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de agilidad mental, esperanza y sencillez, pero luego entraba en la desconfianza y las

dudas abominables.
Este evento con la mujer de la iglesia no iba a ser diferente. Mi mente sospechosa se
salió repentinamente con
el pensamiento de que ya estaba cayendo preso del encanto de esa mujer.
-Aprendió español cuando era ya grande ¿no es así? -dije sólo para salirme de mis
pensamientos y evitar que
los leyera.
-Sólo ayer -replicó, con una risa cristalina; sus pequeños y blancos dientes brillaban
como una hilera de
perlas.
La gente se dio vuelta para mirarnos. Bajé mi frente como si estuviera orando
profundamente.
-¿Hay algún lugar donde podamos hablar? -pregunté.
-Estamos hablando aquí -dijo-. Aquí he hablado con todos los naguales de tu línea. Si
susurras, nadie se dará
cuenta de que estamos hablando.
Me moría de ganas de preguntarle cuántos años tenía, pero un pensamiento sobrio
vino a mi rescate. Me
acordé de que por años un amigo mío estuvo tendiéndome toda clase de trampas para
que le confesara mi
edad. Detestaba sus banales preocupaciones, y ahora yo estaba a punto de
comportarme de la misma manera.
Dejé mi empeño instantáneamente.
Le quise contar eso a ella sólo para seguir conversando. Parecía saber lo que estaba
pasando por mi mente;
me apretó el brazo en un gesto amistoso, como diciendo que acabábamos de compartir
un pensamiento.
-En lugar de darme un regalo, ¿me puede decir algo que me ayude en mi camino? -le
pregunté.
Movió la cabeza negativamente.
-No -susurró-. Somos extremadamente diferentes. Más diferentes de lo que creí
posible. Se levantó y se
deslizó fuera de la banca. Hizo hábilmente una genuflexión frente al altar mayor. Se
persignó, y me hizo una
seña para que la siguiera a un altar que estaba a un costado, a nuestra izquierda.
Nos hincamos en la banca, frente a un crucifijo de tamaño natural. Antes de que
tuviera tiempo de decir nada,
ella habló.
-He estado viva por larguísimo tiempo -dijo-. La razón por la cual he durado tanto es
porque controlo los
cambios y movimientos de mi punto de encaje, y porque no me quedo aquí en tu
mundo por mucho tiempo.
Tengo que ahorrar la energía que obtengo de los naguales de tu línea.
-¿Cómo es existir en otros mundos? -le pregunté.
-Es como estar en un ensueño, excepto que tengo más movilidad y me puedo quedar
en cualquier lugar
cuanto quiera. Tal como si te quedaras todo el tiempo que quisieras en cualquiera de
tus ensueños.
-¿Cuando está usted en este mundo, está atada solamente a esta área?
-No. Voy a todos lados, adonde se me da la gana.
-¿Va siempre como mujer?
-He sido más tiempo mujer que hombre. Me gusta definitivamente mucho más ser
mujer. Creo que ya casi se
me olvidó cómo ser hombre. ¡Soy una mujer! ¿Sabes?
Me tomó de la mano y me hizo que le tocara la entrepierna. Mi corazón latía en mi
garganta. Era realmente
una mujer.
-No puedo simplemente tomar tu energía -dijo cambiando el tema-. Tenemos que llegar
a otro acuerdo.
En esos momentos me llegó otra oleada de raciocinios mundanos. Le quería preguntar
dónde vivía cuando
estaba en este mundo. No necesité decirle en voz alta mi pregunta para obtener una
respuesta.
-Eres mucho, muchísimo más joven que yo -dijo-, y ya tienes dificultades para decirle a
la gente dónde vives.
Y aunque los lleves a tu propia casa o la casa que alquilas, no es ahí donde vives.
-Hay tantas cosas que le quisiera preguntar, pero todo lo que hago es tener
pensamientos estúpidos.
-No necesitas preguntarme nada. Tú ya sabes lo que sé. Todo lo que necesitaste fue un
empujón para
reclamar lo que ya sabías. Yo te di y aún te estoy dando ese empujón.
No sólo tenía pensamientos estúpidos sino que estaba en un estado de tal sugestión
que tan pronto acabó de
decir que yo sabía lo que ella sabía ya sentía que sabía todo, y que no necesitaba
hacerle más preguntas.
Riéndome, le conté cuán crédulo era yo.
-No eres crédulo -me aseguró con autoridad-. Sabes todo porque ahora estás
totalmente en la segunda
atención. ¡Mira a tu alrededor!
Por un momento, no pude enfocar mi vista. Era exactamente como si se me hubiera
metido agua a los ojos.
Cuando acomodé mi vista, supe que algo portentoso había ocurrido. La iglesia era
diferente; más oscura,
siniestra, y de alguna manera más dura. Me levanté y di un par de pasos hacia la nave.
Lo que atrapó mi
atención fueron las bancas; no estaban hechas de tablas de madera, sino de largos,
delgados y retorcidos
postes. Estas eran bancas caseras, puestas adentro de un magnífico edificio de piedra.
También la luz de la
iglesia era diferente; era amarillenta, y su brillo creaba las sombras más oscuras que
jamás había yo visto.
Venía de las velas de todos los altares de la iglesia, y era una luz que se mezclaba de lo
más bien con las
masivas paredes de piedra y los adornos coloniales de la iglesia.
La mujer me miraba, la brillantez de sus ojos era verdaderamente notable. En ese
momento supe que estaba
ensoñando y que ella dirigía el ensueño. Pero no le tenía miedo ni a ella ni al ensueño.
Me alejé del altar lateral y volví a mirar a la nave de la iglesia. Había gente arrodillada
rezando; mucha gente,
extrañamente pequeña, de piel oscura casi negra. Podía ver las cabezas de la
muchedumbre, un mar de
cabezas inclinadas. Los que estaban más cerca de mí me miraban con obvio
desapruebo. Estaba boquiabierto
ante ellos, y ante todo lo demás. La gente se movía, pero no había sonido. -No puedo
oír nada -le dije a la mujer, y mi voz retumbó, haciendo eco, como si estuviera dentro
de una
concha hueca.
Casi todas las cabezas se dieron vuelta a mirarme. La mujer me jaló de regreso a la
oscuridad del altar
lateral.
-Los escucharás si no los oyes con tus oídos -dijo-. Escucha con tu atención de
ensueño.
Pareció como si todo lo que necesitara fuera su insinuación. De repente me inundó el
monótono sonido de
una multitud rezando. Fui inmediatamente arrastrado por el sonido. Me parecía que era
el sonido más exquisito
que jamás hubiera escuchado. Quería hablar entusiastamente de esto con la mujer,
pero no estaba a mi lado.
La busqué. Ya casi estaba en la puerta. Se dio la vuelta para señalarme que la siguiera.
La alcancé en el atrio.
No había luces en las calles. La única iluminación era la luz de la luna. La fachada de la
iglesia era también
diferente; no estaba terminada. Había pedazos de cantería por todos lados. No había
casas ni edificios
alrededor de la iglesia. A la luz de la luna, la escena era espectral.
-¿A dónde vamos? -le pregunté.
-A ningún lado -contestó-. Venimos aquí afuera simplemente para tener más espacio,
para estar solos. Aquí
podemos hablar hasta por los codos.
Me instó a que me sentara en una pieza de piedra caliza medio cincelada.
-La segunda atención tiene infinitos tesoros que pueden ser descubiertos -comenzó-. La
posición inicial en la
que el ensoñador pone su cuerpo es de importancia clave. Y es ahí donde está el
secreto de los brujos
antiguos, que aun en mis tiempos ya eran antiguos. Cavila sobre esto, tú que estás
siempre empeñado en
saber la edad de esos brujos.
Se sentó tan cerca de mí, que sentí el calor de su cuerpo. Me puso un brazo alrededor
de mi hombro, y me
presionó contra su pecho. Su cuerpo tenía una fragancia de lo más peculiar; me
recordaba al olor de árboles o
de artemisa. No era que ella trajera puesto un perfume; parecía como si todo su ser
exudara ese olor
característico de los bosques de pino. El calor de su cuerpo tampoco era como el mío o
como el de cualquiera
que yo conociera. Su calor era fresco y mentolado, parejo y balanceado. El
pensamiento que se me vino a la
mente fue que su calor presionaría implacablemente, pero sin prisa.
Empezó a susurrar en mi oído izquierdo. Dijo que los regalos que había dado a los
naguales de mi línea
tenían que ver con lo que los brujos antiguos llamaban las posiciones gemelas. Lo que
significaba que la
posición inicial en la que el ensoñador mantiene su cuerpo para empezar a ensoñar es
imitada en la posición
en que mantiene su cuerpo energético durante los ensueños, a fin de fijar el punto de
encaje en cualquier sitio
que escoja. Las dos posiciones forman una unidad, dijo, y a los brujos antiguos les llevó
miles de años
descubrir la relación perfecta entre posiciones gemelas. Comentó, con una risita, que
los brujos de ahora nunca
tendrán ni el tiempo ni la disposición para hacer todo ese trabajo, y que los hombres y
las mujeres de mi línea
tenían verdaderamente suerte de tenerla a ella para que les diera regalos. Su risa tenía
un notable sonido
cristalino.
No comprendí su explicación sobre las posiciones gemelas. Le dije descaradamente
que no quería practicar
esas cosas sino solamente saber de ellas como posibilidades intelectuales.
-¿Qué es exactamente lo que quieres saber? -me preguntó suavemente.
-Explíqueme qué quiere decir con las posiciones gemelas, o la posición inicial en la que
el ensoñador pone su
cuerpo para empezar a ensoñar -le dije.
-¿Cómo te acuestas para empezar a ensoñar? -preguntó.
-De cualquier manera, no tengo ningún patrón. Don Juan nunca hizo hincapié en este
punto.
-Bueno, yo sí hago hincapié en él -dijo, y se levantó.
Cambió de posición. Se sentó a mi derecha y susurró en mi otro oído que de acuerdo a
lo que ella sabía, la
posición en la que uno pone el cuerpo es de mayor importancia. Propuso una manera
muy fácil de comprobar
eso, llevando a cabo un ejercicio extremadamente delicado pero sencillo.
-Empieza tu ensueño acostándote en tu lado derecho, con las rodillas ligeramente
dobladas -dijo-. La
disciplina es mantener esa posición y quedarse dormido en ella. Luego, en el ensueño,
el ejercicio es ensoñar
que te acuestas exactamente en la misma posición y te quedas dormido otra vez.
-¿Qué sucede con eso? -pregunté.
-Eso hace que el punto de encaje se fije, y quiero decir que realmente se fije, en
cualquier posición en la que
se encuentre en el instante en que uno se quede dormido por segunda vez.
-¿Cuáles son los resultados de este ejercicio?
-La percepción total. Estoy segura que tus maestros ya te han dicho que mis regalos
son regalos de
percepción total, ¿no es así?
-Sí. Pero creo que nunca me fue claro lo que es la percepción total -mentí.
Me ignoró y continuó diciéndome que las cuatro variantes del ejercicio eran: quedarse
dormido acostado del
lado derecho, del izquierdo, boca arriba y boca abajo. Y luego, en el ensueño, el
ejercicio era ensoñar que uno
se quedaba dormido por segunda vez en la misma posición en la que había comenzado
a ensoñar. Me
prometió resultados extraordinarios, e imposibles de predecir.
Cambió bruscamente de tema y preguntó:
-¿Cuál regalo quieres para ti?
-No quiero ningún regalo. Ya se lo dije antes.
-Insisto. Te tengo que ofrecer un regalo y tú lo tienes que aceptar. Es nuestro convenio.

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