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maria teresa mesa


Mesa, María Teresa
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EDICIÓN PIRATA

Editorial Ataraxia
Bogotá, Colombia
2018

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Jana

Como soy una mujer de mediana edad más bien


aburrida y me he quedado para vestir santos, de ahora
en adelante voy a documentar las bobadas que nadie
más documentaría de mí vida haciendo visita; y no lo
harían o porque son eso, bobadas para ellos, o porque
simplemente no quieren o no pueden. Qué sé yo. Vivo
con mi mamá desde hace un año que regresé de Bue-
nos Aires. Volví tras descubrir que no soy de ciudades
grandes ni de planes razonablemente normales. No
me alcanzó la energía ni siquiera para empezar a estu-
diar Licenciatura en Español y Literatura en la UBA. Sí
averigüé, pero nada más. Solo alcancé a trabajar como
vendedora en tiendas de ropa por Avellaneda. Trabajé
con muchas coreanas y lo único que aprendí fueron los
números del uno al diez. Al menos un poco su fonética.
Suenan más o menos así: Jana, dul, set, net, dazo, iozo,
hilgo ajot y hiolt. Siempre he tenido duda entre el ocho
(¿hilgo?) y el nueve (¿ajot?). Bueno, me los sé hasta el
nueve o me salto el ocho o el nueve, y me sé seguro el
diez. No sé. Cansada de montar en subte y metro y de
que gente desconocida, amigos míos, según ellos, me
propusieran negocios con los escasos ahorros que te-
nía, me compré un montón de zapatos y de tenis para
correr y dejé de trabajar. Corrí tanto que alcancé a ha-
cer comparaciones con el ejercicio y la meditación. En
un invierno, cuando ya no me quedaba más plata que
la del pasaje de regreso, tomé mi maleta con la ropa
más fresquita y el montón de zapatos, y despegué de
vuelta para acá. Mi mamá cree que estudié y me insiste
mucho para que haga hojas de vida y me vaya a reco-
rrer los colegios. O que escriba y mande lo que hago a
María Teresa Mesa

concursos o a editoriales o que los mande a revistas.


Le hago caso con lo de escribir porque, de un tiempo
para acá, antes de irme a BsAs, ya lo hacía sin que ella
se diera cuenta. Me ha dado pena contar que lo hago.
Aunque mi familia lo sabe. Lo sé. Creo que perseverar
en esto tiene que ver con la redención de mi valía en
todos los campos. No sé. Me cuesta comprender cuá-
les son los motivos para enfrentar una empresa —o,
como dice la gente, sobre todo don Luis, el señor de la
revueltería de la esquina de mi casa, donde voy a com-
prar lo de los almuerzos cada día de por medio; como
dice la gente cuando le preguntan cómo está, por for-
malidad—, los motivos para estar «ahí, en la lucha».
Cuando me responden así, yo volteo la mirada al piso
o al techo para sólo oír la dichosa frase esa y no verlos
a la cara. Me parecen como ilógicos. Entonces ¿por qué
es que no se van? Yo ya lo intenté. Y volví. A don Luis le
dicen Tribilín. Ese era el nombre con el que se conocía
antes a Goofy en suramérica. Una vez que llegué a su
tienda blandía un matamoscas como si fuera una espa-
da; cuando me vio, lo escondió detrás de la parte late-
ral de su muslo derecho. «Buenas, don Luis… ¿Cómo
está?»… En las baldosas que alcanzo a ver del piso de la
tienda de don Luis hay como una figura de una señora
sin manos que sostiene un bolso con el glamour de su
caminado. Y el techo es de esos como de madera con
laca. Muy brillante.

Dul

La vida de las personas se puede dividir entre lo que


ellas esperan de sí mismas, creyendo que son ellas mis-
mas quienes se lo piden y a quien se lo deben, lo que

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las demás personas esperan de ellas, creyendo que les


hacen un bien al sugerir esto, y las veces en que unas y
otras caen en la cuenta de que no hay que exigir a los
demás ni exigirse a sí mismas nada de nada de nada.
Dice Beckett de Murphy, uno de mis personajes más
admirados, como ejemplo de lo que digo: «Lo único
que buscaba Murphy era lo único que no había dejado
de buscar desde que lo estrangularon hasta obligarle a
respirar: lo mejor de sí mismo». Ese era mi caso hasta
ayer que me di cuenta de que no soy esa clase de con-
denada. ¿Lo mejor de sí mismo? ¡Pobre Murphy! ¡Po-
bres de nosotras! Nos dejamos enredar. Uno debe lidiar
con La suerte. Digo “¡La!” suerte, porque está por fuera
de nosotros. Ninguno sabe con exactitud qué es lo que
está haciendo en la vida y le da por creer que sus deci-
siones son mejores que las de los demás. Mi vida por el
momento está dividida en esas tres etapas, a saber: al
principio le hice caso a las correcciones de mi mamá:
«Usted está hecha para grandes cosas, puede hacer lo
que se proponga siempre y cuando lo practique». Me
repetía mucho eso de que las cosas se hacen bien o no
se hacen. Luego, sola, tratando de vencer la desidia, la
última parte de ese maldito dicho, me repetía que si lo
que hacía quedaba como quedaba, se debía a que que-
ría hacerlo a propósito de esa manera. Y ahora, en esta
tercera etapa, estoy tratando de sacar de mí toda clase
de pretensión. Cualquiera. Me digo: no soy buena en
nada, soy de naturaleza mediocre y cuando algo me
sale bien se debe a la suerte. Igual no le respondo a na-
die por lo que me sale de las tetas y no quiero vender lo
que hago. Y me respondo, para sacar esas que también
son pretensiones: solo soy buena haciendo visita, creo;
hago muy bien lo que me propongo y me gusta, res-

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peto mucho la opinión de un montón de gente que me


aporta solo silencio, lástima y socavación de mi trabajo:
a la mierda con esa gente. Y por último: no mostrar lo
que hago es mucho más pretencioso y dañino que mos-
trarlo. Soy una mediocre en el pleno sentido de la pala-
bra y es justo eso lo que defiendo cuando escribo como
escribo y muestro lo que muestro. Normal. Como nacer
con pie plano, con vitiligo, paladar hendido, con Down
o con Asperger. Soy una normalita. ¿Sabían que los an-
denes de la 30 de agosto entre calles 41 y 37 están en
muy mal estado? Lo sé porque otra cosa que me gusta
hacer es correr. Mi ruta va del centro a La Villa Olímpica
todos los días. Salgo a las 9:00am y vuelvo a veces a las
10:30am y otras a las 10:40am. Cuando vuelvo a la casa
le pido a don Luis unas frutas y llego a hacer juguito. Lo
hago muy fácil: con hielo, porque tengo una triturado-
ra. Estoy buscando unos utensilios para cocina, ya que
los de mi casa están en muy mal estado. A veces, cuan-
do estoy corriendo, tengo ocurrencias graciosas. Ayer,
por ejemplo, pensé que deberíamos cambiar los nom-
bres de las avenidas y de las calles con los nombres que
le damos a los perros, los gatos y algunas aves. En lugar
de “Avenida 30 de agosto” debería llamarse “Avenida
Negro”; en lugar de “Avenida Juan B Gutierrez”, “Ave-
nida Niño”; en lugar de “Avenida Belalcázar”, podría lla-
marse “Avenida Capitán Croquetas”. Lo cierto de todos
esto es que no tengo tema de conversación ni conmigo
misma y que aún me equivoco antes de escribir conmi-
go y trato de separarlo. Me he puesto metas para desa-
rrollar un solo pensamiento por lo menos unas dos cua-
dras. A lo más que he llegado antes de interrumpirme
es a una cuadra. Este método lo llamé en un ataque de
ocurrencias “Superpatético”.

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Set

«¡Hay tortugas hasta el fondo!», dijo la señora que


le replicó nada más y nada menos que a Bertrand Rus-
sell acerca de la composición del universo. ¿Sobre qué
se sostiene el universo? Sobre tortugas, dijo la señora.
Me gustaría estar así de volada. Cuando leo a Russell
me parece muy cierto lo que dice y lo puedo imaginar
conectado con las matemáticas. Lo puedo imaginar
como parte de un mismo universo. ¿Ciencia? No sé.
¿Conspiración? Qué voy a saber. ¿Conocemos como
le conviene al sistema? De pronto. Si lo hacemos para
seguir sosteniendo la desigualdad económica, cultural
y social, ¿por qué no lo haríamos para sostener la reali-
dad? La imagen del universo siendo una placa encima
de una tortuga que está encima de una torre infinita de
tortugas es genial. Eso explicaría la relatividad general
y particular... ¡Ja! Pero sí, así puede ser. Cada tortuga
es un ritmo diferente, se encuentra en la mitad de la
mitad de la mitad del paso de la que le sigue. Si es que
hay continuidad y si es que cada tortuga tiene que diri-
girse en un mismo sentido. Cada tortuga es una caída
y cada caída es una capa dentro de la gran tela que es
el universo. Las palabras pueden con todo. Me dice mi
mamá. Yo sí creo. Lo que nos hace falta es dejar salir las
comparaciones y tener la fuerza suficiente para com-
probarlas o transmitirlas a la mayoría de otros. Todo
esto equivale a decir que el poder máximo es crear la
realidad. Yo creo. Porque si a usted le crean el mundo y
usted responde conforme a eso, usted está al servicio
de otros porque usted no es usted ni nada de lo que hay
es cierto. Si esto no es cierto, al menos puede ser cier-
to en este infausto país de la mierda, donde nos crean

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el mundo y a nosotros mismos como le da la gana a


no sé quién. ¿No sé quién?, ¿No es evidente quién es?
¡¿Quién?! No sé… ¿El Ube...? No: ese es un pobre estú-
pido que devela a cada paso su plan de conquista cultu-
ral. No le haga tanto caso. Yo no le hago caso. Más bien
apresure el paso que va a llegar muy tarde a la casa de
don Rubén. Es a la primera persona a la que le voy a
hacer visita. Es una amigo de mi papá que quiso cono-
cerme porque le dijeron que yo era muy parecida a él
en el físico y en la forma de ser. ¡Así!, toda preguntona
y conversadora de cosas de las que nadie conversa. Si
me pregunta porqué hablo de lo que nadie habla le voy
a decir que es mi tema preferido y porque a veces me
siento como si fuera una nena salida del renacimiento
que está redescubriendo el mundo. Me voy a sentar
muy formal en su sala. Aunque estoy segura de que me
va a hablar de sindicalismo. Mi papá y él pertenecieron
a los sindicatos de sus empresas y fue por eso que se
conocieron.

Net

Yo empiezo por barrer. Trato, sin éxito, de dejar el


piso libre de motas o mugre que me impidan fregar a
detalle. Luego busco un balde. Esos baldes guardan el
mugre de otras veces que he lavado el patio. Lo lavo
para que esa misma mugre no vuelva al piso. Abro el
grifo y lo voy dejando llenar. Mientras, voy por el jabón
para echarle y busco otro balde para el agua limpia.
Esos, por lo regular, están en la cocina. Echo agua a
todo el patio y luego estrego mojando alternativamen-
te la escoba de cerdas gruesas en el balde del agua con
jabón. El jabón son por ahí dos puñaditos. Estrego y

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estrego, como todo el mundo. Pronto, en menos de


veinte minutos, juago el piso y he terminado. Cuan-
do mucho me demora media hora. «Poco», diría mi
mamá. «Mediocre», rezongaría. Poco, ¡poquísimo!,
comparado con lo que lleva don Rubén lavando el suyo.
Y eso que lo está lavando dizque con hidrolavadora.
Cada nada ese sonido me interrumpe los pensamien-
tos: ¡ZZZZZZZZZZ! Si no podía recibirme me hubiera
dicho. Yo sé que llegué media hora tarde, pero ¿acaso
la visita se iba a demorar ese tiempo? Detesto cuando
la gente le da a uno sermones callados. Preferiría que
el señor este me hubiera echado cantaleta y no que me
esté diciendo que soy incumplida y que si ya él me pudo
esperar, en su casa, cómodo, pues ahora lo espero yo a
él, en la sala de una casa ajena, incómoda. Viendo cua-
dros. Está bien, soy yo quien lo necesita, pero ¡¿más
de media hora lavando un patio?! Eso es el sermón del
montañero. Cree que es mejor que yo porque es pun-
tual y dizque tiene palabra. Qué sería de estos presta-
mistas y de los que le roban plata a uno si no fuera por
la palabra, por tener palabra. Si no fuera porque nece-
sito la plata que me va a prestar y porque voy a descri-
bir su casa para el deleite de propios y extraños, no me
quedaría ni un minuto más y no estaría dando vueltas
en mi pensamiento. Cuando llegué la señora me man-
dó a entrar y dijo lo que yo esperaba que dijera.

—Usted es la misma cara de su papá.... Qué cosa tan


impresionante… Pero siga, siga, no se quede ahí.
—¿Cómo le va?
—Ahí, en la lu… (ZZZZZZZZZZ)

Las paredes de la casa parece que estuvieran forra-

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das con papel celofán, como los cuadernos de los niños.


Para ser una casa en pleno centro parece una casa de
finca. De hecho, los muebles de la casa de don Rubén
son rústicos. Tiene muchas cruces y espejos por todos
lados. Réplicas pequeñas de casitas de finca y un tele-
visor inmenso en uno de los cuartos. (ZZZZZZZZZZ).

—¿Y su mamá, cómo está?


—Yo creo que bien. Hace una hora que no la veo.
—Creíamos que no iba a venir
—Disculpe. Lo que pasa es que me gusta correr. Es-
taba en eso y no me di cuenta del tiempo.
—¿Sí?....
—¿Perdón?
—¿Le gusta trotar?
—Sí
—Ay, qué rico. Eso está como de moda, ¿cierto?
—Yo lo hago para sudar mucho

Así fue toda la conversación: sin gracia. La vieja ave-


riguando de mí y de mi mamá. «Vieja marica», pensé
en algún momento. No lo dije porque eso era parte de
las actitudes que estaba dispuesta a dejar atrás para ser
una mujer menos pretenciosa y poder conseguir em-
pleo. No seguir siendo una niña. Además, la señora era
cantante, y mi voz es muy chillona. Con lo mamada que
me tenía, le hubiera metido un grito muy destemplado,
poco digno de semejante lumbrera de la afinación.

Dazo

El viejo solo se demoró diez minutos más para subir,


pero a mí se me hicieron eternos. ¡Por fin!, pensé; ya

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era hora de que don Rubén dejara en paz ese piso y,


sobre todo, que le perdonara la vida a mis tímpanos.

—Cuénteme, pues, a ver, doña Teresa.


—Don Rubén, pues...
—Usted es la misma cara de su papá… ¡Ehhh, qué
cosa tan brava! ¿Ya le habían dicho?
—Sí, ya, jajaja —me reí porque necesitaba la plata,
pero esa comparación ya me tenía y me tiene mamada.
—Bueno, doña Teresa… Cuénteme, pues, a ver.

Cuando don Rubén me dio paso le hablé de la plata


que necesitaba. Su cara permaneció con una sonrisita
en los labios que yo le atribuí al parecido que él encon-
traba entre mi papá y yo. Lo cierto es que me disipaba
el objetivo y varias veces estuve tentada en pedirle que
me la explicara. Me imaginé parando de hablar y dicien-
do, con fuerza, como si yo fuera quien tiene el poder de
decidir cómo me ven los demás o las caras que ponen
en esa y otras conversaciones:

—¡¿Cree que soy una niña todavía?!

Ojalá pudiera decirle a cada uno de quienes me han


visto cómo es que creo que me están viendo. A una
persona con mis problemas mentales eso le serviría
mucho. Aunque, pensándolo bien, sería peor: después
vendrían las respuestas. Tendría que desconfiar, y con
la fuerza que pido la explicación de esas miradas, pe-
dirla de sus palabras estúpidas, desconfiadas, malig-
nas, burleteras y superiores. Es una tarea insufrible.
Aunque, les diría, ya de ofendida, cansada, en caso de
no soportar un segundo más adentro: «No se corres-

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ponde su cara de culo con las flores que me echa». Todo


el tiempo y la energía mental se me embrollan tratan-
do de comunicarme con los demás. Entre las caras que
ponen y lo que dicen hay un abismo insalvable para mí.

Me corresponde creer.

Algo agresiva e intempestiva la pregunta. Pero es


que ya no aguantaría más: toda mi vida me han visto
como la viva estampa de mi papá. Me ven como “Ma-
rito” (mi papá se llamaba Mario). Igual no le dije nada,
estaba concentrada firmando y pensando en esto. En
las únicas partes en la que no necesito grabadora para
registrar lo que pasa... Ah, no he contado: yo grabé y
grabo lo que decimos en las visitas; además, trato de
memorizar con todo mi cuerpo la sensación que una
casa y sus habitantes generan en mí.

Por ejemplo: cuando me entregó el dinero y firmé lo


que tenía que firmar me dispuse a irme, pero me detu-
vo con una cháchara que se desprendía de esos labios
sonrientes que ahora me parecían haciendo una línea
rosada sobre su cara roja. Si no lo hubiera hecho, de-
tenerme, mi impresión de la casa hubiera sido otra.
Lo único que salva a don Rubén de tener la piel de una
gallina desplumada con los bordes de una mortadela
como boca, es esa barba de estropajo tan parecida a
la casa, a mí mente cuando pienso en comunicarme y
a una puerta giratoria. Esa es la sensación que me dejó
la visita: la barba de don Rubén es como su casa y mi
mente: todo está muy encima de lo otro. Como super-
puesto: la cocina muy cerca de la sala, la sala de una ha-
bitación, esa habitación del patio, y el patio está al lado

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de la cocina. Y todas las paredes llenas de cositas que


corresponden a ser cositas de pared de cocina, cositas
de pared de sala, cositas de pared de pieza o cositas
de pared de zaguán. En esas ocasiones, siento como si
mis ojos y mis oídos fueran cofres pequeños en los que
intentan guardar todos los productos de una tienda de
antigüedades.

—Sería incapaz de decir algo que pueda herirla.


Todo lo que digo es para hacerla reír.

Oí que decía tarde el viejo. Yo ya me iba y nada de lo


que había pasado me parecía gracioso ni mucho menos
hiriente. ¿Qué fue lo que dijo mientras yo miraba las bal-
dosas y en ellas veía las escenas de su casa de prestamis-
ta? No sé. Él seguía riéndose y mi mente estuvo esa vez
muy embolatada.

Iozo

Sé que en un momento de la visita a la casa de don Ru-


bén lo único que hizo el viejo fue interrumpir mis bostezos.
Lo intuyo. Cada vez que me disponía a soltar libremente
uno, el viejo me miraba fijo y detenía la risita. Yo me lo tra-
gaba. No sé, pero a mi me parece más deseable un boste-
zo cuando es en público. Se disfruta más. Esto es un gesto
que el cuerpo hace para relajarse y hay situaciones que lo
ameritan. En venganza hice un listado mental que voy a
pasar en limpio antes de que lo reemplace en mi recuerdo
otra lista o decálogo inútil.

Estas son algunas formas de abrir una puerta por dis-


tintas razones a la de la siempre esperada entrada o sali-
da de un lugar:
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1- Es la menos usada en la vida real. La llamo “I Love


Lucy” o “Kramer”: abrir de golpe, sin soltar el pomo,
como para sorprender a quien está adentro.
2- A esta me gusta llamarla “Lola” —es el nombre
de mi gata—: se entreabre la puerta apenas el espacio
justo para que pase el cuerpo. Se usa cuando se está
entrando a la habitación de un enfermo o de alguien
que está durmiendo. (No se entra si ya lo vieron a uno).
3- Cuando la puerta está abierta. Esta se llama “Pa-
sada de avenida muy peligrosa”: Uno amaga mirando
a todos lados y siempre da un paso como si fuera a en-
trar, pero no lo hace (pasa por el puente peatonal).
4- De mamá: abra sin tocar la puerta. Imite un poco
la “Kramer” (revise atrás). No entre. Mueva la puerta
apenas para mirar con un ojo.
5- Puerta imaginaria en la mitad de una calle: uno la
abre de golpe solamente una vez. Elija un punto fijo en
la parte de arriba de la iglesia y espere a que después de
seis horas un policía venga a detenerlo. (Después, que
la gente interprete),
6- En caso de terremoto.
7- Para despertar a los gritos al desprevenido habi-
tante de una habitación imaginaria.
8- Detención momentánea ante la inminente des-
gracia de un examen escrito (la puerta está abierta).
9- La de los encargados de vigilar a quienes presen-
tan el examen.
10- La que se parece a leer la primera línea de una
gran novela: «Una gorra de cazador verde apretaba la
cima de una cabeza que era como un globo carnoso».

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Hilgo

Si ya tengo un montonón de referencias no me


aprovecho de eso. Es un principio personal. Si bien la
primera visita la logré gracias a que el señor era co-
nocido de mi papá, de ahora en adelante no me voy a
aprovechar de ninguna referencia. Voy a hacer visita a
gente “otra”, como diría el filósofo. Levinás, es un filó-
sofo que tiene una frase que me aprendí hará más de
quince años. Dice así, creo: «El otro no es en relación a
mí de otro modo sino que el otro es de otro modo que
ser», esto es, el otro no es otro “Yo”, sino que el otro es
excepcionalmente otro, creo. Es lo que entiendo. Mejor
dicho: en el otro no hay otro usted sino que hay otro,
definitivamente otro, creo. Bueno, no soy muy buena
explicando la filosofía y menos la de Levinás que es tan
enredadita. Lo que sí parece es que me estoy enredan-
do con esto pensando que sí voy a visitar a “otro” con
relación a “los mismos” que conocieron a mi papá. Y
no: para “los mismos” también aplica la frase. Y no: voy
a visitar gente que no conoció a mi familia ni a mis po-
sibles conocidos. Ni una referencia personal, ni una fa-
miliar, ni una laboral (escasa en mi caso, que he sido tan
rueda suelta), ni una referencia académica —imposible:
mi paso por la academia es una mentira que le dije a mi
mamá. Hablando de mi mamá, se me ocurre que otra
entrada es “La entrada de mi mamá”:

4.1.- Entrada de mi mamá: entre sin tocar la puerta


que está debidamente cerrada, como para sorprender.
Imite un poco la “Entrada Kramer” (revise atrás). Escul-
que lo que le dé la gana de la pieza (sí: “pieza”), acomó-
dose en la cabecera de la cama, cruce los pies y vuelva

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María Teresa Mesa

a hablar de algo que ha hablado toda la mañana, toda


la semana, desde hace tres meses.

Ajot

De verdad quiero ser otra cuando voy a hacer visi-


ta. En vista de que no puedo, y sigue manifestándose
ante los demás esta extraña personalidad que lo que
menos quiere es asustar a nadie, voy a refugiarme en
otro nombre en cada visita. Hoy ya no quiero ser clara,
la claridad es síntoma de enfermedad. No es ira, ¡nop!,
menos euforia tintera, o cafetera, o de nostalgia, yo ya
pasé por todo eso. Muchas veces me he preguntado
qué es caminar. A mí me gusta porque es una actividad
en la que uno ve pasar todo y sigue su camino. Me ha
tocado ver gente atropellada o accidentes de tránsito
muy graves; gente muriendo de hambre; animales tier-
nos, como los gallinazos, huir despavoridos porque un
pirobo en un carro se los echa encima; he visto hombres
y mujeres muy bonitas y sensuales. He erotizado todo
a mi alrededor, queriendo sostener a Pereira como mi
ciudad puta. Sostener los pensamientos en la circula-
ción de la sangre no es para nada fácil. Dejar pasar los
más preocupantes o quedarse con lo que de ellos sien-
to más mío para luego negarlo. Soy una güeva. No hay
negocio que me funcione porque no quiero que me fun-
cione. Es lo mejor que me ha podido pasar. Y hace rato
algo entre la perturbación de mi mente y la alteración
de mi pecho me lo ha gritado de la siguiente manera:
¡Capitana Mariquitas! No escriba, no lea, no haga, no
vea, no oiga, no toque, no haga caso, no mienta más,
no haga, marica, ¡ya!, no pelee, no haga, no corra, no
vaya, venga, no venga, quédese, no vaya, no ame, no

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odie, no diga, no estudie, no mire, no haga, no lea, no


vuelva a hacer, no haga, otra vez lo mismo, no haga. Yo
no he sido clara. Es mentira. Ni siquiera sé si tenga que
respetar la ficción o si pueda hacer algo medianamente
presentable. Yo, cuando leo lo que escribo, me imagino
sentada en un carro, un microbús escolar, sentada, con
la emisora Remigio Antonio Cañarte a toda a las nue-
ve y media de la mañana, parqueada, lista... No: “lista”
no; “listo”: listo para bajarme a descansar del primer
recorrido del día. Justo en ese momento el presenta-
dor anuncia que va a poner una de Mozart, y recuerdo
que también, justo esa mañana, la de ese día, empe-
cé a leer a Norbert Elias con una especie de biografía
sociológica de Mozart que hizo. Me está pareciendo
linda. Y dice el presentador que esa composición es
considerada la mejor composición del genio. Paro de
leer mis esperpentos. Me quedo para oír la composi-
ción. Giro la perillita del volumen como si pudiera subir
más. No hay nadie mirando. Busco gente interesada en
lo que está haciendo mi imaginación en ese momento,
no encuentro. En un edificio no muy lejos veo solo una
mujer asomada en la ventana de su apartamento ca-
beceando conmigo al son de Mozart. La veo igual de
entusiasmada. No creo que lo mío o lo del chofer sea de
ese entusiasmo cafetero: “Euforia cafeinómana”, como
me gusta llamarla. Me he encontrado situaciones inve-
rosímiles caminando: tampoco lo de la mujer. El genio
era capaz de entusiasmar a todo el mundo. De repente
veo con los ojos del conductor. La gente avanza suave
por las calles; bailan con sus bolsas del D1, bailan con
sus carretas mientras dicen aguacate maduro y mango
maduro, lleve bolsadas de mango por dos mil, lleve el
aguacate pal´sancocho, pa los fríjoles. Un perrito pasa

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María Teresa Mesa

muy despacio. Es negro y se ve que está muy viejito, tie-


ne una mancha blanca en el pecho y le pusieron bufan-
da. Lo reconozco: es el perro de la carnicería. Lo he visto
otras veces en otras partes del centro. Sin mentir, lo he
visto en la Plaza de Bolívar. Esta música tiene la particu-
laridad de animar el ambiente. No me pasa con otra.

**
Antes de hacer más visitas se me ocurrió hacer unos
cuantos asteriscos de autoficción crítica. Los primeros
tienen que ver con las deudas en formación que tengo:

**
No aprendí a coser ni a cortar ropa. Tampoco aprendí
a pegar botones. Por eso, y porque tampoco aprendí a
planchar, no uso camisas ni pantalones de hilo. Además,
las camisetas son más frescas.

**
Se me olvidó qué pienso de Pereira. Estar lejos no sir-
ve de nada. Para saber qué es un lugar hay que vivir en el
lugar... Buenos Aires es inmamable.

**
Me dio tanta tristeza cuando no vi el lapicero. Pensé:
«Ay, dios, no puede ser. Lo único que vine a hacer a esta
finca y no lo traje. ¡Tres días perdidos!»

**
Tengo dependencias que no conozco.

**
Mi peor defecto es tomar decisiones con las que nadie
sale beneficiado. Mi peor defecto es ser una imbécil.

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**
Siempre tengo afán, pero siempre tengo tiempo.

**
Aparezco en fotos ajenas muy llevada del putas.

**
Me quiero dormir.

**
Sí dormí; desde las 9:00pm hasta las 3:00am y de ahí
hasta las 4.45am. Hoy me voy a dormir temprano otra
vez. Todo para retomar mi salud mental y anímica… Va-
mos a ver qué pasa

**
El mejor regalo que me pueden dar es que me dejen
en paz y unos guayos para cancha sintética

**
Barullo: bulla. Pura mierda en la cabeza. Afuera todo
peor; es decir, sin tregua. El clima no se compadece. Ni
frío ni calor, putamente indiferente. Y en el enredo pien-
so en las cosas que no escribí y que no escribiré… ¡Ya qué!

Ajot

La casa de Victoria y Juana se diferencia de la mía


porque en la mía hay mucho más relajo, uno que se
puede confundir con el descuido. Mamá y yo somos
menos asquientas y creo que en esa medida somos
menos pereiranas. En la casa de Juana y de Victoria hay
una gata a la que amo con el alma y ella me ama. Juana,
una vez, me preguntó que qué me gustaba más, si los

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María Teresa Mesa

perros o los gatos; yo le respondí que, como los perros


y los gatos tienen carácter o personalidad, yo me llevo
muy bien con algunos perros y con algunos gatos. Con
Chispas, por ejemplo, así se llama la gata de Juana. Ella
me siente llegar desde antes de que toque la puerta.
Así mismo siente llegar gente a la que no quiere tanto
y se esconde entre las cobijas. Esa gata tiene algo de
mi carácter. Últimamente he querido cambiar; soy una
humana y puedo hacerlo, pero me cuesta mucho traba-
jo. ¿Será que lo que debo aprender es a no odiar lo que
no me gusta? Las únicas opciones no son el aplauso o
el escupitajo. No sé. Esa casa me gusta mucho porque
tiene muchas fotos de sus amistades y plantas y a to-
das les tienen nombre. La mayoría son suculentas y se
llaman, algunas: Pochoclito, Plumosa, Justina, Paulina
(por una prima de Juana) y Raquel. Hay más, pero no
recuerdo el nombre. En esa casa, además, yo creo que
por costumbre, hay más sillas que piso. Uno puede te-
ner una para las nalgas, otra para los pies y otra para las
manos. Mejor dicho, uno podría asentar cada parte del
cuerpo sobre una silla distinta. Sobre todo que es muy
fácil cambiar los bombillos.

lol

Esto no tiene nada de gracioso; al contrario, tiene


mucho de preocupante y me ha dejado seria, muy se-
ria, releyendo: «A veces me invento las visitas»... Sí. ¡Ya!
Lo dije. No soy ninguna Thoreau de las caminadas ni de
la renuncia. Más bien soy una mujer común y corriente
que solo espera que la tengan en cuenta con una de la
hojas de vida que ha mandado. Eso sí, dos de los nom-
bres de plantas que hay en el texto anterior, “Ajot”,

20
Visitas

son de la casa de una de mis hermanas. Es que me sien-


to muy incómoda en una casa ajena, ya lo saben, ya lo
había escrito. Una llega y se tiene que quedar en la sala,
y yo soy una persona que necesita grandes cantidades
de oscuridad. La Serotonina es una hormona que se
encuentra en estas condiciones. Yo no lo sabía. Me en-
teré apenas hace dos días. No soy de estar viendo en
internet las recetas para todo; de haber sabido, habría
dado una justificación distinta a la de la depresión para
mi encierro. Las salas de algunas casas son muy ilumi-
nadas y las de mis hermanas son las más iluminadas de
las salas iluminadas del mundo. Ahora que lo pienso,
también los cuartos. Son de esos que le harían creer a
cualquier extraño que en esa casa a todo el mundo le
encanta madrugar. Con unas ventanas inmensas. Y con
unas cortinas tan translúcidas como los vestidos de Be-
yoncé en las alfombras rojas de los distintos premios
de música o lo que sea, con la diferencia de que esas
cortinas no tienen puntos estratégicos para tapar. Yo
me despierto, no aguanto, como que se me sube la pre-
sión. Por eso no hago muchas visitas. Yo sé que existe
una cultura del trabajo y de la diligencia en esta ciudad,
que no soporta zonas oscuras, y las zonas oscuras se las
deja a la noche, nos quita el placer de estar sin luz cuan-
do hay mucha luz. No tengo muchas visitas escritas,
eso sí. Pero juro por mi madre que está en todas partes
que voy a transcribir sólo lo que haya vivido. No estoy
dispuesta a inventar más y a seguir mintiendo.

One

Para todos aquelles que pensaron que el texto an-


terior se tituló LOL, no es cierto. Se tituló “iol”, que es,

21
María Teresa Mesa

creo, díez en coreano. Lo que pasa es que la “i” en ma-


yúscula queda igual a una ele en minúscula. Si les dio
risa, no fue mi intención; si no les dio risa, menos mal.
Quiero comunicar, entonces, como moción de orden,
después de reconocer, no sin vergüenza, sí con mucho
valor, lo de la invención descarada de algunas visitas
que se leyeron o no se leyeron, que también me sé los
números del uno al diez en inglés. Aquelles a quienes
les gusta el orden y que les muestren por dónde es que
es, pues esta es la primera de diez textes en que voy
a escribir de las visitas reales y de las cosas tal y cual
y como me las sé y me las imagino. Por eso, si en al-
gún texto, aparece un número de esos mal escrito, no
es que lo haga apropósito para generar comedia (la co-
media es género despreciable, es como la hija apoca-
da y contradictoriamente insolente de la tragedia), es
porque no voy a hacer trampa viendo en initernet. Creo
que porque me gusta inventar el mundo y no creo que
el conocimiento sea la clave para la salvación. Prometo
para la segunda texte que voy a transcribir una visita
real que hice a la casa de Raquel. Ella es una profesora
de primaria en un colegio de la ciudad. Otra cosa, yo
no vivo en Pereira. Viví en Pereira, soy pereirana, pero
ya no estoy más allá. En la actualidad vivo en Medellín.
¿Por qué me tendría que inventar cosas? No sé, hay
algo llamativo en la ficción. En realizar la ficción. Esto
equivale, y no es el caso, a dar a entender que también
es mentira un resto de lo que aquí digo, y que soy una
persona que vive en su mente, y que de ahora en ade-
lante me toca inventar, y con “inventar” quiero decir
“acordar”: debo acordar, antes del próximo texte, una
visita a alguien que nunca visito y que sabe, porque me
conoce (varios, no solo ella), que detesto hacer y que

22
Visitas

me hagan visita. Si lo pienso con detenimiento, esto


me puede servir para empezar de una vez por todas a
aceptar que la realidad es preferible al mundo mental
en el que vivo. O tal vez me lleve a la conclusión de que
soy mejor, una persona reservada. No sé. Me siento ru-
miando algo que no ha pasado.

Raquel

Querida amiga Raquel, quiero que cuando recibas


esta carta te encuentres muy cómodamente sentada
en alguno de los hermosos y cómodos muebles de tu
linda casita. Quiero que el papel en el que está escrita
vuele hasta tus manos descansadas, como si una cosa
de esas fuera posible y no tuvieran que intervenir ni las
cada vez menos existentes manos del cartero. Te pre-
guntarás, Raquel, a qué se debe esta carta de tu (mi)
amiga (creo) Teresa Mesa. Mira que he prometido a los
cuatro vientos que voy a relajar mi forma de ser y voy a
empezar a participar en situaciones que no me gusta-
ban para luego registrarlas en una especie de texto...
¡Ah!, ¿Cómo la ves? ¿Recuerdas, Licha, lo de mis ganas
de escribir? ¿Y recuerdas que te decía “Licha”? No sé
hace cuánto no nos vemos ni te hablo. Ya sabes, he sido
muy mala con los nuevos medios de comunicación, y
cuando los tuve los malinterpreté; para mí todos eran
reemplazos de la Clave Morse y procedía conforme. Ya
sabes, soy... no, ¡ja!, no soy, no: ¡era! chapada a la anti-
gua. De hecho, por eso decidí escribir esta misiva antes
que dizque escribir un mensajito en esos sistemas de
ahorita; es mucho más bonito, ¿no te parece? Es más
cercano y puedo regarme en prosa… mala, pero prosa,
mi prosa. Mientras digo esto, levanto las cejas repeti-

23
María Teresa Mesa

damente; espero te rías. Sí lo haces, imagínate lo mu-


cho que lo harías si lo vieras personalmente. Por eso,
amiga, quería saber si estas dispuesta a contribuir con
el arte y recibirme en tu linda casita, si es que aún lo
es, jajaja, y si es que todavía estás ahí, en la Calle 32
con 7ma bis número 31-48, para donde va esta carta. Si
no, usted que está leyendo esto, por favor no se meta
en lo que no le importa, jajaja. Por el contrario, si eres
tú, Licha, me alegro y te puedas comunicar conmigo al
3454599.

Two

Un día que no andaba por el centro buscando gente


a quien conocer para proponer abruptamente una visi-
ta y conocer otra casa para describir más que la mía y
la que se me hace en la imaginación cuando conozco a
alguien, como es de suponerse, no siendo lo único que
me pasó después de enviar la carta a Raquel, y atre-
viendome a desconocer eventos tan importantes como
haber conocido a alguien que quiso llevarme a su casa
sin siquiera saber mi nombre, mi edad, y mis preferen-
cias, un loco arriesgado, más arriesgado que yo misma
que no acepté acompañarlo y dejé ir de esta manera
la primera visita real para transcribir, aun habiendo pa-
sado otro par de situaciones tan increíbles que no me
atrevo a contar para no arriesgar la poca confianza
que ya no nos queda; aún así, y sobre todo, que para
qué contar más y no ir al grano, la vida que se encarga
de poner las narraciones que hago de ella en un orden
más o menos tranquilizador, y me libra del rodeo, casi,
me cogió por el cuello, asfixiandome un poquito, y me
tocó los oídos con el dulce sonido del teléfono fijo de

24
Visitas

mi casa. Respondí, después de pensarlo mucho, más


o menos después de cinco timbrazos. Los tres últimos
fueron especialmente largos.

— Hola —hablé como si quisiera calmar a un nene.


— Hola. ¿Habla Teresa? — Era la voz de una mujer
— Sí, soy ella — dije “ella” y no “Teresa”, para librar-
me de esa broma de rima que hacen con mi nombre
que me tiene hasta las tetas.
— ¿Teresa?... ¿Teresa Mesa?
— Sí, ella — repetí “ella” porque, con mi apellido, esa
broma de rima también funciona y a veces les da por
complementar haciendo pausa y todo. Seguro a la otra
persona le pareció extraño que no dijera mi nombre y
me preguntó.
— ¿Por qué no repite su nombre? — Se me ocurrió
una buena respuesta, puesto que estaba evitando ri-
mas desagradables, típicas de viejos verdes; entonces
le respondí:
— Mire, yo no soy como García Lorca.
— ¿Le gusta la poesía?... Entonces sí es Teresa…

Se respondió ella misma y me dejó pensando en


quién diablos era la voz de esa mujer. Oyendo, pare-
cía la voz de una mujer de mi edad, más o menos unos
cuarenta o cincuenta o sesenta años, con eso lo cubro
todo; lo cierto es que no era la voz de una mujer de
menos de treinta, o de treinta a treinta y nueve. No.
Como habían pasado tanto tiempo y personas por la
calle del centro, no caí en la cuenta de que podía ser
Raquel, quien después de unos días de haber leído la
carta quería responder con el mismo tono quemante,
y sólo estaba esperando a que yo le dijera mi nombre

25
María Teresa Mesa

para responder: «La que me lo endereza». Luego ella


admitiría quién era y nos reiríamos, ella más que yo, de
mi nombre y de la horrible situación de encontrarnos
de esta manera. Pero eso no pasó. Sí era Raquel, eso
me llenó de mucha alegría, pero era más seria de lo
que yo misma hubiera querido y más seria de lo que yo
misma en mis peores esquizoviajes hubiera imaginado.
Nada, ni el Nirvana, me hubiera advertido con claridad
que mi amiga había cambiado tanto y que yo misma no
fuera lo que ella esperaba y por eso me hubiera visto en
la penosa pero para nada despreciable tarea de fingir
que era lo que ella quería que fuera. Y le dije, no por
mentirosa que fuera, que no soy, sino por compasiva,
que sí fui:

— Sí, me encanta sobremanera; por eso estudié lite-


ratura en la UBA.

Ella me respondió enseguida algo que no alcancé a


oír debido a que en mi mente solo se repetía una can-
cioncilla que ya conocía lo suficiente: MENTIROSA,
MENTIROSA, MENTIROSA.

—Recibí tu carta —me dijo—. Como puedes ver vivo


en la misma parte —continuó—, me encanta saludarte
—A todo esto yo sólo respondía con monosílabos que
para qué transcribo. Ella siguió. Cuando hubo termina-
do con el trámite me preguntó algo que no esperaba
que me preguntara y luego dijo «Tú no eres la única
rara», y me preguntó:

—Si tuvieras que dar una conferencia, ¿cómo empe-


zarías?

26
Visitas

—Por las preguntas del público —respondí.


—¿Por qué?
—Son una excusa para hablar. La gente que hace
preguntas en una conferencia es la gente que le gusta
hablar. Es como en una fiesta, la gente que baila no es
necesariamente la que mejor lo hace, es a la que no le
da vergüenza, ¿no crees? Entonces, para dejarlos des-
ahogar, que hablen todo lo que quieran al principio. Es
más, si quieren hacer la conferencia ellos que la hagan.
No me gustan las conferencias y no participaría de
una a menos que fuera de las cosas que a mi me gus-
tan y las cosas que a mi me gustan no son de interés
para alguien. No existe un conferencista que tenga
como tema “Las posibilidades de cambiar el nombre
de las calles de una ciudad para resignificar el territo-
rio”, o “Acuerdos y desencuentros”, o “Hiperviolencia
en la obra de Jenofonte”. En ese sentido, cambiaría la
respuesta porque no hay alguien que tenga preguntas
para mis bobadas… Pero, ¿a qué se debe la pregunta?

—Quería contarte, pero si quieres lo hago en per-


sona, cuando vengas a mi casa, quiero contribuir con
el arte.

Recuerdo una leve risita después de terminar esa


frase. En ese momento no me importó, pero ahora
creo sentir un tono irónico, debido, yo creo, al tono de
mi carta. Le dije que eso estaría de lo mejor pero que,
si quería, por favor, ya que, de lo contrario, quedaría
suspendida por la intriga hasta que nos volvieramos a
ver, me respondiera lo de la pregunta que me hizo. Me
respondió:

—Te voy a invitar a una de mis conferencias.


27
María Teresa Mesa

Three

Creo que esto de escribir cartas no se me da del todo


mal. Con mi recién conocida o ex amiga me funcionó
tan de maravilla, que voy a ir hoy, 28, a las 6:00pm, a
una conferencia donde ella es la conferenciante. Debo
ir vestida como una señora que permaneció mucho
tiempo en el exterior y debo parecer lo que realmente
soy: una maestra de escuela. Estoy intrigada por el fu-
turo de mis futuras cartas. ¿Cuál será la próxima invita-
ción que me posibiliten? Depende de la idea que cada
uno amigos se hizo de lo que pudo haber pasado con mi
vida. Por ejemplo, si en una carta le escribo a Carmen-
za, otra amiga, que creyó que estuve en Holanda:

«Querida Carmenza, volví entera. Estoy en Medellín


y quisiera verte. Tengo mucho para contar. Entre eso,
que me casé con un holandés...»

Todo sea para hacer visitas reales y recibir invitacio-


nes inesperadas. Por ahora el prospecto de la visita a la
casa de mi amiga la conferencista pinta muy bien. Muy
a pesar de que creo que la respuesta que le di fue un
poco apresurada. Lo digo porque no pensé con deteni-
miento lo que es una “Conferencia” y apelé a un carác-
ter dialéctico que no tiene. Ella lo debió notar. En ese
formato el público importa en la medida de que es a
quien se expone y, por lo tanto, pregunta si es que tiene
dudas, creo. No lo hace para construir la conferencia; en
el peor de los casos, lo hace para desbaratarla. Bueno,
es mejor no estar tan precisa la primera vez que hablo
con ella, después de no sé cuántos años de no hablarle
ni de vernos. La idea que se puede hacer de mi perso-

28
Visitas

nalidad puede ser la de que soy una inmamable; nadie


quiere a las personas precisas, menos ahora, donde
la mayoría de palabras se desbaratan y el uso cambia
con tanta facilidad. Los deshonestos son muy mal vis-
tos, porque en este mundo todo se puede transvalorar,
pero sólo para erigir una moral de la verdad mucho más
resistente, contundente y profunda. Aunque parezca lo
contrario, sigue sin tener cabida, por más que hablen
del presente. Ética, ética, ética. No se han dado cuenta
de lo muy cristianos que siguen siendo. Y eso no está
mal ni bien, es el mundo y así funcionamos los seres hu-
manos. Qué se le va a hacer si, en parte, lo que quieren
cuando discuten o presentan algo es buscar la verdad
para no cargar con la culpa. Bueno, ya: menos le iba a
decir esto si se iba a dar cuenta de que soy como soy y
que tengo las opiniones que tengo.

Four

Cuando fui a la casa de Raquel me recibió muy bien,


pero con cierta escasez, o lo que yo llamaría escasez.
Lo cierto es que cuando me senté en la sala ella me pre-
guntó si quería algo de comer y algo de tomar, y yo le
dije que sí. Llevaba unas horas sin comer nada. Fue has-
ta su cocina y pronto volvió con un pocillo en un plato
acompañado por un bocadillo veleño. Yo pensé que me
iba a pasar esa porción a mí, pero ella empezó a comer,
le dio una mordida muy pequeña y bebió un sorbito;
luego me lo estiró y dijo: «Toma». Yo pensé que el resto
era para mí y lo recibí para darle una mordida no muy
grande, teniendo en cuenta el tamaño del bocadillo,
para después tomar un poco de lo que fuera que hubie-
ra en el pocillo. Café, era café. Cuando estaba a punto

29
María Teresa Mesa

de morder, me dijo que no mucho porque era para las


dos. Le pregunté que por qué no lo partía a la mitad,
y me respondió que le gustaba compartir así porque,
de esta manera, creaba un vínculo especial con su in-
vitada. Bueno, quién soy yo para reprochar rarezas,
pensé. Y mordí un pedacito. Luego ella mordió y tomó.
Lo que había en el pocillo era leche; luego me tocó a
mí. Y así se pasó la visita. El bocadillo llegó a estar tan
pequeño, que yo lo sostenía con dificultad entre los de-
dos índice y pulgar, casi con las uñas de esos dedos, y lo
que me quedaba en la boca después de morder era tan
pequeño, que me cabía entre los dientes. Los sorbitos
de leche eran apenas goteritas. Raquel me pasó el últi-
mo —o lo que yo asumí como el último— pellizquito de
bocadillo, puesto que ya no me alcanzaban los dientes
para seguir dividiéndolo a la mitad y decidí no hacer-
lo y meterlo todo (decir “todo” es exagerar) a mi boca.
Y me tomé la leche, que no alcanzó a salir del pocillo
completamente inclinado; se secó en el camino. Cuan-
do volví la vista, mi amiga estaba viéndome con cara
de enojada, meneando la cabeza de un lado a otro. Se
levantó como un resorte y dijo:

—No has cambiado, sigues siendo la misma infeliz


insolidaria y mezquina de siempre. Retírate de mi casa.

¡Increíble! Yo sé.

Five

Raquel no era Raquel, estoy segura. Esa muchacha


que visité en su conferencia acerca del patrón de las es-
trellas, una marihuanada de brujería y no sé qué cosas,

30
Visitas

y la que me recibió en su casa, no es la misma perso-


na que conocí siendo muy joven en la universidad. De
haberlo sabido desde antes, le hubiera dicho, esa vez
que me llamó por teléfono, que se metiera su confe-
rencia estratosférica por donde le cupiera: «¡No!», le
hubiera dicho, «a mí no me venga con esas cosas ,que
cuando yo tenía su edad me hablaban de estrellas y de
extraterrestres y me hablaban de desdoblamientos y
de vida espiritual. A su edad yo ya estaba curtida de
trascendencia, era una experta en sueños lúcidos, en
meditación y en elementales. Mire, yo no me quiero ir
porque aquí tengo un montón de problemas y los solu-
ciono como puedo. Suficiente tuvo mi familia y mi hija
con mi ausencia los años que estuve en Buenos Aires
como para que, apenas llegando, vuelva a partir. Mire,
yo soy muy básica: para estar sola renuncio a pensar
lógicamente. No soy tan tacaña como usted. El moho
que dejó mi vida no es para que lo limpien Raqueles ex-
trañas. Si usted no era quien yo pensaba, por qué siguió
como si me conociera. ¿Así de solitaria es su vida?», le
hubiera preguntado y le hubiera dicho.

31
El conocimiento es un derecho, y sabemos que a
veces las ediciones artesanales de ATARAXIA llegan
a parecer caras, dependiendo de cómo se mire.

Creemos en las publicaciones independientes (y en


la piratería) como una vía para la democratización
del saber y como alternativa para hacer frente a la
práctica especulativa de la industria editorial, que es
injusta como toda industria y, por momentos, hasta
vergonzosa.

No obstante, nuestro amor por lo artesanal y por la


experimentación con materiales hace que entremos
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