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El desarrollo de la humanidad tiene una de sus premisas en la relación con el agua.

No
sólo como fluido vital imprescindible, pues agricultura, pesca y navegación, han estado
en la base del desarrollo social y económico de las diversas culturas. A ellas se
incorporaron en épocas muy tempranas la energía hidráulica
mediante los molinos y las fraguas, y los usos mineros.
Más recientemente se añadieron la industria y los usos urbanos asociados a la higiene y
al confort de las personas. La secuencia de usos se ha actualizado con los servicios y las
actividades recreativas, que se han añadido a los usos económicos de las sociedades
modernas.

Los usos del agua van asociados a algunos conceptos que


requieren de una revisión en profundidad. Por ejemplo, la clasificación en
usos consuntivos y no consuntivos.
Tradicionalmente se han considerado consuntivos los usos que
extraen agua de los sistemas naturales y no la retornan. Esa era la
idea de Juan Álvarez Mendizábal cuando en 1836 afirmaba que “España no será rica
mientras los ríos desemboquen en el mar” y que en algunos ámbitos aún parece tener
vigencia. La mayoría de ríos siguen llegando al mar aunque deteriorados, pero los
conceptos han evolucionado y hoy pensamos en usar el agua con el debido respeto a los
llamados usos ambientales, que se corresponden con la sostenibilidad de las masas de
agua y del ciclo que los alimenta, al que pertenecen. Están reconocidos por la Ley como
un factor a respetar en cantidad y calidad, que limita el conjunto de los demás usos
sean o no extractivos.
El consumo de agua puede ser por incorporación a un producto elaborado, por
evaporación o –según la percepción de la cuenca cedente- por desviación mediante un
trasvase.

Ahora bien, estrictamente hablando, el agua no se consume pues más pronto que tarde
retorna al ciclo natural por uno u otro camino. En realidad, ¿qué es lo que consume un
uso? En muchas ocasiones lo que induce al uso del agua es el
aprovechamiento de alguna de sus propiedades: comúnmente, su
energía, su calidad, su capacidad como disolvente y agente de
arrastre o, simplemente, su localización geográfica.
No hace falta referirse a las aguas termales o las minero medicinales para evidenciar
esa cuestión. Algunos de los usos industriales del agua se explican por ello:

 La energía hidráulica, en cualquiera de sus modalidades aprovecha la energía


potencial que el sol da al ciclo del agua. Las precipitaciones sobre las montañas
permiten ese aprovechamiento energético y su transformación en electricidad u otros
resultados.
 El elevado calor específico permite su uso como agua de refrigeración, y el calor
latente de vaporización su transformación en vapor como intermediario energético en
muchos procesos. De ahí nació la era industrial.
Esos usos apenas consumen agua, pues en buena parte se
recupera y/o retorna al cauce. Pero el agua retornada ha perdido valor
energético, ha cambiado su emplazamiento o, simplemente, calienta el cauce receptor.
No se ha consumido agua pero la operación no tiene impacto cero.
Un efecto análogo tiene la innivación artificial, que puede considerarse hija del cambio
climático y de la industria turística. El efecto combinado de una menor innivación y del
mercado del esquí y sus actividades colaterales –hostelería, equipamientos deportivos,
infraestructuras asociadas- exigen la presencia de nieve que a falta de precipitación se
obtiene del agua de pozos o manantiales más o menos lejanos a las pistas, que se
congela y proyecta a cambio de una notable inversión energética. Aquí, el valor del
agua es precisamente el de su congelación, pulverización y
localización en las pistas.
Esas actividades tienen su impacto, al igual que los usos consuntivos tradicionales
como los usos urbanos, agrícolas o industriales que retornan el agua contaminada a los
cauces. Por ello y de forma general puede hablarse de consumo cuando el agua que
retorna al cauce en malas condiciones deteriora e inutiliza volúmenes adicionales de
agua. Es conocido que un metro cubico de agua limpia más un metro cúbico de agua
sucia son dos metros cúbicos de agua sucia.

El valor añadido de un uso del agua se mide por el de toda la


actividad que promueve. A veces es debido a la incorporación masiva de agua al
proceso, como en la agricultura, a veces por el aprovechamiento de alguna de sus
propiedades.
El valor añadido de un uso debe ponerse en relación con los impactos que genera, sean
del tipo que sean. El impacto es, conceptualmente, aquella repercusión indirecta –o
efecto colateral- de una actividad sobre otras. Aunque a veces se dan
impactos positivos, normalmente son negativos y más cuando se
trata de administrar un recurso escaso y valioso. Alguien paga por el
beneficio de otro y eso no es justo.
Cada uso tiene su impacto que ha de ser debidamente valorado y traducido en dos
direcciones:

 La de los impactos admisibles. Ello remite a las medidas correctoras exigibles


cuando se considera que el impacto previsto de una determinada actividad no es
aceptable.
 El coste imputable a la actividad para el sostenimiento del ciclo del agua en
tanto que dominio público. Ese es el terreno de la fiscalidad ambiental aplicada al
agua.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el ciclo del agua exige atender a funciones
de interés general o de garantía como son la prevención de inundaciones, la limpieza
viaria o la extinción de incendios.

Para una gestión sostenible del agua, el objetivo debería ser


obtener, para la financiación del ciclo en su conjunto, una parte del
valor generado por el agua que esté en relación con los impactos
generados, su limitación y la administración del bien en su
conjunto. Esa es una cuestión que requiere una revisión en profundidad en nuestro
ordenamiento, pues la distribución de la contribución fiscal, por el momento es
desigual según los territorios y los usos, y grava más a aquellos usuarios –los urbanos-
a los que es más fácil la imputación de esos costes.

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