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LOS MISERABLES
VICTOR HUGO
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LOS MISERABLES
VICTOR HUGO
Los miserabLes
Víctor Hugo
G R A N D E S D E L A L I T E R AT U R A
Nueva Época
Título original: Les misérables
Traductor: Equipo de traducción de EMU
© Ilustración de portada:
© Ilustración de guardas:
© Ilustración de solapas:
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright,
bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático,
sin el permiso escrito de los editores.
1a Edición, 2019
Impreso en México
Printed in Mexico
Índice
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
E
sta colección de literatura universal tiene como
propósito presentar grandes novelas que no han sido
muy publicadas actualmente, además de una gran selec-
ción de relatos, poesía, teatro y antologías de autores Premios
Nobel. También tiene como intención que el lector joven en-
cuentre amena y agradable la lectura de estas importantes obras,
las cuales le darán una sólida formación literaria y horas de es-
parcimiento. En este sentido, la colección cuenta con muy bue-
nos prólogos de personas conocedoras que te adentrarán en las
particularidades de los textos.
Nuestro sello Punto y Coma presenta esta segunda serie de
la colección Grandes de la Literatura, inaugurando una Nueva
Época. Te invitamos a leer, lo cual fomenta tu cultura y tu capa-
cidad de retención; fortalece tu memoria, aumenta tu capacidad
de solución de problemas…
¡Vaya!, activa tus neuronas y, de paso, ¡transitan a lo largo de
extraordinarias historias y escritores emblemáticos!
¡Gracias por tener este libro en tus manos!
¡Feliz viaje a mundos extraordinarios!
Los editores
PRÓLOGO
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Los miserabLes
PRIMERA PARTE
FANTINE
I.
EL OBISPO MYRIEL: UN HOMBRE JUSTO
E
n 1815, MONSIEUR1 Carlos Francisco Bienvenido
Myriel era obispo de la ciudad de Digne. Era un anciano
de casi setenta y cinco años. Su padre había sido políti-
co y quería que él siguiera el mismo camino. Se había casado
muy joven y tenía un brillante futuro en la política. Sin embar-
go, durante los primeros días de la revolución, él y sus parientes
cercanos se vieron obligados a emigrar a Italia, pues su familia
representaba al antiguo régimen.
¿Qué ocurrió con Myriel en el extranjero? Nadie lo supo. Sólo
se sabía que estuvieron fuera varios años y que, a su vuelta de
Italia, su mujer ya había muerto y él se había convertido en sa-
cerdote. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro. Un día en
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Del francés, significa “señor”.
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esto, también les cobraba a los ricos por todos los servicios reli-
giosos con tanto rigor y utilizaba este dinero para realizar obras
dirigidas a los más necesitados. Esto, como es natural, molestó a
las familias acaudaladas del lugar.
En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de to-
dos los beneficios. Grandes sumas pasaban por sus manos; pero
mientras más dinero tenía, más se despojaba a sí mismo.
Su conversación era alegre. Se acomodaba a la inteligencia de
las dos ancianas que pasaban la vida a su lado: cuando reía, era
como un jovencillo. La señora Magloire le llamaba siempre Vues-
tra Grandeza. Y a la viejecilla le daba por bromear con eso, pues
el obispo era de corta estatura. No obstante, cuando se trataba
de la caridad, no retrocedía ni aún ante una negativa. Y solía en
estas ocasiones decir frases o palabras que hacían reflexionar. Una
vez pidió para los pobres en una de las principales reuniones de
la ciudad, en la que se hallaba el marqués de Champtercier, viejo
rico y avaro. El obispo se acercó y con toda seriedad le pidió algo.
El marqués le contestó bruscamente: “Monseñor: yo tengo mis
pobres”. Entonces le exigió con dureza: “Dámelos”. Otro día en
la catedral predicó un sermón en el que, con rigor matemático,
denunció todas las casas pobres de Francia. Muchos de aquellos
hogares no tenían velas para ver, carretas para cargar o comida
para vivir. En invierno esos hogares debían cortar pan duro y
viejo a hachazos, y lo remojaban un día completo para comerlo.
Pese a los ceños fruncidos y rostros inconformes, predicaba
incansablemente a someter y reprimir los deseos del cuerpo, y
hacer frente a la carga corporal y las tentaciones por medio de la
oración. Era indulgente con las mujeres y los pobres, sobre quie-
nes pesaba todo el peso de la sociedad humana. Pues los errores
de los niños, de los pobres o las viudas eran las propias fallas de
los padres, los poderosos y hombres sabios.
A donde quiera que iba el obispo había fiesta. Se podría decir
que a su paso esparcía luz y vida. Los niños y los ancianos salían
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a sus puertas para verlo. Como hacía durar sus sotanas mucho
tiempo, y no quería que nadie lo notara, sólo vestía su traje de
obispo. En el interior de su casa no había lujos, pues además de
las baldosas de los muros, no había otra cosa más que una ex-
quisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se permitía. De
él decía: “Esto no les quita nada a los pobres”. Sin embargo, es
necesario confesar que le quedaban, de su otra vida, seis cubier-
tos de plata y un cucharón que la señora Magloire miraba con
cierta satisfacción todos los días. A estas alhajas deben añadirse
dos grandes candeleros de plata maciza, que eran herencia de una
tía segunda.
Para ayudarnos a conocer mejor la clase de hombre que era
el obispo, podemos mencionar un hecho ocurrido en la región
por aquellos años. Resulta que en las montañas que rodeaban al
pueblo se refugiaba un célebre ladrón conocido como Cravatte.
Sus robos y asaltos asolaban al país. La policía de Francia per-
siguió al bandido, pero en vano; se escapaba siempre y a veces
resistía con fuerza los ataques. Cravatte era dueño de la montaña
hasta el Arche, y aun más allá. Cierto día el señor Myriel decidió
ir a aquella montaña. El alcalde trató de convencer al piadoso
obispo de que no se expusiera a esos riesgos, pero él estaba firme
en su determinación, pues tenía muchos años que no visitaba a
los fieles de aquella zona. Pese a los reclamos y argumentos del
alcalde, Myriel dijo tajantemente: “Iré sin escolta. No quiero que
venga conmigo ningún policía, ya que pienso marchar dentro de
una hora”. Lo que dejó claro el obispo fue que los malvivientes
y criminales también necesitaban que se les hablara de Dios. Y
como nada tenía y a ninguna posesión se aferraba, determinó
que estaría bien y que no le harían nada. Así que partió; atravesó
la montaña en una mula, a nadie encontró, y llegó sano y salvo
al territorio de sus “buenos amigos” los pastores. Permaneció allí
quince días. La gente quedó muy agradecida con su visita e in-
tentó retribuirle su gesto, pero todos eran tan pobres que nada
pudieron darle.
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II
LA CAÍDA
A
quella noche, el obispo, después de dar un paseo por
la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en
su cuarto. Se hallaba escribiendo una gran obra sobre
los Deberes. Mientras la señora Magloire sacaba los cubiertos de
plata de un cajón para poner la mesa.
Poco después, el obispo cerró su libro y entró en el comedor,
donde la señora Magloire hablaba animadamente. Conversaba
con la sirvienta de los rumores que corrían por toda la ciudad. Se
hablaba de un vagabundo de mala facha: sospechoso, amenazan-
te, que rondaba por las calles.
En ese momento, se escucharon golpes en el portón.
—¡Adelante! —dijo el obispo.
La puerta se abrió de par en par, como si alguien la empujase
con energía y resolución. Entró un desconocido. El obispo fijó
en él una mirada tranquila, pero sin esperar a que él hablase, el
viajero dijo en alta voz:
—Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en la
cárcel diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me
encamino a Pontarlier, que es donde está mi casa. Hace cuatro
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días que estoy viajando a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad,
he entrado en una posada, de la cual me han despedido a causa
de mi pasaporte amarillo,2 que había presentado en la alcaldía.
He ido a otra posada y me han dicho: “Vete”, lo mismo en la
una que en la otra. Nadie quiere recibirme, como si no fuera un
hombre. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una piedra, cuando
una buena mujer me ha señalado su casa, y me ha dicho: “Toque
ahí”. ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero: ciento nueve
francos y quince sueldos que he ganado en la prisión, mi trabajo
de diecinueve años. Pagaré, no me importa el dinero. Estoy muy
cansado y tengo hambre. ¿Puedo quedarme?
—Señora Magloire —dijo el obispo con tranquilidad—, pon-
ga un cubierto más y sábanas limpias en la cama de la alcoba. La
señora Magloire salió para ejecutar las órdenes que había recibi-
do. El obispo se volvió hacia el hombre y le dijo que se sentara y
calentara, pues pronto cenarían.
—¿Es verdad? ¡Cómo! ¿No me echarán? ¿No me dirán: “¡vete
perro!” como acostumbran a decirme? Yo creía que tampoco
aquí me recibirían; por eso les dije en seguida lo que soy. ¿Es esta
una posada? ¿Es usted el posadero?
—Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí.
—¡Un sacerdote! —dijo el hombre—. ¡Oh, un buen sacerdo-
te! ¡Claro, qué tonto! No había visto su atuendo. Entonces ¿no
me pide dinero?
—No —dijo el obispo—, guarde su dinero. ¿Cuánto tiene?
¿No me había dicho que ciento nueve francos?
—Y quince sueldos —añadió el hombre.
—Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo
tardó en ganar eso?
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Pasaporte interno que, en Francia y otros países, las personas debían mostrar
para poder mudarse de una ciudad a otra. Los ex presidiarios recibían un pasaporte
de color amarillo, que, al identificarlos como tales, los convertía en marginales.
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E
l de 1817 era el año veintidós del reinado de Luis xvi-
ii.3 Todas las personas de buen sentido convenían en que
este monarca, llamado “el autor inmortal de la Carta”,
había cerrado para siempre la era de las revoluciones.
Por aquella época, cuatro jóvenes le dieron “una gran sor-
presa” a sus respectivas amantes. Se trataba de estudiantes que
vivían en París. Uno era de Tolosa, otro de Limoges, el tercero
de Cahors, y el cuarto de Montauban. Estos jóvenes eran me-
diocres: ni buenos, ni malos; ni sabios, ni ignorantes; ni genios,
ni imbéciles, ramas de ese abril encantador que se llama veinte
años. Se llamaban Félix Tholomyes de Tolosa; Listolier de Ca-
hors; Fameuil de Limoges y Blachevelle de Montauban. Cada
uno tenía naturalmente su amor. Blachevelle amaba a Favorite;
Listolier adoraba a Dalia; Fameuil idolatraba a Zefina; Tholom-
yes quería a Fantine, llamada la rubia, por sus hermosos cabellos.
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Luis XVIII de Francia, también conocido como “el Deseado”, fue rey de Francia
y de Navarra entre 1814 y 1824, a excepción del breve periodo conocido como los
«Cien Días» en que Napoleón recuperó brevemente el poder, siendo el primer monar-
ca de la restauración borbónica en Francia
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E
n el primer cuarto de este siglo había en Montfer-
meil, cerca de París, una especie de fonda que ya no existe.
Este lugar, a cargo de unas personas llamadas Thenardier,
que eran marido y mujer, se hallaba situado en un callejón llama-
do del Boulanger. Debajo de un cuadro mal pintado se leía esta
inscripción: Mesón del Sargento de Waterloo.
Nada más frecuente que ver un carro o una carreta a la puerta
de una taberna. En medio de aquel armatoste estaban sentadas
aquella tarde dos tiernas niñas, la una como de dos años y medio,
la otra como de dieciocho meses; la más pequeña en los brazos
de la mayor. Las dos niñas cuidadosamente vestidas brillaban,
por decirlo así; parecían dos rosas entre el hierro viejo. Una de
las niñas era rubia-castaña; la otra, morena; sus inocentes rostros
eran dos admiraciones encantadoras.
En el mismo lugar se hallaba su madre, que mecía a sus hijas
en un trapo amarrado a los fierros del carro. Ella entonaba una
canción entonces célebre: “Preciso es, decía un guerrero...”. Su
canción y la contemplación de sus niñas le impedían ver y oír lo
que pasaba en la calle. Una persona se le había ido aproximando,
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ella de improviso oyó una voz que decía muy cerca de su oído:
“Tiene dos hermosas niñas, señora”.
Se hallaba a algunos pasos delante de ella otra mujer, la cual
llevaba también en sus brazos a una niña. Además, llevaba un
bolso que parecía muy pesado. La hija de aquella mujer, de dos
o tres años, era uno de los seres más hermosos que pueden verse.
Dormía en los tiernos brazos de su madre con ese sueño de abso-
luta confianza, propio de su edad.
En cuanto a la madre, era pobre y triste su aspecto. Tenía el
traje de una obrera que tiende a convertirse en aldeana. Era jo-
ven; acaso hermosa, pero con aquella vestimenta no lo parecía.
Sus manos eran ásperas y tenía heridas propias de una costurera.
Era Fantine.
Diez meses habían transcurrido desde la “famosa sorpresa”.
¿Qué había sucedido durante estos diez meses? Fácil es adivinarlo.
Fantine había quedado sola. Cuando el padre de la criatu-
ra partió, se encontró absolutamente aislada, con el hábito de
trabajar poco y disfrutar más. Sus relaciones con Tholomyes la
habían llevado a despreciar el pobre oficio que sabía, por lo que
todas las puertas llegaron a cerrársele.
No sabía a quién dirigirse. Había cometido una falta; pero
conoció que estaba a punto de caer abatida y resbalar hasta el
abismo. Trató de recuperarse. Le vino la idea de volver a su pue-
blo natal, a Montreuil-sur-mer. Acaso allí la conocería alguno y
le daría trabajo, sí; pero le era obligatorio ocultar su falta. Vendió
todo lo que tenía, lo cual le produjo doscientos francos. Después
de pagar sus pequeñas deudas, le quedaron casi ochenta francos.
A los veintidós años, en una hermosa mañana de primavera, dejó
París llevando a su niña en la espalda.
Al pasar frente a la hostería de Thenardier vio a las niñas, pro-
dujeron en ella una especie de deslumbramiento y se detuvo ante
aquella visión de alegría. Al escuchar las palabras de Fantine, la
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ónde estaba mientras tanto aquella madre que
parecía haber abandonado a su hija? Después de
dejar su pequeña Cosette a los Thenardier, Fantine
prosiguió su camino y llegó a Montreuil-sur-mer, su pueblo na-
tal, el cual había abandonado hacía diez años. Cuando ella se fue
era un lugar miserable, no obstante, a fines de 1815, un hombre
desconocido se estableció en el pueblo. El forastero había llegado
al pueblo con muy poco dinero; algunos centenares de francos a
lo mucho. Tenía el traje, aspecto y lenguaje del obrero.
Se cuenta que entró a la ciudad una tarde de diciembre, lle-
vando un morral y un palo de espino en la mano. Justo acaba-
ba de estallar un violento incendio en la casa municipal. Aquel
hombre se arrojó al fuego y salvó a dos niños, que resultaron ser
los hijos del capitán de la policía. Por tal hazaña, jamás se le pidió
el pasaporte. Desde entonces, se hizo llamar el tío Magdalena.
El hombre puso una pequeña fábrica de abalorios que poco
a poco comenzó a crecer y trajo prosperidad a la población. En
muy poco tiempo, Montreuil-sur-mer, se convirtió en un centro
de negocios. A diferencia de otros empresarios. El tío Magdalena
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E
l señor Magdalena ordenó que llevaran a Fantine a
la enfermería que tenía en su propia casa. Una gran fiebre
azotó a la mujer, estuvo delirando y balbuceando hasta
que, por fin, se durmió. Magdalena había pasado la noche y la
mañana informándose, y ya lo sabía todo; conocía en todos sus
dolorosos pormenores la historia de la joven.
Mientras esto ocurría Javert había escrito aquella noche una
carta, y la había puesto por sí mismo en el correo de Montreu-
il-sur-mer. Era para París, y el sobre decía: “Al señor Chabouillet,
secretario del señor prefecto de policía”. Aún guardaba resenti-
miento por el enfrentamiento ocurrido con Magdalena a causa
de aquella mujer.
Magdalena tampoco perdió tiempo. Se apresuró a escribir a
los Thenardier. Fantine les debía ciento veinte francos. Él les en-
vió trescientos, diciéndoles que se cobran de esta cantidad y que
enviaran inmediatamente a la niña a Montreuil-sur-mer, donde
estaba su madre. Pero al ver la suma de francos, el señor The-
nardier se llenó de codicia. Y convino con su mujer en retener a
la niña. El dueño del mesón contestó, enviando una cuenta de
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M
agdalena salió de su oficina y fue al extremo
de la población, a casa de un flamenco, el maestro
Scauflaire, que alquilaba caballos y carruajes. Cuan-
do llegó ahí, le pidió un buen caballo: uno que pudiera correr
veinte leguas en un día; y de ser posible, que pudiera jalar un
carro pequeño. El flamenco le dijo que tenía un caballito blanco,
que en sus palabras “era un rayo”. Ése correría las veinte leguas
al trote largo y en menos de ocho horas. Dicho esto, el señor
Magdalena puso un billete de banco sobre la mesa, quinientos
francos, como garantía por el caballo y un carro.
Una hora después, salía a toda velocidad de Montreu-
il-sur-mer. Le esperaban muchas horas de camino. Si todo salía
bien, llegaría poco antes del juicio.
Sin embargo, no todo salió bien. En el camino casi choca
con el carro del correo, un desperfecto lo detuvo en Hesdin y en
Tinques tuvo que cambiar de caballo, pues el suyo estaba desfa-
lleciente. Eran cerca de las ocho de la noche cuando la carroza
entró por el portón de la casa de postas de Arras. La posadera en-
tró y le preguntó al viajero si deseaba comer o dormir, pero éste
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manzanas con sencillez, pues él las había recogido del suelo sin
saber que eso estaba mal.
El fiscal entonces volvió a apelar al presidente, pidiendo que
volvieran a llamar a los testigos para que confirmaran lo que el
mismo inspector Javert: que ése era Jean Valjean. Pues no sólo
había sido culpable de un robo calificado, sino del hurto a Ger-
vasillo y un intento de robo al obispo Myriel.
Desfilaron de nuevo los condenados Brevet, Cochepaille y
Chenildieu, para dar testimonio de quién era el acusado. Cada
uno fue interrogado por el fiscal; cada uno respondió dirigiéndo-
se al acusado con palabras como “compañero”, “viejo camarada”
y tuteándole con viejos apodos. Cada afirmación de estos tres
hombres, evidentemente sinceros y de buena fe, había suscitado
en el auditorio un murmullo de mal agüero para el acusado.
En este momento hubo un movimiento al lado del presiden-
te, y se oyó una voz que gritó: “¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille!
¡Miren aquí!”.
Todos los que oyeron esta voz quedaron helados; tan lastime-
ro, tan terrible era su acento. Todas las miradas se volvieron hacia
el sitio de donde había salido. “¡El señor Magdalena!”, dijeron
varios de los presentes al reconocerlo.
El hombre a quien todos llamaban aún el señor Magdalena, se
había adelantado hacia los testigos Cochepaille, Brevet y Chenil-
dieu y les dijo: “¿No me conocen?”. Los tres quedaron suspensos
e indicaron con un movimiento de cabeza que no le conocían.
El señor Magdalena se volvió hacia los jurados, y dijo con voz
tranquila:
—Señores jurados, manden a poner en libertad al acusado.
Señor presidente, mande que me detengan. El hombre a quien
buscan no es ése, soy yo. ¡Yo soy Jean Valjean!
Ni una boca respiraba. A la primera conmoción de asombro
había sucedido un silencio sepulcral. Todos creyeron que el alcal-
de se sentía mal o había enloquecido.
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E
l día apenas comenzaba. Fantine había pasado una
noche de fiebre y de insomnio, mecida por la esperanza
de ver a su hija. Entonces entró el señor Magdalena y
preguntó por la pobre mujer. Sor Simplicia, la monja que cuida-
ba a la enferma, le refirió que había pasado algunas crisis, pero
que de momento estaba bien; parecía que aquella mujer se recu-
peraba constantemente por las fuerzas que le daba el saber que
habían mandado a buscar a su Cossette.
El alcalde quedó un momento pensativo. No sabía cómo
acercarse a la enferma, sin tener que desengañarla. No había ido
por su hija y, si quisiera mandar por ella, tardaría dos o tres días
en llegar. No quería mentirle, pero tampoco deseaba dejar a la
pobre mujer sin noticias.
Decidió entrar, con la confianza de que Dios le inspiraría algo; de
todas formas, su tiempo como hombre libre era incierto. Ingresó en el
cuarto de Fantine, se acercó a la cama y descorrió las cortinas. Dormía.
El señor Magdalena quedó por algún tiempo inmóvil cerca
de la cama. Entonces Fantine abrió los ojos, lo vio y preguntó
tranquilamente con una sonrisa: “¿Y Cosette?”.
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IX
WATERLOO
E
n una hermosa mañana del mes de mayo del año
1861, un viajero llegaba de Nivelles y se dirigía hacia
La Hulpe. Allí, a la derecha y a orillas del camino, había
una posada, una carreta de cuatro ruedas delante de la puerta, un
gran haz de estacas, un arado, un montón de ramas secas cerca
de un arbusto vivo, cal que humeaba en una especie de cuadro
hecho en el suelo, y una escalera apoyada en un cobertizo cuyas
paredes eran de paja.
Es bien sabido que el ocaso del imperio de Napoleón se vio en
Waterloo. El 18 de junio de 1815, en las proximidades de Wa-
terloo, el ejército francés y el emperador Napoleón Bonaparte,
estaban frente a las tropas británicas, holandesas y alemanas, di-
rigidas por el duque de Wellington y por Gebhard von Blücher,
mariscal del ejército prusiano.
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J
ean Valjean había sido capturado de nuevo. Los deta-
lles de su captura fueron publicados por dos periódicos de
aquella época, pocos meses después de los sorprendentes
acontecimientos ocurridos en Montreuil-sur-mer. La Bandera
Blanca, fechado el 25 de Julio de 1823, dijo lo siguiente:
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A
la posada de los Thenardier llegaron cuatro nuevos
viajeros que pidieron de comer. Luego ordenaron que sus
caballos fueran atendidos. Después de una hora, uno de
ellos dijo con voz dura: “¡A mi caballo no le han dado de beber!”.
Una niña de ocho años, que tenía párpado negro a causa de u
puñetazo, salió de debajo de la mesa y dijo tímidamente: “¡Oh!
sí, señor, el caballo ha bebido, yo misma le he dado de beber y le
he hablado”. El hombre dijo que no era cierto y ordenó que se
ocuparan de su caballo de inmediato. La pequeña criatura con-
testó que ya no había agua.
Entonces la señora Thenardier abrió de par en par la puerta
de la calle y le dijo: “Pues bien, Cosette, ve a buscarla. Y de paso,
compra algo de pan”. La pequeña salió sosteniendo una cubeta.
La puerta volvió a cerrarse.
El negocio de los Thenardier era el último en la calle de la
iglesia. Y justo enfrente de aquel lugar había una tienda de jugue-
tes, toda relumbrante de cuentas de cristal y magníficos objetos
de latón. En primera fila de su mostrador, había una inmensa
muñeca de más de medio metro de altura, vestida y adornada.
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J
ean Valjean se detuvo en la casa de Gorbeau, una choza
tan grande como una catedral. La fachada que daba a la vía
pública correspondía a la parte lateral del edificio. Casi toda
la casa estaba oculta, sólo se veían la puerta y una ventana. Esta
casa no tenía más que un piso.
Como ciertas aves, Jean Valjean había elegido aquel sitio de-
sierto para hacer de él su nido. Sacó una especie de llave maes-
tra, abrió la puerta y entró con Cosette en brazos. En un rincón
había una estufa encendida, cuyas ascuas se veían. Enfrente de
la puerta había un gabinete con una cama de tijera. La niña se
había dormido sin saber con quién o dónde estaba.
De pronto, como perseguida por una aparición, despertán-
dose sobresaltada, se arrojó de la cama, con los párpados medio
cerrados, gritando: “¡Allá, voy señora, allá voy!”. Abrió del todo
los ojos, y vio el rostro risueño de Jean Valjean. Luego Cosette
volvió la mirada hacia Catalina y se apoderó de ella. Mientras
jugaba, hacía cien preguntas a Jean Valjean.
Al día siguiente, Jean Valjean de nuevo esperó junto al le-
cho de Cosette a que despertara. En su alma entraba una cosa
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J
ean Valjean había abandonado en seguida el boulevard
y se había perdido por las calles, trazando las líneas más
quebradas que podía y volviendo atrás muchas veces para
asegurarse de que nadie lo seguía. Era de noche, por lo que usaba
las sombras como aliadas.
Cosette caminaba sin preguntar nada. Los padecimientos de
los seis primeros años de su vida habían dado cierta pasividad a
su naturaleza. Jean Valjean no sabía más que ella a dónde iba y
ponía su confianza en Dios, así como la pequeña la ponía en él.
Había decidido no volver a la casa de Gorbeau. Como el animal
arrojado de su caverna, buscaba un agujero en donde pasar la
noche, esperando encontrar un lugar para alojarse.
Siguió caminando. De pronto, el instinto de que hemos ha-
blado antes hizo que se volviera y vio claramente a tres hombres
que le seguían bastante cerca. Y pasado un rato, se agregó uno
más. Iban vestidos con largos levitones oscuros, con sombreros
redondos y gruesos bastones en la mano. Se detuvieron en medio
de una encrucijada y formaron un grupo, como gente que se
consulta. Parecían indecisos. En el momento en que el primero
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Sólo había una cosa posible. Había que trepar el muro que
le cerraba el camino. Cosette no sabía escalar una pared y aban-
donarla era impensable. Así que corrió a un farol de la calle, en
estos había cuerda que sujetaba el faro en la cima del poste, la
usaría para trepar el muro.
Jean Valjean, con la energía de una lucha suprema, atravesó y
rompió con la punta de su navaja el cajón donde se guardaba la
cuerda. Se oía cada vez más claramente la marcha de la patrulla
que se aproximaba.
—Padre —dijo Cosette en voz muy baja—, tengo miedo.
¿Quién viene?
—¡Shtt! —respondió el desgraciado—, es la Thenardier. No
hables.
Cosette se estremeció. Valjean rápidamente se quitó la cor-
bata, la pasó alrededor del cuerpo de la niña por debajo de los
sobacos. Arrojó la cuerda de modo que se atorara en una rama
del tilo y comenzó a trepar. En menos de un parpadeo, estaba en
lo alto del muro. Otro instante, y ya descendía del otro lado de
éste con la pequeña.
Se oyó la voz de Javert: “Registren el callejón”. Los soldados se
precipitaron en el callejón Genrot.
Jean Valjean se encontró en una especie de jardín muy grande
y de singular aspecto. Se movió ágilmente y entró en un cober-
tizo con Cosette. El que huye no se cree nunca bastante oculto.
Al cabo de un cuarto de hora pareció que el ruido tumultuo-
so de sus perseguidores comenzaba a alejarse. Jean Valjean no
respiraba. Había puesto suavemente su mano sobre la boca de
Cosette. Todo había vuelto al silencio. Nada se oía en la calle,
nada en el jardín.
De pronto, en medio de esta calma profunda, se dejó oír un
nuevo ruido; un ruido celestial, divino. Este cántico salía del
sombrío edificio que dominaba el jardín. No sabían lo que era,
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L
o que había visto Jean Valjean al asomarse desde el
jardín, a través de las ventanas del edificio, era el interior
de un claustro, el convento de las Bernardas de la Adora-
ción Perpetua. Aquel salón era el locutorio. Era un lugar lleno de
tinieblas, ya que el locutorio tenía una ventana del lado del mun-
do y no tenía ninguna del lado del convento. Los ojos profanos
no debían ver nada de aquel lugar sagrado. Pero, más allá de esta
sombra había algo; había una luz, una vida en aquella muerte.
Aunque aquel convento era el más resguardado de todos.
Este convento existía desde hacía ya muchos años en la calle-
juela de Picpus, era una comunidad de Bernardas Benedictinas
de la severa regla española de Martín Vargas, las cuales practica-
ban la adoración perpetua, ayunaban toda la Cuaresma y en las
demás fiestas sacras; se levantaban en la madrugada para leer el
breviario y cantar maitines; dormían entre sábana y sobre paja,
no usaban baños, ni encendían lumbre; se disciplinaban todos
los viernes, vivían en silencio y no se hablaban más que en las ho-
ras de recreo; y vestían camisas de lana rojiza durante seis meses.
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A
costada ya Cosette, Jean Valjean y Fauchelevent ha-
bían cenado. Como la única cama que había estaba ocu-
pada por la pequeña, ambos se habían echado cada uno
en un haz de paja. Jean Valjean, antes de cerrar los ojos, dijo: “Es
preciso que me quede aquí”. Esas palabras habían estado dando
vueltas toda la noche en el cerebro de Fauchelevent.
Jean Valjean, viéndose descubierto por Javert, comprendía
que tanto Cosette como él estaban perdidos si volvían a entrar
en las calles de París.
Fauchelevent, por su parte, reflexionaba sobre lo que debía hacer.
Una cosa tenía clara el señor Magdalena le había salvado la vida. Y se
dijo a sí mismo: “Ahora me toca a mí.” Decidió, pues, que lo salva-
ría. Y no retrocedió ante la dificultad de que ése fuera un convento.
Al amanecer, después de haber meditado mucho tiempo, el
tío Fauchelevent abrió los ojos y vio al señor Magdalena y le dijo:
—Y ahora que está aquí, ¿cómo va a lograr quedarse?
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94
XVI
PARÍS ESTUDIADO EN SU ÁTOMO
E
l pilluelo de París es el hijo enano de una giganta. No
exageramos; este querubín del arroyo tiene todo de su ma-
dre: camisa, zapatos y casa. De ellos un par, aunque a ve-
ces incompletos o rotos. Ama esas cosas, porque le recuerdan a su
madre; pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad.
Resulta, además, ser un monstruo fabuloso; con escamas, sin
ser un lagarto; con pústulas, sin ser un sapo. Vive en los agujeros
de los hornos viejos de cal y en los pozos; se arrastra, a veces len-
to, a veces rápido. No grita, pero mira tan terrible, que nadie le
ha visto nunca. Este monstruo se llama la salamandra.
Por la noche, aquella criatura de la que hablamos, gracias a
algunas monedas que siempre halla, entra en un teatro. Así que
atraviesa aquel umbral mágico, se transfigura: era el pilluelo, se
convierte en un tití.
101
102
4
Del latín, significa “amante de la ciudad”.
5
Del latín, significa “amante de lo rural”.
103
E
n las calles de Boucherat, de Normandía y de Sain-
tonge, aún existen las memorias de un buen hombre,
llamado el señor Lucas Espíritu Gillenormand. Este
hombre en 1831 había cumplido noventa años y no flaqueaba
en nada. Conservaba todos sus dientes y sólo se ponía anteojos
para leer.
Vivía en el Marais, que antes de la revolución era la calle de las
Hijas del Calvario número seis. El señor Gillenormand ocupaba
una antigua y grande casa, situada entre la calle y los jardines.
Su habitación estaba adornada hasta el techo con tapices de te-
mas de odas pastoriles. Solía decir con autoridad: “La revolución
francesa fue un puñado de forajidos”.
Desde joven llamaba alegremente a todas las cosas por su
nombre, bueno o malo y no se cuidaba de que hubiera delante
señoras. Decía muchas groserías y obscenidades con cierta tran-
quilidad e indiferencia, que eran casi elegantes. Así se hacía en
su siglo.
Se escandalizaba de todos los nombres que oía sonar en la
política y en el poder, creyéndolos bajos y vulgares.
105
106
Las dos hijas del señor Gillenormand habían nacido con die-
ciséis años de intervalo. En su juventud se habían parecido muy
poco, tanto por su carácter como por su fisonomía. La menor
era un alma bellísima, amante de todo lo luminoso: flores, versos
y música, y unida desde la infancia al ideal de la figura heroica.
La mayor no se había casado; para el tiempo de nuestra histo-
ria era una vieja mojigata y antipática, que poseía una de las na-
rices más agudas y uno de los talentos más obtusos que pueden
encontrarse. Por algún motivo nadie fuera de su familia supo su
nombre de pila, la conocieron sólo como la señorita Gillenor-
mand mayor.
Había además en la casa, entre esta solterona y este viejo, un
niño siempre tembloroso y mudo delante del señor Gillenor-
mand; el cual no le hablaba nunca sino con voz severa y con
el bastón levantado: “¡Aquí, caballerito! Pillo, acérquese usted y
responda usted”, le decía el anciano. Lo idolatraba. Era su nieto.
Su nombre era Marius y más adelante nos encontraremos con él.
XVIII
EL ABUELO Y EL NIETO
C
uando el señor Gillenormand vivía en la calle de
Servandoni, frecuentaba varias reuniones muy buenas y
muy nobles. Era recibido, aunque él no era noble. Como
tenía dos clases de talento: el que poseía realmente y el que le
prestaban, era bastante buscado y agasajado. No iba a ninguna
parte sino con la condición de dominar. Hay personas que quie-
ren a cualquier costa tener influencia y que hablen de ellos. Era
en todas partes una clase de oráculo.
El señor Gillenormand iba casi siempre a la tertulia de cierta
baronesa acompañado de su hija, aquella alta señorita que ya
pasaba de los cuarenta años y representaba cincuenta; y de un
guapo niño de siete años, sonrosado, fresco, de alegres e inocen-
tes ojos. De él se oía decir frases como “¡Qué hermoso es!”. Pero
al mismo tiempo, le llamaban “Pobre niño” porque su padre era
“un bandido del Loira”. Este bandido era el yerno del señor Gi-
llenormand, a quien consideró como la deshonra de su familia.
¿Quién era el bandido del Loira? Este era Jorge Pontmercy,
quien ya se ha mencionado en la historia. Ya conocemos algo so-
bre él. Después de la batalla de Waterloo, Pontmercy fue sacado
108
109
Para mi hijo:
El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. La
Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre; mi
hijo lo tomará y lo llevará. No hay que decir que será digno de él. En
esta misma batalla de Waterloo, un sargento me salvó la vida: se llama
Thenardier. Creo que últimamente tenía una posada en un pueblo
de los alrededores de París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo lo
encuentra, haga por él todo el bien que pueda.
posee una clave, todo se abría para él; se explicaba lo que había
aborrecido y penetraba en lo que había condenado. Veía clara-
mente el sentido providencial, divino y humano, de las grandes
cosas que le habían enseñado a detestar, y de los grandes hom-
bres a quienes le habían enseñado a maldecir. Comenzaba a reír-
se de sus propias ideas, por ser viejas y anticuadas. Ahora pasaba
de la rehabilitación de su padre, a la rehabilitación de Napoleón.
En esta misteriosa metamorfosis perdió completamente la an-
tigua piel de borbónico y de ultra. Se despojó del traje de aris-
tócrata y realista. Y se cubrió con el hábito de revolucionario,
demócrata y casi republicano. Luego se dirigió a casa de un gra-
bador de la calle de Orfevres; mandó hacer cien tarjetas con esta
inscripción: El barón Marius Pontmercy. Posteriormente fue a
Montfermeil para cumplir la indicación de su padre; buscó al
antiguo sargento de Waterloo, al posadero Thenardier. Pero la
posada estaba cerrada, el hombre había quebrado y nadie sabía
qué había sido de él.
El viejo comenzó a sospechar de los viajes de Marius. Después
de haber hecho el primer viaje, hizo otros más; además de ello,
veía que en el cuello tenía un listón negro del que pendía algo.
“Se está extraviando el muchacho”, decía el anciano.
Marius hacía diligencias fuera de casa, en las que investigaba
más sobre la vida de su padre y del viejo régimen al que sirvió.
Siempre que salía, regresaba desvelado y no daba detalles de su
jornada.
En una ocasión, regresó después de un viaje de dos días; el
anciano subió al cuarto del muchacho con el propósito de abra-
zarlo y recibirlo como era debido. Pero el joven bajó la buhardilla
más rápido de lo que subían las cansadas piernas de su abuelo.
Cuando llegó el señor Gillenormand a la habitación, Marius ya
no estaba. En su cama había dejado el listón que le veía puesto.
El anciano lo tomó con ansiedad; vio que sostenía una especie de
medallón. “Por fin sabré el amorcillo que se trae el muchacho”,
114
U
na vez en París, la vida empezó a ser muy áspera para
Marius. Se vio reducido a esa situación inexplicable que
se llama comerse los codos, cosa horrible que quiere
decir días sin pan, noches sin sueño y sin luz, hogar sin fuego,
semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza. Marius aprendió a
devorar todo esto, y a no tener que devorar muchas veces más
que estas cosas.
¡Prueba terrible y admirable en que los débiles salen infames y
los fuertes sublimes! Aún estaba de luto por su padre cuando se
verificó en él la revolución que hemos descrito; desde entonces
no había abandonado el traje negro; pero el traje lo abandonó a
él. Llegó un día en que no tuvo frac. ¿Qué hacer? Un viejo ami-
go, que conoció recién llegó a París, Courfeyrac, le dio un frac
viejo. Marius hizo que se lo volviera del revés por treinta francos
un sastre cualquiera, y así se encontró con un frac nuevo.
Aun a través de todo esto, se recibió de abogado. Hizo creer
que vivía en casa de Courfeyrac, casa decente y en la cual halló
libros de Derecho que formaban la biblioteca que exigen los re-
glamentos. Se hacía dirigir las cartas a casa de Courfeyrac.
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120
unos bellos ojos. Parecían ser padre e hija. Marius examinó du-
rante dos o tres días a aquel viejo, que no era todavía un anciano,
y a aquella niña, que no era todavía una joven; y después no
puso más atención en ellos. Estos, por su parte, parecía que no
le veían.
El segundo año, su costumbre de pasear por el Luxemburgo
se interrumpió. Pasaron cerca de seis meses sin que pusiera los
pies en aquel lugar. Por fin, un día volvió allá; como siempre,
observó a la consabida pareja. Sólo que cuando se acercó, vio
que la joven ya no era la misma: ahora veía una hermosa y alta
criatura, con las formas más encantadoras de la mujer. Tenía aún
las gracias más cándidas de la niña, típicas de los quince años.
En el primer momento, Marius creyó que era otra hija del
mismo hombre. Pero cuando la costumbre le condujo por se-
gunda vez cerca del banco y examinó con atención, reconoció
que era la misma. En seis meses, la niña se había hecho joven:
eso era todo. No era ya la colegiala de aspecto enjuto y sombrío.
Era una señorita bien puesta, con cierta elegancia, sencilla y rica
sin pretensión.
Un día el aire estaba tibio, el cielo puro como si los ángeles lo
hubiesen lavado por la mañana y se percibía la alegría de las aves.
Marius había abierto toda su alma a la naturaleza; en nada pen-
saba, sólo vivía y respiraba. Pasó cerca de aquel banco; la joven
alzó los ojos y sus dos miradas se encontraron.
¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hu-
biera podido decirlo. No había nada y lo había todo. Fue un
relámpago extraño. Una grieta misteriosa se había entreabierto y,
luego, bruscamente cerrado. Hay un día en que toda joven mira
así. ¡Desgraciado del que se encuentra cerca!
Es raro que a donde quiera que caiga esta mirada no haga
nacer una profunda meditación. Las miradas mejor elaboradas
poseen el mágico poder de hacer brotar en el fondo del alma esa
flor sombría, llena de perfumes y de venenos, que se llama amor.
121
deseó otra, y quiso saber dónde vivía. Y justo ahí Marius cometió
un grave error: siguió a “Úrsula”. Descubrió que vivía en la calle
del Oeste en una casa nueva de tres pisos, de modesta apariencia.
Al día siguiente, el señor Blanco y su hija sólo dieron un peque-
ño paseo en el Luxemburgo: todavía era muy de día cuando se
marcharon. Marius los siguió a la calle del Oeste como acostum-
braba. Al llegar a la puerta-cochera, el señor Blanco hizo pasar
primero a su hija; luego se detuvo antes de atravesar el umbral, se
volvió y miró fijamente a Marius. Al día siguiente ya no fueron al
Luxemburgo y Marius esperó en balde todo el día.
Al día siguiente tampoco, al igual que los ocho días subse-
cuentes. Fue a la residencia del padre y su hija, pero estaban
cerradas las ventanas y no había luz en éstas. Marius llamó a
la puerta-cochera, entró y preguntó al portero por el señor del
tercer piso. El vigilante respondió que se habían mudado el día
anterior y no había pistas de su nueva residencia.
XXI
EL MAL POBRE
M
arius seguía viviendo en la casa Gorbeau, donde
no hablaba con nadie.
Entre sus vecinos, estaban los Jondrette, una fa-
milia que se hallaba en la miseria. En un acto de caridad, él les
había pagado la renta en una ocasión. Ello no quería decir alguna
relación con aquella pareja ni con sus dos hijas.
Cierta mañana el joven se disponía a salir para ir a trabajar
cuando llamaron suavemente a la puerta. “Perdón, caballero...”,
oyó decir a alguien. Era una voz áspera, enronquecida por el
aguardiente y los licores. Marius se volvió con presteza y vio a
una joven. Era una criatura flaca y descolorida; no tenía más
que una mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa
desnudez. Marius se había levantado, y consideraba con cierto
estupor a aquel ser, casi semejante a las formas de la imaginación
en los sueños. La joven habló con su voz de presidiario borracho:
“Traigo una carta para usted, señor Marius”. La abrió y leyó:
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Marius se ocultó. Por alguna razón, supo que allí había algo
raro. Se colocó de tal manera que nadie pudiera verlo, pero que a
él no le resultara difícil observar a los demás. Vio subir por la es-
calera a dos personas y detenerse ante la puerta de los Jondrette.
—Entre, señor, dígnese a entrar, mi respetable bienhechor, así
como su encantadora hija. Era hombre de edad madura acom-
pañado de una joven.
Al verlos el joven sintió un estremecimiento ¡Era Ella!
Marius apenas la distinguía al través del luminoso vapor que
se había esparcido súbitamente sobre sus ojos. Las palpitaciones
de su corazón le turbaban la vista. ¡Cómo! ¡La volvía a ver, des-
pués de haberla buscado tanto tiempo! Sentía que había perdido
su alma y que acaba de encontrarla.
A tal punto estaba oscuro el cuchitril que las personas que
venían de fuera sentían que entraban a una cueva. Los dos re-
cién llegados avanzaron con cierta vacilación; entre tanto, eran
perfectamente vistos y examinados por los habitantes del desván,
acostumbrados a aquellas penumbras.
El vecino comenzó a quejarse de no tener pan para comer
ni lumbre para calentarse. Tampoco tenían para comprar ropa.
Pero lo peor era que su esposa estaba en la cama enferma y su hija
herida a causa de un accidente sufrido en la calle.
—¡Pobre mujer! —dijo el señor Blanco.
—¡Ojalá eso fuera todo! Mañana es 4 de febrero, el día fatal,
el último plazo que me ha concedido mi casero, y si esta noche
no le pago, mañana, mi hija mayor, yo, mi esposa con su fiebre,
mi hija menor con su herida, los cuatro seremos arrojados de
aquí y echados a la calle. ¡Debo cuatro trimestres!, un año, es
decir, ¡sesenta francos!
El señor Blanco sacó cinco francos de su bolsillo y los echó
sobre la mesa. Entre tanto se había quitado un gran abrigo obs-
curo que llevaba sobre su levita azul, y lo había echado sobre la
espalda de la silla.
127
XXII
ÉPONINE
M
arius había asistido al inesperado desenlace de la
emboscada que había dado a conocer a Javert. Salió
junto con los hombres del inspector y se dirigió a
casa de Courfeyrac para pedirle asilo. Al día siguiente, a las siete
de la mañana, volvió a la casa, pagó el alquiler y lo que debía a la
tía Bougón. Tomó todas sus cosas y se fue sin dejar las señas de
su nueva casa. De manera que cuando Javert quiso interrogar a
Marius sobre el suceso, él ya se había ido.
Pasó un mes y después otro. Marius seguía en casa de Cour-
feyrac: supo por un pasante de abogado que Thenardier estaba
incomunicado, por lo que todos los lunes daba al alcaide de la
cárcel cinco francos para Thenardier. Pero pronto se acabó el di-
nero del joven y tuvo que pedirle prestado a su amigo Courfeyrac.
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H
acia mediados del siglo último, un presidente de sala
en el Parlamento de París tuvo una amante. Queriendo
ocultarla, hizo construir una casa en el arrabal de San
Germán, en la calle desierta de Blomet, que hoy se llama Plumet.
Se componía esta casa de un pabellón de un solo piso; tenía dos
salas en la planta baja y dos cuartos en la principal; debajo del
tejado un granero, un jardín y un pequeño patio trasero; ese úl-
timo era una especie de secreto, destinado a ocultar a un niño y
una nodriza.
En el mes de octubre de 1829, un hombre de alguna edad
se había presentado y había alquilado la casa tal como estaba.
Este inquilino era Jean Valjean, acompañado de Cosette y una
criada llamada Santos. Había alquilado la casa con el nombre del
señor Fauchelevent, rentista. ¿Por qué abandonó Jean Valjean el
convento del pequeño Picpus? ¿Qué había sucedido? Nada había
pasado de extraordinario. Valjean era feliz en el convento, tan
feliz, que su conciencia concluyó por alarmarse. Se decía que la
niña tenía derecho a conocer el mundo antes de renunciar a él.
No quería incitar en ella una vocación religiosa artificial.
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L
a vida de ambos se iba obscureciendo por grados.
Abandonados los paseos y dedicados a la reclusión, no les
quedaba ya más que una distracción, que en otro tiempo
había sido su felicidad: llevar pan a los que tenían hambre, vesti-
do a los que tenían frío.
Al día siguiente de la infortunada visita al cuchitril de Jodre-
tte, Jean Valjean tenía una ancha herida en el brazo izquierdo,
que lo tuvo más de un mes con fiebre y sin salir de casa; no quiso
ver a ningún médico. Cuando Cosette lo instaba a que buscara
quién lo atendiera, le decía: “Llama al médico de los perros.”
Finalmente, su fuerte naturaleza se impuso. Cuando Cosette
vio que su padre se iba curando, sintió una alegría que apenas
pudo manifestar; tan dulce y naturalmente se presentaba. Pasa-
ron las estaciones: desaparecía el invierno y llegaba la primavera
y, con ella, mudó el ánimo de ambos. Cosette no estaba ya triste,
por más que no pudiese explicarlo.
Valjean, satisfecho, veía su cicatriz, sonrosada y fresca. “¡Oh,
bendita herida!”, repetía en su interior.
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E
n la primavera de 1832, época en que apareció la pri-
mera gran epidemia de este siglo en Europa, las brisas
fueron más incómodas y punzantes que nunca; había
una puerta más glacial aún que la del invierno entreabierta: era
la puerta del sepulcro. En esta brisa se sentía el aliento del cólera.
Una tarde en que estas brisas soplaban rudamente, Gavro-
che, el pilluelo de la calle del que ya hemos hablado, temblando
alegremente de frío bajo sus harapos, estaba de pie delante de
una peluquería. Observaba la tienda para ver si podía tomar del
escaparate una pastilla de jabón, que vendería por un sueldo a
un “peluquero” de las afueras. Muchos días almorzaba gracias a
una de estas pastillas. Él llamaba a este trabajo “hacer la barba a
los barberos”.
Mientras que Gavroche examinaba el escaparate y el jabón
Windsor, dos niños vestidos con limpieza, y menores que él, hi-
cieron girar tímidamente el picaporte. Entraron en la tienda pi-
diendo algo, una limosna quizá. El barbero se volvió con rostro
airado, y sin abandonar la navaja los echó a la calle.
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6
El elefante al que se refiere el autor fue un proyecto ordenado por Napoleón que
nunca fue terminado. Sería una estatua colosal destinada a ornamentar la plaza de
La Bastilla. Tan solo se realizaron las infraestructuras, la base y el zócalo de la fuente
entre 1810 y 1830.
151
A
partir de que aquel beso unió dos almas, Marius si-
guió acudiendo todas las noches. Si en aquel momento
de su vida Cosette hubiera caído en el amor de un hom-
bre poco escrupuloso y libertino, habría estado perdida; porque
hay naturalezas generosas que se entregan completamente. Co-
sette era una de ellas. Pero Marius tenía una barrera, la pureza de
Cosette. Cosette tenía un apoyo, la lealtad de Marius.
El primer beso había sido el último, después de éste Marius
no había hecho más que tocar con sus labios la mano, el vestido
o un bucle de los cabellos de Cosette. La joven para él era un
perfume y no una mujer: la respiraba. Ella no le negaba nada, él
no pedía nada; ella era feliz él estaba satisfecho. Ambos estaban
deslumbrados, ambos se idolatraban.
Existían en el asombro de su felicidad. Marius había dicho
a Cosette que era huérfano, que se llamaba Marius Pontmercy,
que era abogado, que vivía de escribir para los libreros, que su
difunto padre era coronel y había sido un héroe, y que estaba re-
ñido con su abuelo, que era rico. Le había indicado también que
era barón; pero esto no había causado efecto alguno en Cosette.
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A
quel mismo día, hacia las cuatro de la tarde, Jean
Valjean estaba sentado solo en el Campo de Marte. Ya
fuese por prudencia o por ese deseo de recogimiento que
seguía en él, ahora salía poco con Cosette.
Un día, paseándose por el boulevard, había visto a Thenardier.
Desde entonces, Jean había adquirido la certeza de que rondaba
su barrio. Esto bastaba para determinarle a tomar una gran reso-
lución. Además, un hecho inexplicable acababa de sorprenderle:
descubrió un letrero grabado en la pared, probablemente con
un clavo: “Calle de la Verrerie, 16”. Y en el suelo vio un papel,
lo desdobló y leyó esta palabra escrita en gruesos caracteres con
lápiz: “Múdate”. Jean Valjean, pensativo, se volvió en seguida a
su casa.
Marius había entrado en casa del señor Gillenormand con
poca esperanza y salía con inmensa desesperación. A las dos de la
mañana entró en casa de Courfeyrac, y se echó vestido en su col-
chón. Cuando se despertó vio a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y
Combeferre, de pie, con el sombrero puesto, preparados para sa-
lir. Le preguntaron si deseaba ir al funeral del general Lamarque.
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E
n la primavera de 1832, París estaba ya dispuesta para
una conmoción. Hacía tres meses que el cólera tenía he-
lados los espíritus, metía presión a la carencia de dinero y
a la polaridad de pensamientos: republicanos contra imperialis-
tas. La gran ciudad parecía un cañón cuando está cargado, basta
que caiga una chispa para que salga el tiro. En junio de 1832 la
chispa fue la muerte del general Lamarque.
Lamarque era un hombre de fama y acción7. Había tenido
sucesivamente las dos clases de valor necesarias en las dos épocas:
el valor de los campos de batalla, y el valor de la tribuna. Era tan
elocuente como bravo; su palabra parecía una espada. Su muerte,
prevista, era considerada por el pueblo como una pérdida, y por
el gobierno como una ocasión. Aquella muerte fue un duelo;
duelo que, como todo lo que es amargo, puede cambiarse en una
revuelta. Esto fue lo que sucedió.
7
En esta novela el general Lamarque se presente como un hombre del pueblo,
el único que se preocupa por el pueblo realmente. En su funeral los revolucionarios
empezarán su revuelta.
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C
uando la insurrección produjo un choque entre el
pueblo y las tropas, hubo un terrible reflujo de personas;
el contingente del carro fúnebre se dispersó. En aquel
momento, un muchacho harapiento que bajaba por la calle Me-
nilmontant, descubrió en el escaparate de una casa de empeño
una vieja pistola de arzón. La tomó y se echó a correr.
Dos minutos después, una ola de paisanos asustados que huía
por la calle Amelot y por la calle Basse, encontró al muchacho
que blandía su pistola y cantaba:
Nada se ve de noche
y se anda a troche y moche;
de día se ve claro
y el tropezar es raro.
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A
quella voz que al través del crepúsculo había llama-
do a Marius a la barricada de la calle de la Chanvrerie, le
había producido el mismo efecto que la voz del destino.
Quería morir y se le presentaba la ocasión; llamaba a la puerta
de la tumba y una mano en la sombra le enseñaba la llave. Esas
lúgubres aberturas que se hacen en las tinieblas ante la desespe-
ración son irresistiblemente tentadoras. Marius se fue tras sus
compañeros, armado con las dos pistolas que le dio Javert.
Marius caviló unos momentos en meditaciones fatales. Cosette
ya no estaba y no le era posible vivir sin ella. Además, él había dado su
palabra de que su corazón no podría palpitar lejos de ella. Entonces,
moriría. Anduvo en esos razonamientos hasta que le vino a la cabe-
za la imagen de su padre; si su fantasma estuviera allí en la sombra,
le azotaría con la espada de plano y le gritaría: “¡Anda, cobarde!”.
Acababa de verificarse en su espíritu una especie de rectifica-
ción. Hay una dilatación del pensamiento cuando está cerca la
tumba: al acercar se a la muerte, se ve la verdad. La visión de la
acción, en la cual se veía quizá próximo a entrar, se le presentaba,
no ya horrible, sino soberbia.
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A
ún no venía nadie: las diez habían dado en San Me-
rry. Enjolras y Combeferre habían ido a sentarse con la
carabina en la mano cerca de la cortadura de la barricada
mayor; no hablaban; escuchaban tratando de oír aun el ruido de
la marcha más sorda y más lejana.
De repente, en medio de aquella calma lúgubre, se oyó una
voz clara, joven, alegre, que parecía venir de la calle de San Dio-
nisio. Era Gavroche entonando una antigua canción popular. La
carrera precipitada turbó el silencio de la calle desierta; Gavroche
saltó con agilidad y cayó en medio de la barricada, sofocado y
gritando: “¡Mi fusil! ¡Ahí están!”.
Enjorlas le ofreció su carabina, pero Gavroche cogió el fusil de
Javert. Cada uno se había colocado en su puesto de combate. Pasó
un instante y luego se oyó claramente el ruido de un paso acompasa-
do y numeroso. No se oía ninguna otra cosa. Reinaban las tinieblas.
Súbitamente se oyó una voz siniestra, parecía que hablaba la
misma obscuridad, gritó: “¿Quién vive?”. Al mismo tiempo se oyó
el golpe de los fusiles que caían sobre las manos. Enjolras respon-
dió con acento vibrante y altanero: “¡La Revolución francesa!”.
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L
a víspera de aquel día, Jean Valjean acompañado de
Cosette y de su sirvienta Santos, se había cambiado a la
calle del Hombre Armado. La seca orden “múdate” que
halló en el jardín de su anterior casa lo había alarmado, hasta el
punto de hacerla absoluta; se creía ya descubierto y perseguido.
En el trayecto a su domicilio provisional, nadie dijo palabra al-
guna, absortos cada uno en su meditación personal. Jean Valjean
estaba tan inquieto, que no vio la tristeza de Cosette. Y ella tan
triste, que no veía la inquietud de Jean Valjean.
A medida que anochecía Jean disminuyó su ansiedad, y se
fue disipando por grados. Hay sitios tranquilos que obran me-
cánicamente sobre el alma. Durmió bien. Dícese que la noche
aconseja, y puede añadirse que tranquiliza. A la mañana siguien-
te se despertó casi alegre. En cuanto a Cosette, había optado por
recluirse en su habitación. Valjean creía haberse desprendido de
su antigua turbación. Pero esa tarde, mientras se paseaba lenta-
mente de un lado a otro del comedor, vio enfrente de sí, en un
espejo inclinado que estaba sobre el aparador, estas tres líneas:
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Jean Valjean se detuvo aturdido. Esto era una cosa muy senci-
lla, pero muy terrible.
Miró el cuaderno de Cosette y adquirió el sentimiento de la
realidad. Lo revisó y dijo: “Aquí está la causa”. Desfalleciente,
dejó caer el cuaderno y se recostó en el viejo sofá, con la cabeza
caída, la vista vidriosa, extraviado. De todas las torturas que ha-
bía sufrido en aquel largo interrogatorio que le hacía el destino,
ésta era la más terrible. Nunca había sentido otro tormento igual.
Exceptuando a Cosette, es decir, una niña, Jean Valjean no
tenía en su larga vida nada que amar. Las pasiones y los amores le
eran muy lejanos, casi desconocidos. El objeto de su corazón, su
amor, era el ser padre; y sin eso, él no existía. No dudó al cuando
se dijo: “¡Se va fuera de mí!”. El dolor que experimentó traspasó
los límites de lo posible.
Pero su instinto no dudó un momento. Reunió algunas cir-
cunstancias, algunas fechas, ciertos rubores y palideces de Cose-
tte durante los paseos por el Luxemburgo, y se dijo: “Es él”. De
pronto, desde el fondo de su alma, resurgió de las tinieblas un
viejo espectro: odio.
Pese a las advertencias de Santos acerca de que había revuelta,
barricadas y disparos, Jean Valjean salió a la calle.
La calle estaba desierta. Algunos vecinos inquietos que vol-
vían rápidamente a sus casas apenas se dieron cuenta de su pre-
sencia. En los momentos de peligro, cada uno mira sólo para sí.
Valjean oyó una violenta detonación por el lado de los Mer-
cados; al poco rato, otra más violenta aún; probablemente era el
ataque de la barricada de la calle de la Chanvrerie. El viejo iba
inmerso en tenebroso diálogo consigo mismo.
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XXXIII
LA GUERRA DENTRO DE CUATRO PAREDES
L
a barricada había sido no sólo reparada sino aumen-
tada. Se le había levantado medio metro más. Algunas ba-
rras de hierro entre las piedras parecían lanzas. Entre los
muertos había cuatro guardias nacionales de las afueras. Enjolras
había aconsejado dos horas de sueño.
En la sala baja de la taberna cercana que el grupo de insurrec-
tos había tomado como guarida no quedaron más que el difunto
Mabeuf, cubierto con el paño negro, y Javert atado al poste. En-
jorlas la llamó “La sala de los muertos”.
No había pan ni carne. Los hombres de la barricada, en las
dieciséis horas que llevaban de estar allí, habían consumido
pronto las mezquinas provisiones de la taberna. A las dos de la
madrugada se contaron los combatientes, y resultó que queda-
ban aún treinta y siete.
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e encontraba Jean Valjean en las alcantarillas de París.
La transición era inaudita. Había pasado de la luz a las ti-
nieblas, del mediodía a la media noche, del ruido al silen-
cio, del torbellino de los truenos al estancamiento de la tumba,
del mayor peligro a la seguridad más absoluta.
Entre tanto, el herido no se movía. Jean Valjean ignoraba si lo
que había traído consigo a aquella fosa era un vivo o un muerto.
Su primera sensación fue la de que estaba ciego y sordo. Re-
pentinamente no vio ni oyó nada. No oía el menor ruido. Pero
una bocanada de aire fétido le indicó cuál era su mansión actual.
Al cabo de algunos instantes ya no estaba ciego. Un poco de
luz entraba por el respiradero por donde había entrado, y su mi-
rada se había acostumbrado a la cueva. No había que perder ni
un minuto.
Pese a la quietud de aquel lugar, la verdad es que estaban me-
nos a salvo de lo que Jean Valjean creía. Le aguardaban peligros
de otro género, y de no menor tamaño. ¿Cómo orientarse en
aquel negro laberinto? El hilo para salir de este laberinto era la
pendiente, siguiéndola se va al río. Era necesario internarse en
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J
avert se alejó lentamente de la calle del Hombre Ar-
mado. Caminaba con la cabeza baja por primera vez en su
vida. Estaba ansioso y confundido.
Hacía algunas horas que se hallaba en una bifurcación. Ante
sí veía dos sendas, ambas igualmente rectas; pero eran dos, y esto
le aterraba. En toda su vida no había conocido sino una sola
línea recta. Y para colmo de angustia, aquellas dos sendas eran
contrarias y se excluían mutuamente: justicia y perdón. ¿Cuál era
la verdadera? Su situación era inexplicable.
Una cosa lo dejaba confundido y maravillado al mismo tiempo:
Jean Valjean lo perdonó. Y le petrificaba la idea que él, Javert, hubie-
ra perdonado a Jean Valjean. Pensaba que, si aprehenderlo era malo,
igual de malo era dejarlo libre. Se estremecía al considerar lo que
había hecho, pues iba contra todos los reglamentos de policía, con-
tra toda la organización social y judicial, contra el Código. Puso en
libertad a un delincuente. ¿No era incalificable tal conducta? Cada
vez que fijaba la mente en aquella acción sin nombre, se estremecía.
Sabía que debía volver a arrestar a Valjean, pero ya no po-
día. Algo le cerraba el camino por aquel lado. ¿Y qué era ese
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arius permaneció mucho tiempo entre la muer-
te y la vida. Durante algunas semanas tuvo fiebre
acompañada de delirio, repitió el nombre de Co-
sette noches enteras con la sombría obstinación del agonizante.
Por fin, cuatro meses después de la fatal noche en que lo ha-
bían traído moribundo a casa de su abuelo, el médico declaró
que estaba fuera de peligro. Empezó la convalecencia. Sin em-
bargo, tuvo que permanecer aún más de dos meses tendido en
un sillón, a causa de la fractura de la clavícula.
En cambio, aquella larga enfermedad y larga convalecencia, lo
libraron de las pesquisas judiciales.
En cada fase de la convalecencia, que iba notándose más y
más, el abuelo hacía mil locuras; la más grande todas la vio el
mayordomo, pues se inclinó a rezar. Hasta entonces, se pensaba
que el señor no creía en Dios. En cuanto a Marius, sólo tenía una
idea fija: Cosette. No sabía qué había sido de ella. Los eventos de
aquellos días en la barricada eran turbios y confusos. Todo lo que
pudieron decirle es que lo habían traído de noche en un carruaje
de alquiler a la calle de las Monjas del Calvario.
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a noche del 16 de febrero de 1833 fue una noche
bendita, Marius y Cosette Se casaron. Ese día era de car-
naval, y pese a las objeciones de la señorita Gillenormand,
se efectuó la boda. La víspera, Jean Valjean había entregado a
Marius, en presencia del señor Gillenormand, los quinientos
ochenta y cuatro mil francos. Una vez verificados los detalles
del casamiento bajo el régimen de la municipalidad, los trámites
fueron sencillos.
La tía Santos sería en adelante inútil para Jean Valjean, por
lo que Cosette se quedó con ella, y la promovió al grado de su
doncella personal. En cuanto a Jean Valjean, en la casa del se-
ñor Gillenormand se acondicionó un bonito cuarto amuebla-
do expresamente para él. Cosette le había dicho con irresistible
acento: “Padre, acéptalo, te lo ruego”. Él no pudo resistir aquella
petición y se ofreció a habitarlo. Unos días antes del fijado para
el casamiento, sucedió a Jean Valjean un accidente, se lastimó el
dedo pulgar de la mano derecha; no era cosa grave, por lo que no
permitió que nadie lo curara. Tuvo que envolverse la mano en un
lienzo y llevar el brazo suspendido en un pañuelo, por lo cual no
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A
l día siguiente, fue a la casa del señor Gillenor-
mand. El mayordomo lo introdujo en el salón, donde
todo estaba aún revuelto por la boda.
Valjean preguntó si se hallaba el señor de Pontmercy. El ma-
yordomo no supo dar respuesta, pues no sabía si se había le-
vantado. Entonces le pidió al señor Fauchelevent que aguardara
mientras le avisaba que él lo buscaba. Valjean le pidió que no hi-
ciera eso, sólo que mencionara que alguien quería hablar con él.
Pasaron algunos minutos. Jean Valjean permaneció inmóvil.
Estaba muy pálido y tenía los ojos tan hundidos bajo las órbitas
a causa del insomnio, que casi desaparecían. Al ruido que hizo la
puerta, levantó los ojos.
Marius entró, con la cabeza erguida, la boca risueña y la mi-
rada triunfante. Tampoco él había dormido. Para sorpresa de
Valjean, lo recibió con un “Padre” por título al saludarlo. La pa-
labra padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius, significaba
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l día siguiente, cuando empezaba a obscurecer, Jean
Valjean llamó a la puerta cochera de la casa del señor
Gillenormand, El mayordomo lo recibió como si se en-
contrara por orden de alguien. Din aguardar a que el visitante se
adelantara hacia él, le dirigió la palabra:
—El señor barón me ha encargado que le pregunte si quiere
subir o prefiere quedarse abajo.
—Quedarme abajo —respondió Jean Valjean.
El mayordomo, respetuoso como siempre, abrió la puerta de
la sala baja, y dijo:
—Voy a avisar a la señora.
La habitación en que Jean Valjean entró era un primer piso
abovedado y húmedo, que servía a veces de bodega, y que daba a
la calle, con el suelo de ladrillos encarnados, y una mala ventana
que permitía apenas el paso a unos míseros rayos de luz al través
de los barrotes de hierro. A cada lado de la chimenea había un
sillón, y entre los dos sillones, a modo de alfombra, una vieja
manta de cama, mostrando más hebra que lana.
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¡T
errible cosa es la felicidad! En medio de sus goces,
en medio de las satisfacciones que produce la posesión
de ese falso objeto de la vida, induce a olvidar el verda-
dero, que es el deber.
Sin embargo, se haría mal en acusar a Marius, que hacía lo que
juzgaba necesario y justo. Creía que le asistían para alejar a Jean Val-
jean, sin dureza, pero también sin debilidad, graves razones, algu-
nas de las cuales ya se han indicado, y otras se indicarán a su tiempo.
Cosette no estaba en tales interioridades, pero también me-
rece disculpa. Era presa del terrible magnetismo que sobre ella
ejercía Marius y que la obligaba a ejecutar por instinto, y casi
maquinalmente, los deseos de su esposo. Sentía, en la parte re-
lativa al “señor Jean” un deseo de Marius, y se conformaba con
él. Estaba aturdida más que otra cosa. En el fondo quería mucho
al que había llamado por tanto tiempo padre, pero quería más
a su esposo. Esto era lo que había falseado la balanza de aquel
corazón, inclinándola sólo a un lado.
Si sucedía que Cosette hablaba de Jean Valjean como admi-
rándose, Marius la tranquilizaba, diciéndole:
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Señor barón:
Si el Ser Supremo me uviera dado talento, uviera podido ser el barón
Thenard, miembro del Instituto (academia de Siencias); pero no lo
soy. Me sentiré feliz si esta carta me recomienda a la excelencia de sus
vondades. El veneficio con que me onre será recíproco. Poseo un secreto
que concierne a un indibiduo, y este indibiduo le concierne a usté. El
secreto está a su dispocisión, deseando el honor de serle hútil. Le propor-
cionaré un modo sencillo de arrojar de sudina familia a ese individuo,
que no tiene derecho a estar en ella; pues la señora baronesa pertenese
a una clase elevada. El santuario de la birtud no puede coavitar más
tiempo con el crimen sin mancharse. Espero en la antesala las órdenes
del señor barón.
Soy, con el mayor respecto.8
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En este texto se respetó el escrito original sin corrección. [N. del E.]
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