de la leche, que hace que los pechos se
hinchen y duelan. [9].

43
Otro naturalista muestra que el instinto de construcció n de nidos del
stickleback debe ser atribuido no a la Deidad, sino a una inflamació n
temporal de los riñ ones durante la temporada de apareamiento.

No se necesita mucho tiempo para revertir el instinto mejor


arraigado. Romanes cita el caso de una gallina a la que se le había hecho
sentarse tres veces sobre huevos de pato y que conscientemente
empujó al agua los verdaderos pollos que se le había permitido incubar.
El hombre ha volcado los instintos de la raza canina; segú n sus
necesidades le ha dado nuevos instintos y después los ha suprimido. El
perro en estado salvaje no ladra. Los perros de los salvajes son
silenciosos; el hombre civilizado le ha dado al perro el instinto de
ladrar y lo ha suprimido después en los perros de ciertas razas. Cuando
el sabueso se encuentra con la caza, salta sobre ella ladrando con
fuerza, mientras que la vista de la caza hace enmudecer al colocador y
lo clava en el lugar. Si el colocador es de buena raza, no necesita una
educació n individual para manifestar este instinto, que es
relativamente una adquisició n nueva. Los perros jó venes que cazan por
primera vez se detienen mudos e inmó viles en su camino al ver piedras,
ovejas, etc. Esta tendencia está implantada en el cerebro, pero es ciega
y requiere un entrenamiento especial. Puesto que para modificar o
suprimir los instintos de un animal y desarrollar otros nuevos en él,
só lo es necesario colocarlo en nuevas condiciones de existencia, el
instinto de los animales salvajes es entonces só lo el resultado de su
adaptació n a las condiciones del medio natural en el que viven. No se
crea de una sola vez; se desarrolla gradualmente en la especie animal
bajo la acció n y reacció n de fenó menos externos e internos, que pueden
ser desconocidos pero que necesariamente han existido.

El hombre puede estudiar en sí mismo la formació n del instinto. No


puede aprender nada, ni mental ni físicamente, sin una cierta tensió n
cerebral que se relaja en la medida en que el objeto de estudio se hace
má s familiar. Cuando, por ejemplo, se empieza a tocar el piano, hay que
observar atentamente el movimiento de las manos y de los dedos para
tocar exactamente la nota deseada, pero con la costumbre se llega al
punto de tocarla mecánicamente sin mirar el teclado y pensando en
otras cosas. Así pues, cuando se estudia una lengua extranjera, hay que
estar siempre atento a la elecció n de las palabras, artículos,
44
preposiciones, terminaciones, adjetivos, verbos, etc., que vienen a la
mente instintivamente cuando se familiariza con la nueva lengua. El
cerebro y el cuerpo del hombre y del animal tienen la propiedad de
transformar en acciones automá ticas lo que originalmente era
voluntario y consciente, y el resultado de una atenció n sostenida. Sin
esta propiedad de automatizarse, el hombre sería incapaz de educarse
ni física ni intelectualmente; si se viera obligado a vigilar sus
movimientos para hablar, caminar, comer, etc., permanecería en la
infancia eterna. La educació n enseñ a al hombre a prescindir de su
inteligencia. Tiende a transformarlo en una máquina cada vez má s
complicada. La conclusió n es paradó jica.

El cerebro de un adulto está má s o menos automatizado segú n el


grado de su propia educació n y la de su raza. Las nociones elementales
y abstractas de Causa, Sustancia, Ser, Nú mero, Justicia, etc., le son tan
familiares e instintivas como el comer y el beber, y ha perdido todo
recuerdo de la manera en que las adquirió , porque el hombre
civilizado, al igual que el colonizador, hereda al nacer el há bito
tradicional de adquirirlas en la primera ocasió n. Pero esta tendencia a
adquirirlas es el resultado de una experiencia ancestral progresiva
prolongada a través de miles de añ os. Sería tan ridículo pensar que las
ideas abstractas germinaron espontá neamente en la cabeza humana
como pensar que la bicicleta o cualquier otra má quina del tipo má s
mejorado se había construido en el primer intento. Las ideas
abstractas, como el instinto de los animales, se fueron formando poco a
poco en el individuo y en la raza. Para buscar su origen no basta con
analizar el modo de pensar del adulto civilizado, como lo hace
Descartes, sino que también, como lo habrían hecho los
Enciclopedistas, hay que cuestionar la inteligencia del niñ o y volver a
trazar el curso de las edades para estudiar el de los bá rbaros y los
salvajes, como estamos obligados a hacer cuando queremos encontrar
los orígenes de nuestras instituciones políticas y sociales, de nuestras
artes y de nuestras ciencias. [10]

Los sensacionalistas del siglo XVIII al hacer del cerebro una tabula
rasa, que era una forma radical de renovar la "purificació n" de
Descartes, descuidaron este hecho de capital importancia; a saber, que
el cerebro del hombre civilizado es un campo trabajado durante siglos
45
y sembrado de conceptos e ideas por miles de generaciones y que,
segú n la expresió n exacta de Leibnitz, está preformado antes de que
comience la experiencia individual. Debemos admitir que posee la
disposició n molecular destinada a dar nacimiento a un nú mero
considerable de ideas y conceptos. Alguna admisió n de este tipo es
necesaria para explicar que hombres extraordinarios, como Pascal, han
sido capaces de descubrir por sí mismos má s de una serie de ideas
abstractas, como los teoremas del primer libro de Euclides, que só lo
han sido elaborados por una larga procesió n de pensadores. En todo
caso, el cerebro posee tal aptitud para adquirir ciertos conceptos e
ideas elementales que no percibe el hecho de su adquisició n. El cerebro
no se limita a recibir impresiones que vienen del exterior, por medio de
los sentidos; hace por sí mismo un trabajo molecular, que los fisió logos
ingleses llaman cerebració n inconsciente, que le permite completar sus
adquisiciones e incluso hacer otras nuevas sin pasar por la experiencia.
Los estudiantes utilizan esta preciosa facultad cuando aprenden su
lecció n imperfectamente y se acuestan dejando a su sueñ o el deber de
fijarlos en la memoria.

En efecto, el cerebro está lleno de misterios. Es una tierra incó gnita


que los fisió logos apenas han comenzado a explorar. Ciertamente posee
facultades que a menudo no encuentran salida en el entorno en el que
el individuo y su raza está n evolucionando. Estas facultades latentes no
pueden, por lo tanto, resultar de la acció n directa del ambiente exterior
sobre el cerebro, sino má s bien de su acció n sobre otros ó rganos, que a
su vez reaccionan sobre los centros nerviosos. Goethe y Geoffroy Saint-
Hilaire llamaron a este fenó meno el equilibrio de los ó rganos. He aquí
dos ejemplos histó ricos.

Los salvajes y los bá rbaros son capaces de un nú mero mucho mayor


de operaciones intelectuales que las que realizan en su vida diaria.
Durante cientos de añ os los europeos han transportado de la costa de
Á frica a las colonias a miles de negros salvajes y bá rbaros, alejados de
los hombres civilizados por siglos de cultura. Sin embargo, al cabo de
muy poco tiempo asimilaron los oficios de la civilizació n. Los guaraníes
del Paraguay, cuando los jesuitas emprendieron su educació n, vagaban
desnudos por los bosques, armados só lo con un arco y un garrote de
madera sin ningú n conocimiento, excepto el de cultivar maíz. Su
46
inteligencia era tan rudimentaria que no podían contar má s allá de
veinte, usando los dedos de las manos y los pies. Sin embargo, los
jesuitas hicieron de estos salvajes há biles operarios, capaces de realizar
trabajos difíciles - como ó rganos complicados, esferas geográ ficas,
pinturas y esculturas decoradas. Estos oficios y artes con las ideas
correspondientes no existían en estado innato en las manos y el
cerebro de los guaraníes. Habían sido, por así decirlo, vertidos en ellos
por los jesuitas a medida que se añ aden nuevos aires a un ó rgano
callejero. El cerebro de los Guaraníes, si era incapaz de descubrirlos por
iniciativa propia, estaba al menos maravillosamente "predispuesto" o
"preformado", segú n la frase de Leibnitz, para adquirirlos.

Es igualmente cierto que el salvaje es tan ajeno a los conceptos


abstractos de los hombres civilizados como a sus artes y oficios, lo que
se demuestra por la ausencia en su lenguaje de términos para las ideas
generales. ¿Có mo es posible que las ideas y conceptos abstractos que
son tan familiares para el hombre civilizado se hayan deslizado en el
cerebro humano? Para resolver este problema, que tanto ha
preocupado al pensamiento filosó fico, debemos, como los
enciclopedistas, iniciar el camino abierto por Vico, y cuestionar el
lenguaje, el má s importante, si no el primero, de los modos de
manifestació n de los sentimientos y de las ideas. Juega un papel tan
considerable que los cristianos de los primeros siglos, reproduciendo la
idea de los hombres primitivos, decían: "La Palabra es Dios"; y que los
griegos designaban con el mismo término, logos, la palabra y el
pensamiento; y que del verbo phrazo (hablar) derivaban phrazomai,
hablar consigo mismo, pensar. En efecto, la cabeza má s abstracta no
puede pensar sin emplear palabras - sin hablarse a sí mismo
mentalmente, si no lo hace realmente, como los niñ os y muchos adultos
que murmuran lo que piensan. El lenguaje ocupa un lugar demasiado
importante en el desarrollo del intelecto como para que la formació n
etimoló gica de las palabras y sus sucesivos significados no reflejen las
condiciones de vida y el estado mental de los hombres que las crearon
y utilizaron. Un hecho nos llama la atenció n desde el principio; a
menudo se usa una misma palabra para designar una idea abstracta y
un objeto concreto. Las palabras que en las lenguas europeas significan
bienes materiales, y la línea recta, tienen también el significado del Bien
y del Derecho moral, la Justicia;
47
Ta agatha (griego) bienes, riqueza; a agathon, el bien.

Bona (latín), bienes; bonum (latín) el bien.

Les biens (francés) bienes; le Bien, el bien

Orthos (griego), rectum (latín), derecho (españ ol), droit, (francés), etc.
tienen el doble significado de estar en línea recta y el de Derecho,
Justicia.

Aquí también hay otros ejemplos escogidos en el idioma griego:


Kalon, flecha, jabalina, belleza, virtud; frase, corazó n, entrañ as, razó n,
voluntad; kakos, hombre de origen plebeyo, bajo, malvado, feo; kakon,
vicio, crimen. La palabra kakos contribuye a la formació n de una serie
de términos, empleados para lo que es vil y malo; kakke, excremento;
kakkia, vicio, bajeza; kakotheos, impío; kakophonia, sonido
desagradable, etc. El hecho merece atenció n, aunque poco notorio. Así
sucede con los fenó menos cotidianos; porque llenan los ojos no se ven.
Sin embargo, vale la pena considerar có mo la lengua vulgar y la lengua
filosó fica y jurídica han unido bajo el mismo término lo material y lo
ideal, lo concreto y lo abstracto. Se plantean dos preguntas desde el
principio: primero, ¿se han degradado lo abstracto y lo ideal en lo
concreto y en lo material, o se han transformado lo material y lo
concreto en lo ideal y lo abstracto? - y ¿có mo se ha logrado esta
transubstanciació n?

La historia de los significados sucesivos de las palabras resuelve la


primera dificultad; muestra el significado concreto siempre
precediendo al significado abstracto. Aissa (griego), utilizado al
principio para la suerte o la porció n que le corresponde a alguien en
una divisió n, termina por significar un decreto de destino; Moira, al
principio la porció n de un invitado a un banquete, la suerte de un
guerrero en la distribució n del botín; luego la porció n de uno en la vida
y finalmente la diosa del Destino, a la que "los dioses y los mortales
está n igualmente sujetos". Nomos comienza siendo usado para el
pastoreo y termina por la ley del significado.

El vínculo que une el significado abstracto con el significado


concreto no siempre es aparente. Así, es difícil a primera vista percibir

48
có mo la mente humana podría haber vinculado el pastoreo a la idea
abstracta de la ley, la línea recta a la idea de Justicia, la participació n de
un invitado en un banquete al destino inmutable. Mostraré los vínculos
que unen estos diferentes significados en el artículo sobre los Orígenes
de las Ideas, la Justicia y el Bien. Só lo es importante en este momento
señ alar el hecho.

La mente humana emplea ordinariamente el mismo método de


trabajo a pesar de la diferencia de los objetos sobre los que opera: por
ejemplo, el camino que ha seguido para transformar los sonidos en
vocales y consonantes es el mismo que el que recorre al pasar de lo
concreto a lo abstracto. El origen de las letras le pareció tan misterioso
al obispo Mallinkrot, que en su De Arte Typographica, para tranquilizar
su mente, atribuyó su invenció n a Dios, que ya era el autor del instinto
y de las ideas abstractas. Pero las investigaciones de los filó logos han
ido rasgando uno a uno los velos que envuelven el misterio alfabético.
Han demostrado que las letras no cayeron hechas desde el cielo, sino
que el hombre só lo llegó poco a poco a representar los sonidos por
consonantes y vocales. Mencionaré los primeros pasos recorridos, que
son ú tiles para mi demostració n.

El hombre comienza por la escritura de imá genes. Representa un


objeto por su imagen, un perro por el dibujo de un perro. Pasa luego a
la escritura simbó lica, y dibuja una parte para el todo, la cabeza de un
animal para todo el animal. Luego se eleva a la escritura metafó rica:
representa un objeto que tiene algú n parecido, real o supuesto, con la
idea a expresar - la parte delantera de un leó n para significar la idea de
prioridad, un codo para la Justicia y la Verdad, un buitre para la
maternidad. El primer intento de fonética se hizo mediante
rebuscamientos; el sonido se representaba con la imagen de un objeto
que tenía el mismo sonido. Los egipcios, que llamaban al rabo de cerdo
deb, representaban el sonido deb por la imagen del rabo rizado de un
cerdo. Finalmente se conservan un cierto nú mero de imá genes má s o
menos modificadas, ya no por el valor fonético de varias sílabas, sino
por el de la sílaba inicial, etc., etc. [12]

La escritura tenía que pasar inevitablemente por la etapa metafó rica


ya que el hombre primitivo piensa y habla en metá foras. El Piel Roja de

49
América para indicar un valiente guerrero dijo "es como el oso"; el
hombre de mirada penetrante es como el á guila; para afirmar que
perdona un ultraje declara "lo entierra en la tierra", etc. Estas
metá foras son para nosotros a veces indescifrables, por lo que resulta
difícil comprender có mo llegaron los egipcios a representar en sus
jeroglíficos la Justicia y la Verdad por el codo, y la maternidad por el
buitre. Desenredaré la metá fora del buitre. En el pró ximo artículo
explicaré la del codo. La familia matriarcal tuvo en Egipto una
longevidad extraordinaria, como lo demuestran en sus mitos religiosos
los numerosos rastros del antagonismo de los dos sexos; luchando, uno
por conservar su alta posició n en la familia, el otro por despojarla. El
egipcio, como Apolo en las Euménides de Esquilo, declara que es el
hombre quien cumple la importante funció n en el acto de la generació n,
y que la mujer, "como el pistilo de un fruto, só lo recibe y alimenta su
germen". La mujer egipcia devuelve el cumplido y se jacta de que
concibe sin la cooperació n del hombre. La estatua de Neith, la diosa
madre, la "Dama Soberana de las regiones superiores", llevaba en Sais
esta arrogante inscripció n: "Soy todo lo que ha sido, todo lo que es y
todo lo que será . Nadie ha levantado mi tú nica. El fruto que he dado es
el Sol". Su nombre, entre otros signos, tiene como emblema el buitre y
la primera letra de la palabra madre (mou). [13]

Ahora bien, los jeroglíficos de Horapolló n nos enseñ an que los


egipcios creían que en la especie de los buitres no había machos y que
las hembras eran fecundadas por el viento. A ese pájaro, considerado
en todas partes como feroz, le atribuían una ternura materna tan
extrema que le arrancaba el pecho para alimentar a sus pequeñ os. Así,
después de haber hecho de ella, por su extrañ a propiedad generativa, el
pájaro de Neith, la diosa madre, que también se propaga sin la
cooperació n del macho, hicieron de ella el símbolo de la madre, luego
de la maternidad.

Este ejemplo característico da una idea de las vueltas y revueltas por


las que pasa la mente humana para imaginar sus ideas abstractas a
través de las imá genes de los objetos concretos.

Si en la escritura metafó rica y emblemá tica la imagen de un objeto


material se convierte en el símbolo de una idea abstracta, se ve que una

50
palabra creada para denotar un objeto o uno de sus atributos termina
sirviendo para denotar una idea abstracta.

***

En la mente del niñ o y del salvaje - "ese niñ o de la raza humana",


como lo llama Vico- só lo existen imá genes de objetos definidos. Cuando
el niñ o pequeñ o dice muñ eca, no quiere hablar de ninguna muñ eca, no
importa cuá l, sino de una cierta muñ eca que ha tenido en sus manos y
que ya le ha sido mostrada, y si se le ofrece otra, hace que la rechace
con rabia; así, cada palabra es para él un nombre propio, el símbolo del
objeto con el que ha entrado en contacto. Su lenguaje, como el del
salvaje, no posee términos genéricos que abarquen una clase de objetos
de la misma naturaleza, sino una serie tras otra de nombres propios.
Así, los lenguajes salvajes no tienen términos para las ideas generales,
como "hombre", "cuerpo", etc., y para las ideas abstractas, Tiempo,
Causa, etc. Hay algunos que no tienen el verbo "ser". El tasmano tenía
una abundancia de palabras para cada á rbol de las diferentes especies,
pero ningú n término para decir á rbol en general. El malayo no tiene
una palabra para el color, aunque tiene palabras para cada color. El
Tbiponne no tiene palabras para el hombre, el cuerpo, el tiempo, etc. y
no posee el verbo ser. No dice: "Yo soy Abiponne", sino: "Me Abi-
ponne". Pero por grados el niñ o y el hombre primitivo llevan el nombre
y la idea de las primeras personas y cosas que han conocido a todas las
personas y cosas que presentan un parecido real o ficticio con ellos.
Elaboran de cierta manera, por analogía y comparació n, ciertas ideas
generales y abstractas que abarcan grupos de objetos, má s o menos
extendidos, y a veces el nombre propio de un objeto se convierte en el
término simbó lico de la idea abstracta que representa el grupo de
objetos que tienen analogías con el objeto para el cual la palabra había
sido acuñ ada. Plató n sostiene que las ideas generales así obtenidas, que
clasifican los objetos sin tener en cuenta sus diferencias individuales,
son "esencias de origen divino". Só crates en el Décimo Libro de la
Repú blica dice que la idea del lecho es una esencia de la creació n
divina, porque es inmutable, siempre idéntica a sí misma, mientras que
los lechos creados por los ebanistas difieren entre sí.

51
La mente humana ha reunido a menudo los objetos má s disímiles
que só lo tienen un vago punto de semejanza entre sí. Así, por un
proceso de antropomorfismo el hombre ha tomado sus propios
miembros como términos de comparació n, como lo prueban las
metá foras que persisten en los lenguajes civilizados aunque datan del
principio de la humanidad, como las "entrañ as de la tierra", las "venas
de una mina", el "corazó n de un roble", el "diente de una sierra", el
"desfiladero de una montañ a", el "brazo del mar", etc. Cuando la idea
abstracta de la medida toma forma en su cerebro, toma por unidad de
medida su pie, su mano, su pulgar, sus brazos (Orgía una medida griega
igual a dos brazos extendidos). Así que cada medida es una metá fora.
Cuando hablamos de un objeto de tres pies, dos pulgadas de extensió n,
queremos decir que es tan largo como tres pies y dos pulgares. 15] Pero
con el desarrollo de la civilizació n, la gente se vio obligada a recurrir a
otras unidades de medida. Así, los griegos tomaron el stadion, la
distancia recorrida en la pista de los Juegos Olímpicos; y los latinos
jugerum, la superficie que podía ser arada en un día por un jugum (una
yunta de bueyes).

Una palabra abstracta, como observa Max Muller, es a menudo só lo


un adjetivo transformado en un sustantivo; - es decir, el atributo de un
objeto metamorfoseado en un personaje, en una entidad metafísica, en
un ser imaginario, y es por medio de la metá fora que esta
metempsicosis se cumple. La metá fora es una de las principales formas
en que lo abstracto penetra en el cerebro humano. En las metá foras
anteriores, se habla de la boca de una caverna, de una lengua de tierra,
porque la boca presenta una abertura y la lengua una forma alargada.
El mismo proceso ha servido para procurar nuevos términos de
comparació n en la proporció n en que la necesidad de ellos se ha hecho
sentir, y es siempre la propiedad má s destacada del objeto, la que por
consiguiente impresiona má s vivamente a los sentidos que se hace el
término de comparació n.

Un gran nú mero de lenguas salvajes no tienen palabras para las


ideas abstractas de dureza, redondez, calidez, etc., y se ven privadas de
ellas porque el salvaje no ha logrado todavía m crear los seres
imaginarios o las entidades metafísicas que corresponden a estos
términos. Así, para duro dice "como piedra", para redondo "como la
52
luna", para caliente, "como el sol"; porque las cualidades de duro,
redondo y caliente está n en su cerebro inseparables de la piedra, la
luna y el sol. Es só lo después de un largo proceso de trabajo cerebral
que estas cualidades se desprenden, se abstraen de estos objetos
concretos para ser metamorfoseadas en seres imaginarios. Entonces el
término calificativo se convierte en un sustantivo y representa la idea
abstracta formada en el cerebro.

No se han encontrado tribus salvajes sin la idea de nú mero, la idea


abstracta por excelencia, aunque la numeració n de ciertos salvajes no
pasa de veinte. Es probable que incluso los animales puedan contar
hasta dos. He aquí una observació n que he hecho, fá cil de repetir, y que
parece probarlo: la paloma, aunque esté sentada sobre dos huevos -con
muy raras excepciones- tiene sin embargo la propiedad de poner
huevos a voluntad. Si después de haber puesto dos huevos se le quita
uno, la hembra pone un tercero, e incluso un cuarto y un quinto si los
huevos se toman tan rá pido como los pone. Necesita dos huevos en el
nido antes de empezar a sentarse. La paloma doméstica,
sobrealimentada, puede a veces poner tres huevos; cuando esto ocurre,
empuja uno fuera del nido, o lo deja si no puede empujar el huevo
superfluo.

Parece que la idea abstracta del nú mero, contrariamente a la opinió n


de Vico, es una de las primeras, si no la primera, que se forma en el
cerebro de los animales y del hombre; porque si todos los objetos no
tienen la propiedad de ser redondos, duros o calientes, etc., tienen sin
embargo una cualidad que les es comú n, la de ser distintos unos de
otros, por su forma y la posició n relativa que ocupan, y esta cualidad es
el punto de partida de la numeració n 16. La sustancia cerebral debe
tener la idea de nú mero, es decir, ser capaz de distinguir los objetos
entre sí, para cumplir su funció n. Esto fue reconocido por el pitagó rico
Philolaus, el primero que, segú n Dió genes de Laercia, afirmó que el
movimiento de la tierra describía un círculo, cuando declaró que el
nú mero reside en todo lo que es, y sin él nada puede ser conocido y
nada puede ser pensado.

Pero la extensió n de la numeració n má s allá del nú mero dos fue una


de las labores má s dolorosas que jamá s se hayan impuesto al cerebro

53
humano, como lo demuestra el cará cter místico que se atribuye a los
diez primeros nú meros [17]; y los recuerdos mitoló gicos y legendarios
que se adjuntan a ciertas figuras: 10 (el asedio de Troya y de Veii, que
duró exactamente diez añ os); 12 (los 12 dioses del Olimpo, las 12
labores de Hércules, los 12 apó stoles, etc.).); 50 (los 50 hijos de Príamo,
los 50 Danaides; Endimio, segú n Pausanio, hizo a Selena madre de 50
hijas; Acteó n fue cazado con 50 sabuesos cuando Diana lo
metamorfoseó ; la barca construida por Dana segú n las instrucciones de
Minerva, tenía 50 remos, al igual que la de Hércules en la época de su
expedició n contra Troya). Estos nú meros son tantas etapas en las que
la mente humana se detuvo después de los esfuerzos realizados para
llegar a los puntos, y los ha marcado con leyendas para preservar su
memoria.

El salvaje, cuando llega al final de su numeració n, dice "muchos" para


indicar los objetos que le quedan y que no puede contar por falta de
nú meros. Vico señ ala que para los romanos 60, luego 100, luego 1.000
eran cantidades innumerables. Los Hovas de Madagascar dicen que
para 1.000 "tarde", para 10.000 "noche", y la palabra tapitrisa, que
utilizan para indicar un milló n, se traduce literalmente al final de la
cuenta. Para nosotros era lo mismo, pero desde la guerra de 1870-1871
son mil millones lo que marca el límite de nuestra numeració n popular.

El lenguaje nos muestra que el hombre ha tomado su mano, su pie y


sus brazos por unidades de longitud. Todavía usa sus dedos de las
manos y de los pies para contar. F. Nansen dice que los Esquimaux, con
los que vivió má s de un añ o, no tienen nombre para ninguna cifra má s
allá del cinco. Ellos cuentan con los dedos de la mano derecha y luego
se detienen cuando todos los dedos han sido nombrados y tocados.
Para el seis toman la mano izquierda y dicen el primer dedo de la otra
mano, para el siete, el segundo dedo, así hasta el diez. Después cuentan
de la misma manera en los dedos de los pies y se detienen en veinte, el
límite de su numeració n; pero los grandes matemá ticos van má s allá y
por veintiuno dicen el primer dedo del otro hombre y comienzan de
nuevo, pasando por encima de las manos y los pies. Veinte es un
hombre, cien es cinco hombres. Las figuras romanas que se utilizaron
hasta la introducció n de .las figuras á rabes conservan la memoria de
este primitivo modo de numeració n; I es un dedo, II es dos dedos, V es
54
una mano con los tres dedos medios doblados mientras que el meñ ique
y el pulgar está n rectos; X es dos V o dos manos cruzadas. Pero cuando
era necesario contar má s allá de los cien y los mil, se veían obligados a
recurrir a otros objetos que los miembros humanos.

Los romanos tomaron piedras, cá lculos, de los cuales se deriva la


palabra cá lculo en las lenguas modernas. Las expresiones latinas
calculum ponere (colocar el guijarro) y subducere calculum (quitar el
guijarro) indican que era añ adiendo y quitando guijarros lo que
añ adían y restaban. En el Familistere of Guise vi las dos primeras
operaciones aritméticas enseñ adas por un proceso similar a niñ os de
cinco y seis añ os. Las piedrecitas eran las cosas obvias para este uso; ya
habían servido para el sorteo en la distribució n del botín y la tierra.

Los salvajes no pueden figurar en sus cabezas. Deben tener ante sus
ojos los objetos que está n contando. Así, cuando hacen intercambios,
colocan en el suelo los objetos que está n dando frente a los que reciben.
Esta ecuació n primitiva, que en ú ltimo aná lisis es simplemente una
metá fora tangible, es lo ú nico que puede satisfacer sus mentes. Los
nú meros, en sus cabezas, como en las de los niñ os, son ideas concretas.
Cuando dicen dos, tres o cinco, ven dos, tres o cinco dedos, guijarros o
cualquier otro objeto. En muchas lenguas salvajes las primeras cinco
figuras llevan los nombres de los dedos; só lo por un proceso de
destilació n intelectual los nú meros llegan a despojarse en la cabeza del
adulto civilizado de cualquier forma que corresponda a un
determinado objeto, y a conservar só lo la forma de los signos
convencionales. El metafísico má s idealista no puede pensar sin
palabras ni calcular sin signos, es decir, sin objetos concretos. Los
filó sofos griegos, cuando comenzaron sus investigaciones sobre las
propiedades de los nú meros, les dieron formas geométricas. Los
dividieron en tres grupos: el grupo de los nú meros lineales (mekos). el
grupo de los nú meros de planos, cuadrados (epipedó n), el grupo de los
nú meros de tres dimensiones, cubos (triké auxé). Los matemá ticos
modernos han conservado la expresió n nú mero lineal para un nú mero
raíz.

El salvaje para largo, duro, redondo o caliente, dice "como el pie, la


piedra, la luna, el sol"; pero los pies son de longitud desigual, las

55
piedras son má s o menos duras, la luna no siempre es redonda, el sol es
má s caliente en verano que en invierno; así que cuando la mente
humana sintió la necesidad de un mayor grado de exactitud, reconoció
la insuficiencia de los términos de comparació n que había usado hasta
entonces. Entonces imaginó los tipos de longitud, dureza, redondez y
calor que debían emplearse como términos de comparació n. Es así
como en la mecá nica abstracta, los matemá ticos imaginaron una
palanca absolutamente rígida y sin espesor y una cuñ a absolutamente
incompresible para continuar sus investigaciones teó ricas, detenidas
por las imperfecciones de las palancas y las cuñ as de la realidad. Pero la
cuñ a y la palanca de los matemá ticos como los tipos de longitud,
redondez, dureza, si bien derivan de objetos reales cuyos atributos han
sido sometidos a una destilació n intelectual, ya no corresponden a
ningú n objeto real sino a ideas formadas en la cabeza humana. Debido a
que los objetos de la realidad difieren entre sí y del tipo imaginario,
siempre uno e idéntico a sí mismo, Plató n llama a los objetos reales
imá genes vanas y engañ osas y al tipo ideal una esencia de la creació n
divina. En ese caso, como en una multitud de otros, Dios, el creador, es
el hombre que piensa.

Los artistas, por un proceso aná logo, han dado nacimiento a


quimeras, cuyos cuerpos, aunque compuestas de ó rganos separados y
abstractos de diferentes animales, no corresponden a nada real sino a
un fantasma de la imaginació n. La quimera es una idea abstracta - tan
abstracta como cualquier idea que le guste de lo Bello, lo Bueno, lo
Justo, el Tiempo o la Causa - pero el propio Plató n no se atrevió a
clasificarla en el nú mero de sus esencias divinas. El hombre,
probablemente cuando las tribus bá rbaras comenzaron a diferenciarse
en clases, se separó del reino animal y se elevó al rango de un ser
sobrenatural, cuyos destinos son la preocupació n constante de los
dioses y los cuerpos celestes. Má s tarde aisló el cerebro de los demá s
ó rganos para convertirlo en el asiento del alma. La ciencia natural
reintegrará al hombre a la serie animal de la cual es la suma y la
corona; la filosofía socialista devolverá el cerebro a la serie de los
ó rganos. El cerebro tiene la propiedad de pensar como el estó mago
tiene la de digerir. No puede pensar sino con la ayuda de las ideas, que
fabrica con los materiales que le proporciona el medio natural y el
medio social o artificial en el que evoluciona el hombre.
56
Notas a pie de página

1. Los griegos parecían haber dado má s importancia al sentido de la


vista y los latinos al sentido del gusto, como lo demuestran los
siguientes ejemplos:

El aspecto griego eidos, la forma física.

eidolon imagen, sombra, fantasma, idea.

aspecto fantasma, forma exterior, imagen, idea.

gnoma signo, pensamiento.

gnomon cuadrado, reloj de sol, uno que sabe, científico.

noeo ver, pensar.

saphos llano, manifiesto, golpeando la visió n.

sofía ciencia, sabiduría.

Sabor a vapor en latín, gusto en juzgar la comida, razó n.

sapidus sabroso, agradable al gusto, sabio, virtuoso.

sapiens uno con un paladar delicado, sabio.

sapio tener gusto, tener razó n, saber.

Esta diferencia, en cuanto a las fuentes-sentido de las ideas,


caracteriza a estas dos naciones que desempeñ aron un papel histó rico
tan grande; una en la evolució n del pensamiento y en su manifestació n
poética y plá stica, y la otra en la elaboració n de la ley, en la
manipulació n brutal de los hombres y las naciones, y en la organizació n
unificada del mundo antiguo.

El niñ o muy pequeñ o y el salvaje llevan a la boca el objeto que


desean conocer; los químicos hacen lo mismo. La palabra francesa

57
savoir, saber, y su derivado savant, científico, combinan los dos
significados. Voir indica la funció n del ojo; y sa el ú ltimo trazo del verbo
sapio, indica la funció n del paladar. (En esta traducció n, como en la
original francesa, las palabras griegas se han puesto en tipo romano, ya
que el libro está destinado a los trabajadores má s que a los estudiosos
clá sicos, y el uso de letras familiares hace que la forma de las palabras y
el argumento que se extrae de ellas sea sencillo para el lector ordinario.
- Traductor)

2. Una de las leyes no escritas de Só crates fue el acuerdo universal de


prohibir las relaciones sexuales entre el padre o la madre y sus hijos.
Xenofonte, que había viajado por Persia y no ignoraba que los magos
practicaban este incesto para honrar a la divinidad y engendrar a los
sumos sacerdotes, afirmaba que era contrario a la ley natural y divina,
porque los hijos de tales matanzas son enclenques. Redujo la ley del
derecho natural de su maestro, Só crates, a nada má s que una ley
fisioló gica basada en la experiencia.

Só crates parece haber olvidado que Hesíodo, siguiendo las leyendas


religiosas de su época, da como esposa a Urano su propia madre, Gaia,
la diosa má s antigua, "la madre de todas las cosas", segú n Homero; en
las religiones de la India, Escandinavia y Egipto nos encontramos con
casos de incesto divino. Brahma se casa con su hija Saravasty; Odín con
su hija Frigga, y Amó n en el Papiro Anastasio de Berlín se jacta de ser el
esposo de su madre. Estas leyendas, que se encuentran en todas las
religiones primitivas, tienen un valor histó rico: las leyendas y las
ceremonias religiosas conservan el recuerdo de épocas largamente
enterradas en el olvido. El relato bíblico del sacrificio de Abraham y de
la comunió n cristiana, -esa simbó lica comida en la que el devoto
cató lico se come a su Dios encarnado- son los ecos lejanos de los
sacrificios humanos y de las fiestas caníbales de los semitas
prehistó ricos. El hombre para crear sus leyendas religiosas emplea el
mismo proceso que para elaborar sus ideas - utiliza como
acontecimientos materiales de su vida dalical; en el curso de los siglos
los fenó menos que las originaron se transforman y desaparecen, pero
la forma legendaria o ceremonial, que era su manifestació n intelectual,
sobrevive: basta con interpretarla inteligentemente para evocar las
costumbres de un pasado que se creía perdido para siempre.
58
Los incestos practicados por los sacerdotes persas y las leyendas
religiosas de pueblos de tan distintas razas nos llevarían, por tanto, a
suponer que en una época remota las relaciones sexuales entre padres
e hijos eran algo habitual. Sobre este punto Engels observa que las
tribus salvajes que llegaron primero al punto de prohibirlas, deben por
este solo hecho haber adquirido una ventaja sobre sus rivales y deben
por consiguiente haberlas destruido o haberles impuesto sus
costumbres. Es, pues, má s que probable, que la prohibició n de estos
matrimonios incestuosos -la costumbre má s universal que se conoce,
-tan universal que Só crates la consideró una de las leyes del Derecho
natural bis- no haya prevalecido siempre, y que, por el contrario, esas
relaciones sexuales se practicaran naturalmente en la especie humana
que emergía del animal. Pero la experiencia, al haber demostrado sus
malos efectos, hizo que se prohibieran, como pensó Xenofonte. Los
criadores también se han visto obligados a impedirlas entre los
animales domésticos para obtener buenos resultados.

3. Las opiniones aná rquicas de Aristipo y de la Escuela Cirenaica han


sido reproducidas en varias ocasiones a lo largo de la historia. Las
sectas cristianas de los primeros siglos y de la Edad Media, y las sectas
políticas de la Revolució n inglesa del siglo XVII y de la Revolució n
francesa del siglo XVIII, las han reavivado, y en algunos días ciertas
sectas anarquistas las propagan. La falta de equilibrio social se traduce
en el cerebro por este cínico rechazo de las nociones de la ética actual y
convencional. Volveré sobre este aspecto en el estudio dedicado a la
crisis de la filosofía griega.

4. De Cive, traducció n de Sorbière, Amsterdam 1649. Hobbes en el


Leviatá n retoma la misma tesis, que le pareció mejor confiar só lo al
latín en De Cive: "Los deseos y pasiones del hombre -dijo- no son
pecados en sí mismos, como tampoco las acciones que resultan de estas
pasiones son faltas, hasta que una ley las prohíba".

5. La evolució n intelectual de M. de Birá n es muy interesante. Permite


observar en el má s notable filó sofo francés de principios del siglo XIX el
repentino y extraordinario giro del pensamiento burgués, desde el
momento en que de ser una clase revolucionaria, la burguesía pasó a
ser una clase dominante y conservadora. Biran en el manuscrito de

59
1794, publicado después de su muerte en 1824, declara que Bacon y
Locke fundaron la ciencia filosó fica y que Condillac "asignó sus límites
y disipó para siempre esos sueñ os que se denominan 'Metafísica'". El
Instituto Nacional, en el que dominaba el sensacionalismo de Condillac,
coronó en el mes de Nivose del añ o IX (1801) un estudio de Birá n sobre
la influencia de la costumbre en la Facultad de Pensamiento, que él
había presentado a concurso. Birá n estableció como axioma que la
facultad de percepció n es el origen de todas las facultades, y propuso
aplicar el método de Bacon al estudio del hombre y arrojar luz sobre la
metafísica transportando la física a ella. De Gerando, que también
consideró necesario abjurar de Condillac y de su filosofía, en su
monografía sobre la Influencia de los signos en la Facultad del
Pensamiento, coronada por el Instituto en 1800, afirmó que la doctrina
de Condillac era, por así decirlo, la ú ltima palabra de la razó n humana
sobre las doctrinas que má s le interesaban. El Instituto coronó en 1805
una nueva monografía de Birá n sobre la Descomposició n del
Pensamiento. El escenario político se transformó : la burguesía
victoriosa se ocupó de reintroducir y poner a su servicio la religió n
cató lica, que había ridiculizado, despojado y pisoteado cuando era la
doncella de la aristocracia, su rival. Mientras los hombres de la política
reorganizaban el poder, retomando y reforzando las fuerzas represivas
del antiguo régimen, los filó sofos se encargaban de despejar los
fundamentos intelectuales de su filosofía "analítica e iconoclasta" de los
Enciclopedistas. El Instituto, al coronar esta monografía de Birá n, y él
mismo al escribirla, cumplían concienzudamente la tarea impuesta por
las nuevas condiciones sociales. La monografía de Biran señ ala que hay
una cierta ilusió n en el pretendido aná lisis de Condillac, y en esa
sensació n que se transforma en juicio y voluntad sin que uno se haya
tomado la molestia de asignarle un principio de transformació n, hace
que el método de Bacon se aplique de manera extemporá nea al estudio
de la mente responsable de las aberraciones de la filosofía del siglo
XVIII, y se opone a toda asimilació n entre los fenó menos físicos
percibidos por los sentidos y los hechos internos. Los sofistas habían
sucedido a los filó sofos.

El propio Cabanis, que iba a morir en 1808, tuvo tiempo todavía de


hacer su cambio de frente en su célebre obra sobre las Relaciones de lo
Físico y lo É tico en el Hombre, que apareció en 1802, había escrito: "La
60
medicina y la ética descansan sobre una base comú n; sobre un
conocimiento físico de la naturaleza humana. * La fuente de la ética está
en la organizació n humana. * Si Condillac hubiera comprendido la
economía animal, habría percibido que el alma es una facultad y no un
ser. Debemos considerar el cerebro como un ó rgano particular
destinado especialmente a producir el pensamiento, así como el
estó mago y los intestinos está n destinados a llevar a cabo la digestió n.
Las impresiones son el alimento del cerebro. * Se meten en el cerebro y
lo ponen a trabajar. * Llegan aisladas, sin coherencia, pero el cerebro
comienza su actividad, actú a sobre ellas y pronto las devuelve
metamorfoseadas en ideas.

Cabanis, que había escrito estos horrores materialistas, proclamó -en


su carta a Fauriel, sobre las Primeras Causas, publicada dieciséis añ os
después de su muerte- la existencia de Dios; la inteligencia que
gobierna el mundo, y la inmortalidad del alma por la persistencia del
ego después de la muerte. Fauriel había convertido a Cabanis, como
Fontanes había metamorfoseado a Chataubriand del seguidor ateo de
Rousseau, que escribió los Ensayos sobre las Revoluciones en 1797, en
el reaccionario y místico Chataubriand que escribió el Genio del
Cristianismo en 1802. Existía entonces una pequeñ a camarilla de
prosélitos influyentes en la prensa y en los departamentos de gobierno,
que se había comprometido a hacer volver a los literatos y filó sofos
descarriados a las sanas doctrinas.

Es inú til desperdiciar las acusaciones de retractació n y traició n


contra los hombres que habían pasado por la revolució n y que se
habían puesto del otro lado. Estos notables hombres tal vez hubieran
preferido conservar las opiniones políticas y filosó ficas que al principio
de su vida los habían llevado al frente, pero se vieron obligados a
sacrificarlas para conservar sus medios de vida y las posiciones que
habían conquistado y para conquistar sabiamente los favores de la
burguesía. Sustituyeron estas opiniones por la política y la filosofía
adecuadas a sus intereses materiales y que satisfacen sus necesidades
intelectuales. Ademá s, eran burgueses, siguiendo las influencias de su
entorno social; evolucionaban con su clase y podían hacer este cambio
de piel sin excesivos dolores. Así que no se trata de una indignació n
moral, sino de la investigació n y el aná lisis de las causas sociales que
61
les impusieron ciertos cambios políticos de frente y ciertas
transformaciones intelectuales. Hay pocos momentos en la historia en
los que podamos captar mejor que en los primeros añ os del siglo XIX, la
acció n directa de los acontecimientos sociales sobre el pensamiento.
Esta época es tanto má s característica cuanto que en ella se formularon
casi todas las teorías econó micas, políticas, filosó ficas, religiosas,
literarias y artísticas que formaron desde entonces el grueso del bagaje
intelectual de la nueva clase dominante.

6. "En estos ú ltimos añ os -escribe un profesor de filosofía en 1828-, la


autoridad ha devuelto casi al estudio de la filosofía a la época de la
Escolá stica. * Se ha ordenado que las lecciones se den en latín y bajo la
forma de la antigua argumentació n. Esta orden se cumple en la mayoría
de nuestros colegios. * Está n filosofando en latín de un extremo a otro
de Francia, con el ceremonial y la etiqueta del antiguo silogismo: ¿y
sobre qué está n filosofando? Sobre las tesis de la escuela y sobre el
objeto que les corresponde; es decir, que el argumento es sobre la
ló gica, la metafísica y la ética". (Ensayo sobre la historia de la filosofía
en Francia en el siglo XIX, por el doctor Damiron, profesor de filosofía
en el Colegio de Borbó n, París, 1828)

7. La Societé des observateurs de l'homme (Sociedad de los


Observadores del Hombre), de la que eran miembros Cuvier, el
alienista Pinel, el filó sofo Gerando, el jurista Portalis, etc., fue votada en
el mes de Prairial VIII. (1800) un premio de 600 francos para el
siguiente estudio: Determinar por la observació n diaria de uno o varios
niñ os en la cuna el orden en que se desarrollan las facultades físicas
intelectuales y morales, y hasta qué punto este desarrollo se ve
favorecido u obstaculizado por la influencia de los objetos y personas
que rodean al niñ o.

En la misma Sesió n, reportada en la Década Filosó fica del 30º día de


Prairial, Gerando ofreció algunas ideas sobre los métodos a seguir en
las observaciones de las naciones salvajes. Otro miembro contribuyó
con un ensayo sobre la infancia de Massieu, sordomudo de nacimiento.
La Sociedad se interesó mucho por la observació n de los jó venes
salvajes del Aveyron traídos a París hacia finales del añ o VIII (1800).

62
Tres cazadores lo encontraron en el bosque donde vivía desnudo,
viviendo de bellotas y raíces. Al parecer, tenía unos diez añ os de edad.

8. El séptimo día de Nivose del añ o VIII (1800), S. Mercier pronunció en


París, recién salido de la Revolució n, la primera conferencia sobre las
ideas innatas, con el fin de "destronar a Condillac, Locke y su
metafísica". A Royer-Collard se le atribuye el primer despertar de la
filosofía espiritista, completamente pasado de moda desde hace medio
siglo. Este honor, si es que hay honor, revierte en este intelecto
desequilibrado, que se opuso a Kant a los Enciclopedistas y propuso
ruidosamente refutar a Newton, "ese anatomista de la luz, que no
puede imaginar nada má s ridículo que hacer que la tierra gire como un
pavo ante el hogar solar". El espiritualismo burgués no podría tener en
Francia un padrino má s digno.

Las conferencias de Mercier causaron sensació n; fueron muy


concurridas. La Década Filosó fica del Décimo Floreal da cuenta de la
conferencia sobre las ideas innatas. Mercier tenía un precedente, el
célebre decreto de Robespierre, que restablecía a Dios como un
comisario de policía ordinario que había sido expulsado. El arte. 1. La
Nació n francesa reconoce la existencia del Ser Supremo y la
inmortalidad del alma. Art. 4. Se instituirá n fiestas para recordar al
hombre el pensamiento de la divinidad y la dignidad de su ser. Un
himno recitado en la fiesta de la restauració n del Ser Supremo después
del discurso de Robespierre predijo el fin del Ateísmo:

¿Dó nde está n aquellos que se atrevieron a amenazarte

¿Quién bajo el manto del civismo

Viles profesores de Ateísmo

Esperaba borrarte del corazó n del hombre

¿Pensaron entonces

Que en el retorno a la naturaleza

Uno se olvidaría del Autor de la Naturaleza?

63
9. El suplemento de Fígaro de enero de 1880 reproducía, a partir de las
cartas de un misionero, las lamentaciones nativas de una mujer india
en la línea ecuatorial sobre el cadá ver de su hijo recién nacido, lo que
ilustra el papel que juega la leche en el primitivo amor materno:

"Oh! mi amo, Oh! hijo de mis vitales, mi pequeñ o padre, mi amor, ¿por
qué me has dejado? Para ti cada día se llenó de leche caliente este
pecho con el que te gustaba jugar. Ingrato! ¿te he olvidado alguna vez?
Oh! ay de mí; ya no tengo a nadie que libere mi seno de la leche que lo
oprime".

10. Los antiguos no temían volver a los animales para descubrir los
inicios de algunas de nuestras ciencias: así, mientras atribuían a los
dioses el origen de la medicina, admitían que varios remedios y
operaciones de cirugía menor se debían a los animales. El anciano
Plinio cuenta en su Historia Natural que las cabras salvajes de Creta
enseñ aban el uso de ciertas hierbas curativas; el perro enseñ aba el de
la grama; y que los egipcios afirmaban que el descubrimiento de la
purga se debía al perro, el de la hemorragia al hipopó tamo y el de la
inyecció n al ibis.

11. Vico, en el prefacio de su pequeñ a obra sobre la Sabiduría Antigua


de Italia, dice,

"He resuelto encontrar en los orígenes de la lengua latina la antigua


sabiduría de Italia. Buscaremos su filosofía en el origen de las palabras
mismas".

12. Ensayo de F. Lenormand sobre la propagació n del alfabeto fenicio


entre las naciones del mundo antiguo.

13. Champollion le Jeune: Panteó n Egipcio, 1825.

14. La idea del tiempo tardó mucho tiempo en penetrar en el cerebro


humano. Vico comenta que los campesinos florentinos de su época
dijeron tantas cosechas durante tantos añ os. Los latinos durante tantos
añ os dijeron tantas mazorcas de maíz (aristas), algo aú n má s concreto
que las cosechas. La expresió n no hacía má s que indicar su pobreza de
lenguaje (y de pensamiento que podría haber añ adido). Los gramá ticos
creen ver en ella un intento de arte. Antes de tener el concepto del añ o,
64
-es decir, de la revolució n del sol- el hombre tenía la idea de las
estaciones y la de las revoluciones de la luna. El anciano Plinio decía
que el verano se contaba por un añ o, el invierno por otro. Los arcadios,
con los que el añ o era de tres meses, lo medían por el nú mero de
estaciones y los egipcios por la luna. Por eso se cita a varios de ellos
como si hubieran vivido mil añ os.

15. La palabra francesa pouce tiene el doble significado de pulgar y


pulgada - Traductor

16. Plató n, que en el Timeo representa a un astró nomo como hablante y


que por el momento olvida sus esencias de origen divino, da un origen
materialista de Nú mero y Tiempo. "La observació n del día y de la
noche, las revoluciones de los meses y de los añ os nos han
proporcionado el Nú mero, reavivado el Tiempo e inspirado los deseos
de conocer la Naturaleza y el mundo".

17. La década tuvo un cará cter sagrado para los pitagó ricos y los
cabalistas. Los escandinavos consideraban que el nú mero tres y su
mú ltiplo de nueve eran especialmente queridos por los dioses. Cada
noveno mes hacían sacrificios sangrientos que duraban nueve días,
durante los cuales sacrificaban nueve víctimas, hombres o animales.
Las Neuvaínas Cató licas, que son oraciones que duran nueve días,
conservan el recuerdo de este culto, y su santa trinidad conserva el
cará cter místico que todas las naciones salvajes atribuyen al nú mero
tres. Ocurre en todas las religiones primitivas: tres Parcae entre los
griegos y los escandinavos, tres diosas de la vida entre los iroqueses.

18. Los griegos emplearon para las cifras las letras del alfabeto,
conservando las antiguas letras cadmeas que llevaban los nú meros
hasta el veintisiete. Las nueve primeras letras eran las unidades, las
nueve siguientes las decenas y las nueve ú ltimas las centenas. Debe
haber sido extremadamente doloroso y difícil de calcular con las cifras
de los griegos y romanos, que no poseían el cero. Los abstractores
metafísicos de las abstracciones del Nirvana fueron los ú nicos capaces
de inventar esa figura maravillosa, el símbolo de la nada, que no tiene
valor y que da valor, y que segú n la expresió n de Pascal, es un
verdadero indivisible del nú mero como el indivisible es un verdadero
cero. El cero desempeñ a un papel tan considerable en la numeració n
65
moderna que su nombre á rabe sifr -que el portugués transformó en
cifra, el inglés en cipher, el francés en chiffre- después de haber sido
empleado por primera vez só lo para el cero, sirve para designar todos
los signos de nú mero.

El origen de la idea de justicia

I. La Ley de Represalias - Justicia Retributiva

La justicia tal como existe en nuestras sociedades civilizadas fluye de


dos fuentes; una tiene su origen en la naturaleza misma del ser humano
y la otra en el entorno social organizado sobre la base de la propiedad
privada. Las pasiones y los conceptos existentes en el hombre antes del
establecimiento de la propiedad, y los intereses, pasiones e ideas que
ésta engendra, actuando y reaccionando unos sobre otros, han
terminado por engendrar el desarrollo y la cristalizació n en el cerebro
del hombre civilizado de las ideas del Justo e Injusto.

Las fuentes humanas de la idea de justicia son la pasió n por la


venganza y el sentimiento de igualdad. La pasió n de la venganza es una
de las má s antiguas de la mente humana. Tiene su raíz en el instinto de
auto preservació n - en la necesidad que impulsa al animal y al hombre
a resistir cuando reciben un golpe, y a responder a él mecá nicamente si
el miedo no les hace huir. Es la necesidad ciega e irrazonable que lleva
al niñ o y al salvaje a golpear el objeto inanimado que los ha herido.
Reducida a su má s simple y ú ltima expresió n, la venganza es un
movimiento reflejo aná logo al movimiento involuntario que hace que el
ojo parpadee cuando está amenazado.

La venganza con el salvaje y el bá rbaro es de una intensidad


desconocida para los hombres civilizados. "Los Pieles Rojas", dice el
historiador estadounidense Adairs, "sienten que su corazó n arde
violentamente día y noche hasta que han derramado sangre por
sangre". Transmiten de padre a hijo el recuerdo del asesinato de un

66
pariente, de un miembro de su clan, aunque sea una anciana". Hay
historias de Pieles Rojas que se han suicidado porque no pudieron
vengarse. El fiyiano, que ha recibido un insulto, coloca dentro del
alcance de su visió n un objeto que no le quita hasta que no haya
apaciguado su venganza. Las mujeres eslavas de Dalmacia muestran a
su hijo la camisa ensangrentada del padre asesinado para incitarlo a la
venganza.

"La venganza, que tiene cien añ os, todavía tiene sus dientes de
leche", dice el proverbio afgano. El dios semita, "aunque lento para la
ira" visita "la iniquidad de los padres sobre los hijos y los hijos de los
hijos hasta la tercera y cuarta generació n". (É xodo, XXXIV, 7.) Cuatro
generaciones no calman su sed de venganza. Prohíbe la entrada en la
asamblea hasta la décima generació n a los moabitas y a los amonitas,
"porque no os salieron al encuentro con pan y agua en el camino,
cuando salisteis de Egipto". (Deut. XXIII., 4.) Los hebreos podrían haber
dicho, como los escandinavos, "La cá scara de la ostra puede caer en
polvo por el proceso de los añ os y otros mil añ os pueden pasar sobre
este polvo, pero la venganza todavía estará caliente en mi corazó n". Las
Erinnyes de la mitología griega son las antiguas diosas "de la venganza"
"de la inextinguible sed de sangre". El coro de la sublime trilogía de
Esquilo, palpitando con las pasiones que torturan las almas de los
dioses y de los mortales, clama a Orestes, dudando en vengar a su
padre: "Que el ultraje sea castigado por el ultraje, que el asesinato
vengue al asesinato". "Mal por mal", dice la má xima de los tiempos
antiguos; "la sangre derramada sobre la tierra exige otra sangre; la
tierra nutritiva ha bebido la sangre del asesinato; está seca, pero su
rastro permanece inefable y clama por venganza". Aquiles para vengar
la muerte de Patroclo, su amigo, olvida el insulto de Agamenó n y sofoca
la ira que le hizo ver impasible las derrotas de los aqueos. La muerte de
Héctor no apacigua su pasió n; tres veces arrastra su cadá ver por los
muros de Troya.

El salvaje y el bá rbaro nunca perdonan. Pueden esperar añ o tras añ o


el momento propicio de la venganza. Clytemnestra durante diez largos
añ os esperó pacientemente la hora de su venganza. Cuando había
asesinado a Agamenó n, el asesino de su hija, ebria de alegría y de
sangre, gritó : "El rocío del asesinato ha caído sobre mí; tan dulce a mi
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corazó n como lo es para los campos la lluvia de Jú piter en la estació n en
que el grano de trigo sale de su vaina".

El salvaje y el bá rbaro nunca perdonan. Pueden esperar añ o tras añ o


el momento propicio de la venganza. Clytemnestra durante diez largos
añ os observó pacientemente la hora de su venganza. Cuando había
asesinado a Agamenó n, el asesino de su hija, ebria de alegría y de
sangre, gritó : "El rocío del asesinato ha caído sobre mí; tan dulce a mi
corazó n como lo es para los campos la lluvia de Jú piter en la estació n en
que el grano de trigo sale de su vaina".

El hombre santifica y deifica sus pasiones, especialmente cuando son


ú tiles para su conservació n, tanto privada como social. "La
inextinguible sed de sangre", la venganza, erigida en deber sagrado, se
convierte en el primero de los deberes. Los Erinnyes, en nú mero como
las maldiciones que salen de la boca de una madre enfadada, se lanzan
desde las sombras de Erebus cuando una vez las imprecaciones les dan
vida y movimiento. Aparecen a la luz del sol só lo para respirar la pasió n
de la venganza y perseguir incansablemente al asesino por tierra y mar.
Ningú n mortal pudo escapar de ellos. Su rabia persiguió al culpable y a
su familia y se extendió a quien le dio protecció n - a ciudades y países
enteros. Provocaron guerras civiles y esparcieron la peste y la
hambruna. El coro de los Erinnyes de Esquilo, cuando Orestes está a
punto de escapar de ellos, llora:

Y yo, deshonrado, miserable, lleno de ira,

En esta tierra (Attica), ha! ¡Ja!

El veneno, el veneno de mi corazó n caerá ,

En venganza por mi dolor,

¡Una gota que golpeará la tierra con la esterilidad!

Y de allí vendrá , (¡Oh venganza!) en la llanura

La caída en picado, el tizó n de las hojas y la calamidad de la lluvia.

Que sobre la tierra arroja una mancha de pestilencia.

68
El dios semita también vengó el derramamiento de sangre sobre
plantas, bestias y niñ os. La imaginació n poética de los griegos
personificó en estas terribles diosas, cuyo nombre temían pronunciar,
los terrores inspirados en los pueblos primitivos por el
desencadenamiento de la pasió n de la venganza. Vico, en su Scienza
Nuova, formula este axioma de la ciencia social:

"La legislació n toma al hombre tal como es para hacer de él un ser


adaptado a la sociedad humana. De la ferocidad, la avaricia y la
ambició n -estos tres vicios que extravían al hombre- deriva el ejército,
el comercio y la corte; es decir, la fuerza, la riqueza y el conocimiento
de las repú blicas; y estos grandes vicios, capaces de destruir al género
humano, crean la felicidad social. "Este axioma prueba la existencia de
una providencia divina, el pensamiento legislativo divino, que, a partir
de las pasiones de los hombres absorbidas completamente en sus
intereses privados, que les haría vivir como bestias feroces en soledad,
deriva el orden civil que les permite vivir en las sociedades humanas".

La ley inviolable, para usar la frase de Aristó teles, surgió de hecho de


la pasió n de la venganza, furiosa y siempre en ebullició n. Pero no es
una inteligencia legislativa divina la que, como pensaba Vico, crea el
orden a partir de los desó rdenes de las pasiones humanas, sino que son
estos desó rdenes los que engendran el orden. Intentaré demostrarlo.
La implacable y furiosa pasió n por la venganza que se encuentra en las
almas de los salvajes y bá rbaros del viejo y del nuevo mundo, como lo
prueban las citas anteriores, les es impuesta por las condiciones del
entorno natural y social en el que se mueven.

El salvaje, en perpetua guerra contra el hombre y la bestia, y su


espíritu atormentado por peligros imaginarios, no puede vivir solo, y se
reú ne en rebañ os. No puede comprender la existencia fuera de su clan;
expulsarlo es condenarlo a la muerte. Los miembros de una tribu se
consideran descendientes de un solo antepasado. La misma sangre
fluye en sus venas. Derramar la sangre de un miembro es derramar la
sangre de toda la tribu. El salvaje no tiene individualidad; es la tribu, el
clan, y má s tarde la familia, la que posee una individualidad. La
solidaridad de la clase má s estrecha y só lida une a los miembros de una
tribu o clan hasta el punto de convertirlos en un solo ser, como el

69
Briareus de la mitología griega; en las naciones má s primitivas que se
ha podido observar, las mujeres son comunes y los niñ os pertenecen al
clan. La propiedad individual aú n no ha hecho su aparició n. Los objetos
má s personales, como las armas y los adornos, pasan de mano en mano
con una rapidez sorprendente, segú n Fison y Howitt, esos
observadores concienzudos e inteligentes de los modales australianos.
Los miembros de tribus salvajes y clanes bá rbaros se mueven y actú an
en comú n como un solo hombre; cambian de lugar, cazan, luchan y
cultivan la tierra en comú n. Cuando se mejoran las tá cticas bélicas, se
alinean en la batalla por tribus, clanes y familias.

Ponen las ofensas en el fondo comú n, como todo lo demá s; una


herida hecha a un salvaje es resentida por todo el clan como si fuera
personal para cada miembro; derramar la sangre de un salvaje es
derramar la sangre del clan. Todos sus miembros consideran que es su
deber causar venganza. La venganza es colectiva como el matrimonio y
la propiedad. El derecho de ejercer la venganza era entre los bá rbaros
alemanes el vínculo familiar por excelencia. Cuando las tribus francas
establecieron la wehrgeld, es decir, una compensació n monetaria por la
ofensa, todos los miembros de la familia compartieron el precio de la
sangre. Pero los Frank que habían salido de la comunidad familiar no
tenían derecho a la wehrgeld. Si lo mataban, era el rey quien se
convertía en su vengador y recibía el precio de su sangre.

Pero, como el clan se resiente de la herida hecha a uno de sus


miembros, todo el clan se hace responsable de la ofensa cometida por
uno de sus miembros. La ofensa es colectiva como la lesió n. El clan
ofendido se venga matando a cualquier individuo del clan ofensor.
"Entre el pueblo australiano reina una consternació n general", escribe
Sir G. Grey, "cuando se comete un asesinato, sobre todo cuando el
culpable ha escapado, pues sus parientes se consideran culpables, y
só lo las personas que no tienen relació n con la familia se sienten
seguras". Un asesinato es la declaració n de guerra entre dos familias,
entre dos clanes - una guerra de emboscadas y exterminio, que dura
añ os, ya que un asesinato exige una muerte para vengarlo, que a su vez
exige una venganza. A veces dos clanes enteros llegan a los golpes. Hace
só lo medio siglo que en Dalmacia "la guerra se extendió de las familias
a todo el pueblo, y a veces se desató una guerra civil en todo el distrito".
70
[4] Incluso las mujeres y los niñ os son objetos de venganza. Los
escandinavos no perdonaron al recién nacido en la cuna, pues "un lobo
acecha al tierno niñ o", dicen los Eddas. Incluso en el siglo XIX los
griegos se vengaron de los niñ os varones de má s de ocho añ os, y só lo
las mujeres y las niñ as se salvaron. [5]

No só lo los asesinatos reales exigen imperiosamente una venganza,


sino también los asesinatos imaginarios creados por la inteligencia
supersticiosa del salvaje. Ninguna muerte es natural para el
australiano; cada muerte es causada por la travesura de un enemigo
perteneciente a un clan rival, y el deber de los parientes es vengar al
difunto matando; no exactamente al presunto autor de la travesura,
sino a cualquier miembro, cualquiera que sea, de su clan, varios de ellos
si es posible. Ademá s, el muerto se vengó , su espíritu vino a torturar al
culpable. Fraser afirma que una de las causas de la supresió n de los
banquetes caníbales es el temor a la venganza pó stuma por parte del
desgraciado que ha sido comido. No es só lo para vengarse que el
salvaje mata al asesino, sino también para apaciguar al muerto, cuyo
espíritu sería atormentado hasta que se derramara sangre humana.
Para tranquilizar la sombra de Aquiles, los griegos sacrificaron sobre su
tumba a Poligena, la hermana de París, su asesina.

El salvaje, que no entiende su existencia má s que como parte


integrante de su clan, transforma la ofensa individual en una ofensa
colectiva; y la venganza, que es un acto de defensa personal y de auto
conservació n, se convierte en un acto de defensa colectiva y de auto
conservació n. El clan se protege a sí mismo mediante la venganza por el
asesinato o las heridas de uno de sus miembros. Pero esta venganza
colectiva implica inevitablemente peligros colectivos que a veces
comprometen la existencia del clan. Los peligros colectivos de estas
venganzas obligan a los salvajes a sofocar su sentimiento de solidaridad
y a sacrificar al miembro del clan responsable de la herida y a
entregarlo al clan de su víctima. Los salvajes de Australia, con las armas
en la mano, se paran y se calman, reduciendo su venganza a un dañ o
personal exactamente igual al que se había cometido, y que se había
convertido en la causa de la disputa. Vida por vida, herida por herida.
La ley de la venganza había nacido.

71
La venganza, "vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por
mano, pie por pie, ardor por ardor, herida por herida, raya por raya"
(É xodo, XXI, 23, 25), só lo esto puede dar plena satisfacció n al
sentimiento de igualdad de las primitivas tribus comunistas, cuyos
miembros son todos iguales.

La má s completa igualdad se desprende necesariamente de las


condiciones en las que vive el salvaje de las tribus comunistas. Darwin
en su Viaje de un naturalista relata esta historia característica: Vio a un
fueguino, al que se le había dado una funda de lana, desgarrarla en
trapos de igual anchura, para que cada individuo de la tribu recibiera
un trozo, ya que el salvaje no podía admitir que un miembro de su clan
estuviera mejor dotado que otro en cualquier cosa. César, cuando entró
en contacto con las tribus alemanas, quedó impresionado por el
espíritu igualitario que regía su divisió n de bienes. Lo atribuyó al deseo
de crear igualdad entre sus miembros. César razona como un hombre
civilizado que vive en un ambiente social donde las condiciones
desiguales de existencia producen inevitablemente la desigualdad
entre los ciudadanos. Los bá rbaros que tenía bajo sus ojos vivían por el
contrario en un ambiente comunista que producía igualdad; por lo
tanto, no tenían que buscarla en sus divisiones, sino satisfacer su
espíritu igualitario distribuyendo partes iguales a todos sin sospechar
en lo má s mínimo la importancia social de su acto. De esta manera, la
gente digiere sin ningú n conocimiento de la química del estó mago y las
abejas construyen las células de sus colmenas segú n las má s exactas
reglas geométricas y mecá nicas de resistencia y economía del espacio,
sin sospechar la existencia de la geometría y la mecá nica. La igualdad
no só lo está implantada en el corazó n y en el cerebro de los hombres
primitivos, sino que ademá s existe en su apariencia física. Volney relata
que un jefe de los Pieles Rojas le expresó su asombro por las grandes
diferencias físicas que existían entre los blancos que veía, mientras que
el mayor parecido era la regla entre los miembros de cualquier tribu
salvaje.

La vejez rodeada de respeto es el primer privilegio que aparece en


las sociedades humanas. Es el ú nico que existe en la tribu de los
salvajes. Cualesquiera que sean las cualidades superiores de coraje,
inteligencia, resistencia al hambre, a la sed y al dolor que distinguen a
72
un guerrero, no le dan el derecho de afirmarse. Puede ser elegido para
dirigir a sus compañ eros en la caza y para mandar en la guerra, pero
una vez terminada la expedició n, vuelve a ser su igual. "El mayor jefe de
los Pieles Rojas", dice Volney, "no puede ni siquiera en el campo
golpear o castigar a un guerrero, y en la aldea no le obedece ningú n
niñ o excepto el suyo". 7] El jefe griego de los tiempos homéricos poseía
una autoridad apenas má s extendida. Aristó teles comenta que si el
poder de Agamenó n llegaba hasta el derecho de matar a los fugitivos
cuando marchaban contra el enemigo, sin embargo aceptaba
pacientemente los insultos en el momento del concilio. Los generales
griegos en tiempos histó ricos, cuando su añ o de mando expiró ,
volvieron a las filas. Así, segú n Plutarco, Arístides y Filó sofos, que
habían sido jefes de ejércitos y habían obtenido victorias, sirvieron
como simples soldados.

Las represalias no son má s que la aplicació n de la igualdad en el


asunto de la satisfacció n que se debe otorgar en la lesió n. Es la
expiació n igualada por la ofensa. Só lo un dañ o exactamente igual a la
ofensa cometida - una vida por una vida, una quemadura por una
quemadura - puede satisfacer el alma igualitaria de los hombres
primitivos. El instinto igualitario, que en la distribució n de los
alimentos y de los bienes imponía la parte igual, creó la ley de la
represalia. La necesidad de prevenir las consecuencias desastrosas de
las vendettas lo introdujo en las sociedades primitivas. La justicia no
juega ningú n papel, ni en su creació n ni en su introducció n. Así
encontramos la ley de la venganza establecida entre las naciones, que
tienen tan poca idea de la Justicia que no tienen palabras para el
crimen, la culpa, la justicia. Los griegos homéricos, aunque de una
civilizació n relativamente superior, no tenían ninguna palabra para la
ley, y es imposible concebir la Justicia sin leyes. [8]

Las represalias, inventadas e introducidas para escapar de los


peligros de las venganzas y admitidas por los hombres primitivos
porque daban plena satisfacció n a su pasió n por la venganza, tuvieron
que ser reguladas cuando una vez se convirtió en una cuestió n de
costumbre. Todo el clan tenía originalmente un derecho a la venganza,
que ejercía indistintamente sobre cualquier miembro del clan que
hubiera cometido la ofensa. Se comenzó limitando el nú mero de
73
personas que podían ejercer la venganza, y el de las personas a las que
se les permitía ejercerla. El thar, la ley de la sangre de los beduinos y de
casi todos los á rabes, autoriza a todo individuo comprendido en los
cinco primeros grados de parentesco a matar a cualquier pariente del
asesino comprendido en los cinco primeros grados. Esta costumbre
debió ser general, pues entre los alemanes y los escandinavos la
wehrgeld era pagada y recibida por los parientes de los cinco primeros
círculos o grados.

Esta costumbre, aunque limitaba el campo de la venganza, sin


embargo, le daba una elecció n demasiado amplia de víctimas; así, entre
los hebreos reconocemos los intentos de restringirla y de limitar la
venganza al culpable. Jehová , que no teme contradecirse, ordena en el
Deuteronomio (XXIV, 16): "no matar a los padres por los hijos, ni a los
hijos por los padres, sino que cada uno muera por su propio pecado".
Fue tan difícil imponer esta limitació n a la venganza ardiente que
mucho tiempo después el Eterno protesta contra el proverbio: "Los
padres han comido uvas agrias y los dientes de los hijos se ponen de
punta". Mientras yo viva, ya no tendréis ocasió n de usar este proverbio
en Israel. He aquí que todas las almas son mías, como el alma del padre,
así también el alma del hijo es mía, y el alma que peca morirá ".
(Ezequiel, XVIII, 2, 3, 4)

Pero es aú n má s difícil limitar el nú mero de personas que se


consideran autorizadas a ejercer la venganza, y finalmente quitá rsela.
La pasió n de la venganza no puede ser apaciguada a menos que el
pariente má s cercano de la víctima castigue al culpable. Así, es Pirro, el
hijo de Aquiles, quien antes del ejército africano tuvo que sacrificar a la
hermana del asesino de su padre. Caillaud relata que en ciertas tribus
del desierto africano, el culpable es entregado a la plena discreció n de
los parientes cercanos de la víctima -que lo torturan y lo matan a su
voluntad. Fraser vio en Persia a una mujer a la que habían entregado al
asesino de su hijo, atravesarlo con cincuenta cortes de un cuchillo, y
por un refinamiento de la venganza, pasarle la hoja ensangrentada por
los labios. En el siglo IX en Noruega, el asesino, llevado al borde del mar
por los miembros de la asamblea popular, fue condenado a muerte por
el fiscal, o por su autoridad, por el preboste real. En cuanto a Atenas, el
poder civil fue encargado de golpear al culpable, el pariente má s
74
cercano asistió a la ejecució n como vengador de la sangre. Aunque ya
no desempeñ aba un papel activo, su presencia era necesaria, no só lo
para apaciguar su venganza sino también para cumplir las condiciones
primitivas de la ley de la represalia.

Esta ley, al regular y limitar la venganza, prueba que la pasió n que


tortura y ciega al hombre primitivo se va calmando poco a poco y
puede finalmente ser refrenada bajo un yugo; el hombre ya no se
acostumbra a ejercer la venganza ciegamente sobre todo un clan o
sobre toda una familia, sino só lo sobre el culpable, y esta venganza se
limita a dar estrictamente golpe por golpe, muerte por muerte. Esta
regulació n no podría introducirse y mantenerse si no fuera por la
intervenció n colectiva de los clanes y las familias de la víctima y el
culpable. La familia, siempre responsable de los actos de sus miembros,
está llamada a declarar si desea asumir la responsabilidad del delito o
renunciar al culpable; en este ú ltimo caso, para determinar sobre una
expiació n proporcional a la lesió n, debe también obligar al culpable a
someterse pasivamente en caso de que haya resistencia por su parte.
Por ello, se crearon tribunales arbitrales, cuya funció n era estimar la
infracció n y conceder la satisfacció n.

Los miembros de la tribu reunidos como en el caso de los


escandinavos, constituyeron este primer tribunal de arbitraje; pero
debido a las dificultades que presentaba la reunió n de tales asambleas,
só lo se les sometieron casos de asesinato o heridas graves; en cuanto a
los de menor importancia, como los golpes y heridas que no implicaban
la muerte o la pérdida de un miembro, tenían que ser resueltos por el
consejo de ancianos. Moisés, siguiendo el consejo de su suegro, Jetro,
escogió a hombres de verdad y los puso por encima de ellos para que
fueran gobernantes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez,
para que juzgaran al pueblo en todo tiempo," pero todo asunto grave
que le trajeran era para él. (É xodo xviii) Moisés probablemente
reprodujo en el desierto lo que existía en Egipto. Un concilio de Druidas
estaba en la Galia encargado de investigar la ofensa y fijar la pena. Si
una de las partes se negaba a someterse a su decreto, le prohibía los
sacrificios, que constituían el castigo má s terrible, ya que el interdicto
era evitado por todos. (Guerra Gá lica de César, vi, 13) En Atenas el
Areó pago regulaba la venganza. Esquilo pone en boca de los Erinnyes
75
que acababan de perder el caso, estas palabras que describen los males
que habían hecho necesaria la institució n de tal tribunal:

"Por esto, también, rezaré,

Esa Discordia, nunca se sacia con la enfermedad,

Puede que nunca se abarranque en esta comunidad

Ni el polvo que bebe sangre oscura

De las venas de los ciudadanos,

A través de la sed de venganza, del Estado

Arrebatar penas como penalizació n

Por actos de culpa asesina".

Estas antiguas diosas, hijas de la Noche, que personificaban la


venganza primitiva, pronunciaban su oració n fú nebre. Después del
establecimiento del Areó pago, se calmaron y perdieron su cará cter
salvaje junto con su funció n. Entonces cambiaron de nombre y se
llamaron Eumenides, es decir, las Diosas Buenas. El Areó pago debe
haber sido construido en una remota antigü edad. Otra leyenda dice que
se estableció para pronunciarse sobre el asesinato cometido por Ares.
É l había matado al hijo de Poseidó n que había violado a su hija. Fue
absuelto por los doce dioses que formaron el tribunal. A propó sito, la
palabra Areó pago significa colina de Ares. Otra leyenda dice que el
primer asesinato traído a este tribunal fue el de Procris, muerto
accidentalmente en la persecució n de su marido, Céfalo. Esta leyenda y
la del matricidio de Orestes harían que la institució n del Areó pago se
remonte a la época del matriarcado, que en la época de la guerra de
Troya acababa de ser reemplazado por el patriarcado; en efecto, en el
momento en que la mujer deja de ser cabeza de familia, entra como
esclava en la casa de su marido, quien tiene derecho de vida y muerte
sobre ella. Incluso su hijo posee ese derecho. Por consiguiente, ya no se
puede exigir venganza por su muerte si el asesinato fue causado por su
marido o su hijo. El Areó pago emitió sus decretos en la oscuridad, como
lo hizo el tribunal egipcio correspondiente. Por eso Temís, la diosa

76
emblemá tica de la Justicia, tiene los ojos vendados. Sin duda, los
atenienses deseaban este simbolismo para recordar el hecho de que el
Areó pago se había establecido como sustituto de las Erinnyes, hijas de
la Noche, que, segú n Homero, vivían a la sombra de Erebus. El
Areó pago y el tribunal egipcio no admitieron abogados. El culpable, él
mismo, estaba obligado a guardar silencio. Estos dos tribunales, que
sustituyeron a las familias del ofendido y del delincuente, no juzgaron;
su papel se limitó a encontrar al culpable y entregarlo a la familia del
ofendido.

Si en una ciudad comercial como Atenas, la necesidad de mantener el


orden permitía el establecimiento de un tribunal permanente para
regular las vendettas y castigar a los culpables, en casi todos los demá s
lugares era necesario dejar a las familias la funció n de satisfacer su
propia venganza. En la Inglaterra del siglo X, bajo el rey Alfredo, la
costumbre y la ley todavía autorizaban a las familias a declarar la
guerra privada en caso de asesinato. El poder civil en Francia, al no
haber podido quitar la venganza a las familias, trató de atenuar sus
efectos imponiendo un intervalo entre la ofensa y la venganza. Una
ordenanza real del siglo XIII, La quarantaine-le-roy (cuarenta días del
rey), atribuida a Felipe Augusto o a San Luis, prohibía emprender una
guerra privada por venganza hasta que transcurrieran cuarenta días
desde la comisió n del delito. Si en este intervalo se cometía un
asesinato contra uno de los infractores, el asesino era castigado con la
pena de muerte, por haber transgredido la ordenanza real. Só lo
ú ltimamente el gobierno francés ha podido suprimir las vendettas en
Có rcega.

La pasió n por la venganza, aunque sujeta a la ley de la represalia y a


las asambleas de arbitraje, sigue siendo irrefrenable. Sus garras y sus
dientes só lo podían ser arrancados por la propiedad. Sin embargo, la
propiedad, destinada a desterrar los desó rdenes de la venganza
privada, hace su aparició n rodeada de un tren de discordias y crímenes
en el seno de las familias. Antes de que el derecho de primogenitura
fuera reconocido y aceptado como una costumbre establecida,
engendró luchas fratricidas por la posesió n de los bienes paternos, de
los que la mitología griega ha conservado horribles recuerdos en la
historia de los Á tridas. Desde entonces, la propiedad no ha dejado de
77
ser la causa má s eficaz y má s activa de las disensiones y los crímenes
privados y de las guerras civiles e internacionales que han abrumado a
las sociedades humanas. La propiedad entra como una furia en el
corazó n humano, abrumando los sentimientos, instintos e ideas má s
arraigados y excitando nuevas pasiones; nada menos que la propiedad
habría servido para frenar y debilitar la venganza, la antigua y
dominante pasió n del alma bá rbara. La propiedad privada una vez
establecida, la sangre ya no exige sangre; exige propiedad; la ley de la
venganza se transforma.

La transformació n de las represalias fue probablemente facilitada


por la esclavitud y la trata de esclavos, el primer comercio
internacional que se estableció regularmente. El intercambio de
hombres vivos por bueyes, armas y otros objetos acostumbró al
bá rbaro a dar por sangre algú n otro equivalente que no fuera sangre.
Un nuevo fenó meno doméstico contribuyó aú n má s enérgicamente que
la trata de esclavos a modificar la ley de represalias. La mujer, mientras
exista la familia matriarcal, permanece en su clan, donde es visitada por
su marido o maridos; en la familia patriarcal la joven deja su familia
para ir a vivir en la de su marido. El padre es indemnizado por la
pérdida de su hija, que al casarse deja de pertenecerle. La joven se
convierte entonces en objeto de trá fico, en buscadora de bueyes, en
alfeñ ique segú n el epíteto homérico. Los griegos la cambiaron por
bueyes. El padre comenzó traficando con sus hijas y terminó vendiendo
a sus hijos, como lo demuestran las leyes griegas y romanas. El padre, al
vender su propia sangre, rompe la antigua solidaridad que unía a los
miembros de la familia y los ataba en la vida y en la muerte. Los padres,
intercambiando por las bestias y otras propiedades a sus hijos, su
sangre viva, se volvieron, por una razó n aú n má s fuerte, dispuestos a
aceptar las bestias u otras propiedades por la sangre derramada, por
un hijo que fue asesinado. Los hijos, siguiendo el ejemplo de sus padres,
vinieron a su vez a satisfacerse con una indemnizació n, cualquiera que
fuera, por la sangre de su padre o madre. Entonces en lugar de vida por
vida, diente por diente, las bestias, el hierro o el oro son demandados
de por vida, diente por diente y otras heridas. Los Kaffires requieren
bueyes, los escandinavos, los alemanes y los bá rbaros, que por el
contacto con naciones má s civilizadas han aprendido el uso del dinero,
exigen plata. [13]
78
Esta revolució n, una de las má s trascendentales jamá s logradas en el
alma humana, no se produjo de repente ni sin luchas dolorosas. No só lo
la religió n, la preservació n de las antiguas costumbres, sino también los
sentimientos bá rbaros de solidaridad y dignidad se opusieron a la
sustitució n del dinero por la sangre. La superstició n asoció una
maldició n al dinero de sangre. El tesoro, que en los Eddas es la causa de
la muerte de Sigurd y del exterminio de la familia de los Volsungs y los
Giukings, es precisamente el precio de la sangre que los dioses
escandinavos Odín, Loki y Hinir tuvieron que pagar por el asesinato de
Balder. Saxo Grammaticus ha conservado el canto de un bardo danés
indignado contra las costumbres de su época y contra los que llevan en
su bolso la sangre de sus padres. Los nobles del Turquestá n, dice Pallas,
nunca consienten en recibir el precio de la sangre. El asesino afgano,
aunque haya cometido un asesinato involuntario, segú n Elphinstone,
tiene que rogar a la familia de su víctima que acepte su dinero para la
compensació n y tiene que someterse a una ceremonia humillante
aná loga a la que en una ocasió n similar se usó entre los eslavos del sur
de Europa.

"Los jueces y los espectadores forman un gran círculo. En el centro,


el culpable con una pistola y un puñ al atado a su cuello, se arrastra de
rodillas hasta los pies de la persona ofendida, quien, después de
quitarle los brazos, lo levanta y lo abraza, diciendo: Dios te perdone.
Los espectadores, con alegres aplausos, felicitan a los enemigos
reconciliados. Esta ceremonia, llamada el Círculo de Sangre, termina
con una fiesta dada a costa del asesino, en la que participan todos los
espectadores". [14]

El beduino, aunque acepta el dinero de la sangre, obliga al asesino y


a su familia a reconocer sus obligaciones para con él. La retribució n por
la sangre se dejó en un principio a cargo de la parte ofendida, que a su
voluntad determinaba la cantidad y calidad de los objetos que se le
daban para apaciguarlo. Las sagas nos muestran al islandés fijando por
sí mismo el precio de la sangre y contentándose nada menos que con
todos los bienes del asesino y su familia. Para apaciguar su pasió n por
la venganza, se requería un expolio completo, para que el culpable y su
familia se vieran privados de las alegrías de la vida. Este exceso de
compensació n hizo que esta clase de expiació n fuera prá cticamente
79
imposible y dio lugar a interminables debates. Los bá rbaros, para evitar
esta dificultad, se vieron obligados a decidir el precio que se podía
exigir. Los có digos bá rbaros fijaban minuciosamente el precio que se
debía pagar en especie o en dinero por la vida de un hombre libre,
segú n su nacimiento y su rango; por las heridas de la mano, del brazo,
de la pierna, etc.; y por cada insulto a su honor, y cada intento de su paz
doméstica. El rey, al igual que el campesino, estaba protegido por una
wehrgeld, pagadera a sus parientes. La ú nica diferencia entre la
wehrgeld del rey y la de otros individuos de una nació n era la escala en
la que se calculaba el precio de la sangre. [15]

La familia del culpable es responsable del pago del precio de la


sangre, que la familia de la víctima comparte entre sus miembros,
proporcionalmente al grado de parentesco. Los Gragas de Islandia
indican la forma de divisió n: los varones de la familia se dividían en
cinco círculos o grados de parentesco; el primer círculo, compuesto por
el padre, la madre y el hijo mayor, recibía o pagaba tres marcas; el
segundo y tercer círculo dos marcas; el cuarto una marca y el quinto
una mena o un octavo de una marca.

La wehrgeld implicaba la creació n de un organismo oficial con el


deber de supervisar su aplicació n. Má s tarde, se le añ adieron multas. La
wehrgeld se seguía pagando a los familiares de la víctima, mientras que
las multas se acumulaban en los fondos reales o pú blicos. Es casi lo
mismo que en nuestros días en los países capitalistas, donde la
wehrgeld ha tomado el nombre de dañ os e intereses.

El espíritu simple e igualitario del salvaje le había llevado a la ley de


la venganza, vida por vida, herida por herida, que era la ú nica manera
de regular la venganza que podía imaginar; pero cuando bajo la
operació n de la propiedad, la ley de la venganza se transformó y la
brutal ecuació n de vida por vida fue reemplazada por la ecuació n
econó mica, bestias y otros bienes por vida, herida, insulto, etc. - el
espíritu del bá rbaro fue sometido a una prueba severa: tuvo que
resolver un problema que le obligó a penetrar en el dominio de la
abstracció n. Por una parte, debía sopesar los dañ os materiales y
morales causados a una familia por la muerte de uno de sus miembros;
y a un individuo por la pérdida de uno de sus miembros o por un

80
insulto; y por otra parte, medir la ventaja que se derivaba de la cesió n
de ciertos bienes materiales; - es decir, estaba obligado a repartir y a
equilibrar las cosas que no tenían ninguna relació n material directa
entre ellas. El bá rbaro comenzó brutalmente a exigir en el caso de un
asesinato, la ruina social del culpable, su muerte econó mica, la cesió n
de todos sus bienes; y terminó , después de muchos esfuerzos
intelectuales, arancelando la vida, la pérdida de un ojo o de un diente y
hasta los insultos. Esta tarificació n le obligó a adquirir nuevos
conceptos abstractos sobre las relaciones de los hombres entre sí y con
las cosas, lo que a su vez engendró en su cerebro la idea de la justicia
retributiva, que tiene por misió n proporcionar una compensació n lo
má s exacta posible al dañ o.

II. La justicia distributiva

El instinto de auto conservació n, el primero y má s imperioso de los


instintos, impulsa al hombre salvaje, como al animal, su antepasado, a
tomar posesió n de los objetos que necesita. Todo lo que puede agarrar
lo hace para satisfacer su hambre o su deseo. Actú a con los bienes
materiales de la misma manera que el científico y el literato con los
bienes intelectuales: lleva su bien a donde lo encuentra, segú n la frase
de Moliere. Los viajeros europeos que han sido víctimas de ese instinto
se han entregado a una fina indignació n moral y han tratado al salvaje
con el epíteto de ladró n, como si fuera posible que la idea del robo
entrara en la cabeza humana antes del establecimiento de la propiedad.
[17]

Someter este instinto prensil [18], que es la transformació n de uno


de los vínculos propios esenciales de la materia organizada, someterlo
al yugo y comprimirlo hasta el punto de asfixiarlo, ha sido una de las
tareas de la civilizació n. Para subyugar el instinto prensil, la humanidad
ha pasado por etapas má s numerosas que las requeridas para someter
y extinguir la pasió n por la venganza. La sujeció n de este instinto
primordial ha contribuido a la definició n de la idea de la justicia,
labrada en bruto por la domesticació n de la venganza.
81
El salvaje, mientras vaga en pequeñ os clanes sobre la tierra
deshabitada, a lo largo de los mares y de los arroyos, deteniéndose
donde encuentra alimento en abundancia, ejerce su instinto prensil sin
restricciones de ninguna clase; pero desde los tiempos má s remotos de
la prehistoria, la necesidad de procurarse los medios de existencia le
obliga a refrenar ese instinto dentro de ciertos límites. Cuando la
població n de un país adquiere una cierta densidad, las tribus salvajes
que lo habitan dividen la tierra en terrenos de caza, o en pastos cuando
viven de la cría de ganado. Para preservar sus medios de subsistencia,
que son los frutos naturales, la caza, la pesca y a veces los rebañ os de
cerdos que se alimentan libremente en los bosques, las naciones
salvajes y bá rbaras del viejo y del nuevo mundo bordean sus territorios
con zonas neutrales. Todo individuo que va má s allá del límite del
territorio de su tribu es perseguido, arrastrado y a veces asesinado por
la tribu vecina. Dentro del límite de su territorio puede tomar
libremente lo que necesita, pero má s allá de ese límite só lo lo toma a su
riesgo y peligro. Las violaciones de territorio, a menudo animadas a
ejercer la valentía y la destreza de los jó venes guerreros, está n entre las
causas má s frecuentes de guerra entre tribus vecinas. Los salvajes, para
evitar estas guerras y vivir en paz con sus vecinos, se vieron obligados a
reprimir su instinto prensil y a dejarle una carrera libre só lo dentro del
límite de su propio territorio, propiedad comú n de todos los miembros
de su tribu.

Pero aú n en los límites de este territorio la necesidad de preservar


los medios de existencia obliga a los salvajes a poner freno a su instinto
prensil. Los australianos prohíben el consumo de pollos y cerdos
cuando hay escasez, y el de plá tanos y ñ ames cuando la cosecha de los
á rboles de fruta de pan promete ser mala. Prohíben la pesca en ciertas
bahías cuando hay escasez de peces. Los Pieles Rojas de Canadá , por
otras razones, no matan a los castores hembras. Los salvajes, incluso
cuando mueren de hambre, no tocan las plantas y animales que son los
tó tems de sus tribus, es decir, los antepasados de los que dicen ser
descendientes. Estas prohibiciones, para ser má s efectivas, a menudo
adquieren un cará cter religioso. El objeto prohibido es tabú , y los
dioses se encargan de castigar a los que violan la prohibició n.

82
Estas restricciones al instinto prensil son comunistas; se imponen
ú nicamente en interés de todos los miembros de la tribu y só lo por esta
razó n el salvaje y el bá rbaro se someten a ellas voluntariamente. Pero
existen, incluso entre los salvajes, otras restricciones que no tienen este
cará cter de interés comú n.

Los sexos en las tribus salvajes está n claramente separados por sus
funciones. El hombre lucha y caza, la mujer alimenta y vigila al niñ o,
que le pertenece a ella y no al padre, que es generalmente desconocido
o incierto. Ella se encarga de la conservació n de las provisiones, de la
preparació n y distribució n de los alimentos, de la confecció n de la ropa,
de los utensilios domésticos, etc., y se ocupa de la agricultura en sus
inicios. Esta separació n -basada en diferencias orgá nicas, introducidas
para prevenir las relaciones sexuales promiscuas y mantenidas por las
funciones de voluntariado de cada sexo- se refuerza con ceremonias
religiosas y prá cticas misteriosas propias de cada sexo y prohibidas,
bajo pena de muerte, a las personas del otro sexo y con la creació n de
un lenguaje que só lo es comprendido por los iniciados de un sexo. La
separació n de los sexos provocó inevitablemente su antagonismo, que
se tradujo en prohibiciones impuestas al instinto prensil, que ya no
tienen un cará cter general, sino que adquieren un cará cter sexual
especial -podríamos decir un cará cter de clase; pues, como observa
Marx, la lucha de clases se manifiesta primero bajo la forma de una
lucha entre los sexos. He aquí algunas de estas prohibiciones sexuales:
las tribus salvajes prohiben ordinariamente a las mujeres participar en
sus festines caníbales; ciertas carnes selectas como la carne de castor y
el emú está n en Australia especialmente reservadas para los guerreros;
es a partir de un sentimiento del mismo tipo que los griegos y los
romanos de los tiempos histó ricos prohibieron a las mujeres el uso del
vino. Las restricciones impuestas al instinto prensil siguieron
aumentando con el establecimiento de la propiedad familiar colectiva.
Mientras el territorio del clan siga siendo propiedad indivisa de todos
sus miembros, que lo cultivan en comú n al igual que cazan y pescan en
comú n, las disposiciones confiadas a la custodia de las mujeres casadas,
segú n Morgan, siguen siendo propiedad comú n. También dentro del
límite del territorio de su clan un salvaje toma libremente los alimentos
que necesita. "En una aldea de Pieles Rojas", dice Cattlin, "cada
individuo, hombre, mujer o niñ o, tiene derecho a entrar en cualquier
83
cabañ a, sin importar lo que pase, incluso en la del jefe militar de la
nació n, y a comer todo lo que necesite". Los espartanos, segú n
Aristó teles, habían preservado estos modales comunistas, pero la
divisió n de las tierras de cultivo del clan introduce otros modales. La
divisió n de las tierras só lo podía tener lugar a condició n de que
satisficiera plenamente el sentimiento de celosa igualdad que llenaba el
alma del hombre primitivo. Este sentimiento exige imperativamente
que todos tengan las mismas cosas, segú n la fó rmula que Teseo, el
mítico legislador de Atenas, había dado para el fundamento de la
justicia. Toda distribució n de alimentos o del botín de guerra entre los
hombres primitivos se hacía de la manera má s igualitaria; no podían
concebir que fuera de otra manera. La divisió n igualitaria es para ellos
lo inevitable, así que en el idioma griego, moira, que significa al
principio la parte que le llega a cada invitado en un banquete termina
indicando la diosa suprema del Destino a la que está n sujetos los
hombres y los dioses; y la palabra diké usada al principio para la
divisió n igualitaria, la costumbre termina siendo el nombre de la diosa
Justicia. Si la má s perfecta igualdad debe regir en la distribució n de los
alimentos, tanto má s se despertará el espíritu igualitario a la hora de
repartir las tierras que sirven de sustento a toda la familia, pues la
divisió n de las tierras se hacía por familias proporcionalmente al
nú mero de sus miembros varones.

Se ha dicho con razó n que las inundaciones del Nilo obligaron a los
egipcios a inventar los primeros elementos de geometría para poder
redistribuir los campos cuando la corriente, al desbordarse, borrara sus
marcas. La costumbre de tener en comú n las tierras aradas después de
la cosecha, y su redistribució n anual, impuso a otras naciones la misma
necesidad que el desbordamiento del Nilo. Los hombres primitivos se
vieron obligados en todos los países a descubrir por sí mismos los
elementos de la agrimensura sin pasar por la escuela egipcia. La
medició n se desprende naturalmente del recuento. Probablemente el
rebañ o fortificó la idea del nú mero y desarrolló la numeració n,
mientras que la divisió n de la tierra engendró la idea de la medició n, y
el buque la de la capacidad. La geometría rectilínea fue naturalmente la
primera en ser descubierta. Se requirió añ o tras añ o aprender a
descomponer una curva en una infinidad de líneas rectas y el á rea de
un círculo en una infinidad de triángulos isó sceles. Las tierras de
84
cultivo fueron entonces divididas por líneas rectas en paralelogramos,
muy largas y muy estrechas. Pero antes de que supieran medir la
superficie de los paralelogramos multiplicando la base por la altitud y,
por consiguiente, antes de que tuvieran el poder de igualarlos, los
hombres primitivos no podían estar satisfechos hasta que los trozos de
tierra que caían a cada familia estuvieran encerrados en líneas rectas
de igual longitud. Llegaron a estas líneas llevando sobre el suelo el
mismo palo el mismo nú mero de veces. El palo que se usaba para medir
la longitud de las líneas era sagrado. Los jeroglíficos egipcios toman
como símbolo de la Justicia y la Verdad el codo, es decir, la unidad de
medida. Lo que el codo había medido era justo y verdadero. [21].

Las porciones comprendidas entre las líneas rectas de igual longitud


dejaron en reposo su espíritu igualitario y no dieron lugar a disputas.
La línea recta era, pues, la parte importante de la operació n las líneas
rectas una vez trazadas, los padres de familia estaban contentos. Daban
plena satisfacció n a sus sentimientos igualitarios. Por esta razó n la
palabra griega orthos, que al principio significa lo que está en una línea
recta, tiene el significado adicional de lo que es verdadero, equitativo y
justo. [22]

La línea recta, porque adquirió el poder de someter sus pasiones


salvajes, debe necesariamente haber asumido a sus ojos un cará cter
augusto. Es por un fenó meno similar que los pitagó ricos, deslumbrados
por las propiedades de los nú meros que estudiaban, atribuyeron a la
década un cará cter fatalista, y que todas las naciones han dado
cualidades místicas a los primeros nú meros. Podemos así concebir que
la línea recta representaba en la mente de los hombres de los primeros
repartos agrarios todo lo que podían concebir de la Justicia.

El espíritu igualitario de los hombres primitivos era tan feroz, que


para evitar que la divisió n de las tierras en franjas estrechas de
longitudes iguales se convirtiera en una disputa excitante, se
repartieron por sorteo, con la ayuda de guijarros, antes de la invenció n
de la escritura. Así, la palabra griega kleros, que significa guijarro,
adquiere el significado añ adido de porció n asignada por sorteo; luego
el de patrimonio, fortuna, condició n, país. La idea de justicia estaba
originalmente tan estrechamente ligada a la divisió n de las tierras, que

85
en griego la palabra nomos, que significa uso, costumbre, ley, tiene por
raíz nem, lo que da origen a una numerosa familia de palabras que
contienen la idea de pastoreo y de compartir. [23]

El término "nomos", al principio utilizado exclusivamente para el


pastoreo, adquirió con el paso del tiempo numerosos significados
diferentes (estancia, habitació n, uso, costumbre, leyes), que son tantos
sedimentos histó ricos depositados por la evolució n humana. Si
desenrollamos la serie cronoló gica de estos significados, pasamos
revista a las principales etapas recorridas por los pueblos
prehistó ricos. Nomos, pastoreo, recuerda la época de pastoreo y
vagabundeo; desde que el nó mada (nomas) hace una pausa, el nomos
se utiliza para la estancia, la habitació n; pero cuando los pueblos
pastorales se paran y escogen sus hogares en un país, deben
inevitablemente dividir las tierras; entonces el nomos adquiere el
significado de divisió n. Cuando las divisiones agrarias han pasado a ser
costumbres populares, el nomos adquiere su ú ltimo significado, ya que
la costumbre, el derecho, el derecho es originalmente la codificació n de
la costumbre. En el griego del período bizantino y de la época moderna,
el nomos ya no conserva ningú n otro significado que el de ley. Del
nomos se derivan el nomisma, lo establecido por la costumbre, la
prá ctica religiosa; el nomizo, observar la costumbre, pensar, juzgar; el
nomisis, el culto, la religió n; la Némesis, la diosa de la justicia
distributiva, etc. - que son tantos testigos del efecto de las divisiones
agrarias sobre el pensamiento humano.

La divisió n de las tierras comunes de un clan revela un mundo


nuevo a la imaginació n del hombre prehistó rico. Revoluciona los
instintos, las pasiones, las ideas y las costumbres de una manera má s
enérgica y profunda de lo que se haría en nuestros días con la
devolució n de la propiedad capitalista a la comunidad. Los hombres
primitivos, para familiarizar sus cerebros con la extrañ a idea de que ya
no debían tocar los frutos y las cosechas de los campos vecinos al
alcance de sus manos, se vieron obligados a recurrir a toda la brujería
que eran capaces de imaginar.

Cada campo asignado por sorteo a una familia estaba rodeado por
una zona neutral como el territorio de la tribu. La ley romana de las

86
Doce Tablas lo fijó en un metro y medio. Las fronteras marcaban sus
límites. Al principio só lo eran montones de piedra o troncos de á rboles.
Só lo má s tarde se les dio la forma de pilares con cabezas humanas a los
que a veces se les añ adían brazos. Estos montones de piedra y trozos de
madera eran dioses para los griegos y los latinos. Se hicieron
juramentos de no desplazarlos [24]; no se permitía al arador acercarse
a ellos, "por temor a que el dios, sintiéndose golpeado por la reja del
arado, le gritara: Detente, este es mi campo, ahí está el tuyo". (Ovidio,
Fasti) "Maldito sea el que quite el hito de su pró jimo", truena Jehová , "y
todo el pueblo dirá Amén". (Deuteronomio, xxvii, 17). Los etruscos
echaron toda clase de maldiciones sobre la cabeza del culpable. "El que
haya quitado el límite -dice uno de sus anatemas sagrados- será
condenado por los dioses, su casa desaparecerá , su raza se extinguirá ,
su tierra no producirá má s frutos; el granizo, la plaga y los fuegos de la
estrella de perro destruirá n sus cosechas, sus miembros se cubrirá n de
ú lceras y caerá n en la corrupció n". Si la propiedad trajo la justicia a la
humanidad, alejó a la hermandad.

Cada añ o en la Terminalia, los propietarios vecinos del Lacio


decoraban los hitos con guirnaldas, hacían ofrendas de miel, trigo y
vino, y sacrificaban un cordero en un altar construido para la ocasió n,
pues era un crimen manchar con sangre el hito sagrado.

Si es cierto, segú n la palabra del poeta latino, que el miedo dio origen
a los dioses, es aú n má s cierto que los dioses fueron inventados para
inspirar terror. Los griegos crearon diosas terribles para someter el
instinto prensil y para horrorizar a los violadores de la propiedad
ajena. Dique y Némesis pertenecían a esta clase de divinidades. Su
nacimiento fue posterior a la introducció n de las divisiones agrarias,
como lo indican sus nombres. Se encargaban de mantener las nuevas
costumbres y de castigar a los que las infringían. Dique, terrible como
los Erinnyes, con los que se alía para aterrorizar y castigar, se apacigua
en la medida en que los hombres adquieren el há bito de respetar las
nuevas costumbres agrarias; pierde poco a poco su aspecto prohibitivo.
Némesis presidía las divisiones y se ocupaba de que la distribució n de
la tierra se realizara de manera equitativa. Némesis en el bajorrelieve
que representa la muerte de Meleagro, está representada con un rollo
en la mano; sin duda el rollo en el que estaban inscritas las parcelas que
87
correspondían a cada familia. Su pie se apoya en la rueda de la fortuna.
Para comprender este simbolismo hay que recordar que las porciones
de tierra fueron sorteadas. [25]

Los griegos estaban tan convencidos de que la cultura y el reparto de


las tierras habían dado origen al derecho y a la justicia, que de Deméter,
la diosa de los pastores de Arcadia, donde llevaba el nombre de Erinnys
[26], y que no tiene nada que ver con los dos poemas homéricos,
hicieron a la diosa de la tierra fecunda, que inició a los hombres en los
misterios de la agricultura y estableció la paz entre ellos, dá ndoles
costumbres y leyes. Deméter, en los monumentos de tipo má s antiguo,
está representada con su cabeza coronada de espigas, sosteniendo en
su mano utensilios de labranza y amapolas, que por sus innumerables
granos son el símbolo de la fecundidad; pero en las representaciones
má s recientes, que la muestran como dadora de la ley, Thesmophora,
Deméter sustituye sus antiguos atributos por el estilete, que sirve para
grabar las costumbres y leyes que regulan las divisiones de la tierra; y
por el rollo en el que están inscritos los títulos de propiedad. [27]

Pero las má s formidables diosas y las má s horribles maldiciones y


anatemas, por má s profundamente que perturbaran la imaginació n
fantá stica y sin arte de las naciones-niñ o, fracasaron completamente en
frenar el instinto prensil y el há bito inveterado de la gente de tomar las
cosas que necesitaban. Por eso no había nada que hacer, sino recurrir a
los castigos corporales de una ferocidad nunca antes conocida y
totalmente opuesta a los sentimientos y costumbres de los salvajes y
bá rbaros que, si infligen golpes para prepararse para su vida de luchas
incesantes, nunca les dan el cará cter de castigo. El salvaje no golpea a
su hijo. Son los padres propietarios los que han inventado el horrible
precepto: "El que ama bien, castiga bien". Los atentados contra la
propiedad se castigan con mayor severidad que los delitos contra las
personas. Los abominables có digos de justicia inicua hicieron su
entrada en la historia en el tren, y como consecuencia, de la
apropiació n privada de la tierra.

La propiedad marca su aparició n enseñ ando a los bá rbaros a


pisotear sus nobles sentimientos de igualdad y fraternidad. Se
promulgan leyes que infligen la pena de muerte contra aquellos que

88
amenazan la propiedad. "El que de noche corte o apacente sus rebañ os
en las cosechas producidas por el arado," ordena la ley de las Doce
Tablas, "si es mayor de edad, será sacrificado a Ceres y condenado a
muerte; si es menor de edad, será golpeado con varas a voluntad del
magistrado y condenado a reparar el doble de los dañ os. El ladró n
abierto, (es decir, tomado en flagrante delito), si es un hombre libre
será golpeado con varas y entregado a la esclavitud. El incendiario de
un pajar será azotado y muerto por la quema". La ley de Borgoñ a va
má s allá de la feroz ley romana. Condena a la esclavitud a la mujer y a
los hijos de má s de catorce añ os que no denuncien inmediatamente al
marido y al padre culpable de robo o de caballos o bueyes. La
propiedad introdujo el espionaje en el seno de la familia.

La propiedad privada en bienes muebles e inmuebles, desde su


aparició n, da origen a instintos, sentimientos, pasiones e ideas que bajo
su acció n se han ido desarrollando en proporció n a sus
transformaciones, y que persistirá n mientras la propiedad privada
perdure. La ley de represalia introdujo en el cerebro humano el germen
de la idea de justicia, que la divisió n de las tierras, sentando las bases
de la propiedad privada y de los bienes inmuebles, debía fecundar y
hacer fructificar. La ley de la venganza enseñ ó al hombre a someter su
pasió n por la venganza y a someterla a un reglamento; la propiedad
refrenó , bajo el yugo de la religió n y la ley, su instinto prensil. El papel
de la propiedad en la elaboració n de la justicia era tan preponderante
que oscureció el funcionamiento anterior de la ley de represalia hasta
el punto de que una nació n tan sutil como los griegos, y mentes tan
agudas como las de Hobbes y Locke, no lo percibieron. De hecho, la
poesía griega atribuyó la invenció n de las leyes só lo a las diosas que
presiden la divisió n y la cultura de las tierras. Hobbes piensa que antes
del establecimiento de la propiedad en un estado de naturaleza no hay
ninguna injusticia en lo que un hombre pueda hacer contra otro. Locke
afirma que "donde no hay propiedad, no hay injusticia, es una
proposició n tan cierta como cualquier demostració n de Euclides: la
idea de que la propiedad es un derecho a una cosa, y la idea a la que
corresponde la palabra injusticia es la invasió n o la violació n del
derecho". Los griegos y estos pensadores profundos, hipnotizados por
la propiedad y olvidando al ser humano y sus instintos y pasiones,
suprimieron el primer y principal factor de la historia. La evolució n del
89
hombre y de sus sociedades no puede ser comprendida y explicada si
no se tienen en cuenta las acciones y reacciones, una sobre otra, de las
energías humanas y de las fuerzas econó micas y sociales.

El espíritu igualitario de los hombres primitivos, para superar la


pasió n de la venganza, no había ni podía encontrar nada má s que la ley
de la venganza. En las ocasiones de las divisiones de alimentos, botín y
tierras, este mismo espíritu igualitario requería imperativamente
partes iguales para todos, "para que todos tuvieran las mismas cosas",
segú n la fó rmula de Teseo. Golpe por golpe, igual compensació n por el
mal causado, y partes iguales en la distribució n de los alimentos y de
las tierras eran las ú nicas ideas de justicia que los hombres primitivos
podían concebir. Una idea de justicia, que los pitagó ricos expresaban
mediante el axioma "No sobrepasar el equilibrio de la balanza", que tan
pronto como se inventó se convirtió en el atributo de la justicia.

Pero la idea de justicia, que en su origen no es má s que una


manifestació n del espíritu igualitario, continú a, bajo la acció n de la
propiedad que ayuda a establecer, sancionando las desigualdades que
la propiedad engendra entre los hombres. La propiedad, en efecto, no
puede consolidarse sino adquiriendo el derecho de apartar el instinto
prensil, y este derecho, una vez adquirido, se convierte en una fuerza
social independiente y automá tica, que domina al hombre y se vuelve
contra él. El derecho de propiedad conquista tal legitimidad, que:
Aristó teles identifica la justicia con el respeto de las leyes que la
protegen, y la injusticia con la violació n de esas mismas leyes; que la
declaració n de los derechos del hombre y del ciudadano, de los
revolucionarios burgueses de 1789 lo erige en un "derecho natural e
inalienable del hombre" (Artículo II); y que el Papa Leó n XIII en su
famosa encíclica sobre la condició n de los trabajadores lo transforma
en un dogma de la Iglesia Cató lica. La materia conduce al espíritu. El
bá rbaro había sustituido la propiedad por el derramamiento de sangre.
La propiedad se sustituyó a sí misma por el hombre, que en las
sociedades civilizadas no posee má s derechos que los que le confiere su
propiedad. La justicia, como esos insectos que apenas nacen devoran a
su madre, destruye el espíritu igualitario que la engendró y sanciona la
esclavitud del hombre.

90
La Revolució n Comunista, al suprimir la propiedad privada y dar "a
todos las mismas cosas", emancipará al hombre y dará vida al espíritu
igualitario. Entonces las ideas de justicia, que han perseguido a las
cabezas humanas desde el establecimiento de la propiedad privada, se
desvanecerá n - la pesadilla má s espantosa que jamá s haya torturado a
la triste humanidad civilizada.

Notas a pie de página

1. Las maldiciones no son palabras ociosas para el bá rbaro; la palabra,


el verbo, está para él dotado de un poder irresistible. Los mismos
dioses obedecieron las imprecaciones de los mortales. Los judíos, al
igual que los chinos, condenaron a muerte a quien había maldecido a su
padre o a su madre. El catolicismo, al dar al confesor el poder de atar y
desatar los pecados en la tierra y en el cielo con la ayuda de una
fó rmula, reproduce la idea primitiva de los salvajes sobre el poder de la
palabra.

2. Caín, expulsado de su clan después del asesinato de Abel, se lamenta:


"Mi castigo es mayor de lo que puedo soportar. He aquí que me has
expulsado de esta tierra. Seré un vagabundo y fugitivo sobre la tierra y
sucederá que quien me encuentre me matará ". (Génesis IV, 13, 14.) El
exilio es uno de los castigos má s terribles de las sociedades antiguas.

3. La responsabilidad colectiva todavía parece tan natural en la Edad


Media que las ordenanzas de Eduardo I de Inglaterra hacen
responsable a todo el Gremio de Comercio del crimen de uno de sus
miembros.

4. Sir Gardner Wilkinson, Dalmacia y Montenegro, 1848.

5. Lord Carnarvon. Reminiscencias de Atenas y Morea

6. Jesucristo, San Pablo y los Apó stoles compartieron con los salvajes
esta opinió n; las enfermedades eran segú n ellos obra del demonio,
enemigo del género humano. (Mateo IX, 33; Lucas XI, 14; Hechos XIX,
12.) Esta superstició n encendió durante siglos en la Europa cristiana
las piras de las brujas.

91
7. Observaciones generales de Volney sobre los indios de América,
1820.

8. Esta ausencia de la palabra "ley" había impresionado a los antiguos:


el historiador Josefo observa con asombro que en la Ilíada la palabra
nomos, que má s tarde significaría ley, nunca se emplea en ese sentido.

9. El bá rbaro no se detiene a mitad de camino. Lleva la ló gica hasta sus


ú ltimas consecuencias: una vez que tuvo la idea de separar al culpable
de la colectividad de la familia para hacerle cargar con la
responsabilidad de su acció n, llevó esta idea hasta el punto de separar
de la colectividad del cuerpo, el ó rgano que había cometido el acto, para
ser castigado. Diodoro de Sicilia informa que los egipcios castigaban la
violació n de una mujer libre mediante la mutilació n. Amputaron la
nariz de una mujer adú ltera para privarla de los atractivos que había
empleado para la seducció n. Cortaron las manos de los falsificadores y
falsificadores de sellos pú blicos, "para castigar la parte del cuerpo con
la que se había cometido el delito". En casi todos los países se ha
cortado la mano a los ladrones por hurtos menores que no implican la
pena capital.

10. "Cuando entre los Itelmen de Kamchatka", relata un viajero del siglo
XVIII, G. Steller, "se comete un asesinato, la familia de la víctima se
dirige a la del asesino y exige que se le entregue. Si este ú ltimo
consiente y lo entrega, es asesinado de la misma manera en que mató a
su víctima; si se niega, significa que la familia aprueba el asesinato.
Entonces se declara la guerra entre las dos familias. La que triunfa,
masacra a todos los varones de la familia vencida y lleva a la esclavitud
a las mujeres y a las niñ as". En Polinesia, cuando el culpable no se
sometía pasivamente a la venganza de la parte ofendida, su propia
familia lo obligaba a hacerlo por la fuerza. (Ellis, Investigaciones
Polinesias)

11. Demó stenes en una de sus peticiones civiles cita un artículo de las
leyes de Draco que daba a cada ateniense el derecho de vida y muerte
sobre cinco mujeres - su esposa, su hija, su madre, su hermana y su
concubina. Los Gragas (gansos grises), que son las antiguas leyes de
Islandia, sancionaron este mismo derecho, añ adiendo a ello hijas
adoptivas. Má s tarde, en la época de Soló n, las costumbres se
92
transformaron, las leyes de aparecieron demasiado sanguinarias, pero
nunca fueron abolidas "sino por el consentimiento tá cito de los
atenienses", dice Aulo Gellius, fueron, por así decirlo, borradas". Las
primeras leyes, precisamente porque fijan y sancionan las costumbres
de los antepasados, nunca fueron derogadas, pero persistieron aunque
fueron contradichas por nuevas leyes. Así, el có digo del Manu conserva,
junto con la ley que establece la divisió n equitativa de los bienes entre
los hermanos y la que establece el derecho de primogenitura. La ley de
las doce mesas de Roma no abolió las leyes reales. La piedra en la que
se grabaron estas ú ltimas era inviolable; a lo sumo, los menos
escrupulosos se creían autorizados a entregarla.

12. Si recordamos las leyendas mitoló gicas de Grecia, parece que


cuando la autoridad del padre sustituyó a la de la madre en la familia, el
orden de sucesió n se vio seriamente alterado. Todos los hijos, que en la
familia matriarcal no heredaban, reivindicaban la igualdad de derechos
para tomar posesió n de los bienes del padre fallecido y la
administració n de la casa. Só lo después de muchas luchas internas el
derecho de primogenitura logró establecerse y só lo pudo mantenerse
llamando a la superstició n religiosa en su ayuda. El padre fue
contabilizado para vivir. Continuó administrando su propiedad y dio
ó rdenes a su sucesor. La obediencia no se le dio al heredero vivo sino al
padre fallecido. Luego, al lado de la religió n tribal se establecieron los
cultos familiares que Fustel de Coulange supone que fueron primitivos

13. En una época en que los historiadores creían que cada nació n y
cada raza tenía sus propios modales y costumbres especiales, se
afirmaba que la wehrgeld era de origen alemá n y que los griegos y los
latinos nunca habían descendido a este medio bá rbaro de componer
por sangre con dinero. Nada má s lejos de la realidad. La Octava Tabla
de la Ley Romana de las Doce Tablas dice:

I.Contra el que se rompa un miembro y no repare en nada, la represalia

III.Por la rotura de un diente de un hombre libre una pena de


trescientos ases; de un esclavo ciento cincuenta

IV.Por un insulto una pena de veinticinco ases.

93
El Ajax ha sido enviado con Ulises y Fénix en una embajada a Aquiles
para influir en él para que acepte los regalos de Agamenó n y apacigü e
su ira, dijo a Ulises: "El hombre acepta la recompensa del asesino de su
hermano o de su hijo muerto; y así el asesino por un gran precio
permanece en su propia tierra, y el corazó n del pariente se apacigua, y
su alma orgullosa, cuando ha tomado la recompensa." (Ilíada, IX, 632-6)

14. Krasinski, Montenegro y los eslavos de Turquía, 1853.

15. El establecimiento de la wehrgeld lleva consigo esta curiosa


consecuencia, que Mallet observa entre los escandinavos. Dado que la
muerte de un hombre libre y las heridas en su mano, su pie, etc., están
sujetas a una escala de precios, el cuerpo de un deudor puede ser
considerado responsable de la deuda contraída. Este es el
razonamiento que en todos los países ha dado al acreedor el derecho
de mutilar y esclavizar a su deudor.

16. "La naturaleza -dijo Hobbes- nos ha dado a cada uno de nosotros un
derecho igual sobre todas las cosas. En el estado de la naturaleza cada
uno tiene el derecho de hacer y poseer todo lo que le plazca; de donde
viene el dicho comú n de que la naturaleza ha dado todas las cosas a
todos los hombres, y del cual se deduce que en el estado de la
naturaleza la utilidad es la regla del Derecho". (De Cive, Libro I,
Capítulo I) Hobbes y los filó sofos que hablan del derecho natural, la
religió n natural, la filosofía natural está n prestando a la Dama
Naturaleza sus nociones de derecho, religió n y filosofía, que son todo
menos naturales. ¿Qué debemos decir del matemá tico que debe
atribuir a la naturaleza sus conceptos del sistema métrico y debe
filosofar sobre el metro y el milímetro naturales? Las medidas de
longitud, las leyes, los dioses y las ideas filosó ficas son de fabricació n
humana; los hombres las han inventado, modificado y transformado,
segú n sus necesidades privadas y sociales.

17. Proudhon, que había tomado para sí la propiedad de la frase de


Brissot, cometió el error del juego cuando dio por un axioma social su
"la propiedad es el robo", pues el robo es la consecuencia de la
propiedad y no su causa determinante. El origen histó rico de la
propiedad, ya sea personal o real, demuestra que nunca tuvo, en sus

94
inicios, un cará cter de expolio; esto no podría haber sido de otra
manera.

18. La palabra prensil existe en el lenguaje zooló gico. Webster la define,


adaptada a la confiscació n o a la captació n.

19. Los salvajes rudos de Tierra del Fuego definen los límites de sus
territorios por amplios espacios vacíos. César informa que los suevos se
enorgullecen de rodearse de vastas soledades. Los alemanes dieron el
nombre de bosque fronterizo y los eslavos el nombre de bosque
protector al espacio neutral entre dos o má s tribus. Morgan dice que en
Norteamérica este espacio era má s estrecho entre tribus de la misma
lengua, normalmente aliadas por matrimonio, y de otra manera, y má s
amplio entre tribus de diferentes lenguas.

20. Un fragmento de Herá clides del Ponto, discípulo de Plató n, contiene


una descripció n de las fiestas comunistas de los dorios. Cada persona
en las andreias (la comida comú n de los hombres) recibía una parte
igual, excepto el arconte, el miembro del consejo de los ancianos; tenía
derecho a una porció n cuá druple - una en su calidad de ciudadano, una
segunda en su calidad de presidente de la mesa y otras dos para el
apoyo de la sala, estas probablemente debían estar reservadas para sus
sirvientes. Cada mesa estaba bajo la supervisió n especial de una
matriarca, que distribuía la comida a los invitados. Esta funció n de
repartidor, reservada a la mujer, impresionaba de forma tan
contundente a los prehistó ricos griegos que personificaban el destino y
los Destinos por las diosas Moira, Aissa y Ceres, cuyos nombres
significan la parte que se recibe en la distribució n de alimentos o botín.

21..- Haxthausen relata en su curioso viaje por Rusia que estuvo en la


Casa de Estado de Jaroslaf ciertas varas que eran reverenciadas como
las sagradas unidades de medida de la tierra. La longitud de las varas
estaba en proporció n inversa a la calidad de la tierra, las má s cortas
servían para medir las mejores tierras y las má s largas para las tierras
de calidad inferior. "Todas las porciones son de esta manera desiguales
en tamañ o e iguales en valor".

95
22. La raíz o en la lengua griega contribuye a la formació n de tres
grupos de palabras, que parecen contradictorias, pero que se
complementan y se conectan con la divisió n de la tierra:

1. La idea de ir en línea recta:


o-es, recta, erguida, vertical, verdadera, equitativa, justa;
o-yo, movimiento hacia arriba, volando, saltando, pasió n;
o-numi y or-ino, poner en movimiento, excitar;
o-ugma, zanja, galería subterrá nea;
o-ux, pico;
o-thoo, hacer recto, corregir;
o-tosios, Zeus-Jú piter, que repara los errores.
2. La idea de limitar, de limitar:
o-os, límite, frontera;
o-izo, limitar, limitar, definir, promulgar;
or-ios, lo que sirve como límite;
Zeus or-ios, Jú piter, protector de los límites;
theos or-ios, el dios de las fronteras.
3. La idea de la vigilancia:
our-os, guardia, guardiá n;
pul-or-os, guardiá n de las puertas;
tima-or-os, el que castiga, el que venga;
o-omoi, vigilar, vigilar.
23. Nemo, compartir, distribuir, luego tratar a alguien segú n la ley;
nome, pasto, porció n, lote;
nomas, nó mada, vagabundo, que deambula alimentando un rebañ o;
nomos, originalmente pasto - luego estancia, vivienda, porció n - y
finalmente uso, costumbre, ley;
nomizo, observar la costumbre, la ley; pensar, creer, juzgar;
nomisma, una cosa establecida por la costumbre, por la ley, la prá ctica
religiosa, el dinero;
nomisis, culto, religió n, creencia;
némesis, la ira de los dioses contra los que infringen los derechos de
otro, la diosa de la justicia distributiva;
epi-nomia, derecho al pastoreo;
pro-nomia, privilegio.
24. Dice Plató n en sus Leyes: "Nuestra primera ley debe ser ésta: que
nadie toque el límite que separa un campo del de su vecino, pues debe
permanecer inmó vil, que nadie piense en sacudir la piedra que se ha
atado con juramento a dejar en su lugar".
96
25. La agricultura tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la
mentalidad de los hombres primitivos. Así, por ejemplo, fue ésta la que
modificó sus opiniones sobre la divisió n del tiempo. Las horas, que en
la mitología griega no designaban las divisiones del día, sino las del añ o,
eran originalmente dos en nú mero; la hora de la primavera, Thallo,
cuyo nombre significa estar verde, florecer; y la hora del otoñ o, Karpus,
que significa fruta. La primavera y el otoñ o son las estaciones
importantes para el salvaje, que no cultiva la tierra, pero que vive de los
frutos que da espontá neamente. Después de la divisió n de las tierras, el
nú mero de horas se incrementa a tres, - Dique, Eunomia, cuyo nombre
significa buen pastoreo, equidad, observació n de la costumbre, y
Eirene, que significa paz. Hesíodo los describe en su Teogonía como dar
costumbres a los hombres y establecer entre ellos la paz y la Justicia,
como Deméter Thesmophora. Mientras los hombres vivan de la caza, la
pesca y la recolecció n de frutos silvestres, les es indiferente estar en
guerra durante una estació n en vez de otra, pero cuando tienen campos
para sembrar y cosechar, se ven obligados a suspender durante ciertas
estaciones del añ o las guerras de tribu contra tribu, y a establecer
treguas para los tiempos de siembra, las cosechas y otras labores
agrícolas. Entonces crearon la hora de la paz, Eirene, y pusieron estas
treguas bajo su protecció n. Los cató licos de la Edad Media las pusieron
bajo la de Dios y las llamaron "Tregua de Dios". Eirene se deriva de la
palabra eiro, hablar. En Lacedaemon dieron el nombre de eiren al joven
de má s de veinte añ os que tenía derecho a hablar en las asambleas
pú blicas. Durante los periodos consagrados a las labores del campo, las
disputas entre tribus y pueblos ya no se resolvían por las armas, sino
por la palabra, -de donde se deriva Eirene, la diosa que habla.

El cultivo de la tierra pudo haber influido en la escritura, como


parece demostrar la antigua forma de escritura empleada por los
griegos, chinos, escandinavos, etc., que consiste en escribir
alternativamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda,
-volviendo sobre los propios pasos como los bueyes que aran.

26. Erinnys podría haber venido de erion, lana, de la cual se deriva


eriole, ladró n de lana.

97
27. La galería mitoló gica de Millin (París, 1811) reproduce numerosos
medallones, jarrones, camafeos, bajorrelieves, etc., en los que se
representa a Deméter con sus diversos atributos.

28. Hobbes: De Cive, observació n añ adida a la traducció n francesa de


Sorbières. Locke: Ensayo sobre el entendimiento humano.

El origen de la idea del bien

I. Formación del Ideal Heroico

Una misma palabra se utiliza en las principales lenguas europeas


para indicar los bienes materiales y el Bien moral. Podemos concluir
sin temor a equivocarnos que el hecho debe ser el mismo en los
idiomas de todas las naciones que han llegado a un cierto grado de
civilizació n, ya que hoy sabemos que todas atraviesan las mismas fases
de evolució n material e intelectual. Vico, que había enunciado esta ley
histó rica, afirma en su Scienza Nuova que "Debe existir necesariamente
en la naturaleza de los asuntos humanos un lenguaje mental comú n a
todas las naciones, que designe uniformemente la sustancia de las
cosas que son las causas mó viles de la vida social. Este lenguaje se
curva en diferentes formas, tan numerosas como los diferentes
aspectos que las cosas pueden asumir. Tenemos prueba de ello en el
hecho de que los proverbios, estas má ximas de la sabiduría popular,
son iguales en sustancia entre todas las naciones, antiguas y modernas,
aunque se expresen en las formas má s diferentes".

En los artículos anteriores señ alé el origen de las ideas abstractas y


de la idea de justicia, los giros por los que pasaba el espíritu humano
para representar en los jeroglíficos egipcios la idea abstracta de la
maternidad por la imagen del buitre y la de la justicia por el codo. En
este estudio trataré de seguirlo en el tortuoso camino que ha recorrido
para llegar a confundir bajo una misma palabra los bienes materiales y
el Bien moral. Las palabras que en las lenguas latina y griega sirven

98
para los bienes materiales y el Bien moral eran originalmente adjetivos
aplicados al ser humano.

• Á gata (griego), fuerte, valiente, generoso, virtuoso, etc.

• Ta agatha, bienes, riquezas.

• A agathon, bien, a akron agathon, el Bien Supremo.

• Bonus [1] (latín), fuerte, valiente, etc.

• Bona, bienes, bona patria, patrimonio.

• Bonum, bueno.

Á gaton y bonus son adjetivos genéricos. Los griegos y los romanos


de la época de la barbarie a los que se aplicaban poseían todas las
cualidades físicas y morales requeridas por el ideal heroico; por eso sus
superlativos irregulares, aristos, esthlos, beltistos, etc., y optimus, está n
en el plural utilizado substancialmente para indicar los mejores y má s
destacados ciudadanos. El historiador Velleius Paterculus da el nombre
de optimus a los patricios y a los ricos plebeyos que se aliaron con los
Gracchi.

La fuerza y el coraje son las primeras y má s necesarias virtudes de


los hombres primitivos en la guerra perpetua entre ellos mismos y
contra la naturaleza. El salvaje y el bá rbaro, fuerte y valiente, poseen
ademá s las demá s virtudes morales de su ideal. Así pues, comprenden
todas las cualidades físicas y morales bajo el mismo adjetivo. La fuerza
y el coraje estaban entonces tan cerca de la suma total de las virtudes
que: los latinos, después de usar la palabra virtus para la fuerza física y
el coraje, llegaron a emplearla para la virtud, mientras que los griegos
dieron los mismos significados sucesivos a la palabra areté; y que la
palabra pavelin, el arma primitiva, que en griego se llama kalon sirve
má s tarde para lo bello, mientras que la palabra latina para ello, quiris
indica el ciudadano romano. Varro nos dice que originalmente los
romanos representaban al dios Marte con una jabalina. Era inevitable
que la fuerza y el coraje formaran el conjunto de la virtud en aquella
época, ya que preparar la guerra, adquirir la valentía para afrontar sus
peligros, desarrollar la fuerza física para soportar sus fatigas y

99
privaciones; y la fuerza moral para no caer en las torturas infligidas a
los prisioneros, era toda la educació n física y moral de los salvajes y
bá rbaros. Desde la niñ ez sus cuerpos fueron suplantados y templados
por ejercicios de gimnasia y endurecidos por ayunos y golpes, bajo los
cuales a veces sucumbían. Pericles, en su Oració n Fú nebre sobre las
primeras víctimas de la Guerra del Peloponeso, contrasta esta
educació n heroica todavía vigente en Esparta, que conservaba sus
costumbres primitivas, con la de los jó venes de Atenas, que habían
entrado en la fase burguesa democrá tica. "Nuestros enemigos -dijo- se
entrenan desde la má s tierna infancia al valor con la má s severa
disciplina, y nosotros, educados con dulzura, no tenemos menos ardor
para correr los mismos riesgos". Livingston, que encontró entre las
tribus africanas estas costumbres heroicas, estableció un contraste
similar para ciertos caciques negros entre los soldados ingleses y los
guerreros negros.

Puesto que el valor en la antigü edad era la totalidad de la virtud, la


cobardía debía ser necesariamente el vicio; así las palabras que en
griego y latín significan cobarde, kakos y malus, tienen el significado del
mal, el vicio. [3]. Cuando la sociedad bá rbara se diferenció en clases, los
patricios monopolizaron el coraje y la defensa del país. Este monopolio
era "natural" (si se me permite aplicar la expresió n de la economía
burguesa), aunque nada parece má s natural para los capitalistas que
enviar en su lugar en las expediciones coloniales a hombres
trabajadores y campesinos, e incluso, cuando pueden, confiar la defensa
de su país a los proletarios, que no poseen ni una pulgada de tierra ni
un engranaje de una máquina. Los patricios se reservaron, como un
privilegio, la defensa de su país, porque só lo ellos tenían un país, ya
que, entonces, uno só lo tenía un país a condició n de poseer un rincó n
de su suelo. Los extranjeros que por razones de comercio e industria
residían en una ciudad antigua, no podían ni siquiera poseer la casa en
la que traficaban de padre a hijo, y seguían siendo extranjeros aunque
vivieran en la ciudad durante generaciones. Fueron necesarios tres
siglos de luchas para que los plebeyos romanos que vivían en el monte
Aventino obtuvieran la propiedad de las tierras en las que habían
construido sus viviendas. Los extranjeros, los proletarios, los artesanos,
los comerciantes, los siervos y los esclavos fueron relevados del

100
servicio militar y no tenían derecho a llevar armas, ni siquiera a tener
valor, lo que era privilegio de la clase patricia. (4)

Tucídides cuenta que los magistrados de Esparta masacraron


traicioneramente a dos mil Helots, que por su valentía acababan de
salvar a la repú blica. Desde el momento en que se prohibió a los
plebeyos participar en la defensa de su país natal y, por consiguiente,
poseer coraje, la cobardía debió ser necesariamente la virtud soberana
de los plebeyos, como el coraje fue el de la aristocracia. Así, el adjetivo
griego kakos (cobarde, feo, malo) indica un hombre de la plebe;
mientras que aristos, superlativo de agathos indica un miembro de la
clase patricia - y el latín malus indica feo, deforme como a los ojos
patricios el esclavo y el artesano deformados segú n Xenofonte, por sus
oficios, mientras que los ejercicios gimná sticos desarrollaban
armoniosamente el cuerpo del aristó crata. [5]

El patricio de la antigua Roma era bono y la eupá trida de la Grecia


homérica era á gata porque ambos poseían las virtudes físicas y morales
del ideal heroico, el ú nico ideal que podía ser engendrado por el
entorno social en el que se movían. Eran valientes, generosos, fuertes
de cuerpo y estoicos de alma, y ademá s propietarios de tierras, es decir,
miembros de una tribu y de un clan que poseían el territorio en el que
residían. [6]

Los bá rbaros, que só lo practican la cría de ganado y la agricultura de


la forma má s ruda, se entregan apasionadamente al bandolerismo y a la
piratería, como salida de su exceso de energía física y moral y para
adquirir bienes que no conocen otra manera de conseguir. En el poema
griego, del que só lo queda una estrofa (el esqueleto de Hibrias), un
héroe bá rbaro canta: "Tengo por riqueza mi gran lanza, mi espada y mi
escudo; terraplenes de mi carne, con ellos arado, con ellos cosecho; con
ellos recojo el dulce jugo de la vid, con ellos soy llamado 'Maestro de la
Mnoia'" (tropa de esclavos de la comunidad). César relata que los
suevos enviaban cada añ o a la mitad de su població n masculina en
expediciones de saqueo. Los escandinavos, una vez terminada su
plantació n, subieron a sus embarcaciones y salieron a saquear las
costas de Europa. Los griegos, durante la guerra de Troya, dejaron el
asedio para entregarse al bandolerismo. "El comercio de la piratería no

101
tenía entonces nada de vergonzoso; llevaba a la gloria", dijo Tucídides.
Los capitalistas lo tienen en alta estima. Las expediciones coloniales de
las naciones civilizadas no son má s que guerras de bandolerismo; pero
mientras que los capitalistas hacen que los proletarios cometan sus
piracías, los héroes bá rbaros las pagan en su propia persona. La ú nica
manera honorable de obtener riquezas era entonces por medio de la
guerra. Así, los ahorros del hijo de una familia romana se llamaban
peculium castrense (dinero reunido en los campos). Má s tarde, cuando
la dote de la esposa vino a aumentarlos, tomaron el nombre de
peculium quasi castrense. Este estado general de bandolerismo hizo
que el proverbio de la Edad Media fuera literalmente cierto: "Quien
tiene tierra, tiene guerra". Los propietarios de rebañ os y cosechas
nunca dejaron de lado sus armas. Cumplieron con sus brazos en sus
manos las funciones de la vida diaria. La vida de los héroes fue un largo
combate. Murieron jó venes, como Aquiles, como Héctor. En el ejército
de Aqueos só lo había dos ancianos, Néstor y Fénix. Envejecer era
entonces algo tan excepcional que la edad se convirtió en un privilegio,
el primero que se introdujo en las sociedades humanas.

Los patricios, asumiendo la defensa de la ciudad, naturalmente se


reservaron su gobierno. Esto se confió a los padres de familia; pero
cuando el desarrollo del comercio y de la industria había formado en
las ciudades una numerosa clase de ricos plebeyos, se vieron obligados,
después de muchas luchas civiles, a hacer para ellos un lugar en el
gobierno. Servius Tullius creó en Roma la Orden de Caballeros con
plebeyos que poseían una fortuna de al menos 100.000 sestercios
(unos 1.000 dó lares) segú n el censo. Cada cinco añ os, revisaron el
registro de la orden ecuestre, y los caballeros cuya fortuna había caído
por debajo de la cifra del censo, o que habían incurrido en un estigma
censural, perdieron su dignidad. Soló n, que se había enriquecido a
través del comercio, abrió el Senado y los tribunales de Atenas a
aquellos que poseían los medios para mantener un caballo de guerra y
un yugo de bueyes. En todas las ciudades, de las que se han conservado
registros histó ricos, encontramos rastros de una revolució n similar, y
en todas partes la riqueza, que se compagina con el apoyo de un caballo
de guerra, otorga derechos políticos. Esta nueva aristocracia, que tuvo
su origen en la riqueza acumulada por el comercio, la industria y sobre
todo la usura, só lo pudo ganar aceptació n y mantenerse en su
102
supremacía social adaptá ndose al ideal heroico de los patricios y
asumiendo una parte en la defensa de la ciudad, en cuyo gobierno
compartía. [8]

Hubo un tiempo en la antigü edad en que era tan imposible concebir


un propietario sin virtudes bélicas como en nuestros días imaginar un
superintendente de minas o de una fá brica de productos químicos sin
alguna capacidad administrativa y conocimientos científicos. La
propiedad era entonces exigente; imponía cualidades físicas y morales
al poseedor. El hecho mismo de ser propietario presuponía la posesió n
de las virtudes del ideal heroico, ya que la propiedad só lo podía ser
conquistada y conservada a condició n de tenerlas. Las virtudes físicas y
morales del ideal heroico se incorporaban de alguna manera a los
bienes materiales que las comunicaban a sus propietarios. Es así como
en la época feudal el título de nobleza se soldaba a la tierra. El baró n,
desposeído de su señ orío, perdió su título de nobleza, que se añ adió a
los de su conquistador. Lo mismo sucedió con las cuotas y servicios; se
regulaban segú n las condiciones de la tierra y no segú n las personas
que la ocupaban. Así, nada era má s natural que el antropomorfismo
bá rbaro que dotaba a los bienes materiales de virtudes morales. [9]

El papel de defensor de la nació n, que los propietarios se reservaban


para sí mismos, no era una sinecura. Aristó teles señ ala en su Política
que durante las guerras del Peloponeso las derrotas en tierra y mar
diezmaron las clases ricas de Atenas; que en la guerra contra los
Iapyges las clases altas de Tarento perdieron tantos de sus miembros
que fue posible establecer una democracia y que treinta añ os antes,
después de ciertos infelices combates, el nú mero de ciudadanos había
caído tan bajo en Argos que se vieron obligados a conceder el derecho
de ciudadanía a los peri?eci (colonos que vivían fuera de las murallas
de la ciudad). La guerra causó tales estragos en sus filas que la
aristocracia guerrera espartana temía participar en ella. La fortuna de
los ricos, así como la de sus personas, estaba a disposició n absoluta del
Estado. Los griegos designaron entre ellos a los liturgistas, a los
terrearquistas, etc., que se vieron obligados a sufragar los gastos de las
fiestas pú blicas y del armamento de las naves de la flota. Cuando
después de las guerras persas fue necesario reconstruir las murallas de

103
Atenas destruidas por los persas, se derribaron edificios pú blicos y
privados para conseguir los materiales para reconstruirlas.

Puesto que só lo se permitía a los propietarios de bienes inmuebles y


personales ser valientes y poseer las virtudes del ideal heroico; puesto
que sin la posesió n de bienes materiales, estas cualidades morales eran
inú tiles e incluso perjudiciales para sus poseedores, como lo demuestra
la masacre de los 2.000 Helots, relatada anteriormente; puesto que la
posesió n de bienes materiales era la justificació n de las virtudes
morales, nada era entonces má s ló gico y natural que identificar las
cualidades morales con los bienes materiales y confundirlas bajo la
misma palabra.

II. La descomposición del ideal heroico

Fenó menos econó micos y los acontecimientos políticos que


engendraron se encargaron de arruinar el ideal heroico y de disolver la
primitiva unió n de las virtudes morales y los bienes materiales, que el
lenguaje registra de manera tan poco artística.

La divisió n de las tierras de cultivo, poseídas en comú n por todos los


miembros del clan, comenzó a introducir la desigualdad entre ellos. Las
tierras bajo la acció n de mú ltiples causas se concentraron en manos de
unas pocas familias del clan y terminaron cayendo en manos de
extrañ os, hasta el punto de que cada vez má s patricios se vieron
desposeídos de sus bienes. Se refugiaron en las ciudades, donde vivían
como pará sitos, avispas, como los llama Só crates. No podía ser de otra
manera, pues en las sociedades antiguas, y de hecho en toda sociedad
basada en la esclavitud, el trabajo manual e incluso intelectual,
realizado só lo por esclavos y extranjeros, está mal pagado y es
considerado como degradante, excepto en la agricultura y el cuidado de
los rebañ os.

La situació n política creada por los fenó menos econó micos es


explicada por Plató n en el Octavo Libro de la Repú blica, con una fuerza
y una claridad de miras que no pueden ser demasiado admiradas. Una
104
violenta lucha de clases estaba perturbando las ciudades de Grecia. El
estado oligá rquico, es decir el basado en el censo, dice Só crates, "no es
uno en su naturaleza, contiene necesariamente dos estados; uno
compuesto por los ricos, el otro por los pobres, que habitan en el
mismo terreno, y conspiran uno contra el otro". Só crates no incluye
entre los pobres a los artesanos y menos aú n a los esclavos, sino
simplemente a los patricios arruinados.

"El mayor vicio del estado oligá rquico es que bajo él un hombre
puede vender todo lo que tiene, y otro puede adquirirlo, pero después
de la venta puede habitar en la ciudad de la que ya no forma parte, no
siendo ni comerciante, ni artesano, ni jinete ni hoplita, sino só lo una
pobre criatura indefensa. Es imposible impedir este desorden, pues si
se impidiera, una parte no poseería una riqueza excesiva, mientras que
otras se verían reducidas a una miseria extrema. Los miembros de la
clase dirigente, que só lo deben su autoridad a los grandes bienes que
poseen, se abstienen de reprimir con leyes severas el libertinaje de los
jó venes disipados y de impedir que se arruinen con gastos excesivos,
pues tienen la intenció n de comprar sus bienes y apropiá rselos por
medio de la usura, para aumentar su propia riqueza y poder"[11].

La concentració n de la propiedad crea en el estado una clase de


"Gente -armada con aguijones como avispones, algunos abrumados por
las deudas, otros marcados por la infamia, otros que han perdido al
mismo tiempo sus propiedades y sus honores en un estado de
hostilidad y constante conspiració n contra aquellos que se han
enriquecido con el naufragio de sus fortunas y contra el resto de los
ciudadanos; y amando una sola cosa, la revolució n. Sin embargo, los
codiciosos usureros, con la cabeza gacha y sin parecer percibir a
aquellos a quienes han arruinado, ya que otros siguen viniendo, les
infligen grandes heridas por medio del dinero que les prestaron a un
alto interés; y mientras multiplican sus propios ingresos, multiplican en
el estado la raza de avispones y mendicantes".

Cuando los avispones se convirtieron por su nú mero y su


turbulencia en una amenaza a la seguridad de la clase gobernante,
fueron enviados a fundar colonias, y cuando este recurso falló , los
ciudadanos ricos y el estado trataron de calmarlos mediante la

105
distribució n de alimentos y dinero. Pericles podía mantenerse en el
poder só lo exportando y alimentando a los avispones. Envió a mil
ciudadanos de Atenas a colonizar a Quersonos, quinientos a Naxos,
doscientos cincuenta a Andros, mil a Tracia, otros tantos a Sicilia y a
Turín. Les repartió por sorteo las tierras de la isla de Egea, cuyos
habitantes habían sido masacrados o desterrados. Pagó a los avispones,
de los cuales no pudo relevar a Atenas. Les dio dinero, incluso para ir al
teatro. Fue él quien introdujo la costumbre de pagar a seis mil
ciudadanos, es decir, a casi la mitad de la població n que disfrutaba de
derechos políticos, por ejercer la funció n de jueces (dikasts). El pago de
los jueces, que al principio era un ó mulo por día, fue elevado a tres por
el demagogo Cleó n. La suma anual ascendía a 5.560 talentos, o sea
180.000 dó lares, lo que era una suma considerable incluso para una
ciudad como Atenas. Así que cuando Peisandro abolió el gobierno
democrá tico, decretó que ya no se pagara a los jueces, que só lo los
soldados recibieran salarios y que la gestió n de los asuntos pú blicos se
confiara a só lo cinco mil ciudadanos, capaces de servir al Estado con su
fortuna y su persona. Pericles, para frenar y satisfacer a los artesanos,
que hacían causa comú n con los avispones, se había visto obligado a
emprender grandes obras pú blicas.

Los fenó menos econó micos que, al despojar a una parte de la clase
patricia, crearon una clase de revolucionarios sin clase y arruinados, se
desarrollaron má s rápidamente en las ciudades, que por su posició n
marítima se convirtieron en centros de actividad comercial e industrial.
La clase de plebeyos enriquecida por el comercio, la industria y la
usura, aumentó en proporció n al incremento del nú mero de patricios
arruinados y pará sitos. Estos plebeyos enriquecidos, para arrebatar los
derechos políticos a los gobernantes, se aliaron con los nobles
desposeídos y, una vez obtenidos los derechos políticos, se unieron a
los gobernantes para combatir a los empobrecidos patricios y a los
plebeyos de poca o ninguna fortuna; y estos ú ltimos, al convertirse en
amos de la ciudad, abolieron las deudas, desterraron a los ricos y
repartieron sus bienes. Los ricos desterrados imploraban la ayuda de
los extranjeros para volver a su ciudad, y a su vez masacraban a sus
conquistadores. Estas luchas de clase ensangrentaron todas las
ciudades de Grecia y las prepararon para el dominio de Macedonia y
Roma. Los fenó menos econó micos y las luchas de clase que
106
engendraron habían derribado las condiciones de vida, en medio de las
cuales se había elaborado el ideal heroico.

La forma de hacer la guerra se había transformado profundamente


por los fenó menos econó micos. La piratería y el bandolerismo, estas
industrias favoritas de los héroes bá rbaros, se habían vuelto difíciles,
ya que las mejores fortificaciones de las ciudades las protegían de las
sorpresas. Soló n, aunque a la cabeza de una ciudad comercial y él
mismo comerciante, se había visto obligado por complacencia por
há bitos inveterados, a fundar en Atenas un colegio de piratas, pero el
establecimiento de numerosas colonias a lo largo de las orillas del
Mediterrá neo, y el desarrollo comercial resultante de ello, había
obligado a las ciudades marítimas a vigilar los mares y a dar caza a los
piratas, cuya industria perdió prestigio en proporció n a la disminució n
de sus beneficios.

Se habían producido cambios de gran importancia en la organizació n


militar en el mar y en la tierra. Los héroes homéricos, al igual que los
escandinavos que má s tarde iban a asolar las costas europeas del
Atlá ntico, cuando comenzaron una expedició n marítima no llevaron
remeros y marineros con ellos. Sus barcos de fondo plano, que ellos
mismos construyeron y que segú n Homero no podían llevar má s de
cincuenta a ciento veinte hombres, só lo estaban tripulados por
guerreros que remaban y luchaban. Las batallas eran só lo en tierra. La
Ilíada no menciona ningú n combate en el mar. Las mejoras que los
corintios introdujeron en la construcció n naval y el aumento de la
fuerza naval hicieron necesario el uso de remeros y marineros
mercenarios, que no participaron en las batallas en las que los hoplitas
y otros guerreros menos armados se enfrentaron en el mar y en la
tierra. El mercenario, una vez aclimatado en la flota, se introdujo en los
ejércitos de tierra. É stos estaban compuestos en un principio só lo por
ciudadanos que tomaban el campo con raciones para tres o cuatro días,
que ellos mismos suministraban, así como sus caballos y armas. Se
alimentaban del enemigo cuando sus provisiones se agotaban y volvían
a sus fogones cuando terminaba la expedició n, siempre de corta
duració n. Pero cuando la guerra, llevada a distancia, requería una larga
asistencia del ejército, el Estado estaba obligado a proveer el apoyo del
guerrero. Pericles, al principio de la guerra del Peloponeso, pagó por
107
primera vez en Atenas a los guerreros, que se convirtieron en soldados,
es decir, asalariados, mercenarios. La paga ascendía a dos dracmas
(unos cuarenta céntimos) al día, para los hoplitas. Diodoro Sículo dice
que fue en el asedio de Veii cuando los romanos introdujeron la paga en
sus ejércitos. Desde el momento en que se pagaba por luchar, la guerra
se convirtió en una profesió n lucrativa, como en los tiempos homéricos;
se formaron cuerpos de soldados en los que se inscribían los
ciudadanos pobres y los patricios desclasados y arruinados, así como
ya existían bandas de remeros y marineros mercenarios, que vendían
sus servicios al mejor postor. [12]

Só crates decía que un estado oligá rquico -es decir, gobernado por los
ricos- "es impotente para hacer la guerra, porque se ve obligado a
armar a la multitud y, por consiguiente, a tener má s miedo de ella que
del enemigo; o bien a no utilizarla y a ir a la batalla con un ejército
verdaderamente oligá rquico"; es decir, reducido a los ciudadanos ricos.
Pero las nuevas necesidades de la guerra obligaron a los ricos a
reprimir sus temores y a violar las antiguas costumbres. Se vieron
obligados a armar a los pobres e incluso a los esclavos. Los atenienses
inscribieron esclavos en su flota, prometiéndoles la libertad, y
liberaron a los que habían luchado valientemente en Arginina (406
a.C.). Los espartanos, por su parte, se vieron obligados a armar y liberar
a los Helots. Enviaron al socorro de los siracusos, asediados por los
atenienses, un cuerpo de 600 hoplitas compuesto por Helots y
Neodamodes (recién admitidos a la ciudadanía); mientras que el
gobierno de la Repú blica Espartaca tachó de infamantes a los
espartanos que habían dejado las armas en Esfacteria, aunque varios de
ellos habían ocupado altos cargos políticos, concedió la libertad a los
Helots que les habían hecho pasar de contrabando provisiones
mientras estaban asediados por los atenienses. El salario que
transformó al guerrero en mercenario, en soldado [13], se convierte en
poco tiempo en un instrumento de disolució n social. Los griegos habían
jurado en Platea que "legarían a los hijos de sus hijos el odio contra los
persas, para que este odio durara mientras los ríos fluyeran hacia el
mar", sin embargo, medio siglo después de este orgulloso juramento,
atenienses, espartanos y peloponesos pagaron con entusiasmo al rey de
Persia para obtener subsidios para pagar a sus marineros y a sus
soldados. La guerra del Peloponeso aceleró la caída de los partidos
108
aristocrá ticos y puso de manifiesto la ruina de las costumbres heroicas
que los fenó menos econó micos habían preparado silenciosamente.

Los ricos que se habían reservado como el primero de sus privilegios


el derecho a llevar armas y a defender su país, adquirieron
rá pidamente la costumbre de sustituirse en el ejército por mercenarios.
Un siglo después de la innovació n de Pericles, el grueso de los ejércitos
atenienses estaba compuesto por soldados pagados. Demó stenes dice
en uno de sus Olimpíadas que en el ejército enviado contra Olimpia
había 4.000 ciudadanos y 10.000 mercenarios; que en el que Felipe
derrotó en Queronea había 2.000 atenienses y tebanos y 15.000
mercenarios. Los ricos, aunque no luchaban, cosechaban los beneficios
de la guerra. "Los ricos son excelentes para conservar las riquezas -dijo
Atená goras, el demagogo sirio-, dejan los peligros a la multitud, y no
contentos con apoderarse de la mayor parte de las ventajas de la
guerra, las usurparon todas".

Los patricios bá rbaros, entrenados desde la niñ ez a todas las labores


de la guerra, eran guerreros que desafiaban toda comparació n. Los
nuevos ricos, por el contrario, podían soportar la guerra con dificultad,
como afirma Só crates:

"Cuando el rico y el pobre se encuentran juntos en el ejército en


tierra o mar y se observan mutuamente en circunstancias de peligro, el
rico no tiene entonces ninguna razó n para despreciar al pobre; al
contrario, cuando el pobre, enjuto y quemado por el sol, apostado en el
campo de batalla al lado de un rico, criado en la sombra y cargado con
carne superflua, lo ve sin aliento y turbado con su cuerpo, - ¿qué
pensamiento crees que le llega en ese momento? ¿No se dice a sí mismo
que esta gente debe sus riquezas só lo a la cobardía de los pobres, y
cuando está n solos, no se dicen unos a otros: 'En verdad, estos ricos no
sirven para mucho'".

Los ricos, al desertar del servicio militar y poner en su lugar a los


mercenarios para defender su país, perdieron las cualidades físicas y
morales del ideal heroico, preservando al mismo tiempo los bienes
materiales que justificaban su existencia. Ocurrió entonces, como
observa Aristó teles, que la riqueza, lejos de ser la recompensa de la
virtud, excusó a los hombres de ser virtuosos. [14]
109
Pero las virtudes heroicas, que ya no eran cultivadas por los ricos, se
convirtieron en el apego de los mercenarios, libertos y esclavos, que no
poseían bienes materiales; y estas virtudes, que llevaron a los héroes
bá rbaros a la propiedad, só lo bastaban para que los soldados vivieran
miserablemente de su paga. Los fenó menos econó micos habían
decretado así el divorcio de los bienes materiales y las cualidades
morales, antes tan íntimamente unidas. [15]

Entre estos mercenarios con virtudes heroicas se encontraba un


nú mero considerable de patricios que habían perdido sus propiedades
por la usura y las guerras civiles, mientras que los ricos incluían en sus
filas a muchas personas enriquecidas por el comercio, la usura e
incluso por la guerra, llevada a cabo por otros. Así, al inicio de la Guerra
del Peloponeso, cuando Corinto preparaba su expedició n contra
Corcyra, Tucídides relata que el estado prometió a sus ciudadanos, que
se inscribirían en las tierras conquistadas y ofreció las mismas ventajas
a los que, sin participar en la campañ a, dieran 50 dracmas.

El ideal heroico se había derrumbado, sembrando el desorden y la


confusió n en las ideas morales, y esta confusió n se reflejaba en las ideas
religiosas La superstició n má s burda continuó floreciendo incluso en
Atenas: que condenó a muerte a Anaxá goras, Diagoras y Só crates; que
quemó las obras de Protá goras por impiedad contra los dioses. Sin
embargo, los autores de có mics lanzaron contra los dioses y los
sacerdotes los ataques má s audaces y cínicos. Los demagogos y tiranos
profanaron sus templos y saquearon sus tesoros sagrados y los
libertinos profanaron y volcaron por la noche las estatuas de los dioses
colocadas en las calles. Las leyendas religiosas, transmitidas desde la
má s remota antigü edad y aceptadas ingenuamente siempre que se
ajustaran a las costumbres actuales, se habían vuelto chocantes por su
grosería. Pitá goras y Só crates exigieron su supresió n, aunque fuera
necesario mutilar a Homero y a Hesíodo, o prohibir la lectura de sus
poemas. Epicuro declaró que creer en las leyendas sobre los dioses y
repetirlas eran actos de ateísmo. Los cristianos de los primeros siglos
no hicieron má s que generalizar y sistematizar las críticas que los
paganos habían hecho en medio del paganismo.

110
Había llegado la hora de que la sociedad burguesa -luego surgida de
la sociedad basada en la propiedad individual y la producció n
comercial- formulara un ideal moral y una religió n que correspondiera
a las nuevas condiciones sociales creadas por los fenó menos
econó micos; y es un eterno honor para la filosofía sofística de Grecia
haber trazado las líneas principales de la nueva religió n y del nuevo
ideal moral. La obra ética de Só crates y Plató n no ha sido superada
todavía. [16]

III. El ideal moral burgués

El ideal heroico simple y ló gico, reflejando en el pensamiento la


realidad circundante sin disfraces y sin distorsiones. Elevaba a virtudes
primarias del alma humana las cualidades físicas y morales que los
héroes bá rbaros debían poseer para conquistar y conservar los bienes
materiales que los clasificaban entre los primeros ciudadanos y los
hombres felices de la tierra. La realidad de la naciente sociedad
burguesa democrá tica ya no correspondía a este ideal. Las riquezas, los
honores y los placeres ya no eran el premio al valor y a las demá s
virtudes heroicas, como tampoco en nuestra sociedad capitalista la
propiedad es la recompensa del trabajo, el método y la economía. Sin
embargo, la riqueza siguió siendo siempre el fin de la actividad humana
e incluso se convirtió cada vez má s en su ú nico y supremo fin. Para
alcanzar este fin, tan ardientemente deseado, ya no era necesario poner
en acció n las cualidades heroicas antes tan apreciadas; pero como la
naturaleza humana no estaba despojada de estas cualidades, mientras
que en las nuevas condiciones sociales se habían vuelto inú tiles y hasta
hirientes para hacer el camino de la vida, y como se convirtieron en las
antiguas repú blicas en causa de problemas y guerras civiles, era
urgente someterlas y domesticarlas dá ndoles una satisfacció n plató nica
para utilizarlas para la prosperidad y la preservació n del nuevo orden
social.

Los sofistas emprendieron la tarea. Algunos, como los cirenenses, sin


tratar de disimular la realidad, reconocieron de lleno y proclamaron en
111
voz alta que la posesió n de riquezas era "el bien soberano" y que los
goces físicos e intelectuales que procura eran "el principal fin del
hombre". Profesaron con audacia el arte de obtener riquezas por todos
los medios, lícitos e ilícitos, y de escapar a las desagradables
consecuencias que podrían derivarse de la inexperta violació n de las
leyes y costumbres. Otros sofistas, como los cínicos y muchos de los
estoicos, en abierta revuelta contra las leyes y costumbres, deseaban
volver al estado prosocial y "vivir segú n la naturaleza". Afectaron el
desprecio de las riquezas; "Só lo el sabio es rico", gritaron
ostentosamente. Pero este desprecio por la riqueza que estaba fuera de
su alcance, se oponía demasiado violentamente a la tendencia de la
época y al sentimiento general, y era a menudo demasiado
declamatorio para ser tomado en serio. Ademá s, ninguno de los dos
grupos daba ninguna tendencia de utilidad social a sus teorías morales,
y era precisamente esto lo que exigía la democracia burguesa. Otros
sofistas, como Só crates, Plató n y un gran nú mero de estoicos se
enfrentaron directamente al problema moral. No erigieron el desprecio
a las riquezas en un dogma, sino que, por el contrario, reconocieron
que eran una de las condiciones de la felicidad, e incluso de la virtud,
aunque habían dejado de ser su recompensa. El hombre justo ya no
debía llamar al mundo exterior para obtener la recompensa de sus
virtudes, sino que debía buscarla dentro de su santuario interior, en su
conciencia, la cual debía ser guiada por principios eternos colocados
fuera del mundo de la realidad, y só lo podía esperar obtener esta
recompensa en otra vida. [17]

No se rebelaron contra las leyes y costumbres, como los cínicos; al


contrario, aconsejaron la conformidad con ellas y aconsejaron a cada
uno de ellos que se mantuviera en su lugar y se ajustara a su posició n
social. Es así como San Agustín y los padres de la Iglesia impusieron
como un deber a los esclavos cristianos el redoblar su celo por su amo
terrenal para merecer los favores de su amo celestial. [18]

Só crates, que había vivido en la intimidad con Pericles, y Plató n, que


había frecuentado las cortes de los Tiranos de Siracusa, eran políticos
profundos, que no veían en la ética y las religiones má s que
instrumentos para gobernar a los hombres y mantener el orden social.
Estos dos sutiles genios de la filosofía sofisticada son los fundadores de
112
la ética individualista de la burguesía, de la ética que só lo puede
terminar poniendo las palabras y los actos en contradicció n, y dando
una sanció n filosó fica a la divisió n de la vida en dos partes; la vida ideal,
pura, y la vida prá ctica, impura, siendo una la antítesis de la otra. Es así
como las "muy nobles y muy honorables damas" del siglo XVII habían
logrado hacer el amor de una manera doble, consolá ndose por su amor
intelectual con los amantes plató nicos por el só lido goce del amor físico
con sus maridos, completado segú n su necesidad por uno o varios
amantes en buena medida.

Es imposible que la ética de cualquier sociedad basada en la


producció n mercantil escape a esta contradicció n, que es la
consecuencia de los conflictos en los que lucha el capitalista: si para
tener éxito en sus empresas comerciales e industriales debe captar la
buena opinió n del pú blico adorná ndose de virtudes, no puede ponerlas
en prá ctica si desea prosperar. Pero entiende que estas virtudes de
desfile son para otros imperiosas - "imperativos categó ricos", como
dice Kant. Así, si descarga mercancías sin valor, exige un pago en buen
dinero. La burguesía, si mantiene su dictadura de clase só lo con una
fuerza brutal, tiene necesidad de minar la energía revolucionaria de las
clases oprimidas haciéndoles creer que su orden social es la
realizació n, lo má s cerca posible, de los principios eternos que adornan
la filosofía liberal, y que Só crates y Plató n habían formulado
parcialmente má s de cuatro siglos antes de Jesucristo.

La ética religiosa no escapa a esta contradicció n fatal. Si la fó rmula


má s alta del cristianismo es "amarse los unos a los otros", las iglesias
cristianas, para atraer a los clientes a sus tiendas, só lo piensan en
convertir a los herejes por medio del fuego y la espada, para salvarlos,
como nos aseguran, de los fuegos eternos del infierno.

El ambiente social bá rbaro, engendrado por la guerra y el


comunismo del clan, hizo que se extendieran hasta sus límites las
nobles cualidades del ser humano - fortaleza física y coraje y estoicismo
moral, la devoció n del cuerpo y los bienes a la comunidad, a la ciudad.
El ambiente social burgués, basado en la propiedad individual y la
producció n mercantil, erige por el contrario en virtudes cardinales las

113
peores cualidades del alma humana, el egoísmo, la hipocresía, la intriga,
el despilfarro y el hurto. [20]

La ética burguesa, aunque Plató n afirma que desciende de los cielos


y que está en un plano por encima de viles intereses, refleja tan
modestamente la vulgar realidad, que los sofistas en lugar de elaborar
una nueva palabra para designar este principio, que segú n Víctor
Cousin, que es un buen juez de la misma, es "la ética en su totalidad",
tomaron la palabra actual y la llamaron el Bien - para agatar. Cuando el
ideal cristiano fue formulado al lado y en el tren del ideal filosó fico,
sufrió la misma necesidad. Los padres de la Iglesia le imprimieron el
sello de la realidad vulgar. El Beato, que los paganos empleaban para
los ricos, y que Varro define como "el que posee muchos bienes", qui
multa bona possidet, se convierte en el latín eclesiá stico, "el que posee
la gracia de Dios". - beatitudo, que Petronio y los escritores de la
Decadencia emplean para enriquecerse, significa bajo la pluma de san
Jeró nimo, la felicidad celestial: - beatissimus, el epíteto dado por los
autores del paganismo al hombre opulento, se convierte en el de los
patriarcas, de los padres de la iglesia y de los santos.

El lenguaje nos ha revelado que los bá rbaros, por su habitual modo


de proceder antropomó rfico, habían incorporado sus virtudes morales
a los bienes materiales. Pero los fenó menos econó micos y los
acontecimientos políticos que prepararon el terreno para el modo de
producció n e intercambio de la burguesía, disolvieron la primitiva
unió n de lo moral y lo material. El bá rbaro no se ruborizó por esta
unió n, pues fueron las cualidades físicas y morales de las que se
enorgullecía las que se pusieron en acció n para la conquista y la
conservació n de los bienes materiales. El burgués, por el contrario, se
avergü enza de las bajas virtudes que se ve obligado a poner en juego
para llegar a su fortuna, por lo que quiere hacer creer, y termina por
creer, que su alma vaga por encima de la materia y se alimenta de
verdades eternas y principios inmutables; pero el lenguaje, el
incorregible relato, nos desvela que bajo las espesas nubes de la ética
purificada del deber se esconde el ídolo soberano de los capitalistas, el
Bien, el Dios-Propiedad.

114
La ética, al igual que los demá s fenó menos de la actividad humana,
está sujeta a la ley del materialismo econó mico formulada por Marx: El
modo de producció n de la vida material domina en general el
desarrollo de la vida social, política e intelectual.

Fin.

Notas a pie de página

1. El mismo fenó meno se puede observar en nuestra propia lengua: bon


(bueno) en el antiguo francés significa valiente. La canció n de Roldá n lo
implica siempre en este sentido: Franceis sunt bon, si ferrunt
vassalement (Los franceses son valientes, atacará n con valentía, XCI.)
Hablando del arzobispo Turpin, Roland dice:

Li arcevesque est mult bons chevaliers:

Nen ad meillur en terre desuz ciel,

Bien set ferir e de lance e d'espiet.

(El arzobispo es un valiente caballero, nadie mejor en la tierra bajo el


cielo, sabe golpear bien con la lanza y el arpó n, CXLV)

El Rey Juan había sido apellidado "Bueno" por su valentía.


Commines, que escribió en el siglo XV, dijo que los hombres buenos son
los hombres valientes. Goodman, después de haber sido en inglés el
epíteto para el soldado y después de haber indicado el jefe de la familia,
el amo de la casa termina como el bonhomme francés en ser aplicado al
campesino, - goodman Hodge. Hodge es un término despectivo para el
campesino. No cabe duda de que cuando la palabra bonhomme pasó a
aplicarse generalmente a los campesinos, a los que los nobles y los
soldados saquearon (vivir del buen hombre, era una expresió n
corriente), la palabra adquirió el ridículo significado que ha mantenido.
Segú n Ducange, ha tenido a veces el significado de cornudo. La adició n

115
de un sufijo hace bueno y bon grotesco, goodie, bonasse. Á gatas y bon
no podían en la antigü edad adquirir tal significado. Só lo en el latín de la
Edad Media nos encontramos con, bonatus goodie. Los escritores del
período bizantino utilizaron á gatas especialmente en el sentido de
suave, suave, y parece que los gamines de la Atenas moderna lo utilizan
para imbéciles.

2. La fuerza física era tan apreciada que en el Tercer Libro de la Ilíada,


cuando Helena señ ala a los ancianos de Troya los caciques griegos, no
es por su edad, su fisonomía o su cará cter, sino por su fuerza que
distingue a Ulises de Menelao y Á yax, a los que supera en la anchura de
sus hombros. Diodoro Sículo, al resumir las cualidades de
Epaminondas, menciona primero el vigor de su cuerpo, luego la fuerza
de su elocuencia, su valentía, su generosidad y su habilidad como
general.

3. Imbellis, imbecillus, que significan inadecuado para la guerra, son


especialmente utilizados por los escritores latinos para los cobardes,
débiles de cuerpo y mente: malus tiene un sentido má s general. Es el
epíteto que se aplica a quien no posee física y moralmente las virtudes
requeridas.

4. Incluso en la Atenas democrá tica de la época de Aristó fanes, los


mercaderes no eran reclutados para el servicio militar. El adulador de
su Plutó n declara que se ha hecho comerciante para no ir a la guerra.

Plutarco dice que Marius, "para luchar contra los cimbri y los
teutones, enrolados, a pesar de las costumbres y leyes, esclavos y
vagabundos. Todos los generales anteriores a él excluyeron a los tales
de sus ejércitos. Las armas, como otros honores de la Repú blica, eran
só lo para hombres dignos y cuya conocida fortuna respondía a su
fidelidad".

5. "El trabajo en un oficio deforma el cuerpo y degrada la mente. Es por


esta razó n que aquellos que se dedican a estos trabajos nunca son
llamados a los servicios pú blicos". (Economía de Xenophon)

6. El epíteto estoico aplicado a los héroes bá rbaros es un anacronismo,


pero meramente verbal: la palabra fue fabricada para indicar a los

116
discípulos de Zenó n, que enseñ aban bajo el pó rtico, stoa; los bá rbaros
poseían la fuerza moral, que los estoicos se obligaban a adquirir.

7. Los caballeros de finales de la Edad Media, arruinados por las


Cruzadas y desposeídos de sus tierras, por sus disensiones internas,
só lo vivían de la guerra y, como el héroe griego, dieron el nombre de
"Cosecha de la Espada" al botín obtenido en el combate.

8. Aristó fanes, defensor del partido aristocrá tico y adversario de la


democracia ateniense, opone los antiguos modales a los nuevos, y por
una extrañ a incoherencia, abruma con las flechas má s envenenadas de
su sá tira a Lamaco, a Cleó n y a los demagogos, exigiendo que se
obtenga, a pesar de la oposició n de los aristó cratas, la continuació n de
la guerra contra Esparta. Los tiempos habían cambiado, la antigua
aristocracia de la sangre y la nueva aristocracia de la riqueza habían
perdido gran parte de sus sentimientos bélicos y conservaban en su
integridad só lo el sentimiento propietario, la guerra ya no los
enriquecía. Les quitó el ganado, arrasó sus campos, arrancó sus
aceitunas y sus viñ as, destruyó sus cosechas y quemó sus casas. El
mismo Aristó fanes tenía propiedades en Eubea, que fue uno de los
campos de batalla de la guerra del Peloponeso. Plat?n, que en su calidad
de idealista es un ardiente defensor de la propiedad, exige en su Rep?
blica que los griegos decidan que en cada guerra entre ellos, las casas y
las cosechas no deben ser quemadas. Estos pasatiempos de guerreros
só lo deberían permitirse en países bá rbaros.

9. En la Edad Media se produjo un fenó meno inverso de hipomorfismo.


Los nobles, habiéndose reservado el derecho de llevar las armas a
caballo, tenían por este hecho tal superioridad en los combates que el
caballo parecía comunicar al baró n feudal ciertas virtudes bélicas; así
que tomó , como los ricos de las antiguas repú blicas, el nombre de sus
monturas y se llamó chevalier, caballero, etc. Sus virtudes má s
preciadas eran las del caballo como chevalerescos, caballeroscos,
caballerosos. Don Quijote juzgó tan importante el caballo como
personaje de caballería errante, que requirió toda su casuística para
permitir que Sancho Panza le siguiese montado en un asno.

10. Só crates quiere decir que, al no poder mantener un caballo de


guerra y al no tener medios para comprar una armadura completa, no
117
podían servir ni de jinete ni de hoplita, es decir, de guerrero totalmente
armado.

11. El nú mero de ciudadanos de Atenas que tenían derechos políticos


era de 14.040, como lo demuestra el censo realizado por Pericles para
la distribució n del grano que les fue enviado como regalo desde Egipto.

12. Tucídides relata que los embajadores de Corinto, con el fin de


influir en los espartanos, intimidados por las fuerzas navales de Atenas,
para que se unieran a ellos en la declaració n de guerra, les dijo: "Só lo
tenemos que hacer un préstamo para atraer con un salario má s alto a
los remeros de Atenas". Nicias, en la carta que dirige desde Sicilia a la
asamblea ateniense, se queja de la deserció n de los mercenarios.
Algunos añ os má s tarde los marineros dejaron la flota ateniense en
Asia Menor para pasar a la de Lisandro, que les dio una paga má s alta.
Los cartagineses, para luchar contra el ejército griego en Sicilia,
reclutaron a soldados griegos que trabajaban en el comercio o luchaban
por dinero. Alejandro encontró al servicio de Darío mercenarios
griegos a los que incorporó a su propio ejército después de haberlos
perdonado por luchar en el bando de los bá rbaros contra los griegos. La
lucha por el pago abolió el sentimiento patrió tico tan salvaje y
arraigado en los bá rbaros. Se encontraron mercenarios griegos
luchando en todos los ejércitos. Cuando los estoicos y cínicos, mucho
antes que los cristianos, hablaban de la hermandad humana que se
levantaba sobre los estrechos muros de la ciudad antigua, no hacían
má s que dar una expresió n humanitaria y filosó fica al hecho realizado
por los acontecimientos econó micos y políticos.

13. La palabra soldat, que en las lenguas europeas ha sustituido a


guerrero (soldier, inglés; soldat, alemá n; soldado, españ ol; soldato,
italiano, etc.,) viene de solidus, una pequeñ a moneda, de la que se
deriva solde, pay. Es del salario que recibe que el soldado deriva su
nombre. Histó ricamente, el soldado es el primer trabajador asalariado.

14. Un fenó meno similar reapareció hacia el final de la Edad Media. El


señ or feudal no tenía derecho a las rentas en especie ni al servicio
personal de sus siervos y vasallos, salvo con la condició n de
defenderlos de los numerosos enemigos que los rodeaban; pero cuando
en el curso de los acontecimientos econó micos y políticos se produjo
118
una pacificació n general del país, el señ or ya no tuvo que cumplir su
papel de protector, lo que no le impidió preservar e incluso agravar los
servicios y las rentas en especie, que habían perdido su justificació n.

15. La época capitalista ha visto un divorcio aná logo, tan brutal y tan
fértil en consecuencias revolucionarias. Al principio de la época
capitalista, durante los primeros añ os del siglo XIX, el ideal del pequeñ o
comerciante y del artesano adquirió una cierta consistencia en la
opinió n pú blica: el trabajo, el orden y la economía se consideraban
estrechamente ligados a la propiedad. Estas virtudes morales llevaron
entonces a la posesió n de bienes materiales. Los economistas y los
moralistas burgueses pueden todavía, como paroquets, repetir que la
propiedad es el fruto del trabajo, pero ya no es su recompensa. Las
virtudes del artesano ideal y del pequeñ o comerciante ya no llevan al
asalariado a ninguna parte sino a la oficina de beneficencia y al
hospital.

16. Debemos entender por producció n mercantil la forma de


producció n en la que el trabajador produce no para su consumo o el de
su familia, sino para la venta. Esta forma de producció n, que caracteriza
a la sociedad burguesa, se distingue absolutamente de las formas que la
precedieron, en las que la producció n era para el propio consumo, ya
fuera empleando esclavos, siervos o asalariados. Las familias patricias
de la antigü edad, al igual que los señ ores de la Edad Media, habían
producido en sus fincas y en su taller, alimentos, armas de vestir, etc.;
en una palabra, casi todo lo que necesitaban, y só lo intercambiaban el
excedente sobre su consumo en determinados períodos del añ o.

17. El alma, entidad metafísica, que existe por sí misma,


independientemente del cuerpo que anima durante la vida y abandona
después de la muerte, es un invento de los salvajes No habían
encontrado nada má s simple para explicar los fenó menos del sueñ o
que dividir al hombre en dos; el cuerpo enterrado en el sueñ o,
permanecía en su lugar privado de vida, mientras que el alma, a la que
llamaban el doble, emprendía un viaje, cazaba, luchaba, se vengaba y
actuaba; luego volvía a reanimar su envoltura corporal, que cobraba
vida. El doble después de la muerte siguió viviendo. Así, en los
funerales sacrificaban animales y rompían armas para que sus dobles

119
pudieran seguir sirviendo a los muertos. Las almas de los salvajes y
bá rbaros que vivían la vida comunitaria del clan, tanto las de las
mujeres como las de los hombres, se trasladaban después de la muerte
a una morada extraterrestre donde volvían a vivir una existencia
aná loga a la que habían vivido en la tierra. El alma de los esquimales
cazaba el sello; la de los pieles rojas perseguía al bisonte; la de los
escandinavos luchaba de día y se banqueteaba de noche en el Valhalla
con las valquirias. A raíz y como resultado de la transformació n del
comunismo primitivo, la noció n de la morada extraterrestre se deslizó
de la mente humana y la del alma se oscureció , - hasta el punto de que
durante el período patriarcal, el jefe de la familia era el ú nico que se
pensaba que vivía después de la muerte; pero su alma, en lugar de ir al
paraíso, llevaba una vida sumamente triste en su tumba. El jefe de la
familia, que en su calidad de administrador de la propiedad había
centralizado en su persona los derechos de los miembros de su familia,
concentró igualmente en sí mismo sus almas inmortales. Entonces se
descubrió otra explicació n del sueñ o. Los sueñ os eran comunicaciones
de la divinidad, que había que interpretar para comprender el propio
destino. Hablé má s arriba del papel desempeñ ado por la inmortalidad
del alma del jefe de familia en el establecimiento del derecho de
primogenitura. La nueva explicació n del sueñ o dio origen a un nuevo
orden de explotadores de la estupidez humana, practicando el oficio de
intérprete de sueñ os. Ellos florecieron en el tiempo de Só crates.

En el momento de la disolució n del patriarcado, todos los miembros


de la familia, con excepció n de las mujeres, al recuperar su
independencia, volvieron a encontrar, al mismo tiempo con sus
derechos, sus almas inmortales, que habían sido confiscadas por el jefe
de la familia. Pero como la mayoría de los que habían vuelto a entrar en
posesió n de sus almas habían, por el contrario, perdido su casa y sus
bienes terrestres, se sentían muy avergonzados de saber dó nde debían
alojarse después de la muerte. Se vieron obligados a reinventar la
morada extraterrestre de los salvajes. Só crates y Plató n fueron
ardientes en utilizar la inmortalidad del alma como un instrumento
para gobernar a los hombres, liberá ndola de las ruinas de la familia
patriarcal. Los pitagó ricos les habían precedido en este camino. Pero
fue el cristianismo el que llevó la explotació n del alma a su má s alta
perfecció n.
120
18. Los cínicos, y después de ellos los primeros cristianos, podían exigir
la abolició n de la esclavitud. Eran revolucionarios, pero Só crates y los
padres de la Iglesia emprendieron má s bien la misió n de apuntalar las
instituciones sociales existentes con la ayuda de la moral y la religió n.

19. Los paganos no trataron de disfrazar la verdad y pusieron el


comercio bajo el patrocinio de Mercurio, el dios de los ladrones. 20. Los
cató licos son má s jesuitas. Las ó rdenes religiosas, que no está n
exclusivamente consagradas a la captació n de herencias, hacen del
comercio y de la industria su principal y hasta su ú nica ocupació n,
aunque pretenden adorar a un Dios puro de toda falsedad e inocente de
todo fraude. El primer acto de la burguesía capitalista al llegar al poder
en 1789 fue proclamar la libertad de robo, liberando al comercio y a la
industria de todo control. Los amos gremiales de la Edad Media, que
trabajaban só lo para el mercado local, para sus vecinos, habían
establecido un severo control sobre la producció n. Los síndicos de los
gremios estaban autorizados a entrar en los talleres a cualquier hora
para examinar el material y la forma en que se trabajaba. Para facilitar
su inspecció n, las puertas y ventanas del taller permanecían abiertas
mientras se realizaban los trabajos. Los artesanos de la Edad Media
trabajaban literalmente bajo la mirada del pú blico. Los productos antes
de ser puestos a la venta eran controlados por los síndicos y marcados
con un sello o algú n otro signo que atestiguaba que el gremio
garantizaba su buena calidad. Este incesante control, que obstaculizaba
y reprimía la huida del genio ladró n de la burguesía capitalista, era uno
de sus má s graves agravios contra los gremios.

20. Los escritores burgueses está n acostumbrados a amontonar todos


los vicios de la civilizació n sobre los salvajes y bá rbaros, a quienes los
capitalistas roban, explotan y exterminan con el pretexto de civilizarlos,
y son ellos los que los corrompen física y moralmente con el
alcoholismo, la sífilis, la Biblia, el trabajo obligatorio y el comercio. Los
viajeros que entran en contacto con las naciones salvajes no
contaminadas por la civilizació n, son golpeados por sus virtudes
morales; y Leibniz, que es el ú nico que vale todos los filó sofos del
liberalismo, no podía dejar de rendirles homenaje: "Sé sin duda
alguna," escribió , "que los salvajes de Canadá viven juntos en paz,
aunque no hay ningú n tipo de magistrado entre ellos. Nunca, o casi
121
nunca, vemos en esa parte del mundo peleas, odios o guerras, si no
entre hombres de diferentes naciones y diferentes idiomas. Casi me
atrevería a decir que se trata de un milagro político desconocido para
Aristó teles y que Hobbes no ha observado. Incluso los niñ os que juegan
juntos rara vez reciben golpes, y cuando empiezan a calentarse un poco
demasiado, pronto son frenados por sus camaradas. No imaginéis que
la paz en la que viven es el efecto de un cará cter perezoso e insensible,
pues nada iguala su actividad contra el enemigo, y el sentimiento de
honor entre ellos es activo hasta el ú ltimo grado, como lo atestiguan el
ardor que muestran por la venganza y la fortaleza con la que mueren
en medio de los tormentos. Si estas personas, con tan grandes
cualidades naturales, pudieran algú n día añ adir a ellas nuestras artes y
ciencias, nosotros deberíamos estar a su lado como meros abortos".

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