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Espacio pensado, espacio figurado, espacio vivido

NELLY SCHNAIDT

El espacio es una dimensión de significación fundamental en cualquier cultura. Pero, en las


diferentes épocas de nuestra historia, no siempre ha ocupado el mismo lugar en cuanto a su
importancia. Tampoco se le otorga la misma preeminencia en el panorama de las diferentes
culturas.
Me propongo hacer un breve examen de esta cuestión tomando como guía dos preguntas clave:
¿cómo se ha tratado en nuestra tradición el problema del espacio? ¿en qué punto está hoy ese
problema dentro del contexto de la cultura occidental?
El espacio es una dimensión axial de la vida humana cuyas coordenadas determinan, en todas las
épocas y en el cuadro general de las sociedades, la manera como el hombre se entiende a sí
mismo. Pero esto no implica que, en todos los casos, se le asigne una función privilegiada en la
interpretación de los problemas humanos que cada cultura, de hecho, ofrece o impone a sus
integrantes. Durante largo tiempo esa función le cupo, entre nosotros, al tiempo. Hoy, la
problemática de la espacialidad se infiltra en todos los intentos de autocomprensión del hombre
contemporáneo, sea a través del arte, de la reflexión o, incluso, de la praxis cotidiana.
«Existe un espacio contemporáneo». Con esta cita de Georges Matoré abre Gerard Genette un
importante artículo de su libro Figuras, titulado Espacio y lenguaje. Su propio comentario de esta
tesis consiste en establecer las dos o tres hipótesis que ella implica: «Ante todo, el lenguaje, el
pensamiento, el arte contemporáneo están especializados, o, por lo menos, dan prueba de un
crecimiento notable de la importancia acordada al espacio, manifiestan una valoración
acrecentada del espacio; en segundo lugar, el espacio de las representaciones contemporáneas es
uno, o por lo menos, a pesar y más allá de las diferencias de registros y los contrastes de
interpretación que lo diversifican, es susceptible de ser reducido a una unidad; por último, esta
unidad se funda, evidentemente, en algunos rasgos particulares que distinguen a nuestro espacio,
o sea, la idea que de él nos hacemos, de la que se formaban los hombres de ayer o de antaño».
Genette agrega a estas tres hipótesis descriptivas, una explicación de orden psicosocial: «el
hombre de hoy experimenta su duración como una 'angustia', su interioridad como una obsesión;
librado al absurdo o al desgarramiento, se reafirma proyectando su pensamiento sobre las cosas,
construyendo planos y figuras que toman prestado del espacio de los geómetras algo de su
asiento y de su estabilidad».
En realidad, prosigue el autor, este espacio-refugio le ofrece una hospitalidad relativa y provisoria,
puesto que la ciencia y la filosofía modernas se las arreglan para desorientar los puntos de
referencia habituales de esta «geometría del sentido común», inventando una topología
desconcertante, un espacio-tiempo, un espacio-curva, una cuarta dimensión, todo un «rostro no
euclidiano del universo que compone el temible espacio-vértigo donde han construido sus
laberintos algunos artistas o escritores del presente».
El espacio resulta, hoy, atrayente y atemorizante, favorable y maléfico.
En el libro de Matoré se analizan las múltiples metáforas espaciales que se registran en el lenguaje
de nuestra época: línea del partido; perspectiva de futuro; distancia interior; el plan divino. El
espacio funciona como término metaforizante, como vehículo de comprensión de otras cosas que
se esclarecen en tanto son pensadas en términos de espacio. En este sentido, el espacio aporta
una nutrida lista de metáforas conceptuales al campo de nociones a través de las cuales el hombre
contemporáneo se entiende a sí mismo: dominio, región, registro, nivel, zona, plano, campo,
umbral, etc.
Más allá de las artes plásticas que engendran, en cada caso, un espacio que se estructura a partir
de la propia obra, la literatura y el pensamiento también se manifiestan hoy en términos de
espacio. Todas esas figuras (título de tres importantes libros de Genette: Figures I, II, III) traman el
sistema de imágenes a través de las cuales el hombre contemporáneo se auto interpreta. El
espacio contemporáneo de que hablaba Matoré es, por ende, ese sistema de imágenes que
significa, en sentido semiológico, al hombre contemporáneo.
Pero esta reflexión sobre el espacio como tema del pensamiento de nuestros días exige, para
medir sus alcances, que se la entienda en relación con una determinada concepción tradicional del
espacio, preeminente en nuestra cultura, puesto que las posturas actuales surgen como crítica,
implícita o explícita, de esa tradición.
De la cita anterior se deduce algo importante para mi propósito: si la desconfianza respecto al
tiempo, del cual nos sentimos cada vez menos dueños, nos ha inducido a refugiarnos en el
espacio, este desplazamiento en busca de un sentido propio no deja de plantear tenebrosas
incógnitas: lejos de ser un refugio, el espacio se nos revela como un problema. Ni su vivencia, ni su
concepción nos devuelven la confortable habitabilidad del viejo espacio euclidiano, llevado luego
al orden de la representación, por medio de la perspectiva, con máximo afinamiento.
Todo ello está inserto en una problemática que abarca, dentro de nuestra cultura, la dimensión de
la tradición y la de la reacción contra esa tradición; y fuera de ella, la de sus relaciones con otras
culturas, hoy cada vez más conocidas, y cuya solución a los dilemas del espacio abre alternativas
que problematizan, a su vez, nuestro modo de comprenderlo dominado, hasta hace poco, por la
potestad omnímoda de la perspectiva renacentista en tanto versión representada del espacio
euclidiano.
Con estas diferentes vertientes culturales de un mismo y magno problema tienen que ver los tres
subtemas indicados en mi título: espacio pensado, figurado y vivido. Del hecho de que estas
dimensiones se distingan entre sí no debe deducirse que resulten mutuamente ajenas en el
contexto de una cultura. Por el contrario, toda aproximación al problema del espacio, sea plástica,
vivida o reflexiva, supone la interrelación de los tres aspectos, o sea, el recíproco
condicionamiento, en cada caso, de lo que determinada culturo o determinado período cultural
sabe sobre el espacio, del espacio que se vive y del espacio que se representa, esto último en un
sentido muy general.

Interrelación de los tres espacios en todo contexto cultural


Es la especificidad de esta interrelación lo que diferencia a una cultura de otra. Nuestra tradición
ha dado preeminencia al espacio concebido, a la idea del espacio, a su aprehensión intelectual. En
Occidente, como veremos, el espacio pensado ha condicionado al figurado e incluso al vivido. Y es
contra esa preeminencia que se produce la reacción del presente. En todos los órdenes hoy se
tratan de rescatar los caracteres con los cuales se presenta el espacio tal como lo vivimos en la
relación con el mundo y no tal como lo pensamos.
De todas maneras, estas tres vertientes del problema del espacio convergen en cualquier
sociedad, en tanto siempre aparecemos ya instalados, culturalmente, en un tiempo y en un lugar
de cuyas creencias y costumbres participamos por el azar y el rigor del origen, sea en Arabia, en
Japón o en España. En cualquier caso, la concepción, la visión, la representación y la vivencia del
espacio se interrelacionan estrechamente. El espacio cultural es el punto de encuentro, de
transacción entre estos distintos aspectos que otorgan una determinación global y estructurante
específica a cada tradición.
Porque, así considerado, ¿en qué momento una cultura está en condiciones de metaforizar el
espaciod vivido, percibido, para trasladarlo a una representación bidimensional? Esto no apunta,
todavía, al tipo de representación sino al hecho de que surja la posibilidad de figurar un espacio, lo
cual se manifiesta ya claramente en el aprovechamiento que el hombre de Altamira hace de los
relieves y concavidades de la roca para dibujar el bisonte. El hombre prehistórico está ya
inventando un espacio, puramente metafórico e imaginario, lo figura a partir de una traslación que
implica una operación mental de largas consecuencias. Porque se supone que para hacerlo debía
haber alcanzado un cierto estilo perceptivo en función del cual organizaba la visión de su entorno.
O sea, que el problema no puede plantearse sólo en términos de espacio concebido o figurado
sino que necesariamente remite al espacio percibido: dime cómo representas y te diré cómo
percibes o a la inversa.
Es decir que el espacio perceptivo ya supone una estructuración de tipo conceptual, aunque sea
implícita. Y para poder trasladarlo al ámbito de la figuración es necesario antes desarticular el
espacio perceptivo real para poder rearticularlo o reinventarlo en la bidimensionalidad. Hay que
desarmar la totalidad de lo percibido para rearmar, según ciertos códigos, un mundo que se
estructura con leyes propias en el espacio de la figuración.
Se entiende entonces que un proceso aparentemente simple supone, en realidad, una compleja
articulación entre el estadio de la cultura, la vivencia y la representación del espacio. Cada cultura
organiza su propia óptica codificada a través de su manera específica de percibir y de concebir el
mundo. La imagen producida es la actualización de este trabajo gigantesco de interpretación y
codificación de la percepción empírica. El rostro humano, por ejemplo, se reconoce en cualquier
tradición pictórica en tanto todas están influidas por la óptica empírica.
Pero si nos atenemos a la manera de codificar esa óptica y de representar lo visto, las diferencias
son enormes. En las diferentes culturas se habitan diferentes espacios. No sólo concebimos sino
que vivimos dimensiones espaciales diversas. El problema del espacio, en tanto culturalmente
determinado, atañe hasta al más insignificante gesto o comportamiento de nuestra vida cotidiana,
porque no se trata de una mera dimensión física sino de un ámbito demarcado por una rejilla
cultural que en cada caso lo organiza y estructura. Y ésta depende de la dialéctica viviente que
siempre se establece entre el modo de percibirlo, conocerlo y figurarlo. Tenemos tendencia a
creer que existe una experiencia «natural» del espacio, que todos compartiríamos dada una
situación similar. Supuestamente, un esquimal y un europeo deberían ver, al menos, la misma
nieve. Sin embargo, la connotación cultural de la percepción/nieve en el mundo esquimal la
convierte en una experiencia física radicalmente diferente: un paisaje blanco donde no existe el
horizonte y por tanto, carece de puntos de referencia espaciales para ubicarse, exige que en la
percepción de la nieve se capten una serie de datos de orientación espacial (salinidad, densidad,
etc.) absolutamente irrelevantes para otras culturas.

Los tres espacios en nuestra tradición


Limitaré el análisis de esta dialéctica, en lo que respecta a Occidente, a dos momentos clave que
se remontan a los orígenes de nuestra modernidad: la invención de la perspectiva en el
Renacimeinto y la teorización del espacio hecha por Descartes en el s. XVII, que resume y formula
de manera definitiva la concepción puesta en práctica por los arquitectos, escultores y pintores
renacentistas. Sólo entonces estaremos en condiciones de apreciar el verdadero alcance de las
nuevas posturas con relación a esos problemas.
Lo que caracteriza las determinaciones del espacio occidental, desde los griegos, es la importancia
que se otorga al sentido de la vista en la organización perceptual del mundo y los valores
intelectuales que, a su vez, se le atribuyen a la visión como agente primordial en la especialización
de la experiencia: «El ojo, llamado ventana del alma, es la principal vía por donde el intelecto
puede apreciar plena y magníficamente la obra de la naturaleza», dice Leonardo, reiterando una
convicción ya expresada por Aristóteles en el primer párrafo de su Metafísica: porque los hombres
tienen una natural tendencia a conocer valoran en mayor grado el sentido de la vista puesto que
es el que más información les aporta sobre las cosas.
En fórmula breve podría resumirse nuestra concepción del espacio —en especial la plasmada
desde el Renacimiento— como una resultante de la profunda imbricación entre dos metáforas
inversas y complementarias: 1º El intelecto ve; 2.a El ojo conoce. Ambas metáforas interactúan
para unir al ojo y al intelecto en la común exploración de lo visible y en la gestación de un espacio
representado (el de la proyección perspectiva) y un espacio pensado (el de la teorización
cartesiana) que marcan su impronta en la vivencia misma del espacio.
Hay culturas que comprometen a otros sentidos en el despliegue de su espacio conceptual y
vivencial y que, por otra parte, establecen una relación mucho menos intelectual con los dilemas
de su figuración.
La alianza entre el ojo y el intelecto ha sido lo determinante entre nosotros, sin ignorar la
concomitancia subversiva de hipótesis, de prácticas y de búsquedas que, desde siempre,
cuestionaron tal estructuración, aunque nunca lograrán reemplazarla como tendencia hegemónica
que hubo de marcar todos los condicionamientos culturales del espacio en Occidente, desde las
teorías más abstractas hasta las conductas cotidianas menos trascendentes. Nuestra visión nos ha
abierto un universo geométricamente construido, y, a la inversa, la geometría ha ordenado
nuestra visión y nuestro espacio.
A riesgo de forzar la cronología y por afán de claridad expositiva, prefiero que la presentación del
pensamiento de Descartes preceda a la valoración del lugar cultural alcanzado por la perspectiva
desde su descubrimiento.
La razón es sencilla: Descartes se erige en el primer teorizador del concepto de espacio que
subyace a los esfuerzos por renovar el mundo de la representación que culminaron, entre los
artistas del 400, con la aplicación y pleno dominio de la perspectiva geométrica, plana. Por ende,
es el primero que la explica y fundamenta.
La res extensa: el espacio pensado
La teoría cartesiana del espacio es la que mejor ilustra la primera parte de la doble metáfora: el
intelecto ve. Para Descartes el intelecto es lumen natura/e, luz natural. El criterio de verdad es la
evidencia (etimológicamente: dar a ver) y lo evidente es lo simple, lo que la mente, como el ojo,
capta de una sola vez, por intuición intelectual en vez de sensible.
El modelo perfecto de la visión lo ofrece, valga la paradoja, la mente y no la vista. Por eso
Descartes desdeña la visión sensible como fuente de conocimiento, porque no coincide con la de
la mente. La visión sensible es engañosa porque cambia y porque sus evidencias se contradicen.
Ni la identidad de las cosas, ni la continuidad y homogeneidad de la extensión geométrica son
datos inmediatos de la impresión o percepción sensible: «la vista no nos hace conocer más que
imágenes, el oído más que ruidos y sonidos. Por tanto resulta claro que una cosa que nosotros
pensamos como fuera de esas imágenes (el espacio y la extensión, agregado mío, N.S.) y de esos
sonidos, en tanto designada (subrayado mío, N.S.) por ellos no nos puede ser dada por
representaciones sensibles sino por ideas innatas que tienen su sede y su origen en nuestro propio
pensamiento.» (Citado por E. Cassirer; Filosofía de las formas simbólicas; vol. III; cap. 3: El espacio).
El espacio real y verdadero, para Descartes, no me es dado por lo sentidos, a través de los datos
sensibles, sino que es construido a partir de las relaciones que se establecen entre los datos
sensibles, el espacio verdadero es aquel a cuya noción llego por el intelecto. Los datos sensibles
son solamente índices de las relaciones matemáticas y geométricas subyacentes que constituyen
la estructura racional del mundo, tal como Dios la ha creado, por una parte, y la ha puesto a priori
en mi mente, por otra. La intuición sensible del espacio se reconduce a la construcción lógica del
espacio. Lo que vale es el espacio matematizado y no el percibido o vivido. Se desdeña el ojo del
cuerpo para privilegiar el ojo de la mente. El espacio es una idea de la razón y no un correlato de la
percepción. El ojo del cuerpo enfrenta un espacio limitado, el de la mente concibe una pura res
extensa, extensión homogénea, infinita y constante cuyos puntos son isótropos y mantienen
relaciones intercambiables entre sí. Más adelante se verá que el espacio vivido y organizado desde
el cuerpo tiene caracteres opuestos: sus puntos no son indiferentemente cuantificados sino
topológicamente cualificados: derecha/izquierda, abajo/arriba, etc.
Bajo el supuesto del espacio/concepto no trato a los objectos en tanto le dan significación al lugar
en que están, por el contrario, de las relaciones entre los objetos se abstrae el lugar como
continente indiferenciado, una estructura a priori que ordena el mundo y que proviene no de la
visión sensible sino del intelecto.
Lo importante es comprender que esta idea de espacio es la que había ya cobrado representación
por medio de la perspectiva renacentista.
La reflexión carteisana se ajusta a las técnicas proyectivas inventadas en el Renacimiento, en tanto
lograron representar visualmente un espacio pensado. El logro de la perspectiva, para Alberti,
consiste en que el hombre puede sobrevolar los objetos desde el espacio y penetrar en la
profundidad con una mirada semejante a la que atribuimos a Dios: «La perspectiva me hace ver al
mundo como Dios lo ha visto», dice en su Tratado de la pintura. De lo que se trata es de
representar al mundo como si estuviera frente a la mirada de Dios y no ante la del hombre, que es
limitada y finita.
La perspectiva: el espacio representado
La constitución de un espacio simbólico en el cual la percepción se transporte en representación
ha supuesto en Occidente, un esfuerzo de aproximación eminentemente intelectual al espacio
percibido y por ende, al representado.
Abstrayendo las condiciones psicofísicas de la percepción del espacio, los modernos renacentistas
pretenden figurar en la representación misma la idea de aquel espacio infinito y homogéneo que
la vivencia inmediata del espacio desconoce. Esto se resume con ejemplar claridad en el precepto
enunciado, en el s. XVI, por Pomponius Gauricus: «El lugar existe antes que los cuerpos que en él
se encuentran y por eso hay que establecerlo gráficamente antes que ellos.» (citado por Panosfsky
en La perspectiva como forma simbólica, Tusquets Ed.; p. 41).
En su traslado metafórico a la bidimensionalidad, el intervalo que separa a la cosa del ojo debe
representarse como un «vacío» que no opone resistencias a la visión. Esto es posible en la
proyección perspectiva porque su visión es la de un ojo sin cuerpo (visión monocular estática), un
ojo científico, intelectual. En la intersección plana las paralelas fugan, sin interferencias, a un
punto que está en el infinito. La dimensión aparente de los cuerpos está dada por el lugar que
ocupa su proyección dentro de la línea de convergencia de las paralelas, así se expresa la distancia.
El espacio moderno acaba, de este modo, con las dimensiones emanadas desde el cuerpo, no
homogéneas sino heterogéneas. Los valores de longitud, profundidad y altura serán ahora
relaciones constantes, exactas, unívocas, en una palabra, sistemáticas, universales. La puesta en
orden es dictada por la razón y a ella deben someterse las leyes de la representación visual. La
superficie bidimensional es un soporte transparente, un plano figurativo en el cual se proyecta
figuradamente, o sea, metafóricamente, un espacio unitario que comprende todas las diversas
cosas. En realidad no miramos un cuadro sino que, a través de él, miramos una representación del
espacio. El método clásico, según las leyes de la perspectiva, nos permite creer que el ojo coge al
objeto y toma posesión de él. La proyección nos permite lanzar sobre lo visible una mirada que
encierra al objeto en sus propias leyes de visión.
Pero, al mismo tiempo, se produce el efecto paradojal de que el ojo, a diferencia de otros
sentidos, parece dejar en libertad al objeto. Y aquí corresponde retomar el análisis de la segunda
parte de la doble metáfora que condicionó el abordaje occidental al problema del espacio: el ojo
conoce.
Una cita de Hegel servirá para ilustrar esta convicción, sostenida a lo largo de los siglos, sobre la
función al par estética y cognoscitiva de la vista. La vista, dice Hegel, «está exenta de deseos»...
«se encuentra con los objetos en una relación puramente teórica, por intermedio de la luz, esta
materia inmaterial que deja su libertad a los objetos, aclarándolos e iluminándolos, pero sin
consumirlos, como lo hacen el aire y el fuego de una manera imperceptible y manifiesta». Por eso
es uno de los sentidos estéticos, a diferencia del tacto, el olfato y el gusto: «Por el tacto, en efecto,
el sujeto, en tanto individualidad sensible, se pone en relación con los detalles, ellos también
puramente sensibles, con su peso, su dureza o su blandura, su resistencia material; pero el arte no
es algo pruamente material: es el espíritu manifestándose en lo sensible, (citado por G. Lascault;
Escrits timides sur le visible; Col. 10/18; p. 119).
El ojo es el sentido estético porque es el que otorga mayor intelectualidad y universalidad a la
experiencia, el que más la arranca de su inmediatez, dentro del marco de la sensibilidad. La vista y,
en menor medida, el oído, ven y oyen a distancia, por ello son más intelectuales. La distancia
espacial es un analogon de la distancia reflexiva que debe establecer la mente para «procesan» los
datos de la realidad.
En otro contexto, también Freud sustenta la opinión de que la predominancia de la vista se
impone, en el proceso evolutivo de la humanidad, desde el momento en que el hombre adoptó la
posición erecta. El poder mirar a lo lejos disminuyó poco a poco la intervención y el ejercicio de los
otros sentidos en el conocimiento y orientación dentro del entorno.
Esta natural disposición de la vista para concocer hubo de sellar su alianza con el intelecto en el
común esfuerzo por estructurar el espacio de acuerdo con las determinaciones culturales que le
atribuyera la cultura occidental.
En virtud de esa tradición, las concepciones clásicas de la representación, han supuesto, entre
nosotros, un estrecho vínculo entre arte y verdad. Gracias a la «colusión metódica del volumen y
del plano», el arte puede actuar teóricamente frente al objeto, es decir, la forma verdadera en el
espacio verdadero, actúan como la vista frente al mismo objeto, (cf. Henri Focillon; La vie des
formes; P.U.F.; p. 47).
Lo dicho hasta aquí testimonia la enorme influencia que ha tenido, en nuestra civilización, la parte
de la mente y del espíritu en la problemática cultural atinente a la concepción, figuración y
vivencia del espacio.
Los logros espectaculares de la perspectiva la convierten, por otra parte, en un ejemplo flagrante
de hasta qué punto un sistema de representación puede llegar a condicionar la experiencia misma
del espacio: educados en la perspectiva, podemos llegar a ver lo curvo como recto o a la inversa,
porque así «debería indicarlo» el código de la proyección.
Lo importante a rescatar de todo esto, como consecuencia general, es que el condicionamiento
cultural puede influir hasta en las que nos parecen más «naturales» y espontáneas de las
funciones humanas de relación con lo real y lo dado, en este caso, las relaciones de la percepción
visual con lo visible, gravadas, en Occidente, por el dogma de la representación científica del único
espacio «verdadero»: el concebido por la razón.
Este siglo ha asistido a un gran proceso de reacción crítica contra tales supuestos considerados
antes inatacables.
Brevemente formulado, podría decirse que la reflexión sobre el espacio intenta hoy incorporar a la
teoría los aspectos mutables y multidimensionales bajo los cuales se presenta el espacio vivido,
tanto en la experiencia plástica como en la experiencia cotidiana del mundo.
Las limitaciones de los antiguos conceptos pueden abordarse desde dos campos de interés teórico
cuyo desarrollo contribuyó a relativizarlos.
1º La revaloración del aporte específico e irreductible del cuerpo en la estructuración espacial del
mundo.
2º La investigación antropológica, que cada vez pone más en relieve la relatividad de nuestras
pautas culturales, contra la vocación universalista y etnocentrista de la civilización occidental.

El cuerpo y el espacio vivido


«El espacio en general, y la percepción marcan en el corazón del sujeto el hecho de su nacimiento,
la aportación perpetua de su corporeidad, una comunicación con el mundo más vieja que el
pensamiento.», afirma Merleau-Ponty, y de ello concluye: «Hay, pues, otro sujeto por debajo mío,
para quien existe un mundo antes de que yo (en tanto conciencia, agregado mío, N.S.) esté allí
donde él señalaba mi lugar.
Este pensamiento cautivo o natural es mi cuerpo, no el cuerpo momentáneo que es el
instrumento de mis elecciones personales y se fija sobre tal o cual mundo, sino el sistema de
«funciones» anónimas que envuelven toda fijación particular en un proyecto general».
(Phénomenologie de la perception; Gallimard; París, 1945, p. 294).
Con esto se introduce otra coordenada en la constitución de la espacialidad que reorganiza
críticamente su planteamiento tal como se dio tradicionalmente en nuestra cultura: el cuerpo
interviene sustancialmente en la estructuración de los parámetros espaciales.
El espacio habitado por el cuerpo propio es un espacio geométrico, abstracto, pensado por la
conciencia. El cuerpo propio es el lugar originario a partir del cual se ordenan todas las distancias y
todas las cosas a mí alrededor. Esta vivencia del espacio es anterior a la percepción «culta»,
euclidiana, dominada por las formas geométricas.
Parafraseando a Levy-Strauss, podría decirse que la percepción del cuerpo es una percepción
«salvaje» que se mantiene cerca de las cosas y de lo representado (recordar que el privilegio de la
vista proviene del hecho de que por naturaleza implica distancia). El cuerpo despliega un espacio
pregeométrico en cuya organización intervienen más o menos todos los sentidos. Como primera
«ventana al mundo», el cuerpo no puede reducir su relación visual con las cosas a la mera visión,
ni construir su espacio metafórico de representación en base a la sola perspectiva lineal.
Hoy, por vía de la crítica de la perspectiva lineal como absoluta, nos acercamos a otras búsquedas
en que se intenta recuperar la dimensión activa de lo corporal en el manejo plástico del espacio
representativo.
El cuerpo es un ser situado: un aquí central en torno al cual se despliegan, como en abanico, los
allí relativos. Y la visión, para llegar a la cosa, tiene que atravesar un espacio que no es un «vacío»
indistinto. Un segmento lineal de una pura extensión, sino el espesor de un espacio que comporta
zonas de diferente densidad relativas tanto al cuerpo como a las cosas y sus mutuas distancias,
dimensiones determinadas tanto por la vista como por el contacto. Así, los puntos de este espacio
no son indiferentes: más vecino o más distante; arriba y abajo, atrás o adelante, derecha e
izquierda no son intercambiables. El espacio del cuerpo no es infinito: termina en sus allí; no es
homogéneo: tiene densidades variables; no es un vacío: es un espesor mediado por sus
contenidos. En muchas de las búsquedas plásticas contemporáneas se manifiesta, o se logra, el
intento de recuperar esta integridad sensible del cuerpo.
El orden espacial, dice Merleau-Ponty, la orientación en tanto constituida por un acto global del
sujeto percipiente, supone una cierta posesión del mundo por mi cuerpo, un medio de actuar de
mi cuerpo sobre el mundo.
Entre mi cuerpo y el espectáculo del mundo «se establece un pacto que a mi me da el goce del
espacio así como otorga a las cosas una potencia directa sobre mi cuerpo».
El espacio primordial —único y verdadero— no es el espacio geométrico.
Por el contrario «ese espacio claro, honesto, en que todos los objetos tienen el mismo derecho a
existir, no sólo está rodeado sino, además, penetrado de parte a parte por otra espacialidad» que
admite la coexistencia de diferentes espacios existenciales y antropológicos.
La unidad de la experiencia ya no se revela garantizada por una espacialización racional y universal
que escalonaría ante mí los objetos y me aseguraría a su respecto un saber y un poder completos.
En suma: el cuerpo, como centro existencial desde el cual se despliega la espacialidad, no ha de
considerarse como una cosa en el espacio objetivo —lo cual es también, de hecho— sino como un
sistema de acciones posibles, menos un cuerpo real que un cuerpo virtual cuyo lugar fenoménico
está definido por su tarea y por su situación.
Desde el punto de vista del cuerpo, el espacio y el gesto, el espacio y la forma se engendran
recíprocamente en una relación dialéctica y móvil.
El espacio como una periferia que prolonga e inviste a la vez al hombre no se corresponde con la
idea de un dominio separado dentro del cual se mueve.
Este dominio que Merleau-Ponty explora con mirada filosófica guarda afinidades con el que se
abre a las investigaciones espaciales realizadas por la praxis y la teoría del arte contemporáneo.
Henri Focillon empieza el capítulo sobre el espacio, en su breve y justamente célebre Vie des
formes, con estas palabras que significan exactamente lo inverso de lo que afirmaba Pomponius
Gauricus: «El espacio es el lugar de la obra de arte, pero basta con decir que ésta tiene lugar en el
espacio; la obra trata el espacio según sus necesidades, lo define e incluso lo crea tal como lo
necesita. El espacio en que se mueve la vida es un dato al cual ella se somete, el espacio del arte
es materia plástica y cambiante.
Quizás nos cuesta admitirlo, desde que se nos impuso la perspectiva albertiana pero hay muchas
otras perspectivas (subrayado mío) y la misma perspectiva racional, que construye el espacio del
arte como el espacio de la vida, es, según veremos, más móvil de lo que se piensa habitualmente,
apta para extrañas paradojas y ficciones. Tenemos que hacer un esfuerzo para admitir como
tratamiento legítimo del espacio todo lo que escapa a sus leyes.» «Vie des formes, PUF; 1981; p.
26) Cabe preguntarse ¿qué leyes? Las que impusieron como única forma de representación
verdadera, dentro de nuestra cultura, la proyección perspectiva de las dimensiones espaciales.
Creo que la cita de Focillon basta para resumir lo que coactivamente se instauró como modo de
figuración simbólica en la tradición occidental y los cambios que se han producido en el presente
respecto a la consideración del espacio.
Algo parecido sugiere Brecht en un breve comentario sobre la pintura china: «Se sabe que los
chinos no utilizan la perspectiva; no les gusta considerar todas las cosas bajo un ángulo único... En
la composición china falta el elemento de coacción que para nosotros resulta absolutamente
familiar. Su orden no comporta ninguna violencia».
Este modo de proceder implica, entre otras cosas, «una feliz renuncia a la completa sumisión de
aquel que mira, cuya ilusión nunca puede ser completa.» (Sur le réalisme; L'Arche; Paris; 1967; p.
68; subrayado mío, N.S.) Esto es exactamente lo que perseguían los magnos inventores de la
perspectiva renacentista; una perfecta ilusión cuyo efecto de realidad convenciera a la mirada
como el objeto mismo. La consecuencia negativa de este inmenso logro es que, progresivamente,
el canon de la verosimítud se convirtió en el dogma de la verdad. Sin embargo, como señala
Focillon, «la perspectiva de la verosimilitud permanece felizmente bañada por el recuerdo de las
perspectivas imaginarias.
Hoy, esas perspectivas imaginarias, que no siempre son tales, pasan a primer plano para rescatar
la territorialidad del cuerpo en la experiencia subjetiva y cultural del espacio y para reivindicar
otras modalidades posibles en la codificación de esa experiencia según las diversas culturas.
La variabilidad de la experiencia del espacio, acorde con los distintos tipos de sociedad, es tan
señalada que se vuelve necesario tomar en cuenta tales diferencias y lo que ellas implican, tanto
en el orden de la representatividad imaginaria como en el de la vida cotidiana.
Cada universe sensorial favorece o predispone a la formación de determinado universe categorial
y suscita los problemas de representación icónica que se plantea cada civilización.
En su libro La dimensión oculta, el antropólogo E.T. Hall, comenta que los coleccionistas
contemporáneos se interesan por la obra pictórica, tan rica sensorialmente, de los esquimales,
porque se parece a la de Klee, Picasso, Braque o Moore. Sin embargo, dice Hall, la diferencia de
significación, en ambos casos, es considerable.
El mundo perceptivo de los esquimales difiere profundamente del nuestro, a causa de la manera
como se sirven de sus sentidos para orientarse en el espacio, puesto que en el Ártico ninguna línea
de horizonte separa a la tierra del cielo. Hall cita el libro de Carpenter, Eskimo, hecho en
colaboración con F. Varley y Robert Flaherty: el cielo y la tierra «tienen la misma sustancia. No hay
distancia intermediaria, ni perspectiva, ni contorno, nada a lo cual pueda aferrarse la mirada fuera
de los miles de copos acumulados y brumosos que el viento arroja a ras del suelo en esta tierra sin
asiento ni límites». Los puntos de referencia que me orientan en la complejidad y el desorden de
una gran ciudad tienen que establecerse, entre los esquimales, por medio de signos naturales.
Pero, de hecho, esos datos referenciales no son objetos o puntos verdaderos sino relaciones
visualmente indiferentes. Lo que vale, por ejemplo, es la relación entre la nitidez de los contornos,
la calidad de la nieve y del viento, la densidad salina del aire, el corte de las hendiduras, etc. Esos
pueblos viven en un espacio olfativo y acústico más que visual. En consecuencia, sus
representaciones del mundo visual evocan el procedimiento radiográfico: los artistas ponen en la
imagen representada todas las cosas que, se vean o no, ellos saben que están presentes, «el
dibujo de un hombre cazando focas no mostrará sólo lo que se encuentra en la superficie de la
capa de hielo (el cazador y sus perros) sino también lo que se halla debajo de ella (la foca que
alcanza su agujero respiratorio para llenar de aire sus pulmones)». (E.T. Hall; La dimensión cachee;
Points; París; 1971; p. 103-104).
Baste este ejemplo detallado para comprender que las diferencias con Occidente no son de detalle
sino que lo que difiere es la concepción global del espacio en sus estructuras fundamentales.
Ya en el tramo final de este intento de reflexionar sobre las condiciones de organización del
espacio desde la «perspectiva» de la cultura bien podría afirmarse que cada cultura es una
perspectiva, o sea, una interpretación estructurante de la dialéctica que enlaza al pensamiento, a
la sensibilidad y a la imaginación en su común esfuerzo por dar respuesta a los dilemas que
presenta al ser humano su propia dimensión espacial.
Pensar, figurar y vivir el espacio no son actitudes desvinculadas entre sí; por el contrario, cada una
remite a la otra en la compleja trama de relaciones que despliegan la problemática global de esta
coordenada esencial del universo humano. Nuestra tradición, amparada en los resultados
espectaculares de su propia hipertrofia racional, ha tardado mucho tiempo en cuestionar el
alcance de sus propios principios en tanto absolutos y universalmente válidos. La oleada crítica de
este siglo también ha destronado la idea de tiempo que, durante el s. XIX, se erigió en eje de la
autocomprensión del hombre occidental a partir de la historia. Como bien sugería la cita de
Genette que abrió estas páginas, el refugiarnos en el espacio no nos devuelve hoy la seguridad de
una convicción inconmovible; más bien nos entrega —después del examen y del enjuiciamiento de
sus parámetros tradicionales— al inquietante compromiso de seguir buscando fórmulas teóricas y
prácticas que permitan una transacción satisfactoria entre el espacio/morada, el espacio/incógnita
y el espacio de los otros, de todas aquellas culturas desautorizadas por el empuje triunfal de una
civilización que apenas ha empezado a contemplarse en el espejo de sus propios fracasos y apenas
consigue, todavía, sacar aprendizaje de su desconcierto y de su incertidumbre.

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