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LOS MISERABLES
VICTOR HUGO
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LOS MISERABLES
VICTOR HUGO
Los miserabLes

Víctor Hugo

adaptación de uzieL aLVarado

G R A N D E S D E L A L I T E R AT U R A
Nueva Época
Título original: Les misérables
Traductor: Equipo de traducción de EMU
© Ilustración de portada:
© Ilustración de guardas:
© Ilustración de solapas:

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sin el permiso escrito de los editores.

1a Edición, 2019

ISBN (título) 978-968-15-3162-2


ISBN (colección) 978-968-15-1618-6

Impreso en México
Printed in Mexico
Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Primera parte. Fantine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25


I. El obispo myriel: un hombre justo . . . . . . . . . . 25
II. La caída . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31
III. en el año 1817 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37
IV. Confiar es a veces entregar . . . . . . . . . . . . . . 42
V. El descenso. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
VI. Javert . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
VII. El juicio de champmathieu . . . . . . . . . . . . . . 57
VIII. Reacción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64

Segunda parte. Cosette . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69


IX. Waterloo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
X. El navío orión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
X. Cumplimiento de la promesa . . . . . . . . . . . . . 75
XII. La casa de gorbeau . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
XIII. Perseguidos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
XIV. El pequeño picpus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
XV. Los cementerios toman lo que les dan . . . . . . 93
Tercera parte. Marius . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
XVI. París estudiado en su átomo . . . . . . . . . . . 101
XVII. El noble de la clase media . . . . . . . . . . . . 105
XVIII. El abuelo y el nieto . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
XIX. Excelencia de la desgracia . . . . . . . . . . . . 115
XX. Ea conjunción de dos estrellas . . . . . . . . . . 119
XXI. El mal pobre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

Cuarta parte. El idilio de la calle plumet


y la epopeya de la calle de san dionisio . . . . . . . . 135
XXII. Éponine . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
XXIII. La casa de la calle plumet . . . . . . . . . . . . 139
XXIV. Socorros de abajo que no pueden
ser socorros de arriba . . . . . . . . . . . . . . . . . 144
XXV. El niño gavroche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
XXVI. El encanto y la desolación . . . . . . . . . . . . 154
XXVII. ¿Adónde van? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
XXVIII. El 5 de junio de 1832 . . . . . . . . . . . . . . 163
XXIX. El átomo fraterniza . con el huracán . . . . . 166
XXX. Marius entra en la sombra . . . . . . . . . . . . 172
XXXI. Lo sublime de la desesperación . . . . . . . . 174
XXXII. La calle del hombre armado . . . . . . . . . . 179

Quinta parte. Jean Valjean . . . . . . . . . . . . . . . . . 182


XXXIII. La guerra dentro de cuatro paredes . . . . 182
XXXIV. El intestino de leviatán . . . . . . . . . . . . . . 192
XXXV. Javert desorientado . . . . . . . . . . . . . . . . 198
XXXVI. El nieto y el abuelo . . . . . . . . . . . . . . . . 200
XXXVII. La noche toledana . . . . . . . . . . . . . . . . 205
XXXVIII. La última gota del cáliz de la amargura 208
XXXIX. El crepúsculo de la tarde . . . . . . . . . . . . 218
XL. Suprema sombra, suprema aurora . . . . . . . 226
Nota introductoria de la colección

E
sta colección de literatura universal tiene como
propósito presentar grandes novelas que no han sido
muy publicadas actualmente, además de una gran selec-
ción de relatos, poesía, teatro y antologías de autores Premios
Nobel. También tiene como intención que el lector joven en-
cuentre amena y agradable la lectura de estas importantes obras,
las cuales le darán una sólida formación literaria y horas de es-
parcimiento. En este sentido, la colección cuenta con muy bue-
nos prólogos de personas conocedoras que te adentrarán en las
particularidades de los textos.
Nuestro sello Punto y Coma presenta esta segunda serie de
la colección Grandes de la Literatura, inaugurando una Nueva
Época. Te invitamos a leer, lo cual fomenta tu cultura y tu capa-
cidad de retención; fortalece tu memoria, aumenta tu capacidad
de solución de problemas…
¡Vaya!, activa tus neuronas y, de paso, ¡transitan a lo largo de
extraordinarias historias y escritores emblemáticos!
¡Gracias por tener este libro en tus manos!
¡Feliz viaje a mundos extraordinarios!

Los editores
PRÓLOGO

sdfghjk

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Los miserabLes
PRIMERA PARTE
FANTINE

I.
EL OBISPO MYRIEL: UN HOMBRE JUSTO

E
n 1815, MONSIEUR1 Carlos Francisco Bienvenido
Myriel era obispo de la ciudad de Digne. Era un anciano
de casi setenta y cinco años. Su padre había sido políti-
co y quería que él siguiera el mismo camino. Se había casado
muy joven y tenía un brillante futuro en la política. Sin embar-
go, durante los primeros días de la revolución, él y sus parientes
cercanos se vieron obligados a emigrar a Italia, pues su familia
representaba al antiguo régimen.
¿Qué ocurrió con Myriel en el extranjero? Nadie lo supo. Sólo
se sabía que estuvieron fuera varios años y que, a su vuelta de
Italia, su mujer ya había muerto y él se había convertido en sa-
cerdote. Era ya anciano y vivía en un profundo retiro. Un día en

1
Del francés, significa “señor”.

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que el emperador visitaba aquella provincia, Napoleón, sintién-


dose observado con cierta curiosidad por aquel anciano, quiso
saber quién era.
—Señor —dijo Myriel—, tú miras a un hombre bueno y yo
miro a un gran hombre. Cada uno de nosotros puede aprove-
charse de lo que mira.
En la misma noche el emperador pidió al cardenal el nombre
de aquel cura, y algún tiempo después fue nombrado obispo de
la localidad de Digne, a donde llegó acompañado de su herma-
na, diez años menor, la señorita Baptistine. Como servidumbre,
él tenía una criada de la misma edad que Baptistine, la señora
Magloire.
Desde su llegada, el nuevo obispo demostró que su principal
preocupación eran los pobres. Su primera acción despertó el in-
terés de todo el pueblo y le ganó el mote de “Bienvenido”. Resul-
ta que el palacio episcopal de Digne estaba junto al hospital. Era
un edificio grande, hecho de piedra. Todo en él respiraba cierto
aire de grandeza: las habitaciones, los salones, el patio de honor
y los jardines con magníficos árboles. En cambio, el hospital del
lugar era una casa angosta, de un solo piso y con un jardincito. El
obispo visitó la casa. Terminada la visita, suplicó al director que
fuera a verlo a su palacio. El señor Myriel preguntó al director
que le dijera el número de pacientes que había en el hospital.
Eran veintiséis, repartidos en cinco o seis cuartos. Cuando es-
cuchó esto, el amable obispo sugirió que se hiciera un cambio.
El error era evidente, pues el palacio estaba ocupado por tres
personas, mientras aquella pequeña casa por veintiséis enfermos.
Así, el hospital pasó a ser el hogar de obispo y el palacio el de
los pacientes.
M. Myriel no tenía bienes, pues su familia había sido arrui-
nada por la revolución. Su hermana cobraba una renta vitalicia y
él recibía del Estado, como obispo, una pequeña asignación. La
mayor parte de ese dinero se la daba a los pobres. Pero no sólo
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esto, también les cobraba a los ricos por todos los servicios reli-
giosos con tanto rigor y utilizaba este dinero para realizar obras
dirigidas a los más necesitados. Esto, como es natural, molestó a
las familias acaudaladas del lugar.
En menos de un año el obispo llegó a ser el tesorero de to-
dos los beneficios. Grandes sumas pasaban por sus manos; pero
mientras más dinero tenía, más se despojaba a sí mismo.
Su conversación era alegre. Se acomodaba a la inteligencia de
las dos ancianas que pasaban la vida a su lado: cuando reía, era
como un jovencillo. La señora Magloire le llamaba siempre Vues-
tra Grandeza. Y a la viejecilla le daba por bromear con eso, pues
el obispo era de corta estatura. No obstante, cuando se trataba
de la caridad, no retrocedía ni aún ante una negativa. Y solía en
estas ocasiones decir frases o palabras que hacían reflexionar. Una
vez pidió para los pobres en una de las principales reuniones de
la ciudad, en la que se hallaba el marqués de Champtercier, viejo
rico y avaro. El obispo se acercó y con toda seriedad le pidió algo.
El marqués le contestó bruscamente: “Monseñor: yo tengo mis
pobres”. Entonces le exigió con dureza: “Dámelos”. Otro día en
la catedral predicó un sermón en el que, con rigor matemático,
denunció todas las casas pobres de Francia. Muchos de aquellos
hogares no tenían velas para ver, carretas para cargar o comida
para vivir. En invierno esos hogares debían cortar pan duro y
viejo a hachazos, y lo remojaban un día completo para comerlo.
Pese a los ceños fruncidos y rostros inconformes, predicaba
incansablemente a someter y reprimir los deseos del cuerpo, y
hacer frente a la carga corporal y las tentaciones por medio de la
oración. Era indulgente con las mujeres y los pobres, sobre quie-
nes pesaba todo el peso de la sociedad humana. Pues los errores
de los niños, de los pobres o las viudas eran las propias fallas de
los padres, los poderosos y hombres sabios.
A donde quiera que iba el obispo había fiesta. Se podría decir
que a su paso esparcía luz y vida. Los niños y los ancianos salían
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a sus puertas para verlo. Como hacía durar sus sotanas mucho
tiempo, y no quería que nadie lo notara, sólo vestía su traje de
obispo. En el interior de su casa no había lujos, pues además de
las baldosas de los muros, no había otra cosa más que una ex-
quisita limpieza. Era el único lujo que el obispo se permitía. De
él decía: “Esto no les quita nada a los pobres”. Sin embargo, es
necesario confesar que le quedaban, de su otra vida, seis cubier-
tos de plata y un cucharón que la señora Magloire miraba con
cierta satisfacción todos los días. A estas alhajas deben añadirse
dos grandes candeleros de plata maciza, que eran herencia de una
tía segunda.
Para ayudarnos a conocer mejor la clase de hombre que era
el obispo, podemos mencionar un hecho ocurrido en la región
por aquellos años. Resulta que en las montañas que rodeaban al
pueblo se refugiaba un célebre ladrón conocido como Cravatte.
Sus robos y asaltos asolaban al país. La policía de Francia per-
siguió al bandido, pero en vano; se escapaba siempre y a veces
resistía con fuerza los ataques. Cravatte era dueño de la montaña
hasta el Arche, y aun más allá. Cierto día el señor Myriel decidió
ir a aquella montaña. El alcalde trató de convencer al piadoso
obispo de que no se expusiera a esos riesgos, pero él estaba firme
en su determinación, pues tenía muchos años que no visitaba a
los fieles de aquella zona. Pese a los reclamos y argumentos del
alcalde, Myriel dijo tajantemente: “Iré sin escolta. No quiero que
venga conmigo ningún policía, ya que pienso marchar dentro de
una hora”. Lo que dejó claro el obispo fue que los malvivientes
y criminales también necesitaban que se les hablara de Dios. Y
como nada tenía y a ninguna posesión se aferraba, determinó
que estaría bien y que no le harían nada. Así que partió; atravesó
la montaña en una mula, a nadie encontró, y llegó sano y salvo
al territorio de sus “buenos amigos” los pastores. Permaneció allí
quince días. La gente quedó muy agradecida con su visita e in-
tentó retribuirle su gesto, pero todos eran tan pobres que nada
pudieron darle.
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A su regreso, dos hombres desconocidos montados a caballo


llevaron y dejaron en su casa un gran cajón para el obispo. Con-
tenía ropas del rito sacerdotal, de exquisita confección y ador-
nadas con oro y joyas; eran todas las vestiduras episcopales que
habían sido robadas un mes antes en la iglesia de Nuestra Señora
de Embrun. Junto a las ropas se halló una nota que decía: “Cra-
vatte, a monseñor Bienvenido”. Cuando llegó a casa, su hermana
y criada lo esperaban. El obispo le dijo entonces a la señorita
Baptistine: “¿Tenía o no tenía yo razón? El pobre sacerdote fue
a los pobres montañeses con las manos vacías, y vuelve con ellas
llenas. Marché llevando sólo mi esperanza puesta en Dios, y re-
greso con el tesoro de una catedral”.
En otra ocasión visitó a un moribundo que vivía en una casa
perdida en el campo. Era un viejo con fama de ateo y se dice que
había estado a favor de la muerte del rey. Su vivienda era casi una
madriguera.
—Desde que vivo aquí, esta es la primera visita que recibo:
¿quién es usted, caballero? —dijo el viejo.
El obispo respondió:
—Me llamo Bienvenido Myriel. Vine a acompañarlo a bien.
—¿Bien morir? Un no muere ni bien ni mal. Simplemente se
muere y ya.
—No crees en dios.
—Yo creo en la ciencia padre. El hombre no debe ser gober-
nado más que por la ciencia.
—Y por la conciencia —añadió el obispo.
—Es lo mismo. La conciencia es la cantidad de ciencia innata
que tenemos en nosotros mismos.
Monseñor Bienvenido escuchaba, un poco admirado, aquel
lenguaje nuevo para él. El convencional prosiguió:
—En cuanto a Luis xvi, no voté su muerte. No me creo con
el derecho de matar a un hombre; pero sí para exterminar el mal.
He votado el fin del tirano: el fin de la prostitución para la mujer,
el fin de la esclavitud para el hombre, el fin de la ignorancia para
el niño. He ayudado a la caída de los errores. El hundimiento de
las unas y de los otros produce la luz. Nosotros hemos hecho caer
el viejo mundo. Pero aún falta por hacer, el viejo régimen fue
demolido, pero es necesario modificar sus costumbres.:
—Veo que, aún sin ser creyente has luchado para que este
mundo sea un mejor lugar para vivir.
—Señor obispo —dijo con lentitud— he tratado de cumplir
con mi deber. Tenía sesenta años cuando mi país me llamó. Viví
la revolución. Había abusos: los combatí. Había tiranías: las des-
truí. Había derechos y principios: proclamé los unos y confesé
los otros. El territorio estaba invadido: lo defendí. Francia estaba
amenazada: le ofrecí mi pecho. No era rico y soy pobre. Sé que
para la pobre turba ignorante mi cara es la de un condenado, y
acepto el aislamiento del odio. Al presente tengo ochenta y seis
años, y voy a morir.
Justo cuando el obispo quiso dar su bendición, el rostro del
moribundo cambió: acababa de expirar. Myriel volvió a su casa,
contrariado y meditabundo. Quién sabe cuáles fueron sus ora-
ciones o pensamientos, pero desde aquel momento redobló su
ternura y fraternidad para con los pobres y con los que padecen,
sin importar si creen o no.

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II
LA CAÍDA

A
quella noche, el obispo, después de dar un paseo por
la ciudad, permaneció hasta bastante tarde encerrado en
su cuarto. Se hallaba escribiendo una gran obra sobre
los Deberes. Mientras la señora Magloire sacaba los cubiertos de
plata de un cajón para poner la mesa.
Poco después, el obispo cerró su libro y entró en el comedor,
donde la señora Magloire hablaba animadamente. Conversaba
con la sirvienta de los rumores que corrían por toda la ciudad. Se
hablaba de un vagabundo de mala facha: sospechoso, amenazan-
te, que rondaba por las calles.
En ese momento, se escucharon golpes en el portón.
—¡Adelante! —dijo el obispo.
La puerta se abrió de par en par, como si alguien la empujase
con energía y resolución. Entró un desconocido. El obispo fijó
en él una mirada tranquila, pero sin esperar a que él hablase, el
viajero dijo en alta voz:
—Me llamo Jean Valjean: soy presidiario. He pasado en la
cárcel diecinueve años. Estoy libre desde hace cuatro días y me
encamino a Pontarlier, que es donde está mi casa. Hace cuatro

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días que estoy viajando a pie. Esta tarde, al llegar a esta ciudad,
he entrado en una posada, de la cual me han despedido a causa
de mi pasaporte amarillo,2 que había presentado en la alcaldía.
He ido a otra posada y me han dicho: “Vete”, lo mismo en la
una que en la otra. Nadie quiere recibirme, como si no fuera un
hombre. Iba a echarme ahí en la plaza sobre una piedra, cuando
una buena mujer me ha señalado su casa, y me ha dicho: “Toque
ahí”. ¿Qué casa es ésta? ¿Una posada? Tengo dinero: ciento nueve
francos y quince sueldos que he ganado en la prisión, mi trabajo
de diecinueve años. Pagaré, no me importa el dinero. Estoy muy
cansado y tengo hambre. ¿Puedo quedarme?
—Señora Magloire —dijo el obispo con tranquilidad—, pon-
ga un cubierto más y sábanas limpias en la cama de la alcoba. La
señora Magloire salió para ejecutar las órdenes que había recibi-
do. El obispo se volvió hacia el hombre y le dijo que se sentara y
calentara, pues pronto cenarían.
—¿Es verdad? ¡Cómo! ¿No me echarán? ¿No me dirán: “¡vete
perro!” como acostumbran a decirme? Yo creía que tampoco
aquí me recibirían; por eso les dije en seguida lo que soy. ¿Es esta
una posada? ¿Es usted el posadero?
—Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí.
—¡Un sacerdote! —dijo el hombre—. ¡Oh, un buen sacerdo-
te! ¡Claro, qué tonto! No había visto su atuendo. Entonces ¿no
me pide dinero?
—No —dijo el obispo—, guarde su dinero. ¿Cuánto tiene?
¿No me había dicho que ciento nueve francos?
—Y quince sueldos —añadió el hombre.
—Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo
tardó en ganar eso?

2
Pasaporte interno que, en Francia y otros países, las personas debían mostrar
para poder mudarse de una ciudad a otra. Los ex presidiarios recibían un pasaporte
de color amarillo, que, al identificarlos como tales, los convertía en marginales.
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—¡Diecinueve años! El obispo suspiró profundamente; luego


le dijo a su invitado que se sentara.
—Me parece que falta algo en la mesa —dijo el obispo de
repente.
La señora Magloire comprendió la observación, pues era cos-
tumbre del señor Myriel poner todos los cubiertos de plata. Salió
sin decir una palabra y un momento después las demás piezas
fueron colocadas sobre el mantel.
La cena transcurrió con tranquilidad. Los cuatro tomaron sus
alimentos en silencio. Al terminar y después de haber dado las
buenas noches a su hermana, monseñor Bienvenido tomó uno de
los dos candelabros de plata y le dio el otro a su huésped, y le dijo:
—Caballero, voy a enseñarle su cuarto.
El obispo llevó a su huésped a la alcoba. El hombre puso la
luz sobre una mesita.
—Que pase buena noche —le dijo—, mañana temprano, an-
tes de marchar, tomará una taza de leche de nuestras vacas, bien
caliente.
—Gracias, señor cura —dijo el hombre.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbita-
mente hizo un movimiento extraño y espantoso y le dijo:
—Oiga, padre, ¿está usted seguro de que quiere alojarme en
su casa? ¿Lo ha pensado bien? ¿Qué tal si soy un asesino?
El obispo respondió:
—Lo que usted sea sólo Dios lo sabe.
Tras decir esto, el obispo salió de la habitación. El hombre
estaba tan cansado que se dejó caer vestido en la cama, donde
enseguida quedó profundamente dormido.
Pero, ¿quién es este Jean Valjean? Un expresidiario, sí, pero
¿qué más?
Provenía de una pobre familia de Brie. No aprendió a leer en
su infancia; y cuando alcanzó la mayoría de edad, tomó el oficio
de jardinero en Faverolles. Poco después perdió a su padre y a
su madre; se encontró sin más familia que una hermana mayor,
viuda y con siete hijos.
Un domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la
plaza en Faverolles, oyó un golpe violento en la puerta y en la
vidriera de su tienda. Corrió aprisa, pero sólo vio pasar un brazo
por un agujero de la vitrina para tomar un pan. El ladrón huyó a
toda prisa, pero Isabeau corrió también y le detuvo. El ladrón era
Jean Valjean. Tenía veinticinco años. Esto pasó en 1795. Jean Val-
jean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo como autor
de un “robo con fractura, de noche y en casa habitada”. Y como
era un poco aficionado a la caza furtiva, esto le perjudicó, por lo
que fue declarado culpable. Las palabras del código eran termi-
nantes: cinco años de prisión. En dos ocasiones intentó fugarse,
con lo cual su pena fue aumentando hasta llegar a los 19 años.
En octubre de 1815 por fin salió en libertad: había entrado
en presidio en 1796 por haber roto un vidrio y haber robado
un pan. Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y
tembloroso; salió impasible. Entró desesperado; salió sombrío.
Se había vuelto un nombre duro que no se conmovía jamás.
Daban las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean
despertó. Disfrutó la grata sensación de una cama blanda, pues
era algo demasiado bueno para él. Además, había dormido más
de cuatro horas. Había descansado. No acostumbraba a dedicar
más horas al reposo. Abrió los ojos, se incorporó bruscamente en
la cama. Y continuó en esta situación hasta que el reloj dio una
campanada —el cuarto o la media—. Salió de la casa del obispo
y se perdió en la noche. Su mochila pesaba ahora más que cuando
llegó, pues contenía dos candelabros y varios cubiertos de plata.
Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se pasea-
ba por el jardín. La señora Magloire salió corriendo a su encuen-
tro, espantada.
—¡Monseñor, monseñor —exclamó— nos han robado! ¡Se-
guro fue el hombre que estuvo anoche aquí!
En ese momento llamaron a la puerta. Aparecieron tres policías,
traíanaunhombreagarradoviolentamentedelcuello.EraJeanValjean.
Había un cuarto hombre que dirigía a los policías, entró y se
dirigió al obispo haciendo el saludo militar.
—Monseñor —dijo uno de los recién llegados—, acabamos
de detener a este ladrón. Tenía sus cubiertos... ¿Reconoce sus
pertenencias?
—Claro que las reconozco. Me pertenecían, pero ya no: se las
regalé a este hombre —dijo el obispo sonriendo.
—¡¿Usted se las dio?! —preguntó el policía, perplejo—. ¿En-
tonces no le robó nada?
Los policías no tuvieron más remedio que dejar libre a Jean
Valjean. Quien estaba tan sorprendido que no osaba moverse.
Estupefacto, vio alejarse a los representantes de la ley. Luego de
un rato, fue hasta la puerta Lo único que quería era salir de allí
lo más rápido posible. Cuando estaba por abandonar el jardín,
el obispo lo retuvo:
—Amigo mío. No olvide sus candelabros. Lléveselos. Usted
no pertenece al mal, sino al bien. Yo compro su alma; yo la libero
de las negras ideas y del espíritu de perdición. Ahora la consagro
a Dios.
Jean Valjean salió del pueblo como si huyera. Caminó pre-
cipitadamente por el campo, tomando los caminos y senderos
que se le presentaban, sin notar que divagaba. Una multitud de
sensaciones nuevas le oprimían. Se sentía colérico, pero no sabía
contra quién. No podía distinguir si estaba conmovido o humi-
llado.
Ya casi era de noche cuando se sentó detrás de un matorral
en una gran llanura rojiza, enteramente desierta. Vio venir por el
sendero a un niño saboyano, de unos diez años, que cantaba, con
su gaita al lado. Era un deshollinador. El muchacho interrumpía
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de rato en rato su canto para jugar con algunas monedas que


llevaba en la mano y que había ganado limpiando chimeneas.
Entre las monedas había una de plata, muy valiosa. El jovencito
se detuvo cerca del arbusto sin ver a Jean Valjean, y arrojó alto las
monedas. Una de ellas se le escapó de las manos y fue rodando
hasta quedar cerca de Jean, quien puso su enorme pie sobre ella.
El niño fue directo hacia él y confiadamente le pidió su moneda.
El viajero le preguntó su nombre; se llamaba Gervasillo. Luego
lo miró por unos instantes y le dijo que se fuera. Pero el niño alzó
la voz y pidió de nuevo su moneda. Comenzó a llorar, pero Jean
Valjean, al no comprobar el motivo del llanto, empezó a enojar-
se. Entonces le dijo que se largara. Un gran temor sobrecogió al
niño, por lo cual se echó a correr, sin dar un solo grito. Ya había
entrado la noche, cuando Jean Valjean quiso retirarse. A la hora
de recoger sus cosas, vio en el suelo la valiosa moneda de plata.
Se inclinó para levantarla y, de inmediato, buscó al niño a la
distancia. Pero no vio a nadie. Caminó algunos pasos en el frío
de la noche. Entonces gritó con todas sus fuerzas: “¡Gervasillo!
¡Gervasillo! ¡¿Dónde estás, pequeño deshollinador?” Calló y es-
peró. Nadie respondió. Corrió y gritó por el camino, pero su voz
se desvanecía en la oscuridad. Cayó desfallecido sobre una piedra
con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y exclamó:
“¡Soy un miserable!”. Su corazón se abrió, y rompió en llanto.
Era la primera vez que lloraba en diecinueve años.
Mientras lloraba, las frases que le había dicho antes de partir
se presentaban a su memoria sin cesar. Una voz le decía que ya
no había término medio para él. Sólo tenía dos caminos: ser el
mejor de los hombres o el peor; elevarse a mayor altura que el
obispo o descender más abajo que el presidiario. Valjean ya no
era el mismo hombre. Al robar la moneda al niño se había verifi-
cado en él algo que parecía imposible en su situación.
Jean Valjean lloró por largo rato. Mientras lloraba se encendía
poco a poco una luz en su cerebro. Todo era claro, como nunca
antes.
III
EN EL AÑO 1817

E
l de 1817 era el año veintidós del reinado de Luis xvi-
ii.3 Todas las personas de buen sentido convenían en que
este monarca, llamado “el autor inmortal de la Carta”,
había cerrado para siempre la era de las revoluciones.
Por aquella época, cuatro jóvenes le dieron “una gran sor-
presa” a sus respectivas amantes. Se trataba de estudiantes que
vivían en París. Uno era de Tolosa, otro de Limoges, el tercero
de Cahors, y el cuarto de Montauban. Estos jóvenes eran me-
diocres: ni buenos, ni malos; ni sabios, ni ignorantes; ni genios,
ni imbéciles, ramas de ese abril encantador que se llama veinte
años. Se llamaban Félix Tholomyes de Tolosa; Listolier de Ca-
hors; Fameuil de Limoges y Blachevelle de Montauban. Cada
uno tenía naturalmente su amor. Blachevelle amaba a Favorite;
Listolier adoraba a Dalia; Fameuil idolatraba a Zefina; Tholom-
yes quería a Fantine, llamada la rubia, por sus hermosos cabellos.

3
Luis XVIII de Francia, también conocido como “el Deseado”, fue rey de Francia
y de Navarra entre 1814 y 1824, a excepción del breve periodo conocido como los
«Cien Días» en que Napoleón recuperó brevemente el poder, siendo el primer monar-
ca de la restauración borbónica en Francia

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38

Los jóvenes eran camaradas; las jóvenes eran amigas. Tales


amores llevan siempre consigo tales amistades.
Fantine era la única de las cuatro a quien no tuteaba más que
un hombre. Ella era uno de esos seres que salen del fondo del
pueblo. Había salido de las regiones más profundas de la sombra
social. Trabajó para vivir, y después amó también para vivir; por-
que el corazón tiene su hambre. Y amó a Tholomyes
Un día Tholomyes llamó aparte a los otros tres, hizo un gesto
lleno de misterio y les dijo:
—Pronto hará un año que Fantine, Dalia, Zefina y Favorite
nos piden una sorpresa. Se las hemos prometido solemnemente,
y nos la están reclamando siempre; a mí sobre todo.
Tholomyes bajó la voz y articuló misteriosamente algunas pa-
labras tan alegres, que de las cuatro bocas salió a carcajadas un
gran entusiasmo, al mismo tiempo que Blachevelle exclamaba:
“¡Es una gran idea!”. El resultado de aquel secreto fue una gran
partida de campo que se celebró el domingo siguiente, invitando
los cuatro estudiantes a las cuatro jóvenes.
Es muy difícil figurarse hoy lo que era hace cuarenta y cinco
años una comida de campo de jóvenes. Por petición de Favorite
se levantaron todos a las cinco de la mañana. Fueron a Saint-
Cloud en coche; luego almorzaron en la Tete-Noire; jugaron en
las arboledas del estanque grande y después en la ruleta del puen-
te de Sevres; hicieron ramos de flores en Poteaux; compraron sil-
batos en Neuilly. En fin, fueron perfectamente felices. Las cuatro
eran locamente hermosas.
Aquel día parecía resplandecer sin fin. La naturaleza estaba de
fiesta y manifestaba su alegría: el aire, el suave baile de las hojas y
ramas, el floreado festín de las mariposas y abejas. Las cuatro di-
vertidas parejas resplandecían al sol en el campo, entre las flores
y los árboles. Pero de cuando en cuando, preguntaba Favorita:
—¿Y la sorpresa?
—Paciencia —respondía Tholomyes.
39

Cansados ya del paseo y los juegos habían entrado en la hos-


tería de Bombarda, establecida en los Campos Elíseos por el fa-
moso Bombarda. Allí entraron en un cuarto grande, pero mal
decorado: adornos fuera de lugar y objetos espantosos. Allí, pues,
a las cuatro y media de la tarde seguía la broma que había empe-
zado a las cinco de la mañana.
Palabras de sobremesa y palabras de amor; tan difíciles son de
conservar unas como otras. Las palabras de amor son llamaradas;
las palabras de sobremesa son humo. Fameuil y Dalia murmura-
ban una canción; Tholomyes bebía; Zefina reía; Fantine sonreía;
Listolier tocaba una trompetilla de madera comprada en Saint-
Cloud. Favorite miraba tiernamente a Blachevelle y le decía “Te
adoro”.
Así pasó el tiempo hasta que, finalmente, Favorite, cruzando
los brazos, echando la cabeza hacia atrás, miró resueltamente a
Tholomyes, y le dijo:
—Pero, ¿y la sorpresa?
—La sorpresa empieza por un beso —dijo Blachevelle.
—En la frente —añadió Tholomyes.
Cada uno depositó gravemente un beso en la frente de su
querida; después se dirigieron hacia la puerta los cuatro en fila,
con el dedo puesto sobre la boca. Favorite aplaudió al verlos salir.
—¡Qué divertido es! —dijo. —No tarden mucho —murmuró
Fantine—; los esperamos.
alegre Fin de la alegría
Una vez solas las jóvenes se asomaron por las ventanas, char-
lando y sacando fuera las cabezas. Vieron a los jóvenes salir del
brazo de la hostería de Bombarda; los cuatro se volvieron, les
hicieron varias señas riéndose y desaparecieron entre aquella pol-
vorienta muchedumbre que invade semanalmente los Campos
Elíseos.
—¿Qué nos traerán? —dijo Zefina.
—Yo quiero que sea oro —replicó Favorite.
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—¡Cuánto tardan! —dijo Fantine.


Cuando Fantine acababa más bien de suspirar que de decir
esto, el camarero que les había servido la comida entró. Llevaba
en la mano algo que se parecía a una carta.
—¿Qué es eso? —preguntó Favorite.
El camarero respondió:
—Es un papel que esos señores han dejado abajo para estas
señoritas. Mandaron que no se los entregara hasta pasada una
hora.
Favorite arrancó el papel de manos del camarero. Era una car-
ta, en efecto.
—¡Calla! —dijo— no tiene sobre; pero vean lo que tiene es-
crito encima: “Ésta es la sorpresa”.
Favorite rompió vivamente el sobre, abrió la carta y leyó; pues
era la única que sabía leer.

¡Oh, amadas nuestras! Sepan que tenemos padres: ustedes no en-


tenderán muy bien qué es esto de padres. Así se llaman el padre
y la madre en el Código civil, pueril y honrado. Ahora bien, estos
padres lloran; estos ancianos nos reclaman; desean nuestra vuelta.
Somos virtuosos y los obedecemos. A la hora en que lean esto,
cinco caballos nos arrastran hacia nuestros papás y nuestras ma-
más. Partimos; hemos partido. Huimos. La diligencia de Tolosa
nos arranca del borde del abismo; el abismo son ustedes, ¡oh nues-
tras bellas amantes! Entramos de nuevo en la sociedad, en el deber
y en el orden a gran trote. Importa a la patria que seamos como
todo el mundo, gobernantes, padres de familia, guardas campestres
y consejeros de Estado. Alábennos: nos sacrificamos. Lloren rápi-
damente y consíganse otros pronto. Si esta carta les produce pena,
rómpanla. Adiós. Durante dos años las hemos hecho dichosas; no
nos guarden, pues, rencor.
Firmado: Blachevelle, Fameuil, Listolier, Félix Tholomyes.
Post-scriptum: La comida está pagada.
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Las cuatro jóvenes se miraron. Favorite fue la primera que


rompió el silencio, al decir que era una buena broma. Se queda-
ron un rato tratando averiguar quién la había ideado; y cada vez
que daban un supuesto, soltaban una carcajada. Fantine soltó
también la risa como las demás.
Una hora después, cuando estuvo ya en su cuarto, lloró. Era,
ya lo hemos dicho, su primer amor. Se había entregado sin reser-
va a Tholomyes como a un marido. Lo que significa que la pobre
joven iba a ser madre.
IV
CONFIAR ES A VECES ENTREGAR

E
n el primer cuarto de este siglo había en Montfer-
meil, cerca de París, una especie de fonda que ya no existe.
Este lugar, a cargo de unas personas llamadas Thenardier,
que eran marido y mujer, se hallaba situado en un callejón llama-
do del Boulanger. Debajo de un cuadro mal pintado se leía esta
inscripción: Mesón del Sargento de Waterloo.
Nada más frecuente que ver un carro o una carreta a la puerta
de una taberna. En medio de aquel armatoste estaban sentadas
aquella tarde dos tiernas niñas, la una como de dos años y medio,
la otra como de dieciocho meses; la más pequeña en los brazos
de la mayor. Las dos niñas cuidadosamente vestidas brillaban,
por decirlo así; parecían dos rosas entre el hierro viejo. Una de
las niñas era rubia-castaña; la otra, morena; sus inocentes rostros
eran dos admiraciones encantadoras.
En el mismo lugar se hallaba su madre, que mecía a sus hijas
en un trapo amarrado a los fierros del carro. Ella entonaba una
canción entonces célebre: “Preciso es, decía un guerrero...”. Su
canción y la contemplación de sus niñas le impedían ver y oír lo
que pasaba en la calle. Una persona se le había ido aproximando,

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43

ella de improviso oyó una voz que decía muy cerca de su oído:
“Tiene dos hermosas niñas, señora”.
Se hallaba a algunos pasos delante de ella otra mujer, la cual
llevaba también en sus brazos a una niña. Además, llevaba un
bolso que parecía muy pesado. La hija de aquella mujer, de dos
o tres años, era uno de los seres más hermosos que pueden verse.
Dormía en los tiernos brazos de su madre con ese sueño de abso-
luta confianza, propio de su edad.
En cuanto a la madre, era pobre y triste su aspecto. Tenía el
traje de una obrera que tiende a convertirse en aldeana. Era jo-
ven; acaso hermosa, pero con aquella vestimenta no lo parecía.
Sus manos eran ásperas y tenía heridas propias de una costurera.
Era Fantine.
Diez meses habían transcurrido desde la “famosa sorpresa”.
¿Qué había sucedido durante estos diez meses? Fácil es adivinarlo.
Fantine había quedado sola. Cuando el padre de la criatu-
ra partió, se encontró absolutamente aislada, con el hábito de
trabajar poco y disfrutar más. Sus relaciones con Tholomyes la
habían llevado a despreciar el pobre oficio que sabía, por lo que
todas las puertas llegaron a cerrársele.
No sabía a quién dirigirse. Había cometido una falta; pero
conoció que estaba a punto de caer abatida y resbalar hasta el
abismo. Trató de recuperarse. Le vino la idea de volver a su pue-
blo natal, a Montreuil-sur-mer. Acaso allí la conocería alguno y
le daría trabajo, sí; pero le era obligatorio ocultar su falta. Vendió
todo lo que tenía, lo cual le produjo doscientos francos. Después
de pagar sus pequeñas deudas, le quedaron casi ochenta francos.
A los veintidós años, en una hermosa mañana de primavera, dejó
París llevando a su niña en la espalda.
Al pasar frente a la hostería de Thenardier vio a las niñas, pro-
dujeron en ella una especie de deslumbramiento y se detuvo ante
aquella visión de alegría. Al escuchar las palabras de Fantine, la
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madre levantó la cabeza, le dio las gracias y la invitó a sentar en


el escalón de la puerta. Las dos mujeres hablaron.
—Soy la señora Thenardier —dijo la madre de las dos ni-
ñas—. Tenemos esta hostería.
Era la señora Thenardier una mujer colorada, robusta y angu-
losa, el tipo de la mujer de soldado en toda su desgracia. Enton-
ces Fantine refirió su historia un poco modificada. Contó que
era trabajadora; que su marido había muerto y que por escasez
de trabajo, había dejado París. El viaje había sido a pie y se sentía
cansada; la mayor parte del viaje tuvo que cargar a su hija, pues
la pequeña no caminaba mucho. La tía Thenardier desató a sus
hijas, las hizo bajar del columpio y las dejó jugar con la otra niña.
Fantine le dijo a la hostelera que su hija se llamaba Cosette,
tenía cuatro años y que se veía obligada a pedirle que cuidara a
su niña pues, explicó, en el lugar al que se dirigía le era imposible
acomodarse en alguna labor con la niña, pero que tenía la inten-
ción de pagar seis francos al mes por su manutención.
Al decir esto último, una voz de hombre gritó desde el in-
terior de la fonda: “No se puede menos de siete francos, y eso
pagando seis meses adelantados”. Si la suma era correcta, serían
cuarenta y dos francos, a los cuales se añadieron otros quince
para los primeros gastos. “Total de cincuenta y siete francos” dijo
la señora Thenardier. La madre de la criatura accedió a pagarlos.
Fantine pasó la noche en la hostería, dio su dinero y dejó su niña.
Descargó su bolso, lleno de prendas de la pequeña Cosette. Ató
de nuevo el bolso, desprovisto ya del equipo y partió a la ma-
drugada siguiente, calculando volver en breve. Con facilidad se
disponen estas separaciones; pero causan la desesperación.
Cuando la madre de Cosette partió, el hombre dijo a su mu-
jer: “Con esto cubro mi pagaré de cien francos que vence maña-
na. Me faltaban cincuenta. ¿Sabías que de lo contrario hubiese
tenido aquí al escribano con una demanda? No has armado mala
ratonera con tus niñas”.
45

Fue así como Fantine dejó a su retoño a cargo de aquellas


personas sin imaginar el tipo de personas que eran.
Hay que decir que la administración de la hostería iba mal.
Gracias a los cincuenta francos de la viajera, Thenardier pudo
evitar una demanda. Pero al mes siguiente volvieron a tener ne-
cesidad de dinero, y la mujer llevó al Monte de Piedad de París
las pertenencias de Cosette. Cuando gastaron los francos obteni-
dos del empeño, los Thenardier se fueron acostumbrando a ver a
la niña más como un objeto que les daba una renta.
Su madre, ya establecida en Montreuil-sur-mer, mandaba es-
cribir todos los meses para tener noticias de su hija. Los The-
nardier contestaban siempre que Cosette estaba perfectamente
bien. Acabados los primeros seis meses, la madre pagaba los siete
francos para el siguiente; así lo hacía de mes en mes.
Pasado un año, el señor Thenardier consideró que ya no eran
suficientes los siete francos, por lo cual pidió doce. Fantine, per-
suadida de que su hija era feliz, envió los doce francos. Y, de
nuevo, Thenardier exigió más dinero, quince francos al mes; de-
cía que la criatura se iba haciendo grande y que comía más. Eso,
junto a las amenazas de echarla, obligaron a la madre a pagar los
quince francos.
La niña crecía. Durante sus primeros años se llevó todos los
golpes que las otras niñas no recibían. Cuando se desarrolló un
poco más, vino a ser la criada de la casa. Si Fantine hubiese vuel-
to a Montfermeil al cabo de estos tres años, no habría conocido a
su hija. Cosette había perdido su frescura y viveza, se había seca-
do en alma y cuerpo. Lástima daba ver a aquella pobre niña: aún
no tenía seis años y ya barría la calle con una enorme escoba, su
manitas estaban todas amoratadas y siempre corría una lágrima
en sus grandes ojos.
En el lugar la llamaban la Alondra. Se ganó ese nombre en el
pueblo, por ser una pequeña criatura que madrugaba, temblaba
y se asustaba. Sólo que la pobre alondra no cantaba nunca.
V
EL DESCENSO

¿D
ónde estaba mientras tanto aquella madre que
parecía haber abandonado a su hija? Después de
dejar su pequeña Cosette a los Thenardier, Fantine
prosiguió su camino y llegó a Montreuil-sur-mer, su pueblo na-
tal, el cual había abandonado hacía diez años. Cuando ella se fue
era un lugar miserable, no obstante, a fines de 1815, un hombre
desconocido se estableció en el pueblo. El forastero había llegado
al pueblo con muy poco dinero; algunos centenares de francos a
lo mucho. Tenía el traje, aspecto y lenguaje del obrero.
Se cuenta que entró a la ciudad una tarde de diciembre, lle-
vando un morral y un palo de espino en la mano. Justo acaba-
ba de estallar un violento incendio en la casa municipal. Aquel
hombre se arrojó al fuego y salvó a dos niños, que resultaron ser
los hijos del capitán de la policía. Por tal hazaña, jamás se le pidió
el pasaporte. Desde entonces, se hizo llamar el tío Magdalena.
El hombre puso una pequeña fábrica de abalorios que poco
a poco comenzó a crecer y trajo prosperidad a la población. En
muy poco tiempo, Montreuil-sur-mer, se convirtió en un centro
de negocios. A diferencia de otros empresarios. El tío Magdalena

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47

tenía un corazón de oro. A su fábrica solía presentarse todo el


que tenía hambre, seguro de encontrar trabajo y pan. Además,
el sujeto parecía que pensaba mucho en los demás y poco en sí
mismo. Se sabía que había gastado más de un millón de francos
para el pueblo y para los pobres.
Los ciudadanos estaban tan agradecidos que quisieron nom-
brarlo alcalde, pero el se negó. No fue sino hasta la segunda vez
que se lo solicitaron, que accedió a ocupar el puesto.
Al principiar el año de 1821 los periódicos anunciaron la muerte
del señor Myriel, obispo de Digne, apodado monseñor Bienveni-
do, a la edad de ochenta y dos años. El señor Magdalena se pre-
sentó a la mañana siguiente al trabajo vestido de negro. El pueblo
vio su luto y se especuló que tenía algún parentesco con el vene-
rable obispo. Él no dijo nada. Esto llamó la atención de la gente.
Pero no sólo esto. Había algo más que intrigaba a los po-
bladores y era que cada vez que pasaba por el pueblo un joven
saboyano recorriendo el país en busca de chimeneas que limpiar,
el señor alcalde lo mandaba llamar, le preguntaba su nombre y le
daba dinero. Los saboyanitos se lo contaban unos a otros, y por
allí pasaban muchos.
En efecto, el tío Magdalena parecía tener muchos secretos,
pero todos respetaban su privacidad. El único que no estaba
tranquilo era un sujeto silencioso y amenazante llamado Javert.
Era de la policía. Había nacido en una prisión, su madre fue una
adivinadora y su padre un convicto. Cuando creció, pensó que se
hallaba fuera de la sociedad y se desesperó por no poder entrar en
ella nunca. Ingresó en la policía y prosperó. A los cuarenta años
era inspector.
Javert observaba al alcalde como un perro de caza. Estaba se-
guro de que había algo oscuro en el pasado y él estaba dispuesto
a averiguar qué era.
Una mañana, el señor Magdalena paseaba por una callejuela
cuando vio que un viejo, llamado Fauchelevent, acababa de caer
48

debajo de su carreta, cuyo caballo se había rendido. Cuando el


venerable alcalde llegó, todos se apartaron con respeto.
—¡Oigan! —exclamó Magdalena a los que estaban ahí—, to-
davía queda debajo del carro bastante espacio para que un hom-
bre pase y lo levante con la espalda. Medio minuto no más para
sacar a ese pobre hombre. ¿Hay alguno que tenga puños y cora-
zón? Hay cinco luises de oro para ganar.
Pero nadie se movió. Ante el mutismo de todos, Magdalena
ofreció quince, y luego veinte luises. Pero hubo el mismo silencio
—No es buena voluntad lo que les falta —dijo una voz.
El señor Magdalena se volvió y reconoció al inspector Javert.
No lo había visto al llegar. Javert continuó:
—El carro es muy pesado. Sería preciso ser un hombre extre-
madamente fuerte para levantarlo.
—¡Ah, me está aplastando! —gritó el viejo.
Entonces Magdalena levantó la cabeza, encontró los ojos de
halcón de Javert siempre fijos sobre él, vio a los aldeanos y se
sonrió tristemente. En seguida, sin decir una palabra se puso de
rodillas y se metió debajo del carro y haciendo un gran esfuerzo
logró levantar la carreta lo suficiente para que Fauchelevent fuera
rescatado.
Javert observó en silencio. Se preguntaba quién era realmente
este individuo. ¿De dónde había salido? Estaba decidido a des-
cubrirlo.

Cuando Fantine volvió a su ciudad natal nadie se acordaba de


ella, pero afortunadamente la puerta de la fábrica del señor Mag-
dalena era como un rostro amigable. Se presentó y fue admitida.
El oficio era enteramente nuevo para ella y, por lo mismo, sacaba
poca cosa como producto de su jornal; pero su problema estaba
resuelto: se ganaba la vida. Durante varios meses trabajó en aquel
lugar. Se compró un espejo, se alegró al ver en él su juventud,
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pensó mucho en Cosette y en el porvenir posible. Fue casi feliz.


Alquiló un cuartito y lo amuebló de fiado sobre su trabajo futuro.
Sin embargo, su buena suerte no duró mucho. Como no sa-
bía escribir, le dictaba a un escribano las cartas que enviaba a los
Thenardier preguntando por su hija. El escribano no era hombre
discreto y pronto difundió el chisme: Fantine había tenido un
amante en París, era madre soltera y había abandonado a su hija.
Lo anterior provocó que fuera despedida de la fábrica. No
fue culpa de Magdalena, quien no sabía nada. La culpable fue
la responsable de las obreras, una vieja solterona que en muchos
sentidos era honrada y buena trabajadora; pero no poseía la vir-
tud de perdonar. Era una mujer rencorosa. Al descubrir el secreto
de Fantine no dudó en echarla a la calle.
Desesperada, la joven se ofreció como criada en la localidad,
y fue de casa en casa. Se puso a coser camisas para los soldados,
con lo que ganaba doce sueldos al día; su hija le costaba diez.
Entonces fue cuando comenzó a deberle dinero a los Thenardier
Fantine ganaba poquísimo; sus deudas habían aumentado,
sus acreedores la acosaban. Tomó un amante, el primero que se
presentó; lo hizo casi por desquite. Era un miserable, un ocioso
indigente, que la maltrataba y que la dejó al poco tiempo. Fanti-
ne adoraba a su hija. A medida que su entorno se hacía sombrío,
más brillaba en el fondo de su alma aquel dulce angelito. Solía
decir: “Cuando yo sea rica tendré a mi Cosette conmigo”, y se
sonreía. La tos no la abandonaba, y sentía sudores en la espalda.
Cierto día recibió una carta de los Thenardier, en la que de-
cían que Cosette estaba enferma de una fiebre con sarpullido.
Necesitaba medicamentos caros y si no mandaba cuarenta fran-
cos antes de ocho días, la niña moriría. Fantine no lo dudó: por
la tarde salió de su miserable vivienda con paso decidido y rum-
bo desconocido.
A la mañana siguiente, Margarita, su única amiga, fue al cuar-
to de Fantine. Al verla, quedó pasmada:
50

—¡Jesús, qué ha ocurrido! ¡Qué te sucedió, Fantine!


—Nada —respondió—. Mi niña no morirá de esa espantosa
enfermedad por falta de socorros. Estoy contenta.
Entonces la joven le mostró a su amiga dos napoleones de
oro que relucían sobre la mesa. ¿De dónde había salido ese di-
nero? Fantine había vendido su cabello y hecho arrancar dos de
sus dientes. Así pudo enviar los cuarenta francos a Montfermeil.
Por lo demás, aquello había sido una artimaña de los Thenardier
para sacarle dinero. Cosette no estaba enferma.
Después de eso, Fantine perdió el pudor; después la coque-
tería y, finalmente, el aseo. Salía con la ropa sucia y sin remen-
dar. Tosía mucho y no dejaba de ser acosada por sus acreedores.
Odiaba profundamente al tío Magdalena porque suponía que
había sido él quien la despidió.
En cierta ocasión, durante el invierno, un ocioso como los
que hay en cualquier pueblo, vio a Fantine en la calle. Aquel
señor se llamaba Bamatabois. El tipo acechó a la joven cual lobo
y le metió un puñado de nieve en la espalda desnuda, entre sus
hombros. La joven gruñó, se volvió y saltó sobre él como una
pantera. Lo envolvió con arañones, golpes e insultos. El ruido
que produjo atrajo a transeúntes y a oficiales también. La pareja
era un torbellino; la mujer escupía, pateaba y gruñía de cólera;
el hombre se defendía como podía. De pronto, un hombre de
alta estatura salió de entre la multitud, agarró a la mujer por el
vestido de raso verde. Era Javert.
—¡Alto! ¡Quedas detenida por alterar el orden público!
Al llegar a la oficina de policía, Javert abrió la puerta y entró
con Fantine. La miserable fue a sentarse en un rincón, inmóvil y
muda, acurrucada como perro que tiene miedo
El sargento de la guardia puso una luz encendida sobre una
mesa. Javert se sentó, sacó del bolsillo una hoja de papel sellado
y se puso a escribir. Cuanto más examinaba el hecho de aquella
joven, se sentía tanto más indignado. Era evidente que acababa
51

de ver cometer un crimen: una prostituta había atentado contra


un ciudadano. Él, Javert, lo había visto.
—Según la ley, estarás en la cárcel durante seises meses —dijo.
—¡No, por favor! ¿Qué será de mi Cosette? Los Thenardier
no entienden de razones. Necesitan dinero. No me meta en la
cárcel.
—Seis meses —repitió Javert, implacable.
Ante esas palabras, ella quedó abatida completamente, mien-
tras murmuraba: “¡Perdón!”
Los soldados la agarraron del brazo.
En ese momento, entró en la comisaría un hombre corpulen-
to. Era el señor Magdalena. El inspector saludó al alcalde con
cierta torpeza.
Cuando Fantine supo que ahí estaba el señor Magdalena, ale-
jó como pudo a los soldados y se dirigió a él antes que pudieran
detenerla. Le escupió en el rostro y lo acusó como el responsable
de que perdiera su trabajo y, por ende, el autor de su condición.
El señor Magdalena se limpió la cara, y ordenó que se liberara a
esa mujer.
Javert creyó que el alcalde se había vuelto loco.
—Señor, eso no puede ser. Esta desgraciada ha insultado a un
ciudadano.
—Le informaron mal, inspector —contestó el señor Magda-
lena con voz conciliadora y tranquila—. Me informé de los tes-
tigos y lo he sabido todo: el ciudadano es el que la agredió. ¿Por
qué no lo arrestó a él?
Javert apretó los dientes. Se sentía humillado y salió de la ha-
bitación hecho una furia.
Magdalena se dirigió entonces a Fantine. Le dijo que él no
estaba enterado de que la hubieran despedido de su fábrica.
—¿Por qué no te dirigiste a mí? Pero yo pagaré ahora tus deu-
das y haré que venga tu hija, o que vayas a buscarla. Vivirás aquí
52

o en París, donde quieras. Yo me encargaré de tu hija y de ti.


Volverás a ser honrada siendo feliz.
Esto era mucho más de lo que Fantine podía resistir. ¡Vivir
con Cosette! ¡Dejar aquella vida infame! ¡Vivir libre, sin deudas,
dichosa, honrada, con Cosette! Se doblaron sus piernas y cayó
de rodillas delante de Magdalena. Débilmente besó su mano.
Después, se desmayó.
VI
JAVERT

E
l señor Magdalena ordenó que llevaran a Fantine a
la enfermería que tenía en su propia casa. Una gran fiebre
azotó a la mujer, estuvo delirando y balbuceando hasta
que, por fin, se durmió. Magdalena había pasado la noche y la
mañana informándose, y ya lo sabía todo; conocía en todos sus
dolorosos pormenores la historia de la joven.
Mientras esto ocurría Javert había escrito aquella noche una
carta, y la había puesto por sí mismo en el correo de Montreu-
il-sur-mer. Era para París, y el sobre decía: “Al señor Chabouillet,
secretario del señor prefecto de policía”. Aún guardaba resenti-
miento por el enfrentamiento ocurrido con Magdalena a causa
de aquella mujer.
Magdalena tampoco perdió tiempo. Se apresuró a escribir a
los Thenardier. Fantine les debía ciento veinte francos. Él les en-
vió trescientos, diciéndoles que se cobran de esta cantidad y que
enviaran inmediatamente a la niña a Montreuil-sur-mer, donde
estaba su madre. Pero al ver la suma de francos, el señor The-
nardier se llenó de codicia. Y convino con su mujer en retener a
la niña. El dueño del mesón contestó, enviando una cuenta de

53
54

más de quinientos francos muy bien hecha, en la que figuraban


por más de trescientos francos dos recetas, de un boticario y un
médico. Cosette, según hemos dicho ya, no había enfermado,
por lo que las recetas eran falsificadas.
El señor Magdalena le mandó inmediatamente otros trescien-
tos francos y escribió: “Envíen en seguida a Cosette”. Sin embar-
go, Thenardier se empeñó en no dejar ir a la niña. Quería sacar
la mayor cantidad de dinero posible.
La salud de Fantine no se restablecía; por el contrario, su esta-
do pareció agravarse cada semana. El médico la auscultó y movió
tristemente la cabeza
—Si tiene un hijo a quien desea ver, haga que lo traigan pron-
to. Esta mujer podría morir pronto.
El señor Magdalena se estremeció ante las palabras del médi-
co. Thenardier, sin embargo, no enviaba a la niña; y daba para
ello mil razones.
Magdalena consideró la posibilidad de traer a la niña a la fuer-
za, pero entonces ocurrió algo inesperado que trastornó com-
pletamente sus planes. Esa mañana se hallaba en su despacho
ocupado en algunos asuntos de la alcaldía, cuando entraron a de-
cirle que el inspector de policía Javert deseaba hablarle. Al oír pro-
nunciar su nombre no pudo evitar cierta impresión desagradable.
—Que entre —ordenó.
Javert entró y saludó respetuosamente. Luego dijo:
—Señor alcalde, vengo a pedirle disculpas.
—¿Por qué?
—Hace unos días, a consecuencia de la cuestión que tuvimos
por aquella joven, me encolericé y lo denuncié a la prefectura de
policía de París.
—¿Me denunció? ¿Por qué? ¿Por haber ejercido mis atribu-
ciones?
—No, como antiguo presidiario —respondió Javert.
55

El alcalde se puso lívido. Javert, que no había levantado los


ojos, continuó:
—Hice algunas investigaciones y, por un momento, pensé
que usted era un tal Jean Valjean, un presidiario a quien yo había
visto hace veinte años cuando ayudaba en la guardia en Talón.
—¿Y qué le respondieron en la prefectura?
—Que estaba loco. Y tienen razón, porque acaban de encon-
trar al verdadero Jean Valjean.
Y Javert continuó mientras Magdalena escuchaba con gran
seriedad:
—El hecho es que hubo un robo. Un ladrón, de nombre
Champmathieu, fue detenido cuando robaba unas manzanas.
Poca cosa, pero lo llevaron a la cárcel, donde había un antiguo
presidiario, llamado Brevet, que apenas hubo entrado Champ-
mathieu, exclamó: “¡Caramba! yo conozco a este hombre: éra-
mos compañeros, es Jean Valjean. ¡Jean Valjean!”. Y la verdad es
la verdad. Lo siento; pero aquél es sin duda Jean Valjean. Le he
reconocido yo mismo.
Magdalena le preguntó en voz baja:
—¿Estás seguro?
—Lo estoy —respondió el inspector —. Efectivamente es Jan
Valjean y ha reincidido. Está ahora en el tribunal de Arras, y ten-
go que ir de testigo; ya he sido citado.
—¿Irá a Arras para ese asunto dentro de ocho o diez días?
—Mucho más pronto, señor. Creo haberle dicho que mañana
se veía la causa y que yo salía en la diligencia esta noche.
Tras decir esto, el inspector saludó profundamente, y salió de
la habitación. El señor Magdalena quedó pensativo, escuchando
sus pasos firmes y seguros que se alejaban por el corredor.
El lector habrá adivinado sin duda que el señor Magdalena
era Jean Valjean. Establecido en aquella ciudad, vivía tranquilo
en su nueva vida. Su existencia se apoyaba ahora en dos ideas:
ocultar su nombre y santificar su vida; huir de los hombres y
56

volver a acercarse a Dios. Estas dos ideas lo habían sostenido,


pero cuando escuchó a Javert pronunciar el nombre que había
sepultado bajo tan espesos velos, su seguridad comenzó a tam-
balearse. Lo que comenzaba a atormentarlo no era la posibilidad
de ser descubierto, sino el que se culpara a otro por sus pecados.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Ir a Arras para denunciarse a sí mismo?
¿Sacar a Champmathieu de la cárcel y reemplazarlo?
Por otro lado, estaba el asunto de Fantine. No podía quedarse
con los brazos cruzados mientras aquella mujer se moría.
Le parecía que acababa de despertar de un sueño. Iba res-
balando por una pendiente en medio de la noche, tratando de
retroceder en vano ante la orilla de un abismo. Y veía que al-
guien caería, el destino empujaría a algún hombre hacía el foso:
a él o a otro. Podía quedarse callado y dejar que condenaran a
Champmathieu. Pero, ¿podría continuar con su vida sabiendo
que estaba fundada en la desgracia a de otro? ¿No había acaso
decidido ser bueno y justo? ¿No era esto lo que él habla querido
y el obispo le había mandado
—Pues bien —dijo—, ¡tomemos esta resolución! Cumpla-
mos con nuestro deber. Salvemos a ese hombre. Pronunció estas
palabras, sin notar que hablaba alto. Arregló unos libros, escribió
unas cartas, rompió unos papeles; actuó como si todo fluyera
con naturalidad. Pero continuaba viendo claramente su deber es-
crito en luminosas letras que resplandecían ante sus ojos: “¡Anda!
¡Da tu nombre! ¡Denúnciate!”.
VII.
EL JUICIO DE CHAMPMATHIEU

M
agdalena salió de su oficina y fue al extremo
de la población, a casa de un flamenco, el maestro
Scauflaire, que alquilaba caballos y carruajes. Cuan-
do llegó ahí, le pidió un buen caballo: uno que pudiera correr
veinte leguas en un día; y de ser posible, que pudiera jalar un
carro pequeño. El flamenco le dijo que tenía un caballito blanco,
que en sus palabras “era un rayo”. Ése correría las veinte leguas
al trote largo y en menos de ocho horas. Dicho esto, el señor
Magdalena puso un billete de banco sobre la mesa, quinientos
francos, como garantía por el caballo y un carro.
Una hora después, salía a toda velocidad de Montreu-
il-sur-mer. Le esperaban muchas horas de camino. Si todo salía
bien, llegaría poco antes del juicio.
Sin embargo, no todo salió bien. En el camino casi choca
con el carro del correo, un desperfecto lo detuvo en Hesdin y en
Tinques tuvo que cambiar de caballo, pues el suyo estaba desfa-
lleciente. Eran cerca de las ocho de la noche cuando la carroza
entró por el portón de la casa de postas de Arras. La posadera en-
tró y le preguntó al viajero si deseaba comer o dormir, pero éste

57
58

hizo un signo de negativa. En el momento le dijo aquella mujer


que, según el mozo, el caballo estaba tan fatigado que no podría
hacer ningún viaje sino hasta dentro de dos días.
Preguntó si podría ir aquella noche a Montreuil-sur-mer en
el correo, en el asiento desocupado del coche. Le dijeron que
podía, pero que debía estar ahí a la una en punto. Después salió
de la posada y empezó a andar por la población.
No había estado nunca en Arras; las calles estaban oscuras.
Con mucho cuidado, como para que nadie lo viera u oyera, se
acercó a un anciano y le preguntó por la Audiencia. El transeún-
te se dio cuenta que aquel hombre no era de ahí, por lo que le
pidió que lo siguiera.
Cuando llegaron a la plaza, el hombre le enseñó cuatro gran-
des ventanas iluminadas en la fachada de un vasto y tenebroso
edificio. Aquellas ventanas eran de la sala del tribunal, pese a ser
las seis de la tarde parecía que aún tenían sesión. El anciano le
indicó la puerta por la que había de entrar, justo al lado de un
guardia. La oscuridad era tal, que el viajero no temió dirigirse
al primer abogado que encontró. Se acercó a algunos grupos y
escuchó lo que decían. Había dos casos aquella tarde: uno era
de un infanticidio y el otro de un presidiario reincidente, un
tan Valjean. Aquel hombre había robado unas manzanas, pero
esto no estaba bien probado; lo que estaba bien probado era que
había sido presidiario en Talón. Esto era lo que daba mal giro al
asunto.
Se acercó a la sala de juicio, pero las puertas estaban cerradas.
Pidió permiso al guardia de la entrada, pero le negó el acceso.
Todos los lugares se habían ocupado, por lo que esa puerta no se
abriría. El guardia le dijo que sólo restaban tres lugares, atrás del
presidente, pero eran exclusivamente para funcionarios públicos.
De repente se desabrochó la levita, sacó su cartera, cogió un lá-
piz, arrancó una hoja y escribió rápidamente: “El señor Magda-
59

lena, alcalde de Montreuil-sur-mer”. Le dio el papel al guardia y


le dijo con voz de mando: “Entregue esto al señor presidente”.
El alcalde de Montreuil-sur-mer había adquirido, sin él sa-
berlo, cierta celebridad. Hacía siete años que su reputación de
virtud se había extendido a las dos o tres provincias próximas.
Al poco rato regresó el portero que vigilaba la puerta. Lo saludó
con respeto y le dio el papel. En éste se leía: “El presidente del
tribunal presenta sus respetos al señor Magdalena”. El alcalde
restregó el papel entre sus manos, como si aquellas palabras tu-
viesen para él un sabor extraño y amargo. Caminó hacia la sala.
Había llegado el momento supremo. Trataba de recogerse en sí
mismo y no podía conseguirlo. Miró a la pared, luego se miró a
sí mismo, asombrándose de estar en aquel sitio y de ser él mis-
mo. Pensaba en Fantine y en Cosette. Sin dejar su meditación, se
volvió y vio el botón de cobre que daba acceso a la sala. Dudó;
por unos momentos quiso abandonar aquel lugar. Pero en un
extraño arrebato, tomó la perilla de la puerta y dio el paso. Entró
en la sala de la audiencia.
Cerró maquinalmente la puerta detrás de sí y examinó lo que
veía. La atención de todos los presentes estaba fija en un pe-
queño banco de madera, a un costado del presidente. En aquel
asiento, alumbrado por varias velas, había un hombre entre dos
policías. Aquél era el acusado. “¡Dios mío! ¿me convertiré yo en
eso?”, se dijo horrorizado Magdalena. Ese hombre parecía tener
por lo menos sesenta años; había en su aspecto un no sé qué de
rudeza, de estupidez y de espanto. En el momento en que entró,
el defensor acababa su peroración.
El abogado había argumentado que el robo de las manzanas
no estaba suficientemente probado. El acusado había encontrado
en el suelo la rama con manzanas y la recogió. Eso no era ningún
delito. Pero había algo que resultaba innegable: había sido presi-
diario. El abogado no negaba que esto parecía desgraciadamente
bien probado: el acusado había residido en Faverolles y había sido
podador; el nombre de Champmathieu podía muy bien tener
60

por origen Jean Mathieu. Además, cuatro testigos identificaban


a Champmathieu con el presidiario Jean Valjean: tres prisioneros
y el inspector Javert. El abogado concluía suplicando al jurado y
al tribunal que si creían probada la identidad de Jean Valjean, le
aplicaran la corrección de policía que se aplica a los transgresores
de un bando y no el castigo terrible de un reincidente.
El fiscal contestó al defensor. Estuvo violento y florido, como
están habitualmente los fiscales. En muchas sentencias llenas de
elocuencia y astucia, pidió que se hiciera justicia con aquel hom-
bre que sin duda era Jean Valjean, el presidiario al que declaraba
culpable de profunda perversidad. Y terminó reservándose para
el asunto de Gervasillo un severo castigo: la cadena perpetua.

Llegó el momento de cerrar el debate. El presidente mandó


levantar al acusado y le hizo la pregunta de costumbre: “¡Tiene
algo que alegar en su defensa?”. El hombre se puso en pie expri-
miendo su gorro y retorciéndolo, como si no hubiese entendido
la pregunta. El presidente la repitió.
El acusado hizo un movimiento como si despertase de un sue-
ño. Paseó la vista alrededor, miró al público, a los gendarmes, a
su abogado, a los jurados, al tribunal. Luego se puso en pie y
comenzó a hablar: palabras torpes, atropelladas y entrecortadas
por sus divagaciones y manoteos. Cuando acabó, el auditorio se
echó a reír. Triste era aquel espectáculo.
El presidente, que era un hombre atento y benévolo, habló a
su vez. Volvió a repetir las cuestiones de aquel juicio: si él había
robado las manzanas y si él era Jean Valjean.
Se levantó el acusado y, ya repuesto de su nerviosismo, se di-
rigió al fiscal. Lo acusó a él de ser el hombre malo, pues ya tenía
tres meses preso por el mismo asunto. Insistían en preguntarle las
mismas cosas y en relacionarlo con ese tan Jean Valjean, al cual
en su vida había conocido. Luego atendió a la cuestión de las
61

manzanas con sencillez, pues él las había recogido del suelo sin
saber que eso estaba mal.
El fiscal entonces volvió a apelar al presidente, pidiendo que
volvieran a llamar a los testigos para que confirmaran lo que el
mismo inspector Javert: que ése era Jean Valjean. Pues no sólo
había sido culpable de un robo calificado, sino del hurto a Ger-
vasillo y un intento de robo al obispo Myriel.
Desfilaron de nuevo los condenados Brevet, Cochepaille y
Chenildieu, para dar testimonio de quién era el acusado. Cada
uno fue interrogado por el fiscal; cada uno respondió dirigiéndo-
se al acusado con palabras como “compañero”, “viejo camarada”
y tuteándole con viejos apodos. Cada afirmación de estos tres
hombres, evidentemente sinceros y de buena fe, había suscitado
en el auditorio un murmullo de mal agüero para el acusado.
En este momento hubo un movimiento al lado del presiden-
te, y se oyó una voz que gritó: “¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille!
¡Miren aquí!”.
Todos los que oyeron esta voz quedaron helados; tan lastime-
ro, tan terrible era su acento. Todas las miradas se volvieron hacia
el sitio de donde había salido. “¡El señor Magdalena!”, dijeron
varios de los presentes al reconocerlo.
El hombre a quien todos llamaban aún el señor Magdalena, se
había adelantado hacia los testigos Cochepaille, Brevet y Chenil-
dieu y les dijo: “¿No me conocen?”. Los tres quedaron suspensos
e indicaron con un movimiento de cabeza que no le conocían.
El señor Magdalena se volvió hacia los jurados, y dijo con voz
tranquila:
—Señores jurados, manden a poner en libertad al acusado.
Señor presidente, mande que me detengan. El hombre a quien
buscan no es ése, soy yo. ¡Yo soy Jean Valjean!
Ni una boca respiraba. A la primera conmoción de asombro
había sucedido un silencio sepulcral. Todos creyeron que el alcal-
de se sentía mal o había enloquecido.
62

A continuación, ponemos las palabras que pronunció hace


cuarenta años:
“Señor fiscal, no estoy loco. Están a punto de cometer un
grave error: dejen a ese hombre; cumplo con mi deber al denun-
ciarme, porque yo soy ese desgraciado criminal. Soy el único que
veo claro aquí y les digo la verdad. Dios juzga desde allá arriba
lo que hago en este momento, eso me basta. Yo, mirando por mi
propio interés, me he ocultado largo tiempo con otro nombre.
He llegado a ser rico; me han hecho alcalde; he querido vivir en-
tre los hombres honrados, mas parece que esto es ya imposible.
Hay muchas cosas que no puedo decir ahora; no puedo contarles
mi vida: algún día se sabrá. He robado al señor obispo, es verdad;
he robado a Gervasillo, también es verdad”. Volviéndose después
hacia los tres testigos, les dijo:
—Yo te conozco, Brevet. ¿Te acuerdas de aquellos tirantes de
cuadros que tenías en el presidio? Y tú, Chenildieu —dijo des-
pués—, te llamabas a ti mismo “Niego a Dios”, tienes el hombro
derecho quemado, porque te echaste un día sobre un brasero
encendido para borrar las tres letras T. F. P. que aún se notan bas-
tante. Responde: ¿no es verdad? Y tú —dijo a Cochepaille— tú
tienes cerca de la coyuntura del brazo izquierdo una fecha escrita
en letras azules con pólvora quemada. Esta fecha es la del des-
embarco del emperador en Cannes: marzo de 1815. Levántate
la manga.
Cada uno de los condenados afirmó, con terror, que las pala-
bras de aquel hombre eran ciertas.
—Ya ven —dijo— que soy Jean Valjean.
No había ya en aquel recinto jueces, ni acusadores, ni gendar-
mes: no había más que ojos fijos y corazones conmovidos. Era
evidente que tenían delante a Jean Valjean. Su aparición había
bastado para aclarar aquel negocio que parecía tan oscuro algu-
nos momentos antes.
63

—No quiero perturbar por más tiempo la audiencia —dijo


Jean Valjean—. Me voy, ya que no me detienen Tengo algo
importante que hacer. El señor fiscal sabe quién soy y a dónde
voy, y me mandará prender cuando quiera.
Se dirigió a la puerta. Todos se apartaron, nadie le dijo nada
ni lo tocó. Jean Valjean tenía en aquel momento esa superioridad
que obliga a la multitud a retroceder delante de un hombre. Pasó
por en medio de la gente con lentitud. Salió, la puerta se cerró
como se había abierto.
Una hora después, el veredicto del jurado declaraba inocente
a Champmathieu, que fue puesto en libertad inmediatamente.
VIII
REACCIÓN

E
l día apenas comenzaba. Fantine había pasado una
noche de fiebre y de insomnio, mecida por la esperanza
de ver a su hija. Entonces entró el señor Magdalena y
preguntó por la pobre mujer. Sor Simplicia, la monja que cuida-
ba a la enferma, le refirió que había pasado algunas crisis, pero
que de momento estaba bien; parecía que aquella mujer se recu-
peraba constantemente por las fuerzas que le daba el saber que
habían mandado a buscar a su Cossette.
El alcalde quedó un momento pensativo. No sabía cómo
acercarse a la enferma, sin tener que desengañarla. No había ido
por su hija y, si quisiera mandar por ella, tardaría dos o tres días
en llegar. No quería mentirle, pero tampoco deseaba dejar a la
pobre mujer sin noticias.
Decidió entrar, con la confianza de que Dios le inspiraría algo; de
todas formas, su tiempo como hombre libre era incierto. Ingresó en el
cuarto de Fantine, se acercó a la cama y descorrió las cortinas. Dormía.
El señor Magdalena quedó por algún tiempo inmóvil cerca
de la cama. Entonces Fantine abrió los ojos, lo vio y preguntó
tranquilamente con una sonrisa: “¿Y Cosette?”.

64
65

Magdalena no supo qué responder, pero el médico, que esta-


ba advertido, vino en su auxilio.
El doctor le habló con calma para que no se alterara. Le dijo
que su hija ya estaba ahí, pero que aún no podría verla; había
tenido mucha fiebre y el sobresalto podría hacerle daño. Final-
mente, concluyó que primero era necesario que se recuperara.
Ella le interrumpió bruscamente: “¡Ya estoy bien! ¡Les digo
que estoy bien! ¡Este médico no entiende! iAh! ¡Quiero ver a mi
hija!” El médico, con seriedad, le dijo que no bastaba ver a la
niña, sino vivir para ella; una vez repuesta, él mismo se la traería.
—Ya ve —agregó—, cómo se agita. Mientras siga así, me
opondré a que vea a su hija. No basta que la vea; es preciso que
viva para ella. Cuando esté mejor, se la traeré yo mismo—.
La pobre madre bajó la cabeza.
Movido su corazón por aquella escena. El señor Magdalena le
dijo: “Cosette es hermosa, está sana, la verás pronto; pero tran-
quilízate. Hablas con mucha viveza y te destapas, lo cual te hace
toser”.
El señor Magdalena la tenía de la mano, mirándola en si-
lencio con ansiedad; se conocía que había ido allí para decirle
algo que hacía dudar a su espíritu. En medio de aquella quietud
exclamó Fantine:
—¡La oigo, Dios mío, la oigo! Y se echó a reír.
El señor Magdalena había soltado la mano de Fantine. Escu-
chaba sus palabras como quien escucha el viento, con los ojos
bajos y el espíritu sumergido en profundas reflexiones. Pero de
pronto levantó la cabeza porque Fantine había cesado de hablar,
estaba horrorizada. Una terrible presencia había ingresado al lu-
gar. Se volvió y vio a Javert.
Apenas Magdalena había abandonado la sala de la audiencia,
al defensor le costó poco trabajo refutar el antiguo discurso del
fiscal. Las revelaciones del señor Magdalena, es decir, del verda-
dero Jean Valjean, habían cambiado la situación completamente,
66

y el jurado no tenía delante más que a un inocente. Pero como


era necesario un Jean Valjean al fiscal, y no teniendo ya a Cham-
pmathieu, se atuvo a Magdalena.
En seguida que fue puesto en libertad Champmathieu, el
fiscal se encerró con el presidente. Ambos conversaron sobre
la necesidad de apoderarse del alcalde, Se expidió la orden de
aprensión y el fiscal la envió a Montreuil-sur-mer, encargando
de ello al inspector Javert.
Como ya se ha dicho, Javert era un carácter absoluto; no per-
mitía ninguna mancha en su obligación, ni en su uniforme. Era
rígido con los criminales, al igual que con los botones de su ropa.
Cuando llegó al cuarto de Fantine, alzó el picaporte, empujó la
puerta con el cuidado de un espía y entró. Se sentía en la gloria
en aquel momento. Creía en su importancia sin saber por qué,
por una especie de intuición confusa. Su triunfo, personificaba
la justicia, la luz y la verdad en el desempeño de su misión celeste
de destruir el mal.
Fantine no había visto a Javert desde el día en que el señor
alcalde la había librado de sus manos. Lo primero que pensó, al
no saber nada de aquel asunto, fue que iba a buscarla. Se sintió
perdida y cubriéndose el rostro con las manos, exclamó angustia-
da: “¡Señor Magdalena, sálveme!”.
Jean Valjean —desde ahora le llamaremos así— la tranquilizó
y le aseguró que no venían por ella. Y después, dirigiéndose a
Javert, le dijo: “Ya sé lo que quieres”. Javert respondió, como con
un rugido: “¡Vamos, pronto!”.
El tono en que pronunció estas palabras fue frenético y feroz.
Y de nuevo repitió su orden. Dio unos pasos y dijo: “¡Vamos!
¿Vendrás?”. Fantine, sin ver a nadie más que al alcalde y a la
monja, pensó definitivamente que Javert le hablaba a ella, que se
la llevaría y la encerraría. Entonces Jean Valjean habló a Javert,
pidió la oportunidad de buscar a la hija de la enferma en cama;
sólo requería tres días.
67

El inspector, sin creerle una palabra, lo tomó del cuello y repi-


tió su orden. Lo comenzó a arrastrar. Fantine estaba aterrorizada,
no sabía lo que pasaba. Entonces Javert vio fijamente a la desgra-
ciada y tomó con fuerza el cuello de Jean Valjean mientras decía:
“Éste no es ningún alcalde, es un miserable ladrón. No hay tal
Magdalena, sólo hay Jean Valjean”.
De pronto, la cabeza de Fantine chocó en la cabecera de la
cama, y cayó sobre el pecho con a boca abierta, lo mismo que los
ojos. Estaba muerta.
Jean Valjean puso su mano sobre la de Javert que le tenía asi-
do, la abrió como si fuera la de un niño, y le dijo: “Has asesinado
a esta mujer”. Entonces se volvió a una vieja cama de hierro que
había al fondo, tomó la cabecera y la hizo trizas con sus manos.
Empuñó una barra de hierro de ahí y miró a Javert, que temblaba.
Jean Valjean se dirigió a la cama de Fantine. Se arrodilló ante
el cuerpo de la miserable, cerró sus ojos y besó su mano. Hecho
esto, dijo a Javert: “Estoy listo, quedo a tu disposición”.
Javert llevó a Jean Valjean a la cárcel del pueblo. La aprehen-
sión del señor Magdalena produjo en Montreuil-sur-mer una
gran conmoción. Cuando se supo que era un presidiario, todo
el mundo lo abandonó. En menos de dos horas se olvidó todo el
bien que habla hecho. No se supo nada más de él, ni de lo que
hizo en Arras. Sólo un puñado de personas permaneció fiel a
él. Una de ellas fue la vieja portera que le había servido. Cierta
noche, oyó ella un estruendo en la antigua residencia del señor
Magdalena.
—¡Dios mío! señor alcalde —dijo por fin—, yo lo creía...
—En la cárcel —dijo Valjean, acabando la frase—. En efecto,
en ella estaba, pero he roto un hierro de la ventana y me tiré des-
de un tejado. Avise a sor Simplicia.
La vieja obedeció corriendo.
Como pudo, Jean Valjean se escabulló por el patio e ingresó
a su habitación. Cogió una hoja de papel y escribió: “Estos son
68

los cabos de mi garrote y los cuarenta sueldos robados a Ger-


vasillo, de que he hablado en el tribunal”. Puso en este papel la
moneda de plata y los dos pedazos de hierro de modo que fuese
lo primero que se viese al entrar en el cuarto. Sacó de un armario
una camisa vieja y la rompió envolviendo en sus pedazos los dos
candeleros de plata.
De pronto entró sor Simplicia, a quien sin titubear le dio
aquellos objetos. Le dijo que debía entregarlos al cura. Junto con
ellos, otra nota que decía: “Ruego al señor cura que cuide de
todo lo que dejo aquí. Será preciso pagar los costos de mi causa, y
el entierro de la mujer que ha muerto hoy. El resto se distribuirá
entre los pobres.”
Hecho esto, se oyó un tumulto de pasos en la escalera. La
vieja portera trató de detenerlos, diciendo que no había nadie
en el edificio más que ella. Pero de pronto se oyó una voz: “¡Hay
luz en ese cuarto!”. Era Javert, estaba entrando en la casa seguido
de muchos hombres. Jean Valjean corrió a ocultarse entre las
tinieblas.
Reconocieron la voz de Javert. El cuarto estaba dispuesto de
modo que al abrirse la puerta ocultaba el ángulo de la pared a
la derecha. Jean Valjean apagó de un soplo la luz, y se ocultó en
aquel ángulo.
Una hora después de aquel incidente, un hombre, a través
de los árboles y la bruma, se alejaba de Montreuil-sur-mer en
dirección a París.
Una palabra final sobre Fantine. Todos tenemos una madre:
la tierra. Fantine volvió a su madre.
SEGUNDA PARTE
COSETTE

IX
WATERLOO

E
n una hermosa mañana del mes de mayo del año
1861, un viajero llegaba de Nivelles y se dirigía hacia
La Hulpe. Allí, a la derecha y a orillas del camino, había
una posada, una carreta de cuatro ruedas delante de la puerta, un
gran haz de estacas, un arado, un montón de ramas secas cerca
de un arbusto vivo, cal que humeaba en una especie de cuadro
hecho en el suelo, y una escalera apoyada en un cobertizo cuyas
paredes eran de paja.
Es bien sabido que el ocaso del imperio de Napoleón se vio en
Waterloo. El 18 de junio de 1815, en las proximidades de Wa-
terloo, el ejército francés y el emperador Napoleón Bonaparte,
estaban frente a las tropas británicas, holandesas y alemanas, di-
rigidas por el duque de Wellington y por Gebhard von Blücher,
mariscal del ejército prusiano.

69
70

Determinado a invadir los Países Bajos, Napoleón inició una


de las batallas más sangrientas y crueles de la historia. Las bajas
en todos los bandos fueron significativas; de manera en que no
se podría estimar a un verdadero vencedor. De ahí proviene la
famosa máxima de Wellington:
“Al margen de una batalla perdida, no hay nada más depri-
mente que una batalla ganada”. La batalla significó el final defi-
nitivo de las guerras napoleónicas.
Al final de la guerra, que también se llamó de “Cien Días”,
comenzó una horrenda persecución de las fuerzas restantes del
extinto imperio napoleónico.
Es una necesidad de este libro que volvamos a ese campo fatal
de batalla. El 18 de junio de 1815 era día de luna llena. Aquella
claridad favoreció la persecución de Blücher, denunció las hue-
llas de los fugitivos, entregó aquellas masas desastrosas a la ca-
ballería prusiana y ayudó a la matanza. La noche se complace
algunas veces en ser testigo de esas horribles catástrofes.
Wellington fue a la aldea de Waterloo a redactar su parte para
lord Bathurst. Las vecindades de aquel campo fueron quemadas
y cañoneadas, no sin obtener sus trofeos. Recoger laureles y ro-
bar los zapatos a un muerto nos parece imposible que lo haga
una misma mano. Sin embargo, en la noche del 18 al 19 de junio
se despojó a los muertos. Wellington fue rígido. Dio orden de
pasar por las armas a todo el que fuese sorprendido en flagrante
delito, pero la rapiña es tenaz. Los merodeadores robaban en uno
de los extremos del campo de batalla, mientras estaban fusilando
en el otro.
A eso de las doce vagaba un hombre. Según toda apariencia,
era uno de los que acabamos de caracterizar, ni inglés, ni francés,
ni soldado, ni paisano. Era más hiena que hombre: atraído por
el olor de los muertos. Tenía el robo por victoria. Acudió a Wa-
terloo para saquear.
71

Aquella figura comenzó a hurgar en las tinieblas. Separó los


obstáculos que le impedían llegar hasta la mano de un cuerpo.
¿Muerto? ¿Desmayado? Eso se sabrá pronto. Empuñó el brazo,
sacó el cuerpo de entre otros bultos mutilados y, algunos instan-
tes después, arrastró en la oscuridad del camino a un hombre
inanimado.
Hecho eso, tentó el bolsillo del chaleco del oficial, en el que
sintió un reloj y lo tomó. Después examinó el otro bolsillo y
halló en él una bolsa, y la tomó. A este punto, se oyó un estre-
mecimiento. El oficial abrió los ojos y dijo débilmente: “Gracias,
me has salvado la vida. ¿Quién eres?”. El vagabundo respondió
rápidamente y en voz baja:
—Yo pertenecía como tú al ejército francés. Ahora tengo que
dejarte: si me atrapan, me fusilarían. Te he salvado la vida. Ahora
componte como puedas.
—¿Cómo te llamas?
—Thenardier.
—No olvidaré ese nombre —dijo el oficial—. Y tú conserva
el mío: Pontmercy.
X
EL NAVÍO ORIÓN

J
ean Valjean había sido capturado de nuevo. Los deta-
lles de su captura fueron publicados por dos periódicos de
aquella época, pocos meses después de los sorprendentes
acontecimientos ocurridos en Montreuil-sur-mer. La Bandera
Blanca, fechado el 25 de Julio de 1823, dijo lo siguiente:

Un hombre llamado Magdalena había dado gran impulso a la an-


tigua industria local: la fabricación de azabaches y abalorios negros.
En ella había hecho su fortuna y la del departamento. En justa retri-
bución de sus servicios se le había nombrado alcalde. La policía ha
descubierto que M. Magdalena no era sino un antiguo presidiario,
condenado en 1796 por robo. Éste ha sido enviado de nuevo al presi-
dio. Parece que antes de su prisión había conseguido sacar de casa del
señor Laffitte más de medio millón de francos, pero no se ha podido
saber dónde ha ocultado esta suma Jan Valjean después de su entrada
en el presidio de Talón.

El segundo artículo se publicó en el Diario de París de la misma


fecha. Decía así:

72
73

Acaba de comparecer ante el tribunal de justicia del Var un antiguo


presidiario, llamado Jean Valjean. Este criminal había conseguido en-
gañar la vigilancia de la policía; cambió su nombre y logró ser alcalde
de una de nuestras pequeñas poblaciones del norte, donde había esta-
blecido un comercio de bastante consideración. Se dice que se aprove-
chó del intervalo de estos tres o cuatro días de libertad para retirar una
suma considerable colocada por él en casa de uno de nuestros princi-
pales banqueros y cuyo importe se hace subir a seiscientos o setecientos
mil francos. El bandido ha renunciado a defenderse. Por lo demás, es
necesario decir que la prosperidad de Montreuil-sur-mer desapareció
con el señor Magdalena. Todo cuanto había previsto en su noche de va-
cilación y de fiebre se realizó; pero faltando él, faltó el alma de aquella
población.

A fines de octubre del mismo año, 1823, los habitantes de Ta-


lón vieron entrar en su puerto al navío Orión, un buque averiado
hacía mucho tiempo. En sus navegaciones anteriores se habían
amontonado sobre su quilla espesas capas de mariscos. Se le ha-
bía puesto en seco el año anterior para rasparle los mariscos, pero
esta raspadura había alterado todos los pernos de la quilla.
Sobrevino un violento vendaval de equinoccio, que desfon-
dó la parte frontal izquierda y deterioró una parte importante
del mástil. A consecuencia de estas averías, el Orión tuvo que
regresar a Talón. Fondeó cerca del arsenal y se trató de armarlo
y repararlo.
Una mañana, la multitud que lo contemplaba fue testigo de
un accidente. La tripulación estaba ocupada en sujetar las velas
de la embarcación a los travesaños de los mástiles. El marinero
encargado de tomar una parte de la vela y mástil, perdió el equi-
librio. Tenía el mar debajo a una profundidad vertiginosa. Soco-
rrerle era correr un riesgo horrible. Ninguno de los marineros o
pescadores se atrevía a ello.
De pronto se vio a un hombre que trepaba por el aparejo con
la agilidad de un tigre. Este hombre iba vestido de color encarna-
do, era un presidiario; llevaba un gorro verde, señal de condenado
74

a cadena perpetua. Nadie notó en aquel instante la facilidad con


que fue rota la cadena. Hasta después no lo recordaron.
En fin, el presidiario alzó los ojos al cielo y dio un paso ha-
cia adelante. La multitud respiró, pues había conseguido bajarse
muy cerca del marinero. Un minuto más tarde, el hombre, can-
sado y desesperado, se habría dejado caer al abismo. El presidia-
rio lo ató sólidamente con la cuerda a que se sujetaba con una
mano, mientras que trabajaba con la otra.
En fin, se le vio subir sobre el palo horizontal que sostenía la
vela y tirar del marinero hasta que le tuvo también en ella; allí lo
sostuvo también un instante. Después lo tomó en sus brazos y lo
dejó en manos de sus camaradas.
En este instante aplaudió la multitud; se oyó gritar a todo el
mundo, con una especie de furor enternecido: “¡Perdón, perdón
para ese hombre!”.
Éste, mientras tanto, se había preparado para unirse a la cua-
drilla a que pertenecía. Pero en su trayecto a lugar seguro, se le
vio vacilar y dudar en sus pasos; tal vez estaba cansado o marea-
do. De pronto la muchedumbre lanzó un grito: el presidiario
acababa de caer al mar.
La caída era peligrosa. El hombre no subió de nuevo. Había
desaparecido en el mar sin dejar huella. Se buscó en el fondo,
pero en vano. Se estuvo buscando hasta que fue de noche; pero
no se halló ni siquiera el cuerpo.
Al día siguiente, el diario de Talón publicaba unas líneas en
las que decía que el prisionero 9430, llamado Jean Valjean, se
había ahogado al rescatar a un marinero.
XI
CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA

A
la posada de los Thenardier llegaron cuatro nuevos
viajeros que pidieron de comer. Luego ordenaron que sus
caballos fueran atendidos. Después de una hora, uno de
ellos dijo con voz dura: “¡A mi caballo no le han dado de beber!”.
Una niña de ocho años, que tenía párpado negro a causa de u
puñetazo, salió de debajo de la mesa y dijo tímidamente: “¡Oh!
sí, señor, el caballo ha bebido, yo misma le he dado de beber y le
he hablado”. El hombre dijo que no era cierto y ordenó que se
ocuparan de su caballo de inmediato. La pequeña criatura con-
testó que ya no había agua.
Entonces la señora Thenardier abrió de par en par la puerta
de la calle y le dijo: “Pues bien, Cosette, ve a buscarla. Y de paso,
compra algo de pan”. La pequeña salió sosteniendo una cubeta.
La puerta volvió a cerrarse.
El negocio de los Thenardier era el último en la calle de la
iglesia. Y justo enfrente de aquel lugar había una tienda de jugue-
tes, toda relumbrante de cuentas de cristal y magníficos objetos
de latón. En primera fila de su mostrador, había una inmensa
muñeca de más de medio metro de altura, vestida y adornada.

75
76

En el momento en que Cosette salió, con su cubeta en la mano,


alzó la vista hacia la prodigiosa muñeca; hacia la señora, como
la llamaba. La pobre niña se quedó petrificada. Toda la tienda le
parecía un palacio; la muñeca no era una muñeca, era una visión.
En esta contemplación lo olvidó todo, hasta lo que le habían
encargado. De pronto la bronca voz de la señora Thenardier la
hizo volver en sí: “¡Aún no te vas por el agua, niña del demonio!
¿Qué estás esperando?”. Entonces la pequeña corrió tan rápido
como pudo.
Tras mucho caminar, Cossete llegó a la fuente. Trató de repo-
sar a orillas del manantial, para luego inclinarse y meter la cubeta
en el agua. Estaba tan cerca del agua que no se dio cuenta que del
bolsillo de su delantal se salía la moneda de quince sueldos para
el pan de la señora Thenardier. La moneda cayó al agua sin que
ella lo advirtiera.
Tomó el asa de la cubeta con las dos manos, y le costó trabajo
levantarlo. Así anduvo unos doce pasos, pero ya lleno de agua,
pesaba mucho y tuvo que dejarlo en tierra. Respiró un instante,
después volvió a coger el asa y caminó. Pensó con angustia que
necesitaría más de una hora para volver a Montfermeil, y que la
señora Thenardier le pegaría. En este momento sintió de pronto
que el cubo no pesaba ya nada. Una mano, que le pareció enor-
me, acababa de levantar el asa. Cosette alzó la cabeza y vio una
gran forma negra que caminaba a su lado en la oscuridad. Era
un hombre que había llegado detrás de ella, sin haberlo visto. Él
hombre había tomado el asa de la cubeta que llevaba Cosette.
Hay instintos para todos los accidentes de la vida. La niña no
tuvo miedo.
El hombre le habló con una voz grave y casi baja: “Hija mía,
lo que llevas ahí es muy pesado para ti”. Le pidió la cubeta y
Cosette la soltó. Entonces el desconocido se echó a andar junto
a ella.
—¿qué edad tienes, pequeña?
77

—Ocho años, señor.


—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.
—Cosette.
El hombre sintió como un sacudimiento eléctrico. Con cierta
ansiedad, le preguntó dónde vivía y con quién. Con la sencillez y
honestidad propia de los niños, respondió que en Montfermeil,
con la señora Thenardier. El hombre, esforzándose por ocultar
su temblor interno, le preguntó quién era esa señora Thenardier.
La pequeña respondió que tenía una posada y que era su ama.
Ahí vivían también sus dos hijas, Éponine y Azelma, pero ellas
sólo jugaban y se divertían todo el día mientras ella trabajaba.
La niña y el hombre llegaron a la posada. Antes de entrar,
Cosette dio una última mirada hacia la muñeca grande en la
tienda de juguetes. Después llamó, se abrió la puerta y apareció
la señora Thenardier con una lámpara de petróleo en la mano.
La comenzó a regañar, pero cuando se dio cuenta que había un
viajero con ella, al instante cambió su tono. Sus gruñidos se vol-
vieron amabilidad para recibir al recién llegado.
—Lo siento mucho, buen hombre, pero no hay habitación
—dijo la posadera
—Póngame donde quiera, en el granero o establo. Pagaré
como si ocupase un cuarto.
—Le costará cuarenta sueldos.
—¿Cuarenta sueldos? Muy bien.
El hombre se sentó junto a una mesa, en la que Cosette se
apresuró a poner una botella de vino y un vaso. Pero él apenas
y podía tomar del vaso de vino, pues contemplaba a la niña:
su vestido era un harapo lleno de agujeros; su piel estaba llena
de manchas oscuras, donde la Thenardier la había golpeado; sus
piernas desnudas eran delgadas y sus clavículas estaban saltadas.
Además, toda su forma de actuar y hablar expresaba miedo.
De pronto la Thenardier le gritó: “¡Y el pan!”. La niña explicó
que ya había cerrado, trató incluso de llamar a la puerta pero
78

nadie abrió. Entonces, en una especie de aullido feroz, le pregun-


tó dónde estaba el dinero. En ese momento, intervino el viajero:
—Perdone, señora —dijo el hombre—, ahora mismo he visto
caer una moneda del bolsillo de la niña, ha rodado hasta aquí.
Al mismo tiempo se bajó y pareció buscar en tierra un ins-
tante. Se levantó y en sus manos mostraba una moneda de plata,
misma que dio a la mujer.
De pronto la Thenardier, que continuaba yendo y viniendo
por la sala, advirtió que Cosette se distraía de su trabajo, miraba
a las niñas que estaban jugando. Lanzó un grito: “¡Es así como
trabajas! ¡Ahora te haré yo trabajar a latigazos!”.
El desconocido, sin dejar su silla, se volvió hacia la Thenar-
dier. Éste le pidió a la señora que la dejara jugar, pero la señora
con aire implacable le dijo que debía pagar con trabajo lo que
comía.
—Señor... Ella no tiene nada, y es preciso que trabaje.
—¿No es suya esa niña? —¡Oh, Dios mío!, no señor. Es una
pobrecita que hemos recogido por caridad. Su madre también
era poca cosa: abandonó a su hija — dijo la señora Thenardier.
De pronto Cosette vio muñeca de las niñas Thenardier, aban-
donada en el suelo. No había un momento que perder; salió de
debajo de la mesa, arrastrándose sobre las rodillas y las manos.
Se cercioró de que nadie la acechaba, se acercó a la muñeca, y la
tomó.
Nadie la había visto, excepto el viajero. Esta alegría duró cerca
de un cuarto de hora, pues las niñas se percataron de que Cosette
tenía en sus manos la muñeca. Éponine se acercó a su madre y la
acusó, la señalaba con el dedo. Pero Cosette, entregada al éxtasis
de la posesión, no veía, ni oía nada.
Esta vez, el orgullo lastimado de la Thenardier encendió más
su cólera. Gritó con una voz enronquecida por la indignación:
“¡Cosette!”. En este intermedio, el viajero se había levantado.
79

A continuación, la posadera exclamó: “¡Miserable, has tocado


con tus manos, sucias y horribles, la muñeca de mis hijas!”. Al oír
eso el hombre se fue derecho a la puerta de la calle, la abrió y salió.
Apenas hubo salido, se aprovechó la Thenardier de su ausencia
para dar a Cosette un puntapié que la hizo poner el grito en el cielo.
Pasado un rato la puerta volvió a abrirse y entró otra vez el
hombre, llevaba en la mano la fabulosa muñeca de la que hemos
hablado. La puso de pie delante de Cosette, diciendo: “Toma,
para ti”. Cosette ya no lloraba ni gritaba; parecía que ya no se
atrevía a respirar. En ese momento el señor Thenardier se acercó
a su mujer y le dijo en voz baja:
—Esa muñeca cuesta, por lo menos, treinta francos. No ha-
gamos tonterías. Hay que sacarle todo el dinero que podamos a
ese hombre.
La señora Thenardier con una voz que quería dulcificar, he-
cha de esa miel agria de las mujeres malas, quiso tomar a bien la
dádiva del viajero. Invitó a Cosette a tomar la muñeca. La niña
no podría acercarse al maravilloso juguete, estaba pasmada. Pero,
al fin, en un arrebato cogió la muñeca. “La llamaré Catalina”,
dijo la pequeña. No pudiendo más con el enojo, la posadera es-
talló y le murmuró unas palabras a su marido:
—¡Maldito viejo! ¿Qué capricho le habrá dado? ¡Dar muñecas
de cuarenta francos a una perra, que yo daría por cuarenta suel-
dos! ¿Está loco o rabioso, ese misterioso viejo?
Al día siguiente, dos horas antes de que amaneciera, Thenar-
dier hizo la cuenta del viajero. Después de un cuarto de hora, el
posadero anotó el total de su estancia, 23 francos, y encargó a su
esposa entregar la cuenta al huésped.
La posadera apenas había puesto el pie fuera de la sala, cuan-
do entró el hombre de la levita amarilla, que llevaba sus perte-
nencias y un paquete. La señora Thenardier estaba sorprendida.
El viajero, sin vacilar, pidió su cuenta. Ella sin responder, se la
entregó. “¡Veintitrés francos!”, exclamó el hombre mirando a
80

la posadera. El viajero puso sobre la mesa cinco monedas de cin-


co francos. Luego pidió hablar con el posadero respecto a la niña,
a solas.
Apenas estuvieron solos, Thenardier se adelantó a decir que
adoraba a esa niña y que no la quería dar. Y añadió que tenía
como a su hija a la pequeña Cosette y no podían renunciar tener
su vocecilla en casa.
—Señor Thenardier —dijo el viajero—, para venir a cinco
leguas de París no se saca pasaporte. Si me llevo a Cosette, me la
llevo y nada más. Rompo el hilo que tiene en el pie y se va. ¿Sí
o no?
El posadero reunió sus ideas, sopesó todo esto en un segundo.
Entonces calculó que era el momento de ir derecho y pronto al
asunto.
—Señor —dijo—, necesito mil quinientos francos. El viajero
tomó su cartera, la abrió y sacó de ella tres billetes de banco que
puso sobre la mesa. Después apoyó su ancho pulgar sobre estos
billetes y dijo al posadero:
—Haga venir a Cosette.
Por orden de su marido, la señora Thenardier fue a buscarla.
Un instante después entraba Cosette en la sala baja. El descono-
cido tomó el paquete que había llevado y lo desató; contenía un
par de zapatos y un vestido completo para niña de siete años,
todo de color negro.
—Hija mía —dijo el hombre—, toma esto y ve a vestirte
en seguida. Estaba amaneciendo cuando algunos habitantes de
Montfermeil vieron pasar por la calle de París a un hombre ves-
tido pobremente, que llevaba de la mano a una niña vestida de
luto con una muñeca color de rosa en los brazos. Se dirigían por
la parte de Livry.
No es necesario decir que el hombre era Jean Valjean. No
había muerto. Al caer al mar o por mejor decir, al arrojarse a
él, estaba sin cadena ni grilletes. Luego se movió con todas las
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molestas precauciones de un fugitivo. Así llegó a París, y le aca-


bamos de ver en Montfermeil. El día había sido extraño y de mu-
chas emociones para Cosette. Habían caminado mucho, yendo y
viniendo de carruaje en carruaje. La pequeña no se quejaba, pero
estaba cansada. Jean Valjean advirtió en su mano que la pobre
niña tiraba de él al andar, entonces cargó a Cosette en sus brazos;
y ahí se durmió.
XII
LA CASA DE GORBEAU

J
ean Valjean se detuvo en la casa de Gorbeau, una choza
tan grande como una catedral. La fachada que daba a la vía
pública correspondía a la parte lateral del edificio. Casi toda
la casa estaba oculta, sólo se veían la puerta y una ventana. Esta
casa no tenía más que un piso.
Como ciertas aves, Jean Valjean había elegido aquel sitio de-
sierto para hacer de él su nido. Sacó una especie de llave maes-
tra, abrió la puerta y entró con Cosette en brazos. En un rincón
había una estufa encendida, cuyas ascuas se veían. Enfrente de
la puerta había un gabinete con una cama de tijera. La niña se
había dormido sin saber con quién o dónde estaba.
De pronto, como perseguida por una aparición, despertán-
dose sobresaltada, se arrojó de la cama, con los párpados medio
cerrados, gritando: “¡Allá, voy señora, allá voy!”. Abrió del todo
los ojos, y vio el rostro risueño de Jean Valjean. Luego Cosette
volvió la mirada hacia Catalina y se apoderó de ella. Mientras
jugaba, hacía cien preguntas a Jean Valjean.
Al día siguiente, Jean Valjean de nuevo esperó junto al le-
cho de Cosette a que despertara. En su alma entraba una cosa

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83

nueva. Él no había amado nunca. Hacía veinticinco años que


estaba solo en el mundo. Jamás había sido padre, amante, ma-
rido ni amigo. Pero cuando vio a Cosette, cuando la recogió y
liberó, sintió que se estremecían sus entrañas. Todo lo que en
ellas había de apasionado y de afectuoso fue parar en esta niña.
Cosette, por su parte, se volvía también otra sin saberlo. Era tan
pequeña cuando la dejó su madre, que ya no se acordaba de ella.
Pasaron las semanas. Los dos seres llevaban en aquel miserable
desván una existencia feliz. La pequeña salía de la miseria y en-
traba en la vida. Enseñar a leer a Cosette y dejarla jugar se volvió
toda la vida de Jean Valjean. Y luego le hablaba de su madre
y la hacía rezar. Cosette le llamaba padre, y no sabía llamarle
con otro nombre.
Había un viejo que mendigaba cerca de San Menardo. En
ocasiones, algunos hombres pasaban para darle dinero y charlar
con él; los envidiosos de aquel pobre decían que era de la policía.
Una noche, mientras paseaba solo, Jean Valjean vio al mendigo.
El hombre era como de setenta años, estaba encorvado y siempre
parecía que rezaba. Valjean se acercó a él y puso en su mano una
limosna. El mendigo levantó bruscamente los ojos, lo miró con
fijeza, después bajó rápidamente la cabeza. Este movimiento fue
como un relámpago; Jean Valjean se estremeció. Apenas se atre-
vía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era
el de Javert.
Algunos días después, serían las ocho de la noche, oyó abrir
y después volver a cerrar la puerta de la casa. Esto le pareció sin-
gular. Oyó que subían la escalera. Por lo mismo, mandó a Cose-
tte a acostarse, diciéndole en voz baja: “Acuéstate muy quedito”.
Mientras la besaba en la frente, los pasos se habían detenido.
Al amanecer lo despertó el ruido de una puerta que se abría al
fondo del corredor. Luego oyó los mismos pasos del hombre que
la víspera había subido la escalera. Afuera estaba demasiado oscu-
ro, así que cuando se asomó para ver sólo vio su perfil. Jean Val-
jean lo vio de espaldas completamente: hombre de alta estatura,
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con un levitón largo y un palo debajo del brazo. Era la facha


formidable de Javert. Al anochecer bajó y miró con atención el
boulevard por todos lados. No vio a nadie. Volvió a subir. Tomó
a Cosette de la mano y ambos salieron.
XIII
PERSEGUIDOS

J
ean Valjean había abandonado en seguida el boulevard
y se había perdido por las calles, trazando las líneas más
quebradas que podía y volviendo atrás muchas veces para
asegurarse de que nadie lo seguía. Era de noche, por lo que usaba
las sombras como aliadas.
Cosette caminaba sin preguntar nada. Los padecimientos de
los seis primeros años de su vida habían dado cierta pasividad a
su naturaleza. Jean Valjean no sabía más que ella a dónde iba y
ponía su confianza en Dios, así como la pequeña la ponía en él.
Había decidido no volver a la casa de Gorbeau. Como el animal
arrojado de su caverna, buscaba un agujero en donde pasar la
noche, esperando encontrar un lugar para alojarse.
Siguió caminando. De pronto, el instinto de que hemos ha-
blado antes hizo que se volviera y vio claramente a tres hombres
que le seguían bastante cerca. Y pasado un rato, se agregó uno
más. Iban vestidos con largos levitones oscuros, con sombreros
redondos y gruesos bastones en la mano. Se detuvieron en medio
de una encrucijada y formaron un grupo, como gente que se
consulta. Parecían indecisos. En el momento en que el primero

85
86

se volvió, la luna le iluminó el rostro. Jean Valjean reconoció a


Javert.
Rápidamente Jean aprovechó la vacilación de aquellos hom-
bres; fue tiempo perdido para ellos y ganado para él. Redobló
el paso. Llegó al puente de Austerlitz. En aquella época todavía
se pagaba peaje. Entró al cuarto del guarda, el cual le pidió dos
sueldos por él y la niña. Pagó, disgustado de que los observaran
en su huida. La fuga debe deslizarse inadvertida.
Al mismo tiempo que él, pasaba por el Sena una voluminosa
carreta. Esto le sirvió de mucho porque pudo atravesar todo el
puente a su sombra. A lo lejos, veía que cuatro sombras también
entraban al puente.
Tan pronto como pudo, se metió a una callejuela. Caminó
hasta llegar a un punto en el que se bifurcaba la calle en otras
dos, una hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Sin dudar
tomó la derecha, rumbo a los lugares desiertos. Pero iba despa-
cio, pues el paso de Cosette acortaba el suyo. Volvió a tomarla
en brazos. Anduvo hasta que se dio cuenta de que por el camino
que iba había una estatua oscura. Era un hombre parado en me-
dio de la calle, puesto ahí para cerrarle el camino.
Jean Valjean se detuvo. ¿Qué hacer? No era ya tiempo de re-
troceder. Atrás de él, a cierta distancia suya, vio algo moverse;
sin duda era la escolta de Javert. Él estaba al principio de la calle
y sus hombres cerraban el final de ésta. La red del inspector se
cerraba más y más. Jean Valjean estaba atrapado, ante él se alzaba
un muro de unos seis metros de alto, cubierto por la hiedra y las
ramas de un tilo. Miró al cielo con desesperación.
Se oyó a la distancia un ruido sordo y acompasado. Un pelo-
tón de siete u ocho soldados acababa de desembocar en la calle
Polonceau, que formaba un ángulo con el callejón en el que se
hallaban los fugitivos. Vio brillar las bayonetas. Aunque el paso
de ellos era lento, no pasarían quince minutos antes de que lle-
garan hasta donde se hallaba él.
87

Sólo había una cosa posible. Había que trepar el muro que
le cerraba el camino. Cosette no sabía escalar una pared y aban-
donarla era impensable. Así que corrió a un farol de la calle, en
estos había cuerda que sujetaba el faro en la cima del poste, la
usaría para trepar el muro.
Jean Valjean, con la energía de una lucha suprema, atravesó y
rompió con la punta de su navaja el cajón donde se guardaba la
cuerda. Se oía cada vez más claramente la marcha de la patrulla
que se aproximaba.
—Padre —dijo Cosette en voz muy baja—, tengo miedo.
¿Quién viene?
—¡Shtt! —respondió el desgraciado—, es la Thenardier. No
hables.
Cosette se estremeció. Valjean rápidamente se quitó la cor-
bata, la pasó alrededor del cuerpo de la niña por debajo de los
sobacos. Arrojó la cuerda de modo que se atorara en una rama
del tilo y comenzó a trepar. En menos de un parpadeo, estaba en
lo alto del muro. Otro instante, y ya descendía del otro lado de
éste con la pequeña.
Se oyó la voz de Javert: “Registren el callejón”. Los soldados se
precipitaron en el callejón Genrot.
Jean Valjean se encontró en una especie de jardín muy grande
y de singular aspecto. Se movió ágilmente y entró en un cober-
tizo con Cosette. El que huye no se cree nunca bastante oculto.
Al cabo de un cuarto de hora pareció que el ruido tumultuo-
so de sus perseguidores comenzaba a alejarse. Jean Valjean no
respiraba. Había puesto suavemente su mano sobre la boca de
Cosette. Todo había vuelto al silencio. Nada se oía en la calle,
nada en el jardín.
De pronto, en medio de esta calma profunda, se dejó oír un
nuevo ruido; un ruido celestial, divino. Este cántico salía del
sombrío edificio que dominaba el jardín. No sabían lo que era,
88

no sabían dónde estaban; pero ambos se daban cuenta de que


debían estar arrodillados.
Se sentía la brisa fría, propia de las primeras horas de la ma-
drugada. La pobre Cosette no decía nada. Se había sentado a su
lado y había inclinado la cabeza sobre él.
—¿Está ahí todavía?
—¿Quién? —preguntó Jean Valjean.
—La señora Thenardier.
—¡Ah! —dijo—. ¡Se ha marchado!
La niña respiró como si le quitaran un peso del pecho.
Jean Valjean revisó el edificio que se hallaba fuera del cober-
tizo. Encontró varias puertas, pero estaban cerradas. En todas
las ventanas había reja. Todas daban a una gran sala cubierta de
grandes losas, cortadas por arcos y pilares.
Se acercó a Cosette: la niña había recostado la cabeza en una
piedra y se había dormido. Valjean se sentó a su lado y se puso a
contemplarla. Conocía claramente que en su vida, mientras ella
viviera, mientras ella estuviera con él, no experimentaría ningu-
na necesidad ni temor alguno más que por ella.
Vio que había alguien en el jardín. Cargó suavemente a Cose-
tte, que seguía dormida; la llevó detrás de un montón de muebles
viejos en un rincón del cobertizo. Desde allí observó los movi-
mientos del extraño ser, que se paseaba y sonaba un cencerro.
Se volvió hacia la niña y la llamó, pero Cosette no abrió los
ojos. La sacudió bruscamente. No se despertó. Un frío mortal
recorrió la espina de Valjean. La observó: temblaba de pies a ca-
beza. Recordó que el sueño puede ser mortal en una noche fría
al aire libre. Era preciso que antes de un cuarto de hora Cosette
tuviera lumbre y cama.
Jean Valjean caminó bajo la luz de la luna. Se dirigió al hom-
bre que estaba en el jardín y se puso a su lado en cuatro pasos, y
dijo: “¡Cien francos!”. El hombre dio un salto y levantó la vista.
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—¡Cien francos, si me das asilo por esta noche! —dijo Jean


Valjean.
—¡Es usted, señor Magdalena! —dijo el hombre, sorprendi-
do—. ¿Cómo es que está usted aquí? ¿Por dónde entró? ¡Jesús!
¿Viene del cielo?
—¿Quién es usted? ¿Qué casa es ésta? —preguntó Jean Val-
jean.
Entonces se movió el hombre y un rayo de luna iluminó su
rostro. Jean Valjean reconoció al tío Fauchelevent. En efecto, era
el viejo que, cuando él era alcalde, había salvado de morir aplas-
tado por una carreta. El hombre llevaba, efecto, una gran cam-
pana colgando del cuello. Movido por la curiosidad, le preguntó
por qué llevaba ese cencerro. El tío le dijo que era para que las
mujeres evitaran su presencia; aquel lugar estaba lleno de mu-
chas, la mayoría jóvenes. Al oír esto Valjean repitió su pregunta,
pues quería saber qué lugar era ese.
El prófugo y la inocente criaturilla habían entrado al convento
del Pequeño Picpus, el lugar en el que el antiguo alcalde Magda-
lena había acomodado al viejo Fauchelevent. Sabiendo que había
una deuda de vida de por medio, Valjean le pidió al jardinero dos
favores; el primero, que no dijera a nadie lo que sabía de él ni que
tratara de averiguar más; el segundo, que le diera asilo.
Media hora después Cosette, iluminada por la llama de una
buena lumbre, dormía en la cama del jardinero.
Antes de seguir con nuestra historia, es necesario decir que
hacía Javert en París.
Sucedió que poco tiempo después que Valjean librara a Co-
sette de los Thenardier, circuló una nota en la policía. En Mon-
tfermeil, una niña de siete a ocho años que había sido entregada
por su madre a un posadero del país, había sido robada por un
desconocido. La niña respondía al nombre de Cosette y era hija
de una tal Fantine, que había muerto en el hospital. Tal noticia
pasó por mano de Javert y le hizo reflexionar.
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Sin decir una palabra a nadie, hizo un viaje a Montfermeil. La


historia que oyó el inspector cuando llegó allí, fue la misma que
dieron los posaderos a la policía. Pero ante la figura del abuelo, se
desvaneció la idea de Jean Valjean. El señor Thenardier dijo que
“es un rico labrador. He visto su pasaporte; y creo que se llama
Guillermo Lambert”.
Ante aquella noticia, Javert desechó su idea y regresó a París.
Pero en marzo de 1824, oyó hablar de un extraño personaje que
vivía en la parroquia de San Medardo. Aquél era conocido como
“el mendigo que daba limosna”. Aquel individuo sospechoso se
acercó a Javert, que se había disfrazado de mendigo, y le dio li-
mosna. En este momento, el inspector vio cara a cara a Jean Val-
jean. Siguió a su hombre hasta la casa de Gorbeau. Y lo demás,
lo averiguó a fuerza de interrogatorios y de seguirlo a cada paso.
Finalmente pudo confirmar que era él, cuando lo vio pasar por
una taberna y la luz del lugar le dio en la cara.
Imagínense la desesperación de Javert cuando, después de ha-
ber tejido tan meticulosa red, se le escapara su presa. Puso vigías,
organizó ratoneras y emboscadas aquella noche, pero no halló a
Valjean. Dejó a dos hombres en observación, pero finalmente
tuvo que regresar humillado a la Prefectura de Policía.
XIV
EL PEQUEÑO PICPUS

L
o que había visto Jean Valjean al asomarse desde el
jardín, a través de las ventanas del edificio, era el interior
de un claustro, el convento de las Bernardas de la Adora-
ción Perpetua. Aquel salón era el locutorio. Era un lugar lleno de
tinieblas, ya que el locutorio tenía una ventana del lado del mun-
do y no tenía ninguna del lado del convento. Los ojos profanos
no debían ver nada de aquel lugar sagrado. Pero, más allá de esta
sombra había algo; había una luz, una vida en aquella muerte.
Aunque aquel convento era el más resguardado de todos.
Este convento existía desde hacía ya muchos años en la calle-
juela de Picpus, era una comunidad de Bernardas Benedictinas
de la severa regla española de Martín Vargas, las cuales practica-
ban la adoración perpetua, ayunaban toda la Cuaresma y en las
demás fiestas sacras; se levantaban en la madrugada para leer el
breviario y cantar maitines; dormían entre sábana y sobre paja,
no usaban baños, ni encendían lumbre; se disciplinaban todos
los viernes, vivían en silencio y no se hablaban más que en las ho-
ras de recreo; y vestían camisas de lana rojiza durante seis meses.

91
92

Sólo un hombre puede entrar en el convento: el arzobispo


diocesano. Otro puede entrar también: el jardinero; pero con la
condición de que sea viejo y permanezca en el jardín. Éste lleva
una campanilla o cascabel en la rodilla, para que las mujeres evi-
ten su presencia.
Estas monjas dedican su vida a la oración y a todas las formas
de adoración. Nunca dicen “mío” porque no tienen nada suyo,
ni deben tener afecto a nada. Tienen prohibido encerrarse y te-
ner un cuarto o celda. Viven en celdas abiertas. No estaban ale-
gres, rosadas, frescas, como lo están las de otras muchas órdenes.
Estaban pálidas y graves.
Sin embargo, las niñas del colegio anexo al convento habían
llenado la casa de encantadores recuerdos. A ciertas horas la in-
fancia brillaba en aquella clausura. En el recreo el torrente de
juventud inundaba el jardín, cortado por una cruz de sombra.
Caras radiantes, frentes blancas, ojos inocentes llenos de alegre
luz, se esparcían por aquellas tinieblas. Las niñas loqueaban bajo
la vista de las religiosas; la mirada de la impecabilidad no inco-
modaba a la inocencia. En esta casa había “caído al cielo” Jean
Valjean, según decía Fauchelevent.
XV
LOS CEMENTERIOS TOMAN
LO QUE LES DAN

A
costada ya Cosette, Jean Valjean y Fauchelevent ha-
bían cenado. Como la única cama que había estaba ocu-
pada por la pequeña, ambos se habían echado cada uno
en un haz de paja. Jean Valjean, antes de cerrar los ojos, dijo: “Es
preciso que me quede aquí”. Esas palabras habían estado dando
vueltas toda la noche en el cerebro de Fauchelevent.
Jean Valjean, viéndose descubierto por Javert, comprendía
que tanto Cosette como él estaban perdidos si volvían a entrar
en las calles de París.
Fauchelevent, por su parte, reflexionaba sobre lo que debía hacer.
Una cosa tenía clara el señor Magdalena le había salvado la vida. Y se
dijo a sí mismo: “Ahora me toca a mí.” Decidió, pues, que lo salva-
ría. Y no retrocedió ante la dificultad de que ése fuera un convento.
Al amanecer, después de haber meditado mucho tiempo, el
tío Fauchelevent abrió los ojos y vio al señor Magdalena y le dijo:
—Y ahora que está aquí, ¿cómo va a lograr quedarse?

93
94

Estas palabras resumían la cuestión. Entonces los dos hom-


bres celebraron una especie de consejo. Fauchelevent le dijo que,
para empezar, la niña y él, no podían poner un pie fuera de ese
cuarto. Un paso en el jardín los acabaría. Pese a que había llega-
do en muy buen momento, la situación también era crítica: una
monja estaba agonizando, detalle que mantenía a todas las devo-
tas orando a toda hora. Entre tanto, podían permanecer ocultos.
Cuando terminó de explicar eso, se oyó una campanada. La
religiosa había muerto, ése era el clamor del convento.
Pasado ese sombrío instante, Fauchelevent continuó expli-
cando la situación del lugar. Aparte de las mujeres, estaban las
niñas; las recién ingresadas. Eran tremendos esos angelillos, po-
dían descubrir enseguida a Valjean y gritar: “¡un hombre!”
Jean Valjean seguía meditando cada vez más profundamente.
“Este convento podrá ser nuestra salvación”, murmuró. Después
elevó la voz y dijo: “Será difícil quedarse”. Pero el jardinero repu-
so: “No, lo difícil es salir”.
Se oyó en ese momento un toque bastante complicado de
otra campana, que indicaba al portero ir por el médico. Hubo
una pausa y prosiguió el anciano. Dijo que, a diferencia de un
hombre adulto, a la niña le sería sencillo salir; bastaba sacarla en
un cesto con tapa.
Se oyó un tercer toque. Y luego un cuarto: ése era un toque
para el jardinero, lo llamaba la madre priora. Salió de la choza
diciendo: “¡ya van, ya van!”. Unos minutos después, el tío Fau-
chelevent llamaba suavemente a una puerta.
El jardinero hizo un saludo tímido y se paró en el umbral de
la celda. La priora lo hizo pasar y le dijo que tenía algo importan-
te que pedirle. Fauchelevent, viendo su oportunidad de ayudar a
Magdalena, dijo que, por su parte, también tenía algo que decir.
La reverenda madre, con toda amabilidad le pidió que habla-
ra. Entonces, el viejo jardinero comenzó a explicar su situación.
Expuso que en los últimos años su salud había decaído, que ya
95

no tenía las mismas fuerzas para el trabajo y que su pierna le


complicaba las rudas tareas de jardinería. La monja hizo un mo-
vimiento de aprobación, y el jardinero continuó.
Entonces Fauchelevent dijo que tenía un hermano, algo viejo,
pero que aún era fuerte. Ese pariente tenía las aptitudes para sus-
tituirlo y ser de mayor provecho a la comunidad que él. Además,
tenía una pequeña niña que bien podría oír de Dios y, con el
tiempo, podría volverse también una monja.
Dichas estas palabras, la priora hizo un gesto y se quedó me-
ditando. Se paró y se fue a la habitación contigua. Pasado un
cuarto de hora, le pidió al jardinero que se hiciera de una barra
de hierro. Recién había fallecido la hermana Crucifixión. Ella
había ordenado que la enterraran debajo de la loza de la capilla,
pero la loza era tan pesada que no podía ser levantada por un solo
hombre; se requerían dos.
Cuando el viejo oyó eso, de nuevo mencionó a su hermano,
que era fuerte como una bestia. Pero la priora le dijo que, para el
caso, estaba la hermana Ascensión, que era como un hombre. El
anciano repuso que era como un hombre, mas no era uno. Pero
la santa mujer no perdió el hilo de lo que era el asunto principal.
Y cerró la conversación con un “¿Puedo contar con usted?”.
—Obedeceré. Estoy consagrado enteramente al convento —
dijo Fauchelevent.
—Pues entonces estamos de acuerdo. Cerrará el ataúd, las
hermanas lo llevarán a la capilla; rezarán el oficio de difuntos, y
después volverán al claustro. A las once y media vendrá con su
barra de hierro y todo se hará en el mayor secreto.
—¿Reverenda madre? Si alguna vez tuviera que hacer cosas
como ésta, mi hermano es muy fuerte. ¡Es un atleta!
—Lo hará lo más pronto posible.
—Yo no puedo ir muy de prisa. Estoy delicado; por eso me
vendría bien un auxiliar. Cojeo. —El ser cojo no es una desgra-
cia; es quizá una bendición.
96

—Reverenda madre, ¿todo está arreglado así?


—Faltaría la caja vacía.
—Reverenda madre, echaré tierra en la caja, y hará el mismo
efecto que si llevara dentro un cuerpo.
—Tiene razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. De
modo, que ¿arreglará el ataúd vacío?
—Lo haré.
—Tío Fauchelevent, estoy contenta de usted. Mañana, des-
pués del entierro, tráigame a su hermano. Dígale que le acom-
pañe la niña.
Los pasos de un cojo son como las miradas de un tuerto; no
llegan pronto al punto al que se dirigen. Pasado un cuarto de
hora, Fauchelevent llegó a su choza. Al entrar le dijo a Valjean:
“Todo está arreglado… y nada está arreglado. Tengo ya permiso
para que entre; pero antes es preciso que salga. En cuanto a la
niña, es fácil: yo me la llevaré”.
—Pero, ¿y usted, señor Magdalena?
Fauchelevent continuó con su plan:
—El ataúd de la administración. Cuando muere una monja,
viene el médico del ayuntamiento y comprueba que ha muerto.
El gobierno envía un ataúd. Al día siguiente un carro fúnebre y
sepultureros, cogen el ataúd y lo llevan al cementerio. Vendrán
los sepultureros y levantarán la caja y no habrá nada dentro…
—Yo estaré dentro —dijo Jean Valjean—. Se trata de salir
de aquí sin ser visto; pues éste es un medio. Un ataúd con un
hombre vivo es una artimaña de presidiario, pero también de un
emperador.
Fauchelevent, un poco tranquilizado, preguntó:
—Pero, ¿cómo va a respirar
—Buscarás una barrena, harás algunos agujeritos a la altura
de la boca y clavarás sin apretar la tapa—hizo una pausa Valjean,
y luego continuó—. Lo único que me inquieta es lo que sucede-
rá en el cementerio
97

—Pues eso es justamente lo que a mí me tiene sin cuidado


—dijo Fauchelevent.
—Entonces está convenido, tío Fauchelevent. Todo saldrá
bien.
Al día siguiente, los pocos paseantes del boulevard del Maire
se quitaban el sombrero al paso de un carro fúnebre antiguo.
Detrás iba un viejo con traje de pueblo y cojeando. El entierro se
dirigía al cementerio Vaugirard.
El entierro de la hermana Crucifixión en la cripta debajo del
altar, la salida de Cosette y la entrada de Jean Valjean en la sala
de los muertos se habían ejecutado sin obstáculo. Nada había
salido mal.
El carro se detuvo: había llegado a la verja. Como era preciso
enseñar la licencia para el entierro, el encargado de la pompa fú-
nebre se adelantó y habló un momento con el portero. Durante
este coloquio, apareció un desconocido: parecía un trabajador.
Pero el viejo jardinero no lo reconoció; le preguntó instintiva-
mente quién era. El trabajador dijo que él era el nuevo enterra-
dor; el viejo, el tío Mestienne, había muerto.
Fauchelevent, viendo la ocasión de deshacerse del extraño, le
propuso beber un trago; así es como se entablan nuevas amista-
des. El nuevo enterrador, sin dudarlo, acató la sugerencia como
mandamiento.
El carro avanzaba. Fauchelevent, en el colmo de la inquietud,
miraba a todos lados y gruesas gotas de sudor le caían de la frente.
¿Quién estaba en el ataúd? Jean Valjean. Primero sintió que
alzaban bruscamente la caja; luego oyó un áspero rozamiento en
las tablas. Se dio cuenta de que ataban una cuerda al ataúd para
bajarlo a la fosa; después oyó una voz solemne sobre su cabeza,
pronunciaba incomprensibles palabras en latín. Y finalmente,
oyó sobre la tapa del ataúd el débil ruido de algunas gotas de
agua. Era probablemente agua bendita.
98

Entonces se dijo: “Ya va a acabar esto. Se irá el cura. Fau-


chelevent se llevará a beber a Mestienne. Me dejarán. Regresará
Fauchelevent solo y saldré de aquí en cosa de una hora”.
Una vez que terminó la solemne misa, el enterrador comenzó a
llenar su pala para sepultar el cajón. Fauchelevent vio, mientras se
inclinaba el hombre, que de su bolsillo se asomaba un papel blanco:
su cédula de enterrador. El anciano la tomó sigilosamente y frenó en
seco al trabajador: “Oye, novato, ¿de casualidad traerás tu cédula?”.
El enterrador asintió y palpó sus bolsillos; la cédula no estaba.
Entonces le dijo éste al viejo Fauchelevent que seguramente se
había quedado en casa. El anciano meneó la cabeza y dijo con
voz grave: “Quince francos de multa”. El pobre trabajador pali-
deció al oír la cifra y dejó caer la pala.
Se acercó el viejo al joven, en tono de confidencia: “Tienes
tiempo para salir en seguida. Correrás a tu casa, coges tu cédula
y vuelves. El guarda te abrirá y como tienes la cédula, no hay
multa. Enterrarás al muerto, y yo me quedo guardándole para
que no se escape.”
Salió aprisa el muchacho, desapareció en la maleza. Fauchele-
vent escuchó sus pasos que se alejaban, después se inclinó hacia
la fosa, y dijo en voz baja:
—¡Señor Magdalena!
Nadie respondió. Fauchelevent tembló. Se dejó caer en la
fosa, se echó sobre el ataúd y sacó el formón y el martillo. Pronto
hizo saltar la tapa de la caja. El rostro de Jean Valjean estaba pá-
lido y con los ojos cerrados.
Fauchelevent murmuró con una voz baja como un soplo:
“Está muerto…”. Entonces el pobre hombre se puso a sollozar.
Jean Valjean ya tenía los ojos abiertos. Lo miró y le dijo: “Me
he dormido.” Fauchelevent cayó de rodillas. El hombre del ca-
jón se había desmayado, pero el aire libre le devolvió el conoci-
miento. Una vez fuera, Fauchelevent y Jean Valjean enterraron el
ataúd vacío. Cerraba ya la noche cuando concluyeron.
99

Una hora después, en la oscuridad de la noche, dos hombres


y una niña se presentaron en el número 62 de la calle de Picpus.
Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.
La priora, con el rosario en la mano, los esperaba ya. A su lado
estaba de pie una hermana vocal. Una discreta vela alumbraba el
locutorio. La priora examinó a Jean Valjean. Nada escudriña tan-
to como unos ojos bajos. Lo cuestionó en todo: su parentesco,
su nombre, su procedencia, edad; pero ante todas las cuestiones
respondió Fauchelevent. Jean Valjean no había pronunciado una
sola palabra. Por su parte, la priora miró a Cosette con atención,
y dijo a media voz a la hermana vocal: “Será fea cuando crezca”.
Terminado el interrogatorio, Jean Valjean se había ya insta-
lado formalmente: tenía su rodillera de cuero y su campanilla.
Ahora se llamaba Último Fauchelevent, tenía cincuenta años,
era hermano del tío Fauchelevent y venía de Picquigny, cerca de
Amiens.
Pero la causa más eficaz de su admisión había sido la obser-
vación de la priora sobre Cosette: “Será fea cuando crezca”. Ante
ese pronóstico, se hizo amiga de Cosette y la admitió en el Cole-
gio como alumna de caridad.
El convicto mostró su gratitud para con Fauchelevent: llegó
a ser el mejor de los criados, y el mejor de los jardineros. En su
juventud había sido podador, así que aplicó sus conocimientos
de botánica al jardín del convento. Cosette tenía licencia para
pasar todos los días una hora a su lado. En las horas de recreo
Jean Valjean miraba desde
lejos cómo jugaba y reía Cosette. La figura de la niña había
cambiado en cierto modo. Había perdido lo sombrío. La risa es
el sol; disipa las nubes de la fisonomía.
Pero Dios tiene sus caminos: el convento contribuía, como
Cosette, a mantener y completar en Jean Valjean la obra del obis-
po.
TERCERA PARTE
MARIUS

XVI
PARÍS ESTUDIADO EN SU ÁTOMO

E
l pilluelo de París es el hijo enano de una giganta. No
exageramos; este querubín del arroyo tiene todo de su ma-
dre: camisa, zapatos y casa. De ellos un par, aunque a ve-
ces incompletos o rotos. Ama esas cosas, porque le recuerdan a su
madre; pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad.
Resulta, además, ser un monstruo fabuloso; con escamas, sin
ser un lagarto; con pústulas, sin ser un sapo. Vive en los agujeros
de los hornos viejos de cal y en los pozos; se arrastra, a veces len-
to, a veces rápido. No grita, pero mira tan terrible, que nadie le
ha visto nunca. Este monstruo se llama la salamandra.
Por la noche, aquella criatura de la que hablamos, gracias a
algunas monedas que siempre halla, entra en un teatro. Así que
atraviesa aquel umbral mágico, se transfigura: era el pilluelo, se
convierte en un tití.

101
102

Denle a un ser lo inútil y quítenle lo necesario, y tendrán el


pilluelo que, por cierto, no carece de cierta intuición literaria. Su
tendencia, lo decimos con todo el dolor debido, no sería el gusto
clásico: es por naturaleza poco académico. El pilluelo de París es
un Rabelais en pequeño. No está contento con sus pantalones, si
no tienen bolsillo para el reloj.
París empieza en el papanatas y concluye en el pilluelo; dos
seres que no puede tener ninguna otra ciudad. Sólo París tiene
estos tipos en su historia natural. El papanatas representa la mo-
narquía; el pilluelo, la anarquía.
Y, cuidado, ¡guárdense del pilluelo indiferente! De ahí vienen
las preocupaciones, ignominia, opresión, iniquidad, despotismo,
injusticia, fanatismo, tiranía. Este niño crecerá. La fortuna traba-
ja para este pequeño ser, y entendemos por fortuna la aventura.
El pilluelo ama la ciudad y ama también la soledad; tiene mucho
de sabio: urbis amator,4 como de bruto; ruris amator,5 y es flaco.
Un filósofo emplea muy bien el tiempo en andar de forma
errante y en soñar. Saca mayor provecho particularmente en esa
especie de paisaje bastardo, bastante feo, compuesto de dos na-
turalezas: las afueras de las ciudades y el centro de la ciudad; y
entre ellas a París. Contemplar los alrededores es contemplar un
anfibio.
De ahí los paseos, sin objeto en apariencia, del soñador; por
estos lugares de poco atractivo y designados siempre como tris-
tes. El que ha andado errante, como nosotros, por esas soledades
contiguas a nuestros barrios marginales, los limbos de París, ha
descubierto aquí y allá niños agrupados confusamente, fétidos,
llenos de lodo y de polvo, harapientos, desgreñados, que juegan
en las calles, coronados de florecillas: son los niños que escapa-
ron de familias pobres.

4
Del latín, significa “amante de la ciudad”.
5
Del latín, significa “amante de lo rural”.
103

En la época casi contemporánea en que pasa la acción de este li-


bro, escaseaban los policías y abundaban los muchachos vagabun-
dos en París. Hubo un lugar que se hizo famoso por ellos, era un
nido que producía a “las golondrinas del puente de Arcole”. Éste
es el más desastroso de los síntomas sociales; porque todos los crí-
menes del hombre empiezan en la vagancia de sus primeros años.
Digamos de paso, que este abandono de niños no encontraba
gran oposición en la antigua monarquía. El odio a la enseñanza
de los hijos del pueblo era un dogma. ¿De qué sirven las medias
luces? Tal era la consigna. El niño vagabundo era lo mismo que
el niño ignorante.
El pilluelo conoce a todos los agentes de policía de París, tiene
los nombres en la punta de la uña. Estudia sus costumbres, tiene
notas particulares sobre cada uno. Lee como un libro abierto las
almas de la policía; así podrá decir inmediatamente y sin error:
“Fulano es un traidor, zutano es muy malo: éste es grande, aquél
ridículo”.
Además, es respetuoso, irónico e insolente. Tiene feos dientes
porque está mal alimentado y su estómago padece; y buenos ojos
porque es agudo. En una palabra, el pilluelo es un ser que se di-
vierte, porque es desgraciado.
En resumen: el pilluelo de París es el pueblo niño que tiene
en la frente las arrugas del mundo viejo. Éste es una gracia de la
nación y, al mismo tiempo, una enfermedad; enfermedad que es
preciso curar con la luz.
El pilluelo representa a París, y París representa el mundo.
Porque París es un total: es la cúpula del género humano. Esta
prodigiosa ciudad es un resumen de todas las costumbres vivas
y muertas.
Unos ocho o nueve años después de los acontecimientos de
Waterloo, se veía en el boulevard del Temple y en las regiones del
Chateau d’Eau un muchachito de once a doce años. Él represen-
taba el ideal del pilluelo que hemos descrito más arriba.
104

Este niño estaba envuelto en ropas que no eran de sus padres;


algunas personas caritativas le habían socorrido con harapos.
Aunque tenía padre y madre, el primero no pensaba en él y ella
no le amaba. Era huérfano con padres vivos. Sus padres le habían
arrojado al mundo de un puntapié. Por ello, este muchacho no
se hallaba bien en ningún lugar como en la calle. Empezó a volar
solo.
Se llamaba Gavroche. ¿Por qué se llamaba así? Probablemen-
te porque su padre se llamaba Jondrette. Cortar el hilo parece
ser el instinto de muchas familias miserables. El cuarto que los
Jondrette habitaban en la casa de Gorbeau estaba al extremo del
corredor. El contiguo estaba ocupado por un joven muy pobre
que se llamaba Marius. Digamos ahora quién era este Marius.
XVII
EL NOBLE DE LA CLASE MEDIA

E
n las calles de Boucherat, de Normandía y de Sain-
tonge, aún existen las memorias de un buen hombre,
llamado el señor Lucas Espíritu Gillenormand. Este
hombre en 1831 había cumplido noventa años y no flaqueaba
en nada. Conservaba todos sus dientes y sólo se ponía anteojos
para leer.
Vivía en el Marais, que antes de la revolución era la calle de las
Hijas del Calvario número seis. El señor Gillenormand ocupaba
una antigua y grande casa, situada entre la calle y los jardines.
Su habitación estaba adornada hasta el techo con tapices de te-
mas de odas pastoriles. Solía decir con autoridad: “La revolución
francesa fue un puñado de forajidos”.
Desde joven llamaba alegremente a todas las cosas por su
nombre, bueno o malo y no se cuidaba de que hubiera delante
señoras. Decía muchas groserías y obscenidades con cierta tran-
quilidad e indiferencia, que eran casi elegantes. Así se hacía en
su siglo.
Se escandalizaba de todos los nombres que oía sonar en la
política y en el poder, creyéndolos bajos y vulgares.

105
106

Había ganado premios en su niñez en el colegio de Moulins y


había sido coronado por mano del duque de Nivernais.
El señor Gillenormand adoraba a los Borbones y refería sin
cesar de qué manera se había salvado en el Terror y cómo había
necesitado mucho espíritu y mucho humor para que no le cor-
taran la cabeza. Algunas veces, aludiendo a su edad de noven-
ta años, decía: “Creo que no veré dos veces el noventa y tres”.
Otras, decía que pensaba vivir cien años.
Tenía sus teorías. Una de ellas era ésta: “Cuando un hombre
se enamora apasionadamente de las mujeres, pero tiene una mu-
jer propia de quien se cuida poco, fea, de mal genio, legítima,
llena de derechos, no hay más que un medio de librarse de ella.
Es necesario vivir en paz y poner el bolsillo a su disposición. Esta
abdicación le hace libre. Mientras su marido la desprecia, ella
tiene la satisfacción de arruinar a su marido”.
El señor Gillenormand se había aplicado a sí mismo esta teo-
ría, pues fue su historia. Su segunda mujer había administrado
de tal modo sus bienes, que fue feliz el día en que se quedó
viudo. Le quedó lo justamente lo necesario para vivir; dispuso,
entonces, su riqueza para que se acabara juntamente con él. En
el señor Gillenormand el dolor se traducía en cólera; estaba fu-
rioso por estar desesperado. Tenía todas las preocupaciones y se
tomaba todas las licencias imaginables.
Ya hemos dicho que había tenido dos mujeres. La primera le
dio una hija que permaneció soltera; y la segunda otra, que se
había casado por amor con un soldado que peleó en Waterloo
y que murió a los treinta años. El viejo fumaba mucho tabaco y
tenía una gracia particular para sacudirse su corbatín de encaje
con el revés de la mano. Creía muy poco en Dios.
Tal era el señor Lucas Espíritu Gillenormand, que aún no
había perdido sus cabellos, más grises que blancos. A pesar de
todo lo mencionado, era venerable. Tenía algo del siglo xviii: era
frívolo y grande.
107

Las dos hijas del señor Gillenormand habían nacido con die-
ciséis años de intervalo. En su juventud se habían parecido muy
poco, tanto por su carácter como por su fisonomía. La menor
era un alma bellísima, amante de todo lo luminoso: flores, versos
y música, y unida desde la infancia al ideal de la figura heroica.
La mayor no se había casado; para el tiempo de nuestra histo-
ria era una vieja mojigata y antipática, que poseía una de las na-
rices más agudas y uno de los talentos más obtusos que pueden
encontrarse. Por algún motivo nadie fuera de su familia supo su
nombre de pila, la conocieron sólo como la señorita Gillenor-
mand mayor.
Había además en la casa, entre esta solterona y este viejo, un
niño siempre tembloroso y mudo delante del señor Gillenor-
mand; el cual no le hablaba nunca sino con voz severa y con
el bastón levantado: “¡Aquí, caballerito! Pillo, acérquese usted y
responda usted”, le decía el anciano. Lo idolatraba. Era su nieto.
Su nombre era Marius y más adelante nos encontraremos con él.
XVIII
EL ABUELO Y EL NIETO

C
uando el señor Gillenormand vivía en la calle de
Servandoni, frecuentaba varias reuniones muy buenas y
muy nobles. Era recibido, aunque él no era noble. Como
tenía dos clases de talento: el que poseía realmente y el que le
prestaban, era bastante buscado y agasajado. No iba a ninguna
parte sino con la condición de dominar. Hay personas que quie-
ren a cualquier costa tener influencia y que hablen de ellos. Era
en todas partes una clase de oráculo.
El señor Gillenormand iba casi siempre a la tertulia de cierta
baronesa acompañado de su hija, aquella alta señorita que ya
pasaba de los cuarenta años y representaba cincuenta; y de un
guapo niño de siete años, sonrosado, fresco, de alegres e inocen-
tes ojos. De él se oía decir frases como “¡Qué hermoso es!”. Pero
al mismo tiempo, le llamaban “Pobre niño” porque su padre era
“un bandido del Loira”. Este bandido era el yerno del señor Gi-
llenormand, a quien consideró como la deshonra de su familia.
¿Quién era el bandido del Loira? Este era Jorge Pontmercy,
quien ya se ha mencionado en la historia. Ya conocemos algo so-
bre él. Después de la batalla de Waterloo, Pontmercy fue sacado

108
109

de batalla y consiguió unirse al ejército. Fue arrastrándose de


hospital en hospital ambulante, hasta los acantonamientos del
Loira.
El señor Gillenormand no tenía relaciones con su yerno. Am-
bos se despreciaban: el abuelo lo consideraba un “bandido” y
el coronel un “necio”. Habían convenido expresamente en que
Pontmercy no trataría nunca de ver ni hablar a su hijo. Los Gi-
llenormand miraban a Pontmercy como un apestado. Querían
educar al niño a su manera.
Mientras Marius iba creciendo en esta atmósfera, cada dos
o tres meses se escapaba el coronel para visitar furtivamente al
niño, cuando la señorita Gillenormand lo llevaba a misa. Oculto
detrás de un pilar, inmóvil, miraba a su hijo. Aquel hombre, lle-
no de cicatrices, tenía miedo de una vieja soltera.
Dos veces al año, Marius escribía cartas a su padre. Todas pa-
recían copiadas de un formulario y se las dictaba su tía; esto era
lo único que toleraba el señor Gillenormand. El padre respondía
con cartas muy tiernas, pero que el abuelo se guardaba en el bol-
sillo sin abrirlas.
La tertulia de la baronesa era todo lo que Marius Pontmercy
conocía del mundo aquel. Era el único agujero por donde podía
mirar la vida. Pero al entrar en aquel mundo extraño adquirió en
poco tiempo tristeza y gravedad; su luz y alegría fueron apaga-
dos. En casa de la baronesa dominaba el gusto exquisito y altivo.
Las costumbres estaban colmadas de toda clase de refinamientos
involuntarios. Pero el centro de aquellas tertulias era el extremis-
mo político; o como también le llaman: ultras.
Ser ultra es ir más allá; es hacer la guerra al cetro en nombre
del trono, y a la mitra en nombre del altar; es censurar a la ho-
guera porque quema poco a los herejes; es reprender al idólatra
por su poca idolatría; es hallar en el papa poco papismo y en el
rey poca realeza. Es ser partidario de las cosas hasta el punto de
ser su enemigo; es llevar el pro hasta el contra.
110

Marius Pontmercy hizo, como todos los niños, algunos es-


tudios. Cuando salió de las manos de su tía Gillenormand, su
abuelo lo entregó a un digno profesor de la más pura inocencia
clásica. Luego Marius entró en la escuela de Derecho. Era realista
fanático y austero. Su carácter se volvió altamente contradicto-
rio: entusiasta y frío, noble y generoso, altivo y religioso, exalta-
do y digno hasta la dureza, puro hasta ser insociable.
La conclusión de los estudios clásicos de Marius coincidió con
la salida del mundo del señor Gillenormand. El viejo se despidió
del arrabal de San Germán y de las reuniones de la baronesa. Se es-
tableció en el Marais, en su casa de la calle de las Hijas del Calvario.
Cierto día, el viejo Gillenormand mandó llamar a Marius,
que había cumplido diecisiete años.
—Mañana partirás para Vernon —dijo.
—¿Para qué? —preguntó Marius.
—Para ver a tu padre.
El joven se estremeció. En todo había pensado, excepto en
que podría llegar un día en que tuviese que ver a su padre. Y es
que, además de sus motivos de antipatía política, estaba con-
vencido de que su padre no lo amaba; esto era evidente, porque
lo había abandonado y entregado a otros. Creyendo que no era
amado, no amaba.
—Parece que está malo; te llama. Marcharás mañana por la
mañana.
Al día siguiente al anochecer, llegaba Marius a Vernon. Pero
llegó demasiado tarde. Cuando dijo que el coronel, su padre, lo
esperaba, una señora le dijo: “No, ya no te espera”. La mujer le
señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró. En
aquella sala había tres hombres; uno de pie, otro de rodillas y
otro echado. El que estaba en el suelo era el coronel. Los otros
dos eran un médico y un sacerdote que oraba.
El coronel había sido atacado hacía tres días de una fiebre
cerebral. Al principio de la enfermedad tuvo un fatal presenti-
111

miento, y escribió al señor Gillenormand para llamar a su hijo.


Pero en un delirio, se había levantado del lecho gritando: “¡Mi
hijo no viene! ¡Voy a buscarlo!”. Y habiendo salido de su cuarto,
cayó en las baldosas de la antecámara. Acababa de expirar.
La tristeza de Marius fue la misma que hubiera sentido ante
cualquier otro muerto. Y sin embargo, se sentía en el lugar un
dolor punzante. La criada sollozaba en un rincón, el cura rezaba
y se le oía sollozar, el médico se secaba las lágrimas; el cadáver
lloraba también.
Al mismo tiempo sentía como un remordimiento, y se recon-
venía por obrar así. Pero, ¿era esto culpa suya? ¡No amaba a su
padre! ¿Y qué?
El coronel no dejaba nada, más que un pedazo de papel que
había escrito y que la criada le entregó a Marius. En éste se leía
lo siguiente:

Para mi hijo:
El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. La
Restauración me niega este título que he comprado con mi sangre; mi
hijo lo tomará y lo llevará. No hay que decir que será digno de él. En
esta misma batalla de Waterloo, un sargento me salvó la vida: se llama
Thenardier. Creo que últimamente tenía una posada en un pueblo
de los alrededores de París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo lo
encuentra, haga por él todo el bien que pueda.

Marius cogió este papel y lo guardó; no por amor a su padre,


sino por ese vago respeto a la muerte que tan imperiosamente
vive en el corazón del hombre. Permaneció sólo cuarenta y ocho
horas en Vernon. Después del entierro volvió a París y se entregó
de nuevo al estudio del derecho, sin pensar más en su padre.
Marius había conservado los hábitos religiosos de la infancia.
Un domingo que fue a misa a San Sulpicio, a la misma capilla que
le llevaba su tía cuando era pequeño, un anciano lo interrumpió
112

y le pidió su lugar, alegando que era suyo. Marius se apartó en


seguida y el viejo ocupó su silla.
Cuando acabó la misa, Marius permaneció pensativo a algu-
nos pasos. El viejo se acercó otra vez y se disculpó por la irrup-
ción de hacía unos minutos. Tratando de justificar su petición, le
dijo que aquel lugar era el mejor de la misa. El joven expresó su
falta de interés, pero el viejo insistió.
Le dijo que desde ese lugar, por diez años, vio cómo un padre
venía de cuando en cuando a ver a su hijo. No había otra ocasión
para verle, ya que su familia y él estaban distanciados por diferen-
cias políticas. Sólo venía a la hora en la que traían a su hijo. Ade-
más, añadió el viejo, aquel hombre tenía un suegro y una tía rica;
pero estaba amenazado de que, si veía a su hijo, lo desheredarían.
Y concluyó su relato con el siguiente detalle: tal hombre vivía
en Vernon y se llamaba algo así como Pontmarie o Montpercy.
Marius se puso pálido y reconoció, frente al anciano, que ése era
su padre.
El viejo juntó las manos, y exclamó: “¡Ah, eres su hijo! Sí,
ahora debía de ser ya un hombre. Pues bien, puedes decir que
tuviste un padre que te quiso mucho.” Al día siguiente, Marius
dijo al señor Gillenormand:
—He arreglado una partida de caza con algunos amigos. ¿Me
dejas ir por tres días?
—¡Por cuatro! —respondió el abuelo—. Anda, diviértete.
El joven estuvo tres días ausente. Se fue derecho a la biblioteca
de Jurisprudencia y pidió la colección del Monitor. Leyó la his-
toria de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena
y todas las memorias. Todo lo devoró. Un cambio extraordinario
ocurría en sus ideas. La historia en que había fijado la vista lo
deslumbraba. Hasta entonces, “República” e “Imperio” no ha-
bían sido para él más que palabras monstruosas.
Se dio cuenta de que hasta aquel momento no había com-
prendido ni a su patria, ni a su padre. Como sucede cuando se
113

posee una clave, todo se abría para él; se explicaba lo que había
aborrecido y penetraba en lo que había condenado. Veía clara-
mente el sentido providencial, divino y humano, de las grandes
cosas que le habían enseñado a detestar, y de los grandes hom-
bres a quienes le habían enseñado a maldecir. Comenzaba a reír-
se de sus propias ideas, por ser viejas y anticuadas. Ahora pasaba
de la rehabilitación de su padre, a la rehabilitación de Napoleón.
En esta misteriosa metamorfosis perdió completamente la an-
tigua piel de borbónico y de ultra. Se despojó del traje de aris-
tócrata y realista. Y se cubrió con el hábito de revolucionario,
demócrata y casi republicano. Luego se dirigió a casa de un gra-
bador de la calle de Orfevres; mandó hacer cien tarjetas con esta
inscripción: El barón Marius Pontmercy. Posteriormente fue a
Montfermeil para cumplir la indicación de su padre; buscó al
antiguo sargento de Waterloo, al posadero Thenardier. Pero la
posada estaba cerrada, el hombre había quebrado y nadie sabía
qué había sido de él.
El viejo comenzó a sospechar de los viajes de Marius. Después
de haber hecho el primer viaje, hizo otros más; además de ello,
veía que en el cuello tenía un listón negro del que pendía algo.
“Se está extraviando el muchacho”, decía el anciano.
Marius hacía diligencias fuera de casa, en las que investigaba
más sobre la vida de su padre y del viejo régimen al que sirvió.
Siempre que salía, regresaba desvelado y no daba detalles de su
jornada.
En una ocasión, regresó después de un viaje de dos días; el
anciano subió al cuarto del muchacho con el propósito de abra-
zarlo y recibirlo como era debido. Pero el joven bajó la buhardilla
más rápido de lo que subían las cansadas piernas de su abuelo.
Cuando llegó el señor Gillenormand a la habitación, Marius ya
no estaba. En su cama había dejado el listón que le veía puesto.
El anciano lo tomó con ansiedad; vio que sostenía una especie de
medallón. “Por fin sabré el amorcillo que se trae el muchacho”,
114

dijo el hombre con aire de victoria. Abrió el medallón y encontró


un papel en el que decía:
Para mi hijo: El emperador me hizo barón en el campo de
batalla de Waterloo. La Restauración me niega este título que he
comprado con mi sangre; mi hijo lo tomará y lo llevará. No hay
que decir que será digno de él.
El anciano quedó petrificado. Más tarde, cuando Marius re-
gresó a casa, su abuelo le dijo:
—¡Vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te felicito. ¿Qué quiere
decir esto?
—Esto quiere decir que soy hijo de mi padre.
Tal respuesta desató una discusión feroz entre ambos. El an-
ciano estalló en cólera diciendo que su padre no fue otra cosa
sino un bandido, al igual que todos los hombres que siguieron a
Robespierre y los que sirvieron a Bonaparte.
Al escuchar aquello, Marius levantó los ojos, miró fijamente a
su abuelo y gritó con voz tonante:
—¡Abajo los Borbones! ¡Abajo ese cerdo de Luis xviii!
Gillenormand se inclinó ante su hija, que asistía a esta escena
con el estupor de una oveja, y le dijo con una sonrisa casi tranquila:
—Un barón como este caballero y un plebeyo como yo no
pueden vivir bajo un mismo techo.
Y después, con la frente ensanchada por la terrible radiación
de la cólera, extendió el brazo hacia Marius y le gritó:
—¡Vete!
Marius salió de la casa. Al día siguiente, el señor Gillenor-
mand dijo a su hija:
—Enviarás cada seis meses sesenta doblones a este bebedor de
sangre y no me volverás a hablar de él.
Marius se había ido sin decir ni saber a dónde, con treinta
francos, su reloj y algunas ropas en un saco de noche. Subió a
un cabriolé de alquiler y se dirigió a la aventura al Barrio Latino.
¿Qué iba a ser de él?
XIX
EXCELENCIA DE LA DESGRACIA

U
na vez en París, la vida empezó a ser muy áspera para
Marius. Se vio reducido a esa situación inexplicable que
se llama comerse los codos, cosa horrible que quiere
decir días sin pan, noches sin sueño y sin luz, hogar sin fuego,
semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza. Marius aprendió a
devorar todo esto, y a no tener que devorar muchas veces más
que estas cosas.
¡Prueba terrible y admirable en que los débiles salen infames y
los fuertes sublimes! Aún estaba de luto por su padre cuando se
verificó en él la revolución que hemos descrito; desde entonces
no había abandonado el traje negro; pero el traje lo abandonó a
él. Llegó un día en que no tuvo frac. ¿Qué hacer? Un viejo ami-
go, que conoció recién llegó a París, Courfeyrac, le dio un frac
viejo. Marius hizo que se lo volviera del revés por treinta francos
un sastre cualquiera, y así se encontró con un frac nuevo.
Aun a través de todo esto, se recibió de abogado. Hizo creer
que vivía en casa de Courfeyrac, casa decente y en la cual halló
libros de Derecho que formaban la biblioteca que exigen los re-
glamentos. Se hacía dirigir las cartas a casa de Courfeyrac.

115
116

Cuando Marius fue abogado, dio parte a su abuelo en una


carta fría, pero llena de sumisión y de respeto. El señor Gille-
normand cogió la carta temblando, la leyó y la tiró hecha cuatro
pedazos al cesto.
Con la miseria sucede lo que con todo: se adapta a la vida y
costumbres de los seres; concluye por tomar una forma y arre-
glarse. Se desarrolla uno de cierto modo miserable, pero suficien-
te para vivir.
Marius había salido ya de la gran estrechez; el desfiladero se
ensanchaba un poco delante de él. Había conseguido sacar de
su trabajo unos setecientos francos por año. Aprendió alemán e
inglés; y gracias a Courfeyrac, que le había puesto en contacto
con su amigo el librero, desempeñaba en la literatura librera un
modesto papel utilitario: Hacía prospectos, traducía de los pe-
riódicos, anotaba ediciones, compilaba biografías, etcétera; por
lo cual percibía setecientos francos al año. Con esto vivía no en-
teramente mal.
Para a esta situación floreciente le habían sido necesarios algu-
nos años muy rudos, difíciles de atravesar; pero no había decaído
ni un solo día. Todo lo había padecido en materia de desnudez,
excepto contraer deudas.
Al lado del nombre de su padre se había grabado otro nombre
en su corazón: el de Thenardier. Nadie había podido darle noti-
cias de éste; creían que se había ido al extranjero.
En esta época tenía Marius veinte años, hacía tres que había
abandonado a su abuelo. Habían quedado ambos en los mismos
términos de una y otra parte, sin tratar de aproximarse ni de ver-
se. Además, ¿quién habría hecho conocer la razón al otro?
Pero digamos aquí, que se había equivocado al juzgar el cora-
zón de su abuelo. Marius se engañaba. Hay padres que no quie-
ren a sus hijos, pero no hay ni un abuelo que no adore a su nieto.
Los viejos tienen tanta necesidad de afectos como de sol. Ade-
más, el día en que lo había expulsado, él no era más que un niño;
117

pero ahora era hombre. La miseria, repetimos, había sido buena


para él. La pobreza en la juventud, cuando puede salir adelante,
tiene una cosa magnífica: la propiedad de dirigir toda la volun-
tad hacia el esfuerzo, y toda el alma hacia la aspiración y el ideal.
Por otra parte, ¿era desgraciado? No. La miseria de un joven
no es nunca miserable. Cualquier joven, por pobre que sea, con
su salud y fuerza dará siempre envidia a un viejo, aunque sea em-
perador. Esto era lo que había pasado en Marius, que, para decir-
lo todo, se había dedicado bastante a la contemplación. Pero he
aquí el riesgo. Se había planteado de este modo el problema de la
vida: dar el menor tiempo posible al trabajo material para dar el
mayor tiempo posible al trabajo impalpable. La contemplación
comprendida de esta manera, concluye por ser una de las formas
de la pereza.
Marius tenía dos amigos: uno joven, Courfeyrac, y otro viejo,
el señor Mabeuf. Se inclinaba al viejo, porque le debía, en primer
lugar, la revolución que en su interior se había realizado, y en
segundo lugar, el haber conocido y amado a su padre.
El día en que el señor Mabeuf decía a Marius: “ciertamente,
yo apruebo las opiniones políticas”, explicaba el verdadero estado
de su ánimo. Todas las opiniones políticas le eran indiferentes;
todas las aprobaba sin distinción con tal que le dejasen tranquilo.
Tenía, como todo el mundo, su terminación en “ista” sin la
cual nadie hubiera podido vivir en aquel tiempo. Era librista.
Había simpatizado con Marius, pues era joven y afable. La ju-
ventud con afabilidad produce en los viejos el efecto del sol sin
viento. Cuando Marius estaba saturado de gloria militar, se iba
a verlo y éste le hablaba de los héroes bajo el punto de vista de
las flores.
El señor Mabeuf tenía inocentes placeres, que eran poco cos-
tosos e inesperados; la menor casualidad se los proporcionaba.
Marius tenía simpatía hacia aquel cándido anciano que lenta-
mente iba siendo absorbido por la indigencia. Marius encontraba
118

a Courfeyrac y buscaba al señor Mabeuf, pero muy raramente;


cuando mucho una o dos veces al mes. Su mayor placer era dar
largos paseos solo por los bulevares exteriores, por el campo de
Marte o las calles menos frecuentadas del Luxemburgo. En uno
de aquellos paseos había descubierto el caserón de Gorbeau. Lo
tentó el aislamiento y el bajo precio, se instaló en él. Allí sólo se
le conocía como el señor Marius.
Algunos de los antiguos generales o compañeros de su pa-
dre lo invitaron, cuando lo conocieron, a que fuese a visitarlos.
Marius no se había rehusado, porque aquellas visitas eran otras
tantas ocasiones de hablar de su padre. Así iba, de tiempo en
tiempo, a casa del conde Pajol, del general Bellavesne, del general
Fririón y a Los Inválidos. Hacia mediados de este año de 1831,
la vieja que servía a Marius le contó que iban a despedir a sus
vecinos, a la miserable familia Jondrette. Ya debían dos plazos
de su alquiler. Marius, que pasaba casi todo el día fuera de casa,
apenas sabía si tenía vecinos. Tenía treinta francos ahorrados en
un cajón. Y sin alguna otra motivación que ayudar a una familia,
le dio dinero a la mensajera.
—Tome —dijo a la vieja—, ahí tiene veinticinco. Pague por
esa pobre gente y deles cinco francos. No diga que lo hago yo.
XX
LA CONJUNCIÓN DE DOS ESTRELLAS

P or aquella época Marius era un hermoso joven de


mediana estatura, de cabellos muy espesos y negros,
frente ancha e inteligente, y tenía una expresión de al-
tivez, reflexión e inocencia. En el tiempo de su mayor miseria,
observaba que las jóvenes lo miraban. Creía que lo miraban por
sus vestidos viejos y que se reían de ellos; la verdad es que lo mi-
raban por su gracia, pues había alguna que soñaba con él.
Había, sin embargo, en la inmensa creación, dos mujeres de
quienes Marius no huía, y contra las cuales no tomaba precau-
ción ninguna. Una era la vieja barbuda que barría su cuarto. La
otra era una joven, a la cual veía frecuentemente, pero sin mirarla
nunca.
Desde hacía más de un año, Marius observaba en una calle
arbolada y desierta de Luxemburgo a un hombre y una niña,
casi siempre sentados uno al lado del otro en el mismo banco.
El hombre podría tener sesenta años: robusto y fatigado, como
los militares retirados. La primera vez que vio a la joven que
le acompañaba, notó que era una muchacha de trece o catorce
años, flaca, encogida e insignificante; aunque tal vez prometía

119
120

unos bellos ojos. Parecían ser padre e hija. Marius examinó du-
rante dos o tres días a aquel viejo, que no era todavía un anciano,
y a aquella niña, que no era todavía una joven; y después no
puso más atención en ellos. Estos, por su parte, parecía que no
le veían.
El segundo año, su costumbre de pasear por el Luxemburgo
se interrumpió. Pasaron cerca de seis meses sin que pusiera los
pies en aquel lugar. Por fin, un día volvió allá; como siempre,
observó a la consabida pareja. Sólo que cuando se acercó, vio
que la joven ya no era la misma: ahora veía una hermosa y alta
criatura, con las formas más encantadoras de la mujer. Tenía aún
las gracias más cándidas de la niña, típicas de los quince años.
En el primer momento, Marius creyó que era otra hija del
mismo hombre. Pero cuando la costumbre le condujo por se-
gunda vez cerca del banco y examinó con atención, reconoció
que era la misma. En seis meses, la niña se había hecho joven:
eso era todo. No era ya la colegiala de aspecto enjuto y sombrío.
Era una señorita bien puesta, con cierta elegancia, sencilla y rica
sin pretensión.
Un día el aire estaba tibio, el cielo puro como si los ángeles lo
hubiesen lavado por la mañana y se percibía la alegría de las aves.
Marius había abierto toda su alma a la naturaleza; en nada pen-
saba, sólo vivía y respiraba. Pasó cerca de aquel banco; la joven
alzó los ojos y sus dos miradas se encontraron.
¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hu-
biera podido decirlo. No había nada y lo había todo. Fue un
relámpago extraño. Una grieta misteriosa se había entreabierto y,
luego, bruscamente cerrado. Hay un día en que toda joven mira
así. ¡Desgraciado del que se encuentra cerca!
Es raro que a donde quiera que caiga esta mirada no haga
nacer una profunda meditación. Las miradas mejor elaboradas
poseen el mágico poder de hacer brotar en el fondo del alma esa
flor sombría, llena de perfumes y de venenos, que se llama amor.
121

Al día siguiente, a la hora acostumbrada, Marius sacó de su


armario sus mejores ropas. Se vistió con toda pompa y lujo pro-
digioso, y se fue al Luxemburgo. Al desembocar en el paseo di-
visó al otro extremo, en su banco, al señor Blanco –como él lo
llamaba– y a la joven. Se abotonó hasta arriba el frac, lo estiró
por el pecho y espalda para que no hiciera arrugas. Así se fue
derecho al banco.
A medida que se acercaba, iba acortando el paso. Llegó a cier-
ta distancia del banco, se detuvo y, sin saber cómo, se volvió en
dirección opuesta a la que llevaba. La joven apenas pudo verlo
de lejos y notar el buen aire que tenía con su traje nuevo. Sin
embargo, él caminaba muy derecho para tener buena facha en el
caso de que lo mirara alguien que estuviese detrás.
Algunos segundos después pasaba por delante del banco, tie-
so y firme, ruborizado hasta las orejas, sin atreverse a mirar ni a
derecha ni a izquierda, con la mano metida entre los botones del
frac, como un hombre de Estado. En el momento que pasó bajo
el cañón de la plaza, comenzó a latirle fuertemente el corazón.
Ella vestía, como la víspera, su traje de damasco y su sombrero
de crespón. Marius oyó una voz inefable que debía ser su voz.
Hablaba tranquilamente. Ella permaneció algunos minutos, con
la cabeza baja, haciendo dibujos en la arena con una varita que
tenía en la mano. Después se volvió bruscamente hacia donde
estaba él; entonces decidió regresar a casa.
Uno de los últimos días de la segunda semana, Marius estaba,
como de costumbre, sentado en su banco. Tenía un libro abierto,
pero en la misma página desde hacía dos horas. De repente se es-
tremeció: el señor Blanco y su hija acababan de levantarse, y am-
bos se dirigían lentamente hacia donde él se encontraba. Cerró su
libro, luego lo abrió y procuró leer: temblaba. Lamentó profun-
damente no tener tiempo para tomar una postura conveniente.
En tanto, continuaban avanzando el hombre de cabellos blan-
cos y la joven. Le pareció que aquello duraba siglos, cuando en
122

realidad habían pasado algunos segundos. Estaba completamen-


te trastornado; hubiera querido en aquel instante ser hermoso;
tener una condecoración.
Oía aproximarse el ruido dulce y mesurado de sus pasos. Bajó
la cabeza. Cuando la levantó estaban frente a él. La joven pasó
y lo miró fijamente, con cierta dulzura pensativa que lo hizo es-
tremecer de la cabeza a los pies. Sentía arder una hoguera en su
cerebro. Ella se había acercado a él: ¡qué alegría! Y luego, ¡cómo
lo había mirado! La siguió con la vista hasta que desapareció.
Estaba perdidamente enamorado.
El aislamiento, el orgullo, la independencia, la inclinación a
las bellezas naturales, la falta de actividad cotidiana y material,
las luchas secretas de la castidad, habían preparado a Marius para
ser poseído de ese espíritu que se llama la pasión.
Un mes largo pasó, durante el cual fue todos los días al Lu-
xemburgo. Se atrevió a aproximarse al banco. Sin embargo, no
pasaba por delante, obedeciendo a la vez al instinto de timidez
y al de prudencia de los enamorados. Juzgaba útil no llamar “la
atención del padre”.
Hablando lo más natural y lo más tranquilamente del mundo
con el hombre de los cabellos blancos, la joven apoyaba sobre
Marius los rayos misteriosos de una mirada virginal y apasiona-
da. Su boca contestaba al uno, y su mirada respondía al otro. Sin
embargo, es preciso creer que el señor Blanco había llegado al fin
a notar algo, porque frecuentemente, al ver a Marius, se levanta-
ba y se ponía a pasear.
Una tarde, casi al anochecer, había hallado un pañuelo en
el banco que el señor Blanco y su hija acababan de abandonar.
Era blanco y fino. Le pareció que emanaba inefables perfumes.
Se apoderó de él y notó que estaba marcado con las letras U. F.
“¡Úrsula!”, pensó; “¡qué delicioso nombre!”.
Acabamos de ver cómo Marius creyó descubrir que ella se lla-
maba Úrsula. En tres o cuatro semanas devoró aquella felicidad,
123

deseó otra, y quiso saber dónde vivía. Y justo ahí Marius cometió
un grave error: siguió a “Úrsula”. Descubrió que vivía en la calle
del Oeste en una casa nueva de tres pisos, de modesta apariencia.
Al día siguiente, el señor Blanco y su hija sólo dieron un peque-
ño paseo en el Luxemburgo: todavía era muy de día cuando se
marcharon. Marius los siguió a la calle del Oeste como acostum-
braba. Al llegar a la puerta-cochera, el señor Blanco hizo pasar
primero a su hija; luego se detuvo antes de atravesar el umbral, se
volvió y miró fijamente a Marius. Al día siguiente ya no fueron al
Luxemburgo y Marius esperó en balde todo el día.
Al día siguiente tampoco, al igual que los ocho días subse-
cuentes. Fue a la residencia del padre y su hija, pero estaban
cerradas las ventanas y no había luz en éstas. Marius llamó a
la puerta-cochera, entró y preguntó al portero por el señor del
tercer piso. El vigilante respondió que se habían mudado el día
anterior y no había pistas de su nueva residencia.
XXI
EL MAL POBRE

M
arius seguía viviendo en la casa Gorbeau, donde
no hablaba con nadie.
Entre sus vecinos, estaban los Jondrette, una fa-
milia que se hallaba en la miseria. En un acto de caridad, él les
había pagado la renta en una ocasión. Ello no quería decir alguna
relación con aquella pareja ni con sus dos hijas.
Cierta mañana el joven se disponía a salir para ir a trabajar
cuando llamaron suavemente a la puerta. “Perdón, caballero...”,
oyó decir a alguien. Era una voz áspera, enronquecida por el
aguardiente y los licores. Marius se volvió con presteza y vio a
una joven. Era una criatura flaca y descolorida; no tenía más
que una mala camisa y un vestido sobre su helada y temblorosa
desnudez. Marius se había levantado, y consideraba con cierto
estupor a aquel ser, casi semejante a las formas de la imaginación
en los sueños. La joven habló con su voz de presidiario borracho:
“Traigo una carta para usted, señor Marius”. La abrió y leyó:

Mi amable y joven vecino: He sabido sus bondades para conmigo, pagó


mi alquiler hace seis meses. Lo bendigo, joven. Estamos sin un pedazo

124
125

de pan hace dos días cuatro personas y mi mujer enferma. Acudo a la


generosidad de su corazón, que se humanizará a la vista de este espec-
táculo para serme propicio. Por favor, deme algún socorro. Soy, con la
distinguida consideración que se debe a los bienhechores, vuestro.
Jondrette
P. D: Mi hija esperará sus órdenes, querido señor Marius.

Ni la visita ni la carta le sorprendieron, Sabía que su vecino


Jondrette, en su miseria, tenía por industria explotar la caridad
de las personas benéficas. Escribía cartas que sus hijas llevaban a
personas que juzgaba ricas y caritativas. Aquel padre había llega-
do al extremo de arriesgar a sus hijas.
Marius, a fuerza de buscar y rebuscar en sus bolsillos, había
conseguido reunir cinco francos y dieciséis sueldos. Era todo
cuanto tenía, y era para la comida de ese día. Guardando los
dieciséis sueldos, dio los cinco francos a la joven. Ésta cogió la
moneda. “¡Bueno!, ¡ya salió el sol!”, gritó la muchacha. Recogió
su camisa sobre sus hombros, hizo un profundo saludo a Marius
y se encaminó hacia la puerta diciendo: “Buenos días, caballero;
venga a visitarnos un día de estos”.
Cuando Marius estaba por irse, vio pasar a la otra hija de
Jondrette. Entró a su departamento y cerró de un portazo. Sin
querer, el joven escuchó lo que decía la otra hermana.
—¡Allí viene!
—¿Quién? —se escuchó que preguntaba el padre.
—El tipo aquel que encontramos en la calle el otro día. El que
parece tener mucho dinero.
—¿Estás segura?
—Acabo de ver su coche por la calle del Petit-Banquier. Por
eso he corrido.
—¡Cómo sabes que es el mismo coche?
—¡Fácil! Porque había mirado el número
—Bien, eres una chica de talento.
126

Marius se ocultó. Por alguna razón, supo que allí había algo
raro. Se colocó de tal manera que nadie pudiera verlo, pero que a
él no le resultara difícil observar a los demás. Vio subir por la es-
calera a dos personas y detenerse ante la puerta de los Jondrette.
—Entre, señor, dígnese a entrar, mi respetable bienhechor, así
como su encantadora hija. Era hombre de edad madura acom-
pañado de una joven.
Al verlos el joven sintió un estremecimiento ¡Era Ella!
Marius apenas la distinguía al través del luminoso vapor que
se había esparcido súbitamente sobre sus ojos. Las palpitaciones
de su corazón le turbaban la vista. ¡Cómo! ¡La volvía a ver, des-
pués de haberla buscado tanto tiempo! Sentía que había perdido
su alma y que acaba de encontrarla.
A tal punto estaba oscuro el cuchitril que las personas que
venían de fuera sentían que entraban a una cueva. Los dos re-
cién llegados avanzaron con cierta vacilación; entre tanto, eran
perfectamente vistos y examinados por los habitantes del desván,
acostumbrados a aquellas penumbras.
El vecino comenzó a quejarse de no tener pan para comer
ni lumbre para calentarse. Tampoco tenían para comprar ropa.
Pero lo peor era que su esposa estaba en la cama enferma y su hija
herida a causa de un accidente sufrido en la calle.
—¡Pobre mujer! —dijo el señor Blanco.
—¡Ojalá eso fuera todo! Mañana es 4 de febrero, el día fatal,
el último plazo que me ha concedido mi casero, y si esta noche
no le pago, mañana, mi hija mayor, yo, mi esposa con su fiebre,
mi hija menor con su herida, los cuatro seremos arrojados de
aquí y echados a la calle. ¡Debo cuatro trimestres!, un año, es
decir, ¡sesenta francos!
El señor Blanco sacó cinco francos de su bolsillo y los echó
sobre la mesa. Entre tanto se había quitado un gran abrigo obs-
curo que llevaba sobre su levita azul, y lo había echado sobre la
espalda de la silla.
127

—Señor —dijo—, no traigo aquí más que esos cinco francos,


pero voy a llevar a mi hija a casa y volveré esta noche: ¿no es esta
noche cuando debe pagar? Vendré a las seis, y le traeré los sesenta
francos para el alquiler. Hasta la noche, amigos míos.
Cuando el hombre y salió con la muchacha, Marius pensó
en seguirlos. Así averiguaría donde vivián. Regresó a su departa-
mento a todo correr para tomar su sombrero. Bajó las escaleras
de dos en dos y llegó corriendo al boulevard. En aquel momento,
¡casualidad inaudita y maravillosa!, vio un cabriolé de alquiler
que pasaba vacío; hizo seña al cochero de que parara. El cochero
se detuvo, guiñó el ojo y extendió hacia su mano izquierda, fro-
tando suavemente el índice y el pulgar
—Paga anticipada —dijo.
Marius recordó que sólo llevaba consigo dieciséis sueldos.
Entonces preguntó el precio y el conductor le dijo que eran cua-
renta sueldos. El joven aseguró que lo pagaría al regresar, pero el
cochero por respuesta aplicó un latigazo al caballo.
Marius subió la escalera de la buhardilla a paso lento. Se sen-
tía el hombre más desgraciado del mundo. Al pasar nuevamente
junto a la puerta de los Jondrette escuchó al padre. Seguramente
hablaba con su esposa e hijas.
—Esta noche, cuando este caritativo caballero regrese, se lle-
vará una sorpresa. Le vamos a quitar todo y si se resiste, morirá.
La hora de la venganza ha llegado; después de tantos años es el
momento de ajustar cuentas.
Por más soñador que fuese Marius, era de naturaleza firme y
enérgica. Estaba indignado con lo que acababa de oír: al parecer
los Jondrette tenían preparada una trampa para el señor Blanco y
su hija. Al parecer los habían conocido ocho años atrás y habían
quedado en malos términos. Lamentablemente desde su puesto
era imposible que entendiera todos los puntos de la conversa-
ción; sobre todo del marido y la esposa, cuyas memorias eran
más puntuales. “¡Es preciso aplastar a esos miserables!”, se dijo
128

Marius. Pero si no conocía la residencia de los amenazados, no


había forma de avisar. Sólo se podía hacer una cosa. Se dirigió
hacia a la calle de Pontoise, al número 14, donde se ubicaba la
estación de policía.
Al llegar al número 14 de la calle de Pontoise, subió al piso
principal y preguntó por el comisario de policía. Le dijeron que
no se hallaba el comisario, sólo estaba el inspector que lo rem-
plazaba. Entonces lo introdujeron en la oficina del comisario.
Marius le refirió lo que se fraguaba. Esto debía verificarse a las
seis de la tarde en el punto más desierto del boulevard del Hospi-
tal, en la casa números 50 y 52. Al oír este número, el inspector
levantó la cabeza, y preguntó si era el cuarto del extremo del co-
rredor. Marius le respondió que sí y, con extrañeza, le preguntó si
ya conocía ese lugar. El inspector contestó que tal vez ubicaba la
residencia. Quedó un momento en silencio, y luego le preguntó
directamente si le podía prestar la llave de la residencia. Marius
se la entregó.
El inspector le dijo que debía ocultarse en casa de tal modo
que los inquilinos creyeran que había salido. Entonces le dio una
pistola, pues con ella daría aviso a la policía de que era hora de
aprehender a aquella familia.
—Descuide —respondió Marius, mientas recibía el arma.
Poco después llegó a grandes pasos a los números 50 y 52,
todavía estaba la puerta abierta. Subió la escalera de puntillas y se
deslizó por el corredor hasta su cuarto. Se sentó en su cama. Fal-
taba media hora para lo que iba a suceder. Oía latir sus arterias,
como se oye el movimiento del volante de un reloj en la oscuridad.
En la habitación de los Jondrette había luz. Marius veía brillar
el agujero de la esquina de la pared con una claridad rojiza que
le parecía sangrienta. Transcurrieron algunos minutos. Marius
oyó la puerta de la calle girar sobre sus goznes; un paso pesado y
rápido subió la escalera y recorrió el corredor, levantó el pestillo
de la puerta con ruido: era Jondrette que entraba.
129

Se elevaron al momento muchas voces. Toda la familia estaba


en el desván. Se oyó una voz que decía: “La ratonera está abierta.
Los gatos están ahí. Pon esto al fuego”.
Las seis darían pronto, porque la media había dado hace rato
en San Medardo. En ese momento se volvió a oír la voz de Jon-
drette: “¡Diablo!, es necesario que las chivas vayan a ponerse en
acecho; vengan aquí mujeres y escuchen…”. Marius consideró
que había llegado el momento de volver a ocupar su puesto en su
observatorio. En un abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad de sus
pocos años, se halló junto un agujero de la pared. Miró.
En el interior de la habitación de los Jondrette había una ex-
traña claridad, algo como un brillo. Era la estufa que habían
preparado por la mañana. El carbón estaba hecho ascua y la es-
tufa roja; al fondo de ésta se hallaba un cincel enrojecido entre
las ascuas.
Jondrette había encendido su pipa; estaba sentado sobre la
silla desfondada y fumaba. Su mujer le hablaba en voz baja. De
pronto Jondrette alzó la voz:
—A propósito: con el tiempo que hace, vendrá en coche. En-
ciende la linterna, cógela y baja. Quédate detrás de la puerta: en
el momento en que oigas pararse el carruaje, la abrirás; subirá
y mientras entra aquí, bajarás a toda prisa, pagarás al cochero
y despedirás el carruaje. Marius por su parte sacó la pistola que
tenía en el bolsillo derecho y la cargó, conservándola en su mano.
De pronto la lejana y melancólica vibración de una campana
conmovió los vidrios. Daban las seis en San Medardo.
—¡Entre, mi bienhechor! —Exclamó Jondrette, levantándose
precipitadamente.
Apareció a la puerta el señor Blanco. Tenía un aire de sere-
nidad que le hacía singularmente venerable. Puso sobre la mesa
cuatro luises y dijo:
—Señor, aquí tiene para el alquiler y para sus primeras nece-
sidades. Después ya veremos.
130

Jondrette se lo agradeció extensivamente y, acercándose rápi-


damente a su mujer, añadió: “Despide el coche”. En tanto el se-
ñor Blanco se había sentado y el padre de familia tomó posesión
de la otra silla enfrente de su benefactor.
En ese momento, Marius alzó los ojos y vio que algunos hom-
bres se acercaban por el pasillo rumbo al departamento de Jon-
drette. Los sujetos entraron sin llamar a la puerta.
Eran cuatro individuos con los brazos desnudos, inmóviles y
el rostro tiznado de negro. Jondrette observó que la mirada del
señor Blanco se fijaba en aquellos hombres. Entonces trató de
tranquilizarlo, diciéndole que eran vecinos y que su apariencia se
debía a su oficio: mineros. Y para no levantar sospechas, redirigió
la atención de su benefactor al cuadro que tenía en su pared. El
señor Blanco vio la obra y dijo que, a lo mucho, valía tres fran-
cos. Pero Jondrette insistió en que deseaba mil escudos por él.
El invitado se levantó y paseó rápidamente su mirada por el
cuarto. Tenía a Jondrette a su izquierda del lado de la ventana y a
la señora Jondrette y los cuatro hombres a la derecha, por el lado
de la puerta. De repente la apagada pupila de aquel hombrecillo
se iluminó con un horrible fulgor, al tiempo que se enderezó y se
mostró temible; dio un paso hacia el señor Blanco y le gritó con
voz tonante:
—No se trata de nada de esto: ¿me reconoce?
Como obedeciendo a una señal los cuatro desconocidos se
aproximaron al señor Blanco con actitud amenazante.
Aunque pálido y sorprendido, el señor Blanco se veía firme y
valiente ante tal peligro, parecía ser de esas naturalezas que son
valerosas. Marius se sintió orgulloso de aquel desconocido. Tres
de los hombres de la habitación habían tomado el uno, unas
grandes tijeras para cortar metales; el otro la barra y el tercero
un martillo.
Jondrette se acercó de nuevo al señor Blanco y repitió su pre-
gunta: “¿No me reconoce?”. Éste lo miró a la cara y respondió
131

con una negativa. Así llegó la hora en que el señor Jondrette


reveló su identidad: “¡Me llamo Thenardier! ¡Soy el posadero de
Montfermeil!”.
En el momento en que Jondrette había pronunciado el nom-
bre Thenardier, Marius se estremeció, como si una espada le
atravesara el corazón. ¡Al fin hallaba al hombre que tanto bus-
caba! Pero el salvador de su padre no era sino un bandido. ¿Qué
hacer?, ¿qué partido elegir? Faltar al santo compromiso con su
padre, su más alto deber, a cambio de evitar un crimen.
Entre tanto, Thenardier, a quien ahora llamaremos así, se pa-
seaba como celebrando su triunfo, riendo e injuriando, recor-
dando todos los detalles de la Navidad de 1823 en la posada, la
noche en que el salvador de Cosette llegó con esa terrible mu-
ñeca.
De pronto Thenardier se calló. Se ahogaba. Su pecho mez-
quino y angosto hipaba como el fuelle de una fragua. El señor
Blanco no lo interrumpió, pero cuando acabó le dijo que se-
guramente debía haberlo confundido con alguien más, pues él
no era ningún millonario. Y de nuevo se dirigió el hombre a su
adversario. Con una extraña voz de autoridad, trató de calmar al
hombre que evidentemente era un bandido. A lo que Thenardier
respondió, babeando de la euforia: “Sí, soy un bandido, soy un
ex soldado de Waterloo, quebré y ahora necesito todo su dinero”.
Marius había logrado controlar sus angustias y escuchaba.
La última posibilidad de duda acababa de desvanecerse. Aquel
hombre era efectivamente el Thenardier del testamento. Marius
se estremeció al oír la reconvención de ingratitud dirigida a su
padre y que él estaba a punto de justificar tan fatalmente. Cuan-
do Thenardier recobró su aliento, fijó sobre el señor Blanco sus
sangrientas pupilas, y le dijo en voz baja y breve: “¿Qué tienes
que decir antes que te torturen?”. Y al momento los hombres
que lo rodeaban comenzaron a reír y a chillar del disfrute. Todos
comenzaron a descubrir el tizne de sus rostros. El señor Blanco
132

aprovechó el momento de las distracciones. Rechazó con el pie la


silla, la mesa con la mano y, de un salto, dio con la ventana. Fue
como un relámpago a la hora de huir. Tres de los cómplices se
habían lanzado sobre él y lo regresaron adentro con manotadas
y pisotones. Entre varios hombres lo aplacaron y lo pusieron en
un banco, para después atarlo a éste. Thenardier gritó: “¡No le
hagan daño!”. Y en el acto, todos se detuvieron y se aplacaron lo
ánimos. La fisonomía del ex posadero cambió, se hizo tranqui-
la y dulce. Entonces se acercó a su presa, para negociar con él.
—Podemos entendemos —continuó Thenardier—, arreglemos
esto amistosamente. Yo no quiero todo su dinero, pues usted
debe tener sus compromisos y no quiero arruinarlo. Eso no sería
razonable: usted tiene la suerte de ser rico y haré un sacrificio por
mi parte. Necesito solamente doscientos mil francos.
Entonces Thenardier empujó una mesa cerca del señor Blan-
co. Sacó tintero, pluma y papel del cajón, que dejó entreabierto,
y en el cual relucía la ancha hoja de un cuchillo. Colocó el papel
delante del señor Blanco.
—Escriba —dijo, dando a sus compinches la orden de que le
soltaran el brazo. Comenzó a dictar lo siguiente: “Ven al momento;
necesito absolutamente de ti. La persona que te entregará esta car-
ta está encargada de conducirte a donde yo estoy. Te espero. Ven.”
Esta carta se la entregó a la señora Thenardier, la cual se ha-
bía arreglado para salir a la calle. Luego el posadero le dijo a su
prisionero que debía firmar esa carta y poner su dirección; pues
enseguida saldría su esposa para recoger a su hija y traerla ahí.
A fuerza de golpes y apretones lo obligaron a escribir. La direc-
ción que puso el prisionero decía: Urbano Fabre, calle Saint-Do-
minique d’Enfer, número 17. Y con esto, pronto salió la mujer.
Había un coche abajo esperando por ella. Pero más tardó en salir
que en regresar, diciendo a su esposo que no había tal dirección:
nadie conocía a un tal Urbano Fabre en aquel lugar ni nadie daba
referencia de él o su hija.
133

Justo al oír eso, Thenardier tomó el cuchillo del cajón y se


precipitó sobre su víctima. Pero el señor Blanco, en un acto de
magnífica fuerza y agilidad, se levantó y venció los amarres. Arro-
jó la silla y tomó el cincel que estaba en las brasas. Lo empuñó y
les dijo que si pensaban que ellos lo obligarían a decir cosas que
jamás diría o que les daría a su hija, eran más torpes de lo que
creían.
En eso, cayó una nota por un ducto. Era un papel amarrado a
un ladrillo que decía: “Los policías están aquí”. Thenardier reco-
noció los gruesos caracteres de su hija Eponine. Al instante gritó:
“¡Pronto!, ¡por las escaleras! Dejemos el tocino en la ratonera, y
abandonemos el campo”.
Pero antes de que el contingente de maleantes pudiera organi-
zar su partida, una figura entró por la puerta principal. Tenía un
sombrero y una levita oscura: era el comisario Javert. Se quitó el
sombrero mientras sonreía.
Javert, al anochecer organizó a su gente y él mismo había em-
boscado, detrás de los árboles en la calle de la Barrera de los
Gobelinos, a los vigilantes que cuidaban el edificio. Entre ellas,
prendió a una de las hijas de los Thenardier, AAzelma. Luego,
seguro de que allí había un “nido” por haber conocido a muchos
de los bandidos que habían entrado, decidió subir sin esperar el
pistoletazo de Marius.
Javert se puso su sombrero, dio dos pasos por el cuarto con
los brazos cruzados. Traía el bastón debajo del brazo y el espadín
en la vaina. Uno de los maleantes sacó una pistola de debajo de
su blusa y la puso en la mano de Thenardier, quien la empuñó y
apuntó a Javert. El inspector, al ver que le apuntaban, sin alterar-
se dijo: “No lo hagas, fallarás”. Thenardier tiró del gatillo, pero
el disparo no salió.
Javert dio la orden: “Entren ya”. Una escuadra de municipa-
les, sable en mano, y de agentes armados, se precipitó en la habi-
tación. Esposaron a los bandidos a la voz de Javert. También vio
134

al prisionero de los bandidos: no había pronunciado una palabra


y se mantenía con la cabeza baja. Mandó que lo desataran.
Pasado un instante quiso ver al prisionero para hablar con
él. Miró hacia los lados y preguntó por éste. El señor Blanco, el
padre de la Alondra, había desaparecido.
—¡Diablo —dijo Javert entre dientes—, no es posible que se
nos volviera a escapar!
CUARTA PARTE
EL IDILIO DE LA CALLE PLUMET Y LA EPO-
PEYA DE LA CALLE DE SAN DIONISIO

XXII
ÉPONINE

M
arius había asistido al inesperado desenlace de la
emboscada que había dado a conocer a Javert. Salió
junto con los hombres del inspector y se dirigió a
casa de Courfeyrac para pedirle asilo. Al día siguiente, a las siete
de la mañana, volvió a la casa, pagó el alquiler y lo que debía a la
tía Bougón. Tomó todas sus cosas y se fue sin dejar las señas de
su nueva casa. De manera que cuando Javert quiso interrogar a
Marius sobre el suceso, él ya se había ido.
Pasó un mes y después otro. Marius seguía en casa de Cour-
feyrac: supo por un pasante de abogado que Thenardier estaba
incomunicado, por lo que todos los lunes daba al alcaide de la
cárcel cinco francos para Thenardier. Pero pronto se acabó el di-
nero del joven y tuvo que pedirle prestado a su amigo Courfeyrac.

135
136

Marius estaba dolorido; todo para él había vuelto a las tinie-


blas. No veía nada delante de sí; su vida estaba sumergida en un
misterio, en que andaba a tientas.
El obrero de cabellos blancos que Marius había encontrado
en las cercanías de Los Inválidos, se le presentaba a la memoria.
Este hombre tenía cosas heroicas y cosas equívocas. ¿Por qué no
había gritado pidiendo auxilio? ¿Por qué había huido? ¿Era el pa-
dre de la joven? Estas preguntas eran otros tantos problemas sin
solución. Para colmo de su desgracia volvía a visitarle la miseria.
Desde hacía algún tiempo, había abandonado su trabajo; y nada
es más peligroso. El trabajo es una costumbre fácil de perder y
difícil de volver a adquirir.
Todo el pensamiento de Marius era ella; no pensaba en otra
cosa. Se gastaba su vida al decir: “¡Si tan sólo pudiese verla antes
de morir!”. Por lo demás, se sucedían los días y nada nuevo se pre-
sentaba; a veces creía entrever el borde del precipicio sin fondo.
Sucedió una vez que sus paseos solitarios le llevaron a un pa-
raje, cerca del arroyo llamado de los Gobelinos. Marius, grata-
mente sorprendido por el atractivo casi salvaje de aquel lugar,
preguntó a un transeúnte por el nombre del sitio. Le respondió:
“El Campo de la Alondra”.
Esto era absurdo, pero irresistible. Pensó que, debido a tal
nombre, allí se podría reencontrar con su amada. Y desde enton-
ces fue todos los días al Campo de la Alondra.

El triunfo de Javert en la casa de Gorbeau había parecido com-


pleto, pero no lo había sido. En primer lugar, Javert no había
atrapado al prisionero de los maleantes. La víctima que se es-
conde es más sospechosa que el criminal. Y, por otra parte, el
pazguato abogado que se acobardó para dar el tiro que sería la
señal, ¿era sólo un abogado?
Marius no visitaba a nadie: solamente algunas veces encontra-
ba al señor Mabeuf a la hora en que éste iba al Jardín Botánico,
137

solían toparse el viejo y el joven en el boulevard del Hospital,


pero no se hablaban; solamente se saludaban con la cabeza tris-
temente.
Mientras tanto, el señor Mabeuf trabajaba todo el día en su
sembrado de añil, y por la noche volvía a su casa para regar el jar-
dín y leer sus libros. Tenía por entonces muy cerca de los ochenta
años.
Una noche tuvo una singular aparición. Había vuelto a su
casa muy de día aún. Su vieja ama de llaves, cuya salud se que-
brantaba, estaba enferma y acostada. El señor Mabeuf era de
ésos para quienes las plantas tienen alma. Había trabajado todo
el día en su plantío de añil y estaba rendido de cansancio; se le-
vantó y se dirigió lentamente al pozo. Cuando cogió la soga no
pudo ni siquiera tirar para desengancharla. Entonces oyó una
voz que decía:
—Señor Mabeuf, ¿quiere que riegue yo el jardín?
Antes que hubiera podido responder una sílaba el señor Ma-
beuf, una joven había desenganchado la soga y sumergido la cube-
ta: el buen hombre veía esta aparición. La muchacha tenía los pies
desnudos y un vestido roto. Corría por todas partes derramando
vida. Primero una cubeta y luego otra: así regó todo el jardín.
—¡Qué lástima que yo sea tan desgraciado y tan pobre, y que
no pueda hacer nada por ti!
Algo puede hacer —dijo ella—. Dígame dónde vive el señor
Marius.
—El señor Marius... Claro, el barón Marius Pontmercy. Aho-
ra me acuerdo. Pasa mucho por el boulevard, y va hacia la Gla-
ciére, calle de Croule-Barbe, Campo de la Alondra. Ve por allí y
no será difícil que lo encuentres.
Cuando el señor Mabeuf se enderezó, ya no había nadie: la
joven había desaparecido.
Algunos días después de la visita de aquel “espíritu” al señor
Mabeuf, Marius se paseaba un poco con el deseo de recobrar las
138

ganas de trabajar. Caminaba rumbo al Campo de la Alondra.


De repente, en medio del éxtasis que le dominaba, oyó una voz
conocida que decía: “¡Vaya! ¡Ahí está!”.
Levantó los ojos y reconoció a aquella desgraciada niña que
había ido una mañana a su casa, la hija mayor de Thenardier:
Éponine. Estaba empobrecida y hermoseada, dos cosas que pare-
cían imposibles. Se había parado delante de Marius con alguna
expresión alegre. Estuvo así algunos momentos, como si no pu-
diese hablar.
—¡Ya te encontré! —dijo por fin—. Tenía razón el señor Ma-
beuf. ¡Era este boulevard! Oh, cómo te he buscado desde hace
seis semanas ¿Ya no vives allá?
—No —dijo Marius.
—¡Oh! ya comprendo. Parece que no te alegras de verme.
Marius callaba; ella guardó silencio por un momento, y des-
pués exclamó: “¡Sé las señas de la señorita!”. Y después de pro-
nunciar esta palabra, suspiró profundamente. El joven no pudo
contener su emoción y ofreció todo cuanto tenía por saber su
paradero. Éponine, con alegre semblante, le dijo que lo haría.
Antes de partir, Marius tomó del brazo a la joven y le pidió
que le jurara una cosa. La muchacha echó una carcajada, tratan-
do de zafarse. Y antes de que él dijera algo, Éponine se adelantó:
“¡No diré las señas a mi padre! ¿No es eso?”. Marius asintió y dijo
con gravedad que no podía decir ni una palabra. La mozuela
prometió no hacerlo.
Pronunciadas esas palabras, Éponine se volvió hacía Marius;
risueña le preguntó que si recordaba su promesa. Marius registró
su bolsillo. No poseía en el mundo más que los cinco francos
destinados a Thenardier, mismos que sacó y puso en la mano de
Éponine.
Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo. Luego miró
a Marius con aire sombrío y le dijo: “No quiero tu dinero”.
XXIII
LA CASA DE LA CALLE PLUMET

H
acia mediados del siglo último, un presidente de sala
en el Parlamento de París tuvo una amante. Queriendo
ocultarla, hizo construir una casa en el arrabal de San
Germán, en la calle desierta de Blomet, que hoy se llama Plumet.
Se componía esta casa de un pabellón de un solo piso; tenía dos
salas en la planta baja y dos cuartos en la principal; debajo del
tejado un granero, un jardín y un pequeño patio trasero; ese úl-
timo era una especie de secreto, destinado a ocultar a un niño y
una nodriza.
En el mes de octubre de 1829, un hombre de alguna edad
se había presentado y había alquilado la casa tal como estaba.
Este inquilino era Jean Valjean, acompañado de Cosette y una
criada llamada Santos. Había alquilado la casa con el nombre del
señor Fauchelevent, rentista. ¿Por qué abandonó Jean Valjean el
convento del pequeño Picpus? ¿Qué había sucedido? Nada había
pasado de extraordinario. Valjean era feliz en el convento, tan
feliz, que su conciencia concluyó por alarmarse. Se decía que la
niña tenía derecho a conocer el mundo antes de renunciar a él.
No quería incitar en ella una vocación religiosa artificial.

139
140

Resolvióse, pues, a abandonar el convento. Aunque no dejó


el lugar sin antes pagar una indemnización al convento por la
educación de Cosette. A fuerzas de ruegos, quiso darle a la madre
priora una suma de cinco mil francos. Así salió Jean Valjean del
convento de la Adoración Perpetua.
Cosette en el convento había aprendido la ciencia del hogar:
arreglaba los gastos, que eran muy modestos. Todos los días, Jean
Valjean la llevaba a pasear al Luxemburgo, a la alameda más soli-
taria; y los domingos a misa a Santiago de Haut-Pas.
Ni Jean Valjean, ni Cosette, ni la tía Santos, entraban o salían
de la casa más que por la puerta de la calle de Babilonia. Si la
gente no los veía por la verja del jardín, era difícil adivinar que
vivían en la calle Plumet. Esta verja estaba siempre cerrada, y
Jean Valjean había dejado oculto el jardín para que no llamase
la atención.
Aunque en esto se engañaba.
Aquel jardín, abandonado hacía más de medio siglo, había
llegado a ser extraordinario y hermoso pues la Naturaleza se ha-
bía adueñado de todo. Los transeúntes se paraban a contemplar-
lo sin sospechar los secretos que ocultaban sus verdes y frescas
espesuras.
Aquel espacio, de cien metros cuadrados, era un santo mis-
terio. Dentro poseía todo tipo de árboles, arbustos y flores. Si
se veía detenidamente, no era ya un jardín sino era una male-
za colosal; era impenetrable como un bosque, poblada y viva
como una ciudad, olorosa como un ramillete y solitaria como
una tumba.
Había también en aquella soledad un corazón que estaba pre-
parado. El amor no tenía que hacer más que manifestarse; tenía
allí un templo compuesto de verdor, suspiros, candor e ilusión.
Cosette había salido del convento casi niña; tenía poco más
de catorce años y estaba “en la edad ingrata”. Su belleza era un
botón en espera de la aurora. Su educación estaba terminada en
141

materia de religión, y sobre todo devoción. Sabía algo de histo-


ria, geografía, gramática y un poco de música. Pero por lo demás,
ignoraba todo; lo cual es un atractivo, mas también un peligro.
Cosette no había tenido madre; había tenido muchas madres,
en plural. En cuanto a Jean Valjean, poseía toda la ternura, y le
brindaba todos los cuidados posibles; pero no era más que un
viejo que nada sabía.
No hay cosa que prepare mejor a una joven para las pasiones
como el convento: el convento dirige el pensamiento hacia lo
desconocido. El corazón replegado sobre sí mismo se socava, se
ahonda profundamente. De ahí provienen las visiones, las conje-
turas, el deseo de aventuras y los castillos en el aire en los cuales
las pasiones encuentran pronto dónde alojarse, luego que se les
permite entrar.
Cosette adoraba al buen hombre y siempre iba detrás de él;
donde estaba Jean Valjean, allí estaba su felicidad. Tenía muy
poca memoria de su infancia, los Thenardier habían quedado en
su memoria como dos figuras repugnantes de una pesadilla. Val-
jean era parte de una visión nocturna, en la que ella cargaba una
cubeta en medio de profundas tinieblas; de las cuales él la rescató
Jean. Y su madre, cuando él le hablaba de ella, fue un ángel por
fuerza del martirio.
Se ha abusado tanto de las miradas en las novelas amorosas,
que se ha concluido por darles poca importancia. Un novelista
raramente se atreve a decir que dos seres se han amado porque
se han mirado; y, sin embargo, así es como se ama, y como úni-
camente se ama. En el momento en que Cosette dirigió, sin sa-
berlo, aquella mirada que turbó a Marius, éste no sospechó que
había dirigido otra mirada que turbó también a Cosette, hacién-
dole el mismo mal y el mismo bien.
Las mujeres que se descubren bellas, son semejantes a los ni-
ños con un cuchillo; descubren un arma, pero por ignorancia
o inexperiencia se hieren. Y de esa manera, ambos se afectaron.
142

Aquel día la mirada de Cosette volvió loco a Marius, y la mirada


de él puso temblorosa a Cosette. Marius se fue contento; Coset-
te, inquieta. Desde aquel día se adoraron.
Todos los días esperaba con impaciencia la hora del paseo.
Cuando encontraba a Marius, sentía una felicidad indecible y
creía expresar sinceramente todo su pensamiento con decir a
Jean Valjean: “¡Qué delicioso jardín es el Luxemburgo!”.
Marius y Cosette no se hablaban, no se saludaban, no se co-
nocían; sólo se veían, y como los astros en el cielo que están
separados por millones de leguas, vivían de mirarse.

Todas las situaciones tienen su instinto. La vieja madre natura-


leza advertía sordamente a Jean Valjean la presencia de Marius.
Temblaba en lo más obscuro de su pensamiento. Marius, avisado
también por la misma madre naturaleza, hacía todo lo que podía
por ocultarse del “padre”.
En pocas palabras, Valjean detestaba cordialmente a aquel jo-
ven. Había empezado contra Marius una guerra sorda. Le tendió
un buen número de emboscadas; cambió de horarios, cambió de
banco, olvidó su pañuelo, fue solo al Luxemburgo. Marius cayó
de cabeza en todos estos lazos.
Jean Valjean no había interrumpido sus paseos al Luxembur-
go, porque temía que Cosette notara algo. Pero era evidente,
pese a la embriagada mirada de los enamorados, que Valjean mi-
raba con ojos chispeantes y terribles a Marius. A veces sentía que
las viejas garitas de su alma dejaban colar la cólera que antes lo
dominaba.
Marius continuó siendo insensato. Un día siguió a Cosette a
la calle del Oeste, otro día habló al portero, y el portero habló a
Valjean, diciéndole: “¿Qué querrá un joven curioso que ha pre-
guntado por vos?”. Al día siguiente, Jean Valjean dirigió a Marius
aquella mirada que al fin notó el joven. Ocho días después Val-
143

jean se mudó, prometiéndose no volver a poner los pies ni en el


Luxemburgo ni en la calle del Oeste.
Cosette por su parte iba decayendo de ánimo. En la ausen-
cia de Marius padecía, como había gozado en su presencia sin
explicárselo. Cuando Jean Valjean dejó de llevarla a sus paseos
habituales, un instinto de mujer murmuró confusamente en el
fondo de su corazón que no debía manifestar afición al Luxem-
burgo. Si este paseo le parecía indiferente, su padre la llevaría a
él. Su rostro se llenó de una palidez que era muy visible y alarmó
a Jean Valjean. Algunas veces, él le preguntaba qué tenía, pero
ella respondía: “No tengo nada”.
XXIV
SOCORROS DE ABAJO QUE NO PUEDEN
SER SOCORROS DE ARRIBA

L
a vida de ambos se iba obscureciendo por grados.
Abandonados los paseos y dedicados a la reclusión, no les
quedaba ya más que una distracción, que en otro tiempo
había sido su felicidad: llevar pan a los que tenían hambre, vesti-
do a los que tenían frío.
Al día siguiente de la infortunada visita al cuchitril de Jodre-
tte, Jean Valjean tenía una ancha herida en el brazo izquierdo,
que lo tuvo más de un mes con fiebre y sin salir de casa; no quiso
ver a ningún médico. Cuando Cosette lo instaba a que buscara
quién lo atendiera, le decía: “Llama al médico de los perros.”
Finalmente, su fuerte naturaleza se impuso. Cuando Cosette
vio que su padre se iba curando, sintió una alegría que apenas
pudo manifestar; tan dulce y naturalmente se presentaba. Pasa-
ron las estaciones: desaparecía el invierno y llegaba la primavera
y, con ella, mudó el ánimo de ambos. Cosette no estaba ya triste,
por más que no pudiese explicarlo.
Valjean, satisfecho, veía su cicatriz, sonrosada y fresca. “¡Oh,
bendita herida!”, repetía en su interior.

144
145

El dolor de Cosette había entrado en convalecencia. Un día


pensó de repente en Marius, pero al instante se aplacó y se dijo a
sí misma que ya no pensaba en él. Esto sucedía precisamente en
el momento en que Marius descendía a la agonía y se decía: “¡Si
tan sólo pudiera verla antes de morir!”.
Cosette tenía una pasión adormecida en su alma; amor en el
estado flotante. La imagen del joven se reflejaba en la superficie,
aunque Cosette no sabía si había algo más en el fondo. Entonces
sucedió un incidente singular.

En la primera quincena de abril Jean Valjean hizo un viaje. Esto


sucedía algunas veces, se ausentaba por uno o dos días a lo más.
¿Adónde iba? Nadie lo sabía, ni siquiera Cosette.
Por la noche, la joven estaba sola en la sala. Serían cerca de las
diez, cuando de repente creyó oír pasos por el jardín. No podía
ser su padre, porque estaba ausente; ni la tía Santos, porque esta-
ba acostada. Se dirigió a la ventana de la sala que estaba cerrada
y aplicó el oído. No había nadie.
Al día siguiente, más temprano, se repitió el suceso. Ella estaba
paseando en el jardín y la luna, que acababa de salir a su espalda,
proyectó su sombra delante de ella. Pero al lado de su sombra, se
dibujó otra singularmente espantosa y terrible; una sombra que
tenía sombrero redondo. Cosette se detuvo aterrorizada.
Parecía la de un hombre que estuviese de pie en la orilla del
césped, a pocos pasos detrás de ella. Permaneció un minuto pe-
trificada. Pero al fin, reuniendo todo su valor, se volvió resuelta-
mente. No había nadie.
Al día siguiente volvió Jean Valjean. Cosette le refirió lo que
había creído ver y oír, cosa que lo alarmó. Fue al jardín y exami-
nó la verja con mucha atención. Valjean pasó aquella noche y las
dos siguientes en el jardín, y Cosette le observó por la ventanilla.
La tercera noche había luna menguante. De pronto, oyó una
carcajada y, seguida de ella, la voz de su padre que la llamaba:
146

“¡Cosette!”. Se echó fuera de la cama, se puso una bata y abrió


la ventana. Su padre estaba en el jardín y le enseñó sobre el cés-
ped una sombra que hacía la luna. Ésta parecía el espectro de
un hombre con sombrero redondo. Cosette se echó a reír tam-
bién; se borraron todas sus lúgubres suposiciones. Jean Valjean
se tranquilizó por completo. Aunque algunos días después hubo
un nuevo incidente.
En el jardín había un banco de piedra, cerca de la verja que
daba a la calle y de un enrejado de cañas. Una tarde de ese mis-
mo mes Cosette se había sentado en este banco. Se levantó unos
instantes para pisar el césped, pero cuando volvió a su asiento
notó que había una piedra ahí que antes no estaba. Se estremeció
ante tal aparición.
Toda la noche estuvo viendo una piedra, grande como una
montaña, y llena de cavernas. Pero cobró valor y se vistió para
bajar al jardín. La piedra estaba allí. Levantó el pesado objeto y
vio que debajo había un papel, como una carta. Cosette la abrió
ahora libre de temor e inundada de impaciencia. Dentro había
un cuadernito de papel: no tenía nombre ni firma. ¿A quién iba
dirigido aquello? Esto es lo que decía:

La reducción del universo a un solo ser, la dilatación de un solo ser


hasta Dios; esto es el amor.
El amor es la salutación de los ángeles a los astros. ¡Qué triste está el
alma cuando está triste por el amor!
El amor es bastante poderoso para emplear a la naturaleza entera en
sus mensajes. ¡Oh primavera, tú eres una carta que yo escribo! El por-
venir pertenece más al corazón que a la inteligencia.
El amor es lo único que puede ocupar y llenar la eternidad. El infinito
necesita lo inagotable.
El amor es una parte del alma misma; es una chispa divina: incorrup-
tible, indivisible, imperecedera. Es una partícula de fuego que está en
nosotros, que es inmortal e infinita, a la cual nada puede limitar, ni
147

amortiguar. Se la siente arder hasta en la médula de los huesos, y se la


ve brillar hasta en el fondo del cielo.
El amor verdadero se desespera y se encanta por un guante perdido o
por un pañuelo encontrado, y necesita la eternidad para su desinterés y
para sus esperanzas. Se compone a la vez de lo infinitamente grande, y
de lo infinitamente pequeño.
El alma elevada y serena, que domina las nubes y las sombras de este
mundo, las locuras, las mentiras, los odios, la vanidad, la miseria,
habita el azul del cielo, y no siente más que las conmociones profundas
y subterráneas del destino, como las cimas de las montañas sienten los
temblores de tierra.
Si no hubiera quien amara, se apagaría el sol.

Durante esta lectura, Cosette iba cayendo poco a poco en


meditación. En el momento en que levantó los ojos de la últi-
ma línea del cuaderno, se preguntó quién habría escrito eso. No
dudó ni un minuto para encontrar la respuesta: sólo un hombre.
Se iluminó su alma. Experimentaba una alegría indecible y
una angustia profunda. ¡Era él! ¡Él quien le escribía, él que estaba
allí! ¡Él, que había pasado el brazo al través de la verja! Mientras
que ella lo olvidaba, él la había encontrado. Cosette pasó todo el
día sumida en una especie de aturdimiento.
Cuando llegó la noche, salió Jean Valjean. Cosette también se
arregló y vistió. ¿Quería salir? No. Al anochecer bajó al jardín y
se acercó al banco. Allí estaba todavía la piedra.
De pronto sintió esa impresión indefinible que se experimen-
ta, aun sin ver, cuando se tiene a alguien detrás. Volvió la cabeza
y se levantó. Era él. Tenía la cabeza descubierta, parecía pálido y
flaco; apenas se distinguía su traje negro.
Entonces oyó su voz, aquella voz que realmente no había oído
nunca, que apenas sobresalía del susurro de las hojas y que mur-
muraba: “Perdóname, estoy aquí. Tengo el corazón lleno; no po-
día vivir como estaba y he venido. ¿Has leído lo que he puesto
en ese banco? ¿Me reconoces? ¿Te acuerdas de aquel día en que
148

me miraste? ¡Si supieras que te adoro! Perdóname, no sé lo que


digo. ¿Te incomodo?”.
Se le doblaron las piernas a Cosette como si se muriera. Se
desmayaba. Él la tomó en sus brazos, la apretó y la sostuvo tem-
blando. Estaba perdido de amor. Le asió una mano y se la puso
sobre el corazón. El joven le preguntó si ella lo amaba. Cosette
respondió en una voz tan baja, que era un soplo: “¡Cállate! ¡Ya
lo sabes!”.
Un beso; esto fue todo. Los dos se estremecieron, y se mi-
raron en la sombra con ojos brillantes. Cuando acabaron, se lo
dijeron todo. Ella reposó su cabeza en el hombro de Marius y le
preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Yo me llamo Marius. ¿Y tú?
—Yo me llamo Cosette.
XXV
EL NIÑO GAVROCHE

E
n la primavera de 1832, época en que apareció la pri-
mera gran epidemia de este siglo en Europa, las brisas
fueron más incómodas y punzantes que nunca; había
una puerta más glacial aún que la del invierno entreabierta: era
la puerta del sepulcro. En esta brisa se sentía el aliento del cólera.
Una tarde en que estas brisas soplaban rudamente, Gavro-
che, el pilluelo de la calle del que ya hemos hablado, temblando
alegremente de frío bajo sus harapos, estaba de pie delante de
una peluquería. Observaba la tienda para ver si podía tomar del
escaparate una pastilla de jabón, que vendería por un sueldo a
un “peluquero” de las afueras. Muchos días almorzaba gracias a
una de estas pastillas. Él llamaba a este trabajo “hacer la barba a
los barberos”.
Mientras que Gavroche examinaba el escaparate y el jabón
Windsor, dos niños vestidos con limpieza, y menores que él, hi-
cieron girar tímidamente el picaporte. Entraron en la tienda pi-
diendo algo, una limosna quizá. El barbero se volvió con rostro
airado, y sin abandonar la navaja los echó a la calle.

149
150

Los dos niños echaron a andar llorando. Gavroche corrió de-


trás de ellos, los alcanzó y les dijo: “¿Qué tenéis, chiquillos?”. Los
pequeños no tenían donde dormir, por lo que Gavroche les dijo
que fueran con él. Y los dos niños lo siguieron.
Gavroche les hizo subir por la calle de San Antonio en di-
rección a La Bastilla. A mitad de camino les preguntó si habían
comido. Los niños le respondieron con solemne respeto que no
habían probado bocado desde la mañana. El muchachillo tentó
sus bolsillos y sacó una moneda de un sueldo. Pronto los guio
hacia la panadería más cercana. Al llegar puso la moneda en el
mostrador, gritando: “¡Mozo! Cinco céntimos de pan. En tres
pedazos, porque somos tres. ¡Pan blanco, mozo! Yo convido”. El
panadero no pudo menos de reírse y cortando el pan blanco los
miró de una manera compasiva, que chocó a Gavroche.
Salieron de ahí y continuaron en dirección de La Bastilla.
Gavroche vivía en un lugar que llamaba “El elefante”6 y justo
ahí llegaron. Una vez cerca del coloso, Gavroche comprendió el
efecto que lo infinitamente grande podía producir en lo infinita-
mente pequeño, y dijo: “¡Chicuelos! no tengan miedo”.
Después entró por un hueco de la empalizada en el recinto
que ocupaba el elefante, y ayudó a los niños a pasar la brecha.
Los dos, un poco asustados, lo seguían sin decir palabra. Levantó
una tabla y les dijo: “¡Suban y entren, sin miedo!”. Los pequeños
se miraron aterrorizados, no obstante, subieron y por fin llega-
ron al lugar.
El agujero por donde Gavroche había entrado era una brecha
apenas visible por fuera, porque estaba oculta, como hemos di-
cho, bajo el vientre del elefante; y era tan estrecha, que sólo los
gatos o aquellos niños podrían pasar por ella.

6
El elefante al que se refiere el autor fue un proyecto ordenado por Napoleón que
nunca fue terminado. Sería una estatua colosal destinada a ornamentar la plaza de
La Bastilla. Tan solo se realizaron las infraestructuras, la base y el zócalo de la fuente
entre 1810 y 1830.
151

El muchachillo penetró en la obscuridad, con la seguridad del


que conoce su casa. Los dos niños empezaron a mirar aquella ha-
bitación con menos espanto; pero Gavroche no les dejó tiempo
para contemplarla. Los empujó hacia lo que podemos llamar el
fondo del cuarto. Allí estaba su cama.
La cama de Gavroche estaba completa. Es decir, tenía un col-
chón, una manta y una alcoba con cortinas. Hizo entrar con
precaución a sus huéspedes en la alcoba y cerró la abertura. Los
tres se echaron sobre la estera. Arropó con una punta de la manta
al más pequeño, que murmuraba: “¡Oh, qué cómodo! ¡Qué ca-
liente!”. Gavroche dirigió una mirada de satisfacción a la manta.
—Señor —le dijo tímidamente el mayor—, ¿no le tiene mie-
do a los agentes de policía?
Gavroche se limitó a contestar:
“No se dice los agentes de policía, sino los ganchos”.
La lluvia redoblaba; se oía el trueno y las corrientes azotaban
el lomo del coloso.
—Aquí metido, que llueva —dijo Gavroche—. Me divierte
ver correr el agua por las patas de la casa. Pero, oigan, ¡envuélvan-
se bien en la manta! Voy a apagar. ¿Están listos?
Y apagó la luz. Apenas quedó a obscuras, un ruido singular
empezó a conmover el enrejado que cubría a los tres niños. Eran
las ratas. Los niños no podían cerrar los ojos ni dormir.
—¡No tengas miedo! —dijo Gavroche al más pequeño—. No
pueden entrar. Además, estoy yo aquí. Toma, coge mi mano.
Cállate y duerme.
Ya en la madrugada salió un hombre corriendo de la calle
de San Antonio, atravesó la plaza, dio la vuelta a la cerca de la
columna de Julio, y se deslizó por la empalizada hasta colocarse
bajo el vientre del elefante.
Cuando llegó ahí, dio un grito extraño que no pertenece a
ninguna lengua humana, y que sólo podría reproducir un pa-
pagayo. Lo repitió dos veces. Al segundo grito, una voz clara,
152

alegre y joven respondió dese el vientre del elefante. El hombre y


el niño se reconocieron silenciosamente en la obscuridad. Mon-
tparnasse se limitó a decir: “Te necesitamos. Ven a dar un golpe
de mano”. El pilluelo no preguntó más. Y ambos se dirigieron
hacia la calle de San Antonio.
Aquella misma noche en la prisión de la Force se había con-
certado una fuga entre Babet, Brujón, Tragamar y Thenardier,
aunque este último estaba incomunicado. Babet había dirigido
el negocio y Montparnase debía ayudarles desde fuera.
Lo que en aquel momento hacía más favorable una tentati-
va de evasión, era que había albañiles trabajando en componer
parte de los muros de la cárcel. De tal manera, había en el patio
andamios, escalas y cuerdas que los cruzarían hacia la libertad.
Además, Babet, que había escapado por la mañana, los espe-
raba en la calle con Montparnase. Desde adentro habían trabaja-
do en agujerear, con un clavo encontrado por Brujón, el tubo de
chimenea que se hallaba tocando a su cama. La tormenta produ-
cía en la cárcel un estrépito horrible y útil, de manera que nada
se oía. No hacía más de tres cuartos de hora que se habían puesto
de pie sobre sus camas, en las tinieblas, con el clavo en la mano y
el proyecto en la mente. Algunos momentos después se unieron
a Babet y a Montparnase que vagaban por los alrededores.
Thenardier estaba prevenido aquella noche y no dormía. Ha-
bía conseguido que le permitieran conservar una estaca de hierro
para colgar su pan en el muro y alejarlo de las ratas. Como es-
taba vigilado, no se había encontrado ningún inconveniente en
dejarle ese objeto.
A las dos de la mañana fueron a relevar al centinela. Algunos
momentos después, el carcelero con sus perros hizo su visita y se
retiró sin notar nada extraño. Dos horas después, cuando iban a
relevar al carcelero, lo encontraron dormido como tronco cerca
del calabozo. En cuanto a Thenardier, ya no estaba allí pues, ilu-
minado por esa terrible sed de libertad que transforma las rejas
153

de hierro en enrejados de mimbres, la debilidad en fuerza, el


instinto en inteligencia y la inteligencia en genio, improvisó un
medio para huir. Sea como fuere, Thenardier, goteando sudor,
mojado por la lluvia, rotos los vestidos, destrozadas las manos, a
las pocas horas estaba pisando la calle.
XXVI
EL ENCANTO Y LA DESOLACIÓN

A
partir de que aquel beso unió dos almas, Marius si-
guió acudiendo todas las noches. Si en aquel momento
de su vida Cosette hubiera caído en el amor de un hom-
bre poco escrupuloso y libertino, habría estado perdida; porque
hay naturalezas generosas que se entregan completamente. Co-
sette era una de ellas. Pero Marius tenía una barrera, la pureza de
Cosette. Cosette tenía un apoyo, la lealtad de Marius.
El primer beso había sido el último, después de éste Marius
no había hecho más que tocar con sus labios la mano, el vestido
o un bucle de los cabellos de Cosette. La joven para él era un
perfume y no una mujer: la respiraba. Ella no le negaba nada, él
no pedía nada; ella era feliz él estaba satisfecho. Ambos estaban
deslumbrados, ambos se idolatraban.
Existían en el asombro de su felicidad. Marius había dicho
a Cosette que era huérfano, que se llamaba Marius Pontmercy,
que era abogado, que vivía de escribir para los libreros, que su
difunto padre era coronel y había sido un héroe, y que estaba re-
ñido con su abuelo, que era rico. Le había indicado también que
era barón; pero esto no había causado efecto alguno en Cosette.

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155

¿Marius, barón? No lo comprendía: no sabía lo que quería decir


esta palabra, Marius era Marius.
Ella, por su parte, le había dicho que se había educado en el
convento del Pequeño Picpus, que su madre había muerto como
la de él, que su padre se llamaba el señor Fauchelevent, que era
muy bueno: daba muchas limosnas y que se privaba de todo, no
privándola a ella de nada. El amor casi reemplaza al pensamien-
to: es un completo olvido de todo lo demás. No pidan lógica a
la pasión. No hay encadenamiento lógico absoluto en el corazón
humano. Por eso Marius y Cosette no se preguntaban dónde
irían a parar. Es una pretensión del hombre el querer que el amor
le lleve a alguna parte.
Por su parte, Jean Valjean no sospechaba nada. Cosette estaba
alegre y esto bastaba a su padre para ser feliz. Se encontraba en la
edad en que la virgen lleva el amor como el ángel la azucena. Jean
Valjean estaba, pues, tranquilo. Y como Jean se retiraba siempre a las
diez de la noche, Marius acudía al jardín después de esta hora. Oía
desde la calle que Cosette abría la puerta ventana de la escalinata. Se
iba habitualmente a media noche, y se dirigía a casa de Courfeyrac
quien, como hombre práctico que era, lo invitaba constantemente a
que volviera a la realidad. Una mañana le dirigió esta pregunta:
—Querido, creo que vives en la luna, reino del delirio. Ya
dime, ¿quién es ella? Pero no había medio de hacerlo hablar.
Sin embargo, se aproximaban algunas complicaciones. Una
noche en que Marius iba a la esquina de la calle Plumet, oyó de-
cir a su lado: “Buenas noches, señor Marius”. Reconoció a Épo-
nine. Esto le causó una impresión extraña.
Ni una sola vez había pensado en aquella muchacha desde el
día en que le había llevado a la calle Plumet. Tenía motivos para
estarle agradecido; sin embargo, le incomodó encontrarla. Se de-
tuvo, pero no dijo nada más.
Parecía que faltaban palabras a aquella criatura que había sido
tan despreocupada y tan atrevida. Trató de sonreírse y no pudo.
156

Bajó los ojos y se despidió de él fríamente. cabroule en inglés, y


tamború en caló
El día siguiente Marius, al caer de la noche, vio entre los ár-
boles del boulevard a Éponine que se dirigía hacia él. Cambió de
camino y fue a la calle Plumet, por la calle de Monsieur. Éponine
le siguió hasta la calle Plumet sin que él lo supiese, lo vio separar
el hierro de la verja y entrar en el jardín.
Momentos después seis hombres entraron en la calle Plumet.
Aquellos hombres se pusieron a hablar en voz baja, todos usaban
caló. Se hacían preguntas: sí había carro, si habían traído con qué
romper el vidrio, con qué cortar la verja.
De pronto una joven pálida se paró delante del grupo. Retro-
cedieron y murmuraron: “¿Quién es esa pícara?”. Era Éponine
que se dirigía a Thenardier.
La aparición de Éponine y de los otros cinco sucedió con si-
niestra lentitud, propia de estos seres nocturnos. La muchacha se
echó a reír y saltó al cuello de Thenardier: “Estoy aquí, padrecito
mío, ¿por qué estoy aquí? ¿No me es permitido sentarme sobre
las piedras ahora? Tú eres el que no debe estar aquí. ¿Qué vienes
a hacer si esto es imposible? Ya se lo dije a Magnon. No hay nada
que hacer aquí. Pero abrázame, mi querido padre.”
—Sí, estoy fuera. No estoy dentro. Ahora vete. Éponine se volvió
hacia los cinco bandidos. Con un aire confiado, les quiso convencer
de que se exponían inútilmente al estar ahí y de que no había nada
en esa casa. Y añadió que, si ellos insistían, ella no los dejaría pasar.
Los seis bandidos, admirados y disgustados de verse detenidos
por una muchacha, se retiraron a la sombra. Conversaron con
movimientos de hombros, humillados y furiosos. Brujón perma-
neció un instante silencioso, después movió la cabeza de varias
maneras, y se decidió a decirles que había visto un mal presagio
en la mañana. Era mejor retirarse. Y se fueron.
El lector habrá comprendido que Éponine, habiendo cono-
cido al inquilino de la calle Plumet, tuvo que alejar de ahí a los
157

bandidos. Y, así, ayudar a Marius. Como nunca había nadie en


la calle, Marius entraba en el jardín de noche sin correr peligro
de ser visto. Marius desciende a la realidad, hasta el punto de dar
las señas de su casa a Cosette
Mientras que Éponine montaba guardia en la verja, Marius
estaba al lado de Cosette. Pero la había encontrado triste. Coset-
te había llorado; tenía los ojos encarnados. Aquella era la primera
nube en tan admirable sueño. Ella explicó que su padre le había
dicho esa mañana que estuviese dispuesta, porque tenía negocios
que tal vez los harían partir. Marius se estremeció desde los pies
a la cabeza. Desde hacía seis semanas, él, poco a poco, había
venido tomando cada día posesión de Cosette; puramente ideal,
pero profunda.
Marius, completamente confuso, pidió a Cosette que le ex-
plicara. Entonces le dijo que su padre le mandó hacer su maleta
para sus cosas y las de ella, antes de una semana. Partirían a In-
glaterra, sin saber si volverían o no.
El joven le preguntó si iría. Cosette le oprimió la mano por
toda respuesta. Ambos sabían que estaban en un punto donde
no se podrían seguir el uno al otro. Él meditaba, mientras ella
sollozaba. De pronto se volvió a Cosette y le dijo: “Creo que
conviene que sepas las señas de mi casa, por lo que pueda suce-
der; vivo en la casa de ese amigo, llamado Courfeyrac, calle de la
Verrerie, número 16”. Luego metió su mano en el bolsillo, sacó
un cortaplumas y con la hoja escribió en el yeso la dirección.
Cuando salió Marius, la calle estaba desierta. En aquel mo-
mento Éponine seguía a los bandidos hasta el boulevard. Cuan-
do volvía se le ocurrió una idea insensata; pero por la cual había
tomado un partido violento.
El señor Gillenormand tenía entonces noventa y un años
cumplidos. El hecho es que el viejo estaba abatido. No se doble-
gaba, no se rendía, tanto en su naturaleza física como en la mo-
ral; pero se sentía desfallecer interiormente. Hacía cuatro años
158

que esperaba a Marius a pie firme. Estaba convencido de que el


pequeño picarón llamaría algún día a la puerta.
Pero había momentos fatales en los que pensaba que, por poco
que tardara, él podía morir. No temía la muerte, sino el no volver
a ver a su nieto. La ausencia sólo había conseguido aumentar su
cariño de abuelo, hacia el hijo ingrato que se había marchado.
De cuando en cuando el anciano lloraba, pero ocultaba sus
lágrimas de su hija mayor. El señor Gillenormand pensaba en
Marius amorosa y amargamente. Pero su ternura dolorida con-
cluía por convertirse en indignación. Ya estaba en ese punto en
el que debía aceptar el hecho de que ya no existía ningún motivo
para que su nie regresara; de quererlo, ya lo habría hecho.
Estaba en el punto más grande de su tristeza, cuando cierto
día apareció a su puerta Marius. El joven se detuvo a la puerta,
como esperando que le dijesen que entrase. Su traje, casi misera-
ble, apenas se veía en la obscuridad.
El señor Gillenormand, como sobrecogido de estupor y de
alegría, permaneció algunos momentos sin ver más que una
claridad, como cuando se está delante de una aparición. Estaba
próximo a desfallecer; veía a Marius como a través de un deslum-
bramiento. Era él; era Marius.
Toda esta ternura se abrió paso y llegó a sus labios. Pero el há-
bito de su naturaleza expulsó dureza: “¿Qué vienes a hacer aquí?
¿Vienes a pedirme perdón? ¿Has reconocido tu falta?”. Pero Ma-
rius dio su negativa.
Enseguida, sin mayores rodeos, el nieto expuso el motivo de
su viaje: deseaba el consentimiento de su abuelo para casarse.
El señor Gillenormand tocó la campanilla y el mayordomo,
abrió la puerta. El anciano le mandó llamar a su hija. Un se-
gundo después se abrió la puerta, y la señorita Gillenormand se
dejó ver, sin entrar. Marius estaba de pie, mudo, con los brazos
caídos, con el aspecto de un culpable. El señor Gillenormand iba
y venía en todas direcciones por el cuarto. Se volvió hacia su hija,
159

y le dijo: “Nada. Es el señor Marius. Dale los buenos días. El


señorito se quiere casar. Eso es todo. Vete”. La voz breve y ronca
del viejo anunciaba una gran plenitud de ira.
Le dijo a su nieto que no debía pedirle permiso, que se aho-
rrara las formalidades. Aun llevado por su enojo, lanzó una serie
de preguntas: quién era tal persona, de qué pensaba vivir y qué
sueldo tenía para casarse. La respuesta ante todas esas cuestiones
fue un monótono “Nada”. Eso encendió más su ira, con la cual
le reprochó el atrevimiento de querer hacer a un lado su vocación
y carrera, para emprender una vida de miseria con una esposa.
Justo en ese momento, Marius pronunció las únicas palabras
que podrían haber aplacado la tormenta dentro del corazón de
aquel anciano.
—Padre mío...—dijo y atravesó el cuarto lentamente, tem-
blando y más semejante al que se muere que al que se va.
El señor Gillenormand lo cogió por el cuello, lo volvió a la
habitación, lo arrojó en un sillón, y le dijo: “¡Cuéntame! ¡Dime
padre y verás!”. Marius lo miró asustado. Había en estas frases
algo tan bueno y paternal, que lo hizo pasar repentinamente del
desánimo a la esperanza.
Padre mío —continuó Marius—, mi buen padre, ¡si supiera!
La amo. No puede imaginárselo. La primera vez que la vi fue en
el Luxemburgo, a donde ella iba a pasear.
Dichas estas palabras, prosiguió con su historia, con su delirio
de amor. El señor Gillenormand se había sentado alegremente a
su lado.
—Sí, eso es Marius, me parece muy bien que un joven como
tú esté enamorado. Prefiero que seas enamorado que jacobino;
mejor quiero verte enamorado de unas faldas, ¡caramba! ¿Y sabes
lo que se hace? No se toma la cosa con ferocidad; es preciso ser
un muchacho de genio; es preciso tener sentido común. Tropie-
cen, mortales, pero no se casen. Diviértete. ¿Me comprendes?
¡Tonto!, ¡tómala como querida!
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Marius se puso pálido. La frase “tómala como querida” había


entrado en su corazón como una espada. Se levantó y se dirigió
hacia la puerta, con paso firme y seguro. Allí se volvió, se inclinó
profundamente ante su abuelo, levantó después la cabeza, y dijo:
—Hace cinco años insultó a mi padre, hoy ha insultado a mi
mujer. No le pido nada. Adiós.
El anciano permaneció inmóvil algunos momentos, como si
hubiera caído un rayo a sus pies, sin poder hablar ni respirar,
como si una mano vigorosa le apretase la garganta. Se dirigió
a la ventana que daba a la calle, la abrió con sus viejas manos
arrugadas, se inclinó sacando medio cuerpo fuera. Pero Marius
ya no podía oírle.
El nonagenario llevó dos o tres veces las manos a las sienes con
expresión de angustia. Retrocedió temblando y se recostó en un
sillón, sin pulso, sin voz, sin lágrimas, meneando la cabeza. Agi-
taba los labios con aire estúpido, sin tener en los ojos y el corazón
más que una cosa triste y profunda como la noche.
XXVII
¿ADÓNDE VAN?

A
quel mismo día, hacia las cuatro de la tarde, Jean
Valjean estaba sentado solo en el Campo de Marte. Ya
fuese por prudencia o por ese deseo de recogimiento que
seguía en él, ahora salía poco con Cosette.
Un día, paseándose por el boulevard, había visto a Thenardier.
Desde entonces, Jean había adquirido la certeza de que rondaba
su barrio. Esto bastaba para determinarle a tomar una gran reso-
lución. Además, un hecho inexplicable acababa de sorprenderle:
descubrió un letrero grabado en la pared, probablemente con
un clavo: “Calle de la Verrerie, 16”. Y en el suelo vio un papel,
lo desdobló y leyó esta palabra escrita en gruesos caracteres con
lápiz: “Múdate”. Jean Valjean, pensativo, se volvió en seguida a
su casa.
Marius había entrado en casa del señor Gillenormand con
poca esperanza y salía con inmensa desesperación. A las dos de la
mañana entró en casa de Courfeyrac, y se echó vestido en su col-
chón. Cuando se despertó vio a Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y
Combeferre, de pie, con el sombrero puesto, preparados para sa-
lir. Le preguntaron si deseaba ir al funeral del general Lamarque.

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162

Salió de casa algunos momentos después que ellos; se metió en


el bolsillo las dos pistolas que Javert le había entregado para la
aventura del 3 de febrero y que se habían quedado en su poder.
Al caer la noche, a las nueve en punto, como había prometido
a Cosette, estaba en la calle Plumet. Cuando se acercó a la verja
todo lo olvidó. Se precipitó en el jardín, pero ella no estaba en
el sitio en que le esperaba siempre. Alzó la vista y vio que los
postigos de la ventana estaban cerrados. Dio la vuelta al jardín y
vio que estaba desierto. Entonces volvió a la casa loco, asustado
y exasperado de dolor. Llamó a la ventana: no hubo respuesta.
Todo había concluido. No había nadie. Entonces se sentó en la
escalinata con el corazón lleno de dolor y de resolución; bendijo
su amor en el fondo de su pensamiento, y se dijo que, puesto que
Cosette se había marchado, sólo le quedaba morir.
De repente oyó una voz que parecía salir de la calle, y que
gritaba al través de los árboles: “¡Señor Marius! ¡Señor Marius!,
¿está ahí?”. Y luego añadió la voz: “Sus amigos lo esperan en la
barricada de la calle de la Chanvrerie”.
A medio día estalló en París un ruido extraordinario; parecía
que se oían tiros de fusil y clamores populares. El señor Mabeuf
levantó la cabeza. Vio pasar a un jardinero, y le preguntó qué era
aquello. El jardinero respondió, con su azadón al hombro y con
el acento más tranquilo: “Un motín”. Agitado, Mabeuf repitió
la respuesta del transeúnte. Éste le dijo que, en efecto, estaban
combatiendo del lado del arsenal
El señor Mabeuf volvió a entrar en su casa, buscó maquinal-
mente un libro para llevarlo debajo del brazo, no lo encontró,
dijo: “¡Ah, es verdad!” y salió con aire extraviado.
XXVIII
EL 5 DE JUNIO DE 1832

E
n la primavera de 1832, París estaba ya dispuesta para
una conmoción. Hacía tres meses que el cólera tenía he-
lados los espíritus, metía presión a la carencia de dinero y
a la polaridad de pensamientos: republicanos contra imperialis-
tas. La gran ciudad parecía un cañón cuando está cargado, basta
que caiga una chispa para que salga el tiro. En junio de 1832 la
chispa fue la muerte del general Lamarque.
Lamarque era un hombre de fama y acción7. Había tenido
sucesivamente las dos clases de valor necesarias en las dos épocas:
el valor de los campos de batalla, y el valor de la tribuna. Era tan
elocuente como bravo; su palabra parecía una espada. Su muerte,
prevista, era considerada por el pueblo como una pérdida, y por
el gobierno como una ocasión. Aquella muerte fue un duelo;
duelo que, como todo lo que es amargo, puede cambiarse en una
revuelta. Esto fue lo que sucedió.

7
En esta novela el general Lamarque se presente como un hombre del pueblo,
el único que se preocupa por el pueblo realmente. En su funeral los revolucionarios
empezarán su revuelta.

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164

La víspera y la mañana del 5 de junio, día fijado para el entierro


del general Lamarque, el arrabal de San Antonio, por el cual debía
pasar el entierro, tomó un aspecto temible. Aquella tumultuosa
red de calles se llenó de rumores. Todos se armaban como podían.
El 5 de junio, se dispuso toda una caravana de pompa mili-
tar oficial y festejo popular. El gobierno por su parte observaba
con la mano en el pomo de la espada. Podían verse dispuestos
a marchar, cartucheras llenas, fusiles y carabinas cargados; en la
plaza de Luis XV, en el Barrio Latino, en el Jardín Botánico y en
la Plaza Geneve, se vieron todo tipo de guarniciones alistadas. El
resto de las tropas estaba retenido en los cuarteles, sin contar los
regimientos de los alrededores de París.
De pronto se presentó en medio del grupo un hombre a caba-
llo vestido de negro, con una bandera roja o una pica terminada
por el gorro frigio. Lafayette volvió la cabeza. Excelmans aban-
donó el convoy. Aquella bandera roja levantó una tempestad y
desapareció. Se oyeron gritos prodigiosos: “¡Lamarque al pan-
teón! ¡Lafayette al Hotel de Ville!”.
Al oír estas exclamaciones, algunos jóvenes arrastraron el ca-
rro fúnebre de Lamarque por el puente de Austerlitz y, otros, a
Lafayette en un coche por el muelle Morland. El grupo que lle-
vaba a Lafayette los vio repentinamente en la esquina del muelle
y gritó: “¡Los dragones! ¡Los dragones!”. Y esa fue la señal trágica
de lo que había de pasar.
Desde hacía dos años, París había visto más de una insurrec-
ción. Fuera de los barrios sublevados, nada era más extrañamente
tranquilo que la fisonomía de París en un motín. Los teatros
abrían sus puertas y los negocios despachaban a dos pasos de esas
calles en las que reinaba la guerra. La vida circulaba pese a los
motines; incluso en 1831 se detuvo una descarga de rifles para
dejar pasar una boda.
Esta vez, sin embargo, en la alarma del 5 de junio de 1832, la
gran ciudad sintió algo que era quizá más fuerte que ella. Tuvo
165

miedo: las puertas y las ventanas estaban cerradas en pleno día,


los valientes se armaron, los cobardes se escondieron.
A medida que la noche iba cayendo, París parecía colorearse
más lúgubremente con el formidable fulgor del motín.
XXIX
EL ÁTOMO FRATERNIZA
CON EL HURACÁN

C
uando la insurrección produjo un choque entre el
pueblo y las tropas, hubo un terrible reflujo de personas;
el contingente del carro fúnebre se dispersó. En aquel
momento, un muchacho harapiento que bajaba por la calle Me-
nilmontant, descubrió en el escaparate de una casa de empeño
una vieja pistola de arzón. La tomó y se echó a correr.
Dos minutos después, una ola de paisanos asustados que huía
por la calle Amelot y por la calle Basse, encontró al muchacho
que blandía su pistola y cantaba:

Nada se ve de noche
y se anda a troche y moche;
de día se ve claro
y el tropezar es raro.

Era Gavroche que iba a la guerra. En el boulevard descubrió


que la pistola no tenía gatillo. Por lo demás, no sospechaba que

166
167

aquella mala noche lluviosa en que había ofrecido hospitalidad a


los dos niños, había representado el papel de la Providencia con
sus dos hermanos. Al día siguiente, los entregó a la calle para que
los criara; no sin prometerles que, si no tenían techo, les daría
comida y refugio de nuevo.
La agitación producida por una pistola sin gatillo que se lleva
en la mano a mediodía, es una función pública tal, que Gavroche
sentía crecer la fuerza de su voz a cada paso. En aquel momento,
el caballo de un guardia nacional de lanceros que pasaba a su
lado, cayó al suelo. Gavroche puso su pistola en tierra, levantó al
hombre, y después ayudó a levantar al caballo. En seguida cogió
la pistola y continuó su camino.
El digno peluquero que había echado de su casa a los dos
niños, a quienes Gavroche había dado asilo, estaba en este mo-
mento en su tienda afeitando a un viejo soldado de la legión
de honor. Estaban en conversación sobre el honor de morir en
batalla, cuando resonó en la tienda un horrible estrépito; había
sido roto violentamente un vidrio del escaparate.
El peluquero se puso pálido. Pensó que aquel honor del que
hablaban se presentaba a la puerta de su barbería. Pasado el sus-
to, recogió una cosa que rodaba por el suelo: era una piedra. El
peluquero corrió hacia el vidrio roto y vio a Gavroche que corría
a escape hacia el mercado de San Jean.
Una vez en el mercado San Jean, Gavroche acababa de hacer
su incorporación a un grupo guiado por Enjolras, Courfeyrac,
Combeferre y Feuilly. Todos iban casi armados, tras derrotar a
la guardia. Bahorel y Jean Prouvaire les habían encontrado y au-
mentaban el grupo.
Un acompañamiento tumultuoso les seguía: estudiantes, ar-
tistas, jóvenes afiliados a la Cougourde Aix, obreros, hombres
bien puestos, armados de palos y de bayonetas, algunos como
Combeferre con pistolas sujetas en la pretina de los pantalones.
Un viejo, que parecía de mucha edad, iba también en el grupo.
168

No tenía armas y se apresuraba, para no quedarse atrás, aunque


iba pensativo. Gavroche lo descubrió. Era el señor Mabeuf.
Digamos ahora lo que había pasado. Enjolras y sus amigos
estaban en el boulevard Bourdon, cerca del Pósito, en el mo-
mento en que los dragones dieron la carga. Enjolras, Courfeyrac
y Combeferre eran del grupo que había seguido la calle Bassom-
pierre gritando: ¡A las barricadas!
En la calle Lesdiguieres habían encontrado a un anciano, que
les llamó la atención porque andaba haciendo eses como si estu-
viera embriagado. Uno de ellos le habló: “Señor Mabeuf, regrese
a casa, habrá tiros”. Pero el anciano le limitó a responder: “Eso es
bueno”. Insistió la voz: “Habrá cañonazos, sablazos”. Dio la mis-
ma respuesta: “Eso es bueno”. Y de nuevo lo reconvino: “Vamos
a echar abajo al gobierno”. Pero Mabeuf no cambio su respuesta:
“Eso es bueno” y siguió adelante.
Gavroche iba adelante cantando a grito herido y haciendo las
veces de clarín.
El grupo crecía a cada instante. Hacia la calle de Billetes, un
hombre de alta estatura, de rostro rudo y atrevido, que empezaba
a encanecer, se le unió. Gavroche, distraído con sus cánticos, sus
silbidos y sus gritos, no se fijó en él.
Un grupo de este género no va precisamente a donde quiere;
ya hemos dicho que le arrastra el viento. Pasaron por San Merry,
y se hallaron sin saber cómo en la calle de San Dionisio.
Cuando los reclutas llegaron al punto de resistencia, nota-
ron que el sitio era admirablemente el indicado: la entrada de la
calle ancha, el fondo estrecho, figurando un embudo. La calle
Mondetour era fácil de cerrar, de derecha a izquierda, no siendo
posible ningún ataque sino por la calle de San Dionisio, es decir,
de frente y al descubierto.
Al hacer su irrupción el grupo, se había apoderado el espanto
de toda la calle; todos los transeúntes se eclipsaron. En un abrir
y cerrar de ojos, las tiendas, los establecimientos, las puertas, las
169

ventanas, las persianas y postigos se cerraron; desde el piso bajo


hasta el tejado.
—¡Compañeros! derribaremos al gobierno. Caballeros, mi
padre me ha odiado siempre, porque yo no podía comprender
las matemáticas; yo no comprendo más que el amor a la libertad:
soy Grantaire, el buen muchacho.
—Cállate, tonel —dijo Courfeyrac.
—¡Grantaire! —exclamó—; vete a dormir fuera de aquí.
—Déjame dormir aquí hasta que aquí muera.
Gavroche, completamente entusiasmado, se había encargado
de todo. Iba, venía, subía, bajaba, metía ruido, brillaba: parecía
que estaba allí para animar a todos. ¿Tenía algún aguijón? Sí, su
miseria. ¿Tenía alas? Sí, su alegría. Gavroche era un torbellino.
Por lo demás, estaba furioso con su pistola sin gatillo; iba de
uno a otro pidiendo: “¡Un fusil! ¡Quiero un fusil! ¿Por qué no se
me da un fusil?”
Los periódicos de aquel tiempo, que han dicho que la ba-
rricada de la calle de la Chanvrerie, aquella “construcción casi
inexpugnable” llegaba a nivel del piso principal, se han equivo-
cado. No pasaba de una altura de poco más de dos metros, por
término medio. Estaba hecha de manera que los combatientes
podían, a voluntad, ocultarse detrás o dominar el paso; y aun
subir a la cima.
¿Por qué la habían hecho ahí? Todo el antiguo barrio del mer-
cado es como una ciudad dentro de otra. En las calles de San
Dionisio y de San Martín se cruzan mil callejuelas, lo que las
hace un lugar perfecto para montar reductos y plazas de armas.
Cuando se acabaron las dos barricadas y se enarboló la ban-
dera, se sacó una mesa fuera de la taberna, y se subió en ella
Courfeyrac. Enjolras trajo un cofre cuadrado, que estaba lleno
de cartuchos; Courfeyrac lo abrió. Cuando se descubrieron los
cartuchos, temblaron los más valientes y hubo un momento de
silencio.
170

Courfeyrac los distribuyó sonriéndose. Cada uno recibió


treinta cartuchos. Concluidas ya las barricadas, designados los
puestos, cargados los fusiles, colocados los centinelas, esperaron.
En aquellas horas de espera, ¿qué hicieron? Antes de respon-
der esa cuestión, se debe aclarar que muchos de ellos eran estu-
diantes. Por lo mismo, los reclutados se buscaron y se reunieron
como en los días más pacíficos de sus conversaciones de estu-
diantes y se pusieron a cantar versos de amor: melancólicos, ju-
veniles y, no obstante, graves. La hora, el lugar, la evocación de
aquellos recuerdos de la juventud, el reposo fúnebre de aquellas
calles desiertas, daban un encanto patético a estos versos.
La noche había caído completamente: nadie se acercaba. En-
jolras se sentía dominado por esa impaciencia que se apodera
de las almas fuertes, en el umbral de los grandes sucesos. Fue
a buscar a Gavroche, que se había puesto a hacer cartuchos. El
niño soldado en aquel momento estaba muy pensativo, aunque
no precisamente por sus cartuchos.
El hombre de la calle de Billetes acababa de entrar en la sala
baja y había ido a sentarse en la mesa menos alumbrada. El pi-
lluelo se aproximó a aquel hombre pensativo y caminó de punti-
llas cerca de él, como cuando no se quiere despertar a alguno. En
lo más profundo de este examen, se acercó a él Enjolras.
—Tú eres pequeño —le dijo—, y no serás visto. Sal de las ba-
rricadas, desvíate a lo largo de las casas, explora un poco las calles
y ven a decirme lo que hay. Gavroche se enderezó alegremente
al oír esto. Partió, pero antes de irse, le dijo que el hombre de
la calle de Billetes era un espía; hacía un par de meses lo había
bajado de las orejas de la cornisa del Puente Real, donde tomaba
el fresco de la tarde.
Enjolras abandonó al pilluelo y dijo en voz baja algunas pala-
bras a un obrero del puesto que estaba allí. Salió y al momento
aparecieron otros tres hombres; y fueron a colocarse detrás de la
mesa donde estaba el sospechoso. Estaban visiblemente dispuestos
171

a arrojarse sobre él. Entonces Enjolras se acercó al hombre y le


preguntó quién era.
A esta brusca interrogación, el hombre se sobresaltó; dirigió
a Enjolras una mirada, en la cual él adivinó su pensamiento.
Enjorlas sonrió y le preguntó con altiva gravedad: “¿Cuál es tu
nombre, espía?”. El sospechoso, sin más, dijo ser un agente de
la autoridad. Su nombre era Javert. Al oír esto, el joven hizo una
señal a los cuatro hombres; en un abrir y cerrar de ojos, lo asieron
por el cuello, derribándolo, y lo registraron.
Le hallaron una tarjeta en la que se veía el símbolo de la po-
licía, su nombre y cargo: “Javert, inspector de policía; edad, cin-
cuenta y dos años”. Tenía también una nota doblada, escrita por
mano del prefecto de policía donde decía su misión: vigilar la
actividad de algunos malhechores que andaban vagando por las
cuestas de la orilla derecha del Sena.
Terminado el registro, levantaron a Javert, le sujetaron los
brazos por detrás de la espalda y lo ataron. Enjorlas miró a Javert
y le dijo: “Serás fusilado dos minutos antes de que tomen la ba-
rricada”.
Cabe mencionar aquí que Enjorlas, pese a su carácter jovial,
era implacable en cuanto al espíritu revolucionario y las injusti-
cias. Poco después de que Gavroche abandonara la barricada, le
pegó un tiro a un hombre llamado Le Cabue por haber agredido
mortalmente a un inocente portero. Tiempo después, se supo
que aquel ejecutado era un policía también.
XXX
MARIUS ENTRA EN LA SOMBRA

A
quella voz que al través del crepúsculo había llama-
do a Marius a la barricada de la calle de la Chanvrerie, le
había producido el mismo efecto que la voz del destino.
Quería morir y se le presentaba la ocasión; llamaba a la puerta
de la tumba y una mano en la sombra le enseñaba la llave. Esas
lúgubres aberturas que se hacen en las tinieblas ante la desespe-
ración son irresistiblemente tentadoras. Marius se fue tras sus
compañeros, armado con las dos pistolas que le dio Javert.
Marius caviló unos momentos en meditaciones fatales. Cosette
ya no estaba y no le era posible vivir sin ella. Además, él había dado su
palabra de que su corazón no podría palpitar lejos de ella. Entonces,
moriría. Anduvo en esos razonamientos hasta que le vino a la cabe-
za la imagen de su padre; si su fantasma estuviera allí en la sombra,
le azotaría con la espada de plano y le gritaría: “¡Anda, cobarde!”.
Acababa de verificarse en su espíritu una especie de rectifica-
ción. Hay una dilatación del pensamiento cuando está cerca la
tumba: al acercar se a la muerte, se ve la verdad. La visión de la
acción, en la cual se veía quizá próximo a entrar, se le presentaba,
no ya horrible, sino soberbia.

172
173

La guerra no es una vergüenza cuando la espada defiende el


derecho, el progreso, la razón, la civilización y la verdad. El des-
potismo viola la frontera moral, como la invasión viola la fronte-
ra geográfica. Expulsar al tirano es recuperar el propio territorio.
De aquí proviene la necesidad de los motines y de las guerras. Es
preciso que aparezcan grandes combatientes, que iluminen a las
naciones con su audacia y sacudan a esta triste humanidad. En
suma, se debía restablecer la verdad social, volver su trono a la
libertad, volver al pueblo su hogar y al hombre la soberanía de
Francia.
XXXI
LO SUBLIME DE LA DESESPERACIÓN

A
ún no venía nadie: las diez habían dado en San Me-
rry. Enjolras y Combeferre habían ido a sentarse con la
carabina en la mano cerca de la cortadura de la barricada
mayor; no hablaban; escuchaban tratando de oír aun el ruido de
la marcha más sorda y más lejana.
De repente, en medio de aquella calma lúgubre, se oyó una
voz clara, joven, alegre, que parecía venir de la calle de San Dio-
nisio. Era Gavroche entonando una antigua canción popular. La
carrera precipitada turbó el silencio de la calle desierta; Gavroche
saltó con agilidad y cayó en medio de la barricada, sofocado y
gritando: “¡Mi fusil! ¡Ahí están!”.
Enjorlas le ofreció su carabina, pero Gavroche cogió el fusil de
Javert. Cada uno se había colocado en su puesto de combate. Pasó
un instante y luego se oyó claramente el ruido de un paso acompasa-
do y numeroso. No se oía ninguna otra cosa. Reinaban las tinieblas.
Súbitamente se oyó una voz siniestra, parecía que hablaba la
misma obscuridad, gritó: “¿Quién vive?”. Al mismo tiempo se oyó
el golpe de los fusiles que caían sobre las manos. Enjolras respon-
dió con acento vibrante y altanero: “¡La Revolución francesa!”.

174
175

Desde las penumbras aquella voz dio la orden de fuego. Una


terrible detonación estalló sobre la barricada. La bandera roja
cayó al suelo.
En medio del tumulto, Enjorlas gritó “¿Quién tiene corazón
aquí? ¿Quién se atreve a izar de nuevo la bandera sobre la barri-
cada? ¿Nadie se atreve?”.
El señor Mabeuf, del que nadie se acordaba, se levantó brus-
camente y caminó hacia la barricada. La presencia del anciano
causó una especie de conmoción en todos los grupos. Se dirigió
hacia Enjolras, cogió la bandera de su mano y empezó a subir
lenta y trémulamente la escalera de adoquines hecha en la barri-
cada. Nadie se atrevió a detenerlo.
Cuando estuvo en lo alto del último escalón, el anciano agitó
la bandera roja y gritó: “¡Viva la revolución! ¡Viva la república!
¡Fraternidad! ¡Igualdad!”.
Entonces hubo una segunda descarga. El anciano se dobló
sobre sus rodillas, dejó escapar la bandera de sus manos y cayó
hacia atrás, con los brazos en cruz.
Después se elevó la voz de Enjorlas: “Ciudadanos: este es el
ejemplo que los viejos dan a los jóvenes. Estábamos dudando,
retrocedíamos, pero él ha avanzado”.
El pequeño Gavroche no había abandonado su puesto, se
quedó en observación. Vio que algunos hombres que se aproxi-
maban como lobos a la barricada y gritó: “¡Ahí vienen!”.
Courfeyrac, Enjolras, Jean Prouvaire, Combeferre, Joly, Ba-
horel y Bossuet, todos salieron en tumulto de la taberna, donde
habían dejado el cadáver del anciano. Apenas era ya tiempo.
Se descubrió un gran espesor de bayonetas ondulando por
encima de la barricada. El instante era crítico. Un segundo más
y la barricada estaba perdida. Hubo disparos para repeler a los
intrusos, Bahorel y Courfeyrac cayeron en esa escaramuza. Tam-
bién cargaron contra Gavroche con la bayoneta. El pilluelo cogió
176

en sus pequeños brazos el enorme fusil de Javert, apuntó resuel-


tamente y dejó caer el gatillo; pero el tiro no salió.
Un soldado levantó la bayoneta sobre el niño, pero antes que
hubiera podido tocarle, cayó muerto de un balazo en medio de la
frente. Era Marius que acababa de entrar en la barricada.
Marius no tenía ya armas, había tirado sus pistolas descar-
gadas, pero había visto el barril de pólvora cerca de una puerta.
Por ambas partes ya se apuntaban a quemarropa. De pronto un
oficial con gala y grandes charreteras, extendió la espada y dijo:
“¡Rindan las armas!”. Ya estaban demasiado cerca.
De repente se oyó la voz tonante de Marius que gritaba: “¡Re-
tírense o hago volar la barricada!”. Todos se volvieron hacia el
sitio de donde salía esta voz. Entonces los soldados retrocedieron
de golpe. La barricada estaba libre.
la agonía de la Muerte después de la agonía de la vida
Una particularidad de este género de guerra es que el ataque
de las barricadas se verifica casi siempre de frente. Los agreso-
res se abstienen de rodear las posiciones, ya sea porque temen o
debido a las calles tortuosas. Marius, sin embargo, pensó en la
barricada pequeña. Fue a ella y la encontró desierta, guardada
sólo por una temblorosa lamparilla.
Cuando se retiraba, después de hacer su visita de inspección,
oyó que llamaban débilmente: “¡Señor Marius!”. Se estremeció,
porque reconoció la voz de Éponine. Estaba tirada y murmuraba.
Marius se inclinó hacia ella. La joven débilmente acercó la mano
a los ojos de Marius, le enseñó en ella un agujero negro y le dijo:
—La tengo atravesada por una bala. ¿No viste que te estaban
apuntando, Marius?
—Vi un rifle apuntarme.
—Mi mano lo tapó para detener el tiro.
Marius se estremeció y se hincó. Ella puso la cabeza sobre sus
rodillas, y le dijo sin mirarlo: “¡Oh, qué placer! ¡Qué bien estoy!
¡Ya no padezco!”. El joven vio que tenía un aspecto grave y extra-
177

viado. Por entre la blusa desabotonada, se veía su cuello desnudo.


Había otra herida sobre su pecho, de la cual salía una ola de san-
gre, como sale el vino de un tonel abierto. Marius contemplaba a
aquella desgraciada criatura con profunda compasión.
En aquel momento un grito de Gavroche resonó en la barri-
cada. El muchacho se había subido sobre una mesa para cargar
el fusil y cantaba alegremente una canción. Éponine lo vio y
después dijo en voz baja: “¡Él es! Ahí está mi hermanito. No
conviene que me vea…”.
Marius hizo un movimiento, pero Éponine lo detuvo: “Escu-
cha, no quiero engañarte. Tengo en el bolsillo una carta para ti
desde ayer. Me habían encargado que la echara al correo, pero la
guardé para que no te llegara. Seguramente me odiarás cuando
nos volvamos a ver, todos los muertos se vuelven a ver, ¿no es
verdad? Toma la carta.”
Marius tomó la carta. Con gran esfuerzo, Éponine articuló
unas palabras: “Prométeme un beso en la frente cuando mue-
ra...”. Y su cabeza cayó entre las rodillas del joven, el esfuerzo la
rindió. Cerró los ojos y le dijo: “Creo que estaba un poco ena-
morada de ti”. Trató de sonreír y expiró
Marius cumplió su promesa y dio un beso en aquella pálida y
sudorosa frente. Aquel beso no era una infidelidad a Cosette, era
un dulce adiós a un alma desgraciada. Luego se dispuso a leer la
carta con una gran pena, había comprendido que encerraba algo
grave. La leyó, era de Cosette. Ahí confirmaba que se iba junto
con su padre a Londres, además daba la dirección de donde pa-
saría su última noche en París; pero era del día anterior.
En un bolsillo de su levita Marius tenía una libreta, en la que
había escrito para Cosette. Arrancó una hoja y escribió con lápiz
estas líneas:

Nuestro casamiento es imposible. He hablado a mi abuelo y se opone;


no tengo nada ni tú tampoco. He ido a tu casa y no te he encontrado:
178

ya sabes la palabra que te di; la cumplo: moriré. Te amo; cuando leas


estas líneas mi alma estará cerca de ti sonriendo.

No teniendo con qué cerrar la carta, sólo dobló el papel y


puso la dirección que Cosette le había dado: “Casa del señor
Faucheleven, calle del Hombre Armado, número 7”. Enseguida
llamó a Gavroche.
El pilluelo acudió con su rostro alegre y decidido. Marius le
dio la carta y le pidió que al día siguiente, por la mañana, la lle-
vara a su destino. El pilluelo asintió y salió corriendo por la calle
Mondetour. Pero apretó el paso porque se le había ocurrido una
idea mejor que la de Marius: entregar en ese momento la carta.
XXXII
LA CALLE DEL HOMBRE ARMADO

L
a víspera de aquel día, Jean Valjean acompañado de
Cosette y de su sirvienta Santos, se había cambiado a la
calle del Hombre Armado. La seca orden “múdate” que
halló en el jardín de su anterior casa lo había alarmado, hasta el
punto de hacerla absoluta; se creía ya descubierto y perseguido.
En el trayecto a su domicilio provisional, nadie dijo palabra al-
guna, absortos cada uno en su meditación personal. Jean Valjean
estaba tan inquieto, que no vio la tristeza de Cosette. Y ella tan
triste, que no veía la inquietud de Jean Valjean.
A medida que anochecía Jean disminuyó su ansiedad, y se
fue disipando por grados. Hay sitios tranquilos que obran me-
cánicamente sobre el alma. Durmió bien. Dícese que la noche
aconseja, y puede añadirse que tranquiliza. A la mañana siguien-
te se despertó casi alegre. En cuanto a Cosette, había optado por
recluirse en su habitación. Valjean creía haberse desprendido de
su antigua turbación. Pero esa tarde, mientras se paseaba lenta-
mente de un lado a otro del comedor, vio enfrente de sí, en un
espejo inclinado que estaba sobre el aparador, estas tres líneas:

179
180

Querido mío: ¡Ay! mi padre quiere que marchemos en seguida. Esta-


remos esta noche en la calle del Hombre Armado núm. 7. Dentro de
ocho días iremos a Londres
Cosette, 4 de junio.

Jean Valjean se detuvo aturdido. Esto era una cosa muy senci-
lla, pero muy terrible.
Miró el cuaderno de Cosette y adquirió el sentimiento de la
realidad. Lo revisó y dijo: “Aquí está la causa”. Desfalleciente,
dejó caer el cuaderno y se recostó en el viejo sofá, con la cabeza
caída, la vista vidriosa, extraviado. De todas las torturas que ha-
bía sufrido en aquel largo interrogatorio que le hacía el destino,
ésta era la más terrible. Nunca había sentido otro tormento igual.
Exceptuando a Cosette, es decir, una niña, Jean Valjean no
tenía en su larga vida nada que amar. Las pasiones y los amores le
eran muy lejanos, casi desconocidos. El objeto de su corazón, su
amor, era el ser padre; y sin eso, él no existía. No dudó al cuando
se dijo: “¡Se va fuera de mí!”. El dolor que experimentó traspasó
los límites de lo posible.
Pero su instinto no dudó un momento. Reunió algunas cir-
cunstancias, algunas fechas, ciertos rubores y palideces de Cose-
tte durante los paseos por el Luxemburgo, y se dijo: “Es él”. De
pronto, desde el fondo de su alma, resurgió de las tinieblas un
viejo espectro: odio.
Pese a las advertencias de Santos acerca de que había revuelta,
barricadas y disparos, Jean Valjean salió a la calle.
La calle estaba desierta. Algunos vecinos inquietos que vol-
vían rápidamente a sus casas apenas se dieron cuenta de su pre-
sencia. En los momentos de peligro, cada uno mira sólo para sí.
Valjean oyó una violenta detonación por el lado de los Mer-
cados; al poco rato, otra más violenta aún; probablemente era el
ataque de la barricada de la calle de la Chanvrerie. El viejo iba
inmerso en tenebroso diálogo consigo mismo.
181

De repente levantó los ojos; alguien andaba por la calle: des-


cubrió una figura, joven y alegre. Gavroche acababa de entrar en
la calle del Hombre Armado. Iba mirando al aire como buscan-
do algo. Veía perfectamente a Jean Valjean, pero no hacía caso
alguno de él. Jean Valjean metió sacó de su bolsillo una moneda
de cinco francos. Se acercó al pilluelo y se la puso en la mano.
En seguida Gavroche le preguntó si conocía el número siete de
esa calle. Valjean se inquietó con esa pregunta, pero en seguida
se repuso. Dirigiéndose al niño le preguntó: “¿Eres tú el que trae
una carta que estoy esperando?”.
Gavroche de inmediato le respondió que él no era mujer. Pero
Valjean se adelantó a la incertidumbre del pilluelo y le dijo que
era para la señorita Cosette. Gavroche asintió y el anciano le dijo
que él la recibiría por la señorita. Entonces el mensajero dio el
papel a Jean Valjean y éste añadió: “¿Hay que llevar la respuesta a
San Merry?”. El pequeño le dijo con orgullo que esa carta venía
de la barricada de la Chanvrerie, y justo allá volvía.
Jean Valjean entró en su casa con la carta de Marius, desdobló
el papel y leyó lo siguiente Jean: “Muero. Cuando leas esto, mi
alma estará a tu lado.” Sintió una especie de asombro embria-
gador, pues tenía ante sus ojos la muerte del ser aborrecido. No
tenía más que guardar la carta en el bolsillo y Cosette no sabría
nunca lo que había sido de aquel hombre. No hay más que dejar
que las cosas se cumplan. Seguramente moriría. ¡Qué felicidad!
Después de decirse todo esto, Jean Valjean se puso sombrío.
Reaccionó. Bajó y llamó al portero. Como una hora después,
Jean salió vestido de guardia nacional y armado. Se dirigió hacia
el Mercado.
QUINTA PARTE
JEAN VALJEAN

XXXIII
LA GUERRA DENTRO DE CUATRO PAREDES

L
a barricada había sido no sólo reparada sino aumen-
tada. Se le había levantado medio metro más. Algunas ba-
rras de hierro entre las piedras parecían lanzas. Entre los
muertos había cuatro guardias nacionales de las afueras. Enjolras
había aconsejado dos horas de sueño.
En la sala baja de la taberna cercana que el grupo de insurrec-
tos había tomado como guarida no quedaron más que el difunto
Mabeuf, cubierto con el paño negro, y Javert atado al poste. En-
jorlas la llamó “La sala de los muertos”.
No había pan ni carne. Los hombres de la barricada, en las
dieciséis horas que llevaban de estar allí, habían consumido
pronto las mezquinas provisiones de la taberna. A las dos de la
madrugada se contaron los combatientes, y resultó que queda-
ban aún treinta y siete.

182
183

Enjolras había ido a hacer un reconocimiento, saliendo por la


callejuela de Mondetour y serpenteando a la orilla de las casas.
Los insurrectos estaban llenos de esperanzas. La manera en que
habían rechazado el ataque de la noche, los inducía a casi despre-
ciar el ataque de la mañana. Creían en el triunfo, tanto como en
la causa que sustentaban.
Cuando Enjorlas regresó les dijo a los de la barricada: “Todo
el ejército de París está sobre las armas. La tercera parte de ese
ejército pesa sobre la barricada que defienden. Dentro de una
hora seremos atacados. En cuanto al pueblo, ha mostrado ayer
efervescencia, pero hoy ya no se mueve. No hay nada que espe-
rar. Estamos abandonados.”
Todos quedaron mudos. Hubo un momento de silencio en
que se habría oído volar a la muerte. Una voz que salió del fondo
de los grupos, gritó a Enjolras: “Elevemos la barricada a seis me-
tros de altura, y muramos todos”.
Esta inexorable resolución era tan unánime entre los suble-
vados del 6 de junio de 1832, que casi a la misma hora, en la
barricada de San Merry, se lanzaba este grito, conservado por
la historia: “¡Con o sin ayuda, moriremos aquí hasta el último
hombre!”.
Enjolras habló a sus compañeros: “Para defender esta barri-
cada se requieren sólo treinta hombres. Entre ustedes algunos
tienen familias, madres, hermanas, esposas, hijos. Salgan, pues,
de las filas los que deseen.” Nadie se movió.
—Votemos —dijo Combeferre—; dentro de un cuarto de
hora ya no será tiempo.
—Ciudadanos —prosiguió Enjolras—, reina aquí la repúbli-
ca y con ella el sufragio universal. Designen ustedes mismos las
personas que hayan de marcharse.
Se obedeció esta orden. De los cadáveres de los soldados tenían
cuatro uniformes; los insurrectos se vestían con ellos, fácilmen-
te podrían huir. Al cabo de algunos minutos fueron designados
184

cinco por unanimidad y salieron de las filas. Aunque no tenían


cómo resolver la ausencia del quinto uniforme.
—¡Son cinco! —exclamó Marius.
—Designen al deba quedarse.
—Sí —dijeron los cinco— elijan y obedeceremos.
En aquel instante el quinto uniforme cayó como si lo arroja-
sen del cielo sobre los otros cuatro. El quinto hombre se había
salvado. Marius alzó los ojos y reconoció al señor Fauchelevent:
Jean Valjean acababa de entrar en la barricada.
Digamos lo que pasaba en el pensamiento de Marius. Téngase
presente el estado de su alma. ¿Cómo y por qué se encontraba allí
el señor Fauchelevent? ¿Qué iba a hacer a la barricada? Marius no
trató de averiguar nada de esto. Pensó, no obstante, en Cosette
con indecible angustia. Por lo demás, el señor Fauchelevent no le
habló, ni lo miró. Esta actitud lo aliviaba de un gran peso.
Los cinco hombres designados salieron de la barricada por la
callejuela de Mondetour, perfectamente disfrazados de guardias
nacionales.
Javert, atado al poste, solicitó a Enjolras un favor: ser desata-
do, pues había pasado toda la noche de pie y amarrado. Éste ac-
cedió. Enseguida cuatro insurrectos lo desataron del poste, pero
le dejaron las manos atadas atrás y le sujetaron los pies con una
cuerda delgada, atándole perfectamente por la mitad del cuerpo.
Mientras amarraban a Javert, un hombre, en el umbral de
la puerta, lo observaba con singular atención. La sombra que
formaba aquel hombre le hizo volver la cabeza. Alzó los ojos y
reconoció a Jean Valjean.
Sin el menor estremecimiento, los bajó de nuevo con altivez y
se limitó a decir: “Es natural”.
El día adelantaba rápidamente; pero las ventanas y las puertas
permanecían cerradas. Era la aurora, no el despertar. Ni un solo
ser viviente se veía en las encrucijadas. Nada hay tan lúgubre
como esa claridad de las calles desiertas. Aunque no se veía a
185

nadie, en cambio se oía a cierta distancia un movimiento miste-


rioso. Era evidente que el instante crítico iba a llegar.
Se oyeron golpes secos resonar confusamente en toda la ex-
tensión de la barricada: se montaban los fusiles. Horas después,
un rumor se acercaba. Pronto apareció una pieza de artillería,
conducida por los artilleros.
—¡Fuego! —gritó Enjolras.
Toda la barricada disparó, y la detonación fue espantosa; una
tempestad de humo envolvía a la pieza de artillería y a los hom-
bres. Después de algunos instantes se disipó la nube, y el cañón
y los hombres reaparecieron. En seguida el jefe de la guardia se
puso a apuntar el cañón con la gravedad de un astrónomo. Los
insurrectos se apresuraron a cargar sus fusiles, al igual que los
artilleros con el cañón.
Salió el tiro. Al mismo tiempo que la bala dio contra la barrica-
da, se vio a Gavroche lanzarse dentro. Todos cercaron al pilluelo.
Pero Marius, sin darle tiempo para contar nada, se lo llevó
aparte y, agitándolo, le dijo con tono severo: “¿Quién te dijo que
volvieras? Supongo que habrás entregado mi carta”. El pilluelo
asintió y dijo que se la había dado al portero. Marius, al enviar
aquella carta, se había propuesto dos cosas: despedirse de Cosette
y salvar a Gavroche. Tuvo que contentarse con la mitad de lo que
quería
De pronto, una compañía de infantería de línea ocupó la ex-
tremidad de la calle, detrás de la pieza. Enjolras dio la orden de
que todos se agacharan. Se oyó la detonación. La carga había
sido dirigida a la cortadura de la barricada, rebotando contra la
pared; y de este espantoso rebote resultaron dos muertos y tres
heridos. La barricada estaba siendo destruida por la metralla.
Jean Valjean, sentado en la esquina de la taberna, tenía el fu-
sil entre las piernas y no había tomado parte, hasta entonces,
en nada de lo que pasaba. Entonces pidió una carabina de dos
cañones. Enjolras, que acababa de cargar de nuevo la suya, se la
186

entregó. Valjean apuntó a una casa y disparó. De un balconcillo


cayó un cochón que pendía de una cuerda. Valjean salió de la ba-
rricada y tomó el colchón, volviendo a la barricada. Lo clavó en
la cortadura, para que los artilleros no pudieran ver hacia donde
disparar. Ejecutado esto, los rebeldes aguardaron la descarga de
metralla, que no se hizo esperar.
El cañón vomitó con un rugido su carga, pero no hubo rebo-
te. La metralla se amortiguó en el colchón. Se había logrado el
efecto previsto, y la barricada se había salvado.
De repente, los insurrectos vieron en el tejado de una casa
vecina un casco que reflejaba los rayos del sol. Jean Valjean ha-
bía devuelto la carabina a Enjolras, pero tenía su fusil. Sin decir
palabra, apuntó al casco para darle justo en la orilla y disparó. El
soldado cayó con estrépito a la calle. Luego vio a un oficial acer-
carse y de nuevo disparó, dándole en el borde del casco. Ambos
militares, llenos de pavor, regresaron a las líneas de la guardia.
Aquel instante de vacilación dio a los insurrectos tiempo para
volver a cargar las armas. Y vino otra descarga, muy mortífera y
feroz, que alcanzó a la compañía antes de que pudiera doblar la
esquina de la calle. Hubo más muertos.
La insurrección que se agota pronto, no tiene sino un número
limitado de tiros y de combatientes. Imposible es reemplazar una
cartuchera que se vacía o un hombre que sucumbe.
En el caos de sentimientos y pasiones que defienden una barri-
cada se encuentra de todo: bravura, juventud, entusiasmo, ideal
y esperanza. Una de esas intermitencias de esperanza se experi-
mentó de improviso, y cuando menos se creía, en la barricada de
la Chanvrerie. —Escuchen —exclamó de repente Enjolras desde
su atalaya—, París se despierta. La tropa derribaba las puertas de
las casas, desde donde disparaban y al mismo tiempo piquetes de
caballería dispersaban los grupos de los bulevares. Había visto,
además, pasar por la esquina de la calle heridos en parihuelas que
no eran de sus barricadas.
187

Aunque ya era de noche, Courfeyrac vio un bulto al pie de la


barricada, fuera de la calle, bajo las balas. Era Gavroche. “¿Qué
haces ahí?” le preguntó. El pilluelo, con mucha solemnidad le
respondió: “Ciudadano, lleno mi cesta”. El insurrecto le gritó al
niño que entrara pronto a la barricada, pero Gavroche se internó
en la calle. Aquella oscuridad le fue útil. Se arrastraba boca abajo,
andaba a gatas, cogía la cesta con los dientes y brincaba de un
cuerpo a otro, vaciando las cartucheras.
Así continuó por algún tiempo. El espectáculo era a la vez es-
pantoso y entretenido. Gavroche, blanco de las balas, se burlaba
de los fusiles. Parecía divertirse mucho. Los insurrectos, sin casi
respirar, lo seguían con la vista. La barricada temblaba mientras
él cantaba.
De pronto se vio vacilar a Gavroche y luego caer. El pequeño
no había caído sino para volverse a levantar. Se incorporó, pero
una larga línea de sangre le rayaba la cara. Quiso decir algo, pero
otra bala del mismo tirador cortó la frase en su garganta. Esta
vez cayó con el rostro contra el suelo. No se movió más. La gran
alma de aquel niño había volado.
Marius se lanzó fuera de la barricada, seguido de Combeferre,
pero era tarde. Gavroche estaba muerto. Combeferre se encargó
del cesto con los cartuchos y Marius del chico. Cuando entró en
el reducto con Gavroche en los brazos, tenía, como el pilluelo,
el rostro inundado de sangre. Al instante de inclinarse para re-
coger el cuerpo una bala le había rozado el cráneo, sin que él lo
advirtiera.
Courfeyrac se quitó la corbata y vendó la frente de Marius.
Pusieron a Gavroche en la misma mesa que a Mabeuf, y sobre
ambos cuerpos se tendió el paño negro.
Jean Valjean seguía en el mismo sitio, sin moverse. Cuando
Combeferre le presentó sus quince cartuchos, sacudió la cabeza.
En total silencio, sólo miraba la pared que tenía enfrente.
188

De repente, entre dos descargas se oyó el sonido lejano de la


hora. Eran las doce. Una partida de zapadores bomberos, con
el hacha al hombro, acababa de aparecer en orden de batalla, al
extremo de la calle. Aquella tenía que ser la cabeza de la columna
de ataque, evidentemente. Los zapadores bomberos, encargados
de demoler la barricada, deben preceder siempre a los soldados
que han de escalarla.
La barricada era el baluarte de aquella insurrección. Era ne-
cesario hacer un plan para defenderla, por lo que Enjolras entró
a la taberna. Dentro se hizo un recuento de las armas, las muni-
ciones y los hombres aptos para la batalla. Dio algunas órdenes,
se volvió a Javert, le dijo: “No creas que te olvido”, puso sobre la
mesa una pistola y añadió: “el último que salga de aquí te levan-
tará la tapa de los sesos”.
Entonces Jean Valjean se presentó a Enjolras y le preguntó si
él era el jefe. El líder asintió. Dicho esto, Valjean le dijo que si él
creía que merecía una recompensa por su ayuda, le pedía ser el
que matara a Javert.
Su petición fue concedida. Al mismo instante se oyó el sonido
de una corneta. La agonía de la barricada iba a empezar.
Cuando Valjean se quedó solo con Javert, desató la cuerda
que sujetaba al prisionero. En seguida le indicó que se levantara.
Javert obedeció, con una sonrisa irónica. Valjean lo sujetó del
cuello y lo arrastró en pos de sí; salió de la taberna con lentitud,
con la pistola en la mano.
Atravesaron de este modo una barrera interna de la barricada.
Jean Valjean hizo escalar a Javert la pequeña trinchera de la calle-
juela de Mondetour. Una vez pasado este parapeto, se encontra-
ron solos en la calle. Nadie los veía. Valjean colocó la pistola bajo
el brazo y fijó en Javert una mirada que no necesitaba palabras
para decir: “Soy yo”. Javert le dijo: “Desquítate”.
Jean Valjean cortó los amarres del prisionero: de manos y pies.
Se volvió a él y le dijo: “Estás libre.” Javert no era hombre que se
189

asombrara fácilmente. Sin embargo, a pesar de ser tan dueño de


sí mismo, se sintió conmovido.
—Me fastidias. Mejor es que me mates.
—Vete —dijo Jean Valjean.
Cuando Javert desapareció, Jean Valjean descargó la pistola
al aire.
De repente el tambor dio la señal de ataque. La embestida
fue un huracán. Una poderosa columna de infantería de línea
desembocó en la calle, al paso de carga; tocaban tambores y cla-
rines. Los insurrectos dispararon impetuosamente. El asalto fue
tan furibundo, que por un momento se vio la barricada llena de
sitiadores; pero sacudió de sí a los soldados, como el león a los
perros. Había igual resolución en ambos bandos. La tropa quería
acabar pronto; la insurrección quería luchar. Cada cual allí tenía
el engrandecimiento de la hora suprema. La calle se cubrió de
cadáveres.
Enjolras, que llevaba toda la barricada dentro de su cabeza,
se reservaba y se ponía al abrigo de las balas; tres soldados caye-
ron uno tras otro al pie de su almena sin haberle visto siquiera.
Marius aparecía formidable y meditabundo. Estaba en la batalla
como en un sueño. Diríase que era un fantasma disparando tiros.
Los asaltos se sucedieron. El horror iba en aumento. Aque-
llos hombres harapientos, cansados, hambrientos, sólo contaban
con unos cuantos tiros más. Se tentaban los bolsillos, vacíos de
cartuchos. Casi todos estaban heridos, vendadas las cabezas o los
brazos con paños enmohecidos. De sus cuerpos corría sangre y
en sus manos había sables mellados y rotos.
Marius estaba tan acribillado de heridas, particularmente en
la cabeza, que el rostro desaparecía entre la sangre. Enjolras era el
único que se conservaba ileso.
Cuando no quedaron vivos más jefes que Enjolras y Marius,
la barricada comenzó a ceder. El borde superior de la pared había
desaparecido, desmoronándose a impulso de las balas y cañonazos.
190

Se intentó un asalto decisivo y esta vez salió bien; no hubo ya


remedio. El grupo de insurrectos retrocedió en desorden. Enjol-
ras corrió al centro del interior de la barricada, protegió con su
cuerpo a los insurrectos restantes. Les gritó: “No hay más que
una puerta abierta.” Y dicho esto, hizo frente al batallón que
venía tras ellos.
Todos se precipitaron dentro de la taberna. Marius se quedó
afuera; una bala acababa de romperle la clavícula y se sintió des-
mayar y caer. En aquel momento, ya cerrados los ojos, experi-
mentó la conmoción de una vigorosa mano que lo sujetaba.
Entró Enjolras a la taberna y dio una única indicación a los
sobrevivientes: “Véndanse caro”. Entonces hicieron frente agre-
sivo a los intrusos. Los insurrectos dieron todo lo que les que-
daba hasta que se agotaron las municiones. Tomaron, entonces,
las botellas de aguardiente de las repisas de la taberna y pren-
dieron bombas. El heroísmo derramado fue monstruoso. Al fin
entraron los sitiadores, subiéndose unos sobre otros. Treparon
escaleras, subieron muros, escalaron el techo, acabando con todo
aquel que se resistía. Furiosos se precipitaron en la sala del piso
principal. No quedaba allí más que un hombre en pie: Enjolras.
Pronto lo prendieron. Lo reconocieron como el líder de los
insurrectos y, en un instante, se enfilaron ocho hombres para
fusilarlo. Enjolras dio un último grito: “¡Viva la república! Aquí
estoy yo”. Se dio la orden de fuego. El líder fue atravesado por
ocho tiros, quedó arrimado a la pared, como si las balas le hubie-
sen clavado allí. No hizo más que inclinar la cabeza. Unos ins-
tantes después, los soldados desalojaban a los últimos insurrectos
que se habían refugiado en lo alto de la casa y luego empezaron
el registro de las casas vecinas y la persecución de los fugitivos.
Marius era prisionero de Jean Valjean. La mano que le había
asido por detrás en el momento de caer, era la de éste.
Jean Valjean no había tomado más parte en el combate que la
de exponer su vida. Sin él, en aquella fase suprema de la agonía,
191

nadie hubiera pensado en los heridos. En medio de la densa nie-


bla del combate, Valjean no lo perdió de vista un solo instante.
Cuando un balazo derribó a Marius, él saltó con la agilidad de
un tigre, se arrojó sobre él como si se tratara de una presa y se lo
llevó. El ataque estaba concentrado tan violentamente en Enjol-
ras y en la puerta de la taberna, que nadie vio a Valjean salir con
Marius por el suelo desempedrado de la barricada.
Su antigua ciencia de las evasiones le iluminó el cerebro para
saber cómo huir de aquel lugar. Vio un hundimiento de adoqui-
nes y una reja de hierro, colocada de plano y al nivel del piso.
Apartó los adoquines, levantó la reja y descendió al pozo; no sin
antes dejar caer la trampa de hierro sobre él. Al cabo de unos
instantes, se encontró con Marius en una especie de corredor
largo y subterráneo. Apenas oía encima de su cabeza como un
vago murmullo; era el tumulto de la taberna tomada por asalto.
XXXIV
EL INTESTINO DE LEVIATÁN

S
e encontraba Jean Valjean en las alcantarillas de París.
La transición era inaudita. Había pasado de la luz a las ti-
nieblas, del mediodía a la media noche, del ruido al silen-
cio, del torbellino de los truenos al estancamiento de la tumba,
del mayor peligro a la seguridad más absoluta.
Entre tanto, el herido no se movía. Jean Valjean ignoraba si lo
que había traído consigo a aquella fosa era un vivo o un muerto.
Su primera sensación fue la de que estaba ciego y sordo. Re-
pentinamente no vio ni oyó nada. No oía el menor ruido. Pero
una bocanada de aire fétido le indicó cuál era su mansión actual.
Al cabo de algunos instantes ya no estaba ciego. Un poco de
luz entraba por el respiradero por donde había entrado, y su mi-
rada se había acostumbrado a la cueva. No había que perder ni
un minuto.
Pese a la quietud de aquel lugar, la verdad es que estaban me-
nos a salvo de lo que Jean Valjean creía. Le aguardaban peligros
de otro género, y de no menor tamaño. ¿Cómo orientarse en
aquel negro laberinto? El hilo para salir de este laberinto era la
pendiente, siguiéndola se va al río. Era necesario internarse en

192
193

el laberinto, fiarse de la obscuridad y encomendarse a la Provi-


dencia para la salida. Tentó paredes, dio vueltas, subió y bajó, lo
que a su parecer no tenía sentido, pero finalmente halló el pasillo
principal.
De improviso vio su sombra delante de sí. Se volvió lleno de
asombro. Detrás de él, en la parte del pasillo que acababa de de-
jar, a una distancia que le pareció inmensa, resplandecía, rayando
las tinieblas, una especie de astro horrible que parecía mirarle.
Era la lúgubre luz de un farol de la policía que se levantaba en el
albañal. Detrás de esa luz se movían confusamente ocho o diez
formas negras, rectas, vagas y terribles. ¿Cómo era posible esto?
El 6 de junio se había dispuesto una batida de las alcantarillas
pues se temía que los vencidos se refugiaran en ellas. Los agen-
tes estaban armados de carabinas, macanas, espadas y puñales.
Mientras la ronda registraba estos callejones, Jean Valjean había
tropezado con la entrada de la galería. La policía estaba justo
enfrente de él, al otro lado. Fue aquel un minuto de indecible
angustia.
Valjean tuvo que quedarse quieto y no hacer ningún ruido. Al
cabo de unos minutos, se escuchó que la patrulla había cambia-
do de dirección.
Jean Valjean emprendió de nuevo su marcha, y ya no volvió
a detenerse. Su avance se hacía cada vez más penoso. Debía aga-
charse debido a la altura de la bóveda de los túneles, pues llevaba
un cuerpo a cuestas. Además, pese a que tenía una fuerza única,
poco mermada por los años, le sobrevenía la fatiga; a medida que
perdía vigor, se aumentaba el peso de la carga. Podrían ser las tres
de la tarde cuando entró en el albañal del centro.
En cierto punto de su marcha, bajó el cuerpo de Marius. Pri-
mero que nada, tentó su pecho: el corazón aún le latía. Registró
sus bolsillos, dentro de uno halló una libreta donde escribía sus
pensamientos amorosos a Cosette. Ahí vio una nota peculiar,
misma que seguramente redactó Marius al comenzar la batalla.
194

Ésta decía: “Me llamo Marius Pontmercy. Conduzca mi cadáver


a casa de mi abuelo, el señor Gillenormand, calle de las Monjas
del Calvario, número 6, en el Marais”.
Cargó otra vez con el joven, le apoyó cuidadosamente la cabe-
za en su hombro derecho, y continuó bajando por la alcantarilla.
Jean Valjean se dio cuenta de que entraba en el agua, y que te-
nía debajo no baldosas, sino cieno. Sus pies no sentían el cambio
en la textura, pero la arena era viscosa; a cada paso, la caminata
se hacía más extenuante.
De pronto se halló junto a un abismo de cieno. Valjean sintió
que le faltaban las baldosas y entró por completo en aquel fango.
Agua en la superficie, lodo en el fondo. A medida que avanzaba,
se hundían sus pies. Pronto el cieno le llegó a media pierna, y el
agua por arriba de las rodillas. Continuó, sin embargo, y con los
brazos levantados sostuvo a Marius sobre el agua.
Al fin dio con algo que su pie sintió como un escalón. En
efecto, era una pendiente de suelo firme. Al salir del agua, trope-
zó en una piedra y cayó de rodillas. Permaneció allí algún tiempo
para recobrarse de su fatiga. ¿En qué pensaba en aquel profundo
abatimiento? Ni en sí mismo ni en Marius. Pensaba en Cosette.
Alzó los ojos. Delante de él, lejos, percibió la claridad. Esta
vez no era la claridad terrible de un farol de policía, sino la clari-
dad buena y blanca del día. Jean Valjean veía la salida. A medida
que se aproximaba, la distinguía mejor.
De pronto se detuvo. Había llegado a la salida, pero no se
podía salir. Había una puerta de hierro. Sacudió la puerta varias
veces, buscando algún barrote débil que pudiera arrancar y usar
como barreta para forzar la puerta, pero sus esfuerzos fueron in-
útiles. No había medio de salir. Se deslizó hasta quedar sentado
en el piso y hundió la cabeza entre las rodillas.
En medio de tal postración, una mano se apoyó en su hombro
y una voz que hablaba bajo, le dijo: “Partamos.” Jean Valjean no
195

vaciló un momento. El hombre que se había presentado de im-


proviso era Thenardier.
Jean Valjean advirtió inmediatamente que Thenardier no lo
había reconocido. Ambos se miraron un momento en la penum-
bra, como si tratasen de medirse. Thenardier preguntó:
—¿Qué esperas para salir?” Es imposible abrir la puerta y tie-
nes que marcharte.
—Cierto —dijo Jean Valjean.
—Pues bien, partamos las ganancias.
—¿Qué quieres decir? —Has matado a ese hombre. Bueno,
yo tengo la llave.
Jean Valjean comprendió. Thenardier lo tomaba por un ase-
sino. Repitió su propuesta de dividir las ganancias y le dijo que
ambos podían quedarse con lo que ese joven llevaba en sus bol-
sillos. Valjean tentó los propios, pero no llevaba mucho dinero.
Extendió la mano y le dio su contenido a Thenardier: un luis
de oro, dos napoleones y cinco o seis sueldos. Viendo el total, el
dueño de la llave le dijo que había matado gratis al muchacho.
Sacó la llave y la metió en la cerradura: dos vueltas y el cerrojo
se abrió. Thenardier lo dejó salir, no sin antes tentar sus bolsillos
para saber si había algo más.
Una vez fuera, Valjean colocó a Marius en la orilla del río.
Se inclinó hacia él y tomando agua en el hueco de la mano, le
salpicó el rostro con algunas gotas. Los párpados de Marius no
se movieron, pero su boca entreabierta respiraba. Introdujo de
nuevo la mano en el río, cuando sintió que había alguien atrás
de él, a corta distancia. Un hombre sencillo se hubiera asustado
a causa de la aparición; uno de reflexión, a causa de la macana.
Jean Valjean reconoció a Javert, quien lo asió fuertemente por
los hombros.
Jean Valjean permaneció inerte bajo la presión de Javert, como
un león que consintiese la garra de un lince. Rendido, le dijo que
196

estaba en sus manos y que, desde ese momento, se consideraba


su prisionero. Sólo pedía su ayuda para llevar ese joven a su casa.
Javert cogió la mano de Marius y le tomó el pulso. Valjean
le dijo que estaba herido, pero el inspector le juzgó como un
muerto. Hurgó en los bolsillos del joven y Valjean sacó la libreta,
donde estaba anotada la dirección. Se la mostró a Javert, quien
enseguida llamó a su cochero.
Un momento después, el carruaje bajó por una rampa a la
orilla del río. Marius fue colocado en el asiento del fondo; Javert
y Jean Valjean ocuparon el asiento delantero. Una vez cerrada la
portezuela, el coche partió veloz en dirección de la Bastilla.
Cuando llegaron al número 6 de la calle de las Monjas del
Calvario, Javert fue el primero que bajó. Entreabrió la puerta de
la cochera y, repentinamente, bostezando, entre dormido y des-
pierto, con una vela en la mano, apareció el portero.
Todos dormían en la casa. Jean Valjean y el cochero sacaron a
Marius del carruaje, sosteniéndole el primero por los sobacos y el
segundo por las corvas. Javert habló al portero con el tono propio
de los dependientes del gobierno. Preguntó por el señor Gillenor-
mand. El portero confirmó la residencia de aquel hombre y preguntó
por el asunto que lo llevaba hasta ahí. Javert dijo que traía a su hijo.
El portero se limitó a despertar al mayordomo; éste fue a bus-
car un médico, mientras la criada abría los armarios de la ropa
blanca. En ese momento, Jean Valjean sintió que Javert lo tocaba
en el hombro. Comprendió y siguió al inspector de policía.
—Inspector Javert —dijo—, concédame otra cosa.
—¿Cuál? —preguntó con dureza Javert.
—Permita que entre un instante en mi casa. Después hará de
mí lo que le acomode.
Pasados unos minutos el carruaje se detuvo a la entrada de la
calle del Hombre Armado, pues era demasiado estrecha. Javert y
Valjean bajaron; el inspector le concedió a subir pues, le advirtió,
él le esperaría ahí.
197

Valjean empujó la puerta, entró en la casa, gritó al portero


que estaba ya acostado: “¡Soy yo!” y subió al primer piso. Tal vez
movido por su costumbre, de pronto sacó la cabeza por la venta-
na, miró toda la calle y quedó atónito: no se veía a nadie.
Javert se había marchado.
El mayordomo y el portero habían llevado al salón a Marius,
que seguía tendido e inmóvil en el sillón donde se le colocó a
su llegada. El médico estaba ya allí; ordenó que se arreglara una
cama junto al sillón. El cuerpo no había recibido ninguna lesión
interior. Tenía un disparo de bala, pero que amortiguado por su
libreta, había corrido por sus costillas donde aparecía una corta-
da impresionante, pero no peligrosa.
En el momento en que el médico limpiaba el rostro y tocaba
apenas con el dedo los párpados de Marius, la puerta del fondo
se abrió. Era el abuelo. El anciano sintió de los pies a la cabeza un
estremecimiento terrible. Sólo alcanzó a gritar: “¡Marius!”
El señor Gillenormand se torció las manos y exclamó: “¡Está
muerto! ¡Se ha dejado matar en las barricadas! ¡Por odio a mí!
¡Por vengarse de mí! ¡Miren cómo vuelve a casa de su abuelo!”
El médico, que empezaba a alarmarse por los dos, dejó un mo-
mento a Marius y tomó del brazo al señor Gillenormand. Su
turbación era violenta y peligrosa.
En aquel momento Marius abrió lentamente los párpados.
Aún aletargado, se fijó en el señor Gillenormand. Al ver que re-
accionaba, el anciano gritó, diciendo a su nieto tiernas palabras
que salían de su corazón arrepentido.
XXXV
JAVERT DESORIENTADO

J
avert se alejó lentamente de la calle del Hombre Ar-
mado. Caminaba con la cabeza baja por primera vez en su
vida. Estaba ansioso y confundido.
Hacía algunas horas que se hallaba en una bifurcación. Ante
sí veía dos sendas, ambas igualmente rectas; pero eran dos, y esto
le aterraba. En toda su vida no había conocido sino una sola
línea recta. Y para colmo de angustia, aquellas dos sendas eran
contrarias y se excluían mutuamente: justicia y perdón. ¿Cuál era
la verdadera? Su situación era inexplicable.
Una cosa lo dejaba confundido y maravillado al mismo tiempo:
Jean Valjean lo perdonó. Y le petrificaba la idea que él, Javert, hubie-
ra perdonado a Jean Valjean. Pensaba que, si aprehenderlo era malo,
igual de malo era dejarlo libre. Se estremecía al considerar lo que
había hecho, pues iba contra todos los reglamentos de policía, con-
tra toda la organización social y judicial, contra el Código. Puso en
libertad a un delincuente. ¿No era incalificable tal conducta? Cada
vez que fijaba la mente en aquella acción sin nombre, se estremecía.
Sabía que debía volver a arrestar a Valjean, pero ya no po-
día. Algo le cerraba el camino por aquel lado. ¿Y qué era ese

198
199

algo? Que él no juzgaba a Valjean como un criminal. Era un


malhechor benéfico, un presidiario compasivo, dulce, clemente,
recompensaba el mal con el bien, el odio con el perdón, la ven-
ganza con la piedad; prefería perderse a perder a su enemigo. Era
más ángel que hombre.
Se comparó a sí mismo con Valjean, con el presidiario, y se
halló degradado. Más le valía haber sido fusilado en la barri-
cada, porque ahora su única certidumbre de existencia, el ser
impecable en el cumplimiento de su deber, ya no existía. Había
cometido una falta.
Además, no comprendía cómo Valjean había podido renun-
ciar a su derecho de vengarse. ¿Había algo por encima del deber?
Al llegar aquí se asustaba, se dislocaba su balanza; un platillo caía
en el abismo, el otro se elevaba al cielo. Javert sentía el mismo
terror por el que subía como por el que bajaba: ¿cuál de los pla-
tillos era él?
En adelante tendría que ser otro hombre. Padecía los extraños
dolores de una conciencia ciega, bruscamente devuelta a la luz y
odiaba lo que veía. Se encontraba vacío, inútil, disuelto. En ese punto
de su meditación, había llegado a la prefectura. Entró, escribió una
carta para el prefecto en la que le hacía ver los maltratos e injusti-
cias de que se hacía víctimas a los detenidos, y al poco tiempo salió.
Se dirigió con paso firme a la plaza de Chatelet, llegó al mue-
lle y fue a situarse con exactitud automática en el punto mismo
en el que había hallado a Valjean. La obscuridad era comple-
ta. Javert permaneció inmóvil algunos minutos, mirando aquel
abismo de tinieblas. El único ruido era el del agua del Sena.
De repente se quitó el sombrero y lo puso en el pretil del
muelle. Poco después apareció de pie sobre el parapeto una figu-
ra alta y negra, que se inclinó hacia el río y cayó luego a plomo.
Hubo un estremecimiento sordo hasta que aquella forma obscu-
ra desapareció bajo las aguas.
XXXVI
EL NIETO Y EL ABUELO

M
arius permaneció mucho tiempo entre la muer-
te y la vida. Durante algunas semanas tuvo fiebre
acompañada de delirio, repitió el nombre de Co-
sette noches enteras con la sombría obstinación del agonizante.
Por fin, cuatro meses después de la fatal noche en que lo ha-
bían traído moribundo a casa de su abuelo, el médico declaró
que estaba fuera de peligro. Empezó la convalecencia. Sin em-
bargo, tuvo que permanecer aún más de dos meses tendido en
un sillón, a causa de la fractura de la clavícula.
En cambio, aquella larga enfermedad y larga convalecencia, lo
libraron de las pesquisas judiciales.
En cada fase de la convalecencia, que iba notándose más y
más, el abuelo hacía mil locuras; la más grande todas la vio el
mayordomo, pues se inclinó a rezar. Hasta entonces, se pensaba
que el señor no creía en Dios. En cuanto a Marius, sólo tenía una
idea fija: Cosette. No sabía qué había sido de ella. Los eventos de
aquellos días en la barricada eran turbios y confusos. Todo lo que
pudieron decirle es que lo habían traído de noche en un carruaje
de alquiler a la calle de las Monjas del Calvario.

200
201

En la primera oportunidad que tuvo de pararse, Marius en-


frentó a su abuelo y le dijo que deseaba casarse. El abuelo, anti-
cipando lo que su nieto le diría, soltó una carcajada. En actitud
socarrona le dijo: “Lo previsto. Tendrás tu chiquilla”. El joven,
atónito y sin saber qué pensar, se sintió acometido de temblor. El
señor Gillenormand, continuó:
—¡Ah! Te figuras que el abuelo iba a incomodarse, ¿no? ¡A
empañar con su cólera toda esta aurora de felicidad! Nada de eso.
Cosette y el amor: convenido. Yo no deseo otra cosa. Caballero,
tómate la molestia de casarte. ¡Sé dichoso, hijo de mi alma!
Cosette y Marius se volvieron a ver. Cuando Cosette entró al
cuarto de su enamorado, parecía que tenía una aurora. La damita
estaba embriagada de placer y en el cielo. Detrás de ella había entra-
do un hombre de cabellos blancos, grave, y sin embargo sonriente;
aunque su sonrisa tenía cierto tinte vago y doloroso. Era el señor
Fauchelevent; era Jean Valjean, que permanecía como aparte y
junto a la puerta. Llevaba bajo el brazo un paquete bastante pare-
cido a un tomo de libro, con cubierta de papel verde, algo mohoso.
El abuelo saludó en voz alta, para llamar su atención, y fue
directo al asunto: —Señor Tranchelevent (sic), tengo el honor de
pedirle para mi nieto, el señor barón Marius de Pontmercy, la
mano de esta señorita.
“El señor Tranchelevent” se inclinó en señal de asentimiento.
—Negocio concluido —dijo el abuelo.
Luego se volvió hacia Marius y Cosette, con los dos brazos
extendidos, en actitud de bendecir; acercándose a Marius y Co-
sette, les dijo por lo bajo que se hablaran con confianza. El señor
Gillenormand ejecutó una pirueta sobre sus talones, y en seguida
se puso de nuevo a hablar como movido por un resorte:
—¡Es una joya, una obra maestra esta Cosette! Muy niña y
muy señora al mismo tiempo; lástima que no lleve más título
que el de baronesa, pues ha nacido marquesa. Esas bonitas y
blancas manos, no son de su clase.
202

En ese momento se oyó una voz grave y tranquila, que decía:


—La señorita Eufrasia Fauchelevent tiene seiscientos mil
francos.
—¿Quién es la señorita Eufrasia? —preguntó el abuelo como
asustado. —Soy yo —respondió Cosette.
—¡Seiscientos mil francos! —repuso el señor Gillenormandy
exclamó—: ¡Buen libro!, refiriéndose al mohoso tomo que Val-
jean había depositado sobre una mesita.
En cuanto a Marius y Cosette, no hacían en todo este tiem-
po más que mirarse con adoración, prestando apenas atención a
aquel incidente.
Cuando Jean Valjean vio a Marius convaleciente, presintien-
do que se acercaba la hora en que aquel dinero podía ser útil, fue
a buscarlo. En varios de sus viajes a París, iba a cierta parte de la
campiña a desenterrar depósitos de fortuna que había escondido.
La suma necesaria para la fausta ocasión se hallaba en el bosque
de Montfermeil, en un lugar llamado el predio Blaru.
Visitó el paraje con toda tranquilidad, pues por los periódicos
se había enterado del suicidio de un agente de policía llamado
Javert.
Se dispuso todo para el casamiento. Corría el mes de diciem-
bre y la fecha se acordó para febrero. El abuelo no era el menos
feliz. Empleaba sus buenos cuartos de hora contemplando a Co-
sette. Ella y Marius habían pasado repentinamente del sepulcro
al paraíso; el joven le dijo a su amada que, sin duda, Dios los
estaba viendo.
Jean Valjean hizo, aplaudió, concilió y facilitó todo, apresu-
rando la dicha de Cosette. Él supo allanar todas las dificultades,
componiendo para la joven una familia de personas ya difun-
tas, lo cual era el mejor medio de evitar reclamaciones. Además,
se hizo un acta de notoriedad de que Cosette era legalmente la
señorita Eufrasia Fauchelevent, huérfana de padre y madre. En
cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un le-
203

gado hecho a ella por una persona ya difunta, y que deseaba


permanecer desconocida.
El señor Gillenormand, por su parte, colmó de detalles y de
regalos a su futura nuera, mientras que Jean Valjean le construía
una situación normal en la sociedad.
Se dispuso que los esposos habitaran en casa del abuelo, quien
quiso cederles su cuarto por ser el más hermoso de la casa. Lo
amuebló con cierta galantería antigua, y lo hizo techar y alfom-
brar con una tela finísima. La biblioteca del señor Gillenormand
se transformó en despacho de abogado para Marius.

La alegría, aunque grande, no consiguió borrar del espíritu de


Marius otros cuidados. Mientras se disponía el casamiento y lle-
gaba la época fijada, se dedicó a hacer difíciles y escrupulosas
indagaciones retrospectivas. Tenía deudas de gratitud con varias
personas, tanto en nombre de su padre, como en nombre suyo.
Una era la de Thenardier y otra la del desconocido que lo había
salvado y llevado a casa de su abuelo.
Deseaba encontrar a estos dos hombres, pues no podía conci-
liar la idea del casamiento y felicidad con la de olvidarlos. El que
Thenardier fuese un infame, no impedía que hubiese salvado al
coronel Pontmercy. Pero contra Thenardier, como jefe y autor de
la trama, recayó sentencia de muerte. En cuanto al individuo que
había salvado a Marius, las indagaciones dieron al principio algún
resultado, pero luego se disiparon las pistas Porque, ya lo hemos
dicho, no recordaba nada. Sólo hacía memoria de que lo habían
sujetado por detrás al caer en batalla; lo demás no existía para
él. Recobró el conocimiento en casa del señor Gillenormand.
Una tarde hablaba Marius, delante de Cosette y de Jean Val-
jean, de toda esta singular aventura, de la multitud de datos que
había recogido, y de sus esfuerzos por recordar. Le impacientaba
el rostro frío del señor Fauchelevent, y exclamó con una vivaci-
dad que casi tenía la vibración de la cólera.
204

—Ese hombre es realmente admirable. ¿Saben lo que ha he-


cho? Ha intervenido como el arcángel. Se arrojó en medio del
combate, me arrebató de allí, me llevó por la alcantarilla por más
de legua y media de laberintos subterráneos, sin otro objeto que
salvar aquel cadáver. Se arriesgó temerariamente, cada paso era
un peligro. La prueba es que le prendieron al salir de la alcantari-
lla. ¡Hizo todo eso sin esperar ninguna recompensa! ¿Qué era yo?
Un insurrecto, un vencido. ¡Oh! Si los seiscientos mil francos de
Cosette fuesen míos...
—Son tuyos —interrumpió Jean Valjean.
—Pues bien —continuó Marius—, los daría por encontrar a
ese hombre.
Jean Valjean guardó silencio.
XXXVII
LA NOCHE TOLEDANA

L
a noche del 16 de febrero de 1833 fue una noche
bendita, Marius y Cosette Se casaron. Ese día era de car-
naval, y pese a las objeciones de la señorita Gillenormand,
se efectuó la boda. La víspera, Jean Valjean había entregado a
Marius, en presencia del señor Gillenormand, los quinientos
ochenta y cuatro mil francos. Una vez verificados los detalles
del casamiento bajo el régimen de la municipalidad, los trámites
fueron sencillos.
La tía Santos sería en adelante inútil para Jean Valjean, por
lo que Cosette se quedó con ella, y la promovió al grado de su
doncella personal. En cuanto a Jean Valjean, en la casa del se-
ñor Gillenormand se acondicionó un bonito cuarto amuebla-
do expresamente para él. Cosette le había dicho con irresistible
acento: “Padre, acéptalo, te lo ruego”. Él no pudo resistir aquella
petición y se ofreció a habitarlo. Unos días antes del fijado para
el casamiento, sucedió a Jean Valjean un accidente, se lastimó el
dedo pulgar de la mano derecha; no era cosa grave, por lo que no
permitió que nadie lo curara. Tuvo que envolverse la mano en un
lienzo y llevar el brazo suspendido en un pañuelo, por lo cual no

205
206

le fue posible firmar. Lo hizo en su lugar, el señor Gillenormand,


como tutor sustituto de Cosette.

¿A quién es dado realizar su sueño? Para esto habrá elecciones


en el cielo. Cosette y Marius habían sido elegidos. Cosette, en el
ayuntamiento y en la iglesia, estuvo radiante de hermosura y de
amor. Llevaba un vestido de tafetán blanco, un velo inglés borda-
do de punto, un collar de perlas finas y una corona de azahares.
Los hermosos cabellos de Marius estaban lustrosos y perfu-
mados; se entreveían acá y allá, bajo los bucles, líneas pálidas que
eran las cicatrices de la barricada.
Al finalizar las ceremonias, después de haber pronunciado
delante del alcalde y del sacerdote todos los sí posibles, la joven
apenas se atrevía a creer en la realidad de su dicha. Miraba a Ma-
rius, miraba aquella multitud de gente reunida, miraba al cielo,
parecía temerosa de despertarse de un bello sueño.
En el salón de la iglesia se había preparado un banquete. Jean
Valjean se había sentado detrás de la puerta del lugar, cuya hoja
casi lo ocultaba. Algunos momentos antes de sentarse a la mesa,
Cosette le preguntó si estaba contento.
—Sí —contestó Jean Valjean.
—Pues entonces, ríete.
Jean Valjean se sonrió.
Cuando se hizo el anuncio del brindis, buscaron con la vis-
ta al señor Fauchelevent. No estaba allí. El señor Gillenormand
pidió a su mayordomo que fuera por él. Pero Valjean acababa
de salir, encargándole que dijera al amo que padecía un poco de
su mano que tiene enferma, que lo excusaran y que iría el día
siguiente a primera hora.
La noche pasó alegremente. El buen humor del anciano dio
el tono a la fiesta y todos trataron de corresponder a aquella cor-
dialidad. Se bailó un poco, se rio mucho; fue una boda al uso
antiguo. Hubo ruido y luego silencio. Los novios desaparecieron.
207

Jean Valjean, como se ha visto, aprovechó un instante en que


nadie le miraba y salió del salón. Dejó la calle de las Monjas del
Calvario y se dirigió a la del Hombre Armado. Valjean entró en
su casa. Encendió la vela y subió. La habitación estaba vacía.
Jean Valjean miró las paredes; cerró las puertas de algunos
armarios y visitó los cuartos uno tras otro. Cuando entró al suyo
puso la vela sobre una mesa. Había sacado el brazo del pañuelo
y se servía de la mano derecha como si nada padeciera. Luego se
dirigió a su armario, sacó una maleta, extrajo una llave del bolsi-
llo y la abrió. Fue sacando de ella, poco a poco, los vestidos con
los que diez años antes había partido Cosette de Montfermeil,
los puso encima de la cama y los contempló. Sus pensamientos
eran otros tantos recuerdos.
Súbitamente, su blanca y venerable cabeza cayó sobre el lecho;
aquel viejo corazón estoico pareció romperse. Su rostro se hun-
dió, por decirlo así en los vestidos de Cosette. Si alguien hubiera
entonces andado en la escalera, habría oído terribles sollozos.
Permaneció hasta el alba en la misma actitud. Sumido en te-
nebrosas meditaciones, doblado sobre aquel lecho, abatido bajo
el enorme peso del destino. Así estuvo doce horas de una larga
noche de invierno, sin alzar la cabeza ni pronunciar una palabra,
inmóvil como un cadáver.
XXXVIII
LA ÚLTIMA GOTA DEL CÁLIZ
DE LA AMARGURA

A
l día siguiente, fue a la casa del señor Gillenor-
mand. El mayordomo lo introdujo en el salón, donde
todo estaba aún revuelto por la boda.
Valjean preguntó si se hallaba el señor de Pontmercy. El ma-
yordomo no supo dar respuesta, pues no sabía si se había le-
vantado. Entonces le pidió al señor Fauchelevent que aguardara
mientras le avisaba que él lo buscaba. Valjean le pidió que no hi-
ciera eso, sólo que mencionara que alguien quería hablar con él.
Pasaron algunos minutos. Jean Valjean permaneció inmóvil.
Estaba muy pálido y tenía los ojos tan hundidos bajo las órbitas
a causa del insomnio, que casi desaparecían. Al ruido que hizo la
puerta, levantó los ojos.
Marius entró, con la cabeza erguida, la boca risueña y la mi-
rada triunfante. Tampoco él había dormido. Para sorpresa de
Valjean, lo recibió con un “Padre” por título al saludarlo. La pa-
labra padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius, significaba

208
209

felicidad suprema. El joven, satisfecho de su propia felicidad, es-


trechó a Valjean y le preguntó si seguía mejor de su dedo.
Y satisfecho de la respuesta que se daba a sí mismo, prosiguió.
—Hemos hablado mucho de usted. ¡Cosette lo quiere tanto!
No vaya a olvidar que tiene aquí su cuarto. Basta de calle del
Hombre Armado. Vendrá a instalarse aquí, y desde hoy, no se
enfadará Cosette. Ella se propone dominarnos a todos aquí.
—Señor —dijo Jean Valjean—, tengo que comunicarle una
cosa. Soy un antiguo presidiario.
Estas palabras iban más allá de lo posible. Marius, pues, no
oyó. Jean Valjean desató el pañuelo negro que sostenía su brazo,
se quitó la ligadura de la mano, descubrió el dedo pulgar y dijo
mostrándoselo al joven:
—No tengo nada en la mano, ni he tenido jamás nada.
—¿Qué significa esto? —preguntó Marius entre dientes.
—Esto significa —respondió Jean Valjean— que he estado
en presidio
—¡Va a volverme loco! —exclamó Marius aterrado.
—Señor de Pontmercy —dijo Jean Valjean—, he estado die-
cinueve años en presidio por robo. Luego se me consignó a cade-
na perpetua, también por robo, como reincidente y a estas horas
ando prófugo
—Señor barón de Pontmercy, soy un aldeano de Faverolles.
Ganaba la vida podando árboles. No me llamo Fauchelevent,
sino Jean Valjean. Ningún parentesco me une a Cosette. Hace
diez años ignoraba si existía. La quiero mucho, es cierto. Cuando
uno, ya viejo, ha visto crecer a esos ángeles, es natural que los
quiera. Supongo que no me considerará desprovisto enteramente
de razón. Ella era huérfana. No tenía padre ni madre. Me nece-
sitaba y por eso le he consagrado todo mi cariño.
—Anote esta circunstancia atenuante. Hoy Cosette deja mi
casa, con lo cual nuestros dos caminos se separan y en lo sucesi-
vo no puedo hacer nada por ella, es ya la señora de Pontmercy.
210

Su porvenir ha cambiado, ganando sin duda en el cambio. En cuanto


a los seiscientos mil francos, aunque no me hable de ellos, me
anticipo a su pensamiento.
Es un depósito. ¿Cómo se hallaba en mis manos ese depó-
sito? Poco importa. Lo devuelvo, y no se me debe exigir más.
Completo la restitución diciendo mi verdadero nombre. Así me
conviene. Sabe ya quién soy.
—Pero, en fin —exclamó Marius—, ¿por qué me dice todo
esto? ¿Quién lo obligaba a descubrir el pasado de su vida? ¿Por
qué me ha hecho esa revelación?
—Me ha inducido a ello la honradez. Mi mayor desgracia es
un hilo que está prendido en mi corazón, y con ligadura fortísi-
ma. Esos hilos nunca son más sólidos que cuando uno es viejo.
Toda la vida se quiebra en derredor; pero ellos resisten. Me era
fácil seguir engañándolo bajo el nombre de señor Fauchelevent.
Mientras ha sido para bien de ella, he callado; pero hoy que se
trata sólo de mi bien, no debo continuar en silencio. Por esto he
venido a descubrir lo que concierne únicamente a mí. El miste-
rio que me envolvía ha dejado de serlo para usted. Bastante me
ha costado decidirme, he luchado toda la noche.
—Guardar silencio —añadió— no es cosa sencilla. Hay un
silencio que miente. ¡Y tendría que mentir, ser embustero, in-
digno, vil traidor, en el salón, en la mesa, en el hogar, en todas
partes; de noche, de día, mirando cara a cara a Cosette, ¡y res-
pondiendo a la sonrisa del ángel con la sonrisa del condenado!
¿Para qué? ¡Para ser feliz! ¡Para ser feliz, yo! ¿Acaso tengo ese de-
recho? No pertenezco al gremio de los vivientes, señor.
Respiró penosamente y pronunció después esta última frase:
—En otro tiempo, para vivir, robé un pan; hoy para vivir no
quiero robar un nombre.
—¡Para vivir! —dijo Marius—. ¿Acaso necesita de ese nom-
bre para vivir?
211

—¡Ah!, yo me entiendo —respondió Jean Valjean, levantan-


do y bajando la cabeza lentamente muchas veces seguidas.
Los dos callaron, hundido cada cual en un abismo de pensa-
mientos. Marius se había sentado junto a una mesa, y apoyaba
el ángulo de la boca en uno de sus dedos doblado. Jean Valjean
iba y venía. Se detuvo delante de un espejo, y se quedó inmóvil.
Luego, como si respondiera a un razonamiento interior, dijo mi-
rando aquel espejo, donde no se veía:
—¡Mientras que ahora me siento aliviado! Ahora, imagíne-
se que nada he dicho, que soy el señor Fauchelevent, que vivo
en su casa, que soy de la familia, que tengo mi cuarto, que los
acompaño a almorzar de bata. Que por la tarde vamos los tres al
teatro, acompaño a la señora de Pontmercy a las Tullerías y a la
Plaza Real; en una palabra, que me creen igual que ustedes; y el
día menos pensado, cuando estemos juntos, oyen pronunciar el
nombre de Jean Valjean, y ven salir de la sombra la mano espan-
tosa de la policía que me arranca bruscamente de su lado.
Se calló de nuevo; Marius se había levantado con un estreme-
cimiento, no acertaba a decir palabra.
—¿Ves qué razón he tenido en hablar? —dijo Valjean y agre-
gó—: Sean dichosos, vivan en el cielo, sean el ángel de otro án-
gel, y conténtense con eso, sin cuidarse del medio que un pobre
condenado ha elegido para desgarrarse el pecho, y cumplir con
su deber. Tiene delante de usted, señor, a un hombre miserable.
—Mi abuelo tiene amigos —dijo Marius—; yo haré que le
consiga el perdón.
—Es inútil —respondió Jean Valjean—. Se me cree muerto,
y basta. Los muertos no están sometidos a la vigilancia de la
policía. Se les deja podrirse tranquilamente. La muerte equivale
al perdón.
Y retirando su mano de la de Marius, añadió con una especie
de dignidad inexorable:
212

—Además, no he de acudir a otro amigo que al cumplimien-


to de mi deber. No necesito más que un perdón: el de mi con-
ciencia.
En aquel momento, la puerta se entreabrió poco a poco al
extremo opuesto del salón, y se dejó ver la cabeza de Cosette.
—¡Apostaría a que hablan de política! ¡Qué necedad! ¡En vez
de estar conmigo!
Ante la radiante sonrisa de la joven. Jean Valjean se estreme-
ció.
—Los he sorprendido infraganti —dijo Cosette—. Acabo de
oír al través de la puerta las palabras de mi padre: La conciencia...
el cumplimiento de mi deber... No cabe duda. Hablaban de po-
lítica, y no quiero eso. ¡Hablar de política al día siguiente de la
boda! No me parece justo.
—Te engañas, Cosette —respondió Marius—. Hablábamos
de negocios. Buscábamos el medio mejor de colocar tus seiscien-
tos mil francos, y... —Pues si no es más que eso —interrumpió
Cosette—, aquí me tienen. ¿Me admiten? Y atravesando resuel-
tamente el umbral entró en el salón. Marius la tomó del brazo
y le dijo con dulzura: —Hablamos de negocios. —A propósito
—respondió Cosette—, he abierto mi ventana, y acaba de llegar
al jardín una bandada de gorriones. ¿Creyeron que iba a hablar
de máscaras? —Te repito que hablamos de negocios; vamos, mi
querida Cosette, déjanos un instante. Son meramente cifras y
te fastidiarías. —Que no. Hablen ustedes, y me basta. —Amor
mío, imposible.
—Muy bien —repuso la joven—. ¡Les hubiera dicho tantas
cosas!
—Te juro que necesitamos estar solos.
—¿Acaso soy yo alguien?
Jean Valjean no pronunciaba una palabra. Cosette se volvió
hacia él y dijo:
—Lo primerito que quiero, padre, es que me den un abrazo.
213

Jean Valjean dio un paso hacia ella. Cosette retrocedió, excla-


mando:
—¡Qué pálido estás, padre! Jean Valjean besó aquella frente,
donde brillaba un celestial reflejo.
—Sonríe, ahora —ordenó la joven.
Jean Valjean obedeció. Su sonrisa era como la de un espectro.
—Padre, enfádate con Marius. Dile que debo quedarme; que
delante de mí bien se puede hablar.
—Cosette, te aseguro que es imposible —dijo Valjean.
Con cierta molestia, la joven salió. Marius se cercioró de que
la puerta estaba bien cerrada.
—¡Pobre Cosette! —murmuró—; cuando sepa...
A estas palabras, Jean Valjean se estremeció y clavó la vista en
Marius.
—¡Cosette! ¡Ah! Sí, es verdad, le vas a decir todo. No ha-
bía pensado en ello. ¿No basta que tú lo sepas? Nadie me ha
obligado a delatarme, lo he hecho de buen grado; me delataría
al universo, ¿qué me importa? Pero ella ignora estas cosas, y se
asustaría. ¡Un presidiario! Habría que explicárselo; habría que
decirle: es un hombre que ha estado en presidio. ¡Oh, Dios mío!
¡Oh! ¡Quisiera morir!
—Serénate —dijo Marius—; guardaré tu secreto para mí solo.
—Ahora que lo sabes todo, ¿crees, señor, pues eres el dueño,
que no debo volver a ver a Cosette?
—Sería lo más acertado —respondió fríamente Marius.
—No volveré a verla —dijo Jean Valjean y se dirigió hacia la
puerta.
Puso la mano en la cerradura, el pestillo cedió, se entreabrió
la puerta bastante para que pasase; se quedó inmóvil un segundo,
luego cerró de nuevo y se encaró con Marius.
214

Su palidez era extrema. Sus ojos no tenían ya lágrimas, sino


una especie de luz trágica. Su voz había cobrado cierta extraña
serenidad.
—Si lo permites, señor, vendré a verla. Te aseguro que lo de-
seo muchísimo. Sin eso, sin la necesidad de verla, no te habría
hecho esta confesión. Hubiera partido meramente... Pero quiero
permanecer en el pueblo donde vive Cosette y continuar vién-
dola, por eso me ha parecido que debía descubrírtelo todo. ¿Me
comprendes, no es cierto? Ponte en mi lugar; no tengo más que a
ella en la Tierra. Lo que podré hacer es venir por la tarde cuando
empiece ya a obscurecer.
—Vendrás todas las tardes —dijo Marius—, y Cosette te es-
perará.
—¡Qué bueno eres! —respondió Jean Valjean.
Marius se despidió; la felicidad acompañó hasta la puerta a la
desesperación, y aquellos dos hombres se separaron.

Marius estaba trastornado. La especie de antipatía que había


sentido siempre hacia el supuesto padre de Cosette estaba ya ex-
plicada. Encontraba en aquel personaje un no sé qué enigmático,
y el enigma era la peor de las vergüenzas, el presidio. El señor
Fauchelevent era el presidiario Jean Valjean.
Marius se preguntaba si no tendría algo que echarse en cara.
Tal vez. ¿Se habría empeñado, sin la necesaria precaución, sin
aclarar bien las circunstancias de la persona, en la aventura amo-
rosa, cuyo término era el casamiento con Cosette?
Recordaba que en la embriaguez de su amor, durante las seis
o siete semanas de éxtasis que había pasado en la calle Plumet,
ni siquiera habló a Cosette del drama de la casa Gorbeau, don-
de la víctima guardó tan extraño silencio en medio de la lucha,
fugándose al ser aprehendidos los criminales. ¿Cómo se concibe
que no hubiese dicho una palabra de esto a Cosette, y más siendo
un acontecimiento tan reciente y terrible? ¿Cómo se concibe que
215

no hubiese nombrado a los Thenardier, sobre todo el día en que


encontró a Éponine?
Le costaba trabajo explicarse ahora el silencio de entonces.
En fin, pasado y analizado todo, resultaba que, aun en el caso
de haber referido el episodio de la casa Gorbeau a Cosette, de
nombrarle a los Thenardier, y hasta de haber descubierto que
Jean Valjean era un presidiario, ¿hubiera bastado esto para que él
cambiase? ¿Para que cambiase Cosette? ¿Hubiera él retrocedido?
¿La hubiera adorado menos? ¿Hubiera desistido del casamiento?
No. Nada tenía pues, que sentir ni que echarse en cara.
La antipatía de Marius hacia el señor Fauchelevent, transfor-
mado en Jean Valjean, se mezclaba ahora con ideas horribles,
entre las cuales, justo es decirlo, había algo de lástima, y hasta
de sorpresa. El ladrón reincidente había restituido un depósito
de seiscientos mil francos, de los que sólo él tenía noticia, y que
pudo muy bien guardarse. Había hecho todo lo contrario.
Además, era delator de sí mismo. ¿Quién le obligaba a de-
latarse? Si se sabía su verdadero nombre, es porque él lo había
dicho. Con aquella confesión Jean Valjean aceptaba no única-
mente la humillación, sino también el peligro. En suma, quien
quiera que fuera aquel hombre, se le debía considerar como una
conciencia que se despertaba.
En el balance que Marius formaba de aquel individuo, com-
parando el debe y el haber, quería llegar a un resultado, pero se
sentía como envuelto en un torbellino. Esforzándose en deducir
una idea clara sobre Jean Valjean, y persiguiéndole, por decirlo
así, en el fondo de su pensamiento, lo perdía y no volvía a encon-
trarlo sino en una bruma fatal.
El depósito restituido honradamente y la probidad de la con-
fesión eran acciones meritorias y producían como un resplandor
en la nube; pero ésta en seguida se ponía otra vez negra. ¿Qué
era, pues, aquel hombre erizado de precipicios? ¿Jean Valjean for-
mando el corazón de Cosette? ¿La figura tenebrosa dedicándose
216

exclusivamente a preservar de toda sombra y de toda nube la


salida de un astro? Éste era el secreto de Jean Valjean, y también
de Dios. Ante estos dos secretos, Marius retrocedía.
Los negocios personales de Valjean no le incumbían, princi-
palmente desde la declaración solemne del miserable: “No soy
nada de Cosette. Hace diez años ignoraba su existencia”.
Jean Valjean era un simple transeúnte, como había dicho él
mismo. Quien quiera que fuese, su papel había concluido. En
cualquier círculo de ideas en las que pensara Marius, siempre se
reproducía su horror hacia Jean Valjean. Horror sagrado quizá,
porque según hemos insinuado, percibía cierto toque genial en
aquel hombre.
Sin embargo, por más atenuantes que buscara, le era preciso
siempre acabar por aquella de: “es un presidiario”; es decir, el ser
que en la escala social carece hasta de sitio donde posar el pie.
Fuerza es reconocerlo e insistir en ello, aunque Marius interroga-
ra a Jean Valjean hasta el punto de decirle éste: “Me confiesas”,
no le había hecho dos o tres preguntas decisivas; y no porque no
se le ocurriesen, sino porque le inspiraban cierto pavor.
¿El desván de Jondrette? ¿La barricada? ¿Javert? ¿Quién sabe
a dónde habrían llegado las revelaciones? Jean Valjean no pare-
cía hombre de retroceder. ¿Y quién sabe si Marius, después de
empujarle, no hubiera deseado retenerle? ¿No nos ha sucedido a
todos en circunstancias supremas, hacer una pregunta y taparnos
luego los oídos para no oír la contestación?
Este hombre era la noche palpitante y terrible. ¿Cómo atre-
verse a buscar el fondo? Es atroz dirigir preguntas a la sombra.
¿Quién sabe lo que va a responder? El alba pudiera perder eterna-
mente su blancura. En tal situación de espíritu, era para Marius
una perplejidad dolorosa pensar que aquel hombre se rozaría en
lo sucesivo, aunque apenas, con Cosette.
Por lo demás, hizo sin objeto aparente algunas preguntas a Co-
sette. Le habló de su infancia y de su juventud, convenciéndose
217

cada vez más de que el presidiario había sido respecto de ella


todo lo bueno, paternal y respetable que cabe en una criatura
humana. Cuanto Marius había entrevisto y supuesto era verdad.
Aquella ortiga siniestra había amado y protegido a aquel lirio.
XXXIX
EL CREPÚSCULO DE LA TARDE

A
l día siguiente, cuando empezaba a obscurecer, Jean
Valjean llamó a la puerta cochera de la casa del señor
Gillenormand, El mayordomo lo recibió como si se en-
contrara por orden de alguien. Din aguardar a que el visitante se
adelantara hacia él, le dirigió la palabra:
—El señor barón me ha encargado que le pregunte si quiere
subir o prefiere quedarse abajo.
—Quedarme abajo —respondió Jean Valjean.
El mayordomo, respetuoso como siempre, abrió la puerta de
la sala baja, y dijo:
—Voy a avisar a la señora.
La habitación en que Jean Valjean entró era un primer piso
abovedado y húmedo, que servía a veces de bodega, y que daba a
la calle, con el suelo de ladrillos encarnados, y una mala ventana
que permitía apenas el paso a unos míseros rayos de luz al través
de los barrotes de hierro. A cada lado de la chimenea había un
sillón, y entre los dos sillones, a modo de alfombra, una vieja
manta de cama, mostrando más hebra que lana.

218
219

Jean Valjean se sentía fatigado, pues llevaba algunos días sin


comer ni dormir, y se dejó caer en uno de los sillones. De repente
se levantó como sobresaltado.
Cosette estaba detrás de él. No la había visto entrar, pero ha-
bía sentido que entraba. Se volvió y la contempló con éxtasis.
Estaba adorablemente hermosa; pero lo que él miraba de aquella
suerte no era la hermosura material, sino el alma
—Padre —exclamó Cosette—, sabía tus rarezas, pero jamás
hubiera imaginado que llegaran a tanto. Dice Marius que te has
empeñado en que te reciba aquí.
—Sí, me he empeñado.
—Empecemos por el principio. Padre, dame un beso.
Y le presentó la mejilla. Pero Jean Valjean permaneció inmóvil.
—Comerás con nosotros.
—He comido ya.
—No es verdad. Vamos, sube conmigo al salón. Pronto.
—Imposible. Sabe usted, señora, que soy raro, que tengo mis
caprichos.
Cosette dio una palmada.
—¡Señora!... ¡Sabes!...
—Querías ser señora y ahora lo eres.
—Para ti no, padre.
—Deja de llamarme padre.
—¿Cómo?
—Llámame señor Jean, si gustas.
—¡No eres ya padre, ni yo soy Cosette! ¡Que te llame señor
Jean! ¿Qué significan estos cambios? ¡Qué revolución es ésta?
¿Qué ha pasado?
—Nada.
—¿Y entonces?
Valjean no respondió. Ella le tomó vivamente las dos manos,
y con un movimiento irresistible, levantándolas al nivel de su
220

rostro, las estrechó contra su cuello por debajo de la barba, como


una profunda señal de cariño.
—¡Oh! —le dijo—, ¡sé bueno!
Él retiró las manos.
—No necesitas ya de padre; tienes marido.
Cosette se incomodó:
—¿Conque no necesito de padre? No hay sentido común en
lo que me dices. Estoy furiosa —prosiguió—. No comprendo
una palabra. Tú no me defiendes de Marius, ni Marius me sos-
tiene contra ti, estoy sola.
—Cosette, eres dichosa, y mi misión ha terminado.
—¡Ah! ¡Me dijiste eres! —exclamó Cosette. Y se arrojó en sus
brazos.
Jean Valjean, desfallecido, la estrechó contra su pecho; le pa-
reció que casi la recobraba.
—¡Gracias, padre! —dijo Cosette.
Se desprendió con dulzura de los brazos de la joven, y tomó
el sombrero.
—¿A dónde vas? —preguntó Cosette.
Jean Valjean respondió
—Me retiro, señora; me esperan —y desde el umbral aña-
dió—: La he tuteado, disculpe. Dígale a su marido que no vol-
verá a suceder. Perdóneme. Y enseguida salió, dejando a Cosette
atónita con aquel adiós enigmático.
Valjean volvió al día siguiente a la misma hora. Cosette no le
hizo preguntas, ni dijo que sentía frío, ni habló mal de la sala:
evitó al mismo tiempo llamarle padre y señor Jean; dejó que la
tratase de usted y de señora. Se notó, sin embargo, que estaba
menos alegre.
La sala baja estaba algo más elegante. Las visitas continuaron
siendo diarias. Jean Valjean no tuvo valor para ver en las palabras
221

de Marius otra cosa que la letra. Marius, por su parte, se ingenió


de manera que siempre se hallaba ausente cuando Valjean iba.
Varias semanas transcurrieron así. Poco a poco entró Cosette
en una vida nueva; el matrimonio crea relaciones, las visitas son
su necesaria consecuencia, y el cuidado de la casa ocupa gran
parte del tiempo. En cuanto a los placeres de la nueva vida, estos
se reducían a uno solo, estar con Marius. Su felicidad era salir
con él y no separarse de su lado. Ambos sentían un placer cada
vez mayor en pasearse asidos del brazo, a la vista de todos, los
dos solos.
Cosette experimentó una contrariedad. La tía Santos no com-
paginó con la sirvienta del señor Gillenormand y se marchó. En
cuanto al abuelo, su salud era excelente; Marius defendía de
tiempo en tiempo algunas causas; la señorita Gillenormand pa-
saba agradablemente junto a la nueva familia la vida lateral que
parecía bastarle. Jean Valjean iba diariamente. Un día, Cosette le
reclamó:
—Eras mi padre, y no lo eres ya; eras mi tío, y has dejado
de serio; eras el señor Fauchelevent, y ahora eres el señor Jean.
¿Quién eres, pues? No me gustan estas cosas. Si no te conociera,
te tendría miedo.
Poco a poco, Valjean se fue acostumbrando a alargar sus visi-
tas, como si aprovechara la autorización para realizarlas. Llegaba
más temprano, y se despedía más tarde.
Cierto día Cosette le dijo maquinalmente: “¡Padre!”, y un re-
lámpago de alegría iluminó el sombrío rostro de Jean Valjean.
—Llámame Jean —fue su única respuesta.
—¡Ah! es verdad —dijo Cosette riéndose—; señor Jean.
—Eso, eso —replicó aquel desgraciado, volviéndose para que
ella no lo viera enjugarse los ojos.
Fue la última vez. Después de aquella claridad, se confirmó la ex-
tinción absoluta. No más familiaridad, no más buenos días acom-
pañados de un beso, no más esa palabra tan dulce: “¡Padre mío!”
222

Una de las primeras tardes de abril en que el calor alterna con


la frescura, Marius le dijo a Cosette:
—Hemos ofrecido hacer una visita a nuestro jardín de la calle
Plumet. Vamos, pues. No debemos ser ingratos. Y volaron como
dos golondrinas en busca del cielo primaveral.
El jardín de la calle Plumet les producía el efecto del alba.
Tenían ya detrás de sí en la vida algo que era como la primavera
de su amor. La casa de la calle Plumet pertenecía aún a Cosette,
por no haber concluido el plazo del arriendo.
Al oscurecer, a la hora de siempre, Jean Valjean fue a la calle
de las Monjas del Calvario.
—La señora ha salido, con el señor barón, y aún no ha vuelto
—le dijo el mayordomo.
Se sentó, y esperó una hora. Cosette no volvía. Bajó la cabeza
y se marchó.
La recién casada se hallaba tan embriagada con aquel paseo a
“su jardín”, y tan contenta de haber “vivido un día en el pasado”,
que la tarde siguiente, durante la visita de Valjean, no habló de
otra cosa. Ni siquiera recordó que no lo había visto.
—¿Cómo has ido allá? —le preguntó éste.
—A pie.
—¿Y cómo has vuelto?
—En un coche de alquiler.
Jean Valjean observaba desde hacía algún tiempo la estrechez
con que vivían los esposos, y esto lo indujo a indagar. La eco-
nomía de Marius era rigurosa, y Valjean tomaba esta palabra en
sentido absoluto.
Varias veces, para terminar la visita, tuvo el mayordomo que
repetir este recado: “El señor Gillenormand me envía a recordar
a la señora baronesa que la sopa espera en los platos”. Cuando
sucedía esto, Jean Valjean se marchaba muy pensativo.
Un día se quedó más tiempo aún de lo que acostumbraba a
estar otras veces. Al día siguiente notó que no había lumbre en la
223

chimenea; y para explicar esta falta, hizo la reflexión de que era


abril y los fríos habían cesado.
—¡Dios mío! ¡Qué frío se siente aquí! —exclamó Cosette al
entrar.
—¡Bah! —dijo Jean Valjean.
—¿Eres tú el que ha dado orden al mayordomo de que no
encienda la lumbre?
—Sí. Pronto va a llegar mayo.
Al otro día no faltaba la lumbre; pero los dos sillones estaban
colocados en el extremo opuesto de la sala, cerca de la puerta.
—¿Qué significa esto? —pensó Jean Valjean.
Tratando de no darle importancia, tomó los sillones y los puso
en el sitio de siempre, junto a la chimenea. Se reanimó un poco
al ver de nuevo la lumbre y prolongó la visita más de lo regular.
Cuando se levantaba para irse, le dijo Cosette:
—Mi marido me propuso ayer una cosa que me ha hecho
gracia.
—¿Cuál? —Me dijo: “Cosette, tenemos treinta mil francos
de renta, veintisiete mil tuyos, y tres mil que me ha asignado mi
abuelo. Treinta mil, bueno”. “¿Y qué?”, le pregunté. “Te atreve-
rías a vivir sólo con los tres mil?”, me preguntó. “Sí, le respondí,
y con nada también, siempre que sea a tu lado”. Le pregunté
a mi vez luego: “¿Por qué me dices eso?” Y contestó: “Para mi
gobierno”.
Jean Valjean no pronunció una palabra. Empezó a hacer con-
jeturas. Era evidente que Marius tenía dudas acerca del origen
de los seiscientos mil francos, y que alimentaba temores sobre la
pureza de su procedencia. Al día siguiente experimentó, al entrar
en la sala baja, como un sacudimiento. Los sillones habían desa-
parecido. No se veía una silla siquiera.
—¿Qué es esto? —dijo Cosette en cuanto entró—, no hay si-
llones. ¿Dónde están los sillones? —Se los han llevado —respon-
dió Jean Valjean—. Me parece que alguien debió necesitarlos.
224

Y luego murmuró: “Adiós”. No dijo: “Adiós, Cosette”; pero


le faltaron fuerzas para decir: “Adiós, señora”. Salió abrumado
de dolor. Esta vez había comprendido. Al día siguiente no fue.
Tampoco fue al otro día. Cosette envió a la sirvienta a casa del
señor Jean para saber si estaba enfermo, y por qué no había ve-
nido la víspera.
La respuesta del señor Jean fue que “No estaba enfermo, sino
muy ocupado”.

En los últimos meses de la primavera y los primeros del vera-


no de 1833, los pocos transeúntes del Marais, los tenderos y los
ociosos que se paran en las puertas, observaban a un anciano pul-
cramente vestido de negro que todos los días, a la misma hora,
antes de obscurecer, salía de la calle del Hombre Armado, por el
lado de la calle de Santa Cruz de la Bretonnerie, llegaba a la de
Santa Catalina, y una vez en la de Echarpe, torcía a la izquierda
y entraba en la de San Luis.
Allí caminaba a paso lento, con el cuello estirado, sin ver ni
oír nada, fija siempre la vista en un punto invariable, y que no
era otro que el ángulo de la calle de las Monjas del Calvario.
Cuanto más se acercaba a aquella esquina, más brillo había en
sus ojos, y una especie de alegría iluminaba sus pupilas como
una aurora interior; tenía cierto aire de fascinación y de ternura;
sus labios se movían, como si hablasen a una persona sin verla;
se sonreía vagamente, y andaba muy despacio. Se hubiera dicho
que, aunque deseaba llegar, lo temía al mismo tiempo.
Gradualmente el anciano cesó de ir hasta la esquina de las
Monjas del Calvario. Se detenía a la mitad del camino en la calle
San Luis, ora más lejos, ora más cerca.
Todos los días salía de su casa a la misma hora, emprendía el
mismo trayecto, pero no lo acababa ya; y tal vez sin conciencia
de ello, lo iba abreviando cada vez más. Su semblante expresaba
esta idea irónica: ¿Para qué? Sus pupilas se habían apagado y
225

también las lágrimas estaban agotadas, aquellos ojos meditabun-


dos permanecían secos.
El anciano estiraba siempre la cabeza; la barba solía moverse,
y daba pena ver las arrugas de su descarnado pescuezo. Cuando
el tiempo estaba malo, llevaba bajo el brazo un paraguas que no
abría. Las buenas mujeres del barrio decían: “Es un inocente”.
Los chicos lo seguían, riéndose.
XL
SUPREMA SOMBRA, SUPREMA AURORA

¡T
errible cosa es la felicidad! En medio de sus goces,
en medio de las satisfacciones que produce la posesión
de ese falso objeto de la vida, induce a olvidar el verda-
dero, que es el deber.
Sin embargo, se haría mal en acusar a Marius, que hacía lo que
juzgaba necesario y justo. Creía que le asistían para alejar a Jean Val-
jean, sin dureza, pero también sin debilidad, graves razones, algu-
nas de las cuales ya se han indicado, y otras se indicarán a su tiempo.
Cosette no estaba en tales interioridades, pero también me-
rece disculpa. Era presa del terrible magnetismo que sobre ella
ejercía Marius y que la obligaba a ejecutar por instinto, y casi
maquinalmente, los deseos de su esposo. Sentía, en la parte re-
lativa al “señor Jean” un deseo de Marius, y se conformaba con
él. Estaba aturdida más que otra cosa. En el fondo quería mucho
al que había llamado por tanto tiempo padre, pero quería más
a su esposo. Esto era lo que había falseado la balanza de aquel
corazón, inclinándola sólo a un lado.
Si sucedía que Cosette hablaba de Jean Valjean como admi-
rándose, Marius la tranquilizaba, diciéndole:

226
227

—Está ausente, supongo. ¿No avisó que iba a emprender un


viaje?
Por otra parte, los dos jóvenes habían estado ausentes. Habían
ido a Vernon, pues Marius quiso que Cosette lo acompañara en
la visita al sepulcro de su padre.
El caso es que Marius consiguió poco a poco separar a Cosette
de Jean Valjean, la esposa no opuso resistencia al esposo.
Un día Valjean bajó la escalera, dio tres pasos en la calle y se
sentó en un banco de piedra, en el mismo donde Gavroche, en
la noche del 5 al 6 de junio, lo había encontrado pensativo; se
detuvo allí unos minutos, y luego volvió a subir.
Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente no salió,
y al otro día se quedó en cama.
—¡Pero si no comiste ayer, buen hombre! —lo reprendió la
portera que le llevaba los alimentos.
—Mañana comeré —respondió él con desgano.
Transcurrió una semana sin que siquiera diese un paseo por el
cuarto. Pasaba el tiempo sobre la cama. Al cabo de ese tiempo, la
portera vio en el extremo de la calle a un médico del barrio, que
iba pasando y acudió a él suplicándole que subiera.
—Es en el piso segundo —le dijo. Cuando bajó, la portera le
preguntó por el paciente.
—Está muy grave —dijo el doctor.
—¿Qué es lo que tiene? —Todo y nada. Es un hombre que,
según las apariencias, ha perdido a una persona querida. Algunos
mueren de eso.
—¿Qué le ha dicho? —Que se sentía bien.
—¿Mejorará?
—Sí —respondió el doctor—; aunque más le convendría un
médico para el alma.
228

Una tarde, Valjean, se apoyó con trabajo sobre su codo, tomó su


mano y no halló el pulso; su respiración era corta, y se interrumpía
a cada momento; se dio cuenta de que estaba más débil que nunca.
Se puso el traje de obrero, pues no saliendo ya, lo prefería a
los otros. Abrió la maleta, sacó el ajuar de Cosette y lo extendió
sobre la cama. Los candelabros del obispo estaban en su sitio,
en la chimenea. Sacó de un cajón dos velas de cera y las puso en
ellos. Después, aunque no había obscurecido aún, las encendió.
Cada paso, yendo de un mueble a otro, lo extenuaba y se veía
obligado a sentarse. Una de las sillas donde se dejó caer estaba co-
locada enfrente del espejo, tan fatal para él y tan providencial para
Marius, donde había leído la carta de Cosette. Se miró a aquel es-
pejo y no se reconoció. Se encontraba en la última fase de la ago-
nía, ésa en que ya el dolor no corre, sino que está, por decirlo así,
cuajado; hay sobre el alma como un coágulo de desesperación.
Había terminado la noche. Arrastró con mucho trabajo una
mesa y el viejo sillón junto a la chimenea, y puso en la mesa,
pluma, tintero y papel. La mano le temblaba. A continuación,
las líneas que escribió poco a poco:

Cosette, te bendigo. Voy a explicártelo todo. Tu marido ha tenido razón


en darme a entender que debía marcharme; aunque se haya equivo-
cado algo en lo que ha creído, ha tenido razón. Es excelente. Ámalo
siempre mucho, cuando yo no exista. Cosette, este papel será encon-
trado y en él verás los guarismos, si tengo fuerzas para recordarlos.
Escucha; ese dinero es tuyo. Lo vas a saber todo. El azabache blanco
viene de Noruega; el azabache negro de Inglaterra; los abalorios negros
de Alemania. El azabache es más ligero, más precioso, más caro. En
Francia pueden hacerse imitaciones como en Alemania. Se necesita un
pequeño yunque de dos pulgadas cuadradas y una lámpara de espíritu
de vino para ablandar la cera. La cera en otro tiempo se elaboraba con
resina y negro de humo, y costaba a cuatro francos la libra. Se me ocu-
rrió hacerla con goma-laca y trementina. Cuesta sólo treinta sueldos,
y es preferible. Las hebillas se hacen con vidrio violado que se pega,
229

mediante esta cera, en una planchita de hierro negro. El vidrio ha de


ser color violado para las alhajas de hierro, y negro para las de oro.
España compra en gran cantidad. Es el país del azabache...

No le fue posible seguir. El desgraciado tomó su cabeza entre


las manos y se hundió en la meditación.
—¡Oh! —exclamaba en sus adentros (gritos lamentables, oídos
sólo por Dios)—, todo ha acabado para mí. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
No la volveré a ver. Morir no es nada, pero morir sin verla es horrible.
En aquel momento llamaron a la puerta.
El mismo día, mejor dicho la misma tarde, cuando Marius
dejaba el comedor y entraba en su gabinete para examinar unos
asuntos, el mayordomo le entregó una carta, diciéndole: “La per-
sona que ha escrito espera en la antesala”.
Cosette, tomada del brazo del abuelo, daba una vuelta por el
jardín.
Hay cartas que, lo mismo que ciertos hombres, tienen mala
pinta. Marius abrió ansiosamente la carta, y leyó lo que sigue:

Señor barón:
Si el Ser Supremo me uviera dado talento, uviera podido ser el barón
Thenard, miembro del Instituto (academia de Siencias); pero no lo
soy. Me sentiré feliz si esta carta me recomienda a la excelencia de sus
vondades. El veneficio con que me onre será recíproco. Poseo un secreto
que concierne a un indibiduo, y este indibiduo le concierne a usté. El
secreto está a su dispocisión, deseando el honor de serle hútil. Le propor-
cionaré un modo sencillo de arrojar de sudina familia a ese individuo,
que no tiene derecho a estar en ella; pues la señora baronesa pertenese
a una clase elevada. El santuario de la birtud no puede coavitar más
tiempo con el crimen sin mancharse. Espero en la antesala las órdenes
del señor barón.
Soy, con el mayor respecto.8

8
En este texto se respetó el escrito original sin corrección. [N. del E.]
230

La firma de la carta era “Thenard”; firma verdadera, aunque


abreviada. Por lo demás, el estilo y la ortografía completaban la
revelación. El certificado de origen no podía estar más evidente.
No era posible dudar.
—Haga que pase —dijo Marius—.
Instantes después, el mayordomo anunció: “El señor The-
nard”. Entró un hombre y la sorpresa de Marius fue grande, pues
le era totalmente desconocido. El disgusto que experimentó al
ver entrar a un hombre distinto del que esperaba, recayó sobre
el recién llegado, al cual examinó de pies a cabeza, durante su
saludo, y le preguntó secamente:
—¿Qué se le ofrece?
El personaje contestó, sonriendo como pudiera haberlo he-
cho un cocodrilo capaz de sonreír:
—Señor barón, dígnese en oírme. Hay en América, en un país
que confina con Panamá, una aldea llamada Joya. Se compone
de una sola casa de tres pisos, construida de ladrillos cocidos al
sol; cada lado tiene de largo veinte metros, y cada piso se retira
del inferior doce, a fin de dejar ante sí una azotea que da vuelta
al edificio. En el centro hay un patio donde están los víveres y
las municiones. En lugar de ventanas, troneras; nada de puerta
principal; se sirven de una escala para subir del suelo a la primera
azotea y de ésta a la segunda y a la tercera, lo mismo para bajar al
patio interior; las puertas de los cuartos son trampas. Por la no-
che se cierran estas trampas, se quitan las escalas, las bocas de las
carabinas asoman por las troneras, y la entrada es imposible. De
día casa, de noche ciudadela. Ochocientos habitantes: tal es la
aldea de Joya. ¿Por qué tantas precauciones? Porque el país es pe-
ligroso, a causa de los caníbales de que está lleno. Entonces, ¿por
qué van allí? Porque es un país maravilloso; porque hay oro en él.
—¿No ha leído el señor barón mi carta? —inquirió después
de su perorata.
—Sea más explícito.
231

—Está bien, señor barón. Voy ser más explícito. Tengo un


secreto que venderle.
—¡Un secreto!... Hable.
—Señor barón, tiene en su casa a un ladrón, que es al mismo
tiempo asesino. Marius se estremeció.
—¿En mi casa? No.
—Voy a decirle el nombre verdadero, se llama Jean Valjean.
—Lo sé.
—Le diré, también de balde, que es un antiguo presidiario.
—Lo sé
—Lo sabe desde que he tenido el honor de decírselo.
—No. Lo sabía desde antes.
El tono frío de Marius, aquella réplica por dos veces, su recha-
zo al diálogo, despertaron en el desconocido una cólera sorda.
No obstante, prosiguió con una sonrisa:
—No me atrevo a desmentir al señor barón. En todo caso,
debe conocer que estoy bien informado. Ahora tengo que re-
velarle algo que sólo yo sé, e importa a la señora baronesa. Es
un secreto extraordinario, que vale dinero. A usted se lo ofrezco
antes que a nadie, y barato. Veinte mil francos.
—Sé ese secreto como sé los demás —dijo Marius—. Conoz-
co su secreto extraordinario, lo mismo que sabía el nombre de
Jean Valjean y que sé su nombre.
—No es difícil, señor barón, pues he tenido el honor de escri-
bírselo y decírselo. Thenar...
—Dier.
—¿Cómo? —Thenardier. —Es también el obrero Jondrette,
el comediante Fabantou, el poeta Genflot, el español Alvarez y la
tía Balizard. Además, ha tenido una posada en Montfermeil. —
Pues bien, sea. Fuera disfraces. El señor barón es infalible —dijo
con voz clara—: soy Thenardier.
232

Veía por primera vez al barón de Pontmercy, quien lo había


reconocido a pesar de su disfraz. Y para mayor sorpresa suya,
también conocía la historia de Jean Valjean.
En la mente de Thenardier, la conversación con Marius no ha-
bía empezado todavía. Se vio obligado a modificar su estrategia,
pero nada esencial se hallaba aún comprometido, y tenía ya qui-
nientos francos en el bolsillo. Le quedaban por revelar cosas de-
cisivas, y se sentía fuerte hasta contra aquel barón de Pontmercy
que esgrimía tan buenas armas.
Para los hombres de la índole de Thenardier, todo diálogo es
un duelo. ¿Cuál era la situación en que iba a empeñarse?
Marius meditaba. Al fin tenía delante a Thenardier, al hombre
que tanto había deseado encontrar, y podía cumplir el encargo
del coronel Pontmercy. Le humillaba que este héroe debiera algo
a aquel bandido, y que la letra de cambio girada desde el fondo
de la tumba por su padre contra él, estuviera aún en descubierto.
Rompió el silencio y dijo:
—Thenardier, he dicho su nombre. Ahora, ¿quiere que le
diga el secreto que pretendía descubrirme? También he reunido
yo datos, y verá que sé más que usted. Jean Valjean, como dijo, es
asesino y ladrón, porque robó a un rico fabricante, siendo causa
de su ruina: el señor Magdalena. Asesino, porque dio muerte al
agente de policía Javert.
—No comprendo, señor barón —murmuró Thenardier.
—Va a comprenderme. Escuche. Vivía en un distrito del Paso
de Calais, por los años de 1822, un hombre que había tenido no sé
qué antiguo choque con la justicia, y que bajo el nombre de señor
Magdalena, se había corregido y rehabilitado. Este hombre era, en
toda la fuerza de la expresión, un justo. Con una industria, la fá-
brica de imitación de azabache, labró la fortuna de toda la ciudad.
Un presidiario liberado sabía el secreto de una falta en que
había incurrido en otro tiempo aquel hombre; lo denunció, fue
causa de que lo prendieran, y aprovechando su libertad para venir
233

a París, logró que el banquero Laffitte (lo sé de boca del mismo


cajero) le entregara, en virtud de una firma falsa, una suma de
más de medio millón perteneciente al señor Magdalena. El pre-
sidiario que robó al señor Magdalena, es Jean Valjean. En cuan-
to al otro hecho, nada necesita tampoco decirme, Jean Valjean
mató al agente Javert de un disparo. Yo, que le hablo, estaba allí.
—Señor barón, equivocamos el camino —dijo Thenardier—.
No me gusta ver acusar a nadie injustamente. Señor barón, Jean
Valjean no robó al señor Magdalena, ni mató a Javert.
—¡Cómo! ¿En qué fundamenta su argumento? —En dos ra-
zones. Primera: no ha robado al señor Magdalena, porque el se-
ñor Magdalena y Jean Valjean son uno mismo.
—¡Qué me dice!
—Segunda: no ha asesinado a Javert, porque Javert, y no Jean
Valjean, es el autor de su muerte.
—¿Qué quiere decir?
—Javert se suicidó.
—¡Pruébelo, pruébelo! —gritó Marius fuera de sí.
Thenardier repuso, midiendo sus palabras:
—Al agente de la policía Javert se le encontró ahogado debajo
de una barca del Pont-au-Change.
—Pero ¡pruébelo! —exclamó Marius.
Thenardier sacó del bolsillo del pecho una ancha carpeta de
papel obscuro, que parecía contener pliegos doblados de diferen-
tes tamaños.
—Tengo mi legajo —dijo con calma.
Mientras hablaba, extraía de su legajo dos ejemplares de pe-
riódicos amarillos, estrujados y oliendo a tabaco. Uno de los
ellos, roto por los dobleces y casi deshaciéndose, parecía mucho
más antiguo que el otro.
—Dos hechos, dos pruebas —dijo Thenardier. Y alargó a
Marius los dos periódicos.
234

El lector los conoce. Uno, el más antiguo, era un número


de La Bandera Blanca del 25 de junio de 1823, y probaba la
identidad del señor Magdalena y de Jean Valjean. El otro era un
Monitor del 15 de julio de 1832, donde se refería el suicidio de
Javert, añadiéndose que según el informe verbal de un agente al
prefecto, habiendo sido hecho prisionero en la barricada de la
calle de la Chanvrerie, había debido su vida a la magnanimidad
de un insurrecto, el cual, teniéndolo al alcance de su pistola, en
lugar de levantarle la tapa de los sesos, había disparado al aire.
Marius no pudo contener un grito de alegría:
—¡Es Jean Valjean, el salvador de Javert! ¡Un héroe! ¡Un san-
to! —Ni un santo, ni un héroe —dijo Thenardier—. Es un asesi-
no y un ladrón. Repito que hablo de los hechos actuales. Lo que
le voy a revelar es absolutamente desconocido. Quizá descubra
en ello el origen del caudal hábilmente ofrecido por Jean Valjean
a la señora baronesa. Voy a decirlo todo; dejo la recompensa a su
generosidad. El secreto vale oro macizo.
—El 6 de junio de 1832, hace cosa de un año, el día del mo-
tín, estaba un hombre en la alcantarilla grande de París, por el
lado donde desemboca en el Sena, entre el puente de Jena y el de
Los Inválidos. Ese hombre, obligado a ocultarse por razones aje-
nas a la política, había elegido la alcantarilla para su domicilio, y
tenía una llave de la reja. Era, repito, el 6 de junio, más o menos
a las ocho de la noche. El hombre oyó ruido en la alcantarilla.
Bastante sorprendido, se ocultó y espió.
—Señor barón, la alcantarilla es un sitio estrecho. Cuando la
ocupan dos hombres, es necesario que se encuentren. Esto fue lo
que sucedió. El domiciliado y el transeúnte tuvieron que darse
las buenas noches, uno y otro sin malditas ganas. El transeúnte
dijo al domiciliado: “Ves lo que llevo a cuestas; es preciso que
salga de aquí; ¿tienes la llave?, dámela”. El presidiario era hom-
bre de extraordinarias fuerzas, y no había medio de resistirle.
Sin embargo, el que poseía la llave comenzó a hablar, para ganar
235

tiempo. Examinó al muerto; mas sólo pudo averiguar que era


joven, apuesto, con aire de persona rica, y que estaba todo desfi-
gurado por la sangre. Mientras hablaba, halló el modo de romper
y arrancar, sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de faldón
de la levita que vestía el hombre asesinado.
“¿Ahora ve claro? El conductor del cadáver era Jean Valjean;
el que tenía la llave le habla en este momento; y el pedazo de la
levita...” Thenardier acabó la frase sacando del bolsillo y soste-
niendo a la altura de los ojos, tomado entre los dos pulgares y los
índices, un jirón de paño negro, todo lleno de manchas oscuras.
Luego dijo:
—Señor barón, me asisten grandes razones para creer que el
joven asesinado era un opulento extranjero, atraído por Jean Val-
jean a una emboscada, y portador de una suma enorme.
—¡El joven era yo, y aquí está la levita! —gritó Marius, arro-
jando en el suelo una levita negra y vieja, manchada de sangre.
En seguida, arrancando el jirón de manos de Thenardier, lo ajus-
tó en el faldón roto. Se adaptaba perfectamente.
Thenardier quedó petrificado, y dijo para sí: “Me he lucido”.
—¡Es un infame! ¡Es un embustero! ¡Un calumniador! ¡Un
malvado! —lo acusó Marius—. Venía a perder a ese hombre y ha
conseguido tan sólo glorificarle. ¡Usted es el ladrón! ¡Usted es el
asesino! Yo lo he visto.
Y arrojó un billete de mil francos a los pies de Thenardier.
—¡Ah, Jondrette, Thenardier, vil e indigno! ¡Que le sirva esto
de lección, mercachifle de misterios, desenterrador de huesos,
miserable! ¡Tome además esos quinientos francos, y salga de
aquí! Waterloo lo protege.
Luego arrojó otros billetes a la cara del hombre, al tiempo que
le decía:
—Tome también esos tres mil francos. Mañana mismo, se irá
a América con su hija, porque su mujer ha muerto, abominable
embustero. Cuidaré de su partida, bandido, y cuando se haya
236

marchado le entregaré veinte mil francos más. ¡Vaya a que lo


ahorquen en otra parte!
—Señor barón —respondió Thenardier inclinándose hasta el
suelo—, gratitud eterna.
Acabemos desde ahora con este personaje. Dos días después
de los sucesos referidos salió para América merced a Marius,
cambiándose el nombre y en compañía de su hija AAzelma. Ma-
rius, según le había ofrecido, giró sobre Nueva York a su favor
una letra de veinte mil francos.
Con el dinero de Marius, Thenardier inició un negocio de
tráfico de esclavos.
Pero regresemos al presente. En cuanto Thenardier abandonó
la casa, Marius llamó a su esposa y ordenó al mayordomo que
consiguiera un coche.
—¡Cosette! ¡Cosette! —exclamó—. ¡Ven! ¡Ven pronto! Mar-
chemos. ¡Ah, Dios mío! ¡Él es quien me había salvado la vida!...
¡No perdamos un minuto! ¡Ah! ¡qué desgraciado soy!
En el arrebato de su imaginación, Marius empezaba a entre-
ver en Jean Valjean una elevada y sombría figura.
El coche no tardó en llegar. Le indicó al cochero que los lle-
vara a la calle del Hombre Armado, número 7. El coche partió.
—¡Ah, qué felicidad! —exclamó Cosette—. A la calle del
Hombre Armado. No me atrevía a hablarte de eso. Vamos a ver
al señor Jean.
—A tu padre, Cosette. A tu padre, pues lo es hoy más que
nunca —luego agregó—: Cosette, todo lo adivino. Me has dicho
que no recibiste la carta que te mandé con Gavroche. Cayó sin
duda en sus manos, y fue a la barricada para salvarme. Pasaré lo
que me resta de vida venerándole. Habrá pasado cual te he di-
cho, ¿no es verdad, Cosette? Gavroche le entregó mi carta. Todo
se explica. ¿Comprendes?
Cosette no comprendía una palabra.
237

—Tienes razón —fue su respuesta. Entre tanto, el coche se-


guía rodando.
Oyendo llamar a la puerta, Valjean se volvió, y dijo con voz
débil: “Entre”. Se abrió la puerta y aparecieron Cosette y Marius.
Ella se precipitó en el cuarto. Marius permaneció en el umbral,
de pie y apoyado contra el marco de la puerta.
—¡Cosette! —dijo Jean Valjean, y se levantó con los brazos
abiertos y trémulos, lívido, siniestro, mostrando una alegría in-
mensa en los ojos. La joven, ahogada por la emoción, cayó sobre
el pecho de Jean Valjean, estrechándolo y exclamando:
—¡Padre!
Jean Valjean tartamudeaba:
—¡Cosette! ¡Es ella! ¡Es usted, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío!
¡Eres tú, sí! ¡Me perdonas, pues!
Marius, bajando los párpados para detener el raudal de sus
lágrimas, dio un paso y murmuró entre sus labios contraídos
convulsivamente para que no brotasen los sollozos:
—¡Padre mío!
—¡Y tú también me perdonas! —dijo Jean Valjean, para en-
seguida balbucear—: ¡Qué ignorantes somos! Creía no volverla a
ver. Imagínese señor de Pontmercy, que en el mismo momento en
que entraban, decía: “¡Todo se acabó!” ¡Ah! ¡Qué desgraciado era!
Estuvo un instante sin poder hablar; luego continuó:
—En honor a la verdad, yo necesitaba ver a Cosette un rato,
de tiempo en tiempo.
Cosette, a su vez, le dijo:
—¡Qué ruindad dejarnos de ese modo! ¿A dónde, pues, has
ido? ¿Por qué has estado ausente tanto tiempo?
—Ha venido, señor de Pontmercy; ¡conque me perdona! —
repitió Jean Valjean.
—Cosette, ¿no lo oyes? ¿No lo oyes, que me pide perdón?
¿Sabes lo que me ha hecho? Me ha salvado la vida. Más aún, te ha
238

entregado a mí. Y después de salvarme, y después de entregarte a


mí, Cosette, ¿sabes lo que ha hecho de su persona? Se ha sacrifi-
cado. Tal es su conducta. ¡Y a mí, que he sido ingrato, olvidadizo,
cruel, hasta criminal!, me dice: “¡Gracias!” Cosette, aunque pase
todo lo que me resta de vida a los pies de este hombre, no será
bastante expiación.
—¡Silencio! ¡Silencio! —murmuró apenas Jean Valjean—. ¿A
qué decir todo eso?
—¡Pero usted! —exclamó Marius, con cierta cólera llena de
veneración—. ¿Por qué no lo ha dicho? Es culpa suya también.
La verdad es toda la verdad, y no ha dicho sino parte. Usted era
el señor Magdalena, ¿por qué callarlo? Había salvado a Javert,
¿por qué callarlo? Yo le debía la vida, ¿por qué callarlo?”
—Porque pensaba como usted —respondió Valjean—, y re-
conocía que tenía razón, que era preciso que me fuese. Si le hu-
biera referido lo de la alcantarilla me habría detenido a su lado.
Debía, pues, callarme. Hablando, todo se contrariaba.
—¿Acaso piensa que lo vamos a dejar aquí? No. Lo llevamos
con nosotros a nuestra casa. —Mañana —dijo Jean Valjean—,
no estaré aquí, ni tampoco en su casa.
—¿Qué quiere decir? —replicó Cosette—. Se acabarán los
viajes. No se volverá a separar de nosotros. Nos pertenece, y no
le permitiremos marcharse.
—No hay duda que sería delicioso vivir juntos. Tienen árbo-
les llenos de pájaros. Me pasearía con Cosette. Sería delicioso;
pero —se detuvo, y luego dijo bajando más la voz— no hay
remedio. Cosette tomó las dos manos del anciano entre las suyas.
—¡Dios mío! —exclamó—. Tus manos me parecen más frías
que antes. ¿Estás enfermo?
—¿Yo? No —respondió Jean Valjean—, me siento bien. Sólo
que... Se detuvo.
—¿Sólo qué
—Me voy a morir en seguida.
239

—Está lleno de fuerza y de vida —observó Marius—. ¿Acaso


imagina que se muere tan fácilmente? Ha tenido disgustos y no
volverá a tenerlos.
—Señor de Pontmercy, aunque me recuperara, ¿me impediría
eso ser lo que soy? No; Dios ha pensado como usted y como yo
y él no cambia de dictamen. Es bueno que parta. La muerte lo
arregla todo.
—Hace una hora tuve un desmayo, y después, esta noche
pasada, me he bebido todo ese jarro de agua… ¡Qué bueno es tu
marido, Cosette! Con él te irá mejor que conmigo.
Se oyó ruido en la puerta. Era el médico que entraba.
—Buenos días y adiós, doctor —dijo Jean Valjean—. Vea a
mis pobres niños.
El médico le tomó el pulso.
—¡Ah! ¡necesitaba de ustedes! —dijo a Cosette y a Marius.
E inclinándose al oído de este último, añadió en voz muy baja:
—Es demasiado tarde.
Jean Valjean, sin apartar casi los ojos de Cosette, observó al
médico y a Marius con serenidad. Se oyó salir de su boca esta
frase apenas articulada:
—Nada importa, pero el no vivir es horrible.
De repente se levantó.
Pudiera decirse que la agonía serpentea. Va, viene, se adelanta
hacia el sepulcro y retrocede hacia la vida. Hay algo de titubeo
en el acto de morir.
—¡Vuelve en sí, doctor, vuelve en sí! —gritó Marius.
—Ambos son buenos —dijo Jean Valjean—. Voy a explicar-
les lo que me ha causado viva pena, señor de Pontmercy, me la
ha causado el que no haya querido tocar ese dinero. Ese dinero
es de su mujer.
Cosette, con mucha suavidad, le puso una almohada bajo el
cuerpo. Valjean continuó:
240

—Señor de Pontmercy, no tema nada, se lo suplico. Los seis-


cientos mil francos son de Cosette. Si no disfruta de ellos, resul-
taría perdido todo el trabajo de mi vida. Habíamos conseguido
fabricar con singular perfección los abalorios negros, y rivalizá-
bamos con los de Berlín.
Jean Valjean declinaba por instantes. La luz del mundo des-
conocido era ya visible en sus pupilas. Hizo señas a Cosette para
que se aproximara, y luego a Marius.
—Acérquense los dos. Los quiero mucho. ¡Oh! ¡Qué placer
morir así! Tú también me quieres, Cosette.
Su respiración comenzaba a llenarse de estertores. Tomó una
bocanada de aire y prosiguió su discurso:
—No quiero que tengas verdaderos disgustos. Diviértanse
mucho, mis amados hijos. Se me olvidada decirles que las he-
billas sin clavillos producían más que todo. La gruesa, las doce
docenas, costaba diez francos y se vendía en sesenta. No deben,
pues, admirarse de los seiscientos mil francos, señor de Pontmer-
cy. Es dinero ganado honradamente. Pueden ser ricos sin repug-
nancia alguna.
—Me ocupaba hace poco en escribir a Cosette; ya encontrará
mi carta. Le lego los dos candeleros que están sobre la chimenea.
Son de plata; mas para mí son de oro, de diamantes, y convier-
ten las velas en cirios. No sé si el que me los dio está satisfecho
de mí en el cielo. He hecho lo que he podido. Hijos míos, no
olviden que soy un pobre, y les encargo que me entierren en el
primer rincón de tierra que haya a mano, con sólo una piedra
por lápida. Es mi voluntad. Sobre la piedra no graben ningún
nombre. Si Cosette quisiere ir allí alguna vez, se lo agradeceré.
Usted también, señor de Pontmercy.
—Cosette, ¿te acuerdas de Montfermeil? Estabas en el bosque
y tenías miedo. ¿Te acuerdas cuando yo cogí el asa de la cubeta
llena de agua? Fue la primera vez que toqué tu pobre manita. ¡Y
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qué fría estaba! Entonces tus manos, señorita, tiraban a rojas,


hoy brillan por su blancura. ¿Y la muñeca? ¿Te acuerdas?
—Los Thenardier han sido muy perversos; pero es necesario
perdonarlos. Cosette, ha llegado el momento de decirte el nom-
bre de tu madre. Se llamaba Fantine. Retén este nombre: Fanti-
ne. Arrodíllate cada vez que lo pronuncies. Ella padeció mucho,
y te quería en extremo. Su desgracia fue tan grande como es
grande tu felicidad. Dios lo dispuso así.
Fuera de sí, Cosette y Marius cayeron de rodillas, inundando
de lágrimas las manos de Jean Valjean; manos augustas que ha-
bían cesado de moverse. Su cabeza estaba echada hacia atrás, de
modo que la luz de los candelabros le iluminaba el pálido rostro,
dirigido hacia el cielo. Cosette y Marius cubrían sus manos de
besos. Estaba muerto.

Hay en el cementerio del Pere Lachaise, en las cercanías de la fosa


común, lejos del barrio elegante de la ciudad de los sepulcros, de
todas esas tumbas hijas del capricho, que ostentan al borde de
la eternidad las horribles modas de la muerte, en un ángulo de-
sierto, al pie de una antigua pared, bajo un gran tejo por el cual
trepan las enredaderas de campanilla, en medio de la grama y del
musgo, una rústica losa de piedra.
Ningún nombre se lee en ella. Hace muchos años, una mano
escribió con lápiz estos cuatro versos, que se fueron volviendo
poco a poco ilegibles a causa de la lluvia y del polvo, y que pro-
bablemente no existirán ya:

Duerme. La suerte le persiguió ruda:


murió al perder la prenda de su alma.
Larga la expiación, la pena aguda
fue; y así obtuvo la celeste palma.

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