no para hacer literatura, lo sé. Pero cuando uso esa realidad es con la concien- cia de que tiene un peso real por sí misma aparte del que pueda tener en mi vivencia. Mi abuelo con su uno noventa y tantos de estatura y su enorme seriedad iba vestido como un inglés de las colonias: lino blanco, polainas de cuero y sarakof. Pero esta indumentaria que en cualquier lugar seria un disfraz en El- dorado era apenas el vestido adecuado. por el simple hecho de ser el elegido. No hace mucho tiempo —mi abuelo estaba ya muerto y todos mis hijos ha- bían nacido ya— descubrí un día que en ningún lugar de México la gente se viste así, ni vive así, ni quiere la cosa fundamental que en Eldorado se quería el lujo de tener, de hacer una manera de vivir. Así pues crecí rodeada de árboles y pájaros que pensé que eran míos, lo mismo una cacatúa que un gorrión: fatalmente míos. Pero se ve que desde mi nacimiento estoy hecha para no creer en los determinismos ni siquiera en los geográficos. Los pericos australianos y los flamencos en medio de las huertas inmensas fueron para mí no solo lo natural sino la naturaleza. Así se cumplió el deseo más caro de todos los hombres con los cuales mi abuelo in- ventó ese mundo que tuve la fortuna de comprender y habitar con todas mis fuerzas. Mis fuerzas de niña que fueron las mejores. Todo esto no quiere decir que no haya padecido al mismo tiempo la me- lancolía terrible de los chaparrales resecos de mi tierra, la sequía, el polvo y el calor, La realidad de los problemas familiares, pero como ya dije, para mi in- fancia escogí el mundo artístico de mi abuelo con ello creo que también mi manera de ver y vivir. Puede ser que en el fondo de mi estén esos problemas, dolores y paisajes, y hasta que sean muy importantes en mi historia, pero es la forma, el estilo lo que aprendí en Eldorado. Y no solamente quiero tener para hacer sino que quisiera llevar el hacer, el hacer literatura, a un punto en el que aquello de lo que hablo no fuera historia sino existencia, que tuviera la inexpresable ambigüedad de la existencia. Y ya que hablo de literatura, diré que a los seis años tomando nieve bajo un flamboyán, oí a mi padre recitar para mí, de memoria lo que después supe que era el Romancero del Cid, quizá ese fue mi primer contacto real con la li- teratura. Tan real que ahora mismo sigue teniendo para mi un gran significa- do aquello de: